viernes, 28 de septiembre de 2012

MEXICO Y EL IMPERIALISMO BRITANICO


5 de junio de 1938

La campaña internacional que los círculos imperialistas están realizando sobre la expropiación de las empresas petroleras mexicanas, hecha por el gobierno, se ha distinguido por poseer todos los rasgos de las bacanales propagandísticas del imperialismo: combina la impudicia, el engaño, la especulación de la ignorancia con la certeza de su propia impunidad.
El gobierno británico inició esta campaña al declarar el boicot al petróleo mexicano. El boicot, como es sabido, siempre involucra al autoboicot y por lo tanto viene acompañado de grandes sacrificios por parte de quien lo hace. Gran Bretaña era hasta hace poco el mayor consumidor de petróleo mexicano; claro que no lo hizo por simpatía para con el pueblo mexicano, sino considerando sus propios beneficios.
El mayor consumidor de petróleo en Gran Bretaña, es el mismo estado, por su armada gigantesca y el rápido crecimiento de su fuerza aérea. El boicot del gobierno inglés al petróleo mexicano significaba, entonces, un boicot simultáneo no sólo de la industria británica, sino también de la defensa nacional. El gobierno de Mr. Chamberlain ha mostrado con una franqueza inusual que los beneficios de los ladrones capitalistas británicos están por encima de los intereses del estado. Las clases y los pueblos oprimidos deben aprender profundamente esta conclusión fundamental.
Tanto cronológica como lógicamente, el levantamiento del general Cedillo resultó de la política de Chamberlain. La Doctrina Monroe le aconseja al almirantazgo británico abstenerse de aplicar un bloqueo naval-militar a las costas mexicanas. Deben actuar por medio de agentes internos, quienes, en realidad no agitan abiertamente la bandera británica, aunque favorecen a los mismos intereses que sirve Chamberlain, los intereses de una pandilla de magnates del petróleo. Podemos estar seguros de que las negociaciones de sus agentes con el general Cedillo no se han incluido en el Libro Blanco que publicó la diplomacia británica hace pocos días. La diplomacia imperialista realiza sus principales negocios bajo el amparo del secreto.
Con el objeto de comprometer la expropiación a los ojos de la opinión pública burguesa, la presentan como una medida “comunista”.
Se combina aquí la ignorancia histórica con el engaño consciente. El México semicolonial está luchando por su independencia nacional, política y económica. Tal es el significado básico de la revolución mexicana en esta etapa. Los magnates del petróleo no son capitalistas de masas, no son burgueses corrientes. Habiéndose apoderado de las mayores riquezas naturales de un país extranjero, sostenidos por sus billones y apoyados por las fuerzas militares y diplomáticas de sus metrópolis, hacen lo posible por establecer en el país subyugado un régimen de feudalismo imperialista, sometiendo la legislación, la jurisprudencia y la administración. Bajo estas condiciones, la expropiación es el único medio efectivo para salvaguardar la independencia nacional y las condiciones elementales de la democracia.
Qué dirección tome el posterior desarrollo económico de México depende, decisivamente, de factores de carácter internacional. Pero esto es cuestión del futuro. La revolución mexicana está ahora realizando el mismo trabajo que, por ejemplo, hicieron los Estados Unidos de Norteamérica en tres cuartos de siglo, empezando con la Guerra Revolucionaria de la Independencia y terminado con la Guerra Civil por la abolición de la esclavitud y la unidad nacional. El gobierno británico no sólo hizo todo lo posible a finales del siglo XVIII para retener a los Estados Unidos bajo la categoría de colonia, sino que más tarde, durante los años de la Guerra Civil, apoyó a los esclavistas del sur contra los abolicionistas del norte, esforzándose, en beneficio de sus intereses imperialistas, en hundir a la joven república, en un estado de atraso económico y de desunión nacional.
También para los Chamberlains de ese tiempo, la expropiación de los esclavistas aparecía como una diabólica medida “bolchevique”. En realidad, la tarea histórica de los del norte consistía en limpiar el terreno para un desarrollo de la sociedad burguesa democrático e independiente. Precisamente esta tarea está siendo resuelta en esta etapa por el gobierno de México. El general Cárdenas es uno de esos hombres de estado, en su país, que han realizado tareas comparables a las de Washington, Jefferson, Abraham Lincoln y el general Grant. Y, por supuesto, no es accidental que el gobierno británico, también en este caso se encuentre a sí mismo al otro lado de la trinchera histórica. Por absurdo que parezca, la prensa mundial, y particularmente la francesa, continúa arrastrando mi nombre alrededor de la expropiación de la industria petrolera. Si ya he negado esta estupidez, no es porque le tema a la “responsabilidad”, como insinuó un locuaz agente de la GPU. Al contrario, consideraría un honor asumir, aunque fuera una parte, de la responsabilidad de esta medida valerosa y progresista del gobierno mexicano. Pero no tengo las menores bases para ello. Supe por primera vez del decreto de expropiación por los periódicos. Pero, naturalmente, esta no es la cuestión.
Se proponen dos metas al involucrar mi nombre. Primero, los organizadores de la campaña desean impartirle a la expropiación un colorido “bolchevique”. Segundo, se proponen darle un golpe al respeto nacional de México. Los imperialistas se empeñan en presentar el hecho como si los hombres de estado mexicano fueran incapaces de determinar su propio camino. ¡Una psicología esclavista hereditaria, indigna y mezquina! Precisamente porque México todavía hoy pertenece a aquellas naciones atrasadas, que apenas ahora se ven impulsadas a luchar por su independencia, se engendran ideas más audaces en sus hombres de estado que la que corresponde a las escorias conservadoras de un gran pasado. ¡Hemos presenciado fenómenos similares en la historia más de una vez!
El semanario francés Marianne, un destacado órgano del Frente Popular francés, llegó a asegurar que en la cuestión del petróleo el gobierno del general Cárdenas actuó no sólo con Trotsky, sino también... a favor de los intereses de Hitler. Como pueden ver, se trata de privar del petróleo, en caso de guerra, a las grandes “democracias” de corazón y, como contrapartida, suplir a Alemania y a otra naciones fascistas. Esto no es ni una pizca más sensato que los Juicios de Moscú. La humanidad se entera, no sin asombro, que a Gran Bretaña se le ha privado del petróleo mexicano por la mala voluntad del general Cárdenas y no por el propio boicot de Chamberlain. Pero entonces, las “democracias” plantean una forma simple de paralizar el complot “fascista”: ¡déjenlos comprar petróleo mexicano, una vez más petróleo mexicano y de nuevo petróleo mexicano! Para cualquier persona honesta y sensible estaría ahora fuera de toda duda que si México se encontrase forzado a vender oro líquido a los países fascistas, la responsabilidad de este acto recaería total y completamente sobre los gobiernos de las “democracias” imperialistas.
Detrás de Marianne y su gente están los instigadores de Moscú. Esto parece absurdo a primera vista, ya que otros instigadores de la misma escuela utilizan libretos diametralmente opuestos. Pero todo el secreto está en el hecho de que los amigos de la GPU adaptan sus puntos de vista a las graduaciones geográficas de latitud y longitud. Si algunos de ellos les promete apoyo a México, otros pintan al general Cárdenas como aliado de Hitler. Desde el último punto de vista, la rebelión del petróleo de Cárdenas debería de ser vista, según parece, como una lucha en favor de los intereses de la democracia mundial.
Sin embargo, abandonemos a su propia suerte a los payasos e intrigantes. No estamos pensando en ellos sino en los obreros con conciencia de clase del mundo entero. Sin sucumbir a las ilusiones y sin temer a las calumnias, los obreros avanzados apoyarán completamente al pueblo mexicano en su lucha contra los imperialistas. La expropiación del petróleo no es ni socialista ni comunista. Es una medida de defensa nacional altamente progresista. Por supuesto, Marx no consideró que Abraham Lincoln fuese un comunista; esto, sin embargo, no le impidió a Marx tener la más profunda simpatía por la lucha que Lincoln dirigió. La Primera Internacional le envió al presidente de la Guerra Civil un mensaje de felicitación, y Lincoln, en su respuesta, agradeció inmensamente este apoyo moral.
El proletariado internacional no tiene ninguna razón para identificar su programa con el programa del gobierno mexicano. Los revolucionarios no tienen ninguna necesidad de cambiar de color y de rendir pleitesía a la manera de la escuela de cortesanos de la GPU, quienes, en un momento de peligro, venden y traicionan al más débil. Sin renunciar a su propia identidad, todas las organizaciones honestas de la clase obrera en el mundo entero, y principalmente en Gran Bretaña, tienen el deber de asumir una posición irreconciliable contra los ladrones imperialistas, su diplomacia, su prensa y sus áulicos fascistas. La causa de México, como la causa de España, como la causa de China, es la causa de la clase obrera internacional. La lucha por el petróleo mexicano es sólo una de las escaramuzas de vanguardia de las futuras batallas entre los opresores y los oprimidos.

lunes, 24 de septiembre de 2012

SOBRE LA NECESIDAD DE UNA FEDERACIÓN GENERAL ENTRE LOS ESTADOS HISPANOAMERICANOS Y PLAN DE SU ORGANIZACIÓN.


por Bernardo Monteagudo

Cada siglo lleva en sí el germen de los sucesos que van a desenvolverse en el que sigue. Cada época extraordinaria, así en la naturaleza como en el orden social, anuncia una inmediata de fenómenos raros y de combinaciones prodigiosas. La revolución del mundo americano ha sido el desarrollo de las ideas del siglo XVIII y nuestro triunfo no es sino el eco de los rayos que han caído sobre los tronos que desde la Europa dominaban el resto de la tierra.
La independencia que hemos adquirido es un acontecimiento que, cambiando nuestro modo de ser y de existir en el universo, cancela todas las obligaciones que nos había dictado el espíritu del siglo XV y nos señala las nuevas relaciones en que vamos a entrar, los pactos de honor que debemos contraer y los principios que es preciso seguir para establecer sobre ellos el derecho público que rija en lo sucesivo los estados independientes cuya federación es el objeto de este ensayo y el término en que coinciden los deseos de orden y las esperanzas de libertad.
Ningún designio ha sido más antiguo entre los que han dirigido los negocios públicos, durante la revolución, que formar una liga general contra el común enemigo y llenar con la unión de todos el vacío que encontraba cada uno en sus propios recursos. Pero la inmensa distancia que separa las secciones que hoy son independientes y las dificultades de todo género que se presentaban para entablar comunicaciones y combinar planes importantes entre nuestros gobiernos provisorios, alejaban cada día más la esperanza de realizar el proyecto de la federación general. Hasta los últimos años se ignoraba en las secciones que se hallan al sur del Ecuador lo que pasaba en las del norte, mientras no se recibían noticias indirectas por la vía de Inglaterra o de los Estados Unidos. Cada desgracia que sufrían nuestros ejércitos hacía sentir infructuosamente la necesidad de estar todos ligados. Pero los obstáculos eran por entonces superiores a esa misma necesidad.
En el año 21, por primera vez, pareció practicable aquel designio. El Perú, aunque oprimido en su mayor parte, entró, sin embargo, en el sistema americano: Guayaquil y otros puertos del Pacífico se abrieron al comercio de los independientes: la victoria puso en contacto al septentrión y al mediodía: y el genio que hasta entonces había dirigido y aún dirige la guerra con más constancia y fortuna, emprendió poner en obra el plan de la confederación hispanoamericana.
Ningún proyecto de esta clase puede ejecutarse por la voluntad presunta y simultánea de los que deben tener parte en él. Es preciso que el impulso salga de una sola mano y que al fin tome alguno la iniciativa, cuando todos son iguales en interés y representación. El presidente de Colombia la tomó en este importantísimo negocio: y mandó plenipotenciarios cerca de los gobiernos de Méjico, del Perú, de Chile y Buenos Aires, para preparar, por medio de tratados particulares, la liga general de nuestro continente. En el Perú y en Méjico se efectuó la convención propuesta; y con modificaciones accidentales, los tratados con ambos gobiernos han sido ya ratificados por sus respectivas legislaturas. En Chile y Buenos Aires han ocurrido obstáculos que no podrán dejar de allanarse, mientras el interés común sea el único conciliador de las diferencias de opinión. Sólo falta que se pongan en ejecución los tratados existentes y que se instale la asamblea de los estados que han concurrido a ellos.
Mas observando que su instalación sufriría tantas demoras como la adopción del proyecto, si no la promoviese una de las partes contratantes, el gobierno del Perú se ha dirigido a los de Colombia y Méjico, con la idea de uniformarse sobre el tiempo y lugar en que deben reunirse los plenipotenciarios de cada estado. El aspecto general de los negocios públicos y la situación respectiva de los independientes, nos hacen esperar que en el año 25 se realizará sin duda la federación hispano americana bajo los auspicios de una asamblea, cuya política tendrá por base consolidar los derechos de los pueblos y no los de algunas familias que desconocen con el tiempo, el origen de los suyos.
Este es el resumen histórico de las medidas diplomáticas que se han tomado sobre el negocio de más trascendencia que puede actualmente presentarse a nuestros gobiernos. El examen de sus primeros intereses hará ver si merece una grande preferencia de atención o si ésta es de aquellas empresas que inventa el poder para excusar las hostilidades del fuerte contra el débil, o justificar las coaliciones que se forman con el fin de hacer retrogradar los pueblos.
Independencia, paz y garantías, estos son los intereses eminentemente nacionales de las repúblicas que acaban de nacer en el nuevo mundo. Cada uno de ellos exige la formación de un sistema político que supone la preexistencia de una asamblea o congreso donde se combinan las ideas y se admitan los principios que deben constituir aquel sistema y servirle de apoyo.
La independencia es el primer interés del nuevo mundo. Sacudir el yugo de la España, borrar hasta los vestigios de su dominación y no admitir otra alguna, son empresas que exigen y exigirán, por mucho tiempo, la acumulación de todos nuestros recursos y la uniformidad en el impulso que se les dé. Es verdad que en Ayacucho ha terminado la guerra continental contra la España; y que, de todo un mundo en que no se veían flamear sino los estandartes que trasplantaron consigo los Corteses, Pizarros, Almagros y Mendozas, apenas quedan tres puntos aislados donde se ven las armas de Castilla, no ya amenazando la seguridad del país, sino alimentando la cólera y recordando las calamidades que por ellas han sufrido los pueblos.
San Juan de Ulua, el Callao y Chiloé son los últimos atrincheramientos del poder español. Los dos primeros tardarán poco en rendirse, de grado o por fuerza a las armas de la libertad. El archipiélago de Chiloé, aunque requiere combinar más fuerzas y aprovechar los pocos meses que aquel clima permite emprender operaciones militares, seguirá en todo este año, la suerte del continente a que pertenece.
Sin embargo, la venganza vive en el corazón de los españoles. El odio que nos profesan aún no ha sido vencido. Y, aunque no les queda fuerza de que disponer contra nosotros, conservan pretensiones a que dan el nombre de derechos, para implorar en su favor los auxilios de la Santa Alianza dispuesto a prodigarlos a cualquiera que aspire a usurpar los derechos de los pueblos que son exclusivamente legítimos.
Al contemplar el aumento progresivo de nuestras fuerzas, la energía y recursos que ha desplegado cada república en la guerra de la revolución, el orgullo que ha dado la victoria a los libertadores de la patria, es fácil persuadirse que, si en la infancia de nuestro ser político, hemos triunfado aislados, de los ejércitos españoles superiores en fuerza y disciplina, con mayor razón podemos esperar el vencimiento, cuando poseemos la totalidad de los recursos del país y después que los campos de batalla, que son la escuela de la victoria, han estado abiertos a nuestros guerreros por más de catorce años. Mas también es necesario reflexionar que si hasta aquí nuestra lucha ha sido con una nación impotente, desacreditada y enferma de anarquía, el peligro que nos amenaza es entrar en contienda con la Santa Alianza que, al calcular las fuerzas necesarias para restablecer la legitimidad en los estados hispano americanos, tendrá bien presentes las circunstancias en que nos hallamos y de lo que somos hoy capaces.
Dos cuestiones ofrece este negocio cuyo rápido examen acabará de fijar nuestras ideas: la probabilidad de una nueva contienda y la masa de poder que puede emplearse contra nosotros en tal caso. Aun prescindiendo de los continuos rumores de hostilidad y de los datos casi oficiales que tenemos para conocer las miras de la Santa Alianza con respecto a la organización política del nuevo mundo, hay un fuerte argumento de analogía que nace de la marcha invariable que han seguido los gabinetes del norte de Europa en los negocios del mediodía. El restablecimiento de la legitimidad, voz que, en su sentido práctico, no significa sino fuerza y poder absoluto, ha sido el fin que se han propuesto los aliados. Su interés es el mismo en Europa y en América. Y sin en Nápoles y España no ha bastado la sombra del trono para preservar de la invasión a ambos territorios, la fuerza de nuestros gobiernos no será ciertamente la mejor garantía contra el sistema de la Santa Alianza. En cuanto a la masa del poder que se empleará contra nosotros en tal caso, ella será proporcional a la extensión del influjo que tengan las cortes de San Petersburgo, Berlín, Viena y París. Y no es prudente dudar que le sobran elementos para emprender la reconquista de América no ya en favor de la España que nunca recobrará sus antiguas posesiones, sino en favor del principio de la legitimidad, de ese talismán moderno que hoy sirve de divisa a los que condenan la soberanía de los pueblos, como el colmo del libertinaje en política.
Es verdad que el primer buque que zarpase de los puertos de Europa contra la libertad del nuevo mundo, daría la señal de alarma a todos los que forman el partido liberal en ambos hemisferios. Las Gran Bretaña y los Estados Unidos tomarían el lugar que les corresponde en esta contienda universal: la opinión, esa nueva potencia que hoy preside el destino de las naciones, estrecharía su alianza con nosotros y la victoria, después de favorecer alternativamente a ambos partidos, se decidiría por el de la justicia y obligaría a los sectarios del poder absoluto a buscar su salvación en el sistema representativo. Entretanto no debemos disimular que todas nuestras nuevas repúblicas en general y particularmente algunas de ellas, experimentarían en la contienda inmensos peligros que ni hoy es fácil prever, ni lo sería quizá entonces evitar, si faltase la uniformidad de acción y voluntad que supone un convenio celebrado de antemano y una asamblea que le amplíe o modifique según las circunstancias. Es preciso no olvidar que, en el caso a que nos contraemos, la vanguardia de la Santa Alianza se compondría de la seducción y de la intriga, tanto más temibles para nosotros, cuanto es mayor la herencia de preocupaciones y de vicios que nos ha dejado la España. Es preciso no olvidar que aún nos hallamos en un estado de ignorancia, que podría llamarse feliz sino fuese perjudicial algunas veces, de esos artificios políticos y de esas maniobras insidiosas que hacen marchar a los pueblos de precipicio en precipicio con la misma confianza que si caminasen por un terreno unido. Es preciso no olvidar, en fin, que todos los hábitos de la esclavitud son inveterados entre nosotros; y que los de la libertad empiezan apenas a formarse por la repetición de los experimentos políticos que han hecho nuestros gobiernos y de algunas lecciones útiles que hemos recibido en la escuela de la adversidad.
Al examinar los peligros del porvenir que nos ocupa, no debemos ver, con la quietud de la confianza, el nuevo imperio del Brasil. Es verdad que el trono de Pedro I, se ha levantado sobre las mismas ruinas en que la libertad ha elevado el suyo en el resto de América. Era necesario hacer la misma transición que hemos hecho nosotros del estado colonial al rango de naciones independientes. Pero es preciso decir, con sentimiento, que aquel soberano no muestra el respeto que debía a las instituciones liberales cuyo espíritu le puso el cetro en las manos, para que en ellas fuese un instrumento de libertad y nunca de opresión. Así es que, en el tribunal de la Santa Alianza, el proceso de Pedro I se ha juzgado de diferente modo que el nuestro: y él ha sido absuelto, a pesar del ejemplo que deja su conducta, porque al fin él no puede aparecer en la historia sino como el jefe de una conjuración contra la autoridad de su padre.
Todo nos inclina a creer que el gabinete imperial de Río de Janeiro se prestará a auxiliar las miras de la Santa Alianza contra las repúblicas del nuevo mundo: y que el Brasil vendrá a ser, quizá, el cuartel general del partido servil, como ya se asegura que es hoy el de los agentes secretos de la Santa Alianza. A más de los datos públicos que hay para recelar semejante deserción del sistema americano, se observa, en las relaciones del gobierno del Brasil con los del continente europeo, un carácter enfático cuya causa no es posible encontrar sino en la presente analogía de principios e intereses.
Esta rápida encadenación de escollos y peligros muestra la necesidad de formar una liga americana bajo el plan que se indicó al principio. Toda la previsión humana no alcanza a penetrar los accidentes y vicisitudes que sufrirán nuestras repúblicas hasta que se consolide su existencia. Entretanto las consecuencias de una campaña desgraciada, los efectos de algún tratado concluido en Europa entre los poderes que mantienen el equilibrio actual, algunos trastornos domésticos y la mutación de principios que es consiguiente, podrán favorecer las pretensiones del partido de la legitimidad, si no tomamos con tiempo una actividad uniforme de resistencia; y si no nos apresuramos a concluir un verdadero pacto, que podemos llamar de familia, que garantice nuestra independencia tanto en masa como en el detalle.
Esta obra pertenece a un congreso de plenipotenciarios de cada Estado que arreglen el contingente de tropas y la cantidad de subsidios que deben prestar los confederados en caso necesario. Cuanto más se piensa en las inmensas distancias que nos separan, en la gran demora que sufriría cualquiera combinación que importase el interés común y que exigiese el sufragio simultáneo de los gobiernos del Río de la Plata y de Méjico, de Chile y de Colombia, del Perú y de Guatemala, tanto más se toca la necesidad de un congreso que sea el depositario de toda la fuerza y voluntad de los confederados; y que pueda emplear ambas, sin demora, donde quiera que la independencia esté en peligro.
No es menester ocurrir a épocas muy distantes de nosotros, para encontrar ejemplos que justifiquen la medida de convocar un congreso de plenipotenciarios que complete las disposiciones tomadas en los tratados precedentes, aunque parece que ellos bastan para que se lleve a cabo la intención de las partes contratantes. La historia diplomática de Europa, en los últimos años, viene perfectamente en nuestro apoyo. Después que se disolvió el congreso de Chatillón en 1814, se celebró el tratado de la cuádruple alianza de Chaumont entre el Austria, la Gran Bretaña, la Prusia y la Suecia. En él se garantizó el sistema que debía darse a la Europa, se determinaron los subsidios que cada aliado daría por su parte y se acordaron otras medidas generales; extendiendo a veinte años la duración de la alianza. Tres meses después se firmó la paz de París y cada uno de los aliados concluyó un tratado particular con la Francia, aunque todos eran perfectamente idénticos con excepción de los artículos adicionales. En este tratado, que contiene varios declaraciones sobre el derecho público europeo y sobre la legislación de diferentes naciones, se dispone la reunión de un congreso general en Viena, para que reciban en él su complemento los arreglos anteriores. La historia de este célebre congreso y sus resultados con respecto a los intereses del sistema europeo, después de prestar un argumento en favor de nuestra idea, ofrece varias analogías aplicables al sistema americano y a las circunstancias en que nos hallamos.
Nuestros tratados de 6 de junio de 1822 y de 3 de octubre de 1823, participan del espíritu de la cuádruple de Chaumont y del tratado de París de 30 de mayo de 1814. Ambos contienen el pacto de una alianza ofensiva y defensiva; detallan subsidios y anuncian la determinación de continuar la guerra hasta destruir el poder español, así como los aliados de Chaumont se ligaron para destruir a Nápoles. También abrazan el convenio de celebrar una asamblea hispano americana, que nos sirva de consejo en los grandes conflictos, de punto de contacto en los peligros comunes, de fiel intérprete en los tratados públicos y de conciliador de nuestras diferencias, guardando en todo esto una fuerte analogía con las estipulaciones de la paz del 30 de mayo.
Nos falta sólo insistir en una observación acerca del congreso de Viena. El se celebró después de la paz de París en el centro, por decirlo así, de la Europa, donde siendo tan fáciles y frecuentes las correspondencias diplomáticas, podría creerse menos necesaria su reunión con objetos que, a pesar de su importancia, podían arreglarse por medio de los mismos embajadores que residen en cada corte. Al contrario, la asamblea hispano americana de que se trata, debe reunirse para terminar la guerra con la España: para consolidar la independencia y nada menos que para hacer frente a la tremenda masa con que nos amenaza la Santa Alianza. Debe reunirse en el punto que convengan las partes contratantes, para que las conferencias diarias de sus plenipotenciarios anulen las grandes distancias que separan a sus gobiernos respectivos. Debe, en fin, reunirse, porque los objetos que ocuparán su atención, exigirán deliberaciones simultáneas que no pueden adoptarse sino por una asamblea de ministros cuyos poderes e instrucciones estén llenas de previsión y de sabiduría.
El segundo interés eminentemente nacional de nuestras nuevas repúblicas es la paz en el triple sentido que abraza a las naciones que no tengan parte en esta liga, a los confederados por ella y a las mismas naciones relativamente al equilibrio de sus fuerzas. En los tres casos, sin atribuir a la asamblea ninguna autoridad coercitiva que degradaría su institución, con todo podemos asegurar que al menos en los diez primeros años contados desde el reconocimiento de nuestra independencia, la dirección en grande de la política interior y exterior de la confederación debe estar a cargo de la asamblea de sus plenipotenciarios, para que ni se altere la paz ni se compre su conservación con sacrificio de las bases o intereses del sistema americano, aunque en la apariencia se consulten las ventajas peculiares de alguno de los confederados.
Sólo aquella misma asamblea podrá también con su influjo y empleando el ascendiente de sus augustos consejos mitigar los ímpetus del espíritu de localidad que en los primeros años será tan activo como funesto. La nueva interrupción de la paz y buena armonía entre las repúblicas hispano americanas causaría una conflagración continental a que nadie podría substraerse, por más que la distancia favoreciese al principio la neutralidad. Existen entre las repúblicas hispano americanas, afinidades políticas creadas por la revolución, que unidas a otras analogías morales y semejanzas físicas, hacen que la tempestad que sufre o el movimiento que recibe alguna de ellas, se comunique a las demás, así como en las montañas que se hallan inmediatas, se repite sucesivamente el eco del rayo que ha herido alguna de ellas.
Esta observación es aplicable, no sólo a los males de la guerra de una república con otra, sino a los que trae consigo la pérdida del equilibrio de las fuerzas de cada asociación, causa única de los movimientos convulsivos que padece el cuerpo político. No es decir que alcance el influjo de la asamblea ni el de ningún poder humano a prevenir las enfermedades a que él está sujeto. Pero desechar por esto uno de los mejores remedios que se ofrecen sería lo mismo que condenar la medicina sólo porque hay dolencias que ella no alcanza a curar radicalmente. No es, pues, dudable que la interposición de la asamblea en favor de la tranquilidad interior, las medidas indirectas y en fin, todo el poder de la confederación dirigido a su restablecimiento, serán la tabla en que salvemos de este naufragio que podría hacerse universal, porque una vez subvertido el orden, el peligro corre hasta los extremos. Debemos examinar, por conclusión, el género de garantías que necesitamos y las probabilidades que tenemos de encontrarlas todas en la asamblea hispano americana, que en este nuevo respecto será tan ventajosa para nuestros gobiernos, como lo fue el Congreso de Viena para las monarquías del viejo mundo.
Cada uno de nuestros gobiernos ha adquirido, durante la contienda gloriosa que hemos sostenido contra la España, derechos incontestables a la consideración de las autoridades que rigen el género humano, bajo las varias formas que se han adoptado en los países civilizados. La resolución intrépida de ser libres, el valor en los combates y la constancia en más de catorce años de peligros, han hecho familiares en todo el mundo los nombres de pueblos y ciudades de América, que antes sólo eran conocidos de los mejores geógrafos. Naturalmente se interesó al principio la curiosidad y por grados se ha fijado la atención en nuestros negocios.
El comercio ha encontrado nuevos mercados, el buen éxito de sus especulaciones ha revelado a los gabinetes de Europa grandes secretos para aumentar su respectivo poder, aumentando sus riquezas: todo ha contribuido a encarecer la importancia política de nuestras repúblicas; y los mismos partidos en que está dividida la Europa acerca de nuestra independencia, hacen más célebres los gobiernos en que se ha dividido el nuevo mundo, al sacudir el yugo que le oprimía.
Los grados de respeto, de crédito y poder que se acumularán en la asamblea de nuestros plenipotenciarios formarán una solemne garantía de nuestra independencia territorial y de la paz interna. Al emprender, en cualquier parte del globo, la subyugación de las repúblicas hispano americanas tendrá que calcular el que dirija esta empresa, no sólo las fuerzas marítimas y terrestres de la sección a que se dirige, sino las de toda la masa de los confederados, a los cuales se unirán, probablemente, la Gran Bretaña y los Estados Unidos: tendrá que calcular, no sólo el cúmulo de intereses europeos y americanos que va a violar en el Perú, en Colombia o en Méjico, sino que en todos lo estados septentrionales y meridionales de América, hasta donde se extiende la liga por la libertad: tendrá que calcular el entusiasmo de los pueblos invadidos, la fuerza de sus pasiones y los recursos del despecho a más de los obstáculos que opone la distancia de ambos hemisferios, el clima de nuestras costas, las escabrosas elevaciones de los Andes y los desiertos que en todas direcciones interrumpen la superficie habitable de esta tierra.
La paz interna de la confederación quedará igualmente garantida desde que exista una asamblea en que los intereses aislados de cada confederado se examinen con el mismo celo o imparcialidad que los de la liga entera. No hay sino un secreto para hacer sobrevivir las instituciones sociales a las vicisitudes que las rodean; inspirar confianza y sostenerla. Las leyes caen en el olvido y desaparecen los gobiernos luego que los pueblos reflexionan que su confianza no es ya sino la teoría de sus deseos. Mas la reunión de los hombres más eminentes por su patriotismo y luces, las relaciones directas que mantendrán con sus respectivos gobiernos y los efectos benéficos de un sistema dirigido por aquella asamblea, mantendrán la confianza que inspira la idea solemne de un congreso convocado bajo los auspicios de la libertad, para formar una liga en favor de ella.
Entre las causas que pueden perturbar la paz y amistad de los confederados, ninguna más obvia que la que resulta de la falta de reglas y principios que formen nuestro derecho público. Cada día ocurrirán grandes cuestiones sobre los derechos y deberes recíprocos de estas nuevas repúblicas. Los progresos del comercio y de la navegación, el aumento del cultivo en las fronteras y el resto de leyes y de formas góticas que nos quedan, exigirán repetidos tratados: y de estos nacerán dudas que servirán para evadirlos, si al menos en los primeros años la confianza en la imparcialidad de aquella asamblea no fuese la garantía general de todas las convenciones diplomáticas a que diese lugar el desenlace progresivo de nuestras necesidades.
Independencia, paz y garantías: éstos son los grandes resultados que debemos esperar de la asamblea continental, según se ha manifestado rápidamente en este ensayo. De las seis secciones políticas en que está actualmente dividida la América llamada antes española, las dos tercias partes han votado ya en favor de la liga republicana. Méjico, Colombia y el Perú han concluido tratado especiales sobre este objeto. Y sabemos que las provincias unidas del centro de América han dado instrucciones a su plenipotenciario cerca de Colombia y el Perú para acceder a aquella liga. Desde el mes de marzo de 1822, se publicó en Guatemala, en el Amigo de la Patria, un artículo sobre este plan, escrito con todo el fuego y elevación que caracterizan a su ilustrado autor el señor Valle. Su idea madre es la misma que ahora nos ocupa: formar un foco de luz que ilumine a la América: crear un poder que una las fuerzas de catorce millones de individuos: estrechar las relaciones de los americanos, uniéndolos por el gran lazo de un congreso común, para que aprendan a identificar sus intereses y formar a la letra una sola familia. Tenemos fundadas razones para creer que las secciones de Chile y el Río de la plata deferirán también al consejo de sus intereses, entrando en el sistema de la mayoría, como el único capaz de dar a la América, que por desgracia se llamó antes española, independencia, paz y garantías.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

JOSÉ GERVASIO DE ARTIGAS


por José María Rosa

Un día llega al Fuerte de Buenos Aires un capitán de blandengues orientales, hombre de cuarenta años, de pocas y precisas palabras. Es 1811 y gobierna la Junta Grande; el deán Funes lo recibe: pide cincuenta pesos y ciento cincuenta sables para insureccionar la Banda Oriental contra los españoles.
– ¿Nada más?
– Nada más.
– Pero, ¿quién es usted?
– ¿Yo? El jefe de los orientales.
Con esta jactancia entraba José Gervasio de Artigas en la Historia. Poco después, provisto de los pesos y las espadas, derrotaba a los españoles en Las Piedras y ponía sitio a Montevideo.

El Caudillo

Artigas es el primer caudillo rioplatense en el orden del tiempo. Es también el padre generador de todo aquello que llamamos espíritu argentino, independencia absoluta, federalismo, gobiernos populares. Todo aquello que hicieron triunfar y supieron mantener los grandes caudillos de la nacionalidad: Güemes, Quiroga, Rosas.
Un caudillo es la multitud hecha símbolo y hecha acción. Por su voz se expresa el pueblo, en sus ademanes gesticula el país. Es el caudillo porque sabe interpretar a los suyos; dice y hace aquello deseado por la comunidad; el conductor es el primer conducido. José Gervasio de Artigas, oscuro oficial de Blandengues, podía jactarse de ser el jefe de los orientales; porque nadie conocía e interpretaba a sus paisanos como él.
Al frente de su montonera, el caudillo es la patria misma. Eso no lo atinaron o no lo quisieron comprender, los doctores de la ciudad, atiborrados de libros. No era, seguro, la república que soñaban con sus libros de Rosseau o Montesquieu; pero era la patria nativa por la cual se vive y se muere. Los doctores se estrellaron contra esa realidad que su inteligencia no les permitía comprender. Ese continuo estrellarse contra la realidad, esa lucha de liberales, extranjerizantes, monárquicos y unitarios contra algo que se obstinaba en ser nacionalista, popular, republicano y federal, es lo que se llaman “guerras civiles” en nuestra Historia.

El Triunvirato de Buenos Aires

A la Revolución Nacionalista y espontánea del 25 de Mayo de 1810, había sustituido el gobierno de los doctores, empeñados en interpretar con “las ideas del siglo” el hecho revolucionario. A la eclosión popular y Argentina había seguido la fase obstinadamente porteña y tontamente liberal del Primer Triunvirato. Tres porteños formaban el gobierno, pero el nervio estaba en el secretario, Bernardino Rivadavia, ejemplo de mentalidad ascuosa. Una llamada asamblea, formada solamente por porteños de “clase decente”, completaba el cuadro de autoridades. A la Revolución (con erre mayúscula), por la independencia, había sustituido la revolucioncita ideológica de Rivadavia (el mayo liberal y minoritario), que quieren festejar como si fuera el auténtico. Detrás de éste se encubría el predominio de una clase de nativos: la oligarquía – la “gente principal y sana” o gente decente – del puerto. La revolución consistía para ellos en cambiar el gobierno de funcionarios españoles por la hegemonía de decentes porteños. Los demás – provincias, pueblo, independencia – no contaba: todo con música de “libertad”, para engañar a los incautos.
Empezó Rivadavia por sustituir a Artigas del mando militar en el sitio de Montevideo. Un porteño, Rondeau, reemplazaría al jefe de los orientales; no era conveniente que alguien de prestigio popular y que además no era porteño, mandara las tropas. Artigas obedeció; aún era disciplinado y aún creía, el desengaño sería formidable, en el patriotismo de los hombres de la Capital.
Luego Rivadavia retiró la bandera azul y blanca que Belgrano inaugurara en las barracas de Rosario. ¿A qué izar banderas que podían tomarse como símbolos de una nacionalidad, si la revolución (con erre minúscula) no era nacionalista sino puramente liberal? Belgrano también obedeció aunque a regañadientes y a la espera del desquite.
Finalmente, Rivadavia ordenó que todos los ejércitos dejaran sus frentes de lucha y vinieran a proteger a Buenos Aires. El del Norte debería descender por “el camino del Perú” (Jujuy, Salta, Tucumán, Córdoba) y estacionarse en las afueras de la Capital. El de la Banda Oriental, dejar el sitio de Montevideo, abandonando a los españoles toda la provincia y aun parte de Entre Ríos.
Ocurre entonces uno de los episodios más emocionantes de la historia del Plata, silenciado o retaceado por los programas oficiales en su afán de callar todo lo que huela a pueblo.
Los orientales rodean a Artigas, que se apresta, a dejar el sitio, conforme a la orden superior, para replegarse sobre Buenos Aires. ¿Abandonará el Jefe a su pueblo? La orden es clara, y Artigas no quiere insubordinarse. Pero le duele dejar a los suyos a merced del enemigo. Medita un momento: no puede irse y dejar a los orientales; pero tampoco puede dejar de irse. Y da la orden extraordinaria: que todos, todos se vayan con él. Saca la espada de Las Piedras y señala el rumbo: hacia el Ayuí, en Entre Ríos, emigrará la provincia en masa.
Allá va la caravana interminable, inmensa. Todo un pueblo se desplaza para afirmar su voluntad de independencia contra los liberales porteños que lo entregan a los enemigos. A caballo, en carretas, a pie van hombres, mujeres, ancianos, niños; blancos, negros, indios. Cincuenta mil, prácticamente todos los habitantes de la campaña, que transportan con ellos lo que pueda llevarse y dejan sus casas y sus campos para salvar su patriotismo. A la cabeza marcha el caudillo, con una bandera acabada de crear: azul y blanca como la de Belgrano, pero en listas horizontales y cruzada en diagonal por la franja punzó del federalismo. Son argentinos todavía esos orientales, que Buenos Aires se empeña en arrojar de la nacionalidad; pero entendamos bien: argentinos y no porteños. Hermanos, que no entenados en Buenos Aires: eso significa la franja punzó sobre los colores patrios.
Se atemoriza el Triunvirato. Por un instante teme que Artigas venga en son de guerra contra Buenos Aires. “Aquí está acampado todo un pueblo arrancado de sus raíces” – escribe desde el Ayui el general Vedia, enviado a inspeccionar el éxodo –. Pero que no haya temor en el Triunvirato ni en el señor Rivadavia: están en el Ayuí pacíficamente a la espera que las cosas cambien y puedan volver a su querida provincia.

La Revolución del 8 de Octubre de 1812

Desde febrero está en Buenos Aires el coronel de caballería José de San Martín. Es un auténtico patriota que sueña con una patria grande, y se ha encontrado con la revolución pequeña de los rivadavianos. No, para eso se hubiera, quedado en Cádiz. Allí se podía luchar mejor por el liberalismo y el constitucionalismo.
No obstante, forma el regimiento de Granaderos a Caballo, plantel de un nuevo ejército ordenado y eficiente. En los diarios ejercicios de la plaza de Marte, conversa con sus soldados: mocetones traídos de las provincias, especialmente de las Misiones correntinas, donde naciera el coronel; también hay “orilleros” de Buenos Aires (siempre muy argentinos), y no faltan jóvenes “decentes”, pero de probado patriotismo. Todos se quejan de los errores del gobierno; todos quieren una verdadera Revolución por la independencia.
Un día – el 6 de octubre de 1812 – llega una noticia que llena de gran júbilo. A todos, menos a los hombres del gobierno. Belgrano ha desobedecido al Triunvirato y presentado batalla en Tucumán el 24 de setiembre. Tuvo una gran victoria. El 7 la ciudad se llena de manifestantes: ha ganado la Patria, pero también ha sido derrotado el gobierno. Hay pedreas contra los edificios públicos. En la mañana del 8 la conmoción popular es enorme. A San Martín se le encomienda poner orden con sus granaderos. El regimiento sale a la plaza, pero se hace intérprete del clamor del pueblo y marcha contra el Fuerte. ¡Que caiga el Primer Triunvirato, incapaz de comprender la Revolución! Lo reemplazará otro Triunvirato, con la misión de convocar a una auténtica Asamblea Nacional, donde estén representados todos los pueblos del interior. ¡Ah! Y esa Asamblea declarará la independencia, como lo quieren todos.
La Revolución (con mayúscula) ha retornado su cauce. Los liberales se ocultan derrotados o protestan de su inocencia.

El Congreso de Peñarol

Jubiloso, Artigas recibe en el Ayuí la noticia del 8 de octubre. Sin pausa, su pueblo cruza el Uruguay y retorna a su tierra. Artigas vuelve a poner sitio a Montevideo.
Llama a un “congreso provincial” en Peñarol, junto a los muros de Montevideo. Están representados los distintos pueblos y villas de la campaña oriental y también los patriotas emigrados de Montevideo, aún en poder de los españoles. Ilustres figuras se sientan en el pequeño recinto: el sacerdote Dámaso Larrañaga, Joaquín Suárez, Vidal, Barreiro. Designan los diputados a la Asamblea Nacional de Buenos Aires, les dan instrucciones precisas de declarar “la independencia absoluta” de España, conforme al clamor “de lo; pueblos” y establecer un régimen federal de gobierno, con capital fuera de Buenos Aires. Nombran a Artigas primer gobernador-militar de la provincia Oriental.
Desdichadamente, había fuerzas que conspiraban contra la Revolución. Los partidarios de la “revolucioncita”, vencidos el 8 de octubre, son hábiles y saben infiltrarse en las filas vencedoras. Al tiempo de reunirse el Congreso de Peñarol, San Martín ya ha sido desplazado de la orientación política revolucionaria.


capitulo seis de El Revisionismo Responde

viernes, 14 de septiembre de 2012

Socialismo y Ejército en la semi-colonia


por Jorge Abelardo Ramos

Dice el Evangelio que el número de tontos es infinito: y Lenin (citemos a Lenin, que siempre da prestigio) coincidía en cierto modo con ese aforismo, comentando que el socialismo solucionara los problemas fundamentales de la humanidad, pero no todos, porque aún en la sociedad socialista habrá lugar para los tontos.

Cubriéndonos cautelosamente bajo estas dos autoridades, es que nos atrevemos, un poco tímidamente, a mencionar esta del Ejército. Como la ciudad de Buenos Aires engendra cipayos a mayor velocidad que nuestras ubérrimas vacas paren terneros en la infinita pampa, porque para eso nació como ciudad puerto, vuelta de espaldas al país, y donde los cipayos pululan como masa consumidora de productos de importación (sea nylon o ideologías) es lógico que la mayor parte de los temas difundidos entre los muchachos de “la izquierda” europeizante sobre todo si es de cuño eslavo y cubre sus desnudeces teóricas con el pabellón “leninista”, se encuentra el de la interpretación del Ejército argentino. Nada suscita entre los neófitos más aversión que el planteamiento de una posición nueva: la observan como una aberración y la juzgan como una “revisión” del marxismo. ¡Qué destino el de Marx, el de Lenin, el de Trotsky y en general el de todos los maestros del socialismo! No los han enterrado sus adversarios de clase, sino sus seguidores ciegos. No por casualidad Marx exclamó un día amargamente que había sembrado dragones y cosechado pulgas.

La cuestión del Ejército argentino, tiene sin embargo, la más alta importancia. Viene de muy lejos, desde los orígenes de la vieja izquierda europea en nuestro país, esa negativa a considerar el Ejército como un fenómeno vivo, en evolución, contradictorio y sujeto a las luchas internas del pueblo argentino. Esto se explica; los fundadores de los movimientos socialista y comunista en la Argentina provenían, en su inmensa mayoría de países europeos, en especial del Imperio zarista, o de su dominio polaco, de los países eslavos atrasados en general y también del extinto Imperio austro húngaro, que oprimía a múltiples nacionalidades menores. La aplicación de las nociones socialistas, o del marxismo “en general”, a la realidad argentina, era improcedente, desde luego, pero en lo relativo a la función del Ejército, estaba envuelta en la visión que traían los inmigrantes de sus lugares de origen. Para ellos, el Ejército, en general y el argentino en particular, era similar a las castas prusianas, a las castas grandes rusas del zarismo (que hablaban francés entre el generalato, ahondando más aún el abismo entre ellas y el pueblo) y a las castas autro–húngaras, con los brillantes oficiales cubiertos de alamares y condecoraciones, lanzados de los salones con espejos al huracán de las represiones sangrientas.

Dicho de otro modo, asimilaban los ejércitos de los países opresores e imperiales a los ejércitos de los países dependientes o semicoloniales. Los inmigrantes de izquierda proyectaron esa visión de su pasado nacional a la óptica deformada de un país que apenas conocían y cuyo desarrollo histórico les era profundamente extraño. Hicieron escuela y las generaciones posteriores adoptaron ese criterio antimilitarista a secas, coincidiendo, cosa harto sospechosa, con la doctrina “antimilitarista” de “La Nación” y de “La Prensa”, de la “United Press” y de los partidos oligárquicos, que sólo admiten a los abogados y a los civiles como estadistas legítimos. Esta confusión de ideas e intereses se explicará si se juzga el problema diciendo que también el imperialismo angloyanqui es antimilitarista, pero en América Latina, no en Estados Unidos, donde cuando les conviene hacen de un inepto general como Eisenhower héroe nacional y dos veces presidente. Para el imperialismo, alentar a la izquierda latinoamericana, “fubista” o “marxista” en un antimilitarismo abstracto, significa imbuirlo de su propio contenido, esto es, impedir al marxismo o a sus portavoces influir en las corrientes del Ejército, así como en el pasado argentino influyeron en él el partido federal, el alsinismo, el roquismo, el yrigoyenismo, el peronismo y el nacionalismo católico. Del mismo modo, el imperialismo no mira con malos ojos la propagación de la doctrina del “socialismo puro”, del “internacionalismo” vacío y de tendencias aquellas que prescinden de considerar en su programa las tareas nacionales de nuestra revolución democrática.

Persigue con esa actitud, a la cual sirven los grupos “marxistas puros”, separar a la clase obrera del resto de la población no proletaria, despojarla de su condición de caudillo natural de la Nación y someterla, por ese aislamiento, sea a la la dirección de los jefes burgueses nacionales o a la acción reaccionaria del imperialismo y la oligarquía que pueden así imponer su voluntad al país y a la clase obrera simultáneamente.

El Ejército argentino puede jugar, como las restantes clases, un papel muy diverso. Se trata, en primer lugar, de una formación estatal armada, compuesta esencialmente de oficiales provenientes de la clase media; de ahí su heterogeneidad política, sus vacilaciones y sus reagrupamientos. Los estratos más altos del ejército han representado, y no solamente en nuestros días, la doble condición a que ha estado sometido el país en su conjunto: los intereses nacionales y los intereses de las potencias extranjeras. De ahí que hubo un ejército de Rondeau y uno de San Martín, un ejército montonero y otro del mitrismo porteño, un ejército contra la clase obrera en la Semana Trágica y otro con la clase obrera en las jornadas del 45.

La condición preliminar que define a un revolucionario es su aptitud para comprender la naturaleza de las fuerzas reales que desempeñan un papel en la sociedad argentina. Pero como el marxismo ha sido en nuestro país un artículo de importación, en muchos cerebros aun no ha florecido con raíces propias. La esencia del pensamiento socialista es su poder crítico para repensar lodo de nuevo y para extraer de la realidad nacional sus propias originalidades. Frente a los generales golpistas, gorilas y cipayos que se han empatotado desde 1955, no cabe sino una sola posición. Pero el Ejército en su conjunto refleja todas las tendencias de la sociedad argentina, no una sola.

Ya sabemos que el número de tontos es infinito, y que no se reclutan tan solo entre los izquierdistas del viejo estilo. Pero no nos interesan los tontos de otros campos, sino los de éste. Que recuerden, si esto no constituye un esfuerzo intelectual exagerado, que Lenin no vaciló en saludar la gesta de los “dekabristas”, oficiales zaristas jóvenes que subrayaron con su sangre su oposición al absolutismo. Se nos dirá que eran “dekabristas”, célebre palabra rusa, y no algo tan prosaico como “montonero” o “Perón”. Pero para Lenin, esa palabra era extranjera sino propia, porque casualmente Lenin también era ruso, y Chernichevsky era para él algo tan cercano como para nosotros el apellido Gómez. Por eso, porque era un revolucionario, no temió ser él mismo en su país. No participó jamás del “occidentalismo” y del “europeismo” de los refomistas mencheviques. Esa fue la causa de su triunfo.