martes, 1 de diciembre de 2009

EL DESTINO DE UN CONTINENTE(1)


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P R E F A C I O
por Manuel Ugarte
Hay un ímpetu dominador que ha empujado en todo tiempo a los grupos fuertes a imponer a los débiles su fiscalización o su tutela. Alejandro, César, Napoleón, y en las épocas recientes los pueblos que marchan a la cabeza de enormes dominios coloniales, sólo han perseguido a través de los pretextos invocados (autoridad, cultura, libertad, civilización) el sometimiento general a un hombre, a un núcleo, a una raza, a un misticismo histórico que se juzga destinado a propagar en torno el fuego de su propia vida.
El imperialismo empieza donde acaba la conglomeración de elementos homogéneos y donde se abre la zona de opresión militar, política o comercial sobre conjuntos extraños. No se puede decir que Prusia fue imperialista al realizar la unidad de Alemania. No cabe hacer ese reproche al Piamonte porque precipitó la conglomeración de Italia. Tampoco sería justo acusar de imperialismo a los Estados Unidos, si mañana pesaran sobre la isla de Jamaica, que por el idioma, religión y tradiciones quedaría dentro del propio medio al entrar en el sistema planetario de Washington. No fue imperialismo el de Bolívar, ni lo sería tampoco el de la nación latinoamericana que tuviera la visión del porvenir y emprendiera la reconstrucción del bloque primitivo dentro de los límites que le asignan los antecedentes. Pero sí es imperialismo el de Inglaterra en Asia, al sojuzgar a las razas primeras que arrojaron alguna luz sobre las tinieblas del mundo; el de los Estados Unidos en Panamá; el de todo país que se impone en órbitas diferentes. Trátese de coerción y conquista militar, o de infiltración y captación oblicua, ya sea que sólo intervenga la diplomacia o el comercio, ya sea que salgan a relucir las armas, el imperialismo existe siempre que un pueblo quiebra su cauce para invadir directa o indirectamente tierras, intereses, o conciencias que no tienen antecedentes ni lazos de similitud que lo acerquen a él.
Ante los estados de la América Latina se ha planteado desde que nacieron a la vida independiente el problema primordial de saber en qué forma y por qué medios alcanzarán a desenvolver su libre evolución, dado el crecimiento fantástico de las colonias inglesas emancipadas. La preocupación se hace más poderosa en los momentos actuales. Si las grandes potencias de Europa llegan a temblar por su suerte en el sálvese quién pueda de naciones originado por el reciente cataclismo, ¿cómo no han de mirar con inquietud el porvenir nuestras repúblicas, salvaguardadas hasta hoy solamente, en la apariencia, por una abstracción de derecho, y en la realidad, por la distancia o el equilibrio de las diversas ofensivas conquistadoras?
Nadie admira más que yo la grandeza de los Estados Unidos y pocos tendrán una noción más clara de la necesidad de relacionarnos con ellos en los desarrollos de la vida futura; pero esto ha de realizarse sobre una plataforma de equidad. A pesar del renombre de yancófobo que se me ha hecho, leyenda falsa como tantas otras, no he sido nunca enemigo de esa gran nación. Para quien reflexiona, no pueden existir en política internacional aborrecimientos. He justipreciado las corrientes con la preocupación exclusiva de lo que es nocivo o favorable para nuestra salud. Si me he levantado contra la presión que gravita sobre México, Cuba, Nicaragua, Filipinas, Panamá, Puerto Rico, etc., ha sido en nombre de necesidades generales. Si hablé de resistencia, fue atendiendo a las exigencias del porvenir. Todo ello al margen de las animosidades, pero en un terreno firme de patriotismo. Creo que debemos oponer una política conjunta a las inmixiones del Norte. En Francia, en Alemania, en Inglaterra, hay pensadores que propician soluciones divergentes, y se manifiestan partidarios de alejarse o de acercarse a estos o a aquellos países, de acuerdo con su interpretación honrada de los intereses de su grupo. Nadie les atribuye por ello enconos o prejuicios. Una concepción diplomática, importa orientaciones globales que se mueven en órbitas superiores al instinto, a la amistad y a los sentimientos.
Lejos de toda acritud, no hay, pues, en estas páginas el más leve deseo de ir contra nada, ni contra nadie. Quien lea con atención, adivinará en el ritmo sereno cuanto voluntariamente queda por decir. Si algunos capítulos tienen carácter de memoria, es porque la anécdota sirve para juzgar el estado colectivo. Pero el que escribe no cae en el engaño de creer propio el rayo de sol que se posa sobre él. Hasta la indigencia del estilo está diciendo que la obra nace sin pretensiones, sin literatura, en franca comunión con la juventud y con el pueblo, como un grito que sale del conjunto. Ni un instante se presentó al espíritu la jactanciosa idea de modificar la situación internacional, ni mucho menos la fantasía de encabezar una orientación política disidente de la de los Gobiernos, El autor se limita a contar lo que ha pensado y lo que ha visto, a exteriorizar su inquietud, a exponer una certidumbre que ha hecho sus pruebas en la conciencia, puesto que la defiende desde hace más de veinte años.
Acaso es útil que la acción sea sellada por el sufrimiento. Desconfiaríamos de nosotros, si no alimentásemos entereza para sobrellevar las adversidades. Dudaríamos de la colectividad, si no tuviésemos confianza en su justicia. A los mismos que nos hostilizaron, les pedimos equidad para las ideas. Esta ligera exploración en los hechos pasados, las realidades presentes y las posibilidades futuras, se inspira en un ideal que, aunque detenido, contrariado, anulado, en su realización y florecimientos por divisiones, errores y apetitos, perdura en el corazón de nuestros pueblos y deriva paralelamente de la imposición de las realidades y de la lógica de la historia. Cuanto más nos alejamos de la tierra en que nacimos, más nos acercamos a ella. Que este libro llegue a la juventud en una atmósfera de patriotismo superior. El autor ha puesto en él toda su sinceridad.

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