viernes, 31 de agosto de 2012

CARTA AL PRESIDENTE KENNEDY


Madrid, Julio de l967

Mr. John Fitzgerald Kennedy
Presidente de los Estados Unidos de América.

(...)Usted Señor Presidente, ha afirmado con evidente buen juicio, que los problemas latinoamericanos tienen su solución en la Justicia social.
Hace quince años, los justicialistas en la República Argentina afirmamos lo mismo y lo hicimos doctrinaria y acabadamente en realizaciones fehacientes. Estados Unidos e Inglaterra colaboraron para que fuéramos derribados del gobierno, donde estábamos, elegidos por una mayoría sin precedentes en la historia política del país. De estas incongruencias suele estar empedrado el camino que conduce al fracaso. Las consecuencias no pueden cambiar porque hayan variado los presidentes de los Estados Unidos y usted debe cargar con el lastre tan negativo de sus predecesores. En los últimos quince años la República Argentina no ha recibido de Norteamérica sino perjuicios, tanto cuando nos bloquearon en l947 como cuando la invadieron sus compañías petroleras en l959.
Muchas veces he oído a funcionarios americanos preguntarse por la causa de la adversión que los pueblos iberoamericanos sienten por su país y su gobierno.

lunes, 27 de agosto de 2012

SEXTA CLASE DICTADA EL 10 DE MAYO DE 1951


por Eva Perón

Tomaré algunas consideraciones hechas en mi clase anterior sobre el capitalismo, para seguir estudiando las causas del peronismo.
En esa oportunidad dije que el peronismo nació en la historia el día en que los obreros, los primeros obreros, vale decir, el pueblo, se encontraron con Perón, después del 4 de Junio y antes del 17 de Octubre; y vieron en él la esperanza que habían perdido después de un siglo de oligarquía.
Ese encuentro se realiza por primera vez, el 27 de noviembre de 1943, cuando Perón decide crear la Secretaría de Trabajo y Previsión, y deseo dejar bien claro esto por varias razones. Primero porque yo debo enseñar la historia del peronismo; la verdadera historia, y además porque esto nos demuestra que el general Perón siguió, desde el primer momento de la revolución del 4 de Junio, un camino distinto del que siguieron los demás hombres de la revolución. Para él la revolución no consistía en cambiar un gobierno por otro, sino en cambiar la vida de la Nación.
En mi clase anterior dije que el peronismo no había nacido el 4 de Junio y que aquella fecha era el telón que se levantaba sobre el escenario donde se iba a desarrollar uno de los acontecimientos más destacables en la historia del mundo; y lo dije muy bien, porque ustedes conocen las razones que tengo para decir que el 17 de Octubre es una revolución tal que en el mundo no ha habido otra igual.
No puede compararse a ninguna otra revolución que la humanidad haya realizado.
La revolución del 4 de Junio no tiene de peronista nada más que la proclama, porque para nosotros, lo quiero dejar bien aclarado, la verdadera revolución es el 17 de Octubre.

viernes, 17 de agosto de 2012

Manifiesto de Montecristi


por José Martí

25 de marzo de 1895

El Partido Revolucionario Cubano a Cuba La revolución de independencia, iniciada en Yara después de la preparación gloriosa y cruenta, ha entrado en Cuba en un nuevo período de guerra, en virtud del orden y acuerdos del Partido Revolucionario en el extranjero y en la isla, y de la ejemplar congregación en él de todos los elementos consagrados al saneamiento y emancipación del país, para bien de América y del mundo ; y los representantes electos de la revolución que hoy se confirma, reconocen y acatan su deber - sin usurpar el acento y las declaraciones sólo propias de ]a majestad de la república constituída - de repetir ante la patria que no se ha de ensangrentar sin razón ni sin justa esperanza de triunfo, los propósitos precisos, hijos del juicio y ajenos de la venganza, con que se ha compuesto, y llegará a su victoria racional la guerra inextinguible que hoy lleva a los combates, en conmovedora y prudente democracia, los elementos todos de la sociedad de Cuba. La guerra no es, en el concepto sereno de los que aún hoy la representan, y la revolución pública y responsable que los eligió, el insano triunfo de un partido cubano sobre otro, o la humillación siquiera de un grupo equivocado de cubanos; sino la demostración solemne de la voluntad de un país harto probado en la guerra anterior para lanzarse a la ligera en un conflicto sólo terminable por la victoria o el sepulcro, sin causas bastantes profundas para sobreponerse a las cobardías humanas y sus varios disfraces, y sin determinación tan respetable por ir firmada por la muerte que debe imponer silencio a aquellos cubanos menos venturosos que no se sienten poseídos de igual fe en las capacidades de su pueblo ni de valor igual con que emanciparlo de su servidumbre.
La guerra no es la tentativa caprichosa de una independencia más temible que útil, que solo tendrían derecho a demorar o condenar los que mostrasen la virtud y el propósito de conducirla a otra más viable y segura, y que no debe en verdad apetecer un pueblo que no la pueda sustentar; sino el producto disciplinado de la reunión de hombres enteros que en el reposo de la experiencia se han decidido a encarar otra vez los peligros que conocen, y de la congregación cordial de los cubanos de más diverso origen, convencidos de que en la conquista de la libertad se adquieren mejor que en el abyecto abatimiento las virtudes necesarias para mantenerla.
La guerra no es contra el español, que, en el seguro de sus hijos y en el acatamiento de la patria que se ganen podrá gozar respetado, y aun amado, de la libertad, que sólo arrollará a los que le salgan, imprevisores, al camino. Ni de desorden. ajeno a la moderación probada del espíritu de Cuba, será cuna la guerra ; ni de la tiranía. - Los que la fomentaron, y pueden aún llevar su voz, declaran en nombre de ella, ante la patria, su limpieza de todo odio, su indulgencia fraternal para con los cubanos tímidos equivocados, su radical respeto al decoro del hombre, nervio del combate y cimiento de la república ; su certidumbre de la aptitud de la guerra para ordenarse de modo que contenga la redención que la inspira, la relación en que un pueblo debe vivir con los demás, y la realidad que la guerra es, - y su terminante voluntad de respetar, y hacer que se respete al español neutral y honrado, en la guerra, después de ella, y de ser piadosa en el arrepentimiento, e inflexible sólo con el vicio, el crimen y la inhumanidad. En la guerra que se ha reanudado en Cuba no ve la revolución las causas del júbilo que pudieran embargar al heroísmo irreflexivo, sino las responsabilidades que deben preocupar a los fundadores de pueblos.
Entre Cuba en la guerra con. la plena seguridad, inaceptable sólo a los cubanos sedentarios y parciales, de la competencia de sus hijos para obtener el triunfo por la energía de la revolución pensadora y magnánima, y de la capacidad de los cubanos, cultivada en diez años primeros de fusión sublime, y en las prácticas modernas del gobierno y el trabajo, para salvar la patria desde su raíz de los desacomodo.; y tanteos, necesarios al principio del siglo, sin comunicaciones y sin preparación, en las repúblicas feudales y teóricas de Hispano-América. Punible ignorancia o alevosía fuera desconocer las causas, a menudo gloriosas y ya generalmente redimidas, de los trastornos americanos, venidos del error de ajustar a moldes extranjeros, de dogma incierto o mera relación a su lugar de origen, la realidad ingenua de los países que conocían sólo de las libertades el ansia que las conquista, y la soberanía que se gana por pelear en ellas. La concentración de la cultura meramente literaria en las capitales, el erróneo apego de las repúblicas a las costumbres señoriales de la colonia ; la creación de caudillos rivales consiguiente al trato receloso e imperfecto de comarcas apartadas; la condición rudimentaria de la única industria, agrícola y ganadera ; y el abandono y desdén de la fecunda raza indígena en las disputas de credo o localidad que esas causas de los trastornos en los pueblos de América, no son, de ningún modo, los problemas de la sociedad cubana. Cuba vuelve a la guerra con un pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno; o de cultura mucho mayor, en lo más humilde de él, que las masas llaneras o indias con que, a la voz de los héroes primados de la emancipación, se mudaron de hatos en naciones las silenciosas colonias de América ; y en el crucero del mundo, al servicio de la guerra, y a la fundación de la nacionalidad le vienen a Cuba, del trabajo creador y conservador de los pueblos más hábiles del orbe, y del propio esfuerzo en la persecución y miseria del país, los hijos lúcidos, magnates o siervos, que de la época primera de acomodo, ya vencida entre los componentes heterogéneos de la nación cubana, salieron a preparar, o en la misma isla continuaron preparando, con su propio perfeccionamiento, el de la nacionalidad a que concurren hoy con la firmeza de sus personalidades laboriosas, y el seguro de su educación republicana. El civismo de sus guerreros; el cultivo y benignidad de sus artesanos; el empleo real y moderno de un número vasto de sus inteligencias y riquezas : la peculiar moderación del campesino sazonado en el destierro y en la guerra ; el trato íntimo y diario, y rápida e inevitable uniformación de las diversas secciones del país ; la administración recíproca de las virtudes iguales entre los cubanos que de las diferencias de la esclavitud pasaron a la hermandad del sacrificio; y la benevolencia y aptitud creciente del liberto superiores a los raros ejemplos de su desvío o encono, - -aseguran a Cuba, sin ilícita ilusión, un porvenir en que las condiciones de asiento, y del trabajo inmediato de un pueblo feraz en la república justa, excederán a las de disociación y parcialidad provenientes de la pereza o arrogancia que la guerra a veces cría, del rencor ofensivo de una minoría de amos caída de sus privilegios; de la censurable premura con que- una minoría aún invisible de. libertos descontentos pudiera aspirar, ron violación funesta del albedrío y naturaleza humanos, al respeto social que sola y seguramente habrá de venirles de la igualdad probada en las virtudes y talentos ; y de la súbita desposesión, en gran parte de los pobladores letrados de las ciudades, de la suntuosidad o abundancia relativa que hoy les viene de las gabelas inmorales y fáciles de la colonia, y de los oficios que habrán de desaparecer de la libertad. - - Un pueblo libre, en el trabajo abierto a todos, enclavado a las bocas del universo rico e industrial, sustituirá, sin obstáculo, y con ventaja, después de una guerra inspirada en la más pura abuegación, y manteniendo conforme a ella, a pueblo avergonzado donde el bienestar solo se obtiene a cambio de la complicidad expresa o tácita con la tiranía de los extranjeros menesterosos que lo desangran y corrompen. No dudan de Cuba, ni de sus aptitudes para obtener y gobernar su independencia los que en el heroísmo de la muerte y en el de la fundación callada de la patria ven resplandecer de contínuo, en grandes y en pequeños, las dotes de concordia y sensatez sólo inadvertibles para los que, fuera del alma real de su país, lo juzgan con el arrogante concepto de sí propios, sin más poder de rebeldía y creación que el que asoma tímidamente en la servidumbre de sus quehaceres coloniales.
De otro temor quisiera acaso valerse hoy, so pretexto de prudencia, la cobardía; el temor insensato, y jamás en Cuba justificado, a la raza negra. La revolución, con su carga de mártires, y de guerreros subordinados y generosos, desmiente indignada, como desmiente la larga prueba de la emigración, y de la tregua en la isla, la tacha de amenaza de la raza negra con que se quisiese inicuamente levantar por los beneficiarios del régimen de España, el miedo a la revolución. Cubanos hay ya en Cuba de uno y otro color, olvidados para siempre, - con la guerra emancipadora y el trabajo donde unidos se gradúan - del odio,en que los pudo dividir la esclavitud. La novedad y aspereza de las relaciones sociales, consiguientes a la mudanza súbita del hombre ajeno en propio, son menores que la sincera estimación del cubano blanco por el alma igual, la afanosa cultura, el fervor del hombre libre, y el amable carácter de su compatriota negro. Y si a la raza le nacieran demagogos inmundos, o alma.; ávidas cuya impaciencia propia azuzase la de su color, o en quien se convirtiera en injusticia con los demás la piedad por los suyos, - con su agradecimiento y su cordura, y su amor a la patria, con su convicción de la necesidad de desautorizar por la prueba patente de la inteligencia y la virtud del cubano negro la opinión que aún reine de su incapacidad para ellas, y con la posesión de todo lo real del derecho humano, y el consuelo y la fuerza de la estimación de cuanto en los cubanos blancos hay de justo y generoso, la misma raza extirparía en Cuba el peligro negro, sin que tuviese que alzarse a él una sola mano blanca. La revolución lo sabe, y lo proclama : la emigración lo proclama también. Allí no tiene el cubano negro escuelas de ira como no tuvo en la guerra una sola culpa de ensoberbecimiento indebido o de insubordinación. En sus hombres anduvo segura la república a que no atentó jamás. Sólo los que odian al negro ven en el negro odio; y los que con semejante miedo injusto traficasen, para sujetar, con inapetecible oficio, las manos que pudieran erguirse a expulsar de la tierra cubana al ocupante corruptor.
En los habitantes españoles de Cuba, en vez de la deshonrosa ira de la primera guerra, espera hallar la revolución, que ni lisonjea ni teme, tan afectuosa neutralidad o tan veraz ayuda, que por ellas vendrá a ser la guerra más breve, sus desastres menores, y más fácil y amiga la paz en que han de vivir juntos padres e hijos. Los cubanos empezamos la guerra, y los cubanos y los españoles la terminaremos. No nos maltraten, y no se les maltratará. Respeten, y se les respetará. Al acero responda el acero, y la amistad a la amistad. En el pecho antillano no hay odio; y el cubano saluda en la muerte al español a quien la crueldad del ejercicio forzoso arrancó de su casa y su terruño para venir a asesinar en pechos de hombres la libertad que él mismo ansía. Más que saludarlo en la muerte, quisiera la revolución acogerlo en vida ; y la república será tranquilo hogar para cuantos españoles de trabajo y honor gocen en ella de la libertad y bienes que han de hallar aún por largo tiempo en la lentitud, desidia y vicios políticos de la tierra propia. Este es el corazón de Cuba, y así será la guerra. ¿Qué enemigos españoles tendrá verdaderamente la revolución'? ¿Será el ejército, republicano en mucha parte, que ha aprendido a respetar nuestro valor, como nosotros respetamos el suyo, y más sienten impulso a veces de unírsenos que de combatirnos? ¿Serán los quintos, educados ya en las ideas de humanidad, contrarias a derramar sangre de sus semejantes en provecho de un cetro inútil o una patria codiciosa, los quintos segados en la flor de su juventud para venir a defender, contra un pueblo que los acogiera alegres como ciudadanos libres, un trono mal sujeto. sobre la nación vendida por sus guías, con la complicidad de sus privilegios y sus logros? ?Será la masa, hoy humana y culta, de artesanos y dependientes, a quienes, so pretexto de patria, arrastró ayer a la ferocidad y al crimen del interés de los españoles acaudalados que hoy, con lo más de sus fortunas salvas en España, muestran menos celo que aquel con que ensangrentaron la tierra de su riqueza cuando los sorprendió en ella la guerra con toda su fortuna? ¿O serán los fundadores de familias y de industrias cubanas, fatigados ya del fraude de España y de su desgobierno, y como el cubano vejados y oprimidos, los que, ingratos e imprudentes, sin miramientos por la paz de sus casas y la conservación de una riqueza que el régimen de España amenaza más que la revolución, se revuelvan contra la tierra que de tristes rústicos los ha hecho esposos felices, y dueños de una prole capaz de morir sin odio por asegurar al paure sangriento de suelo libre al fin de la discordia permanente entre el criollo y el peninsular; donde la honrada fortuna puede mantenerse sin cohecho y desarrollo sin zozobra, y el hijo no vea entre el beso de sus labios y la mano de sus padres la sombra aborrecida del opresor ? ¿Que suerte elegirán los españoles : la guerra sin tregua, confesa o disimulada, que amenaza y perturba las relaciones siempre inquietas y violentas del país, o la paz definitiva, que jamás se conseguirá en Cuba sino con la independencia? ¿Enconarán y ensangrentarán los españoles arraigados en Cuba la guerra en que pueden quedar vencidos? ¿Ni con que derecho nos odiarán los españoles, si los cubanos no los odiamos? La revolución emplea sin miedo este lenguaje, porque el decreto de emancipar de una vez Cuba de la ineptitud y corrupción irremediable del gobierno de España, y abrirla franca para todos los hombres al mundo nuevo, es tan terminante como la voluntad de mirar como a cubanos, sin tibio corazón ni amargas memorias, a los españoles que por su pasión de libertad ayuden a conquistarla en Cuba, y a los que con su respeto a la guerra de hoy rescaten la sangre que en la de ayer manó a sus golpes del pecho de sus hijos.
En las formas en que se dé la revolución, conocedora de su desinterés, no hallará sin duda pretexto de reproche la vígilante cobardía, que en los errores formales del país naciente, o en su poca suma visible de república, pudiese procurar razón con que negarle la sangre que le adeuda. No tendrá el patriotismo puro causa de temor por la dignidad y suerte futura de la patria. - La dificultad de las guerras de independencia en América, y la de sus primeras nacionalidades, ha estado, más que en la discordia de sus héroes y en la emulación y recelo inherentes al hombre, en la falta oportuna de forma que a la vez contenga el espíritu de redención que, con apoyo de ímpetus menores, promueve y nutre la guerra, - y las prácticas necesarias a la guerra, y que ésta debe desembarazar y sostener. En la guerra inicial se ha de hallar el país maneras tales de gobierno que a un tiempo satisfagan la inteligencia madura y suspicaz de sus hijos cultos, y las condiciones requeridas para la ayuda y respeto de los demás pueblos -, y permitan, en vez de entrabar, el desarrollo pleno y término rápido de la guerra fatalmente necesaria a la felicidad pública. Desde sus raíces se ha de constituir la patria con formas viables, y de si propias nacidas, de modo que un gobierno sin realidad ni sanción no la conduzca a las parcialidades o a la tiranía. - Sin. atentar, con desordenado concepto de su deber, al uso de las facultades íntegras de constitución, con que se ordenen y acomoden, en su responsabilidad peculiar ante el mundo contemporáneo, liberal e impaciente, los elementos expertos y novicios, por igual movidos de ímpetu ejecutivo y pureza ideal, que con nobleza idéntica, y el título inexpugnable de su sangre. se lanzan tras el alma y guía de los primeros héroes, a abrir a la humanidad una república trabajadora; sólo es lícito al Partido Revolucionario Cubano declarar su fe en que la revolución ha de hallar formas que le aseguren, en la unidad y vigor indispensables a una guerra culta, el entusiasmo de los cubanos, la confianza de los españoles y la amistad del mundo. Conocer y íijar la realidad; componer en molde natural, la realidad de las ideas que producen o apagan los hechos, y la de los hechos que nacen de las ideas ; ordenar la revolución del decoro, el sacrificio y la cultura de modo que no quede el decoro de un sólo hombre lastimado, ni el sacrificio parezca inútil a un sólo cubano, ni la revolución inferior a la cultura del país, no a la extranjera y desautorizada cultura que se enajena el respeto de los hombres viriles por la ineficacia de los resultados y el contraste lastimoso entre la poquedad real y la arrogancia de sus estériles poseedores, sino al profundo conocimiento de la labor del hombre en rescate y sostén de su dignidad : - ésos son los deberes, y los intentos, de la revolución. Ella se regirá de modo que la guerra, pujante y capaz, dé pronto casa firme a la nueva república.
La guerra sana y vigorosa desde el nacer con que hoy reanuda Cuba, con todas las ventajas de su experiencia, y la victoria asegurada a las determinaciones finales, el esfuerzo excelso, jamás recordado sin unión, de sus inmarcecibles héroes, no es solo hoy el piadoso anhelo de dar vida plena al pueblo que, bajo la inmortalidad y ocupación crecientes de un amo inepto, desmigaja o pierde su fuerza superior en la patria sofocada o en los destierros esparcidos. Ni es la guerra él insultante prurito de conquistar a Cuba con el sacrificio tentador, la independencia política, que sin derecho pediría a los cubanos su brazo si con ella no fuese la esperanza de crear una patria más a la libertad del pensamiento, la equidad de las costumbres y la paz del trabajo. La guerra de independencia de Cuba, nudo de haz de islas donde se ha de cruzar, en plazo de pocos anos, el comercio de los continentes, es suceso de gran alcance humano, y servicio oportuno que el heroísmo juicioso de las Antillas presta a la firmeza y trato justo de las naciones americanas, y al equilibrio aún vacilante del mundo. Honra y conmueve pensar que cuando cae en tierra de Cuba un guerrero de la independencia, abandonado tal vez por los pueblos incautos o indiferentes a quienes se inmola, cae por el bien mayor del hombre, la confirmación de la república moral en América, y la creación de un archipiélago libre donde las naciones respetuosas derramen las riquezas que a su paso han de caer sobre el crucero del mundo. ¡ Apenas podría creerse que con semejantes mártires, y de tal porvenir, hubiera cubanos que atasen a Cuba a la monarquía podrida y aldeana de España. y a su miseria inerte y viciosa!
A la revolución cumplirá mañana el deber de explicar de nuevo al país y a las naciones las causas locales, y de idea e interés universal, con que para el adelanto y servicio de la humanidad reanuda el pueblo emancipador de Yara y Guáimaro una guerra digna del respeto de sus enemigos y el apoyo de los pueblos, por el rígido concepto del derecho del hombre, y su aborrecimiento de la venganza estéril y la devastación inútil. Hoy,. al proclamar desde el umbral de la tierra venerada el espíritu y doctrinas que produjeron y alientan la guerra entera y humanitaria en que se une aún más el pueblo de Cuba, invencible e indivisible, séanos lícito invocar, como guía y ayuda de nuestro pueblo, a!os magnánimos fundadores, cuya labor renueva el país agradecido, y al honor, que ha de impedir a los cubanos herir, de palabra o de obra, a los que mueren por ellos. Y al declarar así, en nombre de la patria, y deponer ante ella y ante su libre facultad de constitución, la obra idéntica de dos generaciones, suscriben juntos la declaración por la responsabilidad común de su representación, y en muestra de unidad y solidez de la revolución cubana, el Delegado del Partido Revolucionario Cubano, creado para ordenar y auxiliar ]a guerra actual, y el General en Jefe electo en él por todos los miembros activos del Ejército Libertador.

Montecristi, 25 de Marzo de 1895.

lunes, 13 de agosto de 2012

Sentido heroico y creador del socialismo


por José Carlos Mariátegui

Todos los que como Henri de Man predican y anuncian un socialismo ético, basado en principios humanitarios, en vez de contribuir de algún modo a la elevación moral proletariado, trabajan inconsciente, paradójicamente, vale decir contra su rol civilizador. Por la vía del socialismo "moral", y de sus pláticas antimaterialistas, no se consigue sino recaer en el más estéril y lacrimoso romanticismo humanitario, en la más decadente apologética del "paria", en el más sentimental e inepto plagio de la frase evangélica de los "pobres de espíritu". Y esto equivale a retrotraer al socialismo a su estación romántica, utopista, en que sus reivindicaciones se alimentaban, en gran parte, del sentimiento y la divagación de esa aristocracia que, después de haberse entretenido, idílica y dieciochescamente, en disfrazarse de pastores y zagalas y en convertirse a la Enciclopedia y el liberalismo, soñaba con acaudillar bizarra y caballerescamente una revolución de descamisados y de ilotas. Obedeciendo a una tendencia de sublimación de su sentimiento, este género de socialistas —al cual nadie piensa negar sus servicios y en el cual descollaron a gran altura espíritus extraordinarios y admirables— recogía del arroyo los clichés sentimentales y las imágenes demagógicas de una epopeya de sans culottes*,destinada a instaurar en el mundo una edad paradisíacamente rousseauniana. Pero, como sabemos desde hace mucho tiempo, no era ese absolutamente el camino de la revolución socialista. Marx descubrió y enseñó que había que empezar por comprender la fatalidad de la etapa capitalista y, sobre todo, su valor. El socialismo, a partir de Marx, aparecía como la concepción de una nueva clase, como una doctrina y un movimiento que no tenían nada de común con el romanticismo de quienes repudiaban, cual una abominación, la obra capitalista. El proletariado sucedía a la burguesía en la empresa civilizadora. Y asumía esta misión, consciente de su responsabilidad y capacidad —adquiridas en la acción revolucionaria y en la usina capitalista— cuando la burguesía, cumplido su destino, cesaba de ser una fuerza de progreso y cultura.

Por esto, la obra de Marx tiene cierto acento de admiración por la obra capitalista, y El capital, al par que da las bases de una ciencia socialista, es la mejor versión de la epopeya del capitalismo (algo que no escapa exteriormente a la observación de Henri de Man, pero sí en su sentido profundo).

El socialismo ético, pseudocristiano, humanitario, que se trata anacrónicamente de oponer al socialismo marxista, puede ser un ejercicio más o menos lírico e inocuo de una burguesía fatigada y decadente, mas no la teoría de una clase que ha alcanzado su mayoría de edad, superando los más altos objetivos de la clase capitalista. El marxismo es totalmente extraño y contrario a estas mediocres especulaciones altruistas y filantrópicas. Los marxistas no creemos que la empresa de crear un nuevo orden social, superior al orden capitalista, incumba a una amorfa masa de parias y de oprimidos, guiada por evangélicos predicadores del bien. La energía revolucionaria del socialismo no se alimenta de compasión ni de envidia. En la lucha de clases, donde residen todos los elementos de lo sublime y heroico de su ascensión, el proletariado debe elevarse a una "moral de productores" muy distante y distinta de la "moral de esclavos", de que oficiosamente se empeñan en proveerlo sus gratuitos profesores de moral, horrorizados de su materialismo. Una nueva civilización no puede surgir de un triste y humillado mundo de ilotas y de miserables, sin más título ni más aptitud que los de su ilotismo y su miseria. El proletariado no ingresa en la historia políticamente sino como clase social; en el instante en que descubre su misión de edificar, con los elementos allegados por el esfuerzo humano, moral o amoral, justo o injusto, un orden social superior. Ya esta capacidad no ha arribado por milagro. La adquiere situándose sólidamente en el terreno de la economía, de la producción. Su moral de clase depende de la energía y heroísmo con que opere en este terreno y de la amplitud con que conozca y domine la economía burguesa.

De Man roza, a veces, esta verdad; pero en general se guarda de adoptarla. Así, por ejemplo, escribe: "Lo esencial en el socialismo es la lucha por él. Según la fórmula de un representante de la Juventud Socialista Alemana, el objeto de nuestra existencia no es paradisíaco sino heroico". Pero no es esta precisamente la concepción en que se inspira el pensamiento del revisionista belga, quien, algunas páginas antes, confiesa: "Me siento más cerca del práctico reformista que del extremista y estimo en más una alcantarilla nueva en un barrio obrero, o un jardín florido ante una casa de trabajadores, que una nueva teoría de la lucha de clases". De Man critica, en la primera parte de su obra, la tendencia a idealizar al proletariado como se idealizaba al campesino, al hombre primitivo y simple, en la época de Rousseau. Y esto indica que su especulación y su práctica se basan casi únicamente en el socialismo humanitario de los intelectuales.

No hay duda de que este socialismo humanitario anda hasta hoy no poco propagado en las masas obreras. La internacional, el himno de la Revolución, se dirige en su primer verso a "los pobres del mundo", frase de neta reminiscencia evangélica. Si se recuerda que el autor de estos versos es un poeta popular francés, de pura estirpe bohemia y romántica, la veta de su inspiración aparece clara. La obra de otro francés, el gran Henri Barbusse,** se presenta impregnada del mismo sentimiento de idealización de la masa, de la masa intemporal, eterna, sobre la que pesa opresora la gloria de los héroes y el fardo de las culturas. Masa-cariátide. Pero la masa no es el proletariado moderno; y su reivindicación genérica no es la reivindicación revolucionaria y socialista.

El mérito excepcional de Marx consiste en haber, en este sentido, descubierto al proletariado. Como escribe Adriano Tilgher,

ante la historia, Marx aparece como el descubridor y diría casi el inventor del proletariado; él, en efecto, no sólo ha dado al movimiento proletario la conciencia de su naturaleza, de su legitimidad y necesidad histórica, de su ley interna, del último término hacia el cual se encamina, y ha infundido así en el proletariado aquella conciencia que antes le faltaba; sino ha creado, puede decirse, la noción misma, y tras la noción, la realidad del proletariado como clase esencialmente antitética de la burguesía, verdadera y sola portadora del espíritu revolucionario en la sociedad industrial moderna.


* Los sans culottes se llamaron a los revolucionarios franceses porque dejaron el uso del calzón. La expresión significa sin cal-zones o bragas. Estos eran usados, mayormente, por la nobleza.

** Sobre Henri Barbusse, léase el estudio del autor en las páginas de El artista y la época.

miércoles, 8 de agosto de 2012

LA FASCINACIÓN FRANCESA

por Luis Alberto de Herrera

La cultura social y política de los países sudamericanos es un simple reflejo de la cultura europea. Esa luz prestada por las viejas naciones, que llevan la personería moral del mundo, a las jóvenes naciones del nuevo continente, llega hasta ellas de distintos rumbos y en proporción muy desigual.
A Italia pide América del Sur elevadas enseñanzas de arte, la levadura de sus emigraciones, la consigna avanzada de su ciencia jurídica, el encanto de sus versos y los lirismos ardientes de sus poemas musicales; a Inglaterra pide la fórmula, no comprendida, de sus instituciones libres, el concurso opulento de sus dineros, el milagro civilizador de sus iniciativas ferroviarias, ejemplos de cordura política y de sensatez nacional; a Francia pide enorme caudal de doctrina, sus ideas cívicas, filosóficas, sociales, sus gustos, sus predilecciones literarias, sus modas y hasta sus fanatismos y sus idolatrías; a España, aunque menos confesada la colaboración, con injusticia, le pide su hija transoceánica el perfume de las hermosas memorias del hogar, el calor retrospectivo de tradiciones romancescas que son sus propias tradiciones; a Alemania pide el concurso de su pasmosa energía comercial, maquinarias, ciencia de vanguardia, ideas viriles y acción.
Alguna de esas influencias superiores no ha sido siempre tenaz, o ha desfallecido; la germánica es de origen muy moderno y, alguna otra, se acentúa con contornos sentimentales. Ninguna de esas características gravita sobre el aporte al escenario sudamericano de las ideas francesas.
Desde hace un siglo su influjo viene creciendo al extremo de ser en la actualidad absoluto, casi exclúyeme, su imperio.
Tal vez la misma nación favorecida con tan amplio homenaje continental ignora la intensa fidelidad de esta adhesión espontánea, leal e irreflexiva como son los gestos de todas las adolescencias. Porque lo curioso del caso es que Francia muy poco ha puesto de su parte para alcanzar este éxito de popularidad, ajeno a razones económicas, que se extiende en todos los órdenes del pensamiento.
No son los rieles, ni las obras portuarias, ni el canje de productos, ni copiosas transfusiones de sangre los motivos de la señalada simpatía. América del Sur comercia por más grueso rubro con otras naciones europeas; pero en cambio, compra sus libros, recoge juicios universales, bebe doctrinas, mide el dogma social con el patrón exacto de los veredictos franceses.
Este enamoramiento profundo y tan sentido que no espera la reciprocidad para manifestarse, Francia no lo encontrará más dilatado en sus propias colonias. Sobre todo, en el concepto político y filosófico, puede afirmarse que América del S ur es una copia, sin alteración, de aquel ruidoso modelo. ¿A qué causas se debe esta singular dominación sembra¬da por el viento, sin mayor esfuerzo de la parte plagiada?
La fácil declamación corriente contesta, sin dudar, que las naciones de este hemisferio prosternan sus corazones ante Francia, porque Francia es la más alta antorcha de la civilización y porque sus entrañas han parido el verbo de la democracia.
Hace muchos lustros que nuestras multitudes vienen repitiendo, sin mucho beneficio de inventario, esa pomposa afirmación que ya va adquiriendo, para nosotros, perfil sacramental. Pero un comentario más intenso diría que el apasionamiento de los sudamericanos por las ideas francesas arranca, en gran parte, del conocimiento imperfecto que se tiene de otros luminosos núcleos sociales, de otras ideas de gobierno y de otros ensayos, mucho más felices, de libertad. Por otra parte, un idioma comprensible y acariciador para los oídos latinos, una literatura poderosa y por aquella razón muy vulgarizada, la novelesca atracción parisiense y, en primera línea, el eco de los días tempestuosos de 1789 trasmitido, como por gigantesca bocina, a través del Atlántico, también han concu¬rrido a grabar en el alma americana los rasgos de esa generosa devoción.
La identidad de defectos afirma las amistades rumorosas y por cierto que la exaltación de los partidos franceses, sus alternativas cesaristas y liberales y el fragor de sus luchas, con tan amplia reproducción en el nuevo continente, han afianzado los vínculos de una instintiva solidaridad moral.
Todos los excesos y todos los pecados cívicos de nuestra raza han encontrado atenuación piadosa ante el ejemplo de otro gran pueblo, honra y prez de la humanidad, que ha sido y sigue siendo, como nosotros, inconsecuente, demagogo, a ratos rebelde, y siempre pronto a la inquietud y a la embriaguez de las aventuras gloriosas.
Incapacitados para encamar en la práctica viril los anhelos democráticos, porque muchas fatalidades se han aliado para estorbarlo, hemos debido resignarnos a dar vida, sobre el papel, al ensueño de perfección soñada, y de ahí que nos abracemos, con ingenuo orgullo, al texto, a menudo esclarecido, de nuestras cartas constitucionales.
A los tcorizadores quedó librada la tarca, casi poética, de vestir con los más brillantes atributos el pensamiento político de los pueblos, que un día, por razón inesperada del azar, se despertaron libres de nombre, aunque atados de pies y manos al sistema colonial.
Se trataba de crear denominaciones republicanas, sin detenerse en la previa y lógica consulta a soberanías incipientes y ajenas, hasta en doctrina, al fuego de las instituciones modernas.
Ningún ejemplo más insinuante, entonces, para nuestros padres legisladores, que las abstracciones de la Revolución Francesa, pictóricas de reforma radical y de sonoridad agradable para todos los tem¬peramentos románticos.
Al alcance de la mano estaba aquel caudal, entre sangriento y filosófico, de audaces innovaciones en todos los órdenes de organización pública y, a buen seguro, que su coronamiento de lucha a muerte con la realeza le agregaba prestigio a ojos de los imitadores.
En el Nuevo Mundo se volcaron en toda su integridad, hace cerca de un siglo, los dogmas entregados a la opinión europea en las postrimerías de otra centuria. La retórica nativa y el interés de las fracciones en pugna, luego, se encargaron de decorar con profusión de epítetos el sistema de gobierno adquirido todo entero y de golpe, como se compra, de apuro, una indumentaria; y en la actualidad ese material de instituciones y de pensamientos prestados continúa gimiendo ensayos de organización en el fondo de cada retorta criolla, es decir, de cada nación sudamericana.
Por entendido que todas nuestras situaciones de fuerza han encontrado abundante apoyo declamatorio en los anales del jacobinismo, siendo justo agregar que, por su parte, también las reacciones inflexibles y el anhelo de las purezas ilusorias se abrazaron a la evocación del martirio girondino.
Copia más o menos fracasada de las enseñanzas republicanas francesas, natural es que las naciones del oriente se hayan identificado, hasta extremos apasionados, al país que, en buena o en mala hora, eligieran como guía de su conducta independiente.
La distancia entre los discípulos y la cátedra, en vez de perjudicar ese entusiasmo admirativo, le ha concedido el exagerado empuje que adquieren todas las impulsiones soñadoras cuando no se ven de cerca las fisonomías, ni se tocan los obligados defectos de la realidad, siempre inferior a la perspectiva.
Ya hemos dicho que una soberbia labor literaria afianzó las atracciones del hermoso modelo, todavía certificadas con la fama de su ciencia eminente y, en otro sentido, por la leyenda de fabulosas conquistas.
América del Sur vive, pues, con el oído atento a las inflexiones de la voz francesa que ha sustituido, en mucho, a la voz de la propia sangre. Así vemos que, a dos mil leguas de distancia, se vibra con las mismas pasiones de París, recogiendo idénticos sus dolores, sus indignaciones y sus estallidos neurasténicos.
Ninguna otra experiencia se acepta; ningún otro testimonio de sabiduría cívica o de desinterés humano se coloca a esa altura excelsa.
Sólo en un rumbo están puestas las ardientes afecciones intelectuales y sólo de ese rumbo se reciben los grandes consejos colectivos.
De ahí que, con profunda sinceridad creyente, se repita en América la frase, conocida, de que todo hombre libre tiene dos patrias: la propia y Francia.
Se presta verdad inconcusa a este concepto avanzado, falso como todas las afirmaciones incompletas, olvidando que el bien universal es obra de la comunidad de poderosos esfuerzos distintos y que las libertades públicas que hoy gozamos no han alcanzado su mejor cultivo en el seno de la familia latina.
Es en otras tierras y en otros climas donde han tenido maravilloso desarrollo las instituciones redentoras y nadie ignora que, si bien en otros laboratorios sociales no se ha fatigado el frontispicio de los templos y de los palacios administrativos con la divisa pomposísima de "Igualdad, Libertad, Fraternidad", no por eso ha sido menos brillante la sanción práctica de esa seductora trilogía.
La exactitud estricta nos ordenaría dar relieve al anterior aserto, diciendo que la libertad política y religiosa del mundo debe, más que a Francia, a otras naciones de evolución externa más regular y menos reconocida por ser ella menos turbulenta.
Pero la opinión general en América del Sur no lo piensa así y hasta parecería que cada día adquiere mayor arraigo en las conciencias la devoción espiritual de los años primeros.
Casi con temor irreverente nos atrevemos a confesar nuestra discrepancia con esa tan cerrada idolatría, en la parte que refiere al beneficio sobresaliente prestado a nuestros pueblos por el ejemplo democrático de Francia.
Pero no es nuestra la culpa si el espectáculo de otras sociedades políticas de diversa cepa y el paralelo ansioso, luego realizado, han sido causa de que se rompiera el encanto exclusivo que también hemos compartido. Estas páginas modestas brotan bajo la inspiración de ese criterio, casi cismático entre nosotros.
Lejos de nuestra mente el propósito de someter a análisis el significado de la influencia francesa en concepto general. Ninguna opinión puede alzarse contra esa preciosa colaboración humana y, por cierto, que merecería caer abrumado bajo el peso de su propia insensatez quien se atreviera a renegarla. No; localizando comentarios, nos limitaremos a juzgar la parto tan activa que los sucesos han dado a la Revolución Francesa en el desarrollo de nuestros ideales cívicos y filosóficos.
Habrá sido ese terremoto punto de arranque de inmensos bienes para la nación que sintió quemadas las entrañas por el fuego de sus lavas furiosas. Ahí no estriba la cuestión que ahora nos interesa. Nosotros sólo averiguaremos si es cierto que las democracias del nuevo continente han usufructuado esa cosecha de redenciones, tanto como el homenaje corriente lo repite en todos los tonos. Encararemos el drama de 1789 en sus conexiones con este hemisferio, para llegar a la conclusión, después de una larga jornada, de que muchos de nuestros defectos de origen y de tendencia han sido exaltados por la interpretación frenética de aquel otro frenesí.
Demasiada crueldad se pone en el juicio, también generalizado, que atribuye a la madre patria la responsabilidad original de nuestras grandes caídas institucionales. Mucha parte de ese reproche, aunque él sea amargo, debemos volverla contra nosotros mismos que, ofuscados por la conquista de la independencia territorial, nos lanzamos en la infancia libre a las más descabelladas especulaciones filosóficas, persistiendo, todavía, a pesar de los golpes sufridos, en los mismos excesos doctrinarios que han sido causa de nuestro desastre republicano.
Acentuando nuestras deficiencias orgánicas, han sido las ideas absolutas de la Revolución Francesa, sus fanatismos demoledores, sus quimeras y sus propósitos abstractos de fraternidad universal y de derechos ilimitados, los factores morales indirectos de nuestra anarquía endémica, que ahora empieza a batirse en retirada.
Así, crudo y contradictorio con arraigados preconceptos, se yergue el comentario cuando, sustrayéndose a los convencionalismos escritos, se aproxima el pensamiento al fondo mismo de las cosas y se tiene la lealtad preliminar de reconocer que los pueblos de América del Sur, ajenos a la verdad del sufragio y al ejercicio elemental de la soberanía, poseen de la libertad, más las vibraciones engañadoras de tan dulce palabra, que la verdad positiva de sus beneficios.
La interpretación sofística de la Revolución Francesa y de sus consecuencias externas, así como un exagerado afán imitativo, sin consultar circunstancias ni las conveniencias propias, han sido causa de que permaneciera disimulada en nuestro continente esa derrota de las más generosas aspiraciones comunes.
Pero lo extraordinario es que se cierre los ojos a esa evidencia cuando hubiera sido obra de milagro el éxito social de los ideales delirantes de 1789 en el seno de cuerpos políticos extraños a las virtudes de las instituciones libres.
Todo estaba por hacerse en América cuando la emancipación se cruzó en su camino. La definición del coloniaje la da el letargo. Los siglos de estancamiento sólo sirvieron para afirmar el cimiento granítico de las costumbres heredadas. Sin comercio, o haciendo de su ejercicio delito de contrabandistas; sin libros y concibiendo a la letra de molde como vehículo de disolución moral; sin mejoras en el orden establecido, porque atreverse a corregir las deficiencias iniciales importaba delito de lesa fidelidad a la monarquía tutora, pero, en cambio, con esclavos, con ensayos inquisitoriales, aunque tímidos, con inmigraciones africanas y con ajustada red de alentados y de despojos. Arriba, el fanatismo de la autoridad indiscutida; abajo, el fanatismo de la sumisión. Falta agregar el contingente de una creencia religiosa ultra, tan exclusiva como sincera, que sólo comprendía como legítimo el imperio de las intolerancias.
A justo título se ha alabado el matiz popular de los Cabildos; pero, ¡cuánta diferencia media entre esos raros síntomas de representación vecinal, enfrascada en la tiesura de ceremoniales anticuados y extraños, en el hecho, a las tibiezas de la intervención popular, y el funcionamiento, en otros escenarios, de las comunas que son algo así como células preciosas donde se elabora la salud de los pueblos y la miel de sus más hermosos derechos!
Ni siquiera existía materia prima propicia a los afanes superiores del artífice. Ni el indio, corajudo y resignado, pero inepto, por lo mismo, para las agitaciones ansiosas del civismo; ni el negro, importado como ser inferior, a pretexto de sustituirlo al aborigen en el envilecimiento del yugo; ni el aventurero ibérico, temerario, desordenado y de escasos escrúpulos, tan pocos como exige la ambición arrebatada, ofrecían elementos felices para fundir, de golpe, bronce de ciudadanos.
Como los individuos, las razas obedecen al determinismo de su origen. Sus cualidades y sus virtudes las transmite el pasado: las corrientes de la sangre, al igual del agua de los ríos, ofrecen el sabor característico de los terrenos que ellas han atravesado. Cumpliendo esa ley, el producto sudamericano de las horas independientes pronto reveló, en la acción, el timbre de sus imperfecciones étnicas.
La montaña de arbitrariedades y de rancios prejuicios, que ocupaba la espalda, sólo podía dar vertiente a las pasiones y al clamor de los excesos y de la fuerza.
Por eso bulle en el alma hervor de protesta cuando la demagogia intelectual, repudiando, arbitraria, todas las atenuaciones de fondo admitidas por la filosofía de la historia, en sus considerándoos, pide castigo de hoguera para los protagonistas en el drama, todavía abierto, de las guerras civiles sudamericanas y de la organización nacional.
Sólo la tradición bíblica concibe sin madre, sin gesto de atrás, al primer hombre creado, pero, por virtud milagrosa, dicen sus libros; y sólo refiriéndose a ese Adán pudo Miguel Ángel suprimir, en su estatuaria, todo rastro umbilical.
Pero las sociedades del Nuevo Mundo, hijas legítimas de su medio ambiente y del cruce de enmarañados antecesores, llevan en su conducta el sello inextinguible de su filiación. De ahí que no hayamos podido ser mejores de lo que venimos siendo.
Por desventura las circunstancias, en vez de oponer freno a ese fatalismo irregular, le abrieron dilatada cancha. Antes de tiempo, todavía en período intrauterino, fuimos llamados a cumplir delicados deberes de autonomía.
Eramos el desierto inmenso, oscuro, sin vías de contacto, apenas ribeteado de civilización en los litorales, y una mañana inopinada ese desierto y esas poblaciones supieron que el destino los llamaba a una figuración enérgica. Por singular eslabonamiento de las cosas el despotismo napoleónico engendró la emancipación de un continente.
Llamados a la dura brega sin conocer a ciencia cierta los derechos que defendían; mentores de un dogma de soberanía sólo prestigiado por el eco de exóticas leyendas, los americanos fueron, sin embargo, tan bravos en su sacrificio inmortal que merecieron ser libres y ellos mismos se creyeron capaces de serlo.
Con hilo de hazañas cosieron los colores de sus banderas y, si la justicia tuviera la aptitud mágica de cegar lagunas y de pulir defectos, desde sus primeros ensayos habría obtenido nuestra raza ancho lote de libertad.
Pero las ineptitudes para el gobierno propio eran de orden fundamental. Quisimos leer antes de saber deletrear. Laurearnos de académicos sin cursar bachillerato de democracia. Instigados por ese empeño, la pléyade de hombres ilustres que formaban al frente de la milicia indígena liberada, anhelaron para los suyos las más preciadas vendimias de la ajena sabiduría. Entonces se lanzan, con gesto iluminado, a la pesquisa de los sistemas más infalibles de felicidad doctrinaria y, en ese propósito, se agitan, sin descansar, audaces y generosos, porque, cuando la idea alta lo trabaja, el espíritu entra en celo, afiebrado como la tierra que germina.
Por esa época la propaganda gloriosa de la filosofía ya había conmovido los cimientos feudales de Europa. Estaban en auge los dog¬mas revolucionarios de Rousseau. ¡Qué inversión tan colosal en el curso de las ideas universales! Con tradiciones, reyecías, privilegios, experien¬cias y aristocracias se hizo un gigantesco hacinamiento de combustibles. El principio revelado de la soberanía del pueblo dio la señal del incendio. La moda intelectual ordenaba tener por mal construida a la sociedad existente, que levantaba sus paredes maestras sobre cimientos de opresión. Las agrupaciones humanas no debían reconocer otro origen que el mutuo consentimiento entre sus componentes: ¡las maravillas espontáneas del Contrato Social! Tan científicos consideraron los contemporáneos estos asertos, que corriendo el tiempo serían esgrimidos por la guillotina en función, que hasta la nobleza, entonces clase privilegiada, se rindió a la atracción equitativa, casi piadosa, de los nuevos postulados. Todavía el ariete no hería la carne viva y se ignoraban los arcanos del porvenir. Con ánimo sonriente se concedió la razón teórica al reformador ginebrino, al extremo de desearse la regresión al estado de naturaleza, que devolvería a la humanidad dolorida toda la ventura despilfarrada en erradas organi¬zaciones.
Muy lejos de la religiosidad de los libros sagrados, partiendo de sus antípodas, se llegaba a otorgar veracidad filosófica al ensueño de las dichas paradisíacas, interrumpidas por la caída del pecado original.
Los rumbos de la educación sufrieron un vuelco y las páginas extra¬ordinarias del Emilio indicaron las rutas prácticas del flamante credo, contradictorio con todo lo existente.
En 1789 hicieron crisis esos colosales sofismas. Fue aquello un cuadro de Rembrandt: iluminada la profundidad oscura de la tela por magistral pincelada de luz.
En el despeñadero de la hecatombe ondea el principio de la soberanía del pueblo, arrancado palpitante, por Juan Jacobo, del mármol de las edades; importando poco a la humanidad heredera que fuese equivocada la procedencia atribuida.
Ahora bien, las repúblicas sudamericanas empezaron a vivir a raíz de ese cataclismo mundial, cuando estaba llena la atmósfera de sus acres olores. Nada más explicable que el entregamiento ingenuo, rendido, total, a la declamación jacobina, protegida en sus desvaríos por los nombres augustos de Montesquieu, de Rousseau, de Voltaire, de Diderot, y también de Malcshcrbcs y Condorect, que nadie tenía apuro en recordar obligados a la inmolación miserable por sus propios discípulos.
No cabía momento más oportuno para intentar la realización de los apotegmas redentores soñados por el Vicario Saboyardo. ¡Magnífico liinpo de experimentación el ofrecido por un continente entero a las teorías en boga! ¿Podía pedirse mejor arcilla para el ensayo idealista que una masa de hombres extraños a la costra secular de la monarquía europea, sin tendencias políticas definidas, sin cristalización volcánica, más bien unidos que separados por sus fronteras, dibujadas por la inmensidad de las selvas, y huérfanos hasta de la instrucción elemental,  alimenta prejuicios y rencores localistas?
El autor de la tesis anárquica nunca pudo soñar tan espléndido homenaje. Las páginas de libros célebres sudaron fórmulas de gobierno para América, que se prestó muda al sacrificio, tal vez con la resignación de la inconsciencia. Se pensó que basta a los afanes su nobleza para que ellos echen rama.
La historia da fe del resultado de tan pasmosa tentativa teórica.


capitulo I de LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y SUDAMERICA

viernes, 3 de agosto de 2012

El Frente Único del APRA y sus Aliados


por Haya de la Torre

En la tercera parte del artículo "¿Qué es el APRA?", está escrito:
"El APRA organiza el gran Frente Único Antimperialista y trabaja por unir en ese frente a todas las fuerzas que en una o en otra forma han luchado o están luchando contra el peligro de la conquista que amenaza a nuestra América".
Frecuentemente se nos han planteado a los apristas estas preguntas: ¿El APRA es Partido o es Frente Único? ¿Puede ser las dos cosas a la vez?
Antes de responder, completemos la lectura del párrafo arriba citado:
"Cuando a fines de 1924 se enuncia el programa del APRA, presenta ya un plan revolucionario de acción política y de llamamiento a todas las fuerzas dispersas a unirse en un Frente Único".
El APRA es un Partido de bloque, de Alianza. Esto quedó ya demostrado al formularse las bases de su estructuración en los capítulos anteriores. Hemos presentado como caso de semejanza el Partido Popular Nacional Chino o Kuo-Min-Tang originario, que también ha sido un partido antimperialista de frente único. Recordemos que aún en los países más avanzados económicamente se dan casos de partidos de izquierda que constituyen vastas organizaciones de frente único contra el dominio político de la clase explotadora. El Labour Party inglés es eso.[42] No sólo agrupa a obreros y campesinos: incluye en su frente a un vastísimo sector de clases medias pobres y alía bajo sus banderas a numerosas agrupaciones y tendencias. Al ejemplo del laborismo inglés podrían agregarse muchos otros casos similares de partidos de izquierda en Francia, Alemania, Países Bajos y Escandinavos. Y si en las naciones industriales europeas, donde los proletariados son antiguos y numerosos, ha sido necesaria la alianza de clases proletarias, campesinas y medias -formando frentes comunes bajo disciplinas de partido-, en Indoamérica por las condiciones objetivas de nuestra realidad histórica, lo es mucho más.
El APRA debe ser, pues, una organización política, un partido. Representa y defiende a varias clases sociales que están amenazadas por un mismo peligro, o son víctimas de la misma opresión. Frente a un enemigo tan poderoso como es el imperialismo, deviene indispensable agrupar todas las fuerzas que puedan coadyuvar a resistirlo. Esa resistencia tiene que ser económica y política simultáneamente, vale decir, resistencia orgánica de Partido. Como tal, el APRA debe contar con su disciplina y sus tácticas propias.
Hemos dicho en el capítulo anterior que la lucha contra el imperialismo es, también una lucha nacional. Conviene recordar que así como hay clases sociales permanentemente atacadas y explotadas por el avance imperialista, las hay que son sus víctimas temporales. Una gran parte de nuestra burguesía en formación presenta ese carácter. Por eso, el APRA puede aliarse con ellas en un frente transitorio, mientras sea necesario sumar sus esfuerzos a la defensa común. Vale recordar que la etapa de lucha nacional contra el imperialismo se presenta en todos nuestros países y ha de durar todavía algunos años.