La victoria se acerca, la lucha toca a su fin. Se libran ya los últimos combates y en estos instantes solemnes, de pie y respetuosamente descubiertos ante la nación, aguardamos la hora decisiva, el momento preciso en que los pueblos se hunden o se salvan, según el uso que hacen de la soberanía conquistada, esa soberanía por tanto tiempo arrebatada a nuestro pueblo, y la que con el triunfo de la revolución volverá ilesa, tal como se ha conservado y la hemos defendido aquí, en las montañas que han sido su solio y nuestro baluarte. Volverá dignificada y fortalecida para nunca más ser mancillada por la impostura ni encadenada por la tiranía.
Tan hermosa conquista ha costado al pueblo mexicano un terrible sacrificio, y es un deber, un deber imperioso para todos, procurar que ese sacrificio no sea estéril, por nuestra parte, estamos bien dispuestos a no dejar ni un obstáculo enfrente, sea de la naturaleza que fuere y cualquiera que sean las circunstancias en que se presente, hasta haber levantado el porvenir nacional sobre una base sólida, hasta haber logrado que nuestro país, amplia la vía y limpio el horizonte, marche sereno hacia el mañana grandioso que le espera.
Perfectamente convencidos de que es justa la causa que defendemos, con plena consciencia de nuestros deberes y dispuestos a no abandonar ni un instante la obra grandiosa que hemos emprendido, llegaremos resueltos hasta el fin, aceptando ante la civilización y ante la historia, las responsabilidades de este acto de suprema reivindicación.
Nuestros enemigos, los eternos enemigos de las ideas regeneradoras, han empleado todos los recursos y acudido a todos los procedimientos para combatir a la revolución, tanto para vencerla en la lucha armada, como para desvirtuarla en su origen y desviarla de sus fines.
Sin embargo, los hechos hablan muy alto de la fuerza y el origen de este movimiento.
Más de treinta años de dictadura, parecían haber agotado las energías y dado fin al civismo de nuestra raza, y a pesar de ese largo periodo de esclavitud y enervamiento, estalló la revolución de 1910, como un clamor inmenso de justicia que vivirá siempre en el alma de las naciones como vive la libertad en el corazón de los pueblos para vivificarlos, para redimirlos, para levantarlos de la abyección a la que no puede estar condenada la especie humana.
Fuimos de los primeros en tomar parte de aquel movimiento, y el hecho de haber continuado en armas después de la expulsión de Porfirio Díaz y de la exaltación de Madero al poder, revela la pureza de nuestros principios y el perfecto conocimiento de causa con que combatimos y demuestra que no nos llevaban mezquinos intereses, ni ambiciones bastardas, ni siquiera los oropeles de la gloria, no; no buscábamos ni buscamos la pobre satisfacción del medro personal, ni anhelábamos la triste vanidad de los honores, ni queremos otra cosa que no sea el verdadero triunfo de la causa, consistente en la implantación de los principios, la realización de los ideales y la resolución de los problemas, cuyo resultado tiene que ser la salvación y el engrandecimiento de nuestro pueblo.
La fatal ruptura del Plan de San Luis Potosí motivó y justificó nuestra rebeldía contra aquel acto que invalidaba todos los compromisos y defraudaba todas las esperanzas; que nulificaba todos los esfuerzos y esterilizaba todos los sacrificios y truncaba, sin remedio, aquella obra de redención tan generosamente emprendida por los que dieron sin vacilar, como abono para la tierra, la sangre de sus venas. El Pacto de Ciudad Juárez devolvió el triunfo a los enemigos y la víctima a sus verdugos; el caudillo de 1910 fue el autor de aquella amarga traición, y fuimos contra él, porque, lo repetimos: ante la causa no existen para nosotros las personas y conocemos lo bastante la situación para dejarnos engañar por el falso triunfo de unos cuantos revolucionarios convertidos en gobernantes; lo mismo que combatimos a Francisco I. Madero, combatiremos a otros cuya administración no tenga por base los principios por los que hemos luchado.
Roto el Plan de San Luis, recogimos su bandera y proclamamos el Plan de Ayala.
La caída del gobierno pasado no podía significar para nosotros más que un motivo para redoblar nuestro esfuerzo, porque fue el acto más vergonzoso que pueda registrarse; ese acto de abominable perversidad, ese acto incalificable que ha hecho volver el rostro indignados y ecandalizados a los demás países que nos observan y a nosotros nos ha arrancado un estremecimiento de indignación tan profunda, que todos los medios y todas las fuerzas juntas no bastarían a contenerla, mientras no hayamos castigado el crimen, mientras no ajusticiemos a los culpables.
Todo esto por lo que respecta al origen de la revolución, por lo que toca a sus fines, ellos son tan claros y precisos, tan justos y nobles, que constituyen por sí solos una fuerza suprema, la única con que contamos para ser invencibles, la única que hace inexpugnables estas montañas en que las libertades tienen su reducto.
La causa por la que luchamos, los principios e ideales que defendemos, son ya bien conocidos de nuestros compatriotas, puesto que en su mayoría se han agrupado en torno de esta bandera de redención de este lábaro santo del derecho, bautizado con el sencillo nombre de Plan de Villa de Ayala. Ahí están contenidas las más justas aspiraciones del pueblo, planteadas las más imperiosas necesidades sociales, y propuestas las más importantes reformas económicas y políticas, sin cuya implantación, el país rodaría inevitablemente al abismo, hundiéndose en el caos de la ignorancia, de la miseria y de la esclavitud.
Es terrible la oposición que se ha hecho al Plan de Ayala, pretendiendo, más que combatirlo con razonamientos, desprestigiarlo con insultos, y para ello, la prensa mercenaria, la que vende su decoro y alquila sus columnas, ha dejado caer sobre nosotros una asquerosa tempestad de cieno, de aquel en que se alimenta su impudicia y arrastra su abyección. Y sin embargo, la revolución, incontenible, se encamina hacia la victoria.
El gobierno, desde Porfirio Díaz a Victoriano Huerta, no ha hecho más que sostener y proclamar la guerra de los ahítos y los privilegiados contra los oprimidos y los miserables, no ha hecho más que violar la soberanía popular, haciendo del poder una prebenda; desconociendo las leyes de la evolución, intentando detener a las sociedades y violando los principios más rudimentarios de la equidad arrebatando al hombre los más sagrados derechos que le dió la naturaleza. He allí explicada nuestra actitud, he allí explicado el enigma de nuestra indomable rebeldía y he allí propuesto, una vez más, el colosal problema que preocupa actualmente no sólo a nuestros conciudadanos, sino también a muchos extranjeros. Para resolver este problema, no hay más que acatar la voluntad nacional, dejar libre la marcha a las sociedades y respetar los intereses ajenos y los atributos humanos.
Por otra parte, y concretando lo más posible, debemos hacer otras aclaraciones para dejar explicada nuestra conducta del pasado, del presente y del porvenir.
La nación mexicana es demasiado rica. Su riqueza, aunque virgen, es decir todavía no explotada, consiste en la agricultura y la minería; pero esa riqueza, ese caudal de oro inagotable, perteneciendo a más de quince millones de habitantes, se halla en manos de unos cuantos miles de capitalistas y de ellos una gran parte no son mexicanos. Por un refinado y desastroso egoísmo, el hacendado, el terrateniente y el minero, explotan esa pequeña parte de la tierra, del monte y de la vera, aprovechándose ellos de sus cuantiosos productos y conservando la mayor parte de sus propiedades enteramente vírgenes, mientras un cuadro de indescriptible miseria tiene lugar en toda la República. Es más, el burgués, no conforme con poseer grandes tesoros de los que a nadie participa, en su insaciable avaricia, roba el producto de su trabajo al obrero y al peón, despoja al indio de su pequeña propiedad y no satisfecho aún, lo insulta y golpea haciendo alarde del apoyo que le prestan los tribunales, porque el juez, única esperanza del débil, hállase también al servicio de la canalla; y ese desequilibrio económico, ese desquiciamiento social, esa violación flagrante de las leyes naturales y de las atribuciones humanas, es sostenida y proclamada por el gobierno, que a su vez sostiene y proclama pasando por sobre su propia dignidad, la soldadesca execrable.
El capitalista, el soldado y el gobernante habían vivido tranquilos, sin ser molestados, ni en sus privilegios ni en sus propiedades, a costa del sacrificio de un pueblo esclavo y analfabeta, sin patrimonio y sin porvenir, que estaba condenado a trabajar sin descanso y a morirse de hambre y agotamiento, puesto que, gastando todas sus energías en producir tesoros incalculables, no le era dado contar ni con lo indispensable siquiera para satisfacer sus necesidades más perentorias. Semejante organización económica, tal sistema administrativo que venía a ser un asesinato en masa para el pueblo, un suicidio colectivo para la nación y un insulto, una vergüenza para los hombres honrados y conscientes, no pudieron prolongarse por más tiempo y surgió la revolución, engendrada, como todo movimiento de las colectividades, por la necesidad. Aquí tuvo su origen el Plan de Ayala.
Antes de ocupar don Francisco I. Madero la presidencia de la República, mejor dicho, a raíz de los Tratados de Ciudad Juárez se creyó en una posible rehabilitación del débil ante el fuerte, se esperó la resolución de los problemas pendientes y la abolición del privilegio y del monopolio, sin tener en cuenta que aquel hombre iba a cimentar su gobierno en el mismo sistema vicioso y con los mismos elementos corruptos con que el caudillo de Tuxtepec, durante más de seis lustros, extorcionó a la nación. Aquello era un absurdo, una aberración, y sin embargo, se esperó porque se confiaba en la buena fe del que había vencido al dictador. El desastre, la decepción no se hicieron esperar. Los luchadores se convencieron entonces de que no era posible salvar su obra ni asegurar su conquista dentro de esa organización morbosa y apolillada, que necesariamente había de tener una crisis antes de derrumbarse definitivamente: la caída de Francisco I. Madero y la exaltación de Victoriano Huerta al poder.
En este caso y conviniendo en que no es posible gobernar al país con ese sistema administrativo sin desarrollar una política enteramente contraria a los intereses de las mayorías, y siendo, además, imposible la implantación de los principios por que luchamos, es ocioso decir que la Revolución del Sur y Centro, al mejorar las condiciones económicas, tiene, necesariamente, que reformar de antemano las instituciones, sin lo cual, fuerza es repetirlo, le será imposible llevar a cabo sus promesas.
Allí está la razón de por qué no reconoceremos a ningún gobierno que no nos reconozca y, sobre todo, que no garantice el triunfo de nuestra causa.
Puede haber elecciones cuantas veces se quiera; pueden asaltar, como Huerta, otros hombres la silla presidencial, valiéndose de la fuerza armada o de la farsa electoral, y el pueblo mexicano puede también tener la seguridad de que no arriaremos nuestra bandera ni cejaremos un instante en la lucha, hasta que, victoriosos, podamos garantizar con nuestra propia cabeza el advenimiento de una era de paz que tenga por base la justicia y como consecuencia la libertad económica.
Si como lo han proyectado esas fieras humanas vestidas de oropeles y listones, esa turba desenfrenada que lleva tintas en sangre las manos y la consciencia, realizan con mengua de la ley la repugnante mascarada que llaman elecciones, vaya desde ahora, no sólo ante el nuestro sino ante los pueblos todos de la Tierra, la más enérgica de nuestras protestas, en tanto podamos castigar la burla sangrienta que se haga a la Constitución del 57.
Téngase, pues, presente que no buscaremos el derrocamiento del actual gobierno para asaltar los puestos públicos y saquear los tesoros nacionales, como ha venido sucediendo con los impostores que logran encumbrar a las primeras magistraturas, sépase de una vez por todas, que no luchamos contra Huerta únicamente, sino contra todos los gobernantes y los conservadores enemigos de la hueste reformista, y sobre todo, recuérdese siempre que no buscamos honores, que no anhelamos recompensas, que vamos sencillamente a cumplir el compromiso solemne que hemos contraido dando pan a los desheredados y una patria libre, tranquila y civilizada a las generaciones del porvenir.
Mexicanos: si esta situación anómala se prolonga; si la paz, siendo una aspiración nacional, tarda en volver a nuestro suelo y a nuestros hogares, nuestra será la culpa y no de nadie. Unámonos en un esfuerzo titánico y definitivo contra el enemigo de todos, juntemos nuestros elementos, nuestras energías y nuestras voluntades y opongámonos cual una barricada formidable a nuestros verdugos; contestemos dignamente, enérgicamente ese latigazo insultante que Huerta ha lanzado sobre nuestras cabezas; rechacemos esa carcajada burlesca y despectiva que el poderoso arroja, desde los suntuosos recintos donde pasea su encono y su soberbia, sobre nosotros, los desheredados que morimos de hambre en el arroyo.
No es preciso que todos luchemos en los campos de batalla, no es necesario que todos aportemos un contingente de sangre a la contienda, no es fuerza que todos hagamos sacrificios iguales en la revolución; lo indispensable es que todos nos irgamos resueltos a defender el interés común y a rescatar la parte de soberbia que se nos arrebata.
Llamad a vuestras conciencias; meditad un momento sin odio, sin pasiones, sin prejuicios, y esta verdad, luminosa como el sol, surgirá inevitablemente ante vosotros: la revolución es lo único que puede salvar a la República.
Ayudad, pues, a la revolución. Traed vuestro contingente, grande o pequeño, no importa cómo; pero traedlo. Cumplid con vuestro deber y seréis dignos; defended vuestro derecho y seréis fuertes, y sacrificaos si fuere necesario, que después la patria se alzará satisfecha sobre un pedestal inconmovible y dejará caer sobre vuestra tumba un puñado de rosas.
Campamento revolucionario
Morelos, 20 de octubre de 1912
El General en Jefe del Ejército Libertador del Sur y Centro
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