jueves, 1 de agosto de 2013
La independencia de Hispanoamérica, un proceso singular
Artículo publicado en “Temas
Americanistas”, Número 25 (2010).
Autor: Luis Navarro García, Catedrático
emérito de Historia de América (Universidad de Sevilla)
Para lograr una adecuada comprensión del hecho
de la Independencia pueden seguirse dos vías distintas: la de la comparación
con otros procesos descolonizadores, y concretamente con el de la independencia
de las Trece Colonias, la del análisis de los momentos iniciales y más
significativos del episodio estudiado.
Pero parece conveniente, ante todo,
advertir la impropiedad con que se denomina este hecho, aunque esa denominación
de “Independencia de Hispanoamérica” lo presente bajo una luz favorable y hasta
triunfal. También hay quien desde otra perspectiva lo llama “La pérdida de las
colonias”. El rótulo apropiado para el hecho aquí tratado, el que quizá exprese
su verdadera dimensión, es “La destrucción de la potencia hispánica”.
La independencia de Hispanoamérica
significa la práctica desaparición de aquella potencia hispánica que durante
tres siglos había tenido un peso decisivo en los destinos de Europa y América.
Habían sido tres siglos de expansión continua, aunque atravesando algunas
crisis importantes.
A lo largo de la Edad Moderna tres naciones
europeas atlánticas asumieron en distinta medida el protagonismo histórico:
España, Francia e Inglaterra. Pero en el primer cuarto del siglo XIX la
Monarquía española se hunde, y se hunde no por la fuerza de una presión o de un
ataque exterior, sino por un fenómeno de implosión, de descomposición interior,
provocado por discrepancias ideológicas y rivalidades políticas.
Se ha dicho la potencia hispánica, no
España. Esa potencia, que excedió de manera incalculable a la de los reinos
peninsulares, había sido lentamente construida durante la Edad Moderna y llegó
a ser una suma de hombres, de tierras y de recursos de todo tipo extendida por
todo el mundo. Una potencia capaz de hacer oír su voz y hacer sentir su
presencia en todos los problemas y conflictos internacionales frente a los
otros dos rivales.
Ahora, a principios del XIX, ese mundo
hispánico se disgregó y se sumió en un proceso interminable de inestabilidad
que hizo no solo que desapareciera como tal potencia, sino que pasara a
convertirse en presa del neocolonialismo naciente. Nada ni nadie, ningún otro
miembro de aquella comunidad, pudo sustituir la función dirigente que la vieja
España había ejercido sobre el conjunto durante trescientos años. La fuerza que
emanaba de aquella unión se disipó, se evaporó. Por eso, la aparición de más de
una docena de nuevas naciones, contra lo que cabía esperar, no tuvo ninguna
repercusión en la política internacional. Salvo, precisamente, la de la
desaparición de España del escenario mundial.
Por ello ese proceso largo y terrible que
fue la Independencia de Hispanoamérica viene a ser contemplado hoy como una
simple secuela del ciclo revolucionario atlántico, iniciado en los Estados
Unidos y continuado por Francia. El episodio hispanoamericano sería sólo un
epílogo de escaso interés.
A partir de esta interpretación del hecho,
se comprende el engaño que encubre la denominación de “Independencia de
Hispanoamérica”, que enmascara la realidad de los hechos, que invita a pensar
en unos países sometidos que logran triunfar frente a su dominador. Pero en
este proceso no hubo vencedores. Todos fueron derrotados.
Bajemos ahora a un plano más concreto para
ver los rasgos nada comunes, infrecuentes, singulares, de este proceso. Y es
que la Independencia de Hispanoamérica no es un suceso común. Es uno de esos
hechos singulares de la Historia de España. Como lo son la Reconquista, el
Descubrimiento y la Colonización de América, el levantamiento antinapoleónico,
y alguno más. No hay casos semejantes en la Historia de otros países, aunque
cada uno registre hechos singulares.
Dos independencias, dos procesos
diferentes
Para mostrar la excepcionalidad de este
hecho recurriremos a una comparación con el que más se le asemeja, el de la
Independencia de las Trece Colonias británicas, para lo cual hemos
confeccionado, con la colaboración del Dr. Sigfrido Vázquez Cienfuegos, un solo
mapa en el que se muestra la extensión de las Trece Colonias en 1776 y la de
las Indias españolas en 1808. Al pie de ese mapa, una escala cronológica
permite comparar la diferente duración de ambas independencias.
La Independencia hispanoamericana es
singular por varias razones. En primer lugar, por la condición de los rebeldes
o separatistas: no fueron los indios, ni las “clases oprimidas”, sino algunos
sectores de los grupos blancos dominantes. Como rezaba una paradoja puesta en
circulación hace un siglo, “América la conquistaron los indios y la
independizaron los españoles”, lo que además revela una falsedad, y es que,
contra lo que dijeron algunos insurgentes, la Independencia no la hicieron los
indios, ni se hizo por la libertad de los indios.
Se evidencia así un rasgo peculiar del
caso hispanoamericano. Generalmente las independencias las han hecho los
colonizados contra los colonizadores: los argelinos y los vietnamitas contra
los franceses, los hindúes y los keniatas contra los ingleses, etc. Pero
en nuestro caso la rebelión no es de los indios, que son los colonizados,
sino de los colonizadores europeos contra la metrópoli.
Este punto es el único en que la
independencia hispanoamericana se asemeja a la de las Trece Colonias. También
fueron los pobladores blancos o europeos de esas colonias los que se alzaron
contra la metrópoli inglesa. El parecido termina aquí, porque en los
establecimientos británicos de América del Norte no existía población india,
mientras que en los españoles esta era mayoritaria.
En segundo lugar, una diferencia muy
significativa es la del motivo original del conflicto. En el caso de los
colonos británicos fueron cuestiones relativas a la creación de nuevos
impuestos y monopolios y a la lesión de sus derechos. En el caso hispanoamericano
fue un puro problema político, el de la ausencia y prisión del rey, con la
obligada secuela de la formación de un gobierno improvisado de discutible
legitimidad, y sobre este punto de partida se acumulará luego la disputa entre
absolutistas y liberales.
Una tercera razón fue la magnitud del
fenómeno, en extensión y duración, punto en el que no se encuentra paralelo,
como se advierte en la comparación con las Trece Colonias. La extensión de las
Indias españolas era 15 veces mayor, con la consiguiente diversidad de climas
según la enorme variedad de latitudes y altitudes (Véase mapa adjunto). En
cuanto a la duración (véase la escalilla añadida al mapa), hasta 17 años
(1808-1825) duró la guerra en la América española, y después de la última fecha
la situación bélica continuó, como lo prueba la expedición Barradas a México de
1826, y hasta 1836, muerto ya Fernando VII, no se firmó el primer tratado de
paz entre una nación hispanoamericana, México, y España, a lo que seguiría un
lento goteo de otros reconocimientos.
En cambio, la guerra de Independencia de
los Estados Unidos sólo duró ocho años, desde el levantamiento de 1775 hasta
1783, aunque, en realidad, desde la rendición de Yorktown en 1781 cesaron las
operaciones militares, lo que reduce la guerra a 6 años, habiendo obtenido
inmediatamente la nueva nación el reconocimiento de su independencia por
Inglaterra.
En cuarto lugar, también hay diferencia en
el grado de dureza del enfrentamiento: en el caso hispanoamericano se
produjeron enormes pérdidas en vidas (matanzas de Valladolid y Guadalajara,
guerra a muerte de Bolívar, represalias de Morillo) y despoblación por exilios
de refugiados en Cuba o España; casi todos los países fueron arrasados varias
veces por los movimientos alternativos de los ejércitos (Venezuela, Charcas, el
norte argentino), que además produjeron el desplazamiento de grandes masas (el
éxodo uruguayo de 1811, la huída de Caracas en 1814). Enormes pérdidas en
capitales y bienes de todo tipo, paralización de la minería y el comercio, etc.
Nada parecido se conoció en los días de la
lucha por la independencia de los Estados Unidos, donde no se produjo el
“terror” característico de las revoluciones ni tampoco la espantosa devastación
que asoló a la mayor parte de las Indias españolas.
Por último, una importante diferencia más
con las Trece Colonias fue el fracaso final. Basta recordar a Bolívar: “hemos
ganado la independencia a costa de todo lo demás”, “arar en el mar” (¿y una
independencia así merecía ese altísimo precio?). Añádase el fracaso político de
quienes buscaban libertad y democracia: se dirá que la independencia fue “el
último día del despotismo y el primero de lo mismo”, o que los tres poderes
imperantes serían “infantería, caballería y artillería”.
Pero el principal fracaso fue que la
Independencia se hizo a costa de la unidad política del mundo hispánico.
Independencia que rompe múltiples lazos, no solo con España, sino con las demás
provincias de las Indias, produciéndose una progresiva fragmentación de varios
virreinatos y capitanías generales (1).
Al final resultarán unas naciones aisladas, cuando no enfrentadas entre sí, e
inestables, presas de prolongadas anarquías.
Aquí la diferencia con el caso
norteamericano es notoria, habiendo sido la lucha por la independencia lo que
precisamente fundió a las Trece Colonias en una sola nación.
Clave de la diferencia
Este proceso dramático tiene una
explicación: la Independencia de Hispanoamérica fue una guerra civil, la
primera gran guerra civil del mundo hispánico en la Edad Contemporánea, que
vería después muchas más, y muy destructoras, tanto en Europa como en América.
Este es el fenómeno capital,
singularizador, de nuestras independencias: la resistencia a la separación de
España. Estamos ante una guerra entre españoles. Sólo eso explica la duración.
De ningún modo se trató de una lucha entre peninsulares y criollos, como se ha
dicho y repetido con demasiada facilidad. En América los “peninsulares”, los
españoles nacidos en Europa, sólo eran el 1% de los “blancos”, frente al otro
99 % de “criollos” -españoles nacidos en América- y mestizos. Un conflicto
armado entre estos dos grupos era inconcebible, o sólo hubiera durado minutos.
Por otra parte, los blancos sólo eran el 30 % de la población, compuesta
mayoritariamente por indios y castas.
La guerra de independencia
hispanoamericana no fue, porque no podía serlo, lucha entre peninsulares y
criollos, sino entre los dos bandos de españoles, muy mayoritariamente
criollos, en que se escindió la élite blanca colonial, dispuestos a favor o en
contra de la unión con España, con escasísima participación de fuerzas
peninsulares. Tal escasez se dio entre 1808 y 1814, porque España luchaba en su
propio territorio peninsular contra el invasor francés; y después de 1814,
porque hubo un solo envío de 15.000 hombres, el ejército de Morillo, a América
del Sur. En total, España envió a América 40.000 soldados entre 1808 y 1820, y
después ya no se enviaron más, aunque la lucha, la resistencia a la
independencia, siguió hasta 1825. Menos de 4.000 hombres al año, en
contingentes reducidos, para cubrir desde el norte de México hasta Chile.
El hecho excepcional, por tanto, de este
proceso de independencia es la resistencia a la separación de la metrópoli,
pero ¿de dónde nace esta voluntad de resistencia? La resistencia se explica por
la fuerza de los vínculos políticos y de familia que unían a los españoles
americanos con los peninsulares. Vínculos políticos: el amor al rey y a la
dinastía, profundamente inculcado, junto a la religión católica que unía a todos
los españoles frente a enemigos herejes. Vínculos familiares: millares de
familias españolas vivían, como hoy, divididas en los dos hemisferios, y estas
gentes no querían aceptar la ruptura.
La increíble resistencia a la secesión
explica la dureza de la guerra y tiene, a su vez, una explicación básica: las
condiciones peculiares de la colonización realizada por España en América. La
Corona española buscó desde el principio, desde el tiempo de los Reyes
Católicos, reforzar la unidad nacional. A América sólo se permitió ir a
españoles (no a extranjeros), y españoles selectos: cristianos católicos y de
buenas costumbres (no moriscos, judíos, luteranos, etc.). La población colonial
resultante, sintiéndose profundamente española, cuando perciba los primeros
pasos hacia la independencia, se manifestará refractaria hacia tal movimiento,
y sólo los sucesos de distinto signo que se van acumulando en el prolongado
proceso siguiente harán que resulte finalmente derrotada.
En las Trece Colonias Británicas no existe
esa unidad nacional y religiosa: las colonias se conciben como penitenciarías,
mentalidad que durará hasta el siglo XIX en la colonización de Australia. A las
colonias americanas van los castigados por la justicia, o los que huyen de
ella; las minorías políticas perseguidas (puritanos, católicos), y los enemigos
del imperialismo inglés (escoceses, irlandeses) o gentes procedentes de otras
naciones (holandeses, alemanes, suecos, etc.). Gentes en su inmensa mayoría
indiferentes cuando no hostiles hacia la Monarquía británica (2).
Eso explica la benignidad de la Guerra de
Independencia norteamericana. Cuando se planteó la rebelión, nadie se opuso.
Los pocos fieles a la Corona inglesa se refugiaron en los barcos de la flota o
emigraron al Canadá. Las tropas británicas que se enfrentaron a los rebeldes
fueron enviadas desde Europa, y en gran medida eran regimientos de mercenarios
alemanes, que entraron desde Canadá (victoria de los colonos en Saratoga) o
desembarcaron y evolucionaron sin éxito en el sur (sitio y rendición de
Yorktown, 1781).
Naturalmente, otro dato a tener en cuenta
en la comparación que venimos haciendo es que a la brevedad de la Guerra de
Independencia de los angloamericanos contribuyó, en el marco de una gran guerra
internacional, la intervención de varias potencias tan importantes como Francia
y España, aunque en diversa forma y medida, a favor de los rebeldes. Ahí están
las figuras de Lafayette y Bernardo de Gálvez, entre otros, para simbolizar ese
apoyo a los colonos.
Los insurgentes hispanoamericanos, en
cambio, nunca tuvieron un aliado exterior. Bolívar no se explica en la Carta
de Jamaica el silencio de las potencias europeas, y menos aún el de los
“hermanos del norte”, todos los cuales no podían obtener sino ventajas de la
desaparición del dominio español. Pero cada uno de ellos tenía importantes
razones particulares para mantenerse al margen de la contienda, dejando así que
ambas partes se fuesen desangrando en una guerra de desgaste.
Nunca se debe olvidar que el proceso de la
Independencia Hispanoamericana se salda con un fracaso. Un fracaso de todas las
partes enfrentadas. Es la gran unidad política hispánica la que entonces se
fracturó, quedando todas las partes aisladas entre sí, sin que hasta hoy se
haya restablecido la unión de manera efectiva, y lo que es más, quedando
aquejada cada una de las naciones resultantes, empezando por España, de un
grave problema de inestabilidad política, secuela del conflicto entre liberales
y conservadores y de la prolongada incapacidad experimentada para erigir una
autoridad consensuada y legítima.
Ahora bien, sobre lo hasta aquí tratado
cabe hacer dos importantes consideraciones. La primera es que la Independencia
de Hispanoamérica es un proceso genuinamente español. Es decir, un problema que
se origina en España y entre españoles, y que evoluciona durante años hasta
producir el resultado conocido. En torno a ese proceso habrá muchas
circunstancias cambiantes -el curso mismo de la guerra, la influencia de
algunas potencias- pero el núcleo central será exclusivamente español hasta el
final.
La cohesión entre las distintas partes de
la Monarquía era muy fuerte. Por eso España, aunque debilitada, conservó sus
dominios continentales en América medio siglo más que Inglaterra sus Trece
Colonias. Y ni el ejemplo de estas Colonias, ni el de la Revolución Francesa
movieron a los españoles de América a la insurrección, como tampoco los
movieron los diversos motivos de disgusto que desde luego existían, pero que
nunca hubieran justificado el tomar las armas contra el rey. La crisis que dio
origen al proceso de independencia hispanoamericano no consistió en un
enfrentamiento entre metrópoli y colonias, sino que se debió a la invasión de
la metrópoli por el ejército de Napoleón.
A los efectos desastrosos de esta invasión
se sumará luego la revolución política que se vivirá en España buscando pasar
de un régimen absolutista a otro de carácter liberal y constitucional, con los
consiguientes enfrentamientos internos, que se reproducirán igual en América, y
con bruscos virajes causados por golpes de estado que generan la consiguiente
inestabilidad política.
La segunda consideración es que el
desprestigio de España, y particularmente de su labor colonizadora desarrollada
en América durante tres siglos -probablemente la mayor y más bella empresa
colonizadora de la Historia-, alimentado desde siglos atrás por potencias
rivales, se agrava también ahora desde la misma España. Esta será una secuela
de las luchas políticas e ideológicas del momento en que, para promover el
cambio del Antiguo al Nuevo Régimen, alguien considere oportuno, incluso desde
el mismo gobierno, impugnar y desacreditar la obra de varias generaciones. De
ello ofreceremos más adelante algunas muestras.
El inicio del proceso independentista en
América
Hasta aquí hemos visto la comparación de
dos importantes procesos de “descolonización”. Pasemos ahora a considerar los
reveladores y olvidados comienzos del proceso en la América española, los
primeros pasos del proceso, los que se dieron entre 1808 y 1810, atendiendo
sólo a los principales escenarios americanos. Y es que interesa precisar cómo
ocurrieron las cosas, cómo se fueron moviendo los espíritus y se fueron
adoptando posiciones que condujeron al rompimiento (3).
Los sucesos de creciente gravedad que
ocurren en América entre 1808 y 1810 fueron motivados por la gravísima crisis
que entonces vivió la Monarquía y constituyen un periodo de incubación o
maduración en las distintas provincias indianas de la idea de separación de la
metrópoli peninsular. Idea que algunos pudieron acoger con gran deseo y la
mayoría aceptaron por necesidad.
Podemos distinguir en este bienio de 1808
a 1810 tres momentos. El de 1808, en que se da el primer movimiento juntista,
de creación de gobiernos provisionales. El de 1809, cuando en varios lugares
concretos del continente se producen serios disturbios, señal de desconcierto o
descontento con el gobierno peninsular. Y el de 1810, cuando con un segundo
movimiento juntista triunfa definitivamente la tendencia a establecer la autonomía
que a corto o medio plazo desembocará en las sucesivas independencias.
Las inquietudes de 1808
El proceso se desencadena con las
abdicaciones de Bayona, que tienen lugar en los primeros días de mayo de 1808,
por las que Carlos IV y Fernando VII ceden sus derechos a la corona española a
Napoleón, que designará a su hermano José para el trono de España. Pero la
inmensa mayoría de los españoles entendieron que tales abdicaciones eran nulas
y se rebelaron y enfrentaron con las tropas francesas invasoras.
El mismo rechazo a Napoleón se vivió en
las provincias americanas, incluso más firme que en España, porque en América
no hubo “afrancesados“. En todas las capitales americanas Fernando VII,
prisionero en Francia, fue proclamado y jurado Rey con toda solemnidad. La
fidelidad quedaba acreditada.
Había, sin embargo, otro problema, el de
la legitimidad. Ausente el rey, ¿quién asumiría el gobierno de la
Monarquía? La solución improvisada en la península fue la creación de diversas
Juntas, que procuraron eliminar a los godoyistas, los hombres puestos en cargos
de gobierno por el odiado valido Manuel Godoy reinando Carlos IV, y a los
afrancesados dispuestos a admitir el gobierno de los Bonaparte. La más
importante de las Juntas de 1808 fue la de Sevilla, presidida por D. Francisco
de Saavedra, que obtuvo dos éxitos militares -la rendición de la escuadra francesa
refugiada en Cádiz y la derrota de un ejército francés en Bailén- y envió
comisionados a varias capitales americanas, logrando ser reconocida y obedecida
en toda América (4). Pero
esto no se hizo sin dificultad.
El caso es que en varias provincias americanas,
al tenerse noticia de lo ocurrido en Bayona, algunos grupos dirigentes
pretendieron crear sus respectivas Juntas de Gobierno a semejanza de las
peninsulares, mientras que otros sostuvieron que lo conveniente era no alterar
nada, permaneciendo los mismos gobernantes al frente de los virreinatos y
capitanías generales. De aquí derivarán los primeros conflictos y división de
las élites en las capitales indianas. Veamos solo los casos más importantes de
México y Buenos Aires.
En México la propuesta para la formación
de una Junta partió del ayuntamiento de la capital, y pronto contó con la
aquiescencia del virrey, el gaditano D. José de Iturrigaray. Pero los
magistrados de la audiencia –oidores y fiscales, que eran los asesores directos
del virrey— se manifestaron abiertamente en contra, apoyándose en las leyes de
Indias y alegando que, a diferencia de lo que ocurría en la península invadida
por el enemigo, allí nada había cambiado y el virrey seguía ejerciendo toda su
autoridad. Pero el mismo virrey se había hecho sospechoso en México y en España
por ser un notorio “godoyista”, es decir, adicto al ministro y valido de Carlos
IV, el odiado déspota D. Manuel Godoy contra quien se habían pronunciado las
Juntas peninsulares. México vivió desde el 16 de julio días de incertidumbre
debido a este enfrentamiento entre partidarios y adversarios de la constitución
de una Junta, hasta que llegaron los comisionados de la Junta de Sevilla, que
llevaban instrucciones de destituir al virrey si se negaba a reconocerla como
gobierno supremo de la Monarquía. Eso fue lo que se resolvió el 16 de
septiembre, cuando un pequeño contingente de tropas de las milicias de la
ciudad arrestaron al virrey, que luego fue embarcado para España (5). Este golpe de estado -grave
incidente- permitió a la Junta Central, erigida en septiembre bajo la
presidencia del conde de Floridablanca y refugiada a finales de año en Sevilla,
empezar a recibir importantes remesas de dinero de México, que era el
virreinato más importante de todo el imperio.
Caso distinto fue el de Buenos Aires,
donde había un prestigioso virrey interino, D. Santiago Liniers, sospechoso por
su ascendencia francesa y por haber mantenido correspondencia directa con
Napoleón. Más aún, Liniers recibió en agosto de 1808 un emisario del Emperador
que le propuso que reconociera a José I Bonaparte como rey de España. También
aquí un comisionado enviado por la primitiva Junta de Sevilla recibió poderes
para deponer al virrey si hubiese dudas acerca de su fidelidad. También aquí se
vivieron largos días de intensa incertidumbre y de tensión entre el virrey y el
ayuntamiento de Buenos Aires que culminaron el 1º de enero de 1809 cuando,
habiendo finalmente Liniers aceptado renunciar el cargo, lo impidió la
intervención de varias compañías milicianas que respaldaron la autoridad
virreinal. Liniers sería finalmente relevado por un nuevo virrey en julio de
1809.
Las revueltas de 1809
En dos regiones de América del Sur -el
Alto Perú o Charcas, actual Bolivia, y Quito, hoy Ecuador- se produjeron en 1809
levantamientos motivados, en un caso, por sospechas de afrancesamiento o
carlotismo, en el otro, por el sentimiento de agravio causado por una decisión
adoptada por la Junta Central.
En dos poblaciones de Charcas -Chuquisaca
o La Plata y La Paz- fueron depuestas las autoridades que se habían hecho
sospechosas de favorecer los planes de la infanta española Carlota, esposa del
príncipe regente de Portugal, a la sazón instalado en Brasil. También aquí
influyó la permanencia en Buenos Aires del virrey Liniers, tenido por amigo de
Napoleón. Ambos levantamientos fueron prontamente dominados, aunque para ello
fue precisa la intervención de tropas enviadas por los virreyes de Buenos Aires
y de Lima.
Un año antes, la Junta Central Suprema,
constituida en septiembre de 1808 en Aranjuez, se había dado a conocer mediante
un manifiesto que debió producir el estupor de muchos españoles, a los que
pretendía anunciar grandes cambios que los harían felices. “Volved los ojos
-decía el Manifiesto de 26 de octubre de 1808- al tiempo en que vejados,
opresos y envilecidos, desconociendo vuestra propia fuerza y no hallando asilo
contra vuestros males ni en las instituciones, ni en las leyes, teníais por
menos odiosa la dominación extranjera que la arbitrariedad mortífera que interiormente
nos consumía” (6). En solo
cuatro líneas de falsedades encadenadas -a contraponer con la edad de oro que
harían nacer los revolucionarios- se daba la más negativa e injusta imagen de
la empresa americana de España, y la daba el mismo gobierno español.
Poco después, el 22 de enero de 1809, la
Suprema Junta Central de España, ya instalada en Sevilla, resolvió convocar a
algunos diputados de los virreinatos y capitanías generales de América para que
se incorporaran a la misma Junta, con lo que, por primera vez en la Historia
-no solo de España, sino Universal- representantes de las antiguas colonias,
que con esto empezaban a dejar de serlo, entraban a formar parte del gobierno
de la Monarquía. Esta Proclama suponía una gran paso hacia la equiparación de
las Indias con los reinos peninsulares: “Considerando que los vastos y
preciosos dominios que la España posee en las Indias no son propiamente
colonias o factorías como los de otras naciones, sino una parte esencial e
integrante de la Monarquía española, y deseando estrechar de un modo indudable
los sagrados vínculos que unen a unos y otros dominios… se ha servido S. M.
declarar… que los reinos, provincias e islas que forman los referidos dominios…
deben tener representación nacional e inmediata a su Real Persona y constituir
parte de la Junta Central Gubernativa del Reino por medio de sus
correspondientes diputados” (7).
El buen propósito de la Junta Central se
torció porque, habiéndose previsto la elección de 9 diputados americanos
-cuatro por los cuatro virreinatos y cinco por las capitanías generales-, más
uno por Filipinas, se sintieron agraviados los habitantes de Quito, que no
podrían enviar un agente directo a Sevilla por estar su distrito comprendido en
la circunscripción del virreinato de Santa Fe. Se añadía así a las quejas
generalmente suscitadas por la desigual representación que se asignaba a la
España europea (35 diputados) y a las Españas americanas (9 diputados) en la
Junta Central la del importante reino quiteño. Éste se sintió, al parecer,
marginado o postergado frente a una provincia tan pequeña como Puerto Rico, que
sí tendría un diputado por ser Capitanía General.
Los levantamientos de Quito y de las
ciudades de Chuquisaca y La Paz, que crearon sus propias Juntas de gobierno,
fueron hechos tumultuarios y sangrientos, que al cabo fueron sometidos por la
intervención de tropas enviadas desde Lima y Buenos Aires, produciéndose
entonces los primeros enfrentamientos armados y represiones sangrientas. Estas
revueltas fueron dominadas, pero indudablemente estos episodios predispusieron
los ánimos de muchos ante los conflictos que habrían de sobrevenir.
El nuevo juntismo de 1810
Llegamos al momento en que definitivamente
se va a romper la obediencia de las Indias españolas a la metrópoli. Hecho
originado por la desastrosa situación militar que a lo largo de 1809 se ha
venido produciendo en la península. En 1808 la resonante victoria de Bailén
había hecho retroceder a los franceses y José I llegó a abandonar Madrid camino
de Francia. Pero eso mismo obligó a Napoleón a venir personalmente al frente de
nuevos y mayores ejércitos con los que recuperó la capital y dejó abierto el
camino para ir poco a poco dominando toda la península.
La Junta Central se vio obligada por el
avance francés a refugiarse en Sevilla, desde donde procuró en vano contener el
avance francés, cosechando una serie de derrotas que culminaron con la de Ocaña
el 23 de noviembre de 1809, quedando desde ese momento abierta a los franceses
la entrada en Andalucía. Esto obligó a la Junta Central a huir de Sevilla al
último rincón de la península, la isla de León, donde el 23 de enero la misma
Junta se disolvería encomendando el gobierno a una Regencia de cinco miembros,
que se constituyó el 31 enero 1810.
Ahora bien, el paso del gobierno de la
Junta a la Regencia fue la causa de las primeras resistencias a la obediencia
de algunas provincias indianas. Desde 1808 se venía debatiendo con furia en
España la conveniencia de establecer una Regencia, conforme dictaban leyes
antiguas, desde la Siete Partidas, en vez de la Junta formada con
improvisación. Y la Junta Central venía defendiéndose de esos ataques mostrando
los inconvenientes que tendría una Regencia. La Regencia podría incluso, había
dicho la Junta, venderse a Napoleón, pactar con él. “Pretendíase -dice el
Manifiesto de la Junta de 28 de octubre de 1809- que el gobierno presente se
convirtiese en una Regencia… y esta opinión se apoyaba en una de nuestras leyes
antiguas… Mas el caso en que se vio el Reino (tras las abdicaciones) no pudo
ser previsto en nuestras instituciones”. Y lanza su condena: “Debiéranse
estremecer los partidarios de esa institución (la Regencia) del riesgo inmenso…
y advertir que con ella presentaban al tirano (Napoleón) una nueva ocasión de
comprarlos o venderlos” (8).
Y sin embargo, la misma Junta hará nacer
la Regencia en Cádiz. Regencia que será la que convoque las Cortes, en la que
estarán presentes los diputados americanos, lo que da pie a otra exaltación del
nuevo gobierno por contraposición a las deplorables circunstancias en que hasta
entonces, por lo visto, habían subsistido. En el Manifiesto de la Regencia
fechado en Cádiz el 14 de febrero de 1810 se pueden leer estas increíbles
frases que pretenden describir la situación del español colonial: “Desde este
momento, Españoles americanos, os veis elevados a la dignidad de hombres
libres: no sois ya los mismos que antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro
mientras más distantes estabais del centro del poder: mirados con indiferencia,
vejados por la codicia y destruidos por la ignorancia” (9).
Conocida de manera confusa en América la
situación -el desastre militar y el vuelco político originado por el tránsito
de la Junta a la Regencia en la península- se produjo la natural conmoción. La
idea más difundida fue la de que España estaba perdida: había dejado de existir
dominada por Napoleón, que en ese momento se hallaba en el apogeo de su gloria
y poderío, habiendo derrotado a todas las potencias de continente europeo y
concertado su boda con una hija de su gran adversario el Emperador de Austria.
Esta realidad llevó a muchos americanos a pensar que estaban de nuevo, como
después de Bayona, amenazados de caer en poder de Bonaparte y que, en todo
caso, faltando España, debían empezar a pensar en cuidar de sí mismos para no
quedar sometidos a los franceses.
Además, también como en 1808, se negó
ahora legitimidad al gobierno de la Regencia, mirada con desconfianza, es
decir, como una fórmula que debía facilitar el pacto de los españoles con el
rey José. Todo esto originó el segundo movimiento juntista, que esta vez cubrió
a casi toda América, desde México hasta Chile. De este momento de 1810
consideraremos, en orden cronológico, cuatro casos: los de Caracas, Buenos
Aires, Santa Fe de Bogotá y México.
En Caracas se supo a mediados de abril de
1810 que los franceses habían llegado hasta las murallas de Cádiz, junto con la
formación de la Regencia. Casi inmediatamente, el 19 de abril, tiene lugar una
sesión del cabildo municipal que rechaza como ilegítima la Regencia y desautoriza
al capitán general Emparán, que ya no representa a ninguna autoridad de la
Monarquía, mientras que se pide la formación de una Junta. Efectivamente, se
formará la Junta Conservadora de los Derechos de Fernando VII -hasta ahí llega
el fidelismo o su apariencia-, pero se expulsa al capitán general y a los
miembros de la audiencia embarcándolos hacia los Estados Unidos. Así se
establece un gobierno autónomo en nombre de Fernando VII que, sin embargo, a
corto plazo, en 1811, proclamará la Independencia.
El segundo escenario está en Buenos Aires.
La noticia de la situación desesperada de Cádiz se conoció en mayo de 1810. El
hundimiento de España y el rechazo de la Regencia -¿si no hay rey y la Regencia
es ilegal, a quién representa el virrey?- lleva a proponer una Junta presidida
por Hidalgo de Cisneros, que tomó posesión el 24 de mayo. Pero la noche
siguiente se vive con gran agitación en los cuarteles de las milicias, y el 25
se impone una segunda Junta ya sin virrey, Junta que inmediatamente pide se le
incorporen representantes de las provincias y despacha tropas para someter a
las que no se le unan. Movimiento antipeninsular, pero en defensa de los
derechos de Fernando VII: independiente de hecho desde 1810, la independencia
plena sólo será proclamada en 1816.
El tercer escenario está en Santa Fe de
Bogotá, la capital del virreinato de Nueva Granada, entonces gobernada por el
virrey D. Antonio José Amar y Borbón, que venía resistiendo la formación de una
Junta. Esta resistencia se desfondó cuando en mayo de 1810 llegaron no solo las
noticias de la triste situación de la península, sino unos comisionados de la
Regencia -Montúfar y Villavicencio- que a su llegada a Cartagena de Indias
favorecieron el establecimiento el 22 de mayo de una Junta presidida por el
gobernador, del que prescindirían pocas semanas después. Este ejemplo se
propagó rápidamente a otras ciudades del virreinato, y el 20 de julio alcanzó a
la misma Bogotá, cuando se celebró un cabildo abierto que resolvió la formación
de una Junta que sería presidida por el virrey. Pero el 25 el virrey y la
virreina fueron apresados y luego enviados a Cartagena, donde embarcarían para
España. A continuación, la Junta empezó a crear un ejército y a preparar un
Congreso que mantuviera unidas a las provincias del virreinato, lo que supone
el comienzo de la autonomía e inmediata disgregación de las provincias,
fragmentación del virreinato.
El cuarto escenario está en México, donde
el curso de los acontecimientos sería muy distinto al de los tres casos
anteriores. Los sucesos de abril de Caracas se conocieron en Veracruz el 20 de
mayo de 1808. En México, dominado el virreinato por las autoridades derivadas
del golpe de 1810, la inquietud fue amortiguada, pero se reactivaron
conspiraciones que se venían preparando en Valladolid y Querétaro. Cuando
algunas delaciones revelaron esta última conjura, algunos de los implicados
acudieron al cura Manuel Hidalgo, que improvisó un levantamiento el 16 de
septiembre de 1810, a los gritos de ¡Viva la Religión católica!¡Viva
Fernando VII! ¡Viva y reine siempre en este Continente Americano nuestra
sagrada patrona la santísima Virgen de Guadalupe! Hidalgo, que contaba con
escasos seguidores criollos, movilizó a los indios prometiéndoles el fin de la
opresión y de los tributos. Los indios entendieron que se abría la guerra
contra los blancos, fuesen peninsulares o criollos, y así comenzó la más
sangrienta página inicial de la Independencia, que se escribió en Guanajuato,
Valladolid y Guadalajara, hasta la derrota de Hidalgo en Puente Calderón (17
enero 1811).
El estallido de México tuvo lugar el 16 de
septiembre. Un mes después, casi exactamente, el 15 de octubre, las Cortes
gaditanas daban a conocer los primeros importantes acuerdos que habrían de
figurar en la Constitución. Véase la Proclama de 15 de octubre de 1810: “los
dominios españoles en ambos hemisferios forman una sola y misma Monarquía, una
misma y sola nación y una sola familia y… por lo mismo los naturales que sean
originarios de dichos dominios europeos o ultramarinos son iguales en derechos
a los de esta península” (10).
Pero para entonces, casi todas las provincias españolas de la América
conti-nental estaban en pie de guerra y se había vertido sangre española por
ambos bandos desde Venezuela hasta Chile.
A partir de ahora nos hallamos ante la
Guerra de Independencia de Hispanoamérica, que se desarrolla en un inmenso
escenario, desde Sonora, en el norte de México, hasta Chiloé, en el sur de
Chile, y que no concluirá hasta 1825 con la independencia de Bolivia.
Terrible guerra de más de quince años,
guerra civil entre españoles, verdaderamente entre españoles americanos o
criollos. En la última célebre batalla, en Ayacucho (1824), se enfrentaron por
ambas partes unos 15.000 hombres. En el bando realista sólo 500 eran
peninsulares, nacidos en España. Pero españoles eran todos los que lucharon por
romper la unión o por defenderla.
fuente:HispanoamericaUnida
–
NOTAS
1 Además de las naturales conexiones
familiares o comerciales que serían entorpecidas por la disgregación, muchas
provincias dependían de otras de las que recibían “situados” sin los que no
podrían subsistir, y la organización eclesiástica de diócesis u órdenes
religiosas se vería afectada por la nueva ordenación política.
2 También Francia se sirvió de proscritos
para poblar su colonia de Luisiana, practicándose las redadas de prostitutas de
París que narró el abate Prevost en Manon Lescaut.
3 Seguimos en términos generales la visión
dada por Demetrio Ramos Pérez, España en la independencia de América.
Madrid: Editorial MAPFRE, 1996.
4 Manuel Moreno Alonso, La Junta
Suprema de Sevilla. Sevilla: Ed. Alfar, 2001.
5 Luis Navarro García, Umbral de la
Independencia: El golpe fidelista de México en 1808. Cádiz: Universidad de
Cádiz, 2009.
6 “Primer manifiesto de la Suprema Junta
Gubernativa del Reino de la Nación Española”, Aranjuez, 26 de octubre de 1808,
en Antonio Ferrer del Río, Obras originales del conde de Floridablanca. Madrid:
Rivadeneyra, 1867, pp. 509-512.- Joaquín Ruiz Alemán, Escritos políticos de
Floridablanca: la instrucción y el memorial. Murcia: Academia Alfonso X el
Sabio, 1982, pp. 417-428.
7 “Decreto de la Junta Central”, Sevilla,
22 de enero de 1809. Gazeta de Caracas, nº 35 (14 de abril de
1809).
8 “Proclama de la Junta Central”, Sevilla,
28 de octubre de 1809. Gazeta de Caracas, nº 77 (29 de diciembre de
1809).- Manuel Fernández Martín, Derecho parlamentario español. Madrid:
Imprenta de Hijos de J. A. García, 1885, vol. II, pp. 562-570.
9 “El Consejo de Regencia de España e
Indias a los Americanos Españoles. Instrucciones para las elecciones por
América y Asia”, Cádiz, 14 de febrero de 1810. Fernández Martín, ob. cit., vol.
II, pp. 594-600. También en http://www.cervantesvirtual.com/sevlet/Sirve
Obras/c1812.
10 “Decreto de las Cortes. Igualdad de
derechos entre los españoles europeos y los americanos. Olvido de lo ocurrido
en las provincias de América que reconozcan la autoridad de las Cortes”, Cádiz,
15 de octubre de 1810. Fernández Martín, ob. cit., vol. II, pp.
630-531.
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