martes, 22 de junio de 2010

LA RAZA COSMICA (4)


por José Vasconcelos

III

Dicha ley del gusto, como norma de las relaciones humanas, la hemos enunciado en diversas ocasiones con el nombre de la ley de los tres estados sociales, definidos, no a la manera comtiana, sino con una comprensión más vasta. Los tres estados que esta ley señala son: el material o guerrero, el intelectual o político y el espiritual o estético. Los tres estados representan un proceso que gradualmente nos va libertando del imperio de la necesidad, y poco a poco va sometiendo la vida entera a las normas superiores del sentimiento y de la fantasía. En el primer estado manda sólo la materia; los pueblos, al encontrarse, combaten o se juntan sin más ley que la violencia y el poderío relativo. Se exterminan unas veces o celebran acuerdos atendiendo a la conveniencia o a la necesidad. Así viven la horda y la tribu de todas las razas. En semejante situación la mezcla de sangres se ha impuesto también por la fuerza material, único elemento de cohesión de un grupo. No puede haber elección donde el fuerte toma o rechaza, conforme a su capricho, la hembra sometida.
Por supuesto que ya desde ese período late en el fondo de las relaciones humanas el instinto de simpatía que atrae o repele conforme a ese misterio que llamamos el gusto, misterio que es la secreta razón de toda estética; pero la sugestión del gusto no constituye el móvil predominante del primer período, como no lo es tampoco del segundo, sometido a la inflexible norma de la razón. También la razón está contenida en el primer período, como origen de conducta y de acción humana, pero es una razón débil, como el gusto oprimido; no es ello quien decide, sino la fuerza, y a esa fuerza, comúnmente brutal, se somete el juicio, convertido en esclavo de la voluntad primitiva. Corrompido así el juicio en astucia, se envilece para servir la injusticia. En el primer período no es posible trabajar por la fusión cordial de las razas, tanto porque la misma ley de la violencia a que está sometido excluye las posibilidades de cohesión espontánea, cuanto porque ni siquiera las condiciones geográficas permitían la comunicación constante de todos los pueblos del planeta.
En el segundo período tiende a prevalecer la razón que artificiosamente aprovecha las ventajas conquistadas por la fuerza y corrige sus errores. Las fronteras se definen en tratados y las costumbres se organizan conforme a las leyes derivadas de las conveniencias reciprocas y la lógica: el romanismo es el más acabado modelo de este sistema social racional, aunque, en realidad, comenzó antes de Roma y se prolonga todavía en esta época de las nacionalidades. En este régimen, la mezcla de las razas obedece, en parte, al capricho de un instinto libre que se ejerce por debajo de los rigores de la norma social, y obedece especialmente a las conveniencias éticas o políticas del momento. En nombre de la moral, por ejemplo, se imponen ligas matrimoniales difíciles de romper, entre personas que no se aman; en nombre de la política se restringen libertades interiores y exteriores; en nombre de la religión, que debiera ser la inspiración sublime, se imponen dogmas y tiranías; pero cada caso se justifica con el dictado de la razón, reconocido como supremo de los asuntos humanos. Proceden también conforme a lógica superficial y a saber equívoco, quienes condenan la mezcla de razas, en nombre de una eugénica que, por fundarse en datos científicos incompletos y falsos, no ha podido dar resultados válidos. La característica de este segundo período es la fe en la fórmula, por eso en todos sentidos no hace otra cosa que dar norma a la inteligencia, límites a la acción, fronteras a la patria y frenos al sentimiento. Regla, norma y tiranía, tal es la ley del segundo periodo en que estamos presos, y del cual es menester salir.
En el tercer período, cuyo advenimiento se anuncia ya en mil formas, la orientación de la conducta no se buscará en la pobre razón, que explica pero no descubre; se buscará en el sentimiento creador y en la belleza que convence. Las normas las dará la facultad suprema, la fantasía; es decir, se vivirá sin norma, en un estado en que todo cuanto nace del sentimiento es un acierto. En vez de reglas, inspiración constante. Y no se buscará el mérito de una acción en su resultado inmediato y palpable, como ocurre en el primer período; ni tampoco se atenderá a que se adapte a determinadas reglas de razón pura; el mismo imperativo ético será sobrepujado y más allá del bien y del mal, en el mundo del pathos estético, sólo importará que el acto, por ser bello, produzca dicha. Hacer nuestro antojo, no nuestro deber; seguir el sendero del gusto, no el del apetito ni el del silogismo; vivir el júbilo fundado en amor, ésa es la tercera etapa.
Desgraciadamente somos tan imperfectos, que para lograr semejante vida de dioses, será menester que pasemos antes por todos los caminos, por el camino del deber, donde se depuran y superan los apetitos bajos, por el camino de la ilusión, que estimula las aspiraciones más altas. Vendrá en seguida la pasión que redime de la baja sensualidad. Vivir en pathos, sentir por todo una emoción tan intensa, que el movimiento de las cosas adopte ritmos de dicha, he ahí un rasgo del tercer período. A él se llega soltando el anhelo divino para que alcance, sin puentes de moral y de lógica, de un solo ágil salto, las zonas de revelación. Don artístico es esa intuición inmediata que brinca sobre la cadena de los sorites, y por ser pasión, supera desde el principio el deber, y lo reemplaza con el amor exaltado. Deber y lógica, ya se entiende que uno y otro son andamios y mecánica de la construcción; pero el alma de la arquitectura es ritmo que trasciende el mecanismo, y no conoce más ley que el misterio de la belleza divina.
¿Qué papel desempeña en este proceso, ese nervio de los destinos humanos, la voluntad que esta cuarta raza llegó a deificar en el instante de embriaguez de su triunfo? La voluntad es fuerza, la fuerza ciega que corre tras de fines confusos; en el primer período la dirige el apetito, que se sirve de ella para todos sus caprichos; prende después su luz la razón, y la voluntad se refrena en el deber, y se da formas en el refinamiento lógico. En el tercer período, la voluntad se hace libre, sobrepuja lo finito, y estalla y se anega en una especie de realidad infinita; se llena de rumores y de propósitos remotos; no le basta la lógica y se pone las alas de la fantasía; se hunde en lo más profundo y vislumbra lo más alto; se ensancha en la armonía y asciende en el misterio creador de la melodía; se satisface y se disuelve en la emoción y se confunde con la alegría del Universo: se hace pasión de belleza.
Si reconocemos que la Humanidad gradualmente se acerca al tercer período de su destino, comprenderemos que la obra de fusión de las razas se va a verificar en el continente iberoamericano, conforme a una ley derivada del goce de las funciones más altas. Las leyes de la emoción, la belleza y la alegría regirán la elección de parejas, con un resultado infinitamente superior al de esa eugénica fundada en la razón científica, que nunca mira más que la porción menos importante del suceso amoroso. Por encima de la eugénica científica prevalecerá la eugénica misteriosa del gusto estético. Donde manda la pasión iluminada no es menester ningún correctivo. Los muy feos no procrearán, no desearán procrear, ¿qué importa entonces que todas las razas se mezclen si la fealdad no encontrará cuna? La pobreza, la educación defectuosa, la escasez de tipos bellos, la miseria que vuelve a la gente fea, todas estas calamidades desaparecerán del estado social futuro. Se verá entonces repugnante, parecerá un crimen el hecho hoy cotidiano de que una pareja mediocre se ufane de haber multiplicado miseria. El matrimonio dejará de ser consuelo de desventuras, que no hay por qué perpetuar, y se convertirá en una obra de arte.
Tan pronto como la educación y el bienestar se difundan, ya no habrá peligro de que se mezclen los más opuestos tipos. Las uniones se efectuarán conforme a la ley singular del tercer período, la ley de simpatía, refinada por el sentido de la belleza. Una simpatía verdadera y no la falsa que hoy nos imponen la necesidad y la ignorancia. Las uniones sinceramente apasionadas y fácilmente deshechas en caso de error, producirán vástagos despejados y hermosos. La especie entera cambiará de tipo físico y de temperamento, prevalecerán los instintos superiores, y perdurarán, como en síntesis feliz, los elementos de hermosura, que hoy están repartidos en los distintos pueblos.
Actualmente, en parte por hipocresía y en parte porque las uniones se verifican entre personas miserables dentro de un medio desventurado, vemos con profundo horror el casamiento de una negra con un blanco; no sentiríamos repugnancia alguna si se tratara del enlace de un Apolo negro con una Venus rubia, lo que prueba que todo lo santifica la belleza. En cambio, es repugnante mirar esas parejas de casados que salen a diario de los juzgados o los templos, feas en una proporción, más o menos, del noventa por ciento de los contrayentes. El mundo está así lleno de fealdad a causa de nuestros vicios, nuestros prejuicios y nuestra miseria. La procreación por amor es ya un buen antecedente de progenie lozana; pero hace falta que el amor sea en sí mismo una obra de arte, y no un recurso de desesperados. Si lo que se va a transmitir es estupidez, entonces lo que liga a los padres no es amor, sino instinto oprobioso y ruin.
Una mezcla de razas consumada de acuerdo con las leyes de la comodidad social, la simpatía y la belleza, conducirá a la formación de un tipo infinitamente superior a todos los que han existido. El cruce de contrarios conforme a la ley mendeliana de la herencia, producirá variaciones discontinuas y sumamente complejas, como son múltiples y diversos los elementos de la raza humana. Pero esto mismo es garantía de las posibilidades sin límites que un instinto bien orientado ofrece para la perfección gradual de la especie. Si hasta hoy no ha mejorado gran cosa, es porque ha vivido en condiciones de aglomeración y de miseria en las que no ha sido posible que funcione el instinto libre de la belleza; la reproducción se ha hecho a la manera de las bestias, sin límite de cantidad y sin aspiración de mejoramiento. No ha intervenido en ella el espíritu, sino el apetito, que se satisface como puede. Así es que no estamos en condiciones ni de imaginar las modalidades y los efectos de una serie de cruzamientos verdaderamente inspirados. Uniones fundadas en la capacidad y la belleza de los tipos, tendrían que producir un gran número de individuos dotados con las cualidades dominantes. Eligiendo en seguida, no con la reflexión, sino con el gusto, las cualidades que deseamos hacer predominar, los tipos de selección se irán multiplicando, a medida que los recesivos tenderán a desaparecer. Los vástagos recesivos ya no se unirían entre sí, sino a su vez irían en busca de mejoramiento rápido, o extinguirían voluntariamente todo deseo de reproducción física. La conciencia misma de la especie irá desarrollando un mendelismo astuto, así que se vea libre del apremio físico, de la ignorancia y la miseria, y de esta suerte, en muy pocas generaciones desaparecerán las monstruosidades; lo que hoy es normal llegará a aparecer abominable. Los tipos bajos de la especie serán absorbidos por el tipo superior. De esta suerte podría redimirse, por ejemplo, el negro, y poco a poco, por extinción voluntaria, las estirpes más feas irán cediendo el paso a las más hermosas. Las razas inferiores, al educarse, se harían menos prolíficas, y los mejores especímenes irán ascendiendo en una escala de mejoramiento étnico, cuyo tipo máximo no es precisamente el blanco, sino esa nueva raza, a la que el mismo blanco tendrá que aspirar con el objeto de conquistar la síntesis. El indio, por medio del injerto en la raza afín, daría el salto de los millares de años que median de la Atlántida a nuestra época, y en unas cuantas décadas de eugenesia estética podría desaparecer el negro junto con los tipos que el libre instinto de hermosura vaya señalando como fundamentalmente recesivos e indignos, por lo mismo, de perpetuación. Se operaría en esta forma una selección por el gusto, mucho más eficaz que la brutal selección darwiniana, que sólo es válida, si acaso, para las especies inferiores, pero ya no para el hombre.
Ninguna raza contemporánea puede presentarse por sí sola como un modelo acabado que todas las otras hayan de imitar. El mestizo y el indio, aun el negro, superan al blanco en una infinidad de capacidades propiamente espirituales. Ni en la antigüedad, ni en el presente, se ha dado jamás el caso de una raza que se baste a si misma para forjar civilización. Las épocas más ilustres de la Humanidad han sido, precisamente, aquellas en que varios pueblos disímiles se ponen en contacto y se mezclan. La India, Grecia, Alejandría, Roma, no son sino ejemplos de que sólo una universalidad geográfica y étnica es capaz de dar frutos de civilización. En la época contemporánea, cuando el orgullo de los actuales amos del mundo afirma por la boca de sus hombres de ciencia la superioridad étnica y mental del blanco del Norte, cualquier profesor puede comprobar que los grupos de niños y de jóvenes descendientes de escandinavos, holandeses e ingleses de las Universidades norteamericanas son mucho más lentos, casi torpes, comparados con los niños y jóvenes mestizos del Sur. Tal vez se explica esta ventaja por efecto de un mendelismo espiritual benéfico, a causa de una combinación de elementos contrarios. Lo cierto es que el vigor se renueva con los injertos y que el alma misma busca lo disímil para enriquecer la monotonía de su propio contenido. Sólo una prolongada experiencia podrá poner de manifiesto los resultados de una mezcla realizada, ya no por la violencia ni por efecto de la necesidad, sino por elección, fundada en el deslumbramiento que produce la belleza, y confirmada por el pathos del amor.
En los períodos primero y segundo en que vivimos, a causa del aislamiento y de la guerra, la especie humana vive en cierto sentido conforme a las leyes darwinianas. Los ingleses, que sólo ven el presente del mundo externo, no vacilaron en aplicar teorías zoológicas al campo de la sociología humana. Si la falsa traslación de la ley fisiológica a la zona del espíritu fuese aceptable, entonces hablar de la incorporación étnica del negro seria tanto como defender el retroceso. La teoría inglesa supone, implícita o francamente, que el negro es una especie de eslabón que está más cerca del mono que del hombre rubio. No queda, por lo mismo, otro recurso que hacerlo desaparecer. En cambio, el blanco, particularmente el blanco de habla inglesa, es presentado como el termino sublime de la evolución humana; cruzarlo con otra raza equivaldría a ensuciar su estirpe. Pero semejante manera de ver no es más que la ilusión de cada pueblo afortunado en el periodo de su poderío. Cada uno de los grandes pueblos de la Historia se ha creído el final y el elegido. Cuando se comparan unas con otras estas infantiles soberbias, se ve que la misión que cada pueblo se atribuye no es en el fondo otra cosa que afán de botín y deseo de exterminar a la potencia rival. La misma ciencia oficial es en cada época un reflejo de esa soberbia de la raza dominante. Los hebreos fundaron la creencia de su superioridad en oráculos y promesas divinas. Los ingleses radican la suya en observaciones relativas a los animales domésticos. De la observación de cruzamientos y variedades hereditarias de dichos animales fue saliendo el darwinismo, primero como una modesta teoría zoológica, después como biología social que otorga la preponderancia definitiva al inglés sobre todas las demás razas. Todo imperialismo necesita de una filosofía que lo justifique; el Imperio romano predicaba el orden, es decir, la jerarquía; primero el romano, después sus aliados, y el bárbaro en la esclavitud. Los británicos predican la selección natural, con la consecuencia tácita de que el reino del mundo corresponde por derecho natural y divino al dolicocéfalo de las Islas y sus descendientes. Pero esta ciencia que llegó a invadirnos junto con los artefactos del comercio conquistador, se combate como se combate todo imperialismo, poniéndole enfrente una ciencia superior, una civilización más amplia y vigorosa. Lo cierto es que ninguna raza se basta a sí sola, y que la Humanidad perdería, pierde, cada vez que una raza desaparece por medios violentos. Enhorabuena que cada una se transforme según su arbitrio, pero dentro de su propia visión de belleza, y sin romper el desarrollo armónico de los elementos humanos.
Cada raza que se levanta necesita constituir su propia filosofía, el deus ex machina. Nosotros nos hemos educado bajo la influencia humillante de una filosofía ideada por nuestros enemigos, si se quiere de una manera sincera, pero con el propósito de exaltar sus propios fines y anular los nuestros. De esta suerte nosotros mismos hemos llegado a creer en la inferioridad del mestizo, en la irredención del indio, en la condenación del negro, en la decadencia irreparable del oriental. La rebelión de las armas no fue seguida de la rebelión de las conciencias. Nos rebelamos contra el poder político de España, y no advertimos que, junto con España, caímos en la dominación económica y moral de la raza que ha sido señora del mundo desde que terminó la grandeza de España. Sacudimos un yugo para caer bajo otro nuevo. El movimiento de desplazamiento de que fuimos víctimas no hubiera podido evitar aunque lo hubiésemos comprendido a tiempo. Hay cierta fatalidad en el destino de los pueblos lo mismo que en el destino de los individuos; pero ahora que se inicia una nueva fase de la Historia, se hace necesario reconstituir nuestra ideología y organizar conforme a una nueva doctrina étnica toda nuestra vida continental. Comencemos entonces haciendo vida propia y ciencia propia. Si no se liberta primero el espíritu, jamás lograremos redimir la materia.
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Tenemos el deber de formular las bases de una nueva civilización; y por eso mismo es menester que tengamos presente que las civilizaciones no se repiten ni en la forma ni en el fondo. La teoría de la superioridad étnica ha sido simplemente un recurso de combate común a todos los pueblos batalladores; pero la batalla que nosotros debemos de librar es tan importante que no admite ningún ardid falso. Nosotros no sostenemos que somos ni que llegaremos a ser la primera raza del mundo, la más ilustrada, la más fuerte y la más hermosa. nuestro propósito es todavía más alto y más difícil que lograr una selección temporal. Nuestros valores están en potencia a tal punto, que nada somos aún. Sin embargo, la raza hebrea no era para los egipcios arrogantes otra cosa que una ruin casta de esclavos y de ella nació Jesucristo, el autor del mayor movimiento de la Historia; el que anuncio, el amor de todos los hombres. Este amor será uno de los dogmas fundamentales de la quinta raza, que ha de producirse en América. El cristianismo liberta y engendra vida, porque contiene revelación universal, no nacional; por eso tuvieron que rechazarlo los propios judíos, que no se decidieron a comulgar con gentiles. Pero la América es la patria de la gentilidad, la verdadera tierra de promisión cristiana. Si nuestra raza se muestra indigna de este suelo consagrado, si llega a faltarle el amor, se verá suplantada por pueblos más capaces de realizar la misión fatal de aquellas tierras; la misión de servir de asiento a una humanidad hecha de todas las naciones y todas las estirpes. La biótica que el progreso del mundo impone a la América de origen hispánico no es un credo rival que, frente al adversario, dice: te supero, o me basto, sino una ansia infinita de integración y de totalidad que por lo mismo invoca al Universo. La infinitud de su anhelo le asegura fuerza para combatir el credo exclusivista del bando enemigo y confianza en la victoria que siempre corresponde a los gentiles. El peligro más bien está en que nos ocurra a nosotros lo que a la mayoría de los hebreos, que por no hacerse gentiles perdieron la gracia originada en su seno. Así ocurriría si no sabemos ofrecer hogar y fraternidad a todos los hombres; entonces otro pueblo servirá de eje, alguna otra lengua será el vehículo; pero ya nadie puede contener la fusión de las gentes, la aparición de la quinta era del mundo, la era de la universalidad y el sentimiento cósmico.
La doctrina de formación sociológica, de formación biológica que en estas páginas enunciamos, no es un simple esfuerzo ideológico para levantar el ánimo de una raza deprimida, ofreciéndole una tesis que contradice la doctrina con que habían querido condenarla sus rivales. Lo que sucede es que a medida que se descubre la falsedad de la premisa científica en que descansa la dominación de las potencias contemporáneas, se vislumbran también, en la ciencia experimental misma, orientaciones que señalan un camino ya no para el triunfo de una raza sola, sino para la redención de todos los hombres. Sucede como si la palingenesia anunciada por el cristianismo con una anticipación de millares de años, se viera confirmada actualmente en las distintas ramas del conocimiento científico. El cristianismo predicó el amor como base de las relaciones humanas, y ahora comienza a verse que sólo el amor es capaz de producir una Humanidad excelsa. La política de los Estados y la ciencia de los positivistas, influenciada de una manera directa por esa política, dijeron que no era el amor la ley, sino el antagonismo, la lucha y el triunfo del apto, sin otro criterio para juzgar la aptitud que la curiosa petición de principio contenida en la misma tesis, puesto que el apto es el que triunfa, y sólo triunfa el apto. Y así, a fórmulas verbales y viciosas de esta índole se va reduciendo todo el saber pequeño que quiso desentenderse de las revelaciones geniales para sustituirlas con generalizaciones fundadas en la mera suma de los detalles.
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El descrédito de semejantes doctrinas se agrava con los descubrimientos y observaciones que hoy revolucionan las ciencias. No era posible combatir la teoría de la Historia como un proceso de frivolidades, cuando se creía que la vida individual estaba también desprovista de fin metafísico y de plan providencial. Pero si la matemática vacila y reforma sus conclusiones para darnos el concepto de un mundo movible cuyo misterio cambia, de acuerdo con nuestra posición relativa, y la naturaleza de nuestros conceptos; si la física y la química no se atreven ya a declarar que en los procesos del átomo no hay otra cosa que acción de masas y fuerzas; si la biología también en sus nuevas hipótesis afirma, por ejemplo, con Uexkull que en el curso de la vida "las células se mueven como si obrasen dentro de un organismo acabado cuyos órganos armonizan conforme a plan y trabajan en común, esto es, posee un plan de función", "habiendo un engrane de factores vitales en la rueda motriz físico-química" -lo que contraría el darwinismo, por lo menos, en la interpretación de los darwinistas que niegan que la Naturaleza obedezca a un plan-; si también el mendelismo demuestra, conforme a las palabras de Uexkull, que el protoplasma es una mezcla de sustancias de las cuales puede ser hecho todo, sobre poco más o menos; delante de todos estos cambios de conceptos de la ciencia, es preciso reconocer que se ha derrumbado también el edificio de la dominación de una sola raza. Esto a de ser, un presagio de que no tardará en caer también el podrido material de quienes han construido toda esa falsa ciencia de opresión y de conquista.
La ley de Mendel, particularmente cuando confirma "la intervención de factores vitales en la rueda motriz físico-química", debe formar parte de nuestro nuevo patriotismo. Pues de su texto puede derivarse la conclusión de que las distintas facultades del espíritu toman parte en los procesos del destino.
¿Qué importa que el materialismo spenceriano nos tuviese condenados, si hoy resulta que podemos juzgarnos como una especie de reserva de la Humanidad, como una promesa de un futuro que sobrepujara a todo tiempo anterior? Nos hallamos entonces en una de esas épocas de palingenesia, y en el centro del malström universal, y urge llamar a conciencia todas nuestras facultades, para que, alertas y activas, intervengan desde ya, como dicen los argentinos, en los procesos de la redención colectiva. Esplende la aurora de una época sin par. Se diría que es el cristianismo el que va a consumarse, pero ya no sólo en las almas, sino en la raíz de los seres. Como instrumento de la trascendental transformación se ha ido formando en el continente ibérico una raza llena de vicios y defectos, pero dotada de maleabilidad, comprensión rápida y emoción fácil, fecundos elementos para el plasma germinal de la especie futura. Reunidos están ya en abundancia los materiales biológicos, las predisposiciones, los caracteres, las genes de que hablan los mendelistas, y sólo ha estado faltando el impulso organizador, el plan de formación de la especie nueva. ¿Cuales deberán ser los rasgos de ese impulse creador?
Si procediésemos conforme a la ley de pura energía confusa del primer período, conforme al primitivo darwinismo biológico, entonces, la fuerza ciega, por imposición casi mecánica de los elementos más vigorosos, decidiría de una manera sencilla y brutal, exterminando a los débiles, más bien dicho, a los que no se acomodan al plan de la raza nueva. Pero en el nuevo orden, por su misma ley, los elementos perdurables no se apoyarán en la violencia, sino en el gusto, y, por lo mismo, la selección se hará espontánea, como lo hace el pintor cuando de todos los colores toma sólo los que convienen a su obra.
Si para constituir la quinta raza se procediese conforme a la ley del segundo periodo, entonces vendría una pugna de astucias, en la cual los listos y faltos de escrúpulos ganarían la partida a los soñadores y a los bondadosos. Probablemente entonces la nueva Humanidad sería predominantemente malaya, pues se asegura que nadie les gana en cautela y habilidad, y aun, si es necesario, en perfidia. Por el camino de la inteligencia se podría llegar, aún si se quiere a una Humanidad de estoicos, que adoptara como norma suprema el deber. El mundo se volvería como un vasto pueblo de cuáqueros, en donde el plan del espíritu acabaría por sentirse estrangulado y contrahecho por la regla. Pues la razón, la pura razón, puede reconocer las ventajas de la ley moral, pero no es capaz de imprimir a la acción el ardor combativo que la vuelve fecunda. En cambio, la verdadera potencia creadora de júbilo está contenida en la ley del tercer período, que es emoción de belleza y un amor tan acendrado que se confunde con la revelación divina. Propiedad de antiguo señalada a la belleza, por ejemplo, en el Fredo, es la de ser patética; su dinamismo contagia y mueve los ánimos, transforma las cosas y el mismo destino. La raza más apta para adivinar y para imponer semejante ley en la vida y en las cosas, ésa será la raza matriz de la nueva era de civilización. Por fortuna, tal don, necesario a la quinta raza, lo posee en grado subido la gente mestiza del continente iberoamericano; gente para quien la belleza es la razón mayor de toda cosa. Una fina sensibilidad estética y un amor de belleza profunda, ajenos a todo interés bastardo y libre de trabas formales, todo eso es necesario al tercer período impregnado de esteticismo cristiano que sobre la misma fealdad pone el toque redentor de la piedad que enciende un halo alrededor de todo lo creado.
Tenemos, pues, en el continente todos los elementos de la nueva Humanidad; una ley que irá seleccionando factores para la creación de tipos predominantes, ley que operará no conforme a criterio nacional, como tendría que hacerlo una sola raza conquistadora, sino con criterio de universalidad y belleza; y tenemos también el territorio y los recursos naturales. Ningún pueblo de Europa podría reemplazar al iberoamericano en esta misión, por bien dotado que esté, pues todos tienen su cultura ya hecha y una tradición que para obras semejantes constituye un peso. No podría sustituirnos una raza conquistadora, porque fatalmente impondría sus propios rasgos, aunque sólo sea por la necesidad de ejercer la violencia para mantener su conquista. No pueden llenar esta misión universal tampoco los pueblos del Asia, que están exhaustos o, por lo menos, faltos del arrojo necesario a las empresas nuevas.
La gente que está formando la América hispánica, un poco desbaratada, pero libre de espíritu y con el anhelo en tensión a causa de las grandes regiones inexploradas, puede todavía repetir las proezas de los conquistadores castellanos y portugueses. La raza hispana en general tiene todavía por delante esta misión de descubrir nuevas zonas en el espíritu ahora que todas las tierras están exploradas.
Solamente la parte ibérica del continente dispone de los factores espirituales, la raza y el territorio que son necesarios para la gran empresa de iniciar la era universal de la Humanidad. Están allí todas las razas que han de ir dando su aporte; el hombre nórdico, que hoy es maestro de acción, pero que tuvo comienzos humildes y parecía inferior, en una época en que ya habían aparecido y decaído varias grandes culturas; el negro, como una reserva de potencialidades que arrancan de los días remotos de la Lemuria; el indio, que vio perecer la Atlántida, pero guarda un quieto misterio en la conciencia; tenemos todos los pueblos y todas las aptitudes, y sólo hace falta que el amor verdadero organice y ponga en marcha la ley de la Historia.
Muchos obstáculos se oponen al plan del espíritu, pero son obstáculos comunes a todo progreso. Desde luego ocurre objetar que ¿cómo se van a unir en concordia las distintas razas si ni siquiera los hijos de una misma estirpe pueden vivir en paz y alegría dentro del régimen económico y social que hoy oprime a los hombres? Pero tal estado de los ánimos tendrá que cambiar rápidamente. Las tendencias todas del futuro se entrelazan en la actualidad: mendelismo en biología, socialismo en el gobierno, simpatía creciente en las almas, progreso generalizado y aparición de la quinta raza que llenará el planeta, con los triunfos de la primera cultura verdaderamente universal, verdaderamente cósmica.
Si contemplamos el proceso en panorama, nos encontraremos con las tres etapas de la ley de los tres estados de la sociedad, vivificadas, cada una, con el aporte de las cuatro razas fundamentales que consuman su misión, y en seguida desaparecen para crear un quinto tipo étnico superior. Lo que da cinco razas y tres estados, o sea el número ocho, que en la gnosis pitagórica representa el ideal de la igualdad de todos los hombres. Semejantes coincidencias o aciertos sorprenden cuando se les descubre, aunque después parezcan triviales.
Para expresar todas estas ideas que hoy procuro exponer en rápida síntesis, hace algunos años, cuando todavía no se hallaban bien definidas, procuré darles signos en el nuevo Palacio de la Educación Pública de México. Sin elementos bastantes para hacer exactamente lo que deseaba, tuve que conformarme con una construcción renacentista española, de dos patios, con arquerías y pasarelas, que tienen algo de la impresión de un ala. En los tableros de los cuatro ángulos del patio anterior hice labrar alegorías de España, de México, Grecia y la India, las cuatro civilizaciones particulares que más tienen que contribuir a la formación de la América Latina. En seguida, debajo de estas cuatro alegorías, debieron levantarse cuatro grandes estatuas de piedra de las cuatro grandes razas contemporáneas: la Blanca, la Roja, la Negra y la Amarilla, para indicar que la América es hogar de todas, y de todas necesita. Finalmente, en el centro debía erigirse un monumento que en alguna forma simbolizara la ley de los tres estados: el material, el intelectual y el estético. Todo para indicar que, mediante el ejercicio de la triple ley, llegaremos en América, antes que en parte alguna del globo, a la creación de una raza hecha con el tesoro de todas las anteriores, la raza final, la raza cósmica.

Imagen: Emilio Arroyo Reyes

1 comentario:

Anónimo dijo...

esa fotografia es mia me gustaria me citaran y la fuente que es panoramio... gracias (arroyoemilio)


Emilio Arroyo Reyes