viernes, 25 de abril de 2014

LOS FUNDAMENTOS REALES DEL “SER NACIONAL”

por J.J. Hernández Arregui

 “Iberoamerica ha mirado ya demasiado
hacia fuera; hay que saber si lo que quiere
es vivir o diluirse en el mundo. Lo que
vive mantiene una entidad autónoma, lo
que muere se funde en el alma universal.”
Manuel Ugarte

“La política de los Estados esta dentro
de su geografía”
Napoleón

Esta tesis geopolítica de Napoleón, con las reservas que impone la aplicación extrema del factor geográfico a la explicación de la historia, es verdadera con relación a América concebida como un todo dentro de la masa terráquea del globo, pero no con respecto a sus diversos países. El poder de la América del Norte, con la interdependencia actual Estados Unidos y Canadá, tiene su base física en la geografía, a diferencia de Iberoamérica, una nación geográfica definida, aunque políticamente desvertebrada, lo que, de entrada, establece que el factor político condiciona a la geografía en mayor medida que el factor geográfico a la política. El factor geográfico, aunque importante, es favorable o negativo, respecto a la política de las naciones y continentes, de acuerdo a la intervención de otras causas. Más aún, el factor geográfico es eso, una con-causa. Es decir, causa accesoria. No debe olvidarse que toda causa histórica es un conjunto de condiciones. Es innegable, con relación a la América latina y su destino, el papel de la geografía, ya que sin esa realidad física no podría preverse su futuro mundial. Pero la geografía es la base y no el vértice del porvenir triangular de Iberoamérica.
Abierta al Atlántico y al Pacífico, con todos los climas mediterráneos y marítimos, la multivariedad geográfica parecería favorecer la dispersión por causas geopolíticas invencibles. Esta tesis, difundida por las grandes potencias mundiales, tiende a desalentar todo intento de unidad —histórica, económica, étnica y cultural— de la América latina. Tal tesis es inexacta. El factor geográfico, con relación al destino de las naciones, no es fatal sino “ocasional”. Las diferencias geográficas del continente no son mayores que las de Europa o Asia. Por otra parte esas diferencias se mitigan notablemente en la América latina si se las agrupa por grandes regiones imaginarias dentro de fronteras más reales que las actuales. Las fronteras de las repúblicas latinoamericanas son artificiales, no naturales. En su mayor parte fluviales, propias de provincias, no de naciones. Parcelaciones horizontales, no verticales, que son las verdaderas fronteras. La gran fractura física de la América latina es el macizo andino, particularmente con relación a Chile y la Argentina. Pero no es insuperable. Las poblaciones de ambos lados de la cordillera practican contactos comerciales y parecidas costumbres, que hacen más afines a los argentinos con los chilenos de esas zonas que con los argentinos del litoral. El hombre chileno es distinto al de Buenos Aires, es decir, del litoral atlántico, pero no del mendocino que, por su parte, se entenderá mejor, por encima de nacionalismos mentidos, con un chileno que con un porteño. Y una vez más se ratifica la supremacía del factor cultural, que asociado a la técnica —un sistema de comunicaciones adecuado— relativiza el estorbo de la cordillera y, además, predetermina la vinculación inevitable, como en Estados Unidos, entre el Atlántico y el Pacífico.
México y América Central constituyen una unidad geopolítica. Los países del centro del continente y los del sur son regiones destinadas a la fusión fronteriza. Este ablandamiento de los límites, impondrá a su vez nuevas relaciones entre las naciones reagrupadas al estrechar las bases geopolíticas de una gran nación confederada. América latina es un continente ligado al norte por el puente ítsmico de la América Central, y este corredor geográfico, nunca ha dejado de ser una nación, cuyo sentimiento ha dormitado, bajo la actual desunión política, efecto del divorcio con la geografía y no a la inversa, como lo probó el periodo colonial. Falsas fronteras geográficas albergan reales conflictos políticos. La historia de los litigios y guerras por cuestiones limítrofes en América latina testifican esta verdad. Uno de los motivos, como ya se ha indicado, del olvido deliberado del período virreinal por parte de la historiografía de las oligarquías, ha respondido al plan oculto de hacerles perder a estos países el recuerdo de la primitiva unidad, bajo el dictado de los intereses extranjeros suplantados por nacionalismos enfermos sin fundamentos geográficos reales.[1]
El ejemplo cabal de esta política que ha dislocado a todo el continente, es Bolivia. Desvertebramientos de este tipo, que violentan a la América latina, al margen de causas locales siempre secundarias, han sido impuestos por la división internacional del trabajo, mediante el engendro de zonas monopoductoras desligadas de las regiones madres, con su consecuencia, la creación de naciones que no pueden subsistir por sí mismas. El sistema disperso de comunicaciones, otro de los obstáculos que separa a este pueblo, no deriva de la geografía, sino de las inversiones financieras internacionales que han relegado a estos países a la categoría subsidiaria de abastecedores de las metrópolis. Verdaderas fronteras, América latina las tiene sólo con relación a Europa, Asia y África, en los océanos Atlántico y Pacífico, que afirman en lugar de desmentir, la contigüidad geográfica, y por tanto económica de la América latina, tanto como su silueta en el globo terráqueo. Con referencia a las comunicaciones debe recordarse que las redes ferroviarias y fluviales, tanto como viales, han sido exclusivamente articuladas al comercio de exportación y no al mercado interno, y este diseño confirma la tesis, en su época formulada por Marx, sobre el trazado colonialista de los ferrocarriles chinos al servicio del mercado consumidor inglés. La misma función han cumplido los ferrocarriles británicos en la Argentina y norteamericanos en México. En éste último país las vías férreas fueron construidas en 1880, no al servicio de México, sino de Estados Unidos, tanto desde el punto de vista económico como militar, sobre la imagen de Bigot, que comparó a México con un inmenso cuerno de la abundancia abierto hacia Estados Unidos. Los ferrocarriles británicos en la Argentina han servido a la misma función. David Kelly escribió al respecto: “Para la Argentina la vía férrea es como el Nilo para Egipto. Por donde ella corre la rica planicie se convierte en una fuente de riqueza agrícola y ganadera”. Pero a la frase no hay que tomarla aislada, sino como complementaria de esta otra, del mismo Kelly, que descorre el contenido de la verdad, y de acuerdo a la cual, la Argentina es “… la más próspera colonia británica fuera del Imperio”.
Tales redes ferroviarias no han traído progreso a las economías coloniales, sino que han llevado trabajo y riqueza explotados a las metrópolis, de cuyos sistemas de comunicaciones han sido prolongaciones extraterritoriales. Hechos de esta naturaleza son derivados de la fragmentación geográfica del continente. Por eso la unidad geográfica exigirá la unidad interior y la nacionalización de las comunicaciones, con su remate la reintegración comercial, política e internacional de la América Latina. La división de Latinoamérica en países productores de materias primas, ha generado la creencia de que la estabilidad de tales países depende de sus exportaciones de ultramar. La verdad es otra. Este tipo de exportaciones frenan en un doble sentido a tales países y a la América latina en su conjunto: 1º) Al estancar el crecimiento del mercado interno; 2º) Al desviar la producción, no hacia el mercado potencial latinoamericano, sino hacia el exterior, con su consecuencia, el subconsumo y la miseria social de las masas. Este atraso encuentra un ejemplo concluyente en el Perú, cuya superficie cultivada es inferior a la del período incásico. América latina contiene tres grandes áreas geográficas naturales que al achicarse las distancias por medio de las comunicaciones, sobrepasarán sus límites actuales con la final interdependencia, similar a las diversas áreas de Estados Unidos o Rusia.

Las Antillas

Las Antillas continúan el macizo terrestre centroamericano. Comparables a un minúsculo continente cuyas partes son las cuencas de un collar fraccionado, los miembros desparramados de un complejo insular mayor. Estas islas son los bastiones militares, navales y económicos de Estados Unidos. El valor estratégico de Las Antillas se relaciona con la cuestión clave de la reunión del bloque centroamericano y azteca. La idea de la Unión Antillana, es de las más sólidas de la América latina, y aunque interferida por Estados Unidos, se asienta en una historia, cuyo antecedente primero son los viajes de Colón. La población de estas eslas es española, mestiza y negra, pero homogénea culturalmente a través de una convivencia de siglos, con excepción de Haití, con un 90 % de negros y el resto mulatos. Intervenida en 1915 por Estados Unidos, produce café, algodón, melaza, caoba, azúcar, lo mismo que la Republica Dominicana. Separada de España en 1865, Santo Domingo cayó en 1916 bajo las tropas de infantería de marina de Estados Unidos. Cultiva productos agrícolas y su ganadería es importante. Cuba produce azúcar, tabaco, variedades agrícolas, es muy rica en yacimientos bituminosos y minerales, hierro, manganeso, cromo, tungsteno, alcohol, con una población bien estabilizada española, mestiza y negra. Importa, sin embargo, alimentos, y su industrialización es inevitable por su riqueza mineral. Su independencia, en 1901, fue nominal, pues pasó a ser una zona directa de influencia de Estados Unidos hasta la revolución de 1959, encabezada por Fidel Castro, y cuya significación histórica con relación a la América latina es innecesario destacar.
Estas islas, por su providez y posición marítima, de alto valor estratégico, serán de crucial magnitud para la comunidad de naciones latinoamericanas, y el imperialismo norteamericano, en los próximos años, jugará en esta zona su carta definitiva.

Centroamérica: una llave

América Central, unidad geográfica, es la carretera natural que une a la América latina con el sur del continente y con México. De ahí el interés norteamericano en mantenerla esquirlada. Sin la América Central le faltaría su sección cervical. Todo lleva a la federación centroamericana y antillana, suelo, clima, producción similar, igual historia y una misma opresión. En ninguna zona como Centroamérica se ha propagado la tesis de que el localismo de sus pequeñas repúblicas deriva de accidentes geográfico insuperables de la gran región. Es al revés. América Central es un territorio ístmico que indefectiblemente apunta a la confederación como constante permanente de su historia. Con las Antillas forma una nación astillada. Una misma producción exige la planificación económica y política, que en el orden agrícola ganadero está destinada a multiplicarse debido al mayor rendimiento de las grandes extensiones trabajadas por la moderna tecnología. Las actuales fronteras admiten todavía el arado de madera. La unificación de la América Central, propende por gravitación natural, a la integración con México, ya que las tres regiones son una sola entidad geopolítica. Y este imperativo geopolítico, y no al contrario, es el factor material arracimante, pese a disenciones desdichadas, que no han matado en estos países la idea patriótica de la federación nacional. Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Nicaragua, Honduras, Panamá, poseen extraordinarias y variadas riquezas. El Salvador, tercera exportadora de café del mundo, productos vegetales medicinales, ganado, algodón; Honduras, maderas, minería, etc. Costa Rica, plátano, cacao, maderas, El Salvador, minería, industrias textiles, aceite, algodón, arroz, lubricantes, productos químicos, azufre, etc. Guatemala abunda en minería. También Nicaragua y Costa Rica.
En ninguna región de la América latina ha permanecido tan viva la tendencia a la unidad. Intentos fallidos, pero siempre renovados, se reiteran desde 1840. Los países centroamericanos han arribado varias veces a la unión, en 1842, 1847, 1849, 1885, 1893, 1895. Tales ensayos han sido reacciones defensivas frente a Estados Unidos, pero únicamente han podido encenderse con periodicidad regular de ley histórica, por el hecho adherente de una historia, lengua y cultura comunes. Es América Central el museo arqueológico de la América Ibérica, con comarcas como El Salvador, Guatemala, centros de la civilización maya. Dentro de la cultura española titilan muchas costumbres indígenas, y prevalece en el orden artístico, el estilo ornamental maya. Las excavaciones de Kamianaljuyu, han desenterrado una civilización deslumbradora, aún no deletreada en toda su contextura. En Panamá, los antiguos indios Darien de la época de la conquista conservan sus dialectos y tradiciones. Y como contraste vejatorio la bandera estrellada de Estados Unidos ondea en el Fuerte de San Lorenzo. En Nicaragua, los veneros arqueológicos de una civilización más antigua en Acahualinca, hacen de soporte a una población hispanoindia muy estable. Estas regiones, incluida México, sucumbieron bajo la Doctrina de Monroe, Filipinas, Haití. Santo Domingo, Nicaragua, Guatemala, Costa Rica, Cuba. Todas ellas. Un cataclismo común alimenta la idea nacional centroamericana de sus hijos prominentes, Hostos. Madueño, José de Diego, Martí. El proyecto de una Unión Antillana de José de Diego, llevaba implícito el de la unidad nacional centroamericana que tarde o temprano se concretará.

México

En no escasa medida, el compaginamiento de la América latina en una confederación, depende de la agrupación de la América Central con México. Este reclamo geográfico e histórico ha sido descalabrado por Estados Unidos consciente del peligro. México es el solo país de América latina donde la emancipación contó con la adhesión de las masas indígenas oprimidas efectivamente por el régimen colonial de España. Pero ha sido su desventurada experiencia histórica posterior frente al vecino del norte, sus sucesivas revoluciones nacionales ahogadas en sangre, las que llevan a México por una especie de destino manifiesto, a la liga con los países de la América Central. América Central, con su riqueza muerta, ve favorecido su porvenir industrial por la doble costa oceánica que hace de esta región nudo del continente y punto de interconexión y sinapsis radiolada con el mundo. Allí está el canal de Panamá. Una de las llaves del comercio mundial.
México es el país más nítido de La América Hispánica. Una gran diversidad de climas, una población integrada por un 60 % de mestizos, 30 % de indios y un 10 % de extranjeros, muy uniforme como expresión étnica indoamericana, y una imperecedera tradición histórica, personifican a este gran pueblo, las civilizaciones de los mayas, toltecas y aztecas han sido comparadas a la egipcia. Allí se alcanzó un eximio desarrollo científico interrumpido por la Conquista. La arquitectura indígena impregnó a la europea con formas inéditas. Un folklore riquísimo individualiza a México, como expresión de una potente fusión de razas y culturas. El enorme territorio de Texas le fue arrebatado por Estados Unidos, pero la cultura española penetra radicularmente en territorio norteamericano. La variedad de sus climas la hace un emporio agrícola ganadero. Cultiva café, algodón, y su riqueza minera, petróleo, hierro, carbón, plata, zinc, la destinan a un porvenir industrial de primer orden. “Desde el itsmo de Tehuantepech —escribe Lejeume— hasta la frontera norteamericana, los yacimientos mineros se ramifican en todas direcciones: podría decirse que México entero es una zona de explotación minera, un inmenso mineral”. Esta riqueza, en mínima parte explotada, salvo el petróleo, esta en manos casi totalmente extranjeras, particularmente yanquis. Forzado a vivir como país agrícola, México ni siquiera ha alcanzado el total abastecimiento en materia alimentaría. Las mutilaciones de su territorio han sido antecedidas por inversiones de capitales norteamericanos, y si México no ha sido anexada en su totalidad, la causa de esta coherencia nacional debe hallarse en la cultura hispanoamericana, que ha marcado la magna lucha antiimperialista de este pueblo.
El latifundio carcome a México. En 1944, 70 millones de hectáreas pertenecían a 10.000 propietarios. La reforma agraria puso apenas 24 millones en manos de 1.700.000 campesinos. Puede decirse que el drama histórico de México es su cercanía con Estados Unidos. Por ello mismo, México es uno de los focos inextinguibles de la lucha antiimperialista latinoamericana. México, finalmente, ejerce sobre los países centroamericanos la misma atracción que la Argentina y Brasil sobre sus vecinos.

Brasil

Brasil a pesar de su extensión pertenece a una zona geográfica única. Las zonas adyacentes le pertenecen desde el punto de vista geológico, hidrográfico, orogénico y climatológico. Es una de las tres claves de la América latina, con México y Centroamérica en el norte y la Argentina en el sur. En el corazón del continente, es en potencia, el pivote de una economía integral latinoamericana. Su sistema fluvial, organizado por la técnica, es una enramada que entrelazará su territorio con los países del Pacifico —Perú, Venezuela, Ecuador, Colombia— mediante una red de comunicaciones comerciales y por tanto políticas, sobre bases geográficas reales aglutinadas sobre el gran tendón del Amazonas. Brasil, no sólo cuenta con disponibilidades alimenticias formidables, sino con minas que aseguran un empuje industrial, bajo el doble motivo del mercado interno en expansión y las necesidades de los países vecinos sofocados por la política del imperialismo. Brasil, por sus saltos de agua, es dueño de uno de los potenciales hidroeléctricos principales del mundo, a lo cual deben sumarse sus yacimientos de petróleo. Brasil, contra las apariencias, es otro caso patente, de las ficticias estructuras nacionales latinoamericanas. No es la geografía, sino un factor político, el centralismo del imperio, el que concentra su conciencia nacional. Unidad que a lo largo de su historia ha conocido tendencias separatistas como en 1830, cuando Pernambuco, Para y Maranon, pensaron integrarse, con el pretexto de las luchas de los republicanos contra el imperio, con Colombia y Ecuador. Estos intentos dicen que también las fronteras del Brasil son convencionales.
Brasil es, además, ejemplo de la mentira de las razas. Allí se da, pese a la subsistencia de las estructuras coloniales, la fecunda polinización cultural indígena, negra, blanca y asiática. Es un espléndido organismo en gestación, y con México, un país de fuerte personalidad iberoamericana. Sin Brasil la unidad de la América latina es imposible. Y esta unidad tendrá que tallarse con la Argentina. Es Brasil una gran plataforma cultural colindante con todas las regiones y razas de América, por la mezcla de la civilización hispanolusitana que presta las formas superiores, y el basamento negro que le da ritmo y colorido sin paralelos, asociado a un folklore nacional que es la yema de la interfecundación de razas y culturas con el proceso transformador de la industrialización y sus pautas de vida moderna asimiladas y adaptadas al genio nacional brasileño.
A pesar de que sus inagotables riquezas, a las que deben agregarse las maderas de su selva, y toda clase de productos agrícolas, de sus piedras preciosas, están en buena parte controladas por monopolios extranjeros, su industria ha dado un gran salto y marcará el futuro brasileño. Debe importar para esa industria, productos químicos, maquinaria, petróleo, aceites, hierro, etc., que la integración latinoamericana solucionaría en beneficio de todos los países planificados. Es talvez el país mas próximo a una revolución nacional anticolonialista de fondo, por los contrastes anómicos y superpuestos de la estructura colonial —rinde el 50 % de la producción mundial del café— y la rápida y revolucionaria transformación industrial.

Las países del Pacifico

Todos estos países, Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia no son nacionalidades. Convertidos en zonas agrarias y mineras, la industrialización combinada con Brasil, Chile y la Argentina, las abrirá al comercio mundial por la vía del mar que les franquea un escenario ilimitado, sobre todo con relación al Asia. En el mar está el poder no sólo de estos pueblos sino de la América latina, que mira al Oriente y sus mercados inmensurables. Todas estas naciones, unidas en el pasado por el sistema virreinal español, tienen la base geográfica de la confederación política, con sus fronteras interpenetradas con el Brasil, y a través de Bolivia, con la cuenca del Plata. Estucadas en sus tradiciones históricas, forman una unidad de cultura que las conduce por gravitación física a la confederación regional sobre los antiguos lineamientos del periodo virreinal. Las divisiones señaladas por la orografía —no invencibles, como se ha dicho, debido a los adelantos de la ingeniería moderna— son ampliamente compensadas por el mar que las vincula en una dirección horizontal ininterrumpida. En cuanto al interior de esta vastísima zona del Pacífico, las comunicaciones del imperio incásico y la cohesión administrativa sobre tales comunicaciones alcanzada por España en su época, propician la necesaria interconección de estos espacios entabicados por montañas. Es ésta otra de las grandes zonas mineras de la América latina que interrelacionada con las áreas del sur y del Brasil, productoras de alimentos, suplementarán el destino pródigo de la futura nación o confederación iberoamericana. Por otra parte, la extensa costa del Pacífico, en condiciones adecuadas, entraña la modificación de la economía mundial misma por su apertura hacia el Asia. La unidad económica y geográfica del planeta se concluirá por esta ruta oceánica hoy inútil, debido al atraso de la América latina y su aislamiento del resto del globo, hecho que demuestra hasta qué punto un ordenamiento impuesto por las grandes potencias puede desarmar no solo a naciones, sino a continentes íntegros, sometidos por el colonialismo a un destino terrestre precario, cuando su porvenir es marítimo. Para esta región costera de la América latina, es actual la observación de Hegel con relación a los países asiáticos de su tiempo que, por otro lado, el siglo xx ha dejado sin efecto: “Para ellas, el mar es únicamente el limite de la tierra y no mantienen con él relaciones políticas.” No se trata de una fatalidad asiática o iberoamericana, sino de una distorsión histórica cuya superación adelanta al mismo tiempo el crepúsculo de la era imperialista y su mal conformado orden mundial. La exhuberancia material de estos países es completa. En agricultura, café, arroz, cacao, caña, maderas, caucho, quina, ganadería, algodón. En minería, petróleo —Venezuela debe incluirse en este complejo geográfico como primera exportadora de petróleo del mundo—, hierro, oro, carbón, cobre, platino, diamantes, esmeraldas, plomo, vanadio, manganeso.
El 70 % del territorio de Colombia está cubierto de bosques, con todas las maderas, y los ríos contienen un potencial hidroeléctrico que combinado con el del Brasil abre perspectivas incalculables a la industrialización. Desde el punto de vista cultural esta región del Pacifico se asienta sobre una civilización indígena supérstite pese a la explotación del indio. Cultura latente que sobrevive en Colombia, sobre las áreas chibchas y caribes. En este subsuelo predomina en simbiosis real lo hispánico, en su arquitectura, en su música, donde también son perceptibles los elementos negros. Perú es el portentoso museo arqueológico de las culturas Chimú, la Nazca, Tiahuanacu, Inca. También el Ecuador propaga esas culturas, con una población aborigen en parte segregada pero activa como hemiciclo cultural. Esta región, parte en el pasado de dos virreinatos comunicados entre sí, inspiró a Bolívar, en 1819, ya depuesto el poder español en América, el pensamiento de la gran Colombia, constituida por Nueva Granada, Ecuador y Venezuela, proyecto que fracasó en 1832.

Bolivia

Bolivia, una nación inexistente, merece especial mención. El país más atrasado de la América latina continental es, por paradoja, el más importante con relación a la unificación. Las ruinas de Tiahuanacu están allí. De composición indígena, quechua y aymará, esta cultura predomina sobre la española, salvo en regiones como Sucre. Densos núcleos indígenas, por el sistema de explotación están excluidos del cuerpo del país. La arquitectura es hispanoindígena con relevancia ornamental preincásica e incásica. La música, en su espíritu y en importantes aspectos técnicos e instrumentales, es indoamericana. Esta región, por su historia, explica su realidad actual, los españoles entraron en Bolivia en 1538. Y en 1559 se forma el virreinato del Perú. Levantamientos multitudinarios de indios se produjeron en los siglos XVI y XVII, todos aplastados. En 1776 pasa a formar parte del virreinato del Río de la Plata. Y en 1809 Murillo declara la independencia que se formaliza en 1825. Religada al Perú en forma transitoria en 1836, vive desde entonces aherrojada dentro de sus fronteras irreales, y agitada por la presión de Chile y Perú, pugna que en otro sentido anuncia la unificación geográfica de los tres países del Pacífico, pues tales conflictos responden a una tendencia geográfica que tarde o temprano determinará la centralización política. La causa de estos litigios han sido los nitratos. Todos ellos instigados desde afuera, como la Guerra del Chaco en 1932 con el Paraguay, en este caso por el petróleo. Bolivia feracísima, encuentra su miseria en los minerales, particularmente el estaño, del cual depende su comercio de exportación y su coloniaje total. En materia industrial importa todo. Y su territorio posee completa variedad de los minerales necesarios a una industria complementaria de proyección latinoamericana.

La Cuenca del Plata

Es otra de las grandes regiones partidas por el imperialismo. La Argentina es su centro, con su orgullo de país de sangre blanca. Pero su pasado étnico no ha desaparecido. Y su vanidad racial es el de una zona del país, el litoral marítimo y terrestre, donde se radicó la inmigración durante el siglo pasado y el presente. Esta es la imagen del país que ha predominado. Pero el interior, aunque relativamente diluido, es mestizo. La población indígena pura es insignificante. El folklore es hispanoindígena y más tenaz que la cultura de los inmigrantes. La arquitectura hispánica prevalece en todas las ciudades del interior, Córdoba, Mendoza, Tucumán, Salta, Jujuy, Catamarca, Corrientes, etc. En un grado avanzado de desarrollo industrial, el 60 % del producto bruto nacional corresponde a la industria.[2] Posee todas las riquezas agropecuarias y mineras, potencial energético y enormes reservas de petróleo actualmente controladas y reguladas por el duopolio angloyanqui internacional. Durante más de un siglo, fue —y aún lo es— productora de carnes y cereales para Europa. La Argentina agropecuaria ha sido consagrada por escritores y políticos interesados como Clemenceau, para “quien la Argentina, Bolivia, Uruguay y Paraguay ofrecen el mismo aspecto de una llanura de aluvión (...) trabajada por el mismo esfuerzo de la ganadería y la agricultura. Ningún relieve del suelo, ninguna disposición especial que determine variedades de vida”. Todo capcioso. Juicios erróneos de este tipo han imperado durante décadas y orientado la enseñanza, incluso la universitaria de estos países, que así ignoraron sus riquezas mineras e hidroeléctricas al servicio del nacionalismo colonizador de las potencias europeas —en especial de Gran Bretaña—, aparte que el elemento activo de estas regiones del sur del continente, no es la geografía, ni la flora, ni la fauna, sino el hombre. Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay son falsos países.
Países como Paraguay y Uruguay son las cartas que la diplomacia extranjera se reserva para jugarlas cada vez que es necesario romper la alianza potencial entre la Argentina y Brasil, bisectriz de la integración continental, coartándose, al mismo tiempo, el desarrollo del Paraguay. El Uruguay, se ha dicho muchas veces, es un estado tapón creado por Inglaterra a fin de impedir la existencia de una gran potencia en el sur del hemisferio. Es un país sin destino, tal cual lo vio F. A Kirpatrick: “El Uruguay pertenece al Brasil geográficamente, y desde el punto de vista político a la Argentina” La geografía uruguaya —en verdad una gran estancia británica— participa tanto por su composición geológica y climática de la meseta brasileña como de la llanura argentina y es el eslabón que con el tiempo soldará el eje quebrado argentino-brasileño. Lo mismo puede decirse del Paraguay, borde de contacto con el Brasil, de una parte, y con Bolivia, de la otra. Y por esta banda con los países del Pacífico, a través de una especie de onda concéntrica que atrae a estos países hacia un bloque continental. La tendencia hacia una economía latinoamericana unificada por regiones es más poderosa que sus bifurcaciones. A pesar de la intrusión imperialista, Argentina, Chile, Paraguay y Bolivia han tendido a esta conexión, de la cual Chile, el único país latinoamericano con fronteras naturales —de ahí que en la época virreinal fuese una capitanía— es parte esencial por su minería, salitre, cobre, hierro, etc. Chile no se abastece de alimentos. Y la integración con la Argentina es un hecho predecible por razones de mutua conveniencia, sobre la base de una misma población fronteriza arauco hispánica. Las condiciones de una confederación natural están dadas en los países del sur del continente y esta unificación regional, será uno de los muñones del futuro mercado latinoamericano planeado por latinoamericanos para la América latina.

Las consecuencias históricas

Las leyes históricas, a diferencia de las que rigen el mundo de la naturaleza, no son inmutables sino de probabilidades. Son leyes de tendencia y correspondencia a períodos determinados de tiempo. Una ley tendencial de este tipo fue formulada por John Quincy Adams en 1823: “Hay leyes de gravitación física, y si una manzana desprendida del árbol la tempestad no puede caer sino en tierra en virtud de la ley de la gravedad, así Cuba separada por la fuerza de su propia conexión con España es incapaz de mantenerse por ella sola, no puede sino gravitar hacia la Unión Americana, por lo cual, por la misma ley natural, no puede arrojarla de su seno” Esta ley de tendencia —no “ley natural”, como afirma Adams—, justa en su época, hoy carece de valor. Y puede sustituirse por ésta, abonada también un imperativo histórico: Todo grupo de naciones afines tiende a la forma del Estado, que es el órgano que nivela a las comunidades en función de su semejanza. Tales comunidades, segregadas entre si, pero emparentadas, darán conatos ideales y prematuros de unión, en la medida que la constitución política del todo esté entorpecida por causas externas mas fuertes que esas tendencias internas centrípetas. La falsa división geográfica de una comunidad cultural, aparea el debilitamiento de la idea del Estado, pero la conciencia histórica de esa debilidad es ya la idea de un ordenamiento político superior, y en la época del colonialismo, un impulso revolucionario hacia la unidad nacional.
Tal el estado actual de la América latina que enfrentada a resistencias externas activas pero en retroceso mundial, tiende por “ley de gravitación política”, como dijera Adams, a suprimir fronteras engañosas para alcanzar la única que le es propia: la de las dos ollas oceánicas que la recortan en la cartografía. Estas naciones, como lo había visto Hegel con relación a Europa, constituyen “una familia por los principios universales de su legislación, usos estéticos y civilización”. Si tal comunidad europea de cultura es el recipiente de una Europa como supernación, el hecho es más factible aún en la América Ibérica, que tiende por la “misma ley natural que no puede arrojarla de su seno” —retomando las palabras de Adams— a la confederación económica, política y cultural iberoamericana. Los obstáculos, sin duda, son difíciles. Pero toda comunidad de cultura —y los ejemplos históricos abundan— es esencialmente federal, como ya lo vislumbrara el propio Hegel. La unidad de la América latina en una confederación de naciones, no es aún una cuestión de hecho ni de derecho. Pero la idea virtual que transita la historia hispanoamericana, diseña su próxima inserción en el mapa del mundo.

Clases sociales y unidad latinoamericana

Otro valladar que obstruye la unidad latinoamericana es el antagonismo de las clases sociales en diferente actitud frente al imperialismo. Las clases dependientes del dispositivo de las grandes potencias colonizadoras, obturan esa unificación que es al mismo tiempo la manumisión de las masas. Si la América latina es una nación trozada por el imperialismo, las clases parasitarias del coloniaje negarán la existencia nacional de Iberoamérica. Verán las oligarquías nativas, en la actual división, un racimo de naciones independientes cuyas fronteras es lucrativo entablar en nacionalismos sedicentes. En cambio, para las masas hundidas en la miseria social, su emancipación no puede consumarse sin la revocación en escala latinoamericana de los intereses extranjeros.
Esta brega de los pueblos, en la actual situación histórica, es tanto nacional como iberoamericana, y no significa negación de los rasgos nacionales —mas propio sería decir regionales— de cada país. Argentina y Cuba, por poner casos polares, geográfica y económicamente son países distintos. Pero son las condiciones generales del sistema colonial, las que decoloran las diferencias y relacionan en un mismo haz defensivo, las luchas nacionales en toda la América latina, al tiempo que aceleran el retorno de estas nacionalidades al regazo de la confraternidad de hijos sin hermanos. Hablar de las luchas nacionales de estos pueblos, si no se las correlaciona con las masas latinoamericanas en su conjunto es una parcialidad. Y es que mientras las masas políticas de la América latina se enfrentan con la opresión extranjera, las clases propietarias de la tierra, alineadas con el imperialismo en un solo frente clasista, saben bien que su sobrevivencia histórica pende del provincialismo geográfico de estos países, con su resultante, la debilidad económica, sindical y política de las masas latinoamericanas también parceladas.
Esta antítesis explica las dispares imágenes del “ser nacional”. Y por qué la democracia política de masas, en la América latina —y en todas las zonas colonizadas del mundo actual— debe ser necesariamente autoritaria contra las clases políticas desplazadas. La mutilación de la América latina es una operación combinada del imperialismo y de las clases suspendidas por encima de las masas. Clases patrimoniales cebadas con las migajas del festín colonial. Es decir, con las superutilidades de los monopolios mundiales. Por eso, las oligarquías son partidarias de las autonomías nacionales, y en tal sentido, celosamente “nacionalistas”. Un “nacionalismo” que acolcha el puño de acero del nacionalismo del país dominante. Avivar los nacionalismos chileno, argentino, paraguayo, brasileño, etc., es la forma de postergar la cohesión antiimperialista, y de prensar a estas nacionalidades en sus límites falsificados, vale decir, en la miseria y la opresión. Por ser el colonialismo un hecho mundial, empero, estos países son movidos a la unión, proceso a cuyo aceleramiento contribuirá la conciencia de los problemas sobre la idea de un pasado común descarrilado de su cauce histórico natural.
Dos grandes potencias han tapiado la unificación de la América latina: Inglaterra y Estados Unidos. La inteligencia extranjera no se equivoca. Lo que teme es el nacionalismo de las masas. No el de las “elites”. Pero en la hora final del coloniaje, la publicidad orquestada en escala mundial tambalea, la fábrica de mentiras enmohece y el montaje inubicuo de la cultura en manos de las clases altas muestra a la faz del día sus ulceraciones históricas. A la caída de la tarde del colonialismo, la “democracia” se amartilla en las ametralladoras de consuno con el descenso del imperialismo al cementerio de la historia y el ascenso hacia la liberación de los países coloniales en Asia, África y América latina. La inestabilidad política de lberoamerica no responde al carácter turbulento de estas nacionalidades, como la propaganda insidiosa y concertada del imperialismo lo propala. Esta conturbación es el efecto del infraconsumo a que son sentenciadas las masas en un mundo colonial que se alborota en medio del eflorescimiento de sus pueblos, en ensayos inconexos, contradictorios y aplazados, pero de rotunda significación histórica. Se acerca el día en que los incivilizados educarán a los civilizadores. En los próximos años la ebullición de la América latina alcanzará una temperatura irresistible. Y este es un pronóstico más válido que los embaucamientos de una enseñanza instigada, adulterada y crápula.
Uno de estos embaucamientos es la defensa de la “libertad”. Pero la libertad que esas clases y capillas pensantes “eligen” es la libertad de los colonizadores. Un país dominante puede regular a voluntad el desarrollo del país dominado, imponer tratados de comercio, estrangular la producción en un sentido y estimularla en otro de acuerdo a su propio interés, fijar precios a la importación y exportación según las conveniencias de los oligopolios mundiales, e impedir así, en los países dependientes, el desarrollo de toda organización competitiva. La renta de estos países depende de sus productos básicos. Y como un producto está controlado por el mercado mundial dirigido por las grandes naciones imperialistas, lo normal es el desequilibrio permanente del país monoproductor o semiindustrializado, obligado a contraer créditos o empréstitos que son variantes desvergonzadas de la usura internacional e instrumentos del dominio político de la nación acreedora o de los organismos oficiales internacionales. El desequilibrio crónico de la balanza de pagos de los países latinoamericanos es el efecto de no poder equiparar el monto de las exportaciones de materias primas al nivel de los precios de las importaciones industriales, hecho agravado por el crecimiento demográfico y el aumento de la miseria social. Las grandes potencias se reservan el derecho exclusivo de explotar determinados productos, a fin de regular, indirectamente, el desarrollo del país en que tales inversiones se realizan. Tal el caso de Venezuela y la Argentina bajo la férula de los trusts mundiales del petroleo de nacionalidad yanqui y británica: la Standard Oil y la Royal Ducht.
Este colonialismo cínico se emboza tras los poderes de la propaganda y encarrila con técnicas científicas de control psicológico a la opinión pública. Pero ninguna política más descarada que ésta que actúa sin mostrarse a través de la voluntad impersonal de los monopolios mundiales, desde la cámara aisladora y trustificada de las agencias noticiosas internacionales, los diarios, la radio, la televisión y las grandes editoriales, con la mediación difusa y amortiguada de equipos intelectuales —periodistas, escritores— insertos como una membrana esponjosa en el cuerpo nacional.
Sólo el conocimiento de las condiciones que determinan el atraso de estos pueblos puede preparar la emancipación latinoamericana combinada con las luchas nacionales. Esta tarea ideológica aproxima a las clases más nacionales, libera a considerables sectores de las clases medias de sus prejuicios antiproletarios y los impele a la lucha patriótica por la liberación nacional en medio de la creciente destemplanza revolucionaria de la América latina.

El desierto verde

Otros factores reales son el hambre y la demografía. Se calcula que los 200 millones actuales de la América latina llegarán en 1980 a 349 millones de habitantes, potencial demográfico superior al estimado en el mismo período para Estados Unidos y Canadá. América latina es el más espacioso desierto fértil del mundo injuriado por el hambre. Y esta doble aleación geográfica y social determina las condiciones de una revolución social ligada al crecimiento vegetativo de la población que entra a la historia de mano con la miseria social. En 1946, la UNESCO había estimado que 60 millones de sudamericanos vivían en estado de carencia alimentaría y 30 millones en estado real de hambre. Esta tragedia alimentaría no depende de la geografía, ni de la inferioridad étnica de la población, sino de la regulación científica del sistema social de explotación impuesto por el imperialismo. La corta vida media y la demora mental de las masas son efectos de esta degeneración biológica, que no es genética sino económica. Dentro del desigual desarrollo de cada país, la situación es más grave en aquellos donde las inversiones extranjeras son mayores. Se trata de una relación de causa a efecto, y toda explicación de carácter cultural —analfabetismo, inercia de las masas, etc. — es parte de la confabulación imperialista. Tampoco es valedero el argumento, según el cual, la características tropicales de vastas zonas latinoamericanas son las causas del hambre. Sobre 20 millones de km. —la extensión del continente—, sólo se cultiva el 5 % y un 50 % de la tierra es propiedad del 1,50% de terratenientes. El 73 % de propietarios de fincas pequeñas tiene menos del 4 % del total y la tecnología es primitiva. (Datos del Chase Manhattan Bank, 1962.) La causa real de la desnutrición es el régimen agrario de la tierra, con la oposición de las clases latifundistas a la industrialización, beneficiadas, además, con el analfabetismo y el primitivismo tecnológico que significa abundancia de brazos y falta de medios de comunicación entre las diversas regiones. Política pensada a fin de impedir un próspero mercado interno que sustraería una enorme masa de productos naturales a la exportación. Para el imperialismo es crucial, no el desarrollo, sino el infraconsumo como parte leonina del beneficio de las potencias explotadoras. Las llamadas zonas de baja productividad agraria, lo son menos por las particularidades del suelo que por el desaprovechamiento del potencial energético. Y si bien ciertas zonas tropicales no producen por razones ecológicas —humedad excesiva, etc.—, alimentos básicos, tal privación es fácilmente superable con los excedentes de las regiones templadas.[3]
El problema alimenticio en la América latina no es de orden geográfico sino político. Es el desparramiento de estas regiones lo que excluye la planificación que al derribar fronteras inadecuadas acabaría con el problema del hambre al multiplicar la producción. América latina disfruta de la más completa variedad de alimentos. Pero la mayoría de sus países dependen de das o tres productos, insuficientes desde el punto de vista de la nutrición. Se ha pretendido ver en estos tipos de alimentación deficitaria un hecho cultural —la supervivencia de tradiciones indias y negras— cuando que, en rigor, tales tradiciones culturales son residuos de la explotación inhumana de los aborígenes, de la inmovilidad de las técnicas de producción y de la soledad de esas zonas bajo la barbarie civilizadora. Aún en países tan provistos de alimentos como la Argentina, existen regiones extensas de desnutrición, como resultado de un mercado interno empantanado por los intereses de las clases exportadoras. La misma falta de diversificación de los cultivos es la consecuencia de la explotación de uno o pocos productos básicos para el mercado exterior, caña, arroz, café. Pero el hambre fisiológica de las masas es al mismo tiempo apremio de poder político. El desierto verde, uno de los continentes más ubérrimos del mundo, lo es también del hambre. Y no por exceso de población, menos de 10 habitantes por km2., sino por causas ajenas a sus pueblos: “El mundo debe familiarizarse con la idea —escribió Jh. Q. Adams a principios del pasado siglo— de considerar al continente americano como nuestro dominio natural.” Otra ley histórica que se cumplió. Pero también Estados Unidos “debe familiarizarse con la idea” de que ese dominio debe terminar. Y esta ley también se cumplirá.[4]

Debilidad de Estados Unidos

Estados Unidos —pese a la acometida de Rusia— es todavía la primera potencia industrial de nuestro siglo. Y, sin embargo, vista su situación a la luz de la dirección probable de la historia contemporánea, su destino nacional trepida. Las bases de la prosperidad nacional de Estados Unidos no están en territorio norteamericano sino en las regiones marginales. El estrechamiento continuo de estas zonas en Asia y África determina su política en la América latina, última área de influencia, por ahora alejada de la atracción geopolítica del mundo comunista. Pero este azar geográfico no es garantía de invulnerabilidad. Su política en la América latina no puede ser otra que la intensificación máxima de su influencia que, incluso, anticipa la intervención militar, como en el caso de Cuba.
A pesar de su poderío, en una época de tumultuosas mutaciones históricas, como es la actual, Estados Unidos carece de autonomía nacional. La economía norteamericana, como lo ha señalado James C. Hagerthy, depende de los abastecimientos exteriores. En cobre, plomo, zinc, hojalata, manganeso, tungsteno, goma, etc., productos indispensables, las colonias son su planta de sustentación industrial. La estructura económica, social, política y cultural de Estados Unidos se ordena sobre la conservación poligonal de esas zonas periféricas. Por este entrelazamiento, el “american life of wife”, que anduvo bien durante un siglo, asiste a la mas grave alternativa de su historia. A ello se agrega el agotamiento gradual de sus reservas mineras territoriales, el aumento de la población y la necesidad de retener los mercados exteriores. El desarrollo industrial de los países vasallos, al substraerle materias primas, daña en pleno la vida nacional norteamericana. La pérdida de tales fuentes acrecentará el costo interno de la industria, y con ello peligrará el equilibrio social del país entero. América latina es la base extranacional de Estados Unidos, pero el endeudamiento de estos pueblos, la creciente antipatía contra el yanqui, crea una emergencia que deteriora la totalidad del sistema capitalista mundial. De ahí la hostilidad de Estados Unidos a todo régimen latinoamericano que tienda a una política de nacionalizaciones y la respuesta en cadena de la propaganda contra gobernantes de este tipo —Cárdenas, Vargas, Perón, Fidel Castro— acusados de dictadores pues lastiman directamente las “libertades” norteamericanas sólo posibles por el vasallaje de los países tributarios.[5] Estos gobiernos son importantísimas etapas de la revolución anticolonialista, pero sus éxitos y fracasos parciales prueban que la emancipación debe realizarse en escala latinoamericana. Las masas aprenden de estos ensayos. Cada fracaso las hace conscientes de las causas generales que se extienden a toda la América latina y no a países particulares. Y estos desajustes de la organización colonial, en tren relativo de industrialización, aumenta la gravitación política de las grandes masas consumidoras, que posibilitan, por otro lado, el mercado interno, piedra miliar de toda verdadera nación. Las nacionalizaciones a cargo del Estado, de ciertas ramas de la producción o de los servicios públicos, hasta entonces en manos de concesionarios extranjeros, son el índice tanto de la debilidad de la naciente burguesía industrialista de estos países en desarrollo, como de la pugna social de las masas cuyas necesidades materiales convergen con la resistencia al imperialismo.
Esto trae a tales ensayos una serie de problemas, el principal de los cuales, es la contradicción consistente en la protección del Estado a la nueva clase industrialista para ampliar el mercado interno, y a la vez, la elevación del poder adquisitivo de las masas consumidoras para estimularlo. Tal contradicción, que pese a todo es históricamente un considerable salto hacia adelante en la lucha antiimperialista y en la independencia económica de tales países, se agrava, como en los casos de Vargas y Perón, por la existencia de las oligarquías de la tierra varadas en el mercado exterior. Y si por un lado, la industrialización protegida por el Estado, organiza y da cohesión al proletariado nacional, por el otro, la permanencia del régimen de la tierra es un amago contrarrevolucionario que en todos los casos cuenta con el aval de las naciones colonialistas, adversas, como se ha dicho, a la industrialización independiente de los países débiles.
El nacionalismo económico que orienta estos ensayos es un adelanto real, asociado al nacionalismo cultural, que surge por la actividad de las masas frente a las clases agrarias y sus aliados exteriores. Es esta situación de las masas la que marca el derrotero de la categoría colonial a la nacional. Y sus retrocesos parciales, en última instancia, las educan para avances en profundidad cada vez más revolucionarios y nacionales.
El nacionalismo económico y cultural de los países dependientes resulta de la confluencia de dos factores distintos a los que han generado los regímenes europeos del nazismo o el fascismo. Discernir estas diferencias es indispensable para refutar la estrategia psicológica imperialista que en el nacionalismo de las colonias pretende ver formas antidemocráticas, cuando que tal nacionalismo popular es el único camino democrático que se les abre a los pueblos coloniales. Estos factores son: 1°) La experiencia negativa de la explotación imperialista crea la conciencia de un desarrollo posible de la economía bajo directivas nacionales, liberada del control de los capitales extranjeros, que son los anillos constrictores del país inversor. 2°) La conciencia de que el trabajo social, sólo con la independencia economía, puede ser dueño de su propio esfuerzo, es decir, de la soberanía nacional.
En esta etapa, el nacionalismo económico no puede eludir una contradicción, a la cual con frecuencia ha sucumbido en los países coloniales. Esta contradicción consiste en que el nacionalismo económico, en uno de sus polos, nace como consecuencia de la economía de penuria traída por los intereses foráneos que, a su vez, crea en las fuerzas militares o políticas, el temor a que la pauperización de las masas las arroje a la insurrección comunista. En este aspecto el nacionalismo económico, a menudo, parte de una ideología reaccionaria, pero los intereses internacionales y antinacionales que el nacionalismo económico vulnera, lo obligan al acuerdo con las masas trabajadoras para respaldarse de la contraofensiva imperialista. Y en la práctica, por encima de la ideología, tal nacionalismo agranda las bases de las revoluciones nacionales de masas, aunque oscilando entre las concesiones que debe hacer a los trabajadores y el recelo ante su creciente poder político. Es un nacionalismo económico intercalado entre el antiguo orden agrario y la revolución industrial que no se decide atacar radicalmente a las antiguas estructuras agrarias y los privilegios sociales de ellas derivados, dejando por tanto, ilesas a las oligarquías. Tal contradicción sólo puede eliminarse con la implantación de formas estatizadas de explotación de la tierra adecuadas a cada país. Estas luchas políticas, dadas las interrelaciones de la economía internacional cada vez más concentrada, son en cierto modo, secuelas de la contienda mundial entre el capitalismo y el comunismo. Y es por eso que tales sistemas nacionalizadores, son atacados indistintamente por el imperialismo de las plutocracias democráticas, de fascistas o comunistas.
Esta misma contradicción es comprobable en la burguesía industrial, favorecida por el nacionalismo económico a través de la política proteccionista que lo acompaña. La burguesía industrialista auxiliada en su esfuerzo por el Estado, como clase ligada al mercado interno se ladea hacia la independencia económica, pero tiembla ante el ascenso de las masas y la irritan las conquistas sociales que debe conceder. Por eso, puede decirse, que el proletariado es la única clase enteramente nacional.
El nacionalismo económico de las colonias es el fruto del nacionalismo de las grandes potencias. En los países avanzados todas las clases son nacionalistas —incluidos los sindicatos obreros— aunque teóricamente nieguen tal nacionalismo en nombre de la democracia o del internacionalismo proletario. Tratándose de la cuestión colonial, los trabajadores de las metrópolis respaldan a sus gobiernos con absoluta indiferencia por los proletarios del mundo. A la teoría de la solidaridad proletaria internacional, no hay que idealizarla. Los trabajadores de los países industriales dependen también de las colonias. En las áreas coloniales no acontece esto. Las clases sociales son suplementos del interés extranjero o sufren su yugo. Y en tal sentido son antinacionales o nacionalistas. No hay términos medios. El nacionalismo económico de las colonias no es un fenómeno espontáneo. Su razón histórica hay que bucearla en el nacionalismo expansivo de las grandes naciones que, como se ha dicho, son nacionalistas en el sentido de una máxima y agresora condensación de las energías interiores hacia afuera. Son compulsiones externas las que dan origen en los países débiles, y especialmente en aquellos con un grado determinado de desarrollo industrial, a los proyectos nacionalistas. Es el imperialismo el que aborta tales condiciones. Y como el imperialismo es un fenómeno histórico, fundado en la rapiña, no es difícil entender por qué da a luz tres tipos de nacionalismos: 1º) El nacionalismo de las llamadas democracias libres enseñoreadas del mundo colonial, 2º) El nacionalismo de las naciones postergadas en el reparto del mundo —Alemania, Italia— que niegan la “democracia” de sus adversarios. 3º) El nacionalismo de las colonias, que es un fenómeno reactivo y progresivo, tanto en el orden nacional, pues es la respuesta al desarrollo de las fuerzas económicas y políticas internas, como internacional, pues contribuye a la crisis del imperialismo como sistema del poder mundial.
Los nacionalismos “democráticos” o “fascistas” de las potencias colonialistas, cumplen con relación a los países feudatarios, la misma misión esclavizadora. Para un país dependiente —y en esto consiste la conciencia nacional— no puede haber distingos entre ser colonia británica, norteamericana, alemana o belga. Cuando las potencias “democráticas” imperialistas abogan en favor de la tesis de la autodeterminación de los países pequeños, más que convertirlos en naciones libres, lo que se proponen es enquistarlos en la impotencia de su debilidad. Esto es comprobable en la América latina donde la concentración de la explotación imperialista se asienta en la “desconcentración” divisionista de estos países. Por eso la lucha por la independencia nacional de las nacionalidades latinoamericanas debe ser coordinada, pues no habrá independencia nacional fuera del cuadro general de la lucha antiimperialista latinoamericana. El desarrollo desigual de estos países no es un obstáculo. En la hora actual, la revolución económica y técnica es de tal calibre, que las colonias son arrojadas a la “gran transformación” —como la llamará Karl Polanyi— y que, en verdad, es la más intrincada crisis de la Historia Universal. Tales países atrasados pueden quemar, desde las fases primitivas de su desarrollo actual, las etapas intermedias que conoció la era manufacturera y mercantil europea de los siglos xiii y xix. Este fenómeno se comprobó en Rusia, Japón y en la China actual, lo mismo que en Egipto, que de países feudales han pasado a las formas modernas de la tecnología y la autodeterminación nacional. La democracia, en sus patrones clásicos, en las colonias, es irrealizable, pues la monoproducción es el tejido graso de la democracia de las metrópolis. La estabilidad en las democracias capitalistas, niega ad ovo la democracia de los países sometidos. Mientras perduren las oligarquías agrarias, que no casualmente pregonan la “democracia” como ideario universal, el imperialismo tiene su gendarme armado gratuito, su más servil y agresivo aliado interior.
La opresión del imperialismo pesa sobre el campesinado y el proletariado de las ciudades y, por tal motivo, estas clases comprenden antes que la burguesía industrialista en desarrollo, la cuestión nacional y colonial. En esto reside el papel de los sindicatos que, por lo general, alcanzan su máximo desarrollo en los períodos de nacionalismo económico. En los sindicatos, a pesar de las contradicciones del nacionalismo económico, se atrinchera la defensa política de las ramas de la producción nacionalizadas o protegidas por el Estado. Tal etapa intermedia explica tanto la dirección progresiva como la endeblez de estos regímenes, en determinados momentos obligados a radicalizar la revolución o a transar con el imperialismo. A pesar de ello, la aparición en la América latina de sistemas de este tipo —de base obrerista, nacional y latinoamericana en potencia— defensores de la industria nacional, deben interpretarse corno pasos sucesivos hacia la revolución latinoamericana, que es un proceso contradictorio, un itinerario simpodial y no una línea recta.
Los esbozos de nacionalismo económico encuentran trabas firmes, sobre todo, de parte de las oligarquías de la tierra y la burguesía comercial exportadora. El proteccionismo es acusado de dictatorial, se exalta el librecambio, que es un eufemismo de la política proteccionista de la industria extranjera, al mismo tiempo que se desacredita a la industria nativa que ha crecido con el apoyo crediticio del Estado o por el propio desarrollo de empresas nacionalizadas ligadas a la metalurgia, etcétera.
La ausencia de poderosas burguesías nacionales, la supervivencia de los latifundios y la intervención del Estado, hacen posible, en otro sentido, lo que pareciera un escollo insuperable cuando se observa la historia de los países europeos, a saber, la viabilidad en regiones como la América latina, de formas combinadas de estatismo y capitalismo, etapas por las que han pasado los países socialistas y que parecen responder a leyes históricas objetivas, propias de una época de transición como la presente, en la que la empresa privada, bajo control del Estado, puede aun cumplir un progreso con relación a la comunidad nacional. Este interregno es preparatorio de futuros ensayos de la economía nacional que se realizan, por lo demás, bajo el decorado gigante de la pugna de dos sistemas mundiales —Rusia y Estados Unidos— hecho mundial que en medio del trémulo colapso ideológico del presente, marca el carácter contradictorio de las revoluciones burguesas nacionales de base proletaria, generalmente apoyadas por el Ejército. Brasil, Argentina, Egipto, con dispar éxito, han realizado tales intentos que, por otra parte, en tanto no se pierde lo conquistado, anteceden a nuevos ensayos nacionales, cada vez más conscientes, hacia la liberación nacional.
La etapa del nacionalismo económico en los países dependientes, es transitoria, como las condiciones objetivas externas e internas que lo provocan. El nacionalismo económico de los pueblos semicoloniales, resume tanto el raquitismo de su economía como la conciencia política del problema y la voluntad de aventar los medios para resolverlo, mediante la remoción con hondas perturbaciones internas, de las normas del intercambio que rigen la relación colonialista con el mundo exterior. Este nacionalismo, típico de todas las colonias, está compelido a fracasar, si en tanto política internacional no se aproxima o se aleja tanto del bloque capitalista como comunista según las necesidades nacionales. La libertad internacional de maniobra es el dato definitorio de una revolución anticolonialista auténtica. Estas revoluciones ofrecen otro aspecto, particularmente en la América latina. Por ley interna, tales movimientos tienden a irradiarse regionalmente debido a la similar situación de los países vecinos. Naciones como Argentina o Brasil, aunque dependientes de sus exportaciones, ejercen una atracción dimanante sobre los países limítrofes como Chile, Paraguay, Uruguay y Bolivia, etc. En este hecho están contenidos los mercados regionales, es decir, plurinacionales que, a su vez, anteceden a la etapa final del mercado nacional latinoamericano. Esta tendencia hará cada vez más consciente, en países como Brasil y Argentina, la urgencia de volcar sus excedentes de producción, no en el exterior, sino en la América latina, con lo que la liberación de los países más avanzados contiene la de los pueblos hermanos, y su llave maestra, la unión aduanera, como fortaleza contra la absorción de la América latina por el mercado internacional monopólico.

Los sindicatos organizados

El nacionalismo económico marcha paralelo con el desarrollo de los sindicatos, pues sin su apoyo no puede resistir al imperialismo que entuerca su dominio sobre la no participación democrática de las masas y sus organizaciones sindicales junto al Estado. Ya se ha dicho que en los países dependientes, la conciencia de clase del proletariado es más avanzada que la de la burguesía industrial. Es más combativa y nacional. A su vez la conciencia histórica endeble de la burguesía industrial, es antecedida por la acción del mismo Estado —con frecuencia a través del Ejército— y aclara por qué pueden aunarse en una etapa dada el Ejército y el proletariado. Al mismo tiempo, esta conjunción favorece a la burguesía industrial resguardada por el Estado, pero con este hecho, se ve impedida de esquilmar a un proletariado también protegido por el Estado a través de la legislación social. De ahí el malcontento que en estas fases muestra la burguesía industrial en la semicolonias que, en tanto clase reciente, pierde de vista la cuestión nacional y hasta desestima la faena antiimperialista del Estado secundado por los sindicatos obreros, con lo que patentiza su inconsecuencia y su proclividad a traicionar el movimiento nacional. La política de liberación, a pesar de cierta interpenetración recíproca entre las clases sociales interesadas —proletariado y burguesía industrialista, etcétera—, avanza sobre antagonismos vivientes que generan diversas ideas sobre el desarrollo nacional, y miden el desorden e indeterminación de estos períodos políticos, bien aprovechados por las clases exportadoras amenazadas de desplazamiento, o decididas a recuperar los privilegios de antaño.
A pesar de ello, el proletariado nacional, en tanto la burguesía industrialista contribuya al desarrollo, debe apoyar tal tendencia, no por solidaridad “patriótica” de clase, sino como táctica, pues el nacionalismo del proletariado es distinto al de la burguesía, aunque puedan ambos concurrir por separado, en las etapas preliminares, siempre contradictorias de la lucha, a la emancipación nacional. No es la burguesía la que está destinada a coronar esa emancipación. Frente al poder de los sindicatos maquina el acuerdo con los enemigos, pero sus intereses de clase la colocan en la posición defensista —apoyo al proteccionismo estatal, resistencia a la competencia extranjera— y más allá de sus claudicaciones, está trabajando por el país. El proletariado no debe subestimar su aporte retaceado a la lucha antiimperialista en general. La cuestión, para los sindicatos, es saber en que momento esa coincidencia táctica debe dar lugar al programa de la nación entera, pues cuando los fines se conocen los medios no enredan al proletariado como clase nacional.


El proletariado latinoamericano

El proletariado latinoamericano es joven. Y su lucha organizada nace en nuestro siglo. Aún no ha lo grado en todos los países una avanzada conciencia de clase ni la idea de la unificación continental. Pero la inquietud social de la América latina, los ensayos de nacionalismo económico en México, Brasil, Cuba, Argentina, Bolivia, guían al proletariado hacia una apreciación latinoamericana del problema. El rezagamiento de las masas latinoamericanas, campesinas y urbanas, muestra, sin embargo, un matiz positivo. Esas masas no han atravesado la etapa del gremialismo reformista y por ello pueden cruzar rápidamente al campo de la revolución antiimperialista. En estos países la cuestión agraria es central. De modo que la mayor masa trabajadora es campesina. Pero países industrializados como Brasil y Argentina, que a la vez tienen el problema agrario en su territorio, están destinados a la conducción ideológica. La ignorancia de las masas rurales no les permite ver el horizonte totalizador de la América latina. Y esta tarea histórica y revolucionaria les cabe a los sindicatos industriales de las ciudades. La inercia social de las masas rurales sólo puede ser soliviantada por el proletariado industrial mediante la restauración de la conciencia nacional iberoamericana. No debe olvidarse que en el curso de su historia, han sido países de fuerte ascendencia aborigen y mestiza —México, Paraguay, Bolivia, Cuba—, los que han dado ejemplos de superior espíritu revolucionario. Han sido movimientos profundamente nacionales en la medida que las masas luchaban por la tierra y la libertad. Y así se rebate la fementida inferioridad de las masas indígenas derivado ideológico de la conciencia de clase de las oligarquías. Las tradiciones de estas comunidades nativas, entreabren a la revolución campesina latinoamericana, las posibilidades de una reforma agraria, en la que estructuras como el ayllu y el capullali se combinarán con la nacionalización de la tierra y la tecnología moderna, sobre todo, en países donde tales instituciones prehispánicas sobreviven, como Colombia, Ecuador, Bolivia, México y Perú. Pero la conciencia política deberá ser incentivada por las organizaciones sindicales, cuyo proletariado en su mayoría mestizo, está próximo a las tradiciones campesinas. La existencia de una clase obrera de estas características raciales, es un factor importante con relación a las masas rurales, pues tal proletariado iberoamericano, en su prédica política sobre el campesinado, partirá de las mismas tradiciones culturales y, por tanto, será comprendido por las masas del campo.

Razas y anticolonialismo

El problema étnico, con sus implicancias culturales, existe en la América Ibérica. La presencia de indios, negros, blancos y mestizos, es real. Pero la solución del problema es social. Uno de los manejos del imperialismo a fin de mantener apartados a estos países es el de exacerbar preconceptos racistas. Crear en la Argentina, por ejemplo, el complejo de superioridad de su sangre europea —afirmación falsa por otra parte—, y el complejo de inferioridad en Bolivia por su sangre indígena, oculta una triple operación combinada: 1º) Levantar barreras culturales. 2º) Impedir el contacto político del proletariado latinoamericano. 3º) Robustecer el prejuicio de que determinados países pueden alcanzar por privilegio étnico el progreso social, en tanto otros, por causas congénitas, están destinados a vegetar en el atraso sin remedio.
Tras la tesis de cada pueblo con un destino propio, se atornillan por vía cultural, veinte abstracciones nacionales. La división en fronteras, es capital para las metrópolis imperiales. Más el desarrollo industrial —una de las contradicciones del imperialismo es no poder controlar el crecimiento colateral de determinadas industrias locales— promueve en Brasil, Argentina, México, etc., una conciencia revolucionaria que rebalsa represas, y cuyas condiciones continentales han sido creadas y agravadas en su decadencia por el propio imperialismo.
Iberoamérica es la zona del mundo más propensa a la mutaciones bruscas. Y su lucha conjunta es —o será en los próximos años— la verdadera cuestión nacional. Por eso, aunque importantes como antecedentes, las revoluciones argentina, brasileña, mejicana, cubana, etc., no pueden archivarse en sus fronteras, sino machihembrarse y proyectarse más allá de ellas en un empuje frontal contra el coloniaje. Los pueblos latinoamericanos tienden a amalgamarse en nación confederada, destino que no podrá ser embargado, pues lo dicta la historia del presente y del porvenir. Y así, la antigua organización virreinal renace con longitud y altitud revolucionarias y en otro escenario histórico.

Clases sociales y política

La conciencia política de las masas organizadas a través de los sindicatos no insurge por generación equívoca, sino preñada por la transformación industrial. Es el desarrollo económico el que promueve los partos ideológicos de una nación. El progreso material vigoriza la conciencia de clase que, a su vez, se vuelve sobre él y lo encauza en una determinada dirección, cada vez más hostil a las fuerzas externas obstruyentes. La resistencia que la clase obrera opone a través de la lucha gremial por el salario, o como posición crítica de los sindicatos ante el imperialismo, es la muralla del país mismo al colonialismo, cuyas utilidades lo llevan a sostener una guerra despiadada por los bajos salarios, fuente principal de sus ingresos financieros girados al exterior como cuota de sangre del país atrasado al desarrollado. La conciencia antiimperialista de las masas, no es en su origen una actitud teórica, sino resultado de una extorsión real sobre el trabajo nacional expoliado. Por eso es que en los mojones de la liberación de los países coloniales, los sectores más conscientes del Ejército, sólo contribuyen a la liberación histórica, magüer su fluctuaciones de clase, cuando ligan sus proyectos a las masas que, en definitiva, imponen su sello a todo el movimiento, pues como se ha dicho, tales ensayos de nacionalismo económico, son peldaños de la conciencia nacional amamantada en los cambios industriales de la nación.
En los países relativamente industrializados —como la Argentina de Perón— estos cambios son complejos y se realizan a sacudidas, en medio de estructuras contradictorias y desajustes mentales de las clases sociales, cuya adaptación a las nuevas formas de existencia es más lenta que el ritmo del desarrollo industrial, al mismo tiempo que aumenta la conciencia social de las masas y la inestabilidad política general.
Tales desajustes reflejan las ligaduras materiales e intelectuales de esos grupos o clases con el país que se deja atrás. O sea, con aquel tipo de economía que fuera constelado por tas potencias colonizadoras. En los países en este trance, es experimentalmente perceptible el desacuerdo y a un tiempo la interpolación, según las clases afectadas en uno u otro sentido, de dos concepciones nacionales, una atascada en el pasado, en la edad del esplendor de la oligarquía, y otra nacional, pero de reciente data histórica, contradictoria, revuelta, desafinada aún, fruto de la superposición no refundida de las imágenes del pasado y el presente, del país viejo y el nuevo, entreveradas en una masa confusa de tensiones sentimentales y representaciones contrarias, ora optimistas, ora pesimistas, que no han obtenido el nivel de la conciencia crítica, el panorama-visión del futuro cuya gestación se realiza, sin embargo, a la vista de todos.
Esta conciencia nacional en estado de fluidez, es emulsionada por la acción de las masas. Y de ellas los ideólogos extraen el armazón del pensamiento nacional, que lo es, en tanto comprende y se identifica con la causa del pueblo. El papel de estas capas intelectuales de vanguardia, generalmente provenientes de la pequeña burguesía de las ciudades, es estimable, pero derivado del acceso de las masas populares al proscenio de la historia. Estos períodos afiebrados en que un país colonizado adquiere conciencia crítica de sí mismo, se acompaña con el desarreglo general de las relaciones económicas, de los valores jerárquicos de clase, de trastornos en el mundo de las ideas de la sociedad colonial, que en lo inmediato, aparecen ante las mentes individuales como caos, como crisis moral, como choques irreconciliables de las ideologías. En tanto producto de las ocultas y contradictorias direcciones de la economía nacional, tal situación es, efectivamente, una colisión de clases que desmorona al país agrario. Pero este fenómeno, en apariencia negativo para las clases que lo viven, no es más que la desfiguración psíquica de un hecho positivo: el crecimiento activo, doloroso, creador de la conciencia nacional.
Una de las creencias más arraigadas que en estos tiempos de ascenso de la conciencia nacional, sufre deterioros insanables, es aquella, aceptada incluso por capas sociales no reaccionarias, sobre el valor de la ayuda técnica o financiera extranjera. Este engaño, recibido por educación, es substituido por la convicción cada vez más consciente, de que sólo el esfuerzo nacional es liberador. Los capitales extranjeros, las asesorías técnicas extranjeras, son las caras filantrópicas de nacionalismos pérfidos. Y por tanto antinacionales. La contribución de los capitales foráneos al desarrollo nacional, es positivo en tanto aleatorio; es decir, por las consecuencias —como ya se ha dicho— no previstas por el país inversor, que al modificar ciertas estructuras primarias de la economía colonial, desencadena, a su vez, cambios en otras esferas de la producción y, sobre todo, en la naturaleza del trabajo humano colonizado. El imperialismo, al introducir a su servicio técnicas avanzadas en ramas aisladas de la economía colonial, varía las relaciones productivas generales, da vida a industrias pequeñas subsidiarias de origen nativo, a una mayor capacitación de la mano de obra y, en determinada faz, a la necesidad de parte de la inteligencia industrialista nacional, de apropiarse de aquellas técnicas y empresas extranjeras. Sólo en este sentido el imperialismo cumple una función progresista, no computada de antemano, ya que la explotación extranjera crea una gradual voluntad de liberación nacional. La conciencia histórica en los países coloniales nace de la servidumbre o, lo que es igual, por la arbitraria libertad de que gozan los capitales extranjeros que convierten a los países débiles en cotos de caza de las finanzas internacionales. Crear condiciones de liberación en el país dominado, no está ni puede estar en los fines del imperialismo. El desarrollo nacional no es dirigido desde afuera, sino que sobreviene en oposición a las causas externas que lo coartan. Oposición cuyo último vado es la expropiación o estricto control de esas inversiones extranjeras. Ningún gobierno, en los países coloniales, puede concluir tal tarea histórica sin las masas, cuya organización sindical no es otra cosa que el trabajo nacional concentrado bajo formas políticas. Los sindicatos organizados anuncian nuevas relaciones del poder económico. Todo el aparato imperialista reacciona entonces con un solo clamoreo orquestado contra el sindicalismo. Difunde el pánico en las otras clases sobre su peligrosidad revolucionaria y trata por todos los medios de reducirlo a puro gremialismo, a luchas estancos de los sindicatos por el salario. A este juego se prestan los gremios vinculados al imperialismo —el llamado sindicalismo amarillo—, sus dirigentes aburguesados y con frecuencia sobornados, que se oponen a la unidad del movimiento obrero con el pretexto de las libertades sindicales opuestas al Estado “totalitario”, debilitando así la única fuerza política que en un país dependiente representa los intereses de toda la nación. Cuando tales ataques al sindicalismo fracasan se los reemplaza con la acción represiva y el terrorismo policial. Estos apremios no detienen la historia. La clase obrera se hace veterana, emplea nuevas tácticas, llega a la madurez revolucionaria y concita a su alrededor, como un imán, en pro y en contra, la vida del país entero. Al ascender como masas industriales a la interpretación de las causas que la niegan, el proletariado se convierte en el devenir activo de la vida nacional. Y puede afirmarse, sin lugar a error, que la conciencia histórica de un pueblo colonial —y en el caso argentino recolonizado— está en relación directa con el grado de la organización sindical de las masas.
El proletariado, a pesar de su incultura, está excepcionalmente pertrechado, en los países dependientes, donde las contradicciones sociales son extremadamente agudas, para ejercitar en los hechos esta crítica histórica. El conocimiento de las causas que lo sojuzgan lo hace sortear el gremialismo puro, o la acción espontánea, alcanza rápidamente la inteligencia práctica de los problemas nacionales, puesto que como clase los sufre directamente. La potencia numérica del proletariado se carga de fuerza explosiva, tanto como de la necesidad de constituirse a si misma como conciencia revolucionaria, vale decir, plenamente histórica, en tanto intelección de que las causas que la oprimen como clase son las mismas que cancelan a la nacionalidad.

Burguesía industrial y coloniaje

El sector de la burguesía interesado en el mercado interno consumidor, es en los países coloniales, de aparición última. Esta burguesía industrialista, en la Argentina, es la capa de origen pequeño burgués que ha logrado el ascenso económico vertical más alto. Su existencia es posterior al de la burguesía comercial y exportadora que con la clase terrateniente integran la clase tradicional.
La burguesía industrial, por su conciencia histórica diferida, por su novel promoción a la vida nacional, oscila como un péndulo entre los sectores económicos contrapuestos que se encaran en los países dependientes. Como clase política inexperta, ambiciosa y repentista, participa de los mitos de la burguesía mundial. En las masas, su conciencia de clase es el monstruo del internacionalismo obrero, pero en el orden nacional, en tanto burguesía progresista, comprende oscuramente que ella misma es arrinconada por la competencia extranjera y, según las circunstancias, se inclina a contemporizar a medias con las masas trabajadoras defensoras de la industrialización. Esta contradicción ronda en su indeterminación ideológica que se expresa tanto en la afirmación verbal del país como en la tendencia a negociar y capitular con el imperialismo por temor al proletariado. Cede entonces la dirección de la economía —y de su poder político— a otras fuerzas, como el Ejército, o a líderes fuertes de orientación nacional, pero con sórdido disgusto, pronta a pasarse con armas y bagajes a la oposición, sobre supuestos morales —libertad individual, libre empresismo, antitotalitarismo—, a pesar de que en su turbiada conciencia de clase, no rechaza, con circunloquios vergonzantes sobre la defensa del orden, al fascismo como control de las masas. Las ideas que alaban y defienden las clases sociales son abstracciones de intereses reales que siempre se cubren con el sombrero virtuoso de la libertad. En los períodos de efervescencia, cuando está en juego el destino nacional, la burguesía industrialista incipiente, sobre el principio abstracto de la “libertad’ —libertad para ganar más— entra en conciliábulos con la oligarquía, y por este camino de la componenda abyecta, recibe los porrazos de la contraofensiva imperialista dispuesta a desalojarla del mercado interno nacional.
Esta burguesía, que en la Argentina viene de la inmigración, en tales ocasiones, aprueba los valores históricos de la clase terrateniente y económicos de la burguesía internacional, en consonancia con su ineptitud para llevar a término el proceso económico en estado de transformación activa y del cual participa. Frente a las otras clases con mayor experiencia histórica, como la oligarquía, o más revolucionarias, como el proletariado, recurren al compromiso, que va del apoyo reticente al Ejército, al que en realidad teme, como a las teorías fofas del socialismo reformista o a la filosofía económica de la Iglesia, en la esperanza de que permanezca inmaculada la propiedad privada protegida por un Estado fuerte y liberal. Siendo por su origen histórico y por su rol en la evolución del país, una clase en cierta medida revolucionaria y nacional ante la economía del monocultivo, siendo como es una clase que representa el tránsito hacia la industrialización, su conciencia política es conservadora, y este balanceo entre su posición revolucionaria en la producción capitalista de las semicolonias desarrolladas, y su temor a las fuerzas sociales desatadas por el industrialismo —la clase obrera— la lleva a ondular como una veleta entre la malidicencia y el pánico, para finalmente sufrir sucesivas derrotas de parte de la oligarquía, de la burguesía exportadora e importadora y de los inversores extranjeros. A pesar de todo, es una clase progresista aunque su conciencia sea conservadora, y tal dualismo refleja el movimiento dialéctico real de la nación en su paso entrecruzado de la etapa agropecuaria a la industrial. Así es, como esa burguesía progresista por su papel productivo, aprueba la filosofía reaccionaria del liberalismo colonial que la ha negado como clase, sin entender, salvo en la derrota, que los principios de la economía liberal —librecambismo, privilegios a los inversores extranjeros, libertad cambiaria, enajenación de los servicios públicos— han sido, dentro de la trampa financiera del coloniaje, la traba histórica de su ascenso y consolidación como clase nacional.

Pequeña burguesía e industrialismo

La industrialización, la rotación del país agropecuario, provoca al igual múltiples desajustes mentales en la pequeña burguesía, muy importante como clase social en países como la Argentina. En la pequeña burguesía, poco homogénea por sus diversos estratos componentes, pero uniforme en sus hábitos y. creencias, este desacomodo es visible en sus capas intelectuales que, en realidad, encarnan a la clase y componen la inteligencia profesional, técnica burocrática, etc., del país. La pequeña burguesía, en estas etapas, protagoniza en el plano ideológico, la crisis del crecimiento nacional, en distintas vetas de profundidad según los cortes transversales que la constituyen como clase. Es sobre todo en la clase media donde los cambios imprevistos y discontinuos del país, tienden a ser explicados, no por sus causas objetivas, sino por estados subjetivos de conciencia. Aunque algo se ha hablado ya de este fenómeno al tocarse el tema de la “intelligentzia”, conviene repetir el mecanismo psicológico de esta transposición con relación a la clase entera.
A medida que el país pasa en su desarrollo económico del atraso a la industrialización, que las contradicciones del país agrario preexistente y el nuevo en expansión, se entrecruzan en forma oscura e inesperada para la mente y a una cadencia lenta y desacompasada con relación a la velocidad del proceso real, estas mismas contradicciones se refractan de formadas y amplificadas en el pensamiento de las clases sociales que no atinan a interpretarlas racionalmente. En el ánimo de los individuos de la clase media, se entrechocan sin resolverse satisfactoriamente, el sentimiento insólito de que las valoraciones sociales adquiridas por educación son dudosas y el vacío de no saber como suplirlas por otras. Y es sabido que el vacío provoca angustia. Tal conflicto, obstensible en la burguesía industrial naciente, es más ansioso aún en la pequeño burguesía. La clase media depende del orden económico y administrativo establecido, y ninguna como ella tan favorecida con los cambios progresistas de la economía nacional. Los desea, entonces, y su conciencia social la empuja instintivamente en tal dirección, mas en la práctica, desprovista de medios materiales, no puede realizarlos y se oferta como mediadora intelectual de las clases con poder económico efectivo.
Pero la doble visión del país actúa todavía en su conciencia de clase. Acostumbrada la gente de la pequeño burguesía, a la anterior y módica tranquilidad, los cambios demasiado rápidos la asustan y sobre todo le fastidian las mejoras que recibe la clase obrera, a las que juzgan con no disimulado resentimiento de clase, una injusticia y una desjerarquización del orden natural de las cosas y de la escala social. Las criaturas de la clase media, sin representatividad gremial o política coherente por su mismo individualismo, hablan entonces de “crisis moral” y esperan salir de ella mediante la aparición de estadistas austeros y progresistas, mezclas bien equilibradas de Juan xxiii y Lenin. Esta moralidad —una aleación de individualismo y providencialismo—, del que por otra parte reniegan cuando el pueblo encuentra sus líderes, se adosa a la esperanza de que tales conductores sean universitarios, con lo que como individuos de la clase media, siguen poetizándose a sí mismos, en su dúplice condición de pequeños burgueses escindidos entre las masas y las probabilidades lucrativas del ascenso individual, del éxito profesional, que los obligan a pactar con el orden existente al que administran pero no dirigen. En lo profundo de este descontento masculla el moralismo de la clase media como oposición a la clase alta y al proletariado, y esta ubicación intermedia entre ambas clases, la lleva a la crítica a medias, a la protesta a medias, a la revolución a medias. En una palabra, a lo que es: clase media.
El pequeño burgués “progresista” habla como un revolucionario y actúa como un conservador y, en la práctica, se amolda al orden que niega en la ideología. Su psicología de clase está determinada por el ambiente material de su existencia, agitada por la contradicción principal que pesa sobre el país, a saber, el pasaje de la producción de materias primas para el exterior a la economía capitalista de mercado. Este desbarramiento es, a su vez, excitado por la presión social de abajo hacia arriba de las clases trabajadoras, cuya existencia, la pequeño burguesía colonizada en su educación, recién comprueba al intensificarse el proceso industrial en las grandes urbes. Las masas trabajadoras, hijas de la fábrica, inmunizadas contra las dudas y prejuicios culturales de la pequeño burguesía, crean una atmósfera general de alteraciones sociales, económicas y psicológicas, que cambian la fisonomía de todo el país y lo segmentan en campos cada vez más definidos. La clase media se divide. Y este hecho se aprecia en sus capas pensantes como una discordia en la que un sector, ligado al antiguo país por sus ocupaciones o minúsculas vanidades, adopta la posición de las clases altas, y el otro, que ha recibido los beneficios de las nuevas condiciones creadas —oferta de empleos, posibilidades profesionales y técnicas—, se torna reformista. Las capas más empobrecidas asisten, empero, en su conjunto, a un firme giro hacia la izquierda política revolucionaria donde se encuentran con las masas nacionales.
A pesar de estas disenciones internas, la clase media en estas etapas de la evolución nacional tiende, en diversos grados, a la radicalización ideológica, fenómeno que se da con excepcional rapidez venciendo el individualismo medroso de sus miembros. Esta crisis está regida por el hecho de que la clase media es también víctima, en amplísimos sectores, del imperialismo. Pero su antiimperialismo es abstracto. Y los países dominantes no lo ignoran. Un antiimperialismo moral que propone acuerdos honorables, alianzas progresistas, reformas mesuradas y libertades abstractas.[6]
En estas experiencias de la clase media, con equipos intelectuales surgidos de la Universidad, no todo es negativo. Acelera esta experiencia el cambio de sus hábitos mentales, la revisión de la propia formación intelectual, que es, a su vez, la crítica en germen a la Universidad que la educó. Al fracasar como clase política, su visión del país recibe el bautismo de la práctica, cuya piedra de toque es el país verdadero, y bajo el imperio de la realidad, aunque no sin graves tensiones psicológicas, estas capas medias se nacionalizan. Los prejuicios contra el nacionalismo económico y cultural, en los cuales fueron educadas como generación colocada entre dos guerras europeas, las conduce ahora a mirar el país desde categorías no extranjeras sino nacionales. Pero es la invasión vertical y horizontal de las masas, no en el sentido de Walter Rathenau, sino de las masas nativas como fuerzas nacionales, la causa eficiente de esta nacionalización. Aprenden asimismo que la dirección de esas masas, en la que confiaban sobre el supuesto teórico de su jerarquía universitaria, era remanente de aquella creencia de que la instrucción individual legitima el derecho natural a la conducción política. La clase media entra en la autocrítica de sí misma, un sinsabor generalizado la invade, advierte por primera vez que el obrero ambiciona la cultura y que su enfoque del país es más concreto, pues viene de la defensa activa, no teórica, de la nacionalidad. El país reaparece de otro modo, no de los libros, sino de su propia decepción como pequeño burguesía, cercada por poderes objetivos e inmanejables, que la utilizan o la despachan según las conveniencias momentáneas. Surge un nacionalismo no confesado explícitamente, pues la palabra “nacionalismo” la inquieta por el recuerdo del fascismo europeo. La tesis del universalismo de la cultura y sus mitos —Occidente, democracia, orgullo europeísta, individualismo sagrado— se entreven como valores inciertos. Y el universalismo de la cultura, en el cual la clase media intelectual cree ciegamente, empieza a delinearse como la universalidad del imperialismo. Cuando más colonizada está la cultura de un país, más rinden culto a lo universal las capas educadas, que así compensan con la mente su subalternidad real en tanto intelectuales desuniversalizados, es decir, de espaldas a esa cultura verdadera que no conocieron en los claustros y a la que sólo se llega arrancando de la existencia colectiva nacional. Los grupos avanzados se arriman, al descubrir el país profundo, al proletariado, con el ilusorio afán de acaudillarlo. Y al cerciorarse que los dirigentes obreros están más entrenados y decididos que ellos para la acción política revolucionaria que exige el país, retornan cariacontecidos a los partidos de izquierda sin gravitación sobre los trabajadores, y desde allí lanzan proclamas intransigentes. Y estériles. Hablan del proletariado. Y hasta intentan sinceramente acercarse a las masas: “Sin embargo, puede decirse que en tales momentos toda una parte de su conciencia social protesta. Estos grupos no aplican tales métodos sin una sorda inquietud y un sentimiento de malestar y dudan al unirse plenamente con las organizaciones obreras, aunque estén asociados en los mismos cuadros, porque les importa no olvidar que se distinguen de ellos, que ocupan un rango social más elevada”. (M. HALBAWCHS).
Esta clase media, en estado de movilidad mental, es la misma que bajo la oligarquía proclamaba la consigna de Sarmiento: “Hay que educar al soberano”. La misma que cuando las masas no podían votar loaban idealmente al “pueblo” regenerable por la escuela, y las llamaban “turbas” cuando esas masas populares encontraban sus caudillos. Yrigoyen o Perón. Lo que no le perdonan al pueblo es su ingreso a la manera plebeya en la racionalidad de la vida histórica, cuya encarnadura es el líder que Hegel definiera en Napoleón como “la Historia Universal montada en un caballo blanco”.
Mientras la clase media no comprenda que los males del país descienden de una causa única que engloba a todos los efectos supletorios —económicos, políticos, culturales—, a saber, la contradicción de un país que arrastra estructuras muertas pero contemporáneas al nacimiento de estructuras nuevas, mientras no entienda que el equilibrio político no depende de gobiernos “progresistas” ni de veneraciones constitucionalistas, sino del trayecto revolucionario de la servidumbre a la libertad, mientras no entienda esta coyuntura, no se entenderá a sí misma y por tanto al país, que es una manera de decir, que no entenderá nada de lo que las masas han entendido hace tiempo, o sea que la “crisis moral” que la afecta y desorienta, no puede desligase por mera abstracción intelectual del contexto inmoral del imperialismo. Es el sistema y no los hombres inmorales lo que explica el desequilibrio nacional. De lo contrario, el imperialismo deja de existir como causa, y sus efectos venables sobre la política pasan a ocupar su lugar como hecho moral independiente, como explicación única de las calamidades —enmendables por lo demás— que pesan sobre el país. Escamoteo sinuoso mediante el cual, tras las apelaciones ardorosas al patriotismo y la honradez, quedan en pie los andamios del coloniaje. El moralismo de la clase media, aun no del todo nacionalizada, no ataca, como se ve, al imperialismo, sino sus efectos, y en el meollo de las cuestión, retrocede ante la revolución nacional por temor a perder algo, presente o futuro, real o posible, que en una economía colonizada, por otra parte, no poseerá nunca del todo. Su moralismo es, pues, un hipócrita y precario mecanismo de defensa o, de otro modo, por su ambigua, previsora e inestable posición económica, la clase media es idealmente la más moral y, en la práctica, la más venal, la más corrompible.

Clase media y revolución

La clase media, es obvio, no es de una unilateralidad tan absoluta. Se han destacado simplemente los caracteres resaltantes negativos que la tipifican, tanto como la crisis que soporta dentro del país en crecimiento. Los estratos de la clase media y sus individuos se mueven en diversas napas de la comprensión de la realidad, y así como ciertos sectores, por su ubicación dentro del texto de la economía colonizada, se oponen a todo cambio que ponga en peligro su “status” social, otros más numerosos y empobrecidos adoptan mirajes críticos y revolucionarios. Las condiciones materiales que los circundan, llevan a estos sectores a comprender las causas de su dependencia material y espiritual, y su acercamiento al proletariado no es otra cosa que el fortalecimiento de la conciencia nacional de la pequeño burguesía. Estos segmentos sociales están integrados por grupos profesionales y estudiantiles, por la burocracia estatal, etc., que sufren directamente la anormal distribución de la riqueza. Por su nivel mental contribuyen con su decisivo aporte ideológico a la formación de la conciencia antiimperialista. Realizan, efectivamente, una labor útil en el orden de la economía, de la historia y de la cultura, y las masas asimilan estos conocimientos convirtiéndolos de elementos teóricos en política nacional. Son estos grupos intelectuales los que corroen los tejidos necrosados de la cultura de la oligarquía. Y es su labor crítica la que en tales épocas fertiliza la vida nacional con repercusiones en todas las clases sociales, partidos políticos, ejército, Iglesia. La crítica surgida del análisis revolucionario de la realidad, caldea con su temperatura patriótica los estambres de la sociedad. Hasta la misma prensa colonialista se ve forzada con perífrasis a emplear su lenguaje. La aparición de una clase media en actitud histórico-crítica, vaticina cambios reales en la comunidad nacional, tanto como el derrumbe de las idolatrías históricas y culturales de la sociedad colonial.
En oposición al moralismo genérico de la pequeño burguesía —que es también una forma fantástica de participación en los ideales de vida de la oligarquía que demanda una “dictadura democrática”, capaz de extirpar la corruptela, que no deje “levantar cabeza a la chusma” para bien de la “gente fina”—, estos grupos mentales, desbrozan con su labor teórica perseverante y abnegada, el camino de la revolución nacional y sostienen inflamada en la polémica la antorcha de una fe inexhausta en la Argentina.
Tal la ambivalencia conque se manifiesta la conciencia racional de la clase media, que del moralismo pasa a la reflexión sobre sí misma, de la angustia subjetiva a la actividad sobre el país, interpretado sin lirismo pero también sin derrotismo como la más alta empresa propuesta a la voluntad nacional. Estas ideas preconizan, en medio del desorden, un nuevo orden, pero es el cambio de la realidad el que engendra tales ideologías, con su efecto multiplicado, la incorporación de millares de individuos a la lucha de liberación. Una de las contradicciones del imperialismo, es que procrea en los países atrasados la conciencia histórica más avanzada. O lo que es igual, el abono inconsciente de la opresión imperialista da un fruto conciente: la conciencia nacional revolucionaria.

Conciencia histórica y “ser nacional”

La conciencia histórica aprehende su objeto —la naturaleza de su “ser nacional”— cuando individualiza y ordena con relación a un fin de liberación patriótica, los factores que lo integran —geográficos, económicos, históricos, culturales, internacionales—, pero esta conciencia histórica aparece biselada según las clases actuantes, y progresa como lucha no como concordia de clases, aunque esta separación no es rígida. Aquellas clases sociales empeñadas en la emancipación, por la causa final que las mueve, la conversión del país colonial en Estado Nación, pueden parcialmente unificarse, pero no por eso desaparece la mentalidad de clase. Las ideas que los hombres proyectan sobre la realidad nacional, son las de las clases a que pertenecen, en relación directa con la función que cumplen en el proceso de la producción. Podrán variar de individuo a individuo los matices mentales de estas ideas, pero la conciencia subjetiva tiene su centro no en el individuo sino en la sociedad misma dividida en clases, y esta base material, el conjunto de las relaciones sociales en que cada clase está inserta por la división del trabajo, es la que determina las visiones tanto como los programas encontrados del país y la acción política.
Las ideas de los individuos deben investigarse no por el valor que él les asigna, sino como ideologías de clase que dejan poco margen a la elección personal del pensamiento. Un ejemplo se encuentra en la inclinación al moralismo de la clase media desorientada en los períodos de tropiezos económicos, traídos como se ha dicho anteriormente, por la industrialización. Las clases no obreras protegen sus intereses económicos encubriéndolos con censuras éticas. El proletariado, en cambio, no usa frases morales y defiende los suyos como reivindicaciones económicas y políticas abiertas. La naturaleza del trabajo, en la sociedad industrial o semiindustrializada, pone a los obreros en contacto entre sí y la homogeneidad económica y salarial les da conciencia crítica de clase, en tanto la solidaridad sindical los lleva a la lucha política organizada que, su vez, es el producto de la industrialización tanto como de los obstáculos que a ese crecimiento le oponen otras fuerzas que los obreros aprenden a individualizar como antinacionales, como ligadas al imperialismo. De su parte, los grupos de la clase media revolucionarios que se acercan al movimiento obrero, cumplen una labor positiva, ya analizada, en el orden de la crítica histórica y, en general en la formación cultural de los trabajadores deseosos de educarse. Estos son asomos indubitables de que el país se está transformando a sí mismo. Reagrupamientos de clases, en los cuales la conciencia nacional se ensancha en medio del desorden ideológico de las otras clases ligadas al país caduco. Pero es el cambio de las condiciones materiales el que trastorna las ideologías de las clases sociales y sólo aquellos grupos de vanguardia del proletariado y la pequeña burguesía con conciencia del proceso histórico, pueden orientarlo en tanto comprenden las causas de la transformación del país. Este desigual comportamiento de las clases sociales implica no una diferencia de grado sino de naturaleza en el enfrentamiento de la realidad, y en él está contenido, con diversas tonalidades, la antinomia histórica entre el espíritu conservador y la conciencia revolucionara que duplica la vida de la nación. La conciencia individual surge de la conciencia de clase de la cual el individuo participa sin clara noción de ello pero activamente. Y siendo la clase social una categoría económica, a la que se acoplan sentimientos de jerarquía, superioridad o inferioridad, de distancia y de rango, de aspiraciones igualitarias, etc., las ideologías son las mascarillas mentales elásticas de esta diversificación económica de la sociedad.
Son los ingresos moderados de la clase media el fundamento de esa moralidad que la apremia cada vez que el orden social vacila. Es, en cambio, la situación de los obreros, más fija y penosa, y con pocas posibilidades de trasvasamiento social, la que en relación con los niveles salariales escasamente móviles, determina su tendencia a la solidaridad sindical en actitud política cerrada, frente al imperialismo.
La comprensión de este hecho es requisito de la conciencia crítica, pues permite calcular el grado aproximado de fusión relativa, nunca absoluto, que las diversas clases pueden alcanzar en un país que lucha por la liberación nacional. En tales circunstancias históricas la resistencia al imperialismo y a la oligarquía tiende a coordinar a las demás clases en una ideología nacional. La idea de Nación acoge en su generalidad a las clases particulares perjudicadas por el sistema. Pero esta ideología nacional no puede ir más allá de una polarización eventual de los intereses componentes, o más concretamente, de los partidos políticos, que los agrupan en forma parcial y poco estable. La lucha conjunta por la liberación no suprime la lucha de clases, la posterga simplemente, y le abre nuevas avenidas una vez lograda la emancipación. Así, la burguesía industrial, las clases medias nacionalizadas, y como pivote, el proletariado nacional, pueden unirse contra el capitalismo extranjero y las clases antinacionales, sin dejar por eso de adiestrase para renovados choques entre el capitalismo nacional y la estatización parcial o total de la economía socializada.
Las dificultades que en la práctica encuentran los diversos partidos para integrarse en un frente antiimperialista, deriva de esta división de clases. No existe un pensamiento nacional sin fisuras. La libertad nacional sólo puede afincarse en las masas. Ahora bien, siendo las masas las que más sufren el peso del imperialismo, ellas son las portadoras de la Revolución Nacional.

Mesas y conciencia histórica

La actividad de las masas en los países coloniales no es la misma que en los países altamente industrializados. En los primeros, las masas son las fuerzas motrices en la marcha de la colonización a la nacionalización, en tanto que en las naciones metrópolis, la construcción de la nacionalidad esta terminada. La liberación nacional en los países colonizados no es factible sin la intervención de las masas, de las contramarchas de las burguesías nacionales y los llamados factores de poder, incluidos también en la liberación, pero amedrentados por el creciente poder obrero. Temor compartido en grado diverso por las demás clases, junto al Ejército, la Iglesia, la Universidad. Es en estas contradicciones de clase que detienen o retardan las luchas nacionales, donde actúa el engranaje de la propaganda y las tácticas divisionistas del imperialismo y sus acólitos locales.
La conciencia histórica es invencible sólo cuando se torna conciencia política de las masas, cuando éstas comprenden las causas del estancamiento del país. Este cambio de los trabajadores, no sólo es una etapa de la lucha de clases, sino de la lucha nacional en su conjunto y mide el poder de las masas, que en la les etapas experimentan una intensa necesidad de ascender teóricamente a la comprensión de la realidad, de poner en ejecución tácticas avanzadas de acción, lo cual las lleva a través de los sindicatos, de los peldaños inferiores del mero gremialismo a la combatividad revolucionaria. Este salto cualitativo anticipa la capacidad de los trabajadores para colaborar directamente en la administración del Estado. Es entonces cuando la situación política de un país empeora. La reacción reaparece bajo los pitorreos “democráticos” más abominables frente a la “barbarie” de las masas. Tales contrastes no son más que ecos desacordados del industrialismo. Sólo el desarrollo del capitalismo, en efecto, puede originar una política de masas nacional y revolucionaria, salvo en aquellas zonas geopolítica de fricción mundial, como el Africa, donde la vecindad de las potencias comunistas acelera también el desmoronamiento del cobertizo colonial.
Pero como la opresión colonial es en determinadas contingencias históricas más aguda que las oposiciones sociales internas, la conciliación de clases es un momento dialéctico del desarrollo de la conciencia nacional, un apaciguamiento provisional, en la medida que la alianza es alentada compulsivamente por el imperialismo. Estos pactos, cuando el proletariado ha alcanzado conciencia política de sus fines, son formas escalonadas y necesarias de la lucha antiimperialista y, al mismo tiempo, crean métodos flexibles del proletariado frente a sus aliados, que entran en el frente nacional de liberación, dispuestos a conducir el proceso sobre puntos de partida coincidentes y objetivos distintos. La teoría tiene por objeto fijar las líneas generales de la acción política en relación con un fin mediato, pero las tácticas para alcanzar tal fin, son creadas por la experiencia de los diversos momentos de la acción revolucionaria, que es tanto práctica como teórica. Y si bien la ideología dirige la práctica, ésta corrige a la teoría en el terreno de la experiencia. En esto consiste el enriquecimiento de la teoría tanto como su correcta aplicación a la práctica.
El hecho de que en un momento dado la idea de Nación sea más poderosa que la división de la sociedad, no descarta los contenidos de clase de la conciencia nacional. El mismo Engels —y esto conviene recordarlo a los teóricos de la lucha de clases— distinguía entre la cuestión general y la particular. Como internacionalista pensaba que: “los proletarios son los únicos que pueden realizarla de veras; pues la burguesía tiene en cada país sus intereses particulares, y por ser para ella el interés la cosa más alta, no puede ir contra la “nacionalidad”. Los proletarios tienen en todos los países un solo y mismo interés “por eso” su movimiento y formación es esencialmente humanitario y antinacionalista. Sólo los proletarios pueden destruir los nacionalismos, sólo el proletariado que despierta puede hacer fraternizar a las naciones diferentes”. Pero Engels no negaba el “nacionalismo proletario” a pesar de que en su época el fenómeno imperialista no estaba aún totalmente caracterizado. Engels comprendía muy bien los peligros de un internacionalismo abstracto al señalar que “las diferencias de clase desaparecen ante el impulso nacional”. Y Marx llegó a mofarse de quienes como Lafargue, con motivo de la política anexionista de Luís Bonaparte, negaba las nacionalidades en nombre de la propia.
Esto refuta las desfiguraciones de que ha sido objeto el marxismo, no ya como filosofía, sino como teoría política. Todo pueblo debe hacer su revolución sobre sus tradiciones nacionales colectivas. Las revoluciones anticolonialistas del siglo xx aparecen marcadas por esta característica. Ambas cuestiones, la nacional y la colonial, en el orden mundial, están imbricadas, pero en lo inmediato surgen en los pueblos corno tarea histórica nacional. Este hecho ha sido recordado por hombres como Fidel Castro o Adb-El Nasser: “A pesar de que las características de los pueblos —ha escrito el líder árabe— y los elementos constitutivos de su personalidad nacional implican una divergencia en los planes adoptados por cada uno de ellos para reglar sus propios problemas, el desacuerdo capital ha sido impuesto por las circunstancias inestables que reinan en el mundo y que lo rigen, sobre todo aquellos que han aparecido después de la Segunda Guerra Mundial (1939.1945) y que han provocado una serie de reacciones en cadena.” Que el imperialismo busque para enervar estas reacciones venenos ideológicos, presentando la cuestión como una pugna entre razas, por ejemplo, entre la cultura occidental y las “hordas asiáticas”, es una patraña nauseabunda. ¿De qué puede jactarse Occidente que a sí mismo se llama cristiano con relación a los países coloniales? Nada más que de maquillar con símbolos religiosos los negocios de los plutócratas. ¿Qué pueden contestar estos “occidentalistas” a las palabras de un patriota como el mismo Nasser?: “Mucho antes de que la invasión otomana extendiera su sombra sobre toda la región, el pueblo egipcio, con un coraje excepcional, había asumido las responsabilidades decisivas en provecho del conjunto. Había tomado ya sobre él la responsabilidad material y militar de rechazar las primeras oleadas del colonialismo que camufladas bajo la Cruz de Cristo, estaban bien lejos de seguir los preceptos del glorioso Maestro.” Para el pueblo árabe el cristianismo de Occidente ha sido barbarie colonizadora. El progreso técnico reduce a trastos viejos estas discriminaciones raciales y culturales. La técnica no sólo ha reducido geográficamente el planisferio. Ha quebrado los frontones culturales. Y a la luz de la historia el imperialismo aparece como lo que es, como barbarie que se opone a la cultura, como imperialismo y no como humanismo. El imperialismo les ha inoculado a pueblos íntegros la necesidad de libertad. Necesidad creada por el saqueo y no por la filantropía del invasor. La réplica es el pensamiento nacional que ya no se enjuicia a si mismo a través de las ideas extranjeras, sino a las ideas y mitos europeos a través del objetivo nacional.
Estos mitos pueden ejercer sugestión —y de hecho la ejercen— en las capas letradas descentradas por la cultura del imperialismo. Pero no en las masas. Las masas están vacunadas. No creen —ni siquiera se plantean el problema— en la incapacidad nativa para construir una nación. El comparecimiento histórico de las masas nacionales, en la crisis del coloniaje, revoluciona la conciencia de las otras clases. De ahí que la eclosión de la conciencia nacional no es un hecho pasivo sino activo, impulsado por la avalancha torrencial de los pueblos en la política mundial. Esta conciencia histórica, por su relación con la actividad práctica de las masas, no se expresa como la esperanza —a la manera del mesianismo polaco— en un país que algún día “será”, sino como un país que “va” siendo y que exige los medios para finiquitarlo. Estos medios son, sin duda teóricos, en tanto la ideología es brújula de la acción liberadora del pueblo, pero sobre todo materiales. Son los recursos económicos del país, que sólo el pueblo puede movilizar mediante su intervención económica y política en la producción. Por eso recibe la masa trabajadora, aun de instituciones como el Ejército, ligadas al interés nacional, duros contragolpes, hasta que el propio Ejército y las clases arrastradas a la esfera de la acción de las masas, esclarecen la cuestión nacional en sus raíces. Son las masas las educadoras de la conciencia nacional: “El papel de las fuerzas militares —ha escrito el mismo Nasser— es proteger la edificación de la sociedad de todos los peligros exteriores. Estas tienen que estar siempre listas para aplastar toda tentativa colonialista reaccionaria que trate de impedir que el pueblo lleve a cabo sus grandes esperanzas.”
Un ejército que no comprende esto no será nada más, entre banderas y fanfarrias, que una sucursal del coloniaje. Del colonialismo que lo enfrenta al país. Y contra sí mismo como Ejército, pues como el mismo Nasser lo ha sintetizado: “La eficacia de los ejércitos nacionales reside en la fuerza económica y social de la nación.” Esta fuerza económica y social sólo puede cuajar en el trabajo de las masas y en la industria nacional.

Masas e industria nacional

El rasgo esencial de la conciencia histórica es su capacidad para racionalizar la realidad sobre el dato inmediato y cierto del país. Esta autoconciencia de la comunidad histórica, cuya teoría la dan los intelectuales nacionales, extracta su contenido de la lucha de las masas, que condicionan la realidad tanto como la teoría de la realidad, de cuya congruencia surge, justamente, la conciencia histórica. La acción de las masas aparea una revolución en todos los ámbitos del pensamiento nacional. Así, por ejemplo, la incorporación de los asalariados rurales al trabajo industrial, más que por falta de mano de obra en el campo, creó un odio inextinguible contra Perón. Este odio de clase —en los negadores de la lucha de clases— tiene su razón de ser. Un proletariado agrario, hasta entonces entumecido, cuyos peones eran brazos vivos y cerebros muertos por las condiciones serviles del régimen de la tierra, alcanzó conciencia de clase, y los votos del fraude se convirtieron en voluntades libres de millones de argentinos sindicalizados. Este acto libertador cumplido por Perón, fue el corolario de la participación del pueblo en la política anticolonialista, auspiciada en su momento por el Ejército. Y esta unión de Ejército y masas confirma el pensamiento de Nasser. Pues la Argentina se hizo Nación. De peonadas pasivas pasaron a ser las multitudes políticas clamorosas que gestaban en las fábricas el porvenir argentino. Al revolucionarse las relaciones del trabajo nacional, hasta entonces ahogado en la falta de horizontes del país agroimportador, esos asalariados se transformaron en un proletariado aguerrido como clase y dispuesto a no perder lo conquistado. La persecución del movimiento obrero, posterior a la caída de Perón en 1955, ha sido proporcional a la trascendencia histórica de este memorable acontecimiento representado por la aparición del movimiento sindical en las arenas de la política argentina. Tal presencia del proletariado como clase nacional hiende a la Argentina en dos países y, por tanto, en una conciencia histórica discorde no mancomunada. La presión social de las masas en países como la Argentina, asociado este hecho al agravamiento de la cuestión mundial, lleva a las clases altas, en una política que raya en el pánico, a entregarse a los centros exteriores del poder, sin previsión del futuro ni dignidad nacional. Apártanse así del país en transformación industrial, hecho que las entierra en un mortal conservadorismo de clase. Al combatir la industrialización de la Argentina, al no comprender la oligarquía de la tierra que el mercado interior protege sus intereses, al seguir adscripta al mercado exterior a costa del país todo, no sólo es una clase antinacional sino que plantea la necesidad de expropiarla.
El caos de estos períodos, con sus nerviosos antagonismos de clase, es el manto áspero que vela el ascenso del país hacia su autonomía nacional. La presencia de las masas no sólo obliga al análisis de los factores que frenan el desarrollo, sino que invierte como en la cámara oscura la ideología de la nación. La realidad nacional no es ya vista desde Buenos Aires, sino desde el país total como un organismo geográfico, económico y cultural distinto a la monstruosa nación portuaria. De ahí parte una aparente contradicción, consistente en el hecho de que las provincias más atrasadas son las más nacionales, en tanto las provincias del área agropecuaria del litoral, con fuerte población inmigrante, son las más extranjeras, casi indiferentes al país y con la mirada en ultramar, donde colocan sus productos del campo. Esta situación es transitoria. El desarrollo de la industria nacional sacará a las llamadas provincias pobres de su atraso, y este hecho económico traerá la culturalización nacional del país desprendido del lastre absorbente de la clase conservadora de Buenos Aires.
Ha sido el predominio de Buenos Aires —que es el de la oligarquía ganadera— el que ha fabricado esa apócrifa nacionalidad y la aceptación concomitante de que la pauperización de las provincias es irredimible. No se veía, no se quería ver, que tal atraso era el efecto de la concatenación de la clase terrateniente a las metrópolis extranjeras. La industria y el correlativo papel del proletariado provinciano, cuya existencia era hasta ignorada en Buenos Aires, ha borrado esa imagen trunca del país. Este viraje en la consideración de la realidad nacional acarrea la falencia de un país visto desde Europa, que era el sinónimo de esta succión de Buenos Aires, verdadera bomba aspirante, sobre el resto de la nación. Sólo la industrialización, que tiende a la explotación coordinada de las riquezas provinciales con la planificación del país entero, puede darle a la Argentina, los contornos de una Nación que crece de sí misma, en lugar de vegetar en la economía de una clase apendicular de Europa y sin conciencia nacional. Es esta misma clase la que ha interferido el incremento desordenado pero real de la industrialización. Después de 1955, la ofensiva contra las estructuras industriales condujo a la destrucción íntegra de ramas de la producción que eran nacionales, o en otros casos, al traspaso de esas empresas a capitales extranjeros. Pero este desmantelamiento o apropiación por el imperialismo angloyanqui de plantas industriales creadas por el esfuerzo nacional, estimula, a su vez, en las masas trabajadoras, en los empresarios arruinados o acosados, y en la pequeña burguesía nacionalizada, el ahondamiento de la cuestión colonial, y tales retrocesos, a la larga, sólo consiguen galvanizar el sentimiento patriótico de los pueblos.

Imperialismo y nacionalismo económico

Es el imperialismo el que impulsa el nacionalismo económico. Las clases sociales perjudicadas aprenden que sólo los capitales nativos son progresistas y que los extranjeros deben ajustarse a planes nacionales de inversión y desarrollo. La nacionalización del capital es la nacionalización del trabajo nacional libre de la alienación internacional, cuya esencia es la ganancia girada al exterior y el bajo nivel de vida de las masas en el interior. La conciencia histórica se aplica a la economía como proyecto nacional, a la necesidad de una industrialización que tienda a que los productos del campo y la minería sean reelaborados en el país. La industria correlacionará a la ganadería y la agricultura con el mercado interno y regional latinoamericano, único medio de aniquilar la miseria, el hambre y los bajos salarios del colonialismo. Impedir que un país trabaje para sí, confinarlo en la producción de materias primas, reducirlo al primitivismo tecnológico y achacar estos hechos a la incapacidad nacional, es la política concertada de las potestades extranjeras. Por eso corresponde al Estado la posesión y control de las fuentes de energía, minerales, petróleo, etc., como hitos inevitables del aprovechamiento del capital y el trabajo nacionales. Únicamente el Estado nacional con respaldo de masas puede enfrentar a los monopolios mundiales, que son superestados organizados de poder, formas impersonales con sus extremidades territoriales en las regiones periféricas del planeta.
Estas no son utopías. El proceso industrial acelerado por Perón descascaró la fachada del país agropecuario tanto como los ideales de vida de la oligarquía. Ahora se ve que la Argentina está incursa en una diagonal de fuerzas internacionales ocultas, cuyo centro es la propiedad territorial y su cúspide una nación nominal.

La inteligencia nacional

La industrialización reedifica el pensamiento del país mismo. De aquel predominio agropecuario deriva el sentimiento, no descifrado en sus entrañas, de pertenecer a un país inconcluso asociado a la menorvalía de sentirse europeo. Y tal sentimiento, que ha distorsionado durante décadas la conciencia nacional de los argentinos, era el engendro espiritual de una nación enajenada, de un país que aprisionaba a la inteligencia nacional dentro de los parapetos psíquicos del sistema productivo al servicio de Europa. De la elucidación de este hecho, depende la incorporación, junto a las masas nacionales, de las clases sociales y grupos intelectuales a la causa de la liberación, pues cauterizar en sus fuentes este sentimiento de frustración y sustituirlo por la conciencia de sí en tanto conciencia nacional, no individual, enhiesta en sus propias piernas, es decir, en los recursos del país, es pasar de la imagen inversa y dependiente de la Argentina a la autoconciencia de la nación. De esta revisión emergerán pensadores nacionales auténticos, destellos a su vez, de la autenticidad del país rescatado para los argentinos, del país que toma conciencia histórica de sí mismo, a través de la inteligencia nacional manumitida de una servidumbre del pensamiento incoada desde afuera como parte de la dominación extranjera. La inteligencia nacional no se sentirá víctima de la pseudo deshumanización metafísica de la Argentina, sino que al insertarse en el país como vivero de un pensar humanizado por las exigencias nacionales, será dueña de sí misma, vale repetir, de su conciencia nacional. El intelectual, en lugar de perdido en el mundo, reposará en la única realidad palmaria de la que puede partir una consideración concreta del mundo reencontrado. Al disolverse los nexos invisibles que lo conminaban a pensar desde el país contra el país, es decir, en favor de las naciones dominantes, se reconocerá hombre argentino, nacido aquí y no allá, en esta tierra y no en otras, que jamás comprenderá del todo, pues no pertenece a ellas. Ya no elucubrará soledoso sobre un “ser nacional” grisáceo sin hallarlo. El país sin espíritu cederá al espíritu del país que existía antes de su teorizar inútil, lacerado, portuario: “Grises son todas las teorías y verde el árbol de oro de la vida.” (Goethe) Aprenderá que su pensamiento no era europeo, sino por accidente, y en la sustancia, hispanoamericano. Descubrirá los hilos embozados que malforman sus representaciones. Sabrá, en fin, que sólo la eliminación de ese enhebramiento de las relaciones materiales le restituirá el arraigo extraviado y, por tanto, su trabazón vital con la Argentina. Al expurgar las influencias forasteras de la economía colonial, la extranjería cultural cederá al sentimiento jubiloso de un destino colectivo en armonía con el propio.
Sólo una verdadera nación tiene intérpretes válidos, frutos del espíritu nacional que se autodesenvuelve y contempla a sí mismo en su ambiente histórico transformado por la acción. Este espíritu nacional mora en las masas, que no hacen metafísica sobre el país, sino que lo forjan con su actividad material. De este modo, la Argentina, náufraga en el mundo, al contraer otras relaciones con el mundo, hallará lo que había malgastado, la conciencia histórica negada por el dominio extranjero, y verá a ese mundo con lente propio. Reivindicar los valores nacionales no significa la interdicción de la cultura universal. La técnica, el arte, la filosofía, no tienen atajos. Sus conquistas atraviesan todos los poros del orbe. Y son universales en tanto creaciones de la humanidad. Pero esta universalidad es, en sus orígenes, y en todos los casos, un previo peregrinar de adentro hacia afuera y un retorno de afuera hacia adentro. De esta comunión de valores nacionales y extranjeros, en lo que éstos tengan de nutricios para la nación, deviene la cultura de un pueblo, libre tal cultura nacional de elementos nacionalistas reaccionarios, de fantasías nativistas y de internacionalismos sin raíces. Lo esencial es que los valores universales se enjuaguen y amasen en la cultura nacional y no que la cultura nacional se aniquile en la nada, en la fruslería de una humanidad sin territorio. A esa civilización universal llegará el hombre, pero no por ello desaparecerán las orillas diferenciadoras, a través de las cuales, y sólo a través de ellas, la cultura humana aflora y se trasplanta en la interfertilización de todos los pueblos de la tierra. Un notable pensador brasileño. Alvaro Vieira Pinto, lo ha expresado bien: “La forma como el individuo adquiere conciencia de comparecer al plano egregio de la historia, es saber que habla en nombre de su comunidad, que lucha por la emancipación de su país, que coopera en el anhelo de su pueblo para incorporarse a la totalidad humana, promoviendo la forma más perfecta de la existencia, permitido por el grado de progreso de la civilización. No son los individuos quienes tienden a elevarse para ingresar personalmente en la humanidad, sino las naciones, en cuanto masa de seres humanos y lo harán cuando adquieran conciencia del estado de subdesarrollo y se dispongan a realizar la proeza de su revolución histórica.”
En el hecho particular de la nación se inicia el mundo, y al mismo tiempo, esa nación es parte del mundo. Pero la única posibilidad de desposarlo es desde el vértice de la existencia nacional, que es lugar de referencia con relación al mundo, regla para juzgarlo. De esta actitud adviene la legitimidad de lo autóctono, tanto como de toda concepción del mundo, que dígase cuanto quiera, siempre será interpretada por los pueblos desde una posada nacional, no desde un universo sin residencia en la historia. Querer ver la vida, la propia vida, desde el mundo, es pura nadería. Ver el mundo desde la nación, que es colectiva e individual, es allegarse a su multivariedad y anotar sus diferencias, ya que al fin de cuentas, ese mundo no es más que el colmenar iridiscente de múltiples visiones nacionales, unidas en un todo diverso, o mejor aun, en una diversidad total hecha de totalidades parciales, de innumeras, culturas facetadas en las que se mira el rostro poliédrico de la humanidad sobre el gran espejo unificador de la Historia Universal. La universalidad de las naciones es una idea genérica. La nación, en cambio, es una verdad concreta que niega ese universalismo polvoriento, impensable y siempre anublado por las colaboraciones nacionales de las culturas.
El error de las capas intelectuales ajenadas a Europa es pensar la realidad colonial a través de sistemas de pensamiento germinados en otros ámbitos históricos, en naciones avanzadas que han cumplido su ciclo industrial y cuyas filosofías nacionales son inaplicables, o sólo por débil analogía, a una situación histórica divergente. Adecuar sin crítica método y filosofías europeos a la situación colonial, es carencia de sentido histórico, incluso con relación a las filosofías que sirven de modelo y que deben juzgarse como productos mentales sin encaje por su origen y desenvolvimiento en naciones dadas, con el origen y desenvolvimiento de las ideas nacionales en desarrollo de estos países que lidian por desterrar el coloniaje. Sólo una filosofía independiente de Europa puede interrogar y traducir la realidad nacional en gestación, pues siendo el sitio de estos países, en muchos casos distinto y antagónico, por su misma relación artificial con el pensamiento europeo, llega el momento histórico, previsible, inevitable y deseable, en que la filosofía que interpele a Europa debe ser americana, del mismo modo que no debe mirarse a la América Ibérica con ideas suministradas por Europa o Estados Unidos, sino con ojos iberoamericanos. Como se ha repetido a lo largo de este trabajo, si la América Hispánica no ha dado pensadores eminentes, es porque la filosofía es la forma más excelsa y, a la vez, la más alusiva, de la conciencia nacional de un pueblo. Pueblos mantenidos en la categoría histórica de colonias sólo pueden dar una filosofía bastarda, superflua, marginal. La conciencia de la necesidad de una filosofía autónoma, no antieuropea pero sí americana, profetiza la aparición de pensadores fidedignos. En América Hispánica ese señuelo ha empezado por la literatura, se ha continuado por la revisión de la historia y el interés, nada casual, por la sociología más que por la filosofía, es decir, por un afirmamiento no en el pensar especulativo, del cual Europa puede darse el boato, pues tal pensar es el penacho de una historia efectuada, sino en la realidad en fermentación de este continente. El aporte del pensamiento europeo debe asentirse pero amoldado al entorno singular de esos países que aspiran tanto a la independencia económica como cultural, ecuaciones interdependientes de un proceso histórico único.
América Hispánica dará un pensamiento original por las mismas causas que explican históricamente a la filosofía. Apelar a Europa, copiar sus filosofías —existencialismo, espiritualismo, personalismo— es una ancianidad prematura: “Como el pensamiento del mundo (la filosofía) sólo aparece cuando ya la realidad ha terminado su proceso de formación y está acabada. Cuando la filosofía retrata esa realidad en gris, ya ha envejecido una forma del mundo, que no es posible rejuvenecer, sino simplemente identificar con aquel retrato. El búho de Minerva remonta el vuelo al declinar la tarde.” (HEGEL) Tal es como los pueblos que surgen a la vida histórica deben ver la filosofía en gris de la decadencia colonialista de Occidente. La aparición de nuevos pueblos en la historia anuncia la renovación misma de la filosofía europea, pero desde aquí, no desde Europa. No es por azar que los países de la América latina, a través de sus “élites”, hayan adherido a ese universalismo. Mientras se sumían en la vagorosa cultura universal, daban la espalda no sólo a la Argentina, sino lo que es lógico, a la América Hispánica. La cultura no es universal en el sentido usual que se le da al término. Un cristiano frente al arte religioso egipcio, chino o hindú, experimentará tal vez el sentimiento nostálgico y silente de las ruinas en sopor, pero no es veraz si dice encontrar allí el alma universal. Lo más que ve es lo distinto, lo exótico. Tal vez la exhuberancia del espíritu humano. Y la recíproca es verdadera. Aun cuando las culturas puedan influirse —la historia universal es una inagotable fusión de pueblos y civilizaciones—, no se confunden, salvo para dar un producto nuevo en la mezcla, y ésta, cuando es válida, pervive también inconfundible, no universal, sino ligada a la cultura más vital y por tanto resaltante. Roma no es Atenas. Como España no es Hispanoamérica. Son ambas cosas y a la vez distintas. El gótico europeo ofrece matices nórdicos o franceses, pero al ojo de un chino, tales aspectos son imperceptibles y sólo verá en la catedral la religión extraña de pueblos extraños, algo deshilado de toda emoción. Y ante un templo oriental un europeo permanecerá perplejo, quizá anonadado por la mole abigarrada y frenética de la materia, pero no identificado, y hasta hostil, mucho más que en estado de compenetración simpática.
Esta idea del universalismo es cara al nacionalismo de los países imperialistas, cuya dominación es seguida, en todos los casos, por el desarme cultural de los pueblos sometidos y la transferencia de las valoraciones del país colonizador a las aristocracias prosternadas de las colonias. Es imposible que un pueblo se conciba a sí mismo a través de otras culturas —ni las capas colonizadas lo logran plenamente— y cuando más, los valores universales se ven siempre desde una perspectiva cultural propia. Tal vez sea posible “vivirlos” pero siempre desde el “nosotros” cultural al que se pertenece. Ghandi permanecía imperturbable ante una sinfonía de Beethoven. Y no porque ignorase la escala musical europea distinta a la india, sino como positiva violencia frente a Europa tras la máscara política de la “no violencia”. Por eso los pueblos jamás son extranjerizantes. Y motes corno “afrancesado”, “yancófilo”, rusófilo” sólo se aplican a las clases altas o medias. Y el pueblo las desprecia.
Estos países son culturas nacionales en tanto frutos de una madre nutricia: América Hispánica. Y a ella hay que volver. La unidad iberoamericana no es un ideal, sino una comprobación histórica. Doscientos millones de latinoamericanos lanzados contra el coloniaje, en las próximas décadas, darán consistencia a este destino. El número tiene potencia y leyes que determinan la política. La amputación de Hispanoamérica deshizo la antigua unidad en la oquedad de un vacío histórico. Pero el sentimiento de la hermandad ha permanecido vivo. Al margen del desarrollo desigual de cada uno de estos países, de sus aires regionales, la América Ibérica constituye una estructura geopolítica, cultural y lingüística compacta. La causa del mal que comprime a sus pueblos no es nacional sino iberoamericana. Y entender este hecho es la franja superior de la conciencia histórica. Sólo el conocimiento de las causas reales que determinan el atraso de estos pueblos puede iluminar el itinerario realizable y grandioso de las revoluciones nacionales y latinoamericana combinadas. Y ésta es una tarea material. Una tarea mayúscula y plural que sólo con las masas puede llevarse a término mediante la formación del frente antiimperialista iberoamericano. La actual sujeción a Estados Unidos y Europa —en el caso argentino el poder británico sigue intangible— deberá retroceder ante la autonomía industrial, cultural y militar de la América Hispánica.
Es evidenciable, a esta altura, que el “ser nacional” se ha evaporado para reaparecer como un complejo de factores y condiciones reales que a los pueblos del presente corresponde emproar hacia el futuro. En los pueblos anida el porvenir de la América nuestra. Destino que se urde todos los días, en los campos de trigo, en las minas, en los cañaverales y gomerales del trópico, acunado por los sones nocturnos de las guitarras y las melodías fraternales de sus pueblos, cuya persistencia anónima a través de los siglos revela la presencia de una gran nación bajo la constelación cultural de la América Hispánica. Estos pueblos, inseridos en la “patria grande”, descuartizada pero no disuelta, han tomado la ruta de la emancipación. Y así se cumplirá, en toda su dimensión abarcadora del mañana, la sentencia de Bolívar: Nuestra América es la patria de todos. Una patria que en la intemporalidad de la Historia Universal augura el próximo poder mundial de Iberoamérica.

Capítulo V de ¿QUE ES EL SER NACIONAL?

NOTAS

1.- Esta propaganda del imperialismo es real, y presentada como fruto de investigaciones científicas neutrales. Lo que se busca es crear prejuicios raciales, establecer fronteras culturales y considerar a la geografía corno un designio insalvable. Es la misma sociología ‘científica’ norteamericana vulgarizada por los grandes diarios mundiales y revistas internacionales que pretende preservar a las culturas indígenas, exiguas por otro lado, que aún permanecen enquistadas dentro del continente. Se calla el hecho de que tales comunidades aborígenes, apartadas de la civilización, son por causas económicas y no por leyes inmutables, culturales o lingüísticas. Transcribimos, a pesar de su extensión, una de estas interpretaciones “sociológicas” cuya malevolencia, ante el hecho innegable de las tendencias a la unificación de la América latina, llega al extremo de darle a las mismas un valor puramente filosófico de vago ideal proyectado al futuro que es la mejor forma de desalentarlo en el presente: “Velleslley, Massachussets (U.P) Con la participación del doctor Roberto T. Alemann, embajador argentino en Washington, dedicado al tema ‘la uniformidad y la diversidad de la América latina’ comenzó un simposio de dos días en la Universidad de Welleslley. En el debate se llegó a la conclusión de que en las relaciones con la América latina es preferible tener en cuenta el aspecto de la diversidad que caracteriza a los diversos países de la región. En la discusión, participaron también el doctor Arturo Morales Carrión, subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos; el profesor Charles Wagley, director del Instituto de Estudios latinoamericanos de la Universidad de Columbia, y el profesor Charles C. Griffin, catedrático de historia de la Universidad de Vassar. Wegley refirió que desde el punto de vista antropológico la posición de la América latina puede dividirse en tres grupos: indoamericano, que prevalece en México y en las tierras altas del centro y sur de América: el afroamericano que se encuentra en las islas del Caribe, en las castas del norte de Sudamérica en gran parte del Brasil, y sobre todo en la región septentrional, y el euroamericano, que predomina en países como Argentina, Chile, Uruguay y el sur del Brasil. Wegley observa que a pesar de estas diferencias étnicas, existe en América latina un denominador común en cuestiones relacionadas con conceptos filosóficos y de carácter social. Griffin observó que el estudio del suelo, sus pueblos y sus culturas, acusan diferencias en la América latina. Por lo que hace al suelo, Griffin dijo que el factor geográfico actúa en la América latina como fuerza que divide en lugar de unir: ‘Lo mismo podría decirse con relación al factor radial —agregó—: Si el gran número de aborígenes es un factor común importante en muchos países, igualmente importante es que en otros el gran número de habitantes que pudieran ser considerados como indios no varia mucho con el de Estados Unidos’ Por lo que hace al aspecto cultural Griffin manifestó que hay que recordar que el portugués no entiende fácilmente al que habla español y viceversa, y luego mencionó que hay millones de personas en la América latina que no hablan ni español ni portugués. Griffin citó también los conceptos filosóficos como factor unificador de la América latina: ‘Son sus ideas para el futuro las que unen hoy a los pueblos Latinoamericanos, observó Griffin’ (La Razón, 14/ 2/63). Es decir, que con relación al presente, América latina es condenada a permanecer en el estado en que se encuentra, en el atraso y la ignorancia mutua, pero se omite cuidadosamente que ese atraso y ese desconocimiento de los pueblos hermanos ha sido construido por el imperialismo que ha sabido avispar y aprovechar la desunión de la América latina entrampándola en fronteras fraudulentas.
2.- En el Consejo Interamericano de Comercio y Producción, realizado en 1945 en Montevideo, Adolfo Dorfman y F. Sintes informaron sobre el total de capitales extranjeros invertidos en la Argentina, estableciéndose la suma de $ 9.056.573.000 (en moneda de entonces), distribuidos así: Inglaterra, $ 5.441.879,000; Estados Unidos, $ 1.771.254.000; Bélgica, $ 1.009.021.000; Francia, $ 481.133.000. El resto se reparte entre Holanda, Alemania, Suiza, Italia, etc. Ya para esa época la producción agropecuaria creó valores por $ 2.150 millones en 1935 y por $ 2.600 millones en 1943. La producción industrial en 1935 era del monto de $ 1.300 millones, y en 1943; de $ 2.700 millones, es decir, la industria había superado la producción del campo.
3.- La Comisión Nacional Boliviana de la Alimentación calculó en 1200 calorías La cuota media de la población. En el norte del Brasil es de 1.700. En Colombia, de 2.000 calorías. En Ecuador, de 1500 calorías. Hay países en que importante sectores de la población reciben menos de esta última cantidad. Es sabido que el nivel alimentario óptimo es de 3000 calorías. El consumo medio de carne en zonas determinadas del Brasil es de 40 kg. por año y por cabeza; en Ecuador, de 18 kg.; en Perú, de 14 kg., con el consiguiente déficit de proteínas. En Estados Unidos es de 60 kg. Y en la Argentina, de 136 kg. Pero con relación a nuestro país esta cifra induce a error. Las grandes ciudades como Buenos Aires, productos también de la deformación del país, exportador de materias primas, absorben la mayor parte del consumo, y amplias zonas del interior muestran que la cifra por cabeza disminuye sensiblemente. En cuanto a la leche, producto también rico en proteínas, en el norte del Brasil es de 8 litros por año y por cabeza; Chile, 14; Perú, 11; Ecuador, 26; en Estados Unidos, 110; en Dinamarca, 164; en Suiza, 263. En el resto de productos alimentarios básicos, América latina está en los peldaños más bajos del mundo. Esto explica los pavorosos índices de mortalidad infantil, también de los más altos del mundo. Las enfermedades endémicas, la avitaminosis, el cretinismo, los desarreglos endocrinos, la talla reducida, etc., son comunes a todos los países latinoamericanos.
4.- La tendencia de estos pueblos a la unificación responde, en efecto, a una ley histórica, cuyo ejemplo más inmediato es la República Árabe Unida. El panarabismo, por razones históricas, de lengua, de culturas, era una empresa difícil, y sin duda más ardua en comparación con la América latina. Desde 1945, la lucha de los árabes por la unidad nacional, sufrió altibajos y oposiciones internacionales, pero se ha logrado. Cien millones de árabes y trece naciones, tan ficticias como las de la América latina, van rápidamente hacia el Estado-nación confederado. Y debe reiterarse que las diferencias entre Arabia Saudita, Siria, Túnez, Sudán, Irak, Argelia, Yémen, Jordania, Kuwait, Marruecos, Libia y Líbano son mayores, en todo sentido, que las de los pueblos de la América latina.
5.- Con posterioridad a la 1ª Edición de este libro se han producido revoluciones nacionales antiyanquis en Perú, Chile y Ecuador.
6.- Este “progresismo” intelectual tuvo en la Argentina su cabal expresión de clase en un profesional tipo de la clase media de Buenos Aires, el presidente Arturo Frondizi. Estos políticos, en los países coloniales, trepan al poder embrollados por compromisos insuperables. En tanto representantes de la pequeña burguesía seminacionalizada, gobiernan no por propia determinación, sino por transacciones preliminares inhibitorias con las demás fuerzas sociales, clase alta, Ejército, Iglesia, proletariado, que se enfrentan violentamente en medio de las transmutaciones del país y malogran todo intento reformista de la clase media legalista, pues de lo que se trata es del predominio del país agrario o del país industrial. Han llegado al poder apelando a las masas —y en el caso de Frondizi con el programa de Perón—, pero bajo cuerda como custodios del orden, y en consecuencia, consentidos por el imperialismo. Su antiimperialismo, ahora, al no poder afirmarse en las masas, acaba en una avenencia inevitable bajo la vigilancia estricta de los poderes internos e internacionales que aprovechan la debilidad de estos gobiernos para imponer condiciones y dictar la política económica del país de acuerdo a la voluntad de los monopolios internacionales. Se inaugura así un nuevo período de anarquía, de agitaciones obreras, golpes militares sin objetivos precisos condicionados por el problema básico, no resuelto por las fuerzas actuantes —por otra parte utilizadas por poderes invisibles internos e internacionales— entre el viejo país y el nuevo, entre el campo, la industria y el movimiento organizado de masas, agravado el desorden, como en el caso argentino, por la implacable y oculta lucha interimperialista entre Estados Unidos y Gran Bretaña que se disputan el país recolonizado. Estos gobiernos de la clase media no son siempre fracasos. Depende del conjunto de la realidad nacional. En la Argentina y Venezuela —Rómulo Betancourt— han capitulado. En Brasil, a diferencia de la Argentina, el Ejército, en armonía con la industrialización, apuntala el desarrollo nacional sobre claros antagonismos con el imperialismo norteamericano, y esta alianza de la burguesía industrial brasileña, las clases medias y el proletariado industrial, le permite al Brasil, sobre el eje del Ejército, una política internacional independiente sin perjuicio de las graves y eruptivas contradicciones internas sociales y políticas que agitan a este país hermano. (Conviene insistir que este texto fue escrito en 1962 y no corresponde a la actual situación brasileña. J. J. H. A. 1972.)

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