martes, 1 de diciembre de 2009

Análisis de la dependencia ARGENTINA (1)




PROLOGO


Por José María Rosa


América, la América nuestra que “aún reza a Jesucristo, y aún habla el español” quedó partida en veinte republiquetas dispares y opuestas al empezar su vida independiente. No fue por voluntad de sus pueblos, y – salvo contadas excepciones – tampoco de sus conductores. Las antiguas colonias españolas no se unieron en una, federación como las ingleses o las portuguesas, y no puede buscarse este divorcio en una disimilitud de modalidades, que no la hubo. Más, pero mucho más distintos eran los pueblos de Nueva Inglaterra de los de Virginia en hábitos, economía y hasta formas sociales, y sin embargo formaron los Estados Unidos, pese a sus diferencias. Como tampoco había otra similitud que la comunidad de lenguaje y la conciencia de formar una nacionalidad entre el Pernambuco algodonero y fuertemente esclavista del brasil, y la provincia de Río Grande Del Sur, de economía pecuaria y población, preponderantemente blanca.

Fue, en consecuencia, una causa exterior la que motivó la partición española. No la voluntad de los escindidos, fuera de algunos doctrinarios que no atinaban a ver otra cosa que el Estado y nunca comprendieron, ni sintieron lo que era una nacionalidad. La verdad es que el factor que disgregaría la herencia española en muchas hijuelas debe buscarse en la acción externa y no en los propósitos internos. No fuimos una nación, porque no nos dejaron serlo; porque se buscó desde afuera la debilidad de las Indias (el viejo nombre español del continente, que alguna vez debemos reivindicar pare distinguirnos de la otra América) a fin de sujetarlas mejor al dominio foráneo. Porque la verdad, desgraciadamente, es que salimos del Imperio Español que nos ataba con débiles lazos económicos y políticos, para caer en otros dominios, no por escondidos menos potentes. Salimos del Imperio pare caer en el imperialismo. Y para los nuevos amos convenía mejor nuestra desunión que nuestra reunión; es la regla, tan antigua como la política, del divide et impera.

Pese e ello, no ha podido matarse la fraternidad entre las Indias. Nos hicimos guerras muchas veces, pero el análisis sereno de le historia nos muestra el impulso de afuera que nos llevaba a enfrentarnos. Eran curiosas guerras sin odios de pueblos como aquella de la Confederación Perú-Boliviana contra la Confederación Argentina y la República de Chile en 1837; o la Argentina y Oriental contra los paraguayos en 1865. En aquélla puede verse la mano de Francia e Inglaterra, así como en, ésta la de Brasil – también combatiente – y desde luego la inglesa. Igualmente podemos decir de todas las guerras del continente: la del Pacífico de Chile contra Bolivia y Perú en 1879, en que las empresas norteamericanas o británicas disputaron con sangre indiana la posesión de guaneras o salitrales; o la muy reciente de Paraguay y Bolivia enfrentados por el dominio – que siempre será foráneo – de los pozos de petróleo.

Guerra sin odios; guerras entre hermanos movidas por hilos que se manejan desde afuera, fueron las nuestras. Pese a ellas, pervive la conciencia de una comunidad nacional, el “estremecimiento que corre por las vértebras gigantes de los Andes”, que dijera Darío, cuando algunos de los Estados de origen español reciben el castigo de los poderosos de afuera.

A esa conciencia de formar una nacionalidad escindida desde afuera, corresponde la conciencia de que no somos independientes por el simple hecho de prestar un juramento en algún Congreso y firmar en Acta plena de solemnidades. No somos independientes, pero queremos serlo ¡vive Dios! Nuestros padres nos dieron, con su juramento y su voto, una personalidad política más aparente que real, es cierto, pero no pudieron hacer más. A nosotros incumbe darle alma y vida a ese voto; conquistar la verdadera independencia que es manejamos en lo material y político por nuestras exclusivas conveniencias. Por patriotismo en primer lugar; pero también convencidos que no puede haber justicia social en las colonias.

Donde vive y se manifiesta un pueblo, encontramos independencia económica y justicia social. Lo vemos en la Banda Oriental de José Artigas con sus disposiciones aduaneras y leyes de tierras dictadas al tiempo que el Caudillo luchaba como un jaguar contra loa invasores; en el Paraguay de Gaspar Rodríguez de Francia, alguna vez llamado “estado socialista” porque la fuerte personalidad del gobernante apoyado en el pueblo se impuso a los militares y los ricos; en la Confederación Argentina de Juan Manuel de Rosas con su ley de aduana proteccionista, disposiciones agrarias e incautación del Banco Inglés que era dueño de la economía y el crédito interno. Esa Argentina que duró hasta mediados del siglo XIX, también llamada “socialista” por Laurent de l’Ardeche, porque no había clases dominantes sino una masa interpretada por un jefe. Pues el pueblo no gobierna por Directorios ni por gerentes sino por caudillos.

Rosas fue un auténtico caudillo que atinó a comprender al pueblo que conducía. Era un estanciero, pero no lo movieron impulsos de clase en su acción gobernante porque antes que estanciero era argentino – o mejor dicho “americano”, como gustaba decirse –. Su política perjudicó a los estancieros, que anteponían los patacones a lo Patria, porque Rosas no se amilanaba ante bloqueos que perjudicaban las exportaciones pecuarias si era necesario defender los intereses superiores de la nación. Su economía favoreció a los industriales y a los pequeños propietarios de la tierra. Era porteño, pero Buenos Aires no preponderó sobre el interior, y atinó e quitar los recelos de las provincias contra el Puerto que amenazaba dislocar en más porciones el antiguo Virreinato. Construyó la Confederación Argentina en el Pacto Federal, y supo preservarla con mano férrea y habilidad de conducción.

Lo que no obsta para que algunos teóricos superficiales repitan por ahí que Rosas, por el hecho de ser hombre de Buenos Aires y estanciero, debió hacer una política favorable al Puerto y a los ganaderos. Si así hubiera sucedido (no se les ocurre discurrir a estos historiadores a pálpito), Rosas debió ser la figura prócer por excelencia de la Argentina de mentalidad portuaria y hacendada que se afirmaba en la segunda mitad del siglo XIX. Debió tener estatuas, avenidas y ciudades con su nombre, porque las oligarquías son agradecidas. Pero sí no ocurrió así, si Rosas fue precisamente la figura nefasta para la Argentina portuario y hacendada debemos necesariamente suponer que no fueron los intereses de clases ni las conveniencias del puerto quienes movieron su acción.

Aprovecho que he mencionado a Rosas para hacer una rectificación el Profesor H. S. Ferns, quien en su reciente libro Argentina dice que la ley de aduana de Rosas, dictada en 1835, fue derogada en 1838 y por lo tanto el mentado proteccionismo de Rosas sólo existió durante tres años. Ferns no ha Leído con detención las fuentes históricas, porque entonces sabría que la ley de aduana no fue derogada en 1838, sino suspendida ya que el bloqueo francés de ese año obligaba a quitar las trabas a la importación. Pero terminado el bloqueo en 1840 con el tratado Mackau-Arana, no solamente quedó establecida la ley de aduane de 1835, sino que se elevaron los aranceles aduaneros. Una segunda suspensión de la medida proteccionista habrá en 1845 al producirse el bloqueo anglofrancés, que será dejada sin efecto en 1847 cuando Howden levante el bloqueo en nombre de Inglaterra. La Ley de aduana del 18 de noviembre de 1835 se encontraba en plena vigencia, y aumentada con los adicionales de 1840, al producirse el 3 de febrero de 1852 la caída de Rosas.

Sólo será suprimida en 1854 por le legislatura del “Estado de Buenos Aires” que adoptó el libre comercio.

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