por Jaime María de Mahieu
48. El Estado, soberano de
facto
De nuestro análisis anterior sobresale que el
poder político que el Estado ejerce no abarca los poderes especializados cuyos
titulares son naturalmente, en los distintos grados de la jerarquía social, las
autoridades particulares de los grupos y federaciones. Pero no por eso
constituye lisa y llanamente un poder más.
Por una parte, en efecto, el Estado domina,
merced al poder que le corresponde en exclusividad como grupo funcional y que
procede, por tanto, de su poderío orgánico, a las fuerzas constitutivas cuya
síntesis realiza. Impone sus decisiones a cada una de ellas, así como a su
eventual coalición. Dicho con otras palabras, es soberano en el orden interno.
Por otra parte dispone del poderío que va creando por su acción dialéctica y
que procede del organismo social entero.
Ahora bien: disponer de un poderío es poseer ipso
facto el poder correspondiente. Al Estado, en efecto, corresponde dirigir a
la Comunidad
en su confrontación con el medio que la rodea, vale decir, imponer su propia
afirmación a las Comunidades rivales que ejercen sobre ella una presión
constante, sin que, por falta del órgano indispensable, los antagonismos así
suscitados se superen nunca. El Estado, por tanto, también es soberano en el
orden externo. En ambos casos su poder sólo está limitado por el poderío de que
dispone y por las exigencias de su función, que le impiden usar tal poderío
(salvo, desde luego, por falta de visión política) en contra de los intereses
de la Comunidad.
Captamos aquí el error panjurista común
de la mayor parte de los autores de tratados políticos. La soberanía de ninguna
manera, una atribución dada al órgano comunitario en nombre de un principio o,
peor aún, de una teoría, sino por el contrario, un atributo esencial del
Estado. Es perfectamente legítimo, por cierto, estudiar su origen, pero no
antes de haber comprobado su existencia y su naturaleza.
Ahora bien: acabamos de ver que, en sus dos
aspectos complementarios, la soberanía es inseparable de la función de síntesis
que corresponde necesariamente al Estado. Este es, por tanto, soberano de
facto, soberano por naturaleza, puesto que no puede perder su función sin
desaparecer.
¿Se nos objetará que la soberanía está ligada
al poderío, y no al poder que sólo es su expresión, y que por consiguiente, si
bien el Estado es en efecto soberano en sí en el orden interno, no lo es en el
orden externo sino por delegación de la Comunidad? Sería olvidar dos cosas. En primer
lugar, que el poderío comunitario no existe sino por Estado. Sin éste sólo
habría poderíos antagónicos que se anularían en el caos. En segundo lugar, que
el Estado nunca es otra cosa que el delegado de la Comunidad, no dentro de
algún proceso temporal que supondría una preexistencia separada del órgano y
del organismo, sino en cuanto es el resultado de una especialización interna
del conjunto unitario de que forma parte como instrumento de unificación y
afirmación.
El poderío organísmico de la Comunidad no es
concebible sino en el Estado, que tiene por función crearlo y proyectarlo, pero
el poderío orgánico del Estado sólo es concebible dentro de la Comunidad, puesto que es
de naturaleza funcional. Si bien es legítimo, por tanto, distinguir, como lo
hemos hecho, el poder que realiza la síntesis y el que emana de dicha síntesis,
no es posible separar de ellos la soberanía, que en ambos casos es comunitaria
y en ambos casos reside en el Estado.
49. Soberanía y legitimidad
Más seria parece, a primera vista, la objeción
fundada en la legitimidad del Estado. Si, en efecto, como acabamos de
demostrarlo, la soberanía es un hecho ligado al ser mismo del órgano de
síntesis y sólo depende, por tanto, del poder, vale decir, en última instancia,
de la fuerza, parece que es independiente de la intención histórica. Dicho de
otro modo, un Estado ilegítimo según nuestra propia concepción del capítulo II,
un Estado que, por una u otra razón, no asegurara de manera satisfactoria la
afirmación presente y futura de la
Comunidad, sería tan soberano como aquel que desempeña
perfectamente sus funciones.
Semejante razonamiento estriba en un
malentendido. Es exacto que la legitimidad no constituye el criterio de la
soberanía. Pero no por eso están separados ambos conceptos: es la soberanía la
que constituye el criterio de la legitimidad. ¿Nos contradecimos? ¿Reducimos la
legitimidad a una mera comprobación de poder después de haberla hecho dimanar
de una eficacia intencional? No, en absoluto. Si bien, en efecto, la soberanía
procede del poder dicho poder nace de la síntesis comunitaria. Y cuando dicha síntesis se realiza, el grupo social
que constituye su instrumento es legítimo. O, de modo más preciso, pues una
clasificación de las minorías dominantes en legítimas e ilegítimas siempre
resulta un tanto simplista: el Estado es legítimo en la medida exacta en que
realiza la síntesis comunitaria.
No hay, por tanto, Estado ilegítimo, pues el
grupo que asumiera sin cumplir con ellas las funciones de conciencia, de mando
y de síntesis de la
Comunidad no sería un Estado. Sólo por una abusiva
simplificación de lenguaje hablamos de Estado usurpador: no hay sino Estado
usurpado o, mejor dicho, Estado ocupado. Debajo de la ocupación
oligárquica o tecno-burocrática, el Estado subsiste, legítimo en la medida en
que asegura la permanencia de la Comunidad. Pero está avasallado por una minoría
usurpadora que limita su soberanía subordinando a intereses particulares el
poder que él conserva, y falseando así el proceso de síntesis, que sigue
desarrollándose, aunque de modo insatisfactorio.
En cuanto al Estado que, por debilidad, provoca
una crisis revolucionaria, deviene ilegítimo en la medida en que pierde su
poder, vale decir, su soberanía. Decimos adrede: deviene ilegítimo.
Nunca lo es plenamente. Pues su ilegitimidad absoluta supondría una total
incapacidad de síntesis, luego la desintegración de la Comunidad y su propia
desaparición.
Es ésta la razón por la cual la revolución
nunca señala el reemplazo de un Estado por otro, sino la liberación o el
refuerzo del Estado existente por parte de una minoría que poseía ya antes de
actuar la conciencia de la intención comunitaria y un poderío propio, pero a la
cual faltaba, para ser el Estado, la función, que seguía estando en manos del
grupo usurpador o incapaz. Virtualmente legítima, la minoría revolucionaria no
llega a serlo efectivamente sino por su incorporación al Estado preexistente,
al que devuelve su plena soberanía.
¿Significa esto que el Estado sólo es, en si,
una forma vacía que viene a llenar sucesivamente minorías más o menos
legítimas? No, pues una forma vacía no puede ser soberana, y una minoría
usurpadora haría entonces al Estado totalmente ilegítimo, lo que no es posible,
como acabamos de verlo.
El Estado es, en realidad un complejo de
funciones necesariamente encarnadas en un grupo social, que se identifica más o
menos con ellas y es susceptible de modificaciones internas tanto como de
reemplazo. La minoría dirigente, en consecuencia, sólo es el Estado en la
medida en que cumple dichas funciones que, en sí y luego en lo absoluto,
suponen la soberanía integral y, por eso mismo, la legitimidad sin reserva ni
restricción.
50. El marco histórico de la
soberanía
Pero no nos movemos aquí en el campo de la
metafísica. Sin duda no está vedado, por peligroso que sea, hablar de
soberanía, dando al término un valor ideal absoluto, como resultado de un
proceso lógico de abstracción. Pero el concepto así elaborado en nuestra mente
no es expresión de lo real, ni menos aún lo real en sí. No tenemos derecho a
proyectarlo en la historia.
La soberanía no tiene nada de una Idea
platónica que informe al Estado. Tampoco la podemos considerar un valor en si
que constituya el criterio de nuestros juicios políticos. Ni siquiera tiene
existencia propia. Sólo la captamos en cuanto atributo de un órgano social de
eficacia relativa que evoluciona junto con el organismo cuya permanencia
asegura, y que, por lo tanto, está sumergido por naturaleza en la duración
histórica que crea. Vale decir que la soberanía encarnada, la soberanía real,
está sometida a la autodeterminación comunitaria y al condicionamiento por el
medio. Expresa un poderío dado en su confrontación con los obstáculos que se
oponen a su expansión. Y dicho poderío evidentemente no es nunca total ni
absoluto puesto que corresponde a tal organismo social en tal momento de su
evolución, a una Comunidad cuyo presente surge de un pasado que ya no
corresponde al Estado modificar aunque puede, en la medida de su poderío,
modificar su expresión actual.
Dicho con otras palabras, el órgano soberano
actúa sobre datos que representan la materia prima de su creación histórica y
que lo comprometen por su sola existencia. El poder que nace de su poderío en
cuanto grupo funcional sólo crea el poder que procede de la afirmación
sintética del conjunto en un conflicto permanente con las supervivencias
consuetudinarias y jurídicas que son inseparables del presente comunitario
porque constituyen la memoria del organismo, una memoria que no está hecha
solamente de ideas y hábitos individuales, sino también de relaciones sociales
vivientes.
En el orden interno la soberanía del Estado
está limitada, pues, por el medio comunitario en cuyo seno se desempeña y fuera
del cual no se la podría concebir, puesto que sólo tiene existencia con
respecto a él. Ahora bien: dicho medio tiene una tradición política
enraizada con la cual viene el Estado a tropezar cada vez que tiende, por una u
otra razón, a innovar. Lejos de encontrar su fuente en el Derecho o la Costumbre, como a veces
se sostiene, la soberanía se ve, por el contrario, atada por una concepción y
un sentimiento del Estado que no responden necesariamente, en sus líneas
generales, a las exigencias presentes de la situación (y nunca, por el mismo
hecho de la evolución, responden de modo completo); concepción y sentimiento
que no son sino la superestructura ideológica de un sistema institucional
dotado de cierta fuerza de resistencia.
En el orden exterior, la limitación resulta
todavía más clara, aunque se la niega generalmente por orgullo comunitario o
por hipocresía panjurista. Bien se podrá proclamar la soberanía absoluta, en
las relaciones internacionales, de los Estados contemporáneos. De hecho, los
mismos términos que acabamos de emplear son contradictorios, puesto que toda
relación supone una relatividad de los poderes en presencia. Un Estado
sólo tendría soberanía absoluta si no encontrara ningún otro poder que se
opusiera a él.
¿Cómo no ver, además, que las relaciones entre
Estados, incluso su expresión jurídica real, derivan de sus poderíos
respectivos? Nada más natural, puesto que, por una parte, un poder que sólo
encuentra resistencias mínimas tiende a afirmarse por expansión y, por otra, la
presión de la Comunidad
fuerte sobre la Comunidad
débil constituye para esta última una condición de existencia a la que tiene
que adaptarse.
Cualquiera sea, pues, el aspecto en que se
considere el problema, la soberanía procede de un poder, y el poder está en
función del poderío que expresa en su relación con los poderíos que forman el
marco histórico de su afirmación.
51. El mito de la soberanía
¿De dónde viene, en semejantes condiciones, que
estadistas y técnicos sean, por lo general, reacios a admitir el hecho tal como
se presenta y se amparen en el origen trascendente, real o supuesto, de la
soberanía?
Parece, a primera vista, que lo perderían todo
si negaran al Estado que constituyen o preconizan un atributo que asegura su
independencia, para reemplazarlo por una mera atribución siempre discutible.
Pero ésta no es sino una ilusión racionalista. Si el conductor de la Comunidad insiste en
declararse apoderado directo – y no por mediación del orden natural – de Dios o
de los hombres es porgue así pone fuera de todo alcance un poder que en el
plano político real siempre es susceptible de críticas más o menos fundadas.
Órgano social humano, el Estado nunca desempeña
sus funciones de un modo perfecto y su legitimidad, tal como la hemos
definido en relación con la intención histórica comunitaria, siempre puede ser
puesta en duda, de buena o mala fe, por tal o cual coalición de descontentos o
de ambiciosos.
La situación es distinta si se admite que el
Estado recibe directamente su poder de una potencia soberana absoluta. Ya no
necesita, entonces, justificar sus actos. Su legitimidad ya no depende sino de
la autenticidad de una delegación cuyas normas de procedimiento fija el mismo
beneficiario. De simple atributo funcional, la soberanía se convierte así en un
mito, vale decir, en un complejo confuso y variable de imágenes abstractas y
concretas que expresa, en una afirmación global, rebelde a todo
análisis, un poderío y un derecho que se escapan, de aquí en adelante, del dominio
de los hechos relativos para situarse en el campo de lo absoluto.
De tal transposición el Estado saca una doble
ventaja. En primer lugar elude cualquier reproche de incapacidad: los
descontentos tendrán que dirigirse a todopoderoso Soberano, único responsable
en última instancia. Pero, sobre todo, adquiere a los ojos de los miembros de la Comunidad un carácter
sobrenatural, en el sentido etimológico de la palabra, que multiplica su poder.
El mito siempre tiene más eficacia que el razonamiento cuando se trata de
influir en el mayor número, muchedumbre, masa o pueblo.
En primer lugar, porque se impone más
fácilmente por el hecho mismo de que su aceptación no exige esfuerzo alguno; en
segundo lugar, porque no le son oponibles ni las realidades inmediatas ni los
argumentos. En el orden del pragmatismo puro – el del Estado – las teorías de
la soberanía sólo tienen valor en la medida que logran convertirse en mitos,
confundiéndose así con las creencias de la época, sea que las utilicen, sea
que las susciten. Metafísicas por su naturaleza, son psicológicas por su razón
de ser y su utilización. Pertenecen, por lo tanto, mucho más al dominio de la
propaganda que al de la ciencia política.
Por eso, no sólo el Estado recurre a ellas,
dándoles, por supuesto, un sentido conservador, sino también las minorías
subversivas o revolucionarias. Parece que un mito de la soberanía sólo puede
ser destruido por un mito de la misma naturaleza, y que un Estado sólo puede
ser ocupado o liberado cuando el mito que sostenía a la antigua minoría
dirigente ha sido reemplazado por otro.
No concluyamos, sin embargo, basándonos en este
análisis que toda teoría de la soberanía es científicamente falsa: tratamos
aquí, por el contrario, de inducir la que corresponde a la realidad funcional
del Estado, vale decir, la que precisamente escapa a toda proyección metafísica
o psicológica, Notemos simplemente que la eficacia de una tesis no está en
función de su exactitud sino de su poderío mítico de encarnación popular. La
ciencia y el arte políticos no coinciden necesariamente.
52. El “derecho divino”
De todas las teorías de la soberanía, la más
eficaz y la más fácil de transformar en mito es, sin duda alguna, por lo menos
en las edades de fe, la del derecho divino, deformación abusiva de la doctrina
católica acerca del origen del poder.
La teoría incorpora, en efecto, la estructura
política de la Comunidad
en el orden providencial. El Estado, en este caso el monarca, se convierte en
el representante directo de Dios en la tierra. Ha recibido de Él la soberanía,
que desempeña en Su nombre en el orden temporal. No es responsable, por lo
tanto, sino ante Él y el único recurso del pueblo contra la voluntad
real es la plegaria. Cualquier negativa de obediencia toma el carácter de un
pecado sancionable en el más allá.
El conjunto de las creencias religiosas viene a
reforzar así el poder político. No es sorprendente, en semejantes condiciones,
que la doctrina del derecho divino haya tentado, ya mucho antes de la
era cristiana, a monarcas y teóricos, Más aún, es entre los pueblos paganos
donde ha tomado su forma extrema: al emperador del Japón se lo considera un
dios, y el caso no es, por cierto, único en la historia.
En Roma misma se rendía culto al César. Ningún
príncipe católico puede evidentemente ir tan lejos. Pero, en el siglo XVII, el
monarca llega a considerarse un pequeño dios, según la expresión de
Jacobo I, y Bossuet no vacila en calificarlo de Cristo, en el sentido
etimológico de la palabra, por supuesto, pero no sin que la elección del vocablo
deje de ser muy reveladora.
Así llevada a sus últimas consecuencias, la
tesis pierde algo de su poderío racional. Pues en vano buscaríamos
un indicio de designación divina de tal o cual monarca o dinastía. La soberanía
procede de Dios, pero su atribución no depende sino de una situación histórica.
Dicho de otro modo, la voluntad divina se confunde con la evolución social. El
Estado no tiene el poder porgue Dios le delega la soberanía: es soberano
cuanto tiene el poder.
Tanto valdría, en tales condiciones, hablar del
derecho divino de una fuerza física. Pero el pueblo nunca ha captado nada de
las sutilezas doctrinarias de teólogos y legistas. Sólo ha entendido una cosa:
el monarca es el lugarteniente de Dios y manda en Su nombre. El mito subsiste,
por lo tanto, en toda su integridad.
53. La soberanía popular: el
contrato político
La falla racional de la tesis del derecho
divino así comprendida proporcionó a Suárez el medio necesario para socavar los
cimientos teóricos de la monarquía absoluta.
Dios, único soberano no designa de ninguna
manera al titular del poder político. No creó al Estado, ni menos aún a tal
Estado en particular. Se limitó a crear la sociedad al dar al hombre una
naturaleza política.
Es dicha sociedad, pues, vale decir, el pueblo,
la que recibe delegación de la soberanía divina. Pero, puesto que ninguna
Comunidad puede subsistir sin Estado, el pueblo transfiere
provisionalmente el poder temporal al individuo o al grupo que le parece
funciona]mente más apto para desempeñarlo.
El Estado no es, por tanto, sino el mandatario
del pueblo, que lo designa y siempre puede exonerarlo. Entre pueblo y Estado
media un verdadero contrato político: los ciudadanos voluntariamente se
subordinan a uno o varios jefes que designan, con el cargo para éstos de administrar
la Comunidad. Si
desempeñan mal su misión el pueblo los
destituye y cambia los dirigentes, y hasta el régimen.
Notamos aquí claramente a la vez la fuerza y la
debilidad de la argumentación de Suárez, Su fuerza, porque se reconoce al Estado
como una exigencia funcional del orden social natural. Su debilidad, porque la
soberanía divina ya no subsiste sino de modo teórico. Podemos eliminarla sin
modificar en nada la teoría del pacto político. Pero, entonces, el pueblo es
plenamente soberano.
La tentación de sustituir el derecho divino por
el derecho popular es tanto más atrayente cuanto que vuelve a las tradiciones
políticas de la República
romana, nunca borradas del todo, ni en el curso de la Edad Media. Suárez
desempeña así el papel de aprendiz de brujo: Locke y Rousseau serán sus
herederos directos y legítimos. En vano Hobbes y Spinoza tratan de rehacer con
la soberanía popular la operación que había tenido tan buen éxito con el
derecho divino, utilizándola en provecho del orden establecido y hasta del
absolutismo integral.
Bien pueden demostrar que el contrato político
fue concluido, tácitamente, de una vez para todas, y que el pueblo, al
transferir su soberanía, la perdió o, por lo menos, ya no la posee sino en la
teoría. Aun pueden llegar a afirmar que le delegación del poder acarrea no sólo
la obediencia sin reserva de los mandantes sino también la irresponsabilidad
del mandatario. La astucia resulta demasiado manifiesta. El pueblo sustituye a
Dios como principio de la soberanía, pero el soberano efectivo proclamado sigue
siendo el Estado histórico.
Ahora bien: el pueblo constituye una realidad
humana, un conjunto concreto de individuos. ¿Cómo hacerle admitir por mucho
tiempo vale decir, cómo hacer admitir por mucho tiempo a la opinión pública que
le está prohibido retomar el poder que ha delegado? ¿Cómo hacerle preferir la
tesis de la enajenación definitiva de su soberanía a la infinitamente más
lógica y satisfactoria en apariencia de una delegación revocable?
El mito del derecho divino reforzaba una
tendencia natural del pueblo a la obediencia. El mito del derecho popular no
puede sino exacerbar su tendencia natural a la anarquía. Pronto hará del Estado
el objetivo impotente de las distintas fuerzas sociales, encubriendo su
ocupación, burguesa o proletaria, con un farisaico manto de Noé.
54. La soberanía popular: la Voluntad General
En la forma que le da Suárez, la teoría del
pacto político encierra, sin duda alguna, una idea justa: la de la dependencia
funcional del Estado. Pero esta misma idea está desvirtuada por una
concepción equivocada del mando político y de su origen, y por una definición
inaceptable de la
Comunidad. Para los doctores jesuitas, en efecto, es el
pueblo el que posee la soberanía y la delega, de un modo siempre provisional,
en los gerentes que designa.
Ahora bien: el mando natural excluye toda
subordinación del jefe a sus inferiores, y la designación de quien desempeña la
autoridad sólo es concebible en cuanto constituye un mero reconocimiento de una
superioridad preestablecida. Pero, además, el pueblo consiste para Suárez, en
la multitud de los individuos y las familias. Toda continuidad histórica
se excluye, pues, de la relación de la Comunidad con el Estado. Es la multitud actual la
que juzga constantemente sus exigencias políticas, pese a su incapacidad para
captar los problemas en su complejidad y su duración. Dicho con otras palabras,
el Estado se encuentra sometido, no al organismo de que forma parte, sino a la
opinión incompetente y cambiante.
Así presentada crudamente en sus consecuencias,
a tesis de la soberanía popular es difícil de sostener. Y Rousseau por cierto
que no la mejora, cuando pone en manos de la mayoría numérica de los individuos
el desempeño de una soberanía cuya delegación ya ni siquiera admite. No por eso
deja de ser mucho más lógico en sus conclusiones que Hobbes y Spinoza.
Por una parte, en efecto, el pacto político mal
se concibe sin el contrato social puesto que el mando está ligado naturalmente
a la existencia misma de toda colectividad humana. Por otra parte, el pueblo no
puede delegar su soberanía sin perderla por lo menos de hecho, aun cuando se
reserve el derecho de invalidar en cualquier momento el mandato anteriormente
otorgado. Por fin, no basta decir que la multitud decide: también hay que
precisar cómo expresa sus decisiones.
Rousseau resuelve teóricamente todos los
problemas planteados por Suárez. No se le escapa, sin embargo, que las
soluciones que trae son tan difíciles de justificar como de poner en práctica.
Si todos los ciudadanos voluntarios son libres e iguales, ¿por qué la mitad más
uno se otorga el derecho de imponer su conducta social a la mitad menos uno? La
ley del número destruye, sin reemplazarlo, el mito de la soberanía popular y, por poco
viable que sea, el Estado que la mayoría establece restaura en su provecho la
autonomía del poder político. Sea una minoría la que se imponga a la
mayoría o la mayoría, la que se imponga a la minoría, la coerción cambia de
grado mas no de naturaleza. Por eso Rousseau reconoce la necesidad de dar a la
soberanía popular una nueva expresión mítica: y lanza la teoría de la Voluntad General.
El pueblo entero es soberano, pero manifiesta
su voluntad por intermedio de su mayoría numérica. Al emitir su voto, el
ciudadano no busca hacer predominar su punto de vista, sino expresar la
voluntad del Pueblo, la voluntad del Todo en el cual se ha integrado
libremente. La decisión mayoritaria, por tanto, lo satisface, coincida o no con
su propia opinión primitiva, y él la acepta sin que sea preciso imponérsela. Si
se negara a cumplirla, quebrantaría ipso facto el contrato social que lo
une a sus conciudadanos, y sería entonces lícito echarlo fuera de la
colectividad.
La argumentación de Juan Jacobo es tan hábil
como arbitraria. Pues, aun aceptando sus premisas individualistas, ¿por qué la Voluntad General
debe encarnarse necesariamente en a mayoría no en tal o cual circunstancia, en
una minoría consciente de las decisiones que tomaría el pueblo si se diera
cuenta exactamente de la situación?
Si el mito de la soberanía popular conduce
lógicamente a la anarquía el mito de la Voluntad General
contiene en potencia la dictadura más arbitraria y absoluta, como bien se lo
comprobó en Francia bajo los regímenes de terror implantados en 1798 por los
jacobinos y en 1944 por los resistentes, o también en Bélgica, cuando
los socialdemócratas derrocaron, por una acción callejera, al Rey Leopoldo III
a quien un plebiscito acababa de confirmar en el trono.
Así la democracia contemporánea va a oscilar
sin tregua entre los dos mitos, vale decir entre el sistema parlamentario y el
despotismo de partido.
55. La soberanía histórica
A pesar de sus consecuencias contradictorias,
las dos teorías de la soberanía popular poseen un carácter común. Una y otra
hacen del Estado un mero instrumento de ejecución, un simple mandatario,
periódica o constantemente sometido a las decisiones, siempre presentes, de una
opinión pública definida y captada de modo más o menos arbitrario.
El mito de la Voluntad General
disfraza mal el hecho que subsiste: son individuos, considerados en su
existencia momentánea, los que expresan la soberanía colectiva. El soberano,
por tanto, no es el pueblo, sino una masa formada por Robinsones libres e
iguales, artificialmente extraídos de toda estructura social y de toda
continuidad histórica. En el papel, una suma de esquemas abstractos. En
la realidad, un conglomerado de seres sin memoria ni capacidad de previsión.
Sabemos que tales teorías no viables
permitieron de hecho a la burguesía apoderarse del Estado comunitario e
imponerle su propia intención directriz. El mito encubrió una dominación
ilegitima, mientras que el sistema electoral individualista ponía la opinión a
merced de una propaganda reservada a los dueños de los medios materiales de su difusión.
Sin embargo, el divorcio de la teoría y de la
realidad podía, a la larga, tornarse peligroso. Por eso, la clase dirigente del
siglo pasado acogió con beneplácito la tesis hegeliana del Estado, que sin duda
contradecía los fundamentos metafísicos de la doctrina enciclopedista
pero la reforzaba de hecho al dar a la Voluntad General
la continuidad que le hacía falta. De aquí en adelante, el voto mayoritario no
expresará más una decisión actual de cierto número de individuos, sino la Historia hipostasiada que
impone su intención a la masa. La evolución social se hace así ineludible en
sus formas sucesivas, y el Estado se convierte en su instrumento necesario.
Pero ¿por qué, en semejantes condiciones,
seguir hablando de soberanía popular? El soberano ya no es el pueblo sino
la Historia,
directamente encarnada en el Estado – es ésta la tesis de los hegelianos de
derecha – o difusa en la sociedad toda, en cuyo seno procede según su
naturaleza dialéctica – es ésta la tesis de los marxistas –. En el primer caso
la voluntad histórica se impone al pueblo por intermedio del Estado inspirado.
En el segundo, suscita al Estado como expresión provisional del conflicto de
las clases en determinado lapso.
El mito de la soberanía histórica toma así la
forma de un nuevo derecho divino, trascendente o inmanente. Apenas se necesita
poner en relieve su poderío sobre las mentes. Este procede en gran parte del
fondo de verdad que la teoría posee. Si bien la historia no es hipóstasis, no
deja por eso de existir, en efecto, en una continuidad real que se afirma
mediante una presión eficaz sobre el presente comunitario y, por consiguiente,
sobre cada individuo. De ella procede el conjunto de los datos de todo problema
social por resolver. De ella han nacido las estructuras tanto como las
ideologías. De ella surgen las fuerzas que se enfrentan en un antagonismo
dialéctico de cada instante. De ella, por fin, se proyecta la intención
comunitaria en perpetua realización.
El mito de la soberanía de la Historia no es, por
tanto, sino la idealización, en el sentido platónico de la palabra, del hecho
de la soberanía histórica del Estado, o, si se prefiere, de la soberanía del
Estado histórico, del Estado producto y creador de la historia. El que una u
otra clase usurpadora o conquista- dora haya, podido utilizarlo en provecho
propio, atribuyendo así a su posición o su acción un sentido fatal, no quita
nada a la exactitud de su fundamento. Pero tal exactitud no autoriza, sin
embargo, a tomar el mito por la realidad. No es la historia la que posee la
soberanía, sino el Estado en la medida en que cumple con su función histórica,
en la medida en que encarna y afirma la intención comunitaria tal como se
desprende de una historia que no es una inteligencia separada, sino
sencillamente el pasado del organismo social. Sin que neguemos por eso la
importancia ni la eficacia del mito, es evidentemente la realidad objetiva la
que nos importa analizar aquí.
56. Derecho histórico y
derecho natural
El primer punto que debemos notar, como
corolario de nuestras conclusiones del párrafo anterior, es que las teorías
idealistas, que atribuyen a la
Historia (o a la Conciencia Social que en un Durkheim, por
ejemplo, la sustituye) una existencia o por lo menos un ser en sí, divinizan el
mito y otorgan así a un complejo de imágenes, cuyo valor es puramente
psicopragmático, un poder sobrenatural de determinación que no posee.
La Historia es siempre historia de una
Comunidad o conjunto de Comunidades. Se reduce al flujo causal de las fuerzas,
y de las necesidades que de ellas resultan; o también a la vida del organismo
social, tanto en sus constantes como en sus modalidades cambiantes. En un
momento dado de su evolución expresa exigencias; no impone soluciones. Y las
exigencias que expresa se reducen a la aplicación en tales o cuales
circunstancias particulares de las leyes generales que rigen la sociedad.
Ahora bien: el Estado es una constante de la
vida comunitaria. En su ser es por tanto de derecho natural. En sus
modalidades, en sus variaciones y en sus actos es de derecho histórico. ¿Esto
significa que opongamos aquí naturaleza e historia? De ninguna manera.
Consideramos, por el contrario, el derecho histórico duración real del derecho
natural esquemático, que no es nunca sino una abstracción.
Cuando definimos el Estado como el órgano de
conciencia, de mando y de síntesis de la Comunidad enunciamos la conclusión general de un
proceso inductivo fundado en la observación inmediata y en el conocimiento
científico de Estados diversos pertenecientes a múltiples Comunidades presentes
y desaparecidas. Dichos Estados diversos ya los hemos captado y estudiado en el
flujo de su duración efectiva, vale decir, en formas móviles nacidas de su
evolución histórica. Y hemos debido prescindir de sus distintos regímenes, de
sus instituciones variables, de su legislación cambiante, como también de su
coeficiente de legitimidad. Procedimiento valedero de la ciencia política,
éste, pero que no nos autoriza, sin embargo, a reducir al esquema así formado
en nuestra mente la realidad compleja que se ofrece a nosotros, la realidad
fluente fuera de la cual toda acción resulta imposible.
Si la Historia siempre es historia de una Comunidad,
como ya lo hemos dicho más arriba, el Estado siempre es Estado de un organismo
social en un momento dado de su trayectoria histórica. No basta, pues,
considerarlo a la luz del derecho natural, que sólo nos permite afirmar su
legitimidad teórica, vale decir, simplemente rechazar en el dominio de las
utopías toda tesis anarquista. También tenemos que confrontarlo con el derecho
histórico, o sea, determinar si, en sus modalidades presentes, responde a las
exigencias que la duración comunitaria ha suscitado, si surge o no
espontáneamente – lo que no quiere decir sin esfuerzo ni lucha – del pasado
inmediatamente anterior.
Un ejemplo precisará nuestro pensamiento. Un
Estado monárquico es, en derecho natural, siempre perfectamente legítimo;
estamos en lo abstracto. En derecho histórico, no es indiferente que el
soberano que lo encarna en un momento dado salga de una dinastía dedicada desde
siglos a su función o, por el contrario, se haya adueñado del poder. En el
primer caso continúa un linaje que ha dado pruebas de legitimidad. En el
segundo, instaura un nuevo orden. Pero el monarca históricamente legítimo con respecto
al pasado no lo es necesariamente en su actividad presente: puede ser incapaz
de cumplir su tarea y abrir así una crisis revolucionaria. A la inversa, el
soberano improvisado puede muy bien responder a las necesidades presentes y,
verbigracia, resolver la crisis al precio de una alteración de la continuidad
dinástica o institucional.
Dicho con otras palabras, son las exigencias
históricas las que determinan la legitimidad, no del Estado en sí, siempre
legítimo, sino de sus modalidades del momento.
57. Derecho histórico y
derecho legislativo
Todo eso no hace sino confirmar lo que
escribíamos al comienzo del presente capítulo: la soberanía no procede de un
principio ni de una teoría. Tampoco se funda en el derecho constitucional
escrito. Este último, como muy bien lo ha notado Ernesto Palacio, sólo
constituye un epifenómeno político. No hace sino expresar en fórmulas
codificadas las instituciones de una época. No de la época presente, por lo
demás, sino de un pasado más o menos puesto al día. Sólo se trata, pues, de la
supervivencia jurídica de una situación de hecho en vías de constante
superación, pero que no por eso deja de formar el sustrato histórico de la
evolución social presente.
Este simple análisis nos muestra a las claras
cuán equivocado es oponer, como habitualmente se lo hace, Estado de facto
a Estado de jure. Ambos pueden ser de derecho histórico si responden a
las condiciones planteadas en el presente por la duración comunitaria. Ambos
pueden no satisfacer en nada las exigencias del momento. El Estado de facto
quebranta, sin duda alguna, la continuidad jurídica: no por eso deja de ser de
derecho histórico en el caso en que un Estado de jure fuere impotente
para cumplir sus funciones. Hasta podemos decir que el Estado de jure,
aun fuera de toda crisis, no se adapta, por su condición legislativa, a sus
tareas necesarias y tiene constantemente, aunque en una medida variable, que
modificar su propio estatuto legal, transformándose así parcialmente en Estado
de facto, cualesquiera sean las apariencias.
En realidad, nuestra terminología resulta
inadecuada en cuanto subentiende una teoría panjurista del orden político. Para
ser exactos tendríamos que hablar no de Estado de jure ni de Estado
de facto sino de Estado de jure passivo, cuando se trata de la
simple proyección presente de un sistema institucional pasado, y de Estado
de jure activo, cuando hay creación de una superestructura legislativa.
Tal distinción, sin embargo, sólo es valedera
con respecto al derecho constitucional escrito. En lo que concierne al derecho
histórico, cualquier Estado es a la vez de jure passivo, en tanto se
encuentra frente a datos que no le es posible modificar porque son el producto
del pasado, y de jure activo, en cuanto tiene que resolver los problemas
presentes sucesivos. Es a la vez heredero y legislador: heredero de un orden
social, en continua evolución, tal como surge de la duración comunitaria, y
legislador de sus modificaciones presentes necesarias.
La ley escrita ya no es aquí la mera fijación
de normas existentes: se convierte en instrumento político de intervención en
las relaciones sociales. Responde, pues, al papel soberano del Estado,
intérprete y creador de la historia. Pero no por eso deja de ser peligrosa, aun
cuando es legítima por expresar valederamente, en un momento dado, una norma de
derecho natural. Por su sola redacción inmoviliza, en efecto, el flujo de la
evolución en la cual pretende insertarse. Adaptada al presente, ya es pasada
cuando el Estado la promulga, y se tornará cada vez más inactual a medida que
corra el tiempo. Prevista para el futuro, desempeñará, sin duda su papel en la
historia por venir, pero ésta será sin embargo en alguna medida distinta de lo
que esperaba, o hasta preveía, el legislador; de ahí la inadecuación del texto
a una situación que, sin embargo, habrá contribuido a hacer surgir.
Mal necesario de las Comunidades demasiado
grandes para que el derecho consuetudinario baste para regirlas, la legislación
escrita en vano se esfuerza en expresar o preceder la evolución social. El
Estado debe constantemente, pues, no sólo rehacerla, sino también
interpretarla. Es indispensable, por eso mismo, que, lejos de estarle sometido,
por el contrario esté colocado por encima de ella. Veremos en el capítulo
siguiente las consecuencias institucionales de semejante necesidad.
58. Autoridad y libertades
Desde ahora, podemos relegar la Ley, esta abstracción ambigua
a la cual los liberales a menudo han tratado de subordinar el Estado, en el
museo de los mitos sin sustrato real.
Sin duda, existen leyes sociales naturales de
que procede el órgano comunitario y que él tiene que hacer respetar siempre que
quiera hacer una política valedera: no se trata aquí de ellas, sino de un
absoluto jurídico cuya manifestación serían las leyes escritas. Ahora bien :
éstas, lejos de ser la causa, ni menos aún la fuente de la autoridad, por el
contrario son su obra pasada o presente, luego su consecuencia, Es, por tanto,
una ilusión extraña la de ver en ellas la garantía de las libertades
particulares en contra de la autoridad del Estado cuando este último las usa,
en toda la medida en que su marco histórico se lo permite, como instrumentos
eficaces de una eventual centralización.
En realidad, las libertades particulares sólo
existen en cuanto expresan los poderes particulares que poseen, por naturaleza
propia, los grupos y los individuos. El que dichos poderes estén reconocidos y
respetados por el Estado de jure o el de facto no tiene mayor
importancia. Lo esencial es que estén reconocidos y respetados. Y tal reconocimiento
y respeto no suponen de ningún modo una restricción de la autoridad
comunitaria, por la sencilla razón de que dicha autoridad desaparecería o se
debilitaría si los elementos constitutivos, celulares y orgánicos, del cuerpo
social vinieran a descomponerse, y tiene por tanto interés en protegerlos.
Recíprocamente, las libertades particulares
desaparecerían o se debilitarían si la autoridad del Estado viniera a faltar,
puesto que el poderío de los grupos e individuos es función no sólo de su vitalidad
propia sino también de la armonía organísmica. La anarquía, apenas resulta
necesario subrayarlo, no constituye la condición óptima de la afirmación de la
familia ni de la empresa, verbigracia.
Sin duda puede suceder, ya lo hemos visto, que
el Estado tenga tendencia a restringir las libertades particulares, como
también que los grupos tengan tendencia a restringir la autoridad central.
Ambas actitudes son de naturaleza patológica. Es el Estado débil, impotente
para hacer la síntesis de grupos fuertes, el que tiende a atomizar la Comunidad. Son los
grupos débiles, temerosos frente al Estado por incapaces de resistir su
indebida intervención, los que tienden a trabar su acción.
Volvemos, pues, a los dos poderes que ejerce el
órgano comunitario y de los cuales procede su autoridad: el que le pertenece en
propiedad y se encuentra, en cierta medida en conflicto dialéctico con los
poderes particulares de que proceden las libertades en cuestión, y el que nace
de la síntesis de las fuerzas superadas, de cuyo poderío depende. Los poderes
subordinados son temibles para un Estado débil en sí porque se oponen
eficazmente, por su sola vitalidad, al desempeño de las funciones de síntesis,
mientras que un Estado fuerte sacará de ellos un acrecentamiento del poderío, que
le conviene adquirir.
Lejos de que haya antinomia entre autoridad y
libertades, vemos, por el contrario, que la autoridad constituye la condición
indispensable del libre desarrollo de los grupos e individuos. Va de por sí que
por libre desarrollo no entendemos una afirmación ni menos todavía una
expansión anárquicas, vale decir, independientes de la intención unitaria del
organismo. Pero la libertad nunca es independiente de las condiciones
históricas, y resulta vano, verbigracia, de parte de una familia integrada en
una Comunidad de hoy, aspirar a una eventual libertad mayor que tendría si le
fuera posible vivir en estado patriarcal.
¿Es concebible, por lo demás, que la libertad
de un grupo social cualquiera, independizado del conjunto histórico de que
forma parte, pueda ser mayor que la que goza dentro del organismo unitario?
Para creerlo, habría que olvidar que la libertad no es sino la expresión del
poder, y que el poder del grupo, aunque ordenado a un fin superior al suyo
propio, es ampliado por la asociación y, con mayor razón, por la socialización,
en el sentido general de la palabra. En cuanto
a los individuos, como veremos más adelante, dependen en su mismo ser de la
vida en sociedad.
59. Interés general, e
intereses particulares
El hecho de que tanto el grupo como el
individuo encuentren sus condiciones más favorables de desarrollo dentro de la Comunidad no implica que
sus intereses particulares coincidan siempre de modo necesario, ni siquiera
principalmente, con el interés general, sino simplemente que su actividad
autónoma supone la existencia – y no el respeto – del organismo colectivo. Cada
uno puede, en efecto, en una medida variable, aprovechar las ventajas de la
vida organizada sin por eso aceptar cumplir los deberes más elementales de solidaridad,
y hasta violando las normas naturales, escritas o no, del orden social.
Notemos que, al hacerlo, el parásito – o el
pirata – no niega de ninguna manera la Comunidad, aunque la perjudica. No se independiza
del conjunto al cual pertenece por posición histórica. Simplemente hace privar
su interés particular, no sólo sobre los demás intereses particulares, o sobre
tales o cuales de ellos, lo que resulta del mero derecho natural, sino sobre el
interés general. Sin duda se trata aquí de un caso extremo, pero, de hecho,
cualquier elemento constitutivo del cuerpo social actúa, a veces como parásito
o pirata, aun cuando esté dispuesto por otra parte a sacrificarse por la
colectividad en tales o cuales circunstancias. Nada hay de extraño en eso.
Pero de la normalidad del fenómeno tenemos que
sacar las consecuencias: la famosa fórmula el interés general es la suma de
los intereses particulares es un disparate. La suma de los intereses
particulares es un cangrejal, con la anarquía como resultante. ¿Se nos opondrá,
que precisamente tal anarquía es contraria a los intereses particulares y que
por lo tanto éstos tienden por sí mismos hacia el orden? Es indiscutible, y ya
lo hemos notado, que la vida de sociedad supone una constante victoria de hecho
de la solidaridad sobre la lucha. Pero dicha solidaridad se impone merced a la
organización comunitaria y por acción del Estado. No es espontánea en cada
grupo ni en cada individuo en cada instante de la vida social. Sobre todo, no
es voluntaria, aunque la voluntad puede confirmarla a posteriori (y por
lo general lo hace), sino histórica.
Resulta de un encadenamiento complejo de datos,
en el pleno sentido de la palabra, cuyo rechazo exigiría un esfuerzo mayor que
la aceptación. Una buena fe generalizada y una clarividencia casi divina de
parte de todos los miembros de la
Comunidad tal vez permitan explicar, en la teoría, su
subordinación al Todo social comprendido como la condición suprema de las
existencias particulares: pero nunca pueden justificar el sacrificio de esas
mismas existencias. EI soldado en el campo de batalla concibe muy bien que la
disciplina y la ayuda mutua constituyen las razones de su fuerza, luego de su
supervivencia. Seria un tanto difícil, sin embargo, hacerle admitir que su
egoísmo lo obliga a morir en provecho de la colectividad. Las tesis
individualistas acaban en un absurdo liso y llano.
En realidad el interés general es superación de
los intereses particulares en un proceso dialéctico que incluye una jerarquía
de valores. Una síntesis estrictamente racionalista, de corte hegeliano,
supone, en efecto, la realización automática, en una forma nueva, de todas las
fuerzas superadas. Comprobamos aquí, por el contrario, que la afirmación del
Todo exige a veces la negación íntegra – la destrucción – de tal o cual de sus
elementos constitutivos. Si es legitimo, tal fenómeno nos veda considerar el
cuerpo social como una simple resultante. Tenemos que reconocerle una
supremacía cualitativa sobre los grupos y los individuos que lo componen, y
admitir que el Todo, superior a sus partes, puede exigir su sacrificio.
Abordamos aquí el problema crucial de la
relación del individuo con la
Comunidad, y con el Estado que encarna su intención
histórica. Problema crucial, pues de su solución dependen no sólo el
sentido de la acción política, sino también el de la misma sociedad.
60. El individuo, producto
social
Los argumentos de orden pragmático y lógico que
habitualmente se usan en favor de la supremacía social incluyen, en realidad,
una petición de principio. Decir que el sacrificio del individuo condiciona, en
algunos casos, la existencia misma de la Comunidad y que debe desaparecer toda discusión
ante la ley de la necesidad, o que el Todo es, por definición, más importante
que sus partes, es siempre suponer la preeminencia de lo social, y precisamente
dicha preeminencia es la que está sobre el tapete.
Los liberales fácilmente redarguyen que toda
Comunidad no es más que un conglomerado de individuos asociados por libre
contrato – tesis de los enciclopedistas – o por exigencia de su naturaleza –
tesis de los demócratas-cristianos – con vistas a sus fines personales. Podrán
admitir cierta limitación, consentida por adelantado, de los derechos de cada
uno: jamás aceptarán la idea de que la coerción social pueda perjudicar la
existencia ni lo que considera los derechos fundamentales de algún socio. Pero
el punto de partida de su razonamiento es falso.
El individuo no nace libre de vivir o no en
sociedad: nace niño, sometido al medio en que surge sin que se le haya pedido
su acuerdo. Si bien es cierto que la sociedad procede de la naturaleza humana,
vale decir, del instinto social que cada uno lleva en sí, no es menos exacto
que dicho instinto, que supone, por lo demás, en su fundamento, la incompletud
natural del individuo y, en sus modalidades, un prodigioso enriquecimiento
histórico, no crea el marco social de su poseedor, sino que simplemente
incorpora este último en un marco preconstituido. (Cf. Nuestra obra “La
naturaleza del hombre”, Cap. VI, “El hombre social”, Buenos Aires, Ed.
Arayú, 1955).
Comprobamos aquí un estado de hecho, que marca
una dependencia indiscutible. ¿Trátase de una situación injusta, admitiendo que
tal término pueda aplicarse válidamente a un fenómeno natural, de una situación
que el legislador deba dedicarse a corregir? Tal vez se podría contestar
afirmativamente si el nacimiento social del niño, con las consecuencias que
acarrea, constituyera un mero accidente. Pero el hombre no es un puro
individuo en sí al cual fuerzas externas imponen un medio esencialmente
inadecuado. Es el producto biológico de un grupo social más o menos estable,
pero siempre sólidamente constituido en el momento de la procreación, la
pareja, elemento básico de la familia que el niño viene a completar.
Depende, pues, en su ser mismo, de la sociedad.
Más todavía (y aquí nos basta seguir los análisis de Maurras), sólo sobrevive y
se desarrolla merced a los cuidados que recibe de la familia o, en defecto de
ella, de algún organismo, no menos social, que la reemplaza. La Comunidad le da después
la educación que lo hace beneficiario del capital de civilización creado por
siglos o milenios de historia.
Así, cualquiera sea el punto de vista desde el
cual consideremos el asunto, el hombre no es nada sino en cuanto heredero. Por cierto,
la sociedad no le da la vida y la cultura, vale decir, la personalidad, para
quitárselas después. Pero es natural que lo haga cuando su existencia o su
poderío lo exija, así como resulta natural, de modo general, que el individuo
le esté sometido. Por supuesto, la sociedad de que hablamos aquí no es una
entidad abstracta, sino el organismo histórico que constituye el marco de tal
individuo determinado, y sabemos que el Estado es su órgano rector
indispensable.
El hombre, pues, está sometido por naturaleza
no sólo al principio de la sociedad, sino también, a través de la jerarquía de
los grupos y federaciones, a la
Comunidad particular a que pertenece, y por consiguiente a su
Estado, por lo menos en la medida en que éste desempeña sus funciones como corresponde.
61. La razón de Estado
El análisis que antecede pone de relieve, al
contrario de lo que a primera vista se podría pensar, el carácter artificial de
un problema que envenena desde hace tiempo las mentes mal informadas: el de las
relaciones entre la ética y la política, vale decir, entre la ciencia y arte de
la conducción personal y la ciencia y arte de la conducción comunitaria. Ambas
disciplinas se sitúan, sin duda alguna, en planos distintos. La primera
determina e impone las normas de la acción voluntaria; la segunda determina e
impone las leyes de una acción necesaria que pertenece, como lo hemos visto en
el curso del presente capítulo, al orden de la naturaleza y no al de la
conciencia.
Se nos objetará fácilmente que si bien es
exacto que la soberanía política no procede de voluntades individuales sumadas
no por eso deja de ser cierto que la acción política depende indudablemente de
la voluntad de quien la decide y de quien la ejecuta. O también que, siendo
exacto que la evolución social obedece a leyes naturales, no por eso dejan de
ser hombres los que toman la responsabilidad de su aplicación. Dicho con otras
palabras, la política es independiente de la ética, pero la acción política del
individuo, ciudadano raso o gobernante, le queda sometida.
Lo admitiremos con mucho gusto. ¿Significa esto
que puede haber conflicto entre dos exigencias contradictorias? Es aquí donde
los datos del problema son falseados sistemáticamente por los individualistas
de toda índole. Éstos consideran, en efecto, al hombre moral un dios
autosuficiente que actúa sobre o en un medio social que le estaría subordinado.
El acto político dependería así de conveniencias personales.
Nada más equivocado. El individuo que toma una
decisión en conciencia no puede moralmente prescindir de su naturaleza social
ni de su posición dentro de los grupos y de la Comunidad de que forma
parte. La obediencia a las órdenes del Estado legítimo es, para el ciudadano,
un deber moral, cualquiera sea el juicio que pueda formular al respecto en lo
íntimo de su mente. En cuanto al gobernante, está comprometido por un deber de
estado que es, para él, un deber de Estado. La ética más elemental lo obliga a
desempeñar en primer lugar las funciones que le son propias, vale decir, a
plegar su acción a las necesidades de la vida comunitaria.
La política no puede, por tanto, exigir ningún
acto inmoral, por la sencilla razón de que todo acto se torna moral por el solo
hecho de que la política lo exige. Sólo es inmoral cuando se lo efectúa en
provecho propio, luego desvirtuándolo. De ahí que las condenas pronunciadas en
nombre de una moral individualista en contra de la razón de Estado sean
indefendibles. Se fundan, no en el derecho natural del ser humano autónomo a su
propia realización – derecho subordinado, ya lo hemos visto, al derecho
no menos natural de la
Comunidad a la afirmación – sino en la idea de una Justicia
absoluta de la que participaran igualmente todos los individuos y ante la cual
debiera inclinarse el Estado.
Tal vez sea injusto que tal soldado muera en la
guerra mientras otros sobreviven, o que un inocente sea sacrificado en defensa
del orden social. Pero el órgano soberano de la Comunidad no puede ni
debe entrar en semejantes consideraciones. Encarna una finalidad humana
superior a la del individuo y extraña a toda abstracción. Posee, por eso mismo,
una razón de actuar que le es propia y no puede someterse a ningún principio
que no sea el inmanente de la legitimidad.
capitulo V de El Estado Comunitario
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