martes, 15 de junio de 2010

Análisis de la dependencia ARGENTINA (5)


por José María Rosa

CAPITULO IV

LA ORGANIZACION (36)

Cuando el 20 de febrero de 1852 – justamente el aniversario de Ituzaingó – los batallones brasileños desfilaron por la calle Florida con sus banderas desplegadas, a nadie se le ocultaba que algo más importante que un hombre o un partido acababa de caer.
Rosas había cumplido su programa: la unidad nacional era un hecho y la independencia económica se había logrado; dejaba las bases para una completa organización política argentina y para el desarrollo de una poderosa riqueza autóctona. Pero el liberalismo triunfante prefirió importar constituciones de Norteamérica y vender económicamente el país al extranjero.
Poco después, de Caseros comenzó la entrega.Las Misiones Orientales, la libre navegación de los ríos y la independencia del Paraguay fueron la suculenta tajada que sacó Brasil por la intervención militar decisiva del marqués de Caxias. El mismo desprecio a lo propio que llevara a los constituyentes del 26 a copiar leyes unitarias francesas, hizo que los del 58 tradujeran a su turno el derecho federal norteamericano: en lugar del constitucionalismo a lo Constant tuvimos el constitucionalismo a lo Hamilton. Ello, mientras se enajenaba conscientemente el ser de la nación persiguiendo a la raza criolla, suprimiendo sus costumbres, aniquilando su riqueza, rebajando, en fin, sistemáticamente y oficiosamente, sus condiciones intelectuales y morales.
Todo se hacía en nombre de la civilización o de la humanidad. Civilización – que gramatical y lógicamente quiere decir “perteneciente a nuestra cives, a nuestra ciudad” –, fue entendida en un sentido opuesto: como lo propio de extranjeros; y barbarie – de bárbaros, extranjeros – vino a significar, a su vez, en el lenguaje liberal, “lo argentino” contrapuesto a “lo europeo”. Los hombres que trastrocaban el país comenzaban así por trocar la gramática. De la misma manera, en su vocabulario fue tirano el más popular de los gobiernos habidos en la Argentina, mientras llamaron democráticas a sus oligarquías que gobernaron siempre de espaldas al pueblo.
Terminaba el reinado de los hechos. Ahora comenzaría el régimen de las fórmulas, la política de las frases. Se gobernó con palabras brillantes y con períodos sonoros (constitución, progreso, libertad, “gobernar es poblar”, “la victoria no da derechos”, “América para la humanidad”), sacrificando a ellas la realidad espiritual, territorial y económica de la Argentina.
La enajenación económica fue paralela a la territorial y espiritual. En nombre de la libertad de comercio se arrasó con la manufactura criolla, que tanto había prosperado desde 1835. El libre cambio se tenía que imponer por dos motivos esenciales: el espíritu liberal y el espíritu de colonia.
La mayor parte de los vencedores eran, al menos por entonces, librecambistas. Sarmiento, en el mismo libro en que acusaba a Rosas de no haber hecho nada por la industria, se manifestaba decidido partidario de la no industrialización del país: “La grandeza del Estado ha de decir – está en la pampa pastora, en las producciones tropicales del norte y en el gran sistema de los ríos navegables cuya aorta es el Plata. Por otra parte, los españoles no somos ni industriales ni navegantes, y la Europa nos proveerá por largos siglos de sus artefactos en cambio de nuestras materias primas” (37). Y llevado por su entusiasmo describe en este cuadro bucólico el porvenir de la Argentina: “Los pueblos pastores ocupados de propagar los merinos que producen millones y entretienen a toda hora del día a millones de hombres; las provincias de San Juan y Mendoza consagradas a la cría del gusano de seda” (38). A su turno, Mitre ha de decir: “El estado más feliz posible para el desenvolvimiento de un pueblo sería aquel donde no hubiese barreras aduaneras y en que todos los productos pudiesen entrar y salir libremente” (39).
Alberdi, en cambio, se manifiesta partidario de la industrialización, pero a su manera. En su Sistema económico y rentístico dice que las leyes de Rosas, protectoras de la pequeña industria, constituían una mala “herencia del régimen colonial español”, y que el mejor medio para llenar el país de grandes industrias consistía en “derogar con tino y sistema nuestro derecho colonial fabril... que mientras esté en vigor conservará el señorío de los hechos” (40). En otras palabras, proponía lisa y llanamente la apertura de la aduana para que la libre introducción de mercaderías extranjeras barriera con las industrias criollas de telares domésticos, que impedían el advenimiento de grandes manufacturas de capital, de dirección técnica y hasta de mano de obra extranjeras.
Lo curioso es que Alberdi, como si viviera en Inglaterra, atribuye al librecambio la virtud de facilitar el desenvolvimiento industrial, apoyándose para sus asertos en Adam Smith. Lo cual era un liberalismo un tanto trasnochado para 1854.

l. Abrogación del proteccionismo

La nueva política económica empezó a los cuatro días del desfile triunfal de los vencedores de Caseros. El 24 de febrero el gobernador delegado López decretaba la “libre exportación de oro y plata” (41) que abrió las puertas de escape al metal acumulado en 15 años. La onza de oro, que en diciembre de 1850 valía 225 pesos papel, bien poco teniendo en cuenta las continuas emisiones del papel moneda inconvertible que Rosas se encontró obligado a realizar, alcanzaría el año 53, el siguiente de Caseros, a $ 811 8/8, para subir paulatinamente hasta $ 409 en 1862. El oro se fue del país apenas encontró la puerta franca.
En 1858, las prohibiciones de la ley del 35 fueron reemplazadas por módicos derechos del 10 y 15 %, rebajados del 24 % al 20 % el aforo de azúcares, y de 35 % al 25 % el de acoholes.
En 1855, por nueva ley de Aduanas (42), los aforos fueron disminuidos aún más. Los modestos talleres nacionales cerraron sus puertas, emigrando sus maestros y oficiales a tierras no tan propicias, como la Argentina post Caseros, al palabrerío insustancial. Mientras los “pálidos proscriptos de la tiranía” regresaban a sus lares dispuestos a convertir en realidad las lecturas filosóficas, penosamente digeridas en el exilio, otra emigración oscura y silenciosa tomaba el camino del destierro: hombres que no peinaban ondulantes melenas románticas ni cargaban libros franceses en sus bagajes, pero que tenían el rostro quemado por el fuego de las fraguas y las manos encallecidas en el rudo trabajo. ¡Curioso trueque de artesanos laboriosos por políticos más o menos trasnochados!
Los talleres no cerraron, languidecieron en una indigencia cada vez mayor. Los tejedores de Catamarca y Salta quedaron reducidos a fabricar ponchos para colocar entre los turistas como cosas típicas, como artículos de tiempos ya muertos.
La disminución del 24 % al 20 % sobre el aforo del azúcar, y la disposición constitucional prohibiendo las aduanas interiores, habían producido el paradójico efecto de que el azúcar extranjero valiera menos que el tucumano en el propio Tucumán. ¿Por qué pese a ello, se salvó la industria? ¿Por qué consiguió salvarse, igualmente, el vino de Cuyo cuando después del 52 todo, todo se puso en contra de ambos? ¿Por qué para el azúcar y para el vino la prosperidad comenzada en el 35 siguió en aumento? No fue el régimen aduanero precisamente, no fue tampoco el ferrocarril, que en vez de facilitar la salida de los productos criollos, llevó al interior la invasión incontenible de los similares extranjeros. Es necesario, pues, reconocer que el arraigo cobrado en los 17 años de régimen protector había consolidado suficientemente los ingenios tucumanos y las bodegas cuyanas. O admitir el consabido milagro de que Dios es criollo.
Pero únicamente el azúcar, el vino y algunos productos agrarios resistieron la marea desatada por la ley del 53. Los algodonales y arrozales del norte se extinguieron casi por completo. En 1869, el primer censo nacional revelaba que provincias enteras apenas si malvivían madurando aceitunas o cambalacheando pelos de cabra. Los viejos telares criollos han ido cediendo poco a poco el campo a las manufacturas extranjeras. Todavía ese año se mantienen 90.080 tejedores (que sobre una población total de 1.769.000 habitantes da aproximadamente un 5 % ). Pero en 1895 – segundo censo nacional – ya no existen ni la mitad de esos tejedores argentinos, no obstante el crecimiento de la población total (89.880 para una población de 8.857.000: poco más del l %).
¡Que se hundan las provincias, pero que se salven los principios!, parecían querer los denodados defensores del librecambio en aquellos años en que se jugaba el porvenir económico de la nación. Los hombres de Buenos Aires – y algunos del interior – vivían, con raras excepciones, en la euforia de su liberalismo. Todo se hacía en esos años para y por la libertad de comercio: invocándola, los presidentes abrían congresos; en su nombre concedíanse líneas ferroviarias; para enseñarla se crearon cátedras de Economía Política; hasta la guerra se hacía para extender sus beneficios a los vecinos. Parece un despropósito, pero uno de los motivos de la guerra del Paraguay – según lo revela el propio general en jefe de nuestro ejército – fue hacer conocer a los paraguayos la economía de Adam Smith y de Cobden: “Cuando nuestros guerreros vuelvan de su larga y gloriosa campaña a recibir la merecida ovación que el pueblo les consagre – decía Mitre en 1869 – podrá el comercio ver inscriptas en sus banderas los grandes principios que los apóstoles del librecambio han proclamado para mayor gloria y felicidad de los hombres” (43). Lo que quiere decir, hablando en plata, que hicimos la guerra a un país hermano para quitarle lo que ganaba una tejedora de ñanduty y dárselo a los fabricantes ingleses de Liverpool y Manchester. ¡Para esto sí que “la victoria dio derechos”!

2. Consecuencias de “la Organización”

a. La inutilidad del criollo: La inutilidad del criollo, pretexto confesado de su desplazamiento, es una de las grandes mentiras de los hombres de la llamada “Organización Nacional". Y de las más fecundas, pues su repetición constante produjo el esperado efecto psicológico de rebajar moralmente al argentino (44). Con ello, su reemplazo se hizo sumamente fácil.
Es curioso. El desconcepto sólo fue pronunciado por labios argentinos. Justamente los primeros en protestar contra esa mentira fueron los propios extranjeros: Parish escribía en 1829 – poco después de la euforia rivadaviana –: “Apercíbanse de una vez los hijos de aquellos países de la importancia de sus propios recursos, dejando a un lado la persuasión en que están de que son incapaces por sí propios de plantear su beneficio y utilización. Esta idea, por desgracia, es para aquellos países una de las maldiciones o calamidades deparadas por el antiguo sistema colonial de la España... Es esa estéril idea la que los ha inducido a preferir la creación de compañías o sociedades en Europa como el mejor método para dar nombradía y cultivo a sus fértiles tierras”. (45).
Acabar con las cosas argentinas y con el hombre argentino, fue la actividad esencial del período de la “Organización”. El criollo fue tratado como el gran enemigo de la nueva patria: Martín Fierro no es, desgraciadamente, un simple poema de imaginación. Y mientras no llegara “algún criollo en estas tierras a mandar” la situación de muchoa argentinos fue la de parias en la propia tierra.
b. Las industrias y el transporte: Algún escritor ha imputado a barbarie y espíritu de atraso el hecho de no haberse construido ferrocarriles hasta mucho tiempo después de Caseros. Otros afirman que todo el “progreso” material de nuestro país data de la construcción de ferrocarriles, y como en parte lo fueron por empresas de capital extranjero, adjudican al capital extranjero el papel primordial en nuestro desenvolvimiento económico.
Conviene analizar uno a uno estos juicios. Ante todo, cuando el general Urquiza se pronuncia contra Rosas el lº de mayo de 1851, apenas si en América Latina se habían extendido unos cuantos kilómetros de vías férreas para transportar, generalmente a sangre, minerales. Para el tráfico de pasajeros y mercaderías recién empezaban a construirse largas líneas ferroviarias en Europa y Estados Unidos, pues la gran época ferroviaria comienza apenas a partir de 1848, año en el cual quedan establecidas las líneas París-Orléans y Nueva York-Lago Erie. Por otra parte, ¿era imprescindible la construcción de ferrocarriles en la Argentina? Es cierto que el tráfico interno en tiempo de Rosas era bien intenso: en 1851, de Córdoba solamente, salieron 2.500 carretas cargadas con productos del interior destinadas a Buenos Aires; el mismo año, Salta, Tucumán y Santiago enviaban 1.000 carretas al mismo destino.
También era grande el transporte a lomo de mula, así como el tráfico desde Mendoza y San Juan hasta el Río de la Plata.
Pero el flete en carretas o en mulas por tierras argentinas era sumamente barato, quizás el más barato del mundo.
No obstante la baratura del flete, el transporte ferroviario desalojaría en algún momento a la carreta. Ello hubiera ocurrido necesariamente, por simple gravitación, debido al relativo poco costo de los ferrocarriles de llanura – como serían la mayor parte de los argentinos –, lo cual incidiría en el menor precio del flete, y por la necesidad de obtener una mayor velocidad, sobre todo para el transporte de pasajeros. Sin contar que el considerable tráfico interno nuestro prometía buenas ganancias a quien quisiera tentar la empresa: no había necesidad alguna de acelerar artificialmente la construcción de líneas férreas por concesiones exorbitantes y ruinosas.
Que el ferrocarril, en la forma en que se concedió y por el resultado de su explotación, significó entre nosotros un motivo de progreso, es sumamente discutible. El ferrocarril fue, antes que nada, un factor de aniquilamiento industrial: un autor llega a decir que “el establecimiento del transporte a vapor, lejos de facilitar la salida de los productos industriales del interior, llevó hasta sus últimos reductos la avalancha de mercaderías europeas. El telar a vapor y la locomotora destruyeron los últimos vestigios del telar a mano, apoyada en la clásica carreta tucumana” (46).
Esta curiosa inversión del papel preponderante que en otras partes juegan los ferrocarriles en el desenvolvimiento industrial, no ha sucedido solamente entre nosotros. Es propio de los países coloniales, donde las líneas férreas tienen como única misión lograr y mantener la hegemonía económica de la metrópoli.
Las tarifas ferroviarias ayudaron la obra de las tarifas aduaneras. Mientras estas últimas, inspirándose en el liberalismo, permitían la entrada libre de cualquier mercancía, las ferroviarias protegieron decididamente a los productos extranjeros contra la competencia de sus similares argentinos. El ferrocarril fue así, entre nosotros, un hábil instrumento de dependencia económica, regulando a voluntad la producción argentina.
El tipo de concesiones ferroviarias argentinas permitió esa política. Consorcios extranjeros fueron dueños a perpetuidad de servicios públicos. Como la “perpetuidad” es característica esencial de la propiedad, no es equivocado decir que nuestras concesiones ferroviarias se regularon más por el derecho privado que por el administrativo: debe hablarse de donaciones, no de concesiones. Es cierto que el liberalismo en boga, cuando se iniciaron las líneas férreas en Inglaterra y en Estados Unidos, impuso esta anomalía como norma; pero allí, por lo menos, las empresas fueron dadas a nacionales y, además, el control del Estado se ejerció siempre con gran eficacia. De cualquier manera, este precedente no quita significado al hecho de entregar perpetuamente a extranjeros servicios públicos de tan capital importancia. Con igual fundamento el Estado pudo haberse desmenuzado íntegramente a perpetuidad – es decir, enajenando todas sus actividades.

¿ Por qué se creó este monopolio virtual del tráfico en manos extranjeras? ¿Por qué se abandonaron las concesiones ferroviarias al capital foráneo?
No fue por falta de capitales autóctonos, que si no sobraban, tampoco eran escasos. No fue tampoco por falta de iniciativa, como tanto se ha repetido. Lo prueba la fundación del Ferrocarril Oeste por un grupo de capitalistas argentinos. No está de más recordar que, sin contar el Sur y algunos provinciales, casi todos los ferrocarriles fueron obra de la iniciativa – particular o fiscal – argentina. La misma línea eje de nuestra red – la de Rosario a Córdoba – había sido estudiada y proyectada por el gobierno de la Confederación, proponiendo su perito – el ingeniero Campbell – que se formara una compañía argentina para explotarlo. El capital necesario no era muy elevado – cuatro millones y medio de pesos –, pero inútilmente un consorcio criollo, encabezado por Aarón Castellanos, solicitó dicha concesión. El gobierno le impuso el depósito de una garantía lo suficientemente elevada para hacerlo desistir de sus propósitos: garantía que no fue obligada a depositar la empresa extranjera, a quien en definitiva se le entregó la línea. En cambio todo fue allanado al capital extranjero: tuvieron las facilidades más amplias, se le dieron los campos que atravesarían sus líneas y le fue concedida hasta la exención de toda clase de impuestos (aun los de aduana, y las contribuciones provinciales y tasas municipales). El propio Estado se encargaba de construir líneas – supeditadas al eje Rosario-Córdoba, en poder de una compañía extranjera – que luego si eran productivas enajenaba para su explotación a consorcios foráneos. Así se hizo con el Central Córdoba, así también con el Andino (luego Pacífico). Y en 1889 se completaba la enajenación con la extraña venta del Ferrocarril Oeste, propiedad hasta entonces de la provincia de Buenos Aires.
c. Empréstito de “Obras Públicas”: (47) El 5 de agosto de 1870 se vota un empréstito de 80 millones, a colocarse en Londres, destinado a la prolongación del ferrocarril a Tucumán y el ramal a Cuyo, que se habían negado a construir los ingleses.
Mariano Varela, ministro de relaciones exteriores en el gobierno de Sarmiento, renuncia a su cargo para gestar el empréstito. La operación es concertada con la Casa Murieta y Cía. de Londres al tipo de 88 1/2 con 3 1/2 % de comisión.
El empréstito Murieta llega a Buenos Aires reducido a 25 millones novecientos treinta y seis mil pesos, exactamente, por comisiones, gastos y diferencias de cotización. El empréstito no se destina a obras públicas sino a gastos militares y administrativos – en especial la guerra de Entre Ríos (que costó más que la del
Paraguay) – y a amortizar las deudas de la guerra del Paraguay.
Este es tan sólo un ejemplo de la forma discrecional en que se han utilizado los empréstitos para resolver problemas de la política interna: sofocamiento de las reacciones que causaba la acción de los gobiernos liberales mientras desarrollaban su política de “Organización Nacional”.
d. La crisis financiera (1875-1876): Quince años de librecambismo, con balanza comercial desfavorable, empréstitos pagados en oro, guerras externas e internas, subvenciones ferroviarias, despilfarros administrativos, desembocan en crisis.
Entre 1852 y 1862 el déficit de la balanza comercial no fue tan excesivo: 16 millones en diez años. Entre 1862 y 1868 – presidencia de Mitre – se incrementó, se llegó a 40 millones en seis años, para alcanzar cifras exorbitantes en los cinco primeros años del gobierno de Sarmiento, que pasó de 100 millones. Ese déficit se traducía en la salida de metálico. Para recobrarlo se importaba de Inglaterra en forma de empréstito: en 1868 los 12 millones del empréstito Riestra, y en 1870, los 80 millones de Obras Públicas.
Los servicios de intereses y amortizaciones (a los que deben agregarse los 15 millones del empréstito de los “Bonos diferidos” de 1857, que saldaba la deuda de los tiempos de Rivadavia), insumían más del 25 % del presupuesto en 1875. Deben añadirse los servicios de las deudas exteriores de la provincia de Buenos Aires (5 millones en 1870), del municipio (2,5 millones en 1873), las operaciones de otras provincias y las “garantías” ferroviarias.
En 1873 el gobierno necesita oro para el servicio de empréstitos y garantías ferroviarias, y lo saca de su cuenta del Banco Provincia. Este se ve obligado a restringir el crédito, e igual medida deben adoptar los demás bancos. Sobreviene entonces la paralización de negocios, ocurren quiebras, la Oficina de Cambios del Banco Provincia pone dificultades a la entrega de oro y en consecuencia merman las importaciones (48).
En 1874 el ejercicio cerró con un déficit de 14 millones, no obstante las economías llevadas a cabo por Avellaneda. El ministro de hacienda Cortinez trata de equilibrar el presupuesto suprimiendo empleos y reduciendo los sueldos entre un 18 y un 20 %. Para pagar en oro a los tenedores de bonos el gobierno agota su existencia en la cuenta nacional del Banco Provincia.
En julio se le pide la renuncia a Cortinez y se le ofrece el cargo a Lucas González, cónsul general en Londres y vinculado a empresas ferroviarias y bursátiles.
González se ocupa principalmente de las remesas al exterior, para mantener el crédito y las buenas relaciones con la City. Apenas quedaba oro en las oficinas de cambio, y el gobierno carecía hasta de billetes de papel. No obstante, consiguió de Baring un préstamo a corto plazo para solventar loa servicios de la deuda por el primer semestre de 1876.
En mayo, Avellaneda inaugura el congreso con esta frase; “Hay 2 millones de argentinos que ahorrarán hasta sobre su hambre y su sed para responder, en una situación suprema, a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”. Introduce el 25 % de rebaja en sueldos y pensiones, suspende obras públicas, no paga a acreedores internos y atrasa en seis meses los sueldos de los empleados. El presupuesto de 17 millones tiene 8 1/2 millones para gastos internos y 8 1/2 para el servicio de la deuda externa.
El 14 de mayo, la Oficina de Cambios del Banco Provincia cierra sus ventanillas. El 29 se decreta el curso forzoso nacional. El Banco Argentino quiebra, el dinero sube al 15 % mensual. Los títulos argentinos llegan a 30 en la Bolsa de Londres. Para colmo de males las cosas se complican: el gobernador de Santa Fe saca oro del Banco de Londres en Rosario y mete preso a su gerente que quiso protestar (49).
El ministro Lucas González, quien había solicitado licencia, sufre una congestión cerebral y el 20 renuncia al ministerio. Avellaneda le ofrece el cargo al presidente del Banco de Londres en la Argentina, Norberto de la Riestra. Dos problemas urgentes debe resolver el nuevo ministro: el pago del segundo semestre de la deuda externa sin oro, y desagraviar al Banco de Londres por el episodio de Rosario. Soluciona el primer problema ofreciendo a Baring, “sin que esto sentase precedentes”, solventar los servicios con pesos papel tomando el gobierno la desvalorización. Era lo mismo que pagar en oro, puesto que Baring podía canjear los billetes en Londres, pero fue presentado como un gran triunfo de Riestra.
El segundo problema era más difícil de resolver. El encargado británico, Saint John, ordena el 1º de junio a la cañonera Beacon situarse en Rosario en resguardo de la propiedad británica. Manuel Quintana, abogado del Banco, informa al ministro Bernardo de Irigoyen acerca del problema (50). Irigoyen informó al gabinete y resolvió el gabinete por vía jurídica: las sociedades anónimas aceptadas por decreto como el Banco de Londres, no pueden considerarse extranjeras y no tienen derecho a protección diplomática. El ministro del interior, Iriondo, lo aprobó con firmeza.
En julio llega a Buenos Aires – llamado por Riestra – el presidente del directorio inglés del Banco de Londres, Georges Drabble. Este viaja a Rosario y entrevista a Behn en la jefatura de policía, al comandante del Beacon, y en Santa Fe se entrevista con Bayo. La respuesta del gobernador fue enérgica: que el Banco de Londres prestase unos miles de libras al Banco Provincial y admitiese como propios los billetes de éste. Al gerente Behn se le podría retirar la acusación, siempre que se lo trasladase a otra parte, nombrando en Rosario un gerente aprobado por el gobernador.
Así se hizo. Pero Riestra encontró una forma para que no fuese el Banco de Londres el que prestara dinero al Banco Provincial: la Nación le daría 25.000 libras de un préstamo de 110.000 que obtuvo del Banco de Buenos Aires. El Banco Provincial recibió las libras y devolvió el oro, pero Bayo no dio el decreto de reapertura del Banco de Londres hasta que el Beacon se hubo retirado de Rosario.
En 1877 el gobierno presenta una ley de aduana rebajando los aforos, pero el congreso la rechaza. En consecuencia, Riestra se ve obligado a renunciar al ministerio (16 de mayo). Lo reemplaza en el cargo Victorino de la Plaza.
1876, por los nuevos aforos, fue el primer año después de Caseros en que el saldo del comercio exterior resultó favorable: las exportaciones superaron a las importaciones en 12 millones de pesos, y el oro volvió a llegar al país. Al mismo tiempo se produce un tímido, pero apreciable, renacimiento industrial.

CONCLUSIONES

En los diversos episodios que se exponen a lo largo de este fascículo, encontramos algunos de los hechos más salientes entre los que sellan nuestra suerte de país dependiente.
De un modo particular, a partir de Caseros, la oligarquía nativa comienza a construir el país de acuerdo a sus intereses, coincidentes con los de la potencia hegemónica del momento: Inglaterra. La “política” se constituye en asunto de una única clase, que nutrirá con sus hombres los elencos gobernantes. De ella saldrán también los abogados de los bancos extranjeros y los asesores de empresas ferroviarias con directorios en Londres.
Esta concepción, por la cual la oligarquía se arroga el derecho de ser “todo el país”, gobernando para su beneficio y el de la potencia imperialista de turno, halla su cristalización en la generación del 80. Por primera vez el país es pensado como un todo; se elabora un “proyecto nacional” pero de neto corte colonial: las élites en el poder racionalizan y ejecutan el papel de satélite que se le asigna al país, en el esquema de división internacional del trabajo.
El puebla no existe en la conciencia de los notables y gobernantes. Al día siguiente de Pavón, el consejo de Sarmiento de no ahorrar sangre de gauchos, “abono útil a la tierra”, no será una frase infeliz sino una dramática realidad.
Con el exterminio de los montoneros del Chacho, Felipe Varela, Juan Sáa o López Jordán se desangró el interior y se estabilizaron las oligarquías locales. La sangre de criollos corrió ininterrumpidamente desde 1861 a 1878 (de Pavón a la expedición al desierto). Así se cumplió el ideal de Caseros. No quedaron ni masas populares ni caudillos molestos que las condujeran.
Pero un país no puede vivir sin una clase laboriosa que cree riqueza. Entonces vinieron “los gringos”. El “gobernar es poblar”, de Alberdi, exigía una inmigración nutrida “con las razas viriles de Europa” para suplantar la menguada población de criollos, “incapaces de libertad”. Sin embargo, la inmigración nórdica con que soñaron los teóricos del 53 se redujo a gerentes y técnicos de empresas extranjeras; en su lugar, llegaron a constituir la clase trabajadora del país los italianos del sur y del norte, los vascos y gallegos que llenaron de estupor a los hombres de levita. A pesar de todo, este conglomerado cumplió admirablemente las funciones proletarias que se le habían asignado. Hombres sin conciencia nacional y sin caudillos molestos que pudieran inflamarlos, convirtieron a la Argentina en una colonia próspera y feliz. Una colonia con mucho menos independencia que la española, anterior a 1810; con una clase gobernante más desarraigada y con dueños de ultramar mucho más poderosos.
El gran instrumento que se utilizó para “educar” a toda esta masa en los ideales de Caseros y para asegurar la permanencia del status colonial, fue la falsificación sistemática de la historia. Se convirtió a ésta en “mentiras a designio” (palabras de Sarmiento), que enaltecieron los principios de la “civilización”, en detrimento de la “barbarie” nativa.
Sin embargo, esta colonia apátrida no habría de durar mucho. Los hijos de los gringos, en contacto con la tierra, se impregnarían de nacionalidad y rescatarían las tradiciones, tan largamente postergadas desde Caseros. La realidad del país no concordaba con los ideales de los teóricos de 1853.
En ese contexto, el pueblo reaparece incontenible en la historia del país. Alem, Irigoyen y Perón serán los abanderados de las reivindicaciones de las luchas populares. Lucha que conoce victorias, pero que aún será dura y prolongada. Lucha que tiene un único final previsible: la liberación nacional y social. Porque los pueblos podrán ser postergados, pero nunca aniquilados; podrán ser reprimidos, pero nunca del todo vencidos.
El aplastante triunfo popular del 11 de marzo de 1973 constituye un jalón más en este proceso irreversible de liberación.

VOCABULARIO

Autarquía: no es sinónimo de independencia económica; aquélla significa producir lo necesario para satisfacer el consumo interno. La autarquía absoluta es imposible, a lo menos dentro de las actuales condiciones de la vida económica. Pero toda nación debe – si tiene posibilidades – aspirar a una autarquía relativa, esto es, a producir lo imprescindible. Podría, así, prescindir del consumo exterior por un determinado tiempo si las contingencias internacionales la movieran a ello. Autarquía tampoco significa necesariamente independencia. Puede una nación producir lo imprescindible dentro de sus fronteras sin ser dueña de su economía. Como cuando el control de sus industrias, transportes internos, instituciones de crédito, etc. , se encuentran en manos extranjeras. (Defensa y pérdida de nuestra Independencia Económica, pág. 17).

Independencia Económica: significa el dominio de la producción y del consumo nacional, aun cuando la producción se exporte y el consumo se importe. Independencia no es autarquía. Una nación puede vivir del comercio internacional importando alimentos y materias primas, y exportando mercaderías elaboradas, y sin embargo, tener la más absoluta independencia económica. Tal es el caso de Inglaterra. Para ello precisa tener capitales, marina mercante, ferrocarriles, seguros, etc. , que la hagan dueña virtual de su intercambio (DP, pág. 17).

Caudillo: la nacionalidad, como todos los valores sociales – religión, lenguaje, nacionalidad, derecho – surge de abajo hacia arriba, de las clases inferiores a las superiores. El pueblo es fermento de nacionalismo y acaba por imponerse. Su nacionalismo puede ser informal, sin plena conciencia, falto de conductor y de oportunidad, pero está latente como una sorda resistencia a la mentalidad foránea de la clase privilegiada. A veces es estrepitoso y revolucionario, llevándose por delante la “patria” colonial y el orden oligárquico cuando ha dado con un caudillo con espíritu del pueblo, que por sus palabras y gestos exprese el sentimiento colectivo. El caudillo de la primera mitad del siglo XIX es, sobre todo, el estanciero (no el simple propietario de campos), el que trabaja personalmente su estancia y convive con sus peones y habla, viste, se expresa y siente como ellos. Aunque su origen fuese ciudadano, se habían hecho gauchos. Nada hace que usasen poncho de vicuña y aperos de plata; lo importante es que usasen poncho y recado. Eran los jefes. Sentían e interpretaban la comunidad, y puede decirse que la comunidad gobernaba a través de ellos. (RIVADAVIA Y EL IMPERIALISMO FINANCIERO, 157-159).

“Civilización”: Para los escritores del siglo XIX no se diferenciaba la cultura de la civilización, dando a esta última un valor tanto espiritual como material. Toda civilización es unidad y continuidad espiritual. Pero los reformadores de 1821 y 1827 entendieron, por el contrario, que “civilizar” consistía en importar tradiciones ajenas y arraigar costumbres hechas para otros pueblos y otros climas. Sin reparar que hombres españoles y católicos, cuyos fundamentos morales eran la fe, la lealtad, el desinterés y el coraje, no podían trasformarse en mercaderes sin otro afán que su barraca, su caja fuerte y su persona, por el hecho simple de traducir leyes y adaptar decretos; los civilizados rivadavianos dieron en traer la filosofía sensualista de Condillac, la ética utilitaria de Bentham, el liberalismo constitucional de Constant. Y escondido tras de ellos el capital y el comercio extranjeros que consideraban el factor máximo para civilizar – en su bárbaro concepto de “civilización” – nuestra tierra tesoneramente criolla y ardientemente defensora de sus costumbres y de su economía. (Defensa y pérdida de nuestra Independencia Económica, 75-76).

Enfiteusis: Es el goce perpetuo o a largo plazo de la tierra mediante el pago de un arrendamiento – canon – al propietario. Algunos ven en las leyes de enfiteusis de la tierra pública dictadas entre 1822 y 1826 una política social en beneficio de “los que trabajan la tierra, los que la hacen producir directamente con su afán y desvelos” (51); que la tierra “dejara de ser un arma política de corrupción y dominación” (52); que “los elementos de la naturaleza no deben ser objeto de la apropiación privada, y así como a nadie se le consentiría titularse dueño del sol, del viento, del mar o de los ríos, así tampoco debiera concedérsele la propiedad de la tierra” (53); y una tentativa de “evitar que pasara al dominio un valor de gran necesidad para los intereses nacionales” (54). Nada más lejos de la mentalidad de Rivadavia y los suyos que propósitos semejantes. Rivadavia era fundamentalmente un liberal, opuesto a toda asociación o estatismo: el típico liberal argentino del laiasez faire, lleno de respeto por el capitalismo extranjero “civilizador”. No estableció la enfiteusis porque creyese a la tierra libre como el sol o el viento, ni repartió “parcelas” para fomentar la pequeña agricultura, ni retuvo su dominio fiscal para custodia de los intereses nacionales. Dio leguas, decenas de leguas, cientos de leguas, en largos arrendamientos sin que sus minuciosos decretos dijesen una palabra del máximo de la extensión a conferirse – del mínimo sí – ni de la obligación de trabajarla. La dio en enfiteusis porque no pudo darla en propiedad pues la había hipotecado a los acreedores ingleses. Esa fue su política agraria. (RIVADAVIA Y EL IMPERIALISMO FINANCIERO, 85-86).

Imperialismo: No es tanto una imposición desde fuera: es sobre todo una aceptación desde dentro. La relación imperialista entre una colonia y su metrópoli poco tiene que ver con la debilidad de ésta y la fortaleza de aquélla. Un país puede ser pequeño, económicamente subdesarrollado, y aun encontrarse sometido por las armas, sin dejar de ser una nación si tiene una mentalidad nacional y obra, dentro de sus posibilidades, con la voluntad de manejarse a sí mismo y la finalidad de sus exclusivas conveniencias. Tampoco caracteriza a una colonia el hecho de producir materias primas o víveres o aceptar el capital foráneo, si los intereses mercantiles o financieros extranjeros no tienen el control de su política. El ejemplo es Brasil, en 1826 colonizada económicamente por Inglaterra, pero que tiene una mentalidad nacional expresada, entre otras cosas, por el conocimiento de este sometimiento material y la voluntad de liberarse. Un país solamente es colonia cuando quiere serlo; cuando hay una voluntad de coloniaje de sus gobernantes y en la clase social que los apoya. El dominio de la metrópoli se basa en una coincidencia de intereses entre los metropolitanos y la clase gobernante indígena: aquellos producen manufacturas y éstos víveres, o aquellos exportan o controlan capitales que éstos administran. Pero no basta ese acuerdo de intereses ni la corrupción de los gobernantes para establecer el coloniaje; es necesario una coincidencia de mentalidades. Que a la voluntad imperialista, dominante, de la metrópoli, se pliegue una voluntad de vasallaje, dominada, en la colonia, que haga aceptar a los nativos – e incluso reclamarla – la ingerencia foránea.
Tras el imperialismo mercantil, llega el financiero en forma de exportación de capitales o control de los capitales nativos. Desde el segundo decenio del siglo pasado hay en Hispanoamérica una penetración de capitales ingleses en forma de monopolios bancarios, empréstitos, empresas mineras, colonizadoras, etc. Su objetivo material es obtener una ganancia distribuida juiciosamente entre concedentes nativos y concesionarios ingleses, pero está presente en todo momento el interés político del Reino Unido. Con los monopolios bancarios y los empréstitos se trata de atar las nuevas repúblicas al dominio británico. Las ganancias provenientes del imperialismo mercantil o financiero, se distribuyen en forma de beneficios a los capitalistas reales o ficticios. Hasta el Banco de Inglaterra obtiene ventajas, pues ve aumentada su existencia de metálico cuando la circulación de onzas y patacones es reemplazada en la Argentina por billetes de papel. Pero desde mediados de siglo y sobre todo en la segunda etapa del imperialismo inglés (aquella que se inicia después de Caseros) estas ganancias se emplearán en satisfacer las demandas de aumentos de salarios, mejor condición del trabajo y aspiraciones a una elevación de vida de las clases obreras inglesas. De tal manera el imperialismo obrará como seguro contra los desórdenes sociales de la metrópoli. El alto nivel de la vida obrera en la metrópoli – en todas las metrópolis imperiales – se paga con el bajo de las colonias. El obrero metropolitano consigue un bienestar – y por lo tanto lo satisface el sistema capitalista – a costa de la miseria del trabajo colonial. Este seguro social llegará a ser la causa principal para mantener la hegemonía imperialista en el siglo XIX. La estabilidad del régimen capitalista en la metrópoli se consigue con el medio de descargar los problemas sociales en las colonias. (RIVADAVIA Y EL IMPERIALISMO FINANCIERO, 147-148; 150-158).

Liberalismo: La finalidad imperialista es en una primera etapa, sacar beneficios de la colonia por la preeminencia de su posición económica. Bajo el signo de la “libertad” nace el imperialismo británico: la “libertad mercantil”, significa una igualdad en el trueque, a pesar de la desigualdad en los modos de producir, que pone todas las ventajas de su parte. No otra cosa es el liberalismo que la ventaja de los fuertes: quitadas las trabas aduaneras la industria manufacturera queda a merced de la maquino facturada. Poco le interesan los talleres artesanales a la burguesía nativa que piensa como “clase” y deja de lado la “nación”. Esa clase toma la libertad como culto nacional, adopta el liberalismo en su beneficio, pues ha comprendido que la libertad favorece a los fuertes, y la burguesía será la fuerte en el medio nativo. Sostiene el liberalismo político que significa su preeminencia interna, apoyada naturalmente en el liberalismo económico que favorece a los foráneos. Con ambos liberalismos nace la colonia del siglo XIX. El estado dominante – que ya podemos llamar metrópoli – favorecerá el liberalismo político que deja el gobierno y la preeminencia interna en manos de una clase sin mentalidad nacional, y garantiza con eso la permanencia del liberalismo económico exterior. (RIVADAVIA Y EL IMPERIALISMO FINANCIERO, 148-149).

Monopolio bancario: Los bancos son empresas que reciben dinero en depósito para prestarlo al comercio y la industria con un módico interés. Movilizan así las reservas improductivas de capital en beneficio de la comunidad. Cuando existe un monopolio bancario o el banco es uno solo, se convierte en dueño exclusivo de las reservas de capital y por lo tanto en árbitro único del crédito; si además tiene la facultad de emitir la moneda circulante en forma de billetes de banco su dominio en la economía de una plaza es total; si este monopolio bancario y emisor lo ejerce el Estado, pueden hablar los liberales de régimen totalitario; si lo ejerce una institución particular, estaríamos ante una oligarquía del dinero dueña del país; si estos particulares se encontrasen atados a intereses extranacionales, sería una oligarquía que favorece la intromisión imperialista; si el grupo dominante de particulares monopolizadores del crédito y fabricantes de la moneda corriente ni siquiera fuese nativo, podríamos hablar de un coloniaje que linda en la factoría; y si, finalmente, el grupo extranjero dueño de la economía de una plaza, ajustase su acción a las órdenes del gobierno de su metrópoli, sólo podemos decir que es el tipo más impúdico del imperialismo. Eso ocurrió con el banco inglés que funcionó en Buenos Aires con el nombre de Banco de Buenos Airea, primero, y Banco Nacional, después. (RIVADAVIA Y EL IMPERIALISMO FINANCIERO, 42).

Oligarquía: Como la clase privilegiada de una colonia se entiende a sí misma como la patria y gobierna en exclusivo beneficio de sus intereses de clase y de sus mandantes de ultramar, no puede ser llamada aristocracia. Carece de la “virtud política”, que quería Aristóteles, de interpretar a la comunidad íntegra. No es una clase dirigente porque nada dirige; simplemente medra. Por eso la he llamado privilegiada y no dirigente. No es una aristocracia, sino una oligarquía dentro de la clasificación aristotélica de los gobiernos. (RIVADAVIA Y EL IMPERIALISMO FINANCIERO, 156-157).

Patria (liberal): En los unitarios de Rivadavia la patria eran las luces que solamente ellos poseían, la libertad (para pocos), la constitución que quitaba el voto a los asalariados y jornaleros; y opuestos a la patria eran los desprovistos de luces, los montoneros seguidores de caudillos, los federales enemigos de la constitución. La patria rivadaviana no sólo era compatible con el dominio imperialista; necesitaba la ayuda extranjera para mantenerse contra la antipatria nativa. A través de esas abstracciones el unitario sentía la patria como la exclusividad política y económica de su clase social, como la sienten los coloniales de todo el mundo y en todas las épocas. El pueblo no cuenta, o cuenta como factor negativo que debe mantenerse en forzado alejamiento hasta que adquiera “mentalidad patriótica” y se resigne mansamente a una situación deprimida política y económica. Como la patria de los coloniales es exclusivamente una clase social privilegiada, su “historia” no puede contener el ingrediente pueblo y debe necesariamente tratar a los jefes populares como tiranos enemigos de la patria. La historia de los coloniales debe ser un instrumento para crear o fortalecer la mentalidad de vasallaje. No debe hablar de movimientos populares sino para condenarlos como montoneras, fuerzas anarquistas o apoyos de tiranía. Debe enseñar que la patria es la “libertad”; sus mejores próceres quienes hicieron posible su advenimiento, y su natural enemiga la barbarie e incomprensión nativa. La incomprensión de los imperialismos debe borrarse, o disimularse, como una altruista cooperación extranjera en beneficio de la patria liberal. Claro que esta labor exige un amaño o tergiversación del pasado, pero la misión patriótica que cumple perdona estos pecados. La historia debe tener “falsedades de designio”, como decía Sarmiento; enseñarse “preparada para el pueblo”, como quería Alberdi. (RIVADAVIA Y EL IMPERIALISMO FINANCIERO, 155-156).

Pueblo: Prescindir de la historia de un pueblo, es algo así como separarse del alma de toda comunidad. Los pueblos no son máquinas construidas por voluntad del hombre ni pólipos reducidos a materia y apetitos. Tienen un espíritu que se traduce en modalidades propias que los diferencian de otras comunidades; han vivido un proceso que los hizo surgir, crecer y progresar.

Que los individuos que componen un pueblo tengan un mismo espíritu social, distingue a las comunidades fuertes de las aglomeraciones fortuitas. Un pueblo es sobre todo una unión en el tiempo – es decir: en la historia – y no una aproximación en el espacio. Acepto que una comunidad de raigambre tradicional y sólida fortaleza pueda prescindir del conocimiento detallado de su pasado, por regla surgido con tradiciones que expresan su crecimiento y defensa. La historia es “idealmente contemporánea”, se ha dicho, y vive en nosotros en forma de modalidades, pensamientos y acciones elaborados a través de los siglos. Está permitido a un español, a un francés o a un inglés desconocer la historia de sus pueblos, sin ser por eso menos español, francés o inglés. Le estaba permitido a un argentino de los tiempos de Rosas, que no necesitaba saber por qué se batía en Obligado. Es dudoso que pueda decirse hoy lo mismo después de más de cien años de una enseñanza carente de sentido nacional. Somos lo de hoy por un proceso vivido ayer y que nos llevará a mañana. Conocer y comprender ese proceso, es la manera racional de integrarse con la comunidad para nosotros, que hemos sido despojados de nuestras tradiciones. Comprender el pasado, entrever el futuro, iluminar el camino a recorrerse. Pueblo que sabe su historia, se ha dicho, sabe dónde va porque no ignora de dónde viene. (Rosas, nuestro contemporáneo, 142).

Notas:

(36) El presente tema ha sido extraído y sintetizado del libro . Defensa y Pérdida de nuestra Independencia Económica
(37) D. F. SARMIENTO, Facundo, pág. 225.
(38) Ibidem, pág. 287.
(39) Bartolomé MITRE, Arengas, Editorial “La Nación”, tomo III, pág. 1.
(40) J. B. ALBERDI, Sistema económico y rentístico de la Confederación Argentina.
(41) Decreto NO 2889.
(42) Ley de Aduana del 31 de octubre de 1855.
(43) B. MITRE, Arengas, Editorial “La Nación”, tomo I, pág. 277.
(44) Las bases sicológicas de esta cuestión han sido desarrolladas en el fascículo de esta colección: An C. R. ALLIO, Análisis sicosocial de la dependencia argentina. (nota del Ed.).
(45) Sir W. PARISH, Buenos Ayres and the Provinces of the Río de la Plata, tomo II, pág. 189.
(46) A. DORFMAN, Evolución de la economía industrial argentina, pág. 45.
(47) Para mayor ampliación sobre los empréstitos gestados después de Caseros, ver del autor: Historia Argentina, Editorial Oriente, Bs. As., 1965, tomos VI, VII y VIII (nota del Ed.).
(48) Desde que se abolió la ley de aduanas de Rosas, las exportaciones inglesas a la Argentina habían aumentado en proporción geométrica; 1.300.000 libras en 1854, 2.200.000 en 1870, 2.400.000 en 1871, 4.000.000 en 1872. Según FERNS, la mitad de las exportaciones inglesas de 1872 fueron a la Argentina. Ver FERNS, H. S., Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX, Editorial Solar Hachette, Bs. As., 1966.
(49) El Banco de Londres tuvo el monopolio del crédito de Santa Fe hasta 1874, en que el gobernador Simón Iriondo emplea un empréstito gestionado en Inglaterra de 300.000 libras, en abrir un banco provincial. El gerente del Banco de Londres, Behn, para acabar con su rival, adquiere billetes del Provincial y sin previo aviso los presenta en ventanilla exigiendo su pago en oro. Esto significaba el cierre del Banco Provincial. El gobernador Bayo, venido de Santa Fe a todo galope, intenta un arreglo. Como no lo consigue, quitó personería al Banco de Londres “por haberse convertido en una institución ruinosa para los intereses del público”, y de paso incautó el oro bajo recibo. Como Behn protestara en forma inconveniente, el jefe de policía lo detuvo y procesó por desacato a la autoridad.
(50) Al anunciarle Quintana que una cañonera se dirigía a Rosario, el ministro Irigoyen se puso de pie y se negó a continuar la entrevista hasta que Quintana no se retirara del despacho, no aceptando que un argentino fuese portavoz de una intimación de una potencia extranjera.
(51) A. YUNQUE, Breve historia de los argentinos, pág. 20á-
(52) Z. Z. REAL, Manual de historia argentina, pág. 888.
(53) A. OSSORIO Y GALLARDO, Rivadavia visto por un español, pág. 126.
(54) J. ODDONE, La burguesía terrateniente argentina, pág. 65.

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