sábado, 19 de abril de 2014

DE LAS ZONCERAS EN GENERAL


por Arturo Jauretche

"Les he dicho todo
esto pero pienso que pa´nada,
porque a la gente azonzada
no la curan con consejos:
cuando muere el zonzo viejo
queda la zonza preñada."

(A. J., El Paso de los Libres, 1ª edición, 1934.) 

DONDE SE HABLA DE LAS ZONCERAS EN GENERAL 

"Zonzo y zoncera son palabras familiares en América desde México hasta Tierra del Fuego, variada apenas la ortografía, un poco en libertad silvestre (sonso, zonzo, zonso, sonsera, zoncera, azonzado, etc.)", dice Amado Alonso. ("Zonzos y zon­cerías", Archivo de Cultura, Ed. Aga-Taura, Feb. 1967, pág. 49).
Según el mismo, la acepción que les dan los diccionarios como variantes de soso, desabrido, sin sal, es arbitraria porque proviene del "Diccionario de Autoridades" que se escribió cuando ya habían dejado de ser usuales en España. Zonzo, fue en España palabra de uso coloquial pero durante corto tiem­po: "Cosa sorprendente, esta palabra castellana, inexistente antes del siglo XVII y desaparecida en España en el siglo XVIII, vive hoy en todas partes donde fue exportada”, particu­larmente América. También señala Alonso el parentesco con algunos equivalentes españoles, mas agrega que "por pariente que sea el zonzo americano conserva su individualidad". "Aun­que como improperio los americanos dicen a uno (o de uno) zonzo, cuando los peninsulares dicen tonto, los significados no se recubren".
Todo lo cual vale para zoncera. 
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¿Los argentinos somos zonzos?... Esto es lo que nos fal­taba, convencidos como estamos de la "viveza criolla", que ha dado origen a una copiosa literatura que va de la sociología y la psicología a las letras de tango.
Un amigo que hace muchos años percibió la contradicción entre nuestra tan mentada "viveza" y las zonceras, la explicaba así: "El argentino es vivo de ojo y zonzo de temperamento", con lo que quería significar que paralelamente somos inteli­gentes para las cosas de corto alcance, pequeñas, individuales, y no cuando se trata de las cosas de todos, las comunes, las que hacen a la colectividad y de las cuales en definitiva resulta que sea útil o no aquella "viveza de ojo".
A estas zonceras en lo que trata de los intereses del co­mún, es a las que se refiere mi personaje de las letras gau­chescas qué cito en el, copete, porque lo que el cantor ha dicho antes se refiere precisamente a ellas, y su escéptica sentencia surge de la continuidad en su acepción a través de genera­ciones.
Esto no importa necesariamente que la zoncera sea congénita; basta con que la zoncera lo agarre a uno desde el "destete".
Tal es la situación, no somos zonzos; nos hacen zonzos.
El humorismo popular ha acuñado aquello de "¡Mama, haceme grande que zonzo me vengo solo!". Pero esta es otra zoncera, porque ocurre a la inversa: nos hacen zonzos para que no nos vengamos grandes, como lo iremos viendo.
Las zonceras de que voy a tratar consisten en principios introducidos en nuestra formación intelectual desde la más tierna infancia —y en dosis para adultos— con la apariencia de axiomas, para impedirnos pensar las cosas del país por la simple aplicación del buen sentido. Hay zonceras políticas, his­tóricas, geográficas, económicas, culturales, la mar en coche. Algunas son recientes, pero las más tienen raíz lejana y gene­ralmente un prócer que las respalda. A medida que usted vaya leyendo algunas, se irá sorprendiendo, como yo oportunamente, de haberlas oído, y hasta repetido innumerables veces, sin reflexionar sobre ellas y, lo que es peor, pensando desde ellas.
Basta detenerse un instante en su análisis para que la zoncera resulte obvia, pero ocurre que lo obvio pasé con fre­cuencia inadvertido, precisamente por serlo. 
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Jeremías Bentham —pocos filósofos pueden ser tan gratos a los académicos de las zonceras como este maestro de los más preclaros de sus inventores— escribió un "Tratado de los so­fismas políticos", que es un tratado de lógica, según dice Francisco Ayala, prologuista de una de sus ediciones castella­nas (Ed. Rosario, 1944). Al hablar del sofisma en general, Bentham establece la diferencia entre error, simple opinión falsa, y sofisma, con que designa la introducción en el razonamiento de una premisa extraña a la cuestión, que lo falsea.
Le faltó tiempo a Bentham para ver cómo sus discípulos rioplatenses superaban a lo que se proponía combatir. Porque las zonceras de que estoy hablando cumplen las mismas fun­ciones de un sofisma, pero más que un medio falaz para argu­mentar son la conclusión del sofisma, hecha sentencia.
Su fuerza no está en el arte de la argumentación. Simplemente excluyen la argumentación actuando dogmáticamen­te mediante un axioma introducido en la inteligencia —que sirve de premisa— y su eficacia no depende, por lo tanto, de la habilidad en la discusión como de que no haya discusión. Porque en cuanto el zonzo analiza la zoncera —como se ha dicho— deja de ser zonzo.
Trato aquí, pues, de suscitar la reacción de esa tan men­tada "viveza criolla" para que, si en verdad somos vivos de ojo, lo seamos también de temperamento, como decía mi amigo. 
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Este no es un trabajo histórico; pero nos conducirá fre­cuentemente a la historia para conocer la génesis de cada zon­cera. Veremos entonces, que muchas tuvieron una finalidad pragmática y concreta que en el caso las hace explicables aún como errores, y que su deformación posterior, dándole jerar­quía de principios, ha respondido a los fines de la pedagogía colonialista para que actuemos en cada emergencia concreta sólo en función de la zoncera abstracta hecha principio. Esto lo veremos muy particularmente en la increíble zoncera de que la victoria no da derechos, que verdaderamente es un "capolavoro" en la materia.
En otras ocasiones, la zoncera no tiene un origen eventual, sino que es el resultado de una conformación mental. Es el caso de la zoncera el mal que aqueja a la Argentina es la ex­tensión que, erigida en principio como consecuencia de otra zoncera —Civilización y barbarie— llevó directamente a una política de achicamiento del país que fue la que presidió la disgregación del territorio rioplatense. En este caso, la zon­cera no se justifica ni eventualmente pero es susceptible de explicación. Lo que no puede explicarse es que continúe en vigencia hasta cuando ya fueron logrados los objetivos que le dieron origen. Tal vez se la reitere sólo para mantener la so­brevivencia y prestigio de quienes la generaron. En otros ca­sos, como lo veremos al tratarlas, muchas zonceras pueden comprenderse en función de las ilusiones que el siglo XIX en su primera parte provocó en los progresistas "a outrance", pero no ahora que son evidentemente anti-progresistas pues tratan de inmovilizar él país dentro de una concepción perimida, con lo que paradojalmente, los progresistas se vuelven reaccio­narios.
Y ahora tenemos que recordar de nuevo a Jeremías Bentham, porque en la base de los sofismas que puntualizó está el de autoridad, y la zoncera, como aquellos, generalmente reposan en la "autoridad" del que la enunció.
Estas zonceras de autoridad cumplen dos objetivos: uno es prestigiar la zoncera con la autoridad que la respalda, como se ha dicho; y otro reforzar la autoridad con la zoncera. Así los proyectos de Rivadavia se apoyan en el prestigio de Rivadavia. Y el prestigio de Rivadavia en sus proyectos.
Esto nos lleva de nuevo a la historia, cuya falsificación tiene también por objetivo una zoncera: presentar nuestro pasado como una lucha maniquea entre "santos" y "diablos", con lo que los actores dejan de ser hombres para convertirse en bronces y mármoles intangibles. 
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El protagonista de la historia no pierde nada como hom­bre cuando se lo baja del pedestal; ni siquiera como ejemplo. Por el contrario, gana al humanizarse con su carga de aciertos y errores. Pero como el objetivo de falsificación es una política de la historia que alimenta las zonceras, ver el hombre en su propia dimensión relativiza el personaje perjudicándolo como autoridad desde que, en cuanto hombre, no es el dueño de la verdad absoluta con que aparece respaldando a aquellas desde el nicho.
Tomaremos el caso de Sarmiento: primero, porque es el héroe máximo de la intelligentzia, y segundo, porque es el más talentoso de la misma.
Sarmiento es para mí, uno de nuestros más grandes —sino el mejor— prosistas. Narrador extraordinario —aún de lo que no conoció, como sus descripciones de la pampa y el desierto—, sus retratos de personajes, más imaginados que vistos, su pin­tura de medios y ambientes, sus apóstrofes, sus brulotes polé­micos, al margen de su verdad o su mentira, son obras maes­tras. Forman una gran novelística hasta el punto de que lo creado por la imaginación llega a hacerse más vivo que lo que existe en la naturaleza.
A este Sarmiento se lo ha resignado al segundo plano para magnificar el pensador y el estadista, siendo que sus ideas económicas, sociales, culturales, políticas, son de la misma naturaleza que su novelística: obras de imaginación mucho más que de estudio y de meditación, y su labor de gobernante la propia de esa condición imaginativa. Pero insistir sobre la per­sonalidad literaria del sanjuanino iría en perjuicio de su pres­tigio como pensador y del ideario que expresó al colocarlo en otra escala de medida. Entonces, decir el escritor Sarmiento sería como decir el escritor Hernández o el escritor Lugones, cuando opinan sobre el interés general; referencias importan­tes pero no decisorias. Y sobre todo cuestionables. Y la zoncera sólo es viable si no se la cuestiona. 
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Además, al margen de la pedagogía colonialista, se defor­ma al prócer para hacerlo ismo. Juega entonces el interés de la capilla y los capellanes. Así como el locutor Julio Jorge Nelson es la viuda de Gardel, cada prócer tiene sus viudas que administran su memoria, cuidan su intangibilidad y co­bran los dividendos que da el sucesorio. Quizá sea Sarmiento el que tenga más viudas porque hay en el personaje una es­pecie de padrillismo supérstite como para permitir una mul­tiplicada poligamia póstuma. Más difícil es la tarea de los rivadavianos profesionales porque don Bernardino, el pobre, no tiene puntos de apoyo para su explotación: hubo que inven­társelos. Eso lo hizo Mitre, que a su vez es otra cosa, porque su aprovechamiento no es de viudas. Los cultivadores del mitrismo no miran tanto al General, ya finado, como a "La Na­ción", que está vivita y coleando y es la que distribuye el divi­dendo de la fama mientras le cuida la espalda al General. Además practican ese culto todas las viudas de los otros proóceres como actividad, complementaria e imprescindible para el suyo. Aquí operan también matemáticos, poetas, escritores, pintores, escultores, corredores de automóviles, rotarianos, lo­cutores, biólogos, señoras gordas, leones, "señores", otorrinolaringólogos, militares, pedagogos, políticos, economistas, toda clase de académicos, desde que todo el mundo sabe que sin la lágrima por Mitre, lo mismo en el arte o la técnica que en la vida social, deportiva, etc., no hay reputación posible. Así se explican esas largas columnas de felicitaciones en "La Na­ción", que suceden a cada cumpleaños, y la introducción de Mitre en todo discurso, conferencia o escrito, aunque se trate de un estudio sobre las lombrices de tierra o los viajes estra­tosféricos.
Acotaremos que la abundancia de viudas hace que ya sea difícil el acceso a los mármoles y bronces, lo que ha mo­tivado la urgencia de algunos por ampliar el registro de los próceres. Así, a falta de mármoles y bronces aparecen los chupamortajas prendidos a la memoria de óbitos más recientes y aún de muchos insepultos rezagados en las Academias o el Instituto Popular de Conferencias. 
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Este es un manual de zonceras, y no un catálogo de las mismas. Doy, con unas cuantas de ellas, la punta del hilo para que entre todos podamos desenredar la madeja. Y aclaro que yo no soy "uno" más "vivo", sino apenas un "avivado", y aún me temo que no mucho, porque ya se verá cómo he ido descu­briendo zonceras dentro de mí .
Sin ir más lejos en ese "Paso de los Libres" que cito al caso en el copete, se me ha deslizado alguna, a pesar de que para la fecha de su publicación ya tenía la edad de Cristo. Y me las sigo descubriendo —¡y vaya si van años!—, tanto me han machacado con ellas en la época en que estaba des­cuidado.
Precisamente para que no nos agarren descuidados otra vez, y a los que nos sigan, es que se hace necesario un catálogo de zonceras argentinas que creo debe ser obra colectiva y a cuyo fin le pido a usted su colaboración.
Mi editor me dice que hará un concurso de zonceras con premios y todo. Si tal ocurre le ruego al lector que, por el bien común, participe. Haremos el catálogo entre todos. Por si us­ted está dispuesto a colaborar en él, este libro lleva unas pá­ginas suplementarias convenientemente rayadas para que vaya anotando sus propios descubrimientos, mientras lo lee. 
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Además, descubrir las zonceras que llevamos adentro es un acto de liberación: es como sacar un entripado valiéndose de un antiácido, pues hay cierta analogía entre la indigestión alimenticia y la intelectual. Es algo así como confesarse o so­meterse al psicoanálisis —que son modos de vomitar entripa­dos—, y siendo uno el propio confesor o psicoanalista. Para hacerlo sólo se requiere no ser zonzo por naturaleza, con la connotación que hace Amado Alonso —"escasez de inteligen­cia, cierta dejadez y debilidad"—; simplemente estar solamen­te azonzado, que así viene a ser cosa transitoria, como lo se­ñala el verbo.
Tampoco son zonzos congénitos los difusores de la pe­dagogía colonialista. Muchos son excesivamente "vivos" porque ése es su oficio y conocen perfectamente los fines de las zon­ceras que administran; otros no tienen ese propósito avieso sin ser zonzos congénitos: lo que les ocurre es que cuando las zon­ceras se ponen en evidencia no quieren enterarse; es una acti­tud defensiva porque comprenden que con la zoncera se de­rrumba la base de su pretendida sabiduría y, sobre todo, su prestigio.
Las zonceras no se enseñan como una asignatura. Están dispersamente introducidas en todas y hay que irlas entresa­cando. 
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Viendo en Amsterdam la inclinación de los edificios motivada por la blandura del suelo insular en que se asientan, tuve la impresión de una ciudad borracha, pues las casas se sostie­nen apoyándose recíprocamente. Imaginé la catástrofe que sig­nificaría extraer una de cada conjunto. Esto le ocurrirá a usted a medida que vaya sacando zonceras, porque éstas se apoyan y se complementan unas con otras, pues la pedagogía colonia­lista no es otra cosa que un "puzzle" de zonceras. Por eso, a riesgo de redundar, necesitaremos frecuentemente establecer, como dicen los juristas, "sus concordancias y corresponden­cias", porque todas se entrerrelacionan o participan de finali­dades comunes.
Al tratar de las zonceras no es posible, en consecuencia, clasificarlas específicamente, porque en el campo de su apli­cación andan todas mezcladas y, donde menos se espera, salta la liebre. El cazador de zonceras debe andar con la escopeta lista no es otra cosa que un "puzzle" de zonceras. Por eso, a liebre, perdiz o pato, o pato-liebre, indistintamente. Pero todas tienen el carácter común de principios destinados a ser el pun­to de partida del razonamiento de quien la profesa. En cuan­to usted fija su atención sobre ese "principio" y no sobre su desarrollo posterior, ya la identifica, porque para evitar el aná­lisis recurre de inmediato a ocultarse tras la autoridad.
Como están entreveradas y dispersas sólo se intentará agru­parlas; eso y no clasificarlas, es lo que se hace en este trabajo, teniendo en cuenta sus características más importantes o el papel principal que juegan o han jugado, pero sin olvidar nun­ca lo que se dijo de las "correspondencias y concordancias", porque suelen tener variada finalidad. Así, por ejemplo, vere­mos oportunamente que política criolla, o el milagro alemán que aquí se han clasificado respectivamente en las Zonceras de la autodenigración y en las Zonceras económicas, podrían agruparse a la inversa, en cuanto el milagro alemán —utilizada para prestigiar cierta política— encubre una connotación de finalidades disminuyentes y racistas, cosa que se verá a su tiem­po. Del mismo modo política criolla, que es zoncera autodenigratoria, se connota con lo económico.
Con esto quiero advertir al lector que no debe tomar muy al pie de la letra la clasificación que se hace, que obedece a la conveniencia de seguir algún método expositivo. Hay un ca­pítulo titulado Miscelánea de zonceras porque las que allí van son aparentemente de distinto género. En realidad todo el li­bro es una miscelánea pero de la comprobación aislada de cada zoncera llegaremos por inducción —del fenómeno a la ley que lo rige— a comprobar que se trata de un sistema, de elementos de una pedagogía, destinada a impedir que el pensamiento nacional se elabore desde los hechos, es decir desde las com­probaciones del buen sentido.
Con esto dejo dicho que este libro es una segunda parte de "Los profetas del odio y la yapa" —es decir una contribución más al análisis de la pedagogía colonialista—, en el cual se exponen las zonceras, para que ellas conduzcan por su desen­mascaramiento a mostrar toda la sistemática deformante del buen sentido y su finalidad.
Y como las zonceras se revisten de un aire solemne —que forma parte de su naturaleza—, les haremos un "corte de man­ga" tratándolas en el lenguaje del común, que es su enemigo natural, escribiendo a la manera del buenazo de Gonzalo de Berceo en su "Vida de Santo Domingo de Silos":

Quiero fer una prosa en roman paladino,
en qual suele el pueblo fablar a su vecino.[1]





NOTAS

1.- Con este propósito, "fablar en roman paladino", se vinculan mis frecuentes redundancias, que han motivado la crítica de algunos lecto­res, tal vez demasiado "aligerados", y que no piensan en que hay otros más lerdos. Las exige el difícil arte de escribir fácil, como ya lo he dicho en otra ocasión. No pretendo ejercer magisterio, pero no puedo olvidar, como la maestra de grado, que se debe tener en cuenta el nivel medio y no el superior, así que pido a los "más adelantados" que sean indulgentes y más bien que ayuden a los otros en esta tarea en que estoy. Además, redundar es necesario, porque el que escribe a "contra corriente" de las zonceras no debe olvidar que lo que se publica o se dice está destinado a ocultar o deformar su naturaleza de tales. Así, al rato nomás de leer lo que aquí se dice, el mismo lector será abrumado por la reiteración de los que las utilizan  como verdades  inconclusas.
También es intencionado el paso frecuente de la primera persona del singular a la primera del plural. Aspiro a no ser más que un instru­mento de una conciencia colectiva que se hace punta en la pluma del que escribe y que la transición se produzca espontáneamente, según me diluyo, al escribir, en la multitud. El escritor, como el poeta —según dijo Bergamin hablando de Machado, si la memoria no me engaña— no habla para el pueblo sino por el pueblo. Se logra, si, diciendo de sí dice de nosotros, y entonces la cuestión se reduce a saber si hay algo más que un  cambio de  pronombres  en este caso.
Además, debe permitírseme esa licencia. En esta lucha larga y no motorizada venimos de un viejo galope... y con caballo de tiro. Cuan­do me apeo del yo, hago la remuda en el nosotros. Y los dos están sudados.

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