jueves, 24 de junio de 2010

Capítulo I: teología de la liberación para un nuevo mundo


por Manuel García Castellón

LO ESPONTÁNEO Y LO FORMAL EN EL QUEHACER TEOLÓGICO


Convengamos, para establecer los parámetros de nuestro análisis, en que existen dos tipos de proceder teológico: uno expositivo o estructurante y otro creativo o generativo.

En el primero, por lo general, la palabra teología sugiere una idea de grandes sistemas orgánicos: Tomás de Aquino, Maimónides, Alberto Magno, Karl Barth... En estos autores, tanto la exposición de lo revelado en la Biblia cuanto los contenidos doctrinales que de ella se infieren procuran el método y la estructura. Pero, obviamente, tal conocimiento desarrollado de la fe es siempre el acto a posteriori de otra fase teológica, la cual se distingue por su calidad generativa y espontánea. Es decir, se trata de aquel proceder en el que el creyente, como individuo o formando iglesia, se pone en relación personal con los credenda de la Revelación y responde mediante gestos, signos, sacramentos o sacramentales, plegarias, actitudes prácticas en virtud de los valores ético-religiosos, discursos, en fin, una serie de actitudes emocionales o intelectuales que van desde el minium teologicum de un grito o clamor existencial a las producciones de la mística o de la profecía. Naturalmente, dicha teología generativa puede ser objeto de discurso escrito; pero su principio es gestual, oral. Así dicen los hermanos Boff.

A Teologia popular é sobretudo uma teologia oral. É uma teologia falada. O escrito aí opera ou como função do diálogo da fé (roteiro) ou como resíduo, vale dizer, como colheita do que se discutiu e que se quer guardar. (31).

Es en esta actitud generativa, o “difusa e capilar” como también dicen los Boff (27), donde podemos situar el origen de la nueva teología latinoamericana de liberación, entendida ésta como el corpus de producciones referentes al contenido liberador de la fe evangélica. En dicho ámbito surge ese “mínimo” teologal paradójicamente constituido por el clamor de la inmensa mayoría. Es decir, se trata de una teología que con cierta modestia epistemológica es recogida a niveles pastorales y profesionales para ser luego sistematizada, racionalizada y discernida por mediación de la ciencia social y la hermenéutica escrituraria. La finalidad es convertirla en programática de acción cristiana o compromiso con la humanidad histórica. Así, la TL coloca bajo la luz evangélica las que Dussel llamaría “palabras políticas o primeras” (1977, 107), grito primordial del pobre hacia un Dios del que espera vindicación y liberación. Pero, en definitiva, no hay diferencia sustancial entre las actitudes teológicas generativa y terminativa; una y otra se alimentan mutuamente; una y otra poseen el elemento primordial de la fides quaerens intellectum, una y otra son expresión humana respecto al logos divino. Una y otra interaccionan. Y en tanto que en ambas deben mediar la fe y el entendimiento, no habría por tanto diferencia básica entre la simple jaculatoria y el más pretendidamente acabado de los sistemas.

Así, en la simplicidad de lo generativo y gestual, comienza esta teología de los pobres, que luego se ha constituido en sistemas más o menos orgánicos, vg. los del español Ignacio Ellacuría, el peruano Gustavo Gutiérrez, los brasileños hermanos Boff o Hugo Assman, los argentinos Mínguez Bonino o Enrique Dussel. Para los Boff, no habría problema en no querer llamar “teología” a ese discurso: “Nem precisa. Trata-se de fato de uma Teologia anônima e colectiva mas com seu vigor e verdade. Mas é Teologia de fato e do fato, assim como medicina caseira é verdadeira medicina” (31-32). Para los teólogos de la liberación, la espontaneidad de esta teología —inspirada por el clamor popular— es nota precisamente de su carácter sígnico o “sacramental”, ya que es la verdadera voz de la nueva Iglesia, la nueva formulación del kerygma de siempre, el cual afirma que los pobres son la opción fundamental de Jesucristo. Los Boff dicen que “antes de constituir um novo método teológico, a Teologia da Libertação é um novo método de ser teólogo” (38). La novedad del mensaje consiste en recordar a la Iglesia que los pobres son su primera responsabilidad, así como en reivindicar el mensaje social de los profetas y de Jesús como “Carta de libertad”. Con todo, ulteriormente, esta teología aspira y llega a formulaciones sistemáticas, pero siempre procurando estar vivificada mediante interacción con su propia fase germinal, la que nace de las mismas bases populares.


TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN: TEOLOGÍA DEL MUNDO AMERICANO

La TL se ha presentado en el mundo como aportación latinoamericana a la epistemología religiosa. Es una reflexión que, para los Boff, surge en la periferia de los centros mundiales de la cultura (120). El teólogo de la liberación es normalmente un clérigo latinoamericano, un dirigente espiritual y pastoral que, por su contacto directo con la realidad de la pobreza, se constituye en vector del clamor del pueblo. Dicho pueblo impetra de su Dios liberación física, cultural y espiritual. Un pueblo pobre, pero incuestionablemente creyente, para el que no cuentan los desafíos de racionalismo o agnosticismo. Frente al racionalismo, a dicho pueblo le choca que alguien quiera olvidar que Dios se define por su inteligencia inabarcable y misteriosa; frente al agnosticismo, el mismo pueblo afirma a su Dios en la herencia evangélica y en la continuidad de la Iglesia. En suma, el desafío noético a esta teología no consiste en los tradicionales cuestionamientos que el pensamiento europeo ha hecho de la fe, sino más bien en el escándalo promovido por los que crean, sancionan y mantienen las condiciones de pobreza infrahumana en el Continente. En todo caso, a nivel de cuestionamiento existencial, el problema consistiría en ver de qué manera el cristianismo puede conferir o restaurar dignidad al hombre que vive en la indigencia y bajo opresión. Con frecuencia, el opresor es miembro de la misma comunidad eclesial, como parte de la componente “farisaica”, y el contratestimonio de éste es lo que produce el último e in-confesado gran cisma de la Iglesia. El problema es de fuerte naturaleza dialéctica, según observa Dussel: “La teología pensada desde los esclavos de Egipto no es la misma, de ninguna manera, que la teología que podrían hacer el faraón o sus sacerdotes” (1977, 31). Y para Gustavo Gutiérrez, tal dialéctica es precisamente el motor creativo de esta teología, que recusa no sólo la opresión, sino la opresión sancionada por la “otra” teología que tradicionalmente emiten los centros de influencia:

En verdad, por primera vez en muchos siglos está surgiendo... un esfuerzo de reflexión sobre la fe fuera de los centros clásicos de producción teológica. Una reflexión que nace desde el reverso de la historia. Renunciar a pensar, como algunos parecían aconsejar... es traicionar la vitalidad de la fe de un pueblo en lucha por su liberación. Es crear un vacío que sería rápidamente ocupado por una reflexión que respondería a otras categorías, preocupaciones e intereses. (1982, 125).

De todas maneras, a nivel teorético, las teologías no se producen ex nihilo, ni tampoco —como dice el mismo Gutiérrez— “por encadenamientos de ideas en el aire. Son respuestas y pueden y deben ser también interpelación a vastos procesos históricos” (1982, 273). 0 sea, la TL surge de una necesidad histórica, pero articulada con otras grandes corrientes afines y de inspiración europea. Entre sus antecedentes modernos se podría empezar a partir de la rebeldía espiritual de Félicité de Lammenais, y seguir quizá con los existencialismos cristianos de Unamuno o Gabriel Marcel; el pastoralismo “kerygmático” de los años 30, que insistía más en la predicación que en la elaboración de sistemas; el humanismo cristiano de Léon Bloy; el humanismo integral de Jacques Maritain; la pastoral de los sacerdotes obreros franceses en los años 50; el personalismo de Emmanuel Mounier; el realismo de Maxence van der Meersch; la contestación política que, en la España de los 60, a nivel laboral y de enfrentamientos con las prelaturas, sostuvieron las ramas obreras de Acción Católica (J.O.C. y H.O.A.C.); la teología de dimensión social de los franceses Chenu, Lubac, Congar; la “Teología Política” de Dorothée Solle o incluso la “Teología de la Esperanza” de J. Moltmann. También algunos elementos del secularismo de Cox, Vahanian, etc. (teólogos de la “muerte de Dios”). Y a nivel estrictamente latinoamericano, Juan Rosales documenta que la aparición de la Rerum Novarum suscitó, entre los siglos XIX y XX y aún mucho después, toda una época de animado socialcristianismo en el Cono Sur: vg. las ideas sindicalistas del P. Fernando Vives (1871-1935); la acción social del P. Federico Grote (1853-1940); la tensión, años después, entre la Acción Católica Argentina y el poder peronista, con la actitud de valiente recusa de Mons. Franceschi (253-306).

Así, de la misma forma que había venido ocurriendo en América Latina en el ámbito de la filosofía o de la historia de las ideas, la Teología también llevaba a cabo procesos de mestizaje o síntesis que, vía pastoral, procuraban una respuesta a la situación concreta del continente, saqueado y empobrecido. Ante un estado de desprecio y opresión al pobre, ante la triple miseria social, cultural y espiritual, la Teología debía esforzarse en devolver, como dicen los hermanos Boff, su credibilidad al Evangelio y demostrar a través de la acción cristiana que Dios, lejos de ser la más conglobante de las alienaciones denunciadas por el marxismo, es el hontanar mismo del espíritu de compromiso social y humano (120).

Los teólogos de la ‘TL afirman que con esta corriente se llegaba por fin a la formulación de una verdadera teología americana. Es decir, aunque la reflexión se hubiese nutrido de experiencias y propuestas extranjeras, su adaptabilidad a la realidad americana —en virtud de la universalidad del mensaje liberador del Evangelio— le confería un fuerte arraigo en el mundo de las actitudes espirituales latinas. A partir de la realidad concreta de la injusta pobreza, y rechazándose ésta como contraria a la dignidad humana y cristiana, esta TL dice surgir de las mismas bases populares (por su carácter eminentemente oral, gestual o simbólico) hasta presentarse a niveles de elaboración pastoral y profesional. Se afirma también que su raíz está en los lejanos días coloniales, con Las Casas, Acosta, Vasco de Quiroga, etc., o sea, los primeros pastores en dar cuenta del difuso entrar de los pobres en la historia. Por ello, una historia de la Teología americana, a través de documentos, crónicas, relatos orales, pervivencias rituales, etc., debería hacer referencia al arraigo y continuidad histórica de la TL. “Debemos recuperar la historia de los Cristos azotados de América”, dice Gutiérrez (1982, 31) parafraseando a Las Casas.

LA MODERNA APARICIÓN DE LA TL. BREVE EXCURSO HISTÓRICO

Antes de ver con cierta extensión la raíz colonial de la TL y después de haber visto someramente sus antecedentes modernos (como dos ríos de diacrónica teoría que convergen en una actitud espiritual de siempre), veamos ahora su aparición histórica en tanto que movimiento reconocible reciente. Vayan a continuación, pues, las etapas.

A partir de los años 60, importantes acontecimientos socioeconómicos marcan un nuevo rumbo la existencia de América Latina. Comienza la caída del modelo desarrollista cuando se ve claro que la economía de las multinacionales —apoyadas por regímenes militaristas— desplaza las iniciativas mercantiles de las burguesías locales. La depauperación de unas sociedades que habían comenzado a entrar en la modernidad crea una nueva conciencia de lucidez y lucha social. Una gran parte de la Iglesia, incluso jerárquica, pasa a la contraofensiva en cuanto a los males sociales y políticos. Muy pronto, las defecciones de sacerdotes hacia movimientos de lucha social o incluso guerrillera hacen que el Vaticano comience a considerar seriamente las condiciones sociales, el peso específico y el destino o sentido de la vasta catolicidad iberoamericana.

Por fin, Roma percibe que el futuro del Catolicismo tiene mucho que ver con lo que acontezca en una América Latina asolada por la pobreza. Ciertamente, desde los días medievales de la aparición del franciscanismo, la institución eclesial no había dado tan capital importancia al tema de los pobres. En el mismo Concilio Ecuménico Vaticano II, a excepción de una intervención famosa del Cardenal Lercaro y del documento Lumen Gentium (parte de otro que trata de la Constitución Dogmática de la Iglesia), el tema de la pobreza no es todavía crucial en la reflexión que la Iglesia hace acerca de su propio cometido en el mundo. Más bien, la preocupación de la Iglesia es todavía la pervivencia de la propia institución. Mediante lo que Pío XII denunciara como “descristianización” —en Europa, claro—, la Iglesia se alarma de que la clase obrera esté desertando de la fe y se lanzan anatemas contra comunismo y socialismo, considerados responsables de la disolución de la religión.

Con todo, el Concilio Vaticano II (que se clausura en diciembre de 1965) ha sido época de remoción de ideas. Algunos teólogos europeos, como los ya mencionados Chenu, Lubac o Congar, descubren, durante los años conciliares, el doble problema social y cristiano de la pobreza como reto a la fe. Por una parte, la pobreza es un hecho escandaloso; por otra, ella puede constituir un estado religioso para el que la asume libremente. Entre ambas situaciones, la mejor síntesis era ésta: el cristianismo, si verdaderamente experimenta metanoia o conversión, debe abrazar las condiciones objetivas de la pobreza como señal de compromiso con el mundo de los pobres. Así, haciéndose uno de ellos, debe luchar con ellos por eliminar las condiciones que crean la pobreza injusta de grandes masas de la sociedad. Desde el primer momento, los teólogos de lo social, más tarde llamados “de la liberación”, recogen esta síntesis y la hacen puntal de su praxis.

En julio de 1967, el sacerdote peruano Gustavo Gutiérrez da un curso en Montreal en el que manifiesta sus conceptos de “opción por el pobre” y nacimiento de una nueva espiritualidad americana en virtud de dicha opción. Las ideas de Gutiérrez influyen en la I Conferencia Episcopal de Medellín (agosto de 1968), cuyo documento “La pobreza de la Iglesia” sanciona la nueva espiritualidad solidaria de la pobreza militante. En uno de los documentos de dicha Conferencia, cita Gutiérrez, se afirma que la justicia y la paz se conquistan por una acción dinámica de puesta en alerta y movilización de las clases populares, capaz de interpelar a los poderes públicos, pues “Allí donde se encuentran injustas desigualdades sociales, políticas, económicas y culturales, hay un rechazo del don de la paz del Señor, más aún, un rechazo del Señor mismo” (Doc. Paz, 14, citado por Gutiérrez, 1988, 92). Es decir, se afirma la idea de que es a los pobres mismos a quienes compete la tarea de su propia liberación. A partir de dicha sanción comienza a desarrollarse la teoría de la TL.

En 1971, Ignacio Ellacuría afirma que el carisma propio de la Iglesia es la pobreza, y que pobreza y riqueza, para ser bíblicamente comprendidas, han de ser consideradas histórica y dialécticamente (Lois, 51).

En 1972, el mismo Gustavo Gutiérrez publica en Salamanca su ya famosa Teología de la Liberación: perspectivas, donde sistematiza sus posturas anteriores; y en 1978, en La fuerza histórica de los pobres, añade la idea de la apropiación social del Evangelio, i.e. volver a leerlo desde la perspectiva del pobre, por la promesa de liberar al pobre que dicho libro contiene. En efecto, la misión pública de Jesús comienza cuando éste se llega a la Sinagoga, pide la Torah y lee en Isaías:

El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor (Lc. 4, 18-19).

En 1979, la Conferencia Episcopal de Puebla abunda en lo anterior, pide mayor compromiso social al clero y amplía, por primera vez, la idea de pobreza a las culturas y pueblos alienados. También es en Puebla donde se advierte por primera vez contra la insuficiencia del modelo marxista[1]. En efecto, según cita Lois, el documento final de dicha Conferencia advierte que el marxismo puede conllevar “la disolución del lenguaje de la fe en el de las ciencias sociales” y la pérdida de la dimensión transcendental de la fe (251).

En 1980, el obispo —con posterioridad mártir— Arnulfo Romero, en su discurso de doctorado honoris causa por Lovaina, afirma que la defensa del pobre es un imperativo cristiano que sin duda puede conllevar el conflicto con los poderes fácticos.

A partir de Puebla, el esfuerzo teológico de liberación avanza hacia mayores elaboraciones. Además de la pauperología, se especifican áreas teológicas como la cristología, Dios, la eclesiología, etc. En cuanto a la búsqueda de una espiritualidad propia de la TL, el esfuerzo cabe —una vez más— a Gustavo Gutiérrez con su libro Beber en su propio pozo: características de la espiritualidad liberadora son la conversión asociada al compromiso con el pobre (1984, 95); la solidaridad con el pobre como vía de superación del aislamiento existencial (96; 128-131); la alegría como exultación pascual sobre el dolor histórico (114-117); la infancia espiritual, requisito del compromiso por el pobre (122-126), etc.

CIERTOS TEMAS CAPITALES

El pobre: su definición en el contexto de la TL.

Para Gustavo Gutiérrez, el término pobre “implica siempre una connotación colectiva y tiene en cuenta la conflictividad social”. El pobre en la Biblia forma parte de un grupo social, es un pueblo entero, se trata de “los pobres de la tierra” (1982, 119), es decir, los anawim o “Pobres de Yahveh” según la Escritura.

Igualmente, Ignacio Ellacuría afirma que el concepto de “pobre” no es ni ahistórico ni neutro, sino dialéctico; decir “pobre” es suponer que existen aquéllos que despojan al pobre de lo suyo. Por otra parte, la definición de “pobre” incluye un nivel específicamente teológico: el pobre es locus theologicus por excelencia[2]; es decir, es en el pobre donde Dios quiere ser encontrado: “el verdadero cuerpo histórico de Cristo y, por tanto, el lugar preeminente de su tomar cuerpo y de su incorporación no es la Iglesia sin más, sino los pobres y los oprimidos del mundo” (709). A nivel cristológico, el problema de los pobres es el problema de Jesús (Le. 16, 30).

El peso masivo de la dedicación de Jesús a los pobres, sus ataques no escasos a los ricos y a los dominadores, la elección de sus apóstoles, la condición de sus seguidores, la orientación de su mensaje, dejan pocas dudas de cuál fue el sentir y la voluntad preferente de Jesús (717).

A nivel eclesiológico, los pobres no son una parcela de la Iglesia, sino el núcleo o “lugar preeminente” del tomar cuerpo Cristo (709). La promoción espiritual y temporal de los pobres debe ser el afán de la Iglesia; salvación y promoción humana están ligadas en el plano histórico (712).

En ulteriores desarrollos de la TL, la noción de pobre se ha ampliado a otras categorías de opresión o alienación: hay opresiones que se manifiestan en desprecio de tipo racial, étnico o sexual que requieren tratamiento específico en el ámbito de la TL (Cf. hnos. Boff, 46-48).

La toma de conciencia de la “triple alienación”, según Gustavo Gutiérrez

Para Gustavo Gutiérrez, la situación de explosiva miseria y alienación de las masas latino-americanas “presiona, con urgencia, para encontrar el camino de una liberación económica, social y política. Primer paso hacia una nueva sociedad” (1987, 129). En lo económico, la TL de Gustavo Gutiérrez denuncia la teoría “desarrollista” como el más craso y magno engaño a que ha sido sometido el mundo latinoamericano. Simplemente, por desarrollo habrá que entender ahora el desarrollo de unos pocos en perjuicio de la inmensa mayoría. En lo histórico-social, Gutiérrez ve la historia como un proceso en que el hombre va asumiendo consciente y por pasos su propio destino: “La conquista paulatina de una libertad real y creadora lleva a una revolución cultural permanente, a la construcción de un hombre nuevo, de una sociedad cualitativamente diferente” (187, 68). En lo religioso, Gutiérrez recuerda que Cristo es, según el Evangelio, vector de liberación, en especial en lo referido al pecado. El pecado es la más totalizante de las alienaciones. No niega la responsabilidad personal, pero insiste en su condición de “estado social”. Es preciso tomar conciencia colectiva de esa la hamartiosfera (término que Gutiérrez toma de González Ruiz) o estado maléfico de ruptura entre Dios y los hombres y, por tanto, lugar de toda injusticia (1987, 68-69).

El hombre nuevo.

Superada la miseria del coloniaje, el cual —a lo que parece— había sido negación de libertad y paz, la nueva realidad americana debía haber supuesto la aparición cultural del “hombre nuevo”, un individuo de inéditas cualidades y capacidades, generoso como reflejo de la grandeza y prodigalidad de la tierra, miembro de una sociedad que se perfecciona a través de su propia proyección utópica. La nueva tierra debía haber sido lugar de vida nueva o renovación personal en cuanto a la ética, con la consiguiente repercusión en el cuerpo social. Pero no fue así; la independencia respecto de la vieja metrópoli costó el secular endeudamiento con otras potencias; los pobres nunca supieron lo que eran las libertades de los lemas ilustrados y en la nueva tierra parecen haberse acrecentado y empedernido los viejos males del viejo mundo. Sigue sin conjurarse del todo el pasado colonial con su abrumadora carencia de valores morales. Así, violencia, injusticia y opresión de todo tipo siguen campeando en la etapa ulterior. La sociedad no ha podido fundamentarse en bases de libertad, solidaridad o justicia. Se perpetúan los regímenes políticos y los sistemas sociales que niegan tales valores.

¿Cuándo, pues, hará su irrupción en la historia ese “hombre nuevo” que sea signo superador de todas las esclavitudes, morales y físicas? La teología de la liberación aspira a contribuir a la ética del nuevo individuo latinoamericano. Esta búsqueda de identidad americana según la ética, redimida de males coloniales y su secuela, apta para contribuir positivamente a la construcción del bien universal, no sólo ha sido objeto del ensayismo y de la novela americanos, sino por supuesto también de la TL, ya que el concepto de “hombre nuevo” es de los más genuinamente bíblicos; se halla ya en el Antiguo Testamento, es Pablo de Tarso quien lo desarrolla en múltiples pasajes de sus epístolas, está íntimamente asociado a la idea de libertad cristiana: “Para que gocemos de libertad, Cristo nos ha hecho libres” (Gal. 5, 1). Es decir, la libertad es el “nuevo” carácter del redimido por Cristo. Muerto con Cristo y resucitado con El (Cf. Rom. 6, 8) el hombre nuevo deja atrás su propio viejo yo, el que servía al pecado y sus múltiples alienaciones (Cf. Rom. 6, 6). Por tanto, el hombre nuevo es el que ha decidido emprender su propia tarea de desalienación, como afirma a posteriori la TL que se pretende bíblicamente fundada. Según Leonardo y Clovis Boff, la moral de la TL “incide de forma imediata na ética e nas atitudes das pessoas” (87), pues es doctrina bíblica que la perfección moral personal redunda en la perfección del Cuerpo Místico como “ecclesia” (Cf. Ef. 4, 14). Consecuentemente, según los Boff, la renovación o conversión lleva consigo también liberarse de la estructura social “que produz e reproduz comportamentos pecaminosos” (88). Y en virtud del apremio a la constante exhortación a la metanoia o conversión-renovación, el hombre nuevo es, con su dialéctica que aspira a imponer las reglas del Reino de Dios y su justicia, agente de resistencia en el proceso del eon histórico. Es también San Pablo quien exhorta: “no os conforméis a este siglo, sino que os transforméis por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, buena, grata, perfecta” (Rom. 12, 2). Esto también, naturalmente, pasa a ser doctrina integrante y capital de la TL; Gustavo Gutiérrez ha hablado de la renovación interior y su relación directa con la esperanza transformadora que acelera la venida del Reino de Dios y su justicia. Es decir, hay un perenne cuestionamiento del presente a través de la esperanza que cumple “una función movilizadora y liberadora de la historia” (1987, 284).

Deponiendo todas las actitudes engendradas por el pecado —entendido éste como esfera social viciada o hamartiosfera i.e. ira, maledicencia, opresión, el hombre nuevo tiende a la fraternidad que le convierte al “otro” y le hace trascender culturas, razas e incluso religiones, ya que Cristo se cuida de reivindicar lo que es suyo en todo y en todos: “Despojaos del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del nuevo, que sin cesar renueva para lograr el perpetuo conocimiento según la imagen de su Creador, en quien no hay griego, ni judío, ni circuncisión ni incircuncisión, bárbaro o escita, siervo o libre, porque Cristo lo es todo en todos” (Col. 3, 9-11).

Por último, los seres renovados son hacedores de paz en la historia, mediante un nuevo sentido del “otro”: “Desde ahora, a nadie conocemos según la carne” (II Cor. 5, 16); es decir, el hombre nuevo está exento de reclamaciones egoístas. Objeto de reconciliación él mismo mediante la redención, es, como llama San Pablo a los renovados, “embajador de Cristo” (II Cor. 5, 19-20). Así, la ‘TL afirma que el hombre nuevo tiene su modo peculiar de insertarse en la lucha de clases, como cuando Ellacuría confía en las “formas históricas del amor activo” (715) y cuando afirma que en la dialéctica que opone justicia a iniquidad “no caben ni se necesitan modos y formas que no sean el proseguimiento delas que utilizó Jesús” (716).

Medios de construcción de una TL: Las “mediaciones” de Leonardo Boff

Según Leonardo y Clovis Boff, la construcción de una ‘TL requiere el concurso de tres mediaciones o instrumentos de construcción teológica. Tales son la mediación socioanalítica, la hermenéutica y la práctica (40-63).

La mediación socioanalítica contempla la pobreza a la luz de las ciencias sociales. Desecha las explicaciones simplistas o ideológicas que, culpando al pobre de su propia pobreza, ignoran la dimensión colectiva y conflictiva (o dialéctica) de tal fenómeno.

La mediación hermenéutica es la que surge cuando el teólogo se pone a “interrogar a totalidades da Escritura a partir da ótica dos oprimidos” (51). Es decir, se busca en la Sagrada Escritura el significado de las situaciones de pobreza, “sem se anticipar ideológicamente á resposta divina” (52), de la que se esperan la iluminación de situaciones actuales en virtud de las textuales. Esta mediación da lugar al discurso específicamente teológico y tiene la Biblia por documento que prefigura toda la historia de salvación —o liberación— de los hombres. Los libros bíblicos que el teólogo de la liberación prefiere son el Éxodo, gesta de liberación del pueblo hebreo; los Profetas, sobre todo los que hablan del carácter libertador de Dios y anuncian el reino que inaugurará la época mesiánica; los Evangelios, por la centralidad de la persona de Cristo libertador, los Hechos de los Apóstoles, por ser registro de la primera comunidad de la historia que aparece liberada en Cristo; el Apocalipsis, por desarrollar toda una simbología de la lucha del pueblo de Dios prefigurando a la Iglesia en lucha “contra todos os monstros da história” (54-55).

La tercera y última mediación es la práctica. Se refiere Boff al compromiso de acción o “macrocaridad” que conllevan la actitud y la espiritualidad liberadoras. Al igual que Ellacuría (Cf. supra), los Boff también apuestan por los métodos no violentos —diálogo, huelga, manifestación— y sólo en última instancia la apelación a la fuerza (62). Pero en cualquier instancia, la TL insiste en que sólo es consecuente aquella actitud que lleva, del análisis concreto de la realidad del oprimido, al juicio de la Escritura y a la adopción de actitudes prácticas —i.e., políticamente comprometidas, si necesario fuere, tendentes a eliminar la situación de alienación (Cf. Boff. 60).

El reino de Dios y la iglesia de liberación

En el Nuevo Testamento, los conceptos sinonímicos “reino de Dios” o “reino de los cielos” tienen un aspecto tanto temporal-moral cuanto escatológico. En lo temporal, el hombre aspira a que el reino —lugar de justicia— sea una actualidad que se instaura: “Venga tu reino”, dice Jesús orando al Padre (Mt. 6, lO). La vivencia del reino no puede darse si no se ha dado antes la conversión que hace al hombre ser “nuevo” y dispuesto para entender dicho reino: “Arrepentíos, pues el reino de los cielos está cerca” (Mt. 3, 2). En esta etapa terrenal, el reino se caracteriza por la coexistencia dialéctica del bien y del mal, aún dentro del hombre convertido cuando todavía éste es rudimentario en su fe.

Pero dicha dialéctica aparece como la posibilidad de ascenso: es el conocido “árbol” de humildes orígenes y excelsitud futura (Cf. parábola del grano de mostaza, Mt. 13, 33-43). En otra de las llamadas “parábolas del reino”, el mismo Jesús asimila dicho reino a un campo donde brotan juntos trigo y cizaña (Mt. 13, 24-30). El fruto de la palabra depende de las condiciones espirituales de cada uno (Cf. parábola del sembrador, Mc. 4, 1-20). La depuración final de los elementos negativos compete a una Voluntad última y providente, escatológica (Cf. parábola de los peces desechados en la orilla, Mt. 13, 47-50). Así pues, el reino es tensión entre lo que ya pertenece al ámbito de lo redimido y lo que aún no lo es. Es decir, el reino es una tensión entre lo temporal perfectible y lo eterno perfecto.

Esa es también la dialéctica liberadora del reino en la TL. Las liberaciones temporales son pasos hacia el “cielo nuevo y tierra nueva” escatológicos. En el breve tratado de los Boff, “reino significa a libertação total e global de toda a criação, finalmente purificada de todo o que a oprime, transfigurada pela presença plena de Deus” (76). El teólogo de la liberación aspira a que la Iglesia sea una expresión perceptible de la progresión del reino hacia su plenitud. Para que la Iglesia anuncie y realice dicho reino es preciso que opte por la causa social, como dice Ellacuría: “La Iglesia realiza su sacramentalidad histórica salvífica anunciando y realizando el Reino de Dios en la historia[3]. Su praxis fundamental consiste... en un hacer que lleve a que el Reino se realice en la historia” (710). Y es que, para Ellacuría y para toda la TL, no hay una historia profana y otra sagrada, sino una sola historia; la salvación alcanza forzosamente a la dimensión sociopolítica, “que es parte esencial suya aunque no sea su totalidad” (714). Consecuentemente, Ellacuría afirmará que la fe de una Iglesia que denuncia las causas de la pobreza no puede ser “opio social”, sino principio de una liberación “que lo abarque todo y lo abarque unitariamente” (719).

Finalmente, la dimensión escatológica o última del reino es la que debe hacer prescindir de ideologías y vivir más de utopías. La utopía es de suyo dinámica; la ideología es estática. Siguiendo a Mannheim, Gutiérrez dice que son utópicas aquellas orientaciones que trascienden la realidad y que, al informar la conducta humana, tienden a destruir parcial o totalmente el orden de cosas predominante.

Ideológicas, por el contrario, son aquellas orientaciones que se integran en la realidad pero sin pretender su transformación; sólo refrendan el valor o pseudo-valor del sistema (1987, 312-314).

LA TEOLOGÍA DE LA LIBERACIÓN ANTE LA CRÍTICA

Desde su aparición, la TL no ha dejado de verse confrontada desde frentes religiosos y políticos, por lo general conservadores. A nivel de institución eclesiástica, tanto las jerarquías locales cuanto la vaticana han emitido documentos que ponen en guardia respecto a esta tendencia, acusándola de “temporalismo”, o bien de disfrazado marxismo.

Como muestra de este estado de sospecha y desconfianza en el seno del conservadurismo de las Américas y de Europa, bástennos aquí las actitudes de ciertas entidades o personas que de algún modo han repercutido en el estado actual de la TL, tales como el político y escritor español Ricardo de la Cierva, decididamente integrista en su libro Jesuitas, Iglesia y marxismo: la teología de la liberación desenmascarada; Michael Novak, sociólogo norteamericano; Monseñor Ricardo Durand, obispo de El Callao, el Cardenal López Trujillo, presidente de la Conferencia Episcopal Latinoamericana. Por último, referiremos algo de la ambigua actitud vaticana al respecto.

El libro de Ricardo de la Cierva, al ser publicado (en 1986) por la muy difundida Plaza & Janés, es posible que haya ejercido considerable influencia sobre el estamento conservador político-religioso del Continente. Acusa de parcialidad al “liberacionismo”, al no considerar la opresión y discriminación que el ateísmo oficial ejerce sobre los cristianos del Este europeo. Añade asimismo que el marxismo que sustenta la TL es somero, y que la pobre teoría económica de sus teólogos ignora que EE.UU., que debe exportar hasta materias primas a América Latina, no es en absoluto responsable de la indolencia y corrupción de sus cuadros, verdadero óbice al desarrollo. En esta acusación tomada de Novak, a quien luego nos referiremos, La Cierva contrapone la atonía económica y mala gestión latinas a las economías de Taiwan y Singapur, para él ejemplares por ser naciones sin apenas territorio ni recursos. Acusa a los teólogos de la TL de intemperancia y dogmatismo, y añade una peregrina crítica respecto a las motivaciones personales de éstos: la TL “Nace psicológicamente del temor de algunos clérigos a un futuro milenio comunista, al que quieren apuntarse para que no les elimine” (392).

Un ejemplo norteamericano de disidencia respecto a la TL lo constituye el citado Michael Novak, “scholar” de Harvard y profesor de Sociología en el American Enterprise Institute, asesor de asuntos religiosos en las administraciones Ford y Carter. Su artículo clásico, “The Case Against Liberation Theology”, de tono alarmante, fue difundido en octubre de 1984 mediante el dominical del New York Times. Allí presenta a los teólogos de la TL como “flirting with marxist thought and speech”, exhibiendo sin ambages su “hostility to the “North” (51). Critica la teoría dependentista que diera lugar a dicho planteamiento teológico cuando dice que aquélla no ha explicado “why Latin America has done so much worse with its own vast resources than stellar performers like Singapore, Hong Kong, and others with infinitely less” (86), y que si de estatalización se trata, no hay que olvidar que en América Latina hay casos de control autoritario (combinados con el consiguiente aparato de corrupción) en los que el gobierno controla hasta el 80% de la economía. Por último, acusa a estos teólogos de no conocer más que una “vulgata” del marxismo (87), incapaz de explicar cómo conseguir el bienestar espiritual y material que la TL preconiza. Por ejemplo, si en 1999 América Latina requerirá la creación de 79 millones de puestos de trabajo, más vale que dichos teólogos se ocupen de tan “subtle matter”, dice Novak con ironía (95).

Desde la jerarquía latinoamericana, las críticas más vehementes vienen de Monseñor Ricardo Durand. Su aversión a la obra de Gustavo Gutiérrez es manifiesta. Presidente de la Conferencia Episcopal Peruana y arzobispo de El Callao, Monseñor Durand teme que una iglesia “liberacionista” llegue a propugnar la eliminación de la misma jerarquía (318). Al igual que Novak o La Cierva, Mons. Durand ve en el movimiento de la TL la misma trama oscura, pero articulada y tendente a destruir la Iglesia y a servir América Latina en bandeja al marxismo (319).

Monseñor López Trujillo, arzobispo de Medellín y presidente de la Conferencia Episcopal Latinoamericana, cuando reporta sobre las conferencias de Medellín y Puebla, sitúa los orígenes del “liberacionismo” en la obra de Paulo Freire. Dice que es a éste a quien se deben los conceptos primordiales de que los pobres son su propio sujeto de liberación y de que “los hombres se liberan en comunión” (175). A partir de estas ideas, que le parecen peligrosas por eliminar el aspecto personal de la salvación, dice que no está clara “la relación tan íntima que se establece entre Historia política e Historia de la salvación” (261). Es decir, denuncia como insuficiente una cristología que desplaza a Cristo, centro místico, hacia la idea de Cristo como encarnación continuada en los pobres de la historia.

Finalmente, ya a partir de Puebla el Vaticano nunca dejó de emitir puntualizaciones e instrucciones. La primera refutación considerable vino en 1978 de una comisión teológica en la que participaban, entre otros, Urs von Balthasar, Karl Lehmann y González de Cardenal. Afirmaron entonces, contra las mediaciones socioanalítica y práctica de la TL, que la teología, en sí, “es incapaz de deducir de sus principios propios normas concretas de acción política, de la misma manera que el teólogo no está capacitado para zanjar con sus propias luces los debates fundamentales en materia social” (cita La Cierva, 220). Se infiere que la preocupación de la Iglesia oficial es de instar a los cultores del “liberacionismo” a que no olviden el sentido soteriológico o histórico-final de la liberación, y a que no reduzcan la religión a ética social tal como propugnaba la “teología de la muerte de Dios”, que en los años 60 tuvo un considerable impacto secularizante en la sociedad americana.

CONCLUSIÓN

La sedicente Teología de la Liberación, como tantos otros sistemas ideológicos, puede haber partido del taller europeo. No obstante, y con respecto a la integración en la realidad americana, en esta ocasión hay una diferencia fundamental: en efecto, no se trata de un ciego asumir de principios que puedan luego resultar inaplicables al medio pastoral, cultural y social latinoamericano, sino de una estrategia misionera, diseñada a partir del conocimiento que brindan las ciencias sociales. Así lo ha entendido un considerable sector de la iglesia latinoamericana, incluidos pastores y jerarquía. Se trata de reestructurar la reflexión teológica y pastoral según la circunstancia del continente, en el que la pobreza, que aumenta al ritmo vertiginoso y destruye entramados sociales y principios morales, plantea un reto a las instituciones, en especial a la eclesiástica. Para los teólogos de la liberación urge un proyecto que, con aspectos utópicos dinamizadores y reminiscentes de contenidos trascendentes, se inscriba no obstante en la factibilidad científica y social. Por su naturaleza dialéctica, la nueva forma de hacer teología entra en constante interacción con la realidad mediadora: el hombre latinoamericano y su esperanza. Es decir, vengan de donde vengan las raíces de los elementos epistemológicos que la inspiran, la Teología de la Liberación se incardina perfectamente en América. Es allí donde, en interacción con el medio social, constantemente edifica su teoría, que no aspira más que a ser formulación de una praxis pastoral asumida con sentido tanto inmanente cuanto trascendente. Por otra parte, al poner el dedo en la llaga de la realidad planetaria de la pobreza, la teología de la liberación aspira a su propia universalidad. Como ha dicho Leonardo Boff en su prólogo a un libro de Pablo Richard en 1989, “el don más grande que América Latina está ofreciendo a la Iglesia Universal es exactamente la Iglesia de los pobres”.

Notas

[1] ‘Sobre el análisis marxista, la posición de los más conspicuos teólogos de la TL (vg. Boff, Ellacuría o Gutiérrez) es no declararse marxistas, pero sí retener como ineludible el dato analítico de la lucha de clases. Es decir, tal lucha no se promueve; sólo se detecta allá donde exista. Compete al cristiano insertarse en dicha lucha con su especifidad cristiana, pero en ningún momento se trata de supeditar la teología al marxismo, sino todo lo contrario. En cuanto a Gutiérrez, distingue entre utopía e ideología: sólo la utopía puede ser revolucionaria en la medida que ésta tiende a la subversión del orden predominante. La ideología, por el contrario, tiende a que los ideales, una vez asumidos, no provoquen ya transformaciones reales en el sistema (1987:314).

[2] Es curiosa la adscripción de sentido que en la TL se hace del concepto “locus theologicus”. En efecto, Melchor Cano entiende por ello “los nombres y títulos de las fuentes donde se localizan los principios de la argumentación teológica”. Dice asimismo el teólogo renacentista que los “loci Theologici” se distribuyen en propios (la Escritura, la Tradición escrita de la Iglesia, los Concilios) e impropios (la razón humana, la filosofía, la historia, es decir, los medios o instrumentos para acceder a la comprensión de los l.t. propios). (Cf. Enciclopedia Cattolica, y. VIII, pp. 1695-96). Al parecer, los teólogos de la liberación parecen elevar “la historia” o “los pobres” a categoría de “locus theologicus proprius”.

[3] La palabra “sacramentalidad” se refiere aquí al carácter de “sacramentum” (i.e., signo) que posee la Iglesia, entendida ésta como “cuerpo de Cristo” prolongado en la historia. Para la tradición teologal cristiana, la Iglesia es, en tanto que “sacramentum”, signo visible de la presencia de Jesús entre los hombres hasta la consumación de los siglos. La TL concede significativa importancia a esta noción, insistiendo en que el núcleo de dicha Iglesia son los pobres, tal como lo demuestran la opción y el propio testimonio de Jesús (Cf. Ellacuría, “La iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación”, v. bibliografía).


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