miércoles, 3 de julio de 2013

UN PLAGIO PERNICIOSO

por Luis Alberto de Herrera

Compárese aquella prudencia preventiva con la temeridad sudamericana idéntico caso.
Mientras la colonia británica, familiarizada con las instituciones libres, se afana en restringir el radio democrático, al extremo de que algún autor se pregunta a qué capítulo de su legislación lo confina, la colonia española, ajena en absoluto al aprendizaje de la independencia, sólo acierta a vestirse con las más avanzadas teorías, sin detenerse a meditar sobre la oportunidad de esa improcedente indumentaria.
¡En proporción a la arrogancia del ímpetu ha sido la caída!
Pero tan purgado desvarío tiene la triste explicación que prestan a todas las catástrofes sus mismos antecedentes. América del Sur no estaba preparada para el desposorio republicano —nadie lo ignora— cuando el destino lo quiso así. El imperio de sucesos exteriores precipitó el desprendimiento de España. En la primera jornada de lucha, a brazo partido, heroica, se disimularon, con abundante contingente de sacrificios, las imperfecciones políticas del medio social. Pero el día en que fue sellada la independencia, en la segunda jornada, adquirieron aquellas imperfecciones, que eran fundamentales, su natural transparencia.
Después de combatir había que organizar, que dirigir, que pensar. ¿Concebible coronar la luminosa tarea sin levadura de pueblo? Porque el pueblo efectivo, hábil, capaz de derechos y de deberes republicanos, era una metáfora en nuestro continente.
¡Suprema injusticia fuera procesar por sus derrotas a nuestras muche­dumbres turbulentas!
Lo extraordinario hubiera sido que de su seno, oscuro y amorfo, brotara en seguida la luz.
Todavía bajo el ardor de la dura brega, rencorosos para el pasado ibérico que, negativo de la vida, no había labrado hondos amores, nuestros padres se entregaron ciegos, seducidos, deslumbrados, a los dogmas delirantes de la Revolución Francesa.
"Tener siempre en el pensamiento las santas escrituras de los apóstoles franceses fue en las primeras décadas de nuestra revolución, la preocupación de los raros técnicos y especialistas de derecho que las conocían por lecturas de ocasión. Aspiraban entonces a legislar sin violar los principios del Pacto Social, para erigir con él barreras insalva­bles al analfabetismo nacional, a la incapacidad del indígena y del mestizo para el gobierno representativo y a la barbarie de Quiroga o de !barra y a la gauchocracia de Bustos y López. ¿Qué pensar de la eficacia de estos finos instrumentos y delicadas mallas soñados por Montesquieu o Rousseau, meditando en el silencio del bosque sagrado, para trasladar­los a Sudamérica y domeñar con ellos la bestia anárquica?” [1]
En el ingenuo entusiasmo de la hora ellos olvidaban que no basta decirse libres para serlo, como no basta, para adquirir derechos, flamear una bandera.
Algunos patriotas eminentes propiciaron la conveniencia de una transición suave, utilizando el intermedio de la forma monárquica; pero estos sabios consejos se perdieron en el tumulto clamoroso.
Vale la pena mencionar que, a pesar de la renegación de la herencia española, ese repudio no pudo sancionarse en la práctica del gobierno, pues las costumbres, las ideas generales, las tradiciones, la creencia religiosa, los prejuicios de raza, el analfabetismo, las pasiones desorde­nadas quedaron en pío, más poderosos en su arraigo étnico que la soberbia de le nublo de airados decretos. Se asistió, entonces, al injerto de fórmulas exóticas en el árbol secular, con la agravante de abrigar los ensayistas la convicción, muy sincera, de cumplir un cometido redentor.
De dos elementos sociales mutilados se hizo un todo, llamado al mas irremisible desastre. Porque el gobierno de los pueblos no es una ciencia exacta; su éxito no se abona, como en geometría, con una democracia dibujada sobre la pizarra; por el contrario, sus formulas, después de demostradas, exigen la sanción efectiva de la practica.
Esa práctica confirmatoria no pudo existir en Sudamérica porque su revolución no modifico en esencia a la unidad hombre; atacó la forma y no el fondo de las cosas. Libres, continuamos siendo colonos, pues no es tan fácil como se quisiera defenderse del medio y de sus influencias complejas. Suele verse a los autores de nuestra raza, después de procesar las incurables aberraciones de la dominación española y de exhibir a las poblaciones de América vegetando en el desconocimiento de las más elementales regalías públicas, aceptar un cambio radical de decoraciones a partir de la independencia, concediendo ellos gestos de soberanía avanzada a las masas informes, en su mayor parte compuestas de mestizos, que iniciaron, atónitas, sin saber cómo, un nuevo capitulo de su historia.
No; no hay benevolencia de criterio capaz de convencer de esa maravillosa transición del férreo pupilaje a la libertad consciente. La vida de los organismos se desenvuelve como un efecto lógico, sin ángulos rectos, coordinándose los sucesos unos a otros, para engendrar nuevos sucesos, todos solidarios, ligados entre sí, al igual de los puntos de una trayectoria.
Estéril empeño, pues, gastar dialéctica en la probanza de fulminantes capacidades cívicas que no eran posibles. Las cosechas se encargan de hacer el elogio de la semilla y ahí están de pie en el recuerdo continental los desastres del régimen democrático entre nosotros, ratificados todos los días por nuevas tristezas.
Claro está que a tan doloroso testimonio se contesta con socorro imaginativo y casi bendiciendo tales naufragios, por aquello de que el huracán destruye para fecundar.
Víctimas de las declamaciones de 1789, todavía continuamos atados a su espíritu de sofisma y rebeldes a las más claras evidencias.
Ya, entre las luces de la aurora, Bolívar y San Martín, los dos grandes libertadores, afianzados por las más eminentes cabezas de la época, desesperaron de la aptitud libre de las sociedades por ellos redimidas. ¿Acaso habrían "arado en el mar'"! [2]
No es cierto que las generaciones siguientes hayan levantado la lápida de ese descreimiento. Las instituciones republicanas no son en Sudamérica lo que se jura que sean. En los orígenes surge más desnuda la ficción.
Para contener el desorden popular que se bosquejaba, los organizado­res de 1810 pensaron en el freno regulador de un poder fuerte y constitucional, siendo asunto secundario que ese poder llevara el nombre de monarquía; pero el calor de la reyerta y la ideología, ya en auge, inutilizaron esa fórmula de salvación común levantando, ante el alma ingenua de los pueblos, el fantasma del absolutismo de Fernando VII, cuando sólo se quería el ensayo de un sistema de moderación liberal.
Desautorizado por la calumnia este recurso prudente, preliminar de una república verdadera, quedó el campo por las irreflexiones líricas. Entonces, como lo hemos dicho, se quiso y se consumó el traslado íntegro, a nuestros territorios desolados, de los dogmas resplandecientes de la Revolución Francesa, olvidando que esas adaptaciones violentas nunca reemplazarán a las fuerzas fecundas de la naturaleza, sabia y coronada trabajadora dentro de cada clima moral.
Fue ese el peor ejemplo que pudieron elegir las colonias españolas. [3]
Para abonarlo así dejamos correr la pluma; porque todos nuestros defectos orgánicos, en vez de encontrar correctivo, recibieron estímulo y mi ampliación de los mismos defectos imperantes en Francia y empeorados, | intensidad, por su prestigio europeo.
Pero es del caso observar que, a no ser un mando inconmovible y de hierro, ninguna teoría constitucional era capaz de apartar a los sudamericanos del abismo, cautivos ellos de su ineptitud democrática.
Ni la sabiduría concreta de las leyes sajonas habría conjurado el peligro. Bien lo abona así el quebranto político de Colombia, Venezuela, México y Argentina, organizados bajo la forma federal.
"Los habitantes de México, queriendo restablecer el sistema federativo , tomaron por modelo y copiaron, casi enteramente, la Constitución federal de los angloamericanos, sus vecinos. Pero, al transportar la letra de  la ley, ellos no pudieron transportar, al mismo tiempo, el espíritu que la vivificaba. Se les vio, pues, tropezar repetidamente en los rodajes de su doble  gobierno. La soberanía de los Estados y la de la Unión, saliendo del i aculo que la Constitución les había trazado, chocaron de continuo la una con la otra. Actualmente todavía México es llevado, sin cesar, de la anarquía al despotismo militar y del despotismo militar a la anarquía". [4]
Muy poderoso este comentario, porque es ingenuo crear leyes sin contar con hombres capaces de comprenderlas y cumplirlas.
"¿No dividimos, desde los primeros estatutos, nuestros gobiernos, en las tres ramas clásicas? ¿Y acaso por eso alteramos el uti possidetis del poder personal y sórdido del mandatario colonial, que en su integridad se trasfiere al caudillo? ¿No nos decretamos el sistema representativo y el sufragio universal? ¿Y acaso por eso se improvisaron capacidades que el país no pudo crear, entre otras causas, porque ellas no encontraban elementos en su constitución hereditaria? ¿No dictamos leyes para asegurar la responsabilidad de los funcionarios conculcadores? ¿Y acaso por eso se reforzaron los frenos que jamás sirvieron para contener los abusos extorsiones de los gobernadores de Indias? ¿Existe, por ventura, alguna ley que sea capaz de salvarnos de nosotros mismos?" [5]
Por eso sería exagerado optimismo suponer que la imitación apasio­nada de las instituciones norteamericanas pudo salvarnos de todas las caídas sufridas, resultando exagerado pesimismo la opinión contraria, según la cual, a no mediar el plagio de las ideas francesas, navegaríamos ya en mar manso, de derecho.
Ninguna de esas elecciones poseía el secreto de la enfermedad mortal o de su curación. En la propia carne estaba la decisión del problema. Pero, de cualquier modo, no puede dudarse que el entregamiento a los dogmas demagógicos de 1789 aumentó nuestros males orgánicos; siendo también cierto que la aproximación al precioso concepto republicano de Estados Unidos habría atemperado el fuego de nuestros errores.
Caracterizan a nuestra raza, la arrogancia en el extravío; la preconiza­ción permanente de la libertad, desmentida por los hechos; el sofisma esgrimido con habilidad en todas las encrucijadas del deber, para rehuir­lo; la poesía del desinterés decorando a la prosa interesada; arrestos de equidad, sin perjuicio de medirla siempre con metro de vencedor; protestas de respeto a la ley, pero sin disciplina para acatarla cuando ella decide en contra; una fiebre declamatoria que descompone las mejores iniciativas, invasora, además, del terreno privado; la malaria politiquera, en pleno desarrollo, adueñada de todos los ánimos y haciendo costumbre de las murmuraciones de barrio; el hábito heredado de la desobediencia en lo trivial y en lo solemne; el encarnizamiento en las pasiones; la ignorancia de las virtudes tolerantes, aunque vivamos en su incienso; el espíritu leguleyo, que tranquiliza al despotismo siempre que
encuentre ¡ y la encuentra! nueva fórmula literaria de justificación; y, culminando esas flaquezas, la peor de todas, o sea lo que consiste en cerrar los ojos a ese índice adverso y creerse, por ende, en el soberano ejercicio de las calidades que le faltan.
A la Revolución Francesa debemos el afianzamiento de esas deficiencias sociales y a Francia contemporánea la continuación de tan pernicio­sos extravíos.
Todos nuestros tiranuelos y todas nuestras calamidades políticas organizadas, han encontrado en aquella fuente de inagotable declama­ción sobre el derecho, la libertad, la soberanía, la realeza, el pueblo reivindicados, la salud social, el sufragio universal, etc., formidable escudo defensivo para sus atentados.
Los jacobinos de allende el océano, la ínfima minoría del país, se apoderaron, como de bien propio, de la cosa pública; ellos se dijeron redentores y mataron para redimir. Cada comuna de Francia tuvo su guillotina, su delegado sangriento, con facultades extraordinarias; su dueño de vidas y haciendas. Exterminar al adversario, decían, era obra santa, pues él encarnaba el error y, ¿acaso el error no debe extirparse? Su credo fue el terrorismo, el crimen político justificado, ¡qué decimos? glorificado, que tan nutridos discípulos recogería en el mundo nuevo.
Nuestros jacobinos de la primera época no les van en zaga a sus maestros, los del extranjero. También ellos se juzgaron siempre instru­mentos de una misión providencial, llamados a ser salvadores de pueblos. Evocando esc lema, proclamándose rehabilitadores del derecho, ellos hicieron vilipendio de las naciones y las gobernaron como grandes estancias, "parando rodeo" a los vecindarios despavoridos. Nunca faltó a su lado una hoja periódica que repitiera, con cargada fraseología, el estribillo clásico del jacobinismo francés. Como éste, también tuvieron ellos sus "'sociedades restauradoras", su "guerra a muerte a los emigra­dos" , sus apelaciones al pueblo para "salvar a la patria en peligro", sus Dantones para contestar, con la cabeza de un rey, al reto de Europa.
También América del Sur ha derramado torrentes de sangre en homenaje al Contrato Social que, si en manos de los espíritus sensatos fue palanca ocasional de reparación humana, explotado por la plebe dictado­ra, en el seno de una nación, sirvió de pretexto a los más feroces atentados que registra la historia moderna.
Véase cómo aprecia Taine a los demagogos de esa adulterada doctrina de la soberanía del pueblo tan mal practicada por los latinos:
"Que un especulativo, en su gabinete, haya fabricado esa teoría, se comprende: el papel todo lo tolera y los hombres abstractos, los simula­cros vacíos, las marionetas filosóficas que aquél inventa se prestan a toda combinación. Que un maniático, en su cueva, adopte y predique esta teoría, también se explica: él tiene la obsesión de los fantasmas, él vive fuera del mundo rea- y, por tanto, en esta democracia incesantemente sublevada él es el eterno denunciador, el provocador de toda revuelta, el instigador de todo crimen, que, bajo el nombre de 'amigo del pueblo', se convierte en arbitro de toda vida y en verdadero soberano. Que un pueblo, abrumado de impuestos, miserable, hambriento, endoctrinado por declamadores y sofistas, haya aclamado y practicado esta teoría, esto todavía se comprende: en el extremo sufrimiento se hace arma de todo y, para el oprimido, una doctrina es verdadera cuando ella le ayuda a sacudir ¡a opresión. Pero que políticos, legisladores, hombres de Estado, minis­tros y jefes de gobierno, se hayan solidarizado con esta teoría, que ellos la hayan abrazado más estrechamente a medida que ella se hacía más destructiva, que todos los días, durante tres años, ellos hayan visto desplomarse al orden social bajo sus golpes, pieza a pieza, y no hayan jamás reconocido en ella al instrumento de tantas ruinas; que bajo las claridades de la más desastrosa experiencia, en vez de confesar sus perjuicios, ellos hayan glorificado sus beneficios; que muchos de entre ellos, todo un partido, una asamblea casi entera, la hayan venerado como un dogma y la hayan aplicado hasta el fin con el entusiasmo y la pasión de la fe; que, empujados por ella a un corredor estrecho, cada vez más estrecho, ellos hayan marchado siempre hacia adelante, aplastándose los unos a los otros; que llegados al fin, al templo imaginario de libertad pretendida, ellos se hayan encontrado en un matadero; que en el recinto de esta carnicería nacional ellos hayan sido, por turnos, verdugos y víctimas; que, bajo sus máximas de libertad universal y perfecta, ellos hayan instalado un despotismo digno del Dahomcy, un tribunal semejan­te al de la Inquisición, hecatombes humanas parecidas a las del antiguo México; que, en medio de sus prisiones y sus cadalsos, ellos no hayan jamás cesado de creer en su buen derecho, en su humanidad, en su virtud, y que, en su caída, ellos se hayan considerado como mártires; esto, ciertamente, es extraño: tal aberración de espíritu y tal exceso de orgullo no se encuentran y, para producirlo, se ha necesitado un conjunto de circunstancias que sólo una vez se han reunido".[6]
Esta soberbia y autorizada referencia condensa, de manera admirable, el juicio que comparten los pensamientos elevados.
Difundir en América esa página de proceso vale hacer obra buena, porque, invocando esa misma explotada soberanía del pueblo, han sido tiranizadas, una y diez veces, todas y cada una de sus fracciones terri­toriales, con excepción de Chile y Brasil, salvados del derrumbamiento, aquél, por su organización aristocrática, y, éste, por el amparo que le prestara la monarquía constitucional.

capitulo III de LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y SUDAMERICA  

NOTAS

1. AYARRAGARAY -La Anarquía Argentina
2. MITRE – Historia de San Martín. “Las ideas políticas de Pueyrredón, en cuanto a forma de gobierno, que siempre habían tenido un tinte aristocrático, eran entonces acentuadamente monárquicas – como las de mayor parte de los notables contemporáneos -, aun cuando pensase, como San Martín, que era un medio y no un fin”
3. SUMNER MAINE – Popular Government. “Las Colonias españolas en Norte, Centro y Sudamérica se rebelaron y fundaron republicas en las cuales los crímenes y Los desordenes de la Republica Francesa fueron repetidos en caricatura. Las republicas latinoamericanas fueron, con respecto a la francesa, lo que Hébert y Anacarsis Clootz habían sido con respecto a Saltón y a Robespierre”.
4. TOCQUEVILLE. — De la Démocratie en Amérique.
5. AYARRAGARAY. —La Anarquía Argentina.
6. TÁINE. — La Révolution

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