jueves, 28 de abril de 2011

EL DESTINO DE UN CONTINENTE (7)



por Manuel Ugarte

CAPÍTULO VI
LA TUMBA DEL LIBERTADOR

BOLÍVAR Y SAN MARTÍN. - LA SITUACIÓN DE VENEZUELA. – ERRORES POLÍTICOS Y ECONÓMICOS. - NECESIDAD DE UNA INFORMACIÓN DIRECTA, - EL PATRIOTISMO COLOMBIANO. - EDUCACIÓN RACIONAL. – PROBLEMAS ÉTNICOS. - LA TÁCTICA DISOLVENTE.

lunes, 25 de abril de 2011

ENTREVISTA PARA MEXICO AL DIA

por León Trotsky

16 de agosto de 1937[1]

¿Ha leído Ud. el artículo publicado el 10 de agosto por El Universal Gráfico, en la página 9?. Trata de los motivos de su oposición al Comité Central del Partido Comunista. ¿Podría decirnos algo sobre cuáles fueron las verdaderas razones de vuestras divergencias con Stalin?

Mi lucha contra Stalin tenía profundas raíces sociales. La revolución de Octubre se realizó en favor de las masas trabajadoras contra todos los privilegios. Sin embargo, debido a las causas históricas que no podemos discutir aquí, una nueva casta privilegiada, la todopoderosa burocracia soviética, se elevó por encima de las masas obreras y campesinos. Stalin es su jefe. Los que se llaman a sí mismos “trotskistas” luchan por los intereses de las masas trabajadoras contra los nuevos explotadores. Si la dominación de la burocracia se estableciera definitivamente, todas las conquistas de la revolución de Octubre serían aniquiladas. Por el contrario, si las masas trabajadoras lograsen derribar a la casta dirigente, el país podría conocer un desarrollo socialista. En consecuencia, es una lucha irreconciliable. Su resultado final depende de factores que son a la vez nacionales e internacionales.

¿Qué piensa sobre la nueva Constitución soviética? Según vuestra opinión, ¿hasta dónde ha seguido Stalin los lineamientos indicados por Lenin?
La nueva Constitución de la URSS constituye un intento de consolidar en el terreno jurídico la dominación incontrolable de la camarilla dirigente y de su Führer. La Constitución tiene un carácter bonapartista en la medida en que trata de ocultar un poder personal sin límites mediante una parodia plebiscitaria.

Según vuestra opinión, ¿cuál es el futuro del Estado soviético, y cuáles son los peligros que lo amenazan?

Ya hemos hablado de los peligros internos. Los peligros externos están ligados con la amenaza de guerra. En su lucha incansable contra el pueblo, la burocracia soviética debilita la defensa del país. Esto fue en parte probado por la reciente y vergonzosa capitulación de Moscú frente a Japón sobre la cuestión de las islas del Amor. La liquidación de la dictadura stalinista está igualmente dictada imperativamente por las necesidades de la defensa del país.

Se dice que Ud. está escribiendo sus memorias. ¿Será este libro una ampliación o una continuación de vuestra obra Mi Vida?

Terminé mi libro sobre los procesos de Moscú, titulado Los crímenes de Stalin. Ahora empecé a trabajar en la biografía de Lenin.

¿Está Ud. satisfecho, no sólo políticamente sino sobre todo como hombre, de vuestra situación en el mundo, dicho de otra manera, abandonaría la política, por circunstancias particulares, y estaría dispuesto a gozar, como hombre común y no como hombre político, de lo que la vida pueda ofrecerle en un modesto retiro?

Pensar es la única satisfacción total que posee el hombre. El trabajo intelectual depende relativamente poco de las circunstancias exteriores. Si se tienen libros, papel y una pluma, no es necesario nada más para formular sus propias experiencias vitales, o las de otros, y para participar así en la preparación del futuro. También sería falso decir que me he retirado de la política. No participo en la vida política corriente; en particular, no intervengo en la vida interna de este país que me ha ofrecido tan magnánimamente su hospitalidad. Pero mi actividad literaria, ya sea la consagrada a la teoría o a la historia, tuvo siempre en vista el destino de la humanidad y tratar de ayudar a la emancipación de los obreros de todas las maneras posibles. En este amplio sentido de la palabra, toda mi actividad tiene un carácter político.
Durante mis cuarenta años de lucha revolucionaria, estuve en el poder durante siete años a lo sumo. No era más feliz que en la actualidad. Del mismo modo, no vi ninguna razón para considerar mi exilio como una desgracia personal. El exilio estuvo condicionado por la lucha revolucionaria y, en ese sentido, era un eslabón natural, lógico, en mi vida.

¿Cómo es su vida actual? ¿Cuál es esencialmente su actividad? ¿Está satisfecho con su estadía en México? ¿Considera Ud. que el hombre, como ser humano, le interesa al público tanto como la política?

Mi vida actual apenas se distingue de la que llevaba en el Kremlin; está totalmente consagrada al trabajo. Les he hablado ya del carácter de este trabajo, en sus aspectos esenciales. Estoy muy satisfecho con las condiciones de mi estadía en México. Es verdad que los agentes de Stalin -no es necesario nombrarlos- hacen lo posible también aquí, por enturbiarla. Pero una larga experiencia me ha enseñado a considerarlos con indiferencia, con un ligero toque de desprecio.
Para terminar, déjeme decirle que una parte considerable de mi tiempo está consagrada a cooperar con el trabajo de la Comisión Internacional de Investigación sobre los procesos de Moscú. Puse a disposición de la Comisión varios centenares de documentos originales, en su mayoría cartas, y más de un centenar de testimonios. Las sesiones plenarias de la Comisión comenzarán el 17 de septiembre. El trabajo de las subcomisiones de Nueva York y París continúa sin cesar: la verificación de los documentos, el examen de los testimonios, etc. A pesar de las calumnias de los mercenarios de Stalin, tanto la subcomisión como la comisión no está compuesta solamente por “trotskistas” sino también por muchos individuos que son sus adversarios políticos. Naturalmente, no son agentes de la G.P.U. sino gente honesta, irreprochable. Agregaré que la comisión no ha dejado de invitar y de reiterar sus invitaciones a los representantes del gobierno de Moscú, a la Comintern, a los “Amigos de la Unión Soviética”. Todos estos cobardes se han negado a participar para tener un pretexto para acusar a la comisión de parcialidad.
A comienzos de septiembre, el informe estenográfico (600 páginas) de las audiencias de la subcomisión de investigación en Coyoacán será publicado en Nueva York. Luego vendrá un segundo volumen que abarcará a todos los documentos presentados a la comisión[2]. La comisión internacional de investigación tendrá así la posibilidad de sacar sus conclusiones sobre un cimiento sólido de hechos estrictamente verificados. No tengo dudas que el juicio de la comisión y de la opinión pública mundial será un golpe fatal para la burocracia stalinista y sus “amigos”.
El hecho de estar convencido de la justeza de su posición y de luchar por el triunfo de la verdad sobre las mentiras y las falsificaciones le da al ser humano la mayor satisfacción posible. Estoy lleno de reconocimiento hacia el pueblo mexicano y su gobierno, que me han dado la posibilidad, en un período crítico de mi vida, de continuar sin obstáculos mi lucha contra la más monstruosa de las imposturas judiciales.

NOTAS

[1] Traducido del francés de la versión publicada en Oeuvres, Tomo 14, pág. 289, editadas por el Instituto León Trotsky de Francia.
[2] Tal empresa era difícilmente realizable, dado el volumen de los documentos en cuestión. El segundo libro fue el informe de la comisión mencionando sobre todo los extractos. Fue publicado con el título de No culpable.

lunes, 18 de abril de 2011

Carta a los gobernantes de América


Augusto C. Sandino.

El Chipotón, 4 de agosto de 1928

Señores presidentes:
Por ser los intereses de esos quince pueblos los que más afectados resultarían si se permite a los yankees hacer de Nicaragua, una colonia del Tío Samuel, me tomo la facultad de dirigiros la presente, dictada no por hipócritas y falaces cortesías diplomáticas, sino con la ruda franqueza del soldado.
Los yankees, por un resto de pudor, quieren disfrazarse con el proyecto de construcción de un canal interoceánico a través del territorio nicaragüense, lo que daría por resultado el aislamiento entre las repúblicas indohispanas; los yankees, que no desperdician oportunidad, se aprovecharían del alejamiento de nuestros pueblos para hacer una realidad el sueño que en sus escuelas primarias inculcan a los niños, esto es: que cuando toda la América Latina haya pasado a ser colonia anglosajona, en el cielo de su bandera tendrá una sola estrella.
Por quince meses el Ejército Defensor de la Soberanía Nacional de Nicaragua, ante la fría indiferencia de los gobiernos latinoamericanos, y entregado a sus propios recursos y esfuerzos, ha sabido, con honor y brillantez, enfrentarse a las terribles bestias rubias y a la caterva de traidores renegados nicaragüenses que apoyan al invasor en sus siniestros designios.
Durante este tiempo, señores presidentes, vosotros no habéis correspondido al cumplimiento de vuestro deber, porque como representantes que sois de pueblos libres y soberanos, estáis en la obligación de protestar diplomáticamente, o con las armas que el pueblo os ha confiado, si fuere preciso, ante los crímenes sin nombre que el gobierno de la Casa Blanca manda, con sangre fría, a consumar en nuestra desventurada Nicaragua, sin ningún derecho y sin tener más culpa nuestro país que no querer besar el látigo con que le azota, ni el puño del yankee que lo abofetea.
¿Acaso piensan los gobiernos latinoamericanos que los yankees sólo quieren y se contentarían con la conquista de Nicaragua? ¿Acaso a estos gobiernos se les habrá olvidado que de veintiuna repúblicas americanas han perdido ya seis su soberanía? Panamá, Puerto Rico, Cuba, Haití, Santo Domingo y Nicaragua, son las seis desgraciadas repúblicas que perdieron su independencia y que han pasado a ser colonia del imperialismo yankee. Los gobiernos de esos seis pueblos no defienden los intereses colectivos de sus connacionales, porque ellos llegaron al poder, no por la voluntad popular, sino por imposición del imperialismo, y de aquí que quienes ascienden a la presidencia, apoyados por los magnates de Wall Street, defienden los intereses de los banqueros de Norte América. En esos seis desventurados pueblos hispanoamericanos sólo habrá quedado el recuerdo de que fueron independientes y la lejana esperanza de conquistar su libertad mediante el formidable esfuerzo de unos pocos de sus hijos que luchan infatigablemente por sacar a su patria del oprobio en que los renegados la han hundido.
La colonización yankee avanza con rapidez sobre nuestros pueblos, sin encontrar a su paso murallas erizadas de bayonetas, y así cada uno de nuestros países a quien llega su turno, es vencido con pocos esfuerzos por el conquistador, ya que, hasta hoy, cada uno se ha defendido por sí mismo. Si los gobiernos de las naciones que van a la cabeza de la América Latina estuvieran presididas por un Simón Bolívar, un Benito Juárez o un San Martín, otro sería nuestro destino; porque ellos sabrían que cuando la América Central estuviera dominada por los piratas rubios, seguirían en turno México, Colombia, Venezuela, etcétera.
¿Qué sería de México si los yankees lograran sus bastardos designios de colonizar Centro América? El heroico pueblo mexicano nada podría hacer, a pesar de su virilidad, porque estaría de antemano acogotado por la tenaza del Tío Samuel, y el apoyo que esperara recibir de las naciones hermanas no podría llegarle por impedirlo el Canal de Nicaragua y la Base Naval del Golfo de Fonseca; y quedaría sujeto a luchar con el imperio yankee, aislado de los otros pueblos de la América Latina y con sus propios recursos, tal como nos está sucediendo a nosotros ahora.
La célebre doctrina Carranza expresa que México tiene por su posición geográfica, que ser -y en realidad lo es- el centinela avanzado del hispanismo de América. ¿Cuál será la opinión del actual gobierno mexicano respecto a la política que desarrollan los yankees en Centro América? ¿Acaso no habrán comprendido los gobiernos de Iberoamérica que los yankees se burlan de su prudente política adoptada en casos como el de Nicaragua? Es verdad que, por el momento el Brasil, Venezuela y el Perú no tienen problemas de intervención tal como lo manifestaron en la discusión del derecho de intervención en la Conferencia Panamericana celebrada en La Habana en el año actual, por medio de sus representantes; pero si esos gobiernos tuvieran más conciencia de su responsabilidad histórica no esperarían que la conquista hiciera sus estragos en su propio suelo, y acudirían a la defensa de un pueblo hermano que lucha con el valor y la tenacidad que da la desesperación contra un enemigo criminal cien veces mayor y armado de todos los elementos modernos. Los gobiernos que se expresan en horas tan trágicas y culminantes de la historia en los términos en que lo hicieron Brasil, Venezuela, Perú y Cuba, ¿podrán tener mañana autoridad moral suficiente sobre los demás pueblos hermanos? ¿Tendrán derecho a ser oídos?
Hoy es con los pueblos de la América Hispana con quienes hablo. Cuando un gobierno no corresponde a las aspiraciones de sus connacionales, éstos, que le dieron el poder, tienen el derecho de hacerse representar por hombres viriles y con ideas de efectiva democracia, y no por mandones inútiles, faltos de valor moral y de patriotismo, que avergüenzan el orgullo de una raza.
Somos noventa millones de hispanoamericanos y sólo debemos pensar en nuestra unificación y comprender que el imperialismo yankee es el más brutal enemigo que nos amenaza y el único que está propuesto a terminar por medio de la conquista con nuestro honor racial y con la libertad de nuestros pueblos.
Los tiranos no representan a las naciones y a la libertad no se la conquista con flores.
Por eso es que, para formar un Frente Único y contener el avance del conquistador sobre nuestras patrias, debemos principiar por darnos a respetar en nuestra propia casa y no permitir que déspotas sanguinarios como Juan Vicente Gómez y degenerados como Leguía, Machado y otros, nos ridiculicen ante el mundo como lo hicieron en la pantomima de La Habana.
Los hombres dignos de la América Latina debemos imitar a Bolívar, Hidalgo, San Martín, y a los niños mexicanos que el 13 de setiembre de 1847 cayeron acribillados por las balas yankees en Chapultepec, y sucumbieron en defensa de la Patria y de la Raza, antes que aceptar sumisos una vida llena de oprobio y de vergüenza en que nos quiere sumir el imperialismo yankee.

PATRIA Y LIBERTAD

lunes, 11 de abril de 2011

CIPAYOS EN LAS INVASIONES INGLESAS


por José María Rosa

El plan de la invasión inglesa a Buenos Aires, coordinada con otra llevada a Venezuela, fue presentado por Francisco de Miranda al ministro inglés Pitt encomiando la existencia en Caracas y en Buenos Aires, de fuerte núcleos de partidarios de Inglaterra entre los residentes. Después de apoderarse del cabo de Buena Esperanza, el capitán de navío inglés Home Popham dispuso hacerlo con Buenos Aires: en la explicación de su conducta (sir Home Popham’s Trial Lord Melville’s evidence) hace mención de la memoria de Miranda, y de los informes de un marino norteamericano apellidado Wayne, espía británico en Buenos Aires, sobre la facilidad de la empresa por el apoyo de los habitantes.
No eran estos corresponsales de Miranda a través de Wayne ni tantos ni tan “nativos” como para asegurar el dominio británico: el cochabambino Manuel Aniceto Padilla, el porteño Saturnino Rodríguez Peña, otro porteño y alcalde de quintas llamado Francisco González, un portugués de apellido Lima, lanchero del río; el norteamericano White, comerciante y armador, cumplieron perfectamente su cometido, y los dos primeros – Padilla y Rodríguez Peña – recibirían una pensión del gobierno inglés en pago de sus servicios.
Estos fueron los agentes en Buenos Aires de S. M. británica; a lo menos quienes obraron a cara descubierta y arrastraron las consecuencias. Pero el número de “cipayos” (nativos de mentalidad inglesa) debió ser considerable en la clase elevada de Buenos Aires: al día siguiente de llegar Beresford a la Fortaleza empezarán a acudir las corporaciones – el obispo a la cabeza – para jurar al rey Jorge y prestarle su concurso. Y las familias patricias (no toda, y tal vez solamente las “recientes patricias”) emularon para, agasajar a los hijos de Albión.
El pueblo, como siempre ocurre en nuestra historia, quedó hosco y opuesto a los invasores.

Capítulo segundo de El Revisionismo Responde

jueves, 7 de abril de 2011

Ariel (7)

por José Enrique Rodó

Ante la posteridad, ante la historia, todo gran pueblo debe aparecer como una vegetación cuyo desenvolvimiento ha tendido armoniosamente a producir un fruto en el que su savia acrisolada ofrece al porvenir la idealidad de su fragancia y la fecundidad de su simiente. Sin este resultado duradero, humano, levantado sobre la finalidad transitoria de lo útil, el poder y la grandeza de los imperios no son más que una noche de sueño en la existencia de la humanidad; porque, como las visiones personales del sueño, no merecen contarse en el encadenamiento de los hechos que forman la trama activa de la vida.

Gran civilización, gran pueblo, — en la acepción que tiene valor para la historia, — son aquellos que, al desaparecer materialmente en el tiempo, dejan vibrante para siempre la melodía surgida de su espíritu y hacen persistir en la posteridad su legado imperecedero — según dijo Carlyle del alma de sus «héroes»: — como una nueva y divina porción de la suma de las cosas. Tal, en el poema de Goethe, cuando la Elena evocada del reino de la noche vuelve a descender al Orco sombrío, deja a Fausto su túnica y su velo. Estas vestiduras no son la misma deidad; pero participan, habiéndolas llevado consigo, de su alteza divina, y tienen la virtud de elevar a quien las posee, por encima de las cosas vulgares.

Una sociedad definitivamente organizada que limite su idea de la civilización a acumular abundantes elementos de prosperidad y su idea de la justicia a distribuirlos equitativamente entre los asociados, no hará de las ciudades donde habite nada que sea distinto, por esencia, del hormiguero o la colmena. No son bastantes, ciudades populosas, opulentas, magníficas, ?para probar la constancia y la intensidad de una civilización. La gran ciudad es, sin duda, un organismo necesario de la alta cultura. Es el ambiente natural de las más altas manifestaciones del espíritu. No sin razón ha dicho Quinet que «el alma que acude a beber fuerzas y energías en la íntima comunicación con el linaje humano, esa alma que constituye al grande hombre, no puede formarse y dilatarse en medio de los pequeños partidos de una ciudad pequeña». Pero así la grandeza cuantitativa de la población como la grandeza material de sus instrumentos, de sus armas, de sus habitaciones, son sólo medios del genio civilizador y en ningún caso resultados en los que él pueda detenerse. De las piedras que compusieron a Cartago, no dura una partícula transfigurada en espíritu y en luz. La inmensidad de Babilonia y de Nínive no representa en la memoria de la humanidad el hueco de una mano, si se la compara con el espacio que va desde la Acrópolis al Pireo. Hay una perspectiva ideal en la que la ciudad no aparece grande sólo porque prometa ocupar el área inmensa que había edificada en torno a la torre de Nemrod; ni aparece fuerte sólo porque sea capaz de levantar de nuevo ante sí los muros babilónicos sobre los que era posible hacer pasar seis carros de frente; ni aparece hermosa sólo porque, como Babilonia, luzca en los paramentos de sus palacios losas de alabastro y se enguirnalde con los jardines de Semíramis.

Grande es en esa perspectiva la ciudad, cuando los arrabales de su espíritu alcanzan más allá de las cumbres y los mares, y cuando, pronunciando su nombre, ha de iluminarse para la posteridad toda una jornada de la historia humana, todo un horizonte del tiempo. La ciudad es fuerte y hermosa cuando sus días son algo más que la invariable repetición de un mismo eco, reflejándose indefinidamente de uno en otro círculo de una eterna espiral; cuando hay algo en ella que flota por encima de la muchedumbre; cuando entre las luces que se encienden durante sus noches está la lámpara que acompaña la soledad de la vigilia inquietada por el pensamiento y en la que se incuba la idea que ha de surgir al sol del otro día convertida en el grito que congrega y la fuerza que conduce las almas.

Entonces sólo, la extensión y la grandeza material de la ciudad pueden dar la medida para calcular la intensidad de su civilización. Ciudades regias, soberbias aglomeraciones de casas, son para el pensamiento un cauce más inadecuado que la absoluta soledad del desierto, cuando el pensamiento no es el señor que las domina. Leyendo el Maud de Tennyson, hallé una página que podría ser el símbolo de este tormento del espíritu allí donde la sociedad humana es para él un género de soledad. — Presa de angustioso delirio, el héroe del poema se sueña muerto y sepultado, a pocos pies dentro de tierra, bajo el pavimento de una calle de Londres. A pesar de la muerte, su conciencia permanece adherida a los fríos despojos de su cuerpo. El clamor confuso de la calle, propagándose en sorda vibración hasta la estrecha cavidad de la tumba, impide en ella todo sueño de paz. El peso de la multitud indiferente gravita a toda hora sobre la triste prisión de aquel espíritu y los cascos de los caballos que pasan, parecen empeñarse en estampar sobre él un sello de oprobio. Los días se suceden con lentitud inexorable. La aspiración de Maud consistiría en hundirse más dentro, mucho más dentro, de la tierra. El ruido ininteligente del tumulto sólo sirve para mantener en su conciencia desvelada el pensamiento de su cautividad.

Existen ya, en nuestra América latina, ciudades cuya grandeza material y cuya suma de civilización aparente, las acercan con acelerado paso a participar del primer rango en el mundo. Es necesario temer que el pensamiento sereno que se aproxime a golpear sobre las exterioridades fastuosas, como sobre un cerrado vaso de bronce, sienta el ruido desconsolador del vacío. Necesario es temer, por ejemplo, que ciudades cuyo nombre fue un glorioso símbolo en América; que tuvieron a Moreno, a Rivadavia, a Sarmiento; que llevaron la iniciativa de una inmortal Revolución; ciudades que hicieron dilatarse por toda la extensión de un continente, como en el armonioso desenvolvimiento de las ondas concéntricas que levanta el golpe de la piedra sobre el agua dormida, la gloria de sus héroes y la palabra de sus tribunos, — puedan terminar en Sidón, en Tiro, en Cartago.

A vuestra generación toca impedirlo; a la juventud que se levanta, sangre y músculo y nervio del porvenir. Quiero considerarla personificada en vosotros. Os hablo ahora figurándome que sois destinados a guiar a los demás en los combates por la causa del espíritu. La perseverancia de vuestro esfuerzo debe identificarse en vuestra intimidad con la certeza del triunfo. No desmayéis en predicar el Evangelio de la delicadeza a los escitas, el Evangelio de la inteligencia a los beocios, el Evangelio del desinterés a los fenicios.

Basta que el pensamiento insista en ser, — en demostrar que existe, con la demostración que daba Diógenes del movimiento, — para que su dilatación sea ineluctable y para que su triunfo sea seguro.

El pensamiento se conquistará, palmo a palmo, por su propia espontaneidad, todo el espacio de que necesite para afirmar y consolidar su reino, entre las demás manifestaciones de la vida. El, en la organización individual, levanta y engrandece, con su actividad continuada, la bóveda del cráneo que le contiene. Las razas pensadoras revelan, en la capacidad creciente de sus cráneos, ese empuje del obrero interior. El, en la organización social, sabrá también engrandecer la capacidad de su escenario, sin necesidad de que para ello intervenga ninguna fuerza ajena a él mismo. Pero tal persuasión que debe defenderos de un desaliento cuya única utilidad consistiría en eliminar a los mediocres y los pequeños, de la lucha, debe preservaros también de las impaciencias que exigen vanamente del tiempo la alteración de su ritmo imperioso.

Todo el que se consagre a propagar y defender, en la América contemporánea, un ideal desinteresado del espíritu, — arte, ciencia, moral, sinceridad religiosa, política de ideas, — debe educar su voluntad en el culto perseverante del porvenir. El pasado perteneció todo entero al brazo que combate, el presente pertenece, casi por completo también, al tosco brazo que nivela y construye; el porvenir — un porvenir tanto más cercano cuanto más enérgicos sean la voluntad y el pensamiento de los que ansían — ofrecerá, para el desenvolvimiento de superiores facultades del alma, la estabilidad, el escenario y el ambiente.

¿No la veréis vosotros, la América que nosotros soñamos; hospitalaria para las cosas del espíritu, y no tan sólo para las muchedumbres que se amparen a ella; pensadora, sin menoscabo de su aptitud para la acción; serena y firme a pesar de sus entusiasmos generosos; resplandeciente con el encanto de una seriedad temprana y suave, como la que realza la expresión de un rostro infantil cuando en él se revela, al través de la gracia intacta que fulgura, el pensamiento inquieto que despierta?... Pensad en ella a lo menos; el honor de vuestra historia futura depende de que tengáis constantemente ante los ojos del alma la visión de esa América regenerada, cerniéndose de lo alto sobre las realidades del presente, como en la nave gótica el vasto rosetón que arde en la luz sobre lo austero de los muros sombríos. No seréis sus fundadores, quizá; seréis los precursores que inmediatamente la precedan. En las sanciones glorificadoras del futuro, hay también palmas para el recuerdo de los precursores. Edgar Quinet, que tan profundamente ha penetrado en las armonías de la historia y la naturaleza, observa que para preparar el advenimiento de un nuevo tipo humano, de una nueva unidad social, de una personificación nueva de la civilización, suele precederles de lejos un grupo disperso y prematuro, cuyo papel es análogo en la vida de las sociedades al de las especies proféticas de que a propósito de la evolución biológica habla Héer. El tipo nuevo empieza por significar, apenas, diferencias individuales y aisladas; los individualismos se organizan más tarde en «variedad»; y por último, la variedad encuentra para propagarse un medio que la favorece, y entonces ella asciende quizá al rango específico: entonces — digámoslo con las palabras de Quinet — el grupo se hace muchedumbre, y reina.

He ahí por qué vuestra filosofía moral en el trabajo y el combate debe ser el reverso del carpe diem horaciano; una filosofía que no se adhiera a lo presente sino como al peldaño donde afirmar el pie o como a la brecha por donde entrar en muros enemigos. No aspiréis, en lo inmediato, a la consagración de la victoria definitiva, sino a procuraros mejores condiciones de lucha. Vuestra energía viril tendrá con ello un estímulo más poderoso; puesto que hay la virtualidad de un interés dramático mayor en el desempeño de ese papel, activo esencialmente, de renovación y de conquista, propio para acrisolar las fuerzas de una generación heroicamente dotada, que en la serene y olímpica actitud que suelen las edades de oro del espíritu imponer a los oficiantes solemnes de su gloria. «No es la posesión de los bienes, — ha dicho profundamente Taine, hablando de las alegrías del Renacimiento; — «no es la posesión de bienes, sino su adquisición, lo que da a los hombres el placer y el sentimiento de su fuerza».

Acaso sea atrevida y candorosa esperanza creer en un aceleramiento tan continuo y dichoso de la evolución, en una eficacia tal de vuestro esfuerzo, que baste el tiempo concedido a la duración de una generación humana para llevar en América las condiciones de la vida intelectual, desde la incipiencia en que las tenemos ahora, a la categoría de un verdadero interés social y a una cumbre que de veras domine. Pero, donde no cabe la transformación total, cabe el progreso; y aun cuando supiérais que las primicias del suelo penosamente trabajado, no habrían de servirse en vuestra mesa jamás, ello sería, si sois generosos, si sois fuertes, un nuevo estímulo en la intimidad de vuestra conciencia. La obra mejor es la que se realiza sin las impaciencias del éxito inmediato; y el más glorioso esfuerzo es el que pone la esperanza más allá del horizonte visible; y la abnegación más pura es la que se niega en lo presente no ya la compensación del lauro y el honor ruidoso, sino aun la voluptuosidad moral que se solaza en la contemplación de la obra consumada y el término seguro.

Hubo en la antigüedad altares para los «dioses ignorados». Consagrad una parte de vuestra alma al porvenir desconocido. A medida que las sociedades avanzan, el pensamiento del porvenir entra por mayor parte como uno de los factores de su evolución y una de las inspiraciones de sus obras. Desde la imprevisión oscura del salvaje, que sólo divisa del futuro lo que falta para terminar de cada período de sol y no concibe cómo los días que vendrán pueden ser gobernados en parte desde el presente, hasta nuestra preocupación solícita y previsora de la posteridad, media un espacio inmenso, que acaso parezca breve y miserable algún día. Sólo somos capaces de progreso en cuanto lo somos de adaptar nuestros actos a condiciones cada vez más distantes de nosotros, en el espacio y en el tiempo. La seguridad de nuestra intervención en una obra que haya de sobrevivirnos, fructificando en los beneficios del futuro, realza nuestra dignidad humana, haciéndonos triunfar de las limitaciones de nuestra naturaleza. Si, por desdicha, la humanidad hubiera de desesperar definitivamente de la inmortalidad de la conciencia individual, el sentimiento más religioso con que podría sustituirla sería el que nace de pensar que, aun después de disuelta nuestra alma en el seno de las cosas, persistiría en la herencia que se transmiten las generaciones humanas lo mejor de lo que ella ha sentido y ha soñado, su esencia más íntima y más pura, al modo como el rayo lumínico de la estrella extinguida persiste en lo infinito y desciende a acariciarnos con su melancólica luz.

El porvenir es en la vida de las sociedades humanas el pensamiento idealizador por excelencia. De la veneración piadosa del pasado, del culto de la tradición, por una parte, y por la otra del atrevido impulso hacia lo venidero, se compone la noble fuerza que levantando el espíritu colectivo sobre las limitaciones del presente comunica a las agitaciones y los sentimientos sociales un sentido ideal. Los hombres y los pueblos trabajan, en sentir de Fouillée, bajo la inspiración de las ideas, como los irracionales bajo la inspiración de los instintos; y la sociedad que lucha y se esfuerza, a veces sin saberlo, por imponer una idea a la realidad, imita, según el mismo pensador, la obra instintiva del pájaro que, al construir el nido bajo el imperio de una imagen interna que le obsede, obedece a la vez a un recuerdo inconsciente del pasado y a un presentimiento misterioso del porvenir.

Eliminando la sugestión del interés egoísta, de las almas, el pensamiento inspirado en la preocupación por destinos ulteriores a nuestra vida, todo lo purifica y serena, todo lo ennoblece; y es un alto honor de nuestro siglo el que la fuerza obligatoria de esa preocupación por lo futuro, el sentimiento de esa elevada imposición de la dignidad del ser racional, se hayan manifestado tan claramente en él, que aun en el seno del más absoluto pesimismo, aun en el seno de la amarga filosofía que ha traído a la civilización occidental, dentro del loto de Oriente, el amor de la disolución y la nada, la voz de Hartmann ha predicado, con la apariencia de la lógica, el austero deber de continuar la obra del perfeccionamiento, de trabajar en beneficio del porvenir, para que, acelerada la evolución por el esfuerzo de los hombres, llegue ella con más rápido impulso a su término final, que será el término de todo dolor y toda vida.

Pero no, como Hartmann, en nombre de la muerte, sino en el de la vida misma y la esperanza, yo os pido una parte de vuestra alma para la obra del futuro. Para pedíroslo, he querido inspirarme en la imagen dulce y serena de mi Ariel. El bondadoso genio en quien Shakespeare acertó a infundir, quizá con la divina inconsciencia frecuente en las adivinaciones geniales, tan alto simbolismo, manifiesta claramente en la estatua su significación ideal, admirablemente traducida por el arte en líneas y contornos. Ariel es la razón y el sentimiento superior. Ariel es este sublime instinto de perfectibilidad, por cuya virtud se magnifica y convierte en centro de las cosas, la arcilla humana a la que vive vinculada su luz, — la miserable arcilla de que los genios de Arimanes hablan a Manfredo. Ariel es, para la Naturaleza, el excelso coronamiento de su obra, que hace terminarse el proceso de ascensión de las formas organizadas, con la llamarada del espíritu. Ariel triunfante, significa idealidad y orden en la vida, noble inspiración en el pensamiento, desinterés en moral, buen gusto en arte, heroísmo en la acción, delicadeza en las costumbres. El es el héroe epónimo en la epopeya de la especie; él es el inmortal protagonista; desde que con su presencia inspiró los débiles esfuerzos de racionalidad del hombre prehistórico, cuando por primera vez dobló la frente oscura para labrar el pedernal o dibujar una grosera imagen en los huesos de reno; desde que con sus alas avivó la hoguera sagrada que el ario primitivo, progenitor de los pueblos civilizadores, amigo de la luz, encendía en el misterio de las selvas del Ganges, para forjar con su fuego divino el centro de la majestad humana, — hasta que, dentro ya de las razas superiores, se cierne deslumbrante sobre las almas que han extralimitado las cimas naturales de la humanidad; lo mismo sobre los héroes del pensamiento y el ensueño que sobre los de la acción y el sacrificio; lo mismo sobre Platón en el promontorio de Súnium que sobre San Francisco de Asís en la soledad de Monte Albernia. Su fuerza incontrastable tiene por impulso todo el movimiento ascendente de la vida. Vencido una y mil veces por la indomable rebelión de Calibán, proscripto por la barbarie vencedora, asfixiado en el humo de las batallas, manchadas las alas transparentes al rozar el «eterno estercolero de Job», Ariel resurge inmortalmente. Ariel recobra su juventud y su hermosura, y acude ágil, como al mandato de Próspero, al llamado de cuantos le aman e invocan en la realidad. Su benéfico imperio alcanza a veces, aun a los que le niegan y le desconocen. El dirige a menudo las fuerzas ciegas del mal y la barbarie para que concurran, como las otras, a la obra del bien. El cruzará la historia humana, entonando, como en el drama de Shakespeare, su canción melodiosa, para animar a los que trabajan y a los que luchan, hasta que el cumplimiento del plan ignorado a que obedece le permita — cual se liberta, en el drama, del servicio de Próspero, — romper su lazos materiales y volver para siempre al centro de su lumbre divina.

Aún más que para mi palabra, yo exijo de vosotros un dulce e indeleble recuerdo para mi estatua de Ariel. Yo quiero que la imagen leve y graciosa de este bronce se imprima desde ahora en la más segura intimidad de vuestro espíritu. Recuerdo que una vez que observaba el monetario de un museo, provocó mi atención en la leyenda de una vieja moneda la palabra Esperanza, medio borrada sobre la palidez decrépita del oro. Considerando la apagada inscripción, yo meditaba en la posible realidad de su influencia. ¿Quién sabe qué activa y noble parte sería justo atribuir, en la formulación del carácter y en la vida de algunas generaciones humanas, a ese lema sencillo actuando sobre los ánimos como una insistente sugestión? ¿Quién sabe cuántas vacilantes alegrías persistieron, cuántas generosas empresas maduraron, cuántos fatales propósitos se desvanecieron, al chocar las miradas con la palabra alentadora, impresa, como un gráfico grito, sobre el disco metálico que circuló de mano en mano?... Pueda la imagen de este bronce — troquelados vuestros corazones con ella — desempeñar en vuestra vida el mismo inaparente pero decisivo papel. Pueda ella, en las horas sin luz del desaliento, reanimar en vuestra conciencia el entusiasmo por el ideal vacilante, devolver a vuestro corazón el calor de la esperanza perdida. Afirmado primero en el baluarte de vuestra vida interior, Ariel se lanzará desde allí a la conquista de las almas. Yo le veo, en el porvenir, sonriéndoos con gratitud, desde lo alto, al sumergirse en la sombra vuestro espíritu. Yo creo en vuestra voluntad, en vuestro esfuerzo; y más aún, en los de aquellos a quienes daréis la vida y transmitiréis vuestra obra. Yo suelo embriagarme con el sueño del día en que las cosas reales harán pensar que ¡la Cordillera que se yergue sobre el suelo de América ha sido tallada para ser el pedestal definitivo de esta estatua, para ser el ara inmutable de su veneración!



Capítulo 08

Así habló Próspero. Los jóvenes discípulos se separaron del maestro después de haber estrechado su mano con afecto filial. De su suave palabra, iba con ellos la persistente vibración en que se prolonga el lamento del cristal herido, en un ambiente sereno. Era la última hora de la tarde. Un rayo del moribundo sol atravesaba la estancia, en medio de discreta penumbra, y, tocando la frente de bronce de la estatua, parecía animar en los altivos ojos de Ariel la chispa inquieta de la vida. Prolongándose luego, el rayo hacía pensar en una larga mirada que el genio, prisionero en el bronce, enviase sobre el grupo juvenil que se alejaba. Por mucho espacio marchó el grupo en silencio. Al amparo de un recogimiento unánime, se verificaba en el espíritu de todos ese fino destilar de la meditación, absorta en cosas graves, que un alma santa ha comparado exquisitamente a la caída lenta y tranquila del rocío sobre el vellón de un cordero. Cuando el áspero contacto de la muchedumbre les devolvió a la realidad que les rodeaba, era la noche ya. Una cálida y serena noche de estío. La gracia y la quietud que ella derramaba de su urna de ébano sobre la tierra, triunfaban de la prosa flotante sobre las cosas dispuestas por manos de los hombres. Sólo estorbaba para el éxtasis la presencia de la multitud. Un soplo tibio hacia estremecerse el ambiente con lánguido y delicioso abandono, como la copa trémula en la mano de una bacante. Las sombras, sin ennegrecer el cielo purísimo, se limitaban a dar a su azul el tono oscuro en que parece expresarse una serenidad pensadora. Esmaltándolas, los grandes astros centelleaban en medio de un cortejo infinito; Aldebarán, que ciñe una púrpura de luz; Sirio, como la cavidad de un nielado cáliz de plata volcado sobre el mundo; el Crucero, cuyos brazos abiertos se tienden sobre el suelo de América como para defender una última esperanza...

Y fue entonces, tras el prolongado silencio, cuando el más joven del grupo, a quien llamaban «Enjolrás» por su ensimismamiento reflexivo, dijo señalando sucesivamente la perezosa ondulación del rebaño humano y la radiante hermosura de la noche:

Mientras la muchedumbre pasa, yo observo que, aunque ella no mira el cielo, el cielo la mira. Sobre su masa indiferente y oscura, como tierra del surco, algo desciende de lo alto. La vibración de las estrellas se parece al movimiento de unas manos de sembrador.

lunes, 4 de abril de 2011

Amèrica criolla: sumisión o conflicto


por Jorge A. Ramos

Exposición de Jorge Abelardo Ramos en agosto de 1984
durante el "Meeting 84" en Rimin, Italia

Al hablar bajo el cielo de Italia sobre el Nuevo Mundo, sería inexcusable no rendir homenaje a Cristóforo Colombo, el obstinado navegante de Génova que descubrió "por error" la "terra nova" y al sutil cosmógrafo correntino Américo Vespucio, que describió con rigor científico la flora, la fauna y los hombres nuevos. ¡Extraña América Criolla! Como atormentado símbolo de su atormentado destino histórico, fue una hija no deseada y llevará un nombre diferente al de su padre.

Si se mira la cuestión más de cerca se comprobará que para los aborígenes el Nuevo Mundo era el de los europeos, y que el suyo propio era tan viejo como las civilizaciones que los europeos venían a conquistar y destruir. El poder europeo dominó luego a los así llamados "americanos". Fueron "descubiertos"; pero a su vez descubrieron a Europa. Ha llegado el momento que se descubran a sí mismos. En definitiva, ¿qué resulto de aquel "Jardín del Edén", como lo llamara Colón o "Paraíso Terrenal", según las palabras de Vespucio?. La ilustración europea elaboró de alguna manera la justificación filosófica y científica de la ulterior empresa colonial. Un mundo tan diferente a la sociedad civilizada de Europa no podía ser sino "salvaje".

La idea fue fructuosa para los civilizadores. Nada resultaría mas práctico a los codiciosos hijosdalgos españoles que excluir a los habitantes de la tierra nueva del género humano y a sus animales de la geografía zoológica reconocida. Todo aquello que no se parecía a Europa sería clasificado como salvaje o bestial. El eurocentrismo se abrirá camino con los primeros navegantes para alcanzar su culminación plena con dos veredictos inapelables: el de Buffon en el siglo XVIII y el de Hegel en siglo IXX. Buffon afirmó que América era inmadura; que sus hombres eran insignificantes, lampiños y asexuados; que sus batracios eran gigantescos, pero en compensación, sus animales feroces resultaban ridículamente pequeños.

Con la mayor seriedad del mundo, Voltaire agregaría que los leones de América eran calvos. Ya en el siglo IXX el padre Acosta decía en una carta al rey de España: "A muchas destas cosas de Indias, los primeros españoles les pusieron nombres de España". Espejo de infortunio, las clases ilustradas de América Latina siguieron llamando con nombres europeos a las cosas mas propias y originales de la vida latinoamericana. Dominaba la obsesión de la similitud, como patrón de medida para lo óptimo. Y luego avanzó, imponente, inapelable, el filosofo del estado prusiano.

Hegel pronunció una sentencia condenatoria: América del Sur es antes naturaleza que historia. A nuestras espaldas no hay nada: solo el porvenir dirá si hay una historia posible. América del Sur esta fuera del reino del espíritu. Hegel la expulsa de la historia. Pese a tales dictámenes, España había realizado la hazaña inverosímil de desdoblar su propia sociedad hacia las Indias. A diferencia de las empresas de saqueo colonial de las restantes potencias europeas, los españoles mezclaron su sangre con los aborígenes de la Vieja América. Por medio de tal formidable fusión, nació en cuatro siglos una nueva raza cultural, étnica y política, una sociedad mestiza, criolla, de inmigración cristiana y de paganismo cristianizado, algo muy peculiar que no resultó ser en definitiva ni la América original ni la Europa colonizadora, sino una creación histórica nueva, lanzada hacia el azaroso destino de procurarse una identidad nacional. Lo cual no resultó nada fácil. Pues en tanto Europa y Estados Unidos, desde los siglos XVII, XVIII y IXX constituyeron sus estados nacionales y aseguraron de tal manera el marco jurídico para la expansión de su plena soberanía y su libertad económica e intelectual, las grandes potencias se opondrán a que los continentes marginales acometan una tarea análoga.

No era "el fantasma del comunismo" el que acechaba a aquella Europa entrevista por Marx y Engels en el Manifiesto Comunista sino el fantasma del nacionalismo. Las naciones que lograban constituirse, prohibían esa meta a aquellas que deseaban hacerlo. En la misma Europa, en la lejana América del Norte y con mayor razón en los países así llamados bárbaros, los civilizados cerraban el camino a los que querían civilizarse. La América Criolla, desprendida de España en las guerras de la Independencia, fue "balcanizada" por las potencias anglosajonas. Aparece en la historia del último siglo y medio como un mosaico incoherente de 20 Estados supuestamente soberanos, adornados de todas las baratijas jurídicas, filatélicas, arancelarias y rituales de "naciones" verdaderas.

Pero en realidad se trata de provincias, de repúblicas simbólicas, perpetuamente conmovidas por pronunciamientos militares, la sujeción cultural hacia los Estados Unidos o Europa, sumidas en los cultivos de exportación y con las clases ilustradas hechizadas por las civilizaciones clásicas, la democracia formal inmovilista o los marxistas importados. También el pensamiento político de los hijos de la América Criolla es sometido a la "balcanización". Cada latinoamericano supone pertenecer a una nación. Pero en realidad se trata de naciones no viables.

El imperialismo triunfará en la cabeza de los latinoamericanos, sean de derecha o de izquierda, en tanto los latinoamericanos conciban todas las formulas de redención, aún las mas atrevidas, excepto unirse en Nación o Confederación de Estados. Un siglo de dispersión ha logrado borrar en la memoria histórica colectiva que las 20 provincias deben confluir a la gran Nación posible o privarse de un destino.

Hacia el año 2000 América Latina alcanzará a contar más de 600 millones de habitantes que hablan la lengua hispano-portuguesa, que poseen el mayor reservorio de minerales, energías y alimentos que ha conocido la historia y que constituirá la región que cobijará mayor numero de católicos.

Nadie pondrá en duda que se trata de una larga marcha, y, ante todo, de una batalla intelectual de inmensos alcances. Dante reinventó la lengua italiana y luego Maquiavelo , desde Florencia, reflexionó sobre la constitución de la unidad nacional, que recién llegó para Italia tres siglos más tarde. ¿Cuál sería el destino de la República de Massachussets o de la República de Nueva York, si Lincoln no hubiera fundado los Estados Unidos mediante una guerra revolucionaria que abolió la esclavitud, sometió a los refinados plantadores del Sur y expulsó la influencia inglesa de la economía norteamericana? Cada uno de esos Estados de la América del Norte ¿habría llegado a erigirse en potencia mundial? Es justo dudarlo. Más bien podría conjeturarse que el actual territorio de los Estados Unidos será escenario de una inestabilidad crónica, teatro de aventureros militares y de una armonía social semejante a la que reina en la infortunada Centroamérica.

El conjunto del pensamiento europeo se resistió a concebir la idea de que la exigencia interna de América Latina consistía en procurar su unidad nacional. La escuela liberal burguesa exportó a las grandes ciudades-puerto del Nuevo Mundo los códigos civiles y los textos de la democracia formal, para que su aplicación en cada país latinoamericano por separado, operasen las maravillas que exhibían tales textos en la escena del Occidente capitalista. Pero en la América Criolla no había capitalismo (en un sentido pleno y generalizado) y los textos constitucionales producían resultados grotescos. De la izquierda hegeliana, a su vez, de aquellos jóvenes discípulos del gran maestro, provinieron luego las fórmulas revolucionarias. Pero tanto Marx como Engels aplicaron al pie de la letra las despectivas hipótesis de Hegel en su Filosofía de la Historia Universal, respecto de la América del Sur.

También los fundadores del socialismo llamado "científico" expulsaban a los pueblos latinoamericanos de la historia, así como juzgaban "residuos" destinados al "basurero de la historia", nada menos que a los pueblos eslavos del sur europeo. Marx y Engels juzgaron a los americanos del sur como desprovistos de potencia histórica, perezosos e ineptos para ingresar por sí mismos en el camino de la civilización, salvo con la ayuda de los enérgicos yanquis.

Desde el campo de la ciencia social recién nacida, los fundadores del socialismo moderno desvalorizaban a la América Criolla (y a la India, que según ellos despertaría de su sueño milenario gracias al ferrocarril inglés) de la misma manera que lo hacían con fines menos caritativos y métodos nada teóricos las potencias imperialistas que saqueaban al tercer Mundo. Hubo una coincidencia perfecta entre la izquierda marxista de Europa y en el desarrollo de la supuesta universalización del capital.

La división internacional del trabajo y el mercado mundial reservaba la tecnología compleja a los "países avanzados" y la exportación de productos primarios a los pueblos periféricos condenados para siempre a recibir ayuda de las potencias civilizadas. Cuanta mas ayuda recibían mas crecía la deuda externa. Si algo faltaba actualmente para ligar entre sí a los estados de América Latina, sería justamente la deuda de casi 350.000 millones de dólares, en su mayor parte fruto de la usura lisa y llana, en parte fruto de la estafa bancaria más descarada y de la asociación ilícita entre las oligarquías latinoamericanas con numerosos bancos "serios".

Con dos flotas imperialistas en los mares de América Latina, una norteamericana que pretende intimidar a Nicaragua (sin entrar a juzgar ahora aspectos de su política interna) y otra armada inglesa que ocupa las islas argentinas de Malvinas podemos evaluar el valor real de las democracias occidentales contemporáneas.

Recordemos asimismo, cuando en el Consejo de Seguridad de 1982 se debatía la reconquista argentina de las Malvinas, no solo contra la Argentina votaron Gran Bretaña, Estados Unidos y otros estados satélites, sino que se abstuvieron China, la URSS y Polonia. Solo voto a favor de la Argentina la República de Panamá , aquel pedazo de tierra sagrada donde Bolívar, en 1826, convocó a la unión de la Patria Grande.

Reintegrar a la América Criolla su conciencia histórica perdida quizás sea una aventura tan azarosa como aquella que emprendieron Cristóbal Colón y Américo Vespucio. Pero una gran época define su carácter por el tamaño de las empresas que son capaces de concebir sus contemporáneos. Hemos brindado tolerancia –impuesta o inducida– durante cuatro siglos. Ahora necesitamos cincuenta o cien años de conflicto. Conflicto político, cultural, económico, para unir a la gran Patria disgregada. Después podremos ofrecer al mundo, de igual a igual, milenios de tolerancia. Con la realización de ese magno objetivo, transformaremos una historia pasiva en historia creadora. La utopía se trocara en acto. Y llamaremos pumas, soberbios pumas, a los leones calvos de la leyenda europea.