por Manuel Ugarte
LOS PARAÍSOS DE AMÉRICA
LA TIRANÍA DEL SEÑOR ESTRADA CABRERA. - EL VIAJERO INCÓMODO. - RESULTADOS DE LA ANARQUÍA. - LA HOSPITALIDAD DE HONDURAS. - EL SUR ES LA ESPERANZA. - LA JUVENTUD DE SAN SALVADOR. - EL CABLE FOMENTA LA DISCORDIA. - EL PROTECTORADO DE NICARAGUA. - LOS "HOMBRES DE ESTADO''. - FISIOLOGÍA DE LAS REVOLUCIONES.
La naturaleza ha colmado a nuestras tierras con cuanto cabe imaginar para la felicidad del hombre; pero ha reservado a la América Central lo más fastuoso y lo más inverosímil. Las tierras que se extienden entre los dos océanos, desde la frontera inferior de México hasta los límites de Colombia, pletóricas de vegetación y de riqueza de todo orden, llenas de perspectivas maravillosas, con montañas que equilibran el rigor del clima y ciudades románticas que prolongan usos de la colonia, constituyen verdaderos paraísos de leyenda, donde todo parece haber sido combinado, por Dios para ofrecer a la especie un retiro encantado de serena abundancia y reposo espiritual. Sin embargo, ninguna región en el mundo ha presenciado una orgía mayor de actos de violencia y exterminio, ninguna se ha visto agrietada por más vicisitudes, como si la frondosidad de la comarca se reflejase en las almas, envenenando a los hombres con frutas y flores de sangre, para dar alas a la tragedia en el seno mismo del paraíso.
Antes de salir de México tuve ocasión de conversar con el ministro de Guatemala en aquel país, doctor Ortega, quien me aseguró que el presidente señor Estrada Cabrera no hostilizaría en ninguna forma mi campaña, añadiendo, en tono confidencial, que si el señor Madero me hubiera expulsado contaba ofrecerme asilo el país vecino. Aún recuerdo sus palabras: "He mandado día por día al licenciado Estrada Cabrera largas comunicaciones sobre los acontecimientos que se han desarrollado aquí, y creo poder condensar la situación en una sola palabra: Vaya."
En algunas de las controversias a que dio lugar este viaje, tuvo después el ministro que refutar por los periódicos (1) las acusaciones formuladas por mis amigos de México, a raíz de las incidencias que me obligaron a salir de Guatemala. Pero acaso fue él la primera víctima de la sutileza del tirano.
El señor Estrada Cabrera pasaba por ser uno de los más finos políticos intrigantes que se han conocido en nuestra América. Desprovisto de escrúpulos, pero sobrado de malicia, había conseguido perpetuarse en el gobierno, difundiendo unas veces el terror con sus procedimientos expeditivos y ganando otras las voluntades con el favor y las dádivas. De más está decir que resultaba más peligroso esgrimiendo estas últimas armas, porque si con las primeras suprimía las vidas, con las segundas segaba las voluntades. Gozaba en todo Centroamérica de una firme impopularidad, de suerte que era más nefasta su benevolencia que su persecución. Después de las luchas de México, nada resultaba más difícil que pasar a Guatemala, no porque mi propaganda tuviese nada de local o de agresivo contra el país o contra su régimen interior, sino a causa del sometimiento que siempre había demostrado el señor Estrada Cabrera frente a la política imperialista.
El hecho de querer que nuestra raza conserve sus posiciones en el Nuevo Mundo, la propaganda que tiende a reunir los fragmentos dispersos de las antiguas colonias españolas y portuguesas, la aspiración a salvar del desastre, mediante una serena coordinación, a las repúblicas que hoy deben tolerar ingerencias de países extraños, no significa nada que alcance al parecer subversivo. Cuando salí de París creí ingenuamente que no encontraría hostilidad. Contaba con la abstención, más o menos diplomática de los gobiernos, pero nunca imaginé que alguien pusiera trabas en nuestras propias tierras para hablar de patriotismo y de grandeza futura.
Algunos emigrados guatemaltecos trataron de disuadirme. Pero yo quería conocer todas las repúblicas hispanoamericanas, quería hablar en todas las capitales del Continente, y atravesando el itsmo de Tehuantepec me embarqué en Salina Cruz, el 22 de febrero en el vapor Salvador.
Previo el saludo telegráfico al presidente, que es de rigor en las democracias autoritarias de Centroamérica, desembarqué en San José, y seguí viaje directo para la capital. Recuerdo que llegue un domingo, a la tarde. Mi primera visita fue para el representante argentino, que lo era entonces el coronel Belgrano. Los grupos volvían lentamente por las aceras. En las ventanas había grupos de niñas vestidas de blanco, conversaban con los novios, prolongando una de las más pintorescas costumbres de nuestra zona tropical. En el fondo de la calle vi el desfile de un batallón, que se alejaba con su música a la cabeza. Pero algo vago y sombrío parecía gravitar sobre la ciudad chata, de calles rectas, que se alejaban hasta el límite. Después supe que era el terror.
Al volver al hotel me entregaron un sobre con el sello del Ministerio de Relaciones Exteriores. Contenía un pliego solemne que decía así: "El secretario de Estado y del despacho de Relaciones Exteriores de la República de Guatemala, tiene la honra de saludar atentamente al señor don Manuel Ugarte, y le ruega que se sirva venir a esta Secretaría el día de mañana, a las once, antes meridiano".
A la hora indicada, me presenté al Ministerio. El ministro, cuyo nombre no recuerdo, tal es el carácter efímero de estos pasajeros magnates que no tienen más valor que el que les presta momentáneamente el cargo que ocupan, era un hombrecito delgado, ceremonioso, anodino. Me hizo sentar pomposamente, con gesto de melodrama, penetrado de la gravedad de su misión.
—Guatemala está orgullosa —me dijo— de tener en su seno a un escritor de su talla. Nos hemos enterado, con el más vivo placer, de su presencia en esta capital, y me he apresurado a llamarle para dirigirle un saludo en nombre del gobierno. Sus conferencias literarias serán saboreadas con deleite por nosotros.
—Lamento tener que desengañarle, señor ministro —repuse después de agradecer la cortesía inicial—, pero no traigo el propósito de disertar sobre literatura. Dada la situación de nuestra América he creído que un escritor, libre de toda responsabilidad diplomática, podía hacer obra útil difundiendo, al margen de los organismos oficiales, ciertas ideas de coordinación que está en la atmósfera. Esa es la causa de mi viaje. El tema de las conferencias no puede ser otro que el que preocupa a nuestros pueblos. El ministro tuvo un silencio de severidad.
—El viaje de Mr. Knox — declaró después de reflexionar un instante— y las circunstancias especiales de nuestra política, nos impiden contribuir a que se trate ese tema.
—Yo no pido, ni espero, en ninguna forma, la intervención o el apoyo del gobierno —repliqué—; sólo deseo exponer y estudiar en un ambiente popular y juvenil determinadas cuestiones.
—No lo podrá usted hacer —articuló secamente.
—En ese caso, señor ministro, tendré la pena de partir mañana; pero como algún día he de hacer la crónica de este viaje, me verá obligado a recordar sus palabras.
Nada me ha maravillado más durante la gira, que la ingenuidad de ciertos hombres que creen infalibles sus ardides. Al salir, la casualidad, que es el Dios de Guatemala, hizo que encontrase al general Enrique Arís, militar de cultura y hombre de confianza del presidente. Me dijo que deseaba invitarme a un almuerzo. Aún veo la ventana abierta ante la cual dispusieron la mesa. Los comensales éramos: el cónsul argentino, José Santos Chocano, el general Arís y quien escribe estas líneas. En momentos de servir el café, llamaron providencialmente al general por teléfono, y, al cabo de un rato, volvió diciendo:
—Acabo de hablar con Su Excelencia; en estos momentos está en su casa, y como le hice saber que almorzábamos juntos, me expresó su deseo de conocer a usted. Iremos en seguida...
Lo que yo necesitaba para conservar mí prestigio en Centroamérica, era precisamente no ver al señor Estrada Cabrera si no podía dar una conferencia en Guatemala. La fama de dadivoso que tenía el presidente, unida a mi silencio, podía hacer suponer que yo había renunciado voluntariamente a hablar, mediante un pacto interesado.
No era posible olvidar el ejemplo de lo que había ocurrido al llegar a México. De suerte que la situación se presentaba en estos términos. En caso de poder hacer una conferencia, me era indiferente ver o no ver al presidente; pero en caso de no poder hablar, era absolutamente indispensable no haberlo visto. No podía, pues, consentir en que la entrevista fuese previa, porque con ella prestaría justificación astuta a la prohibición que podía venir más tarde. Esto fue lo que di a entender en forma comedida a los amigos que me acompañaban. Ninguno de ellos pudo suponer que el detalle de protocolo invocado a propósito de una previa gestión del cónsul, hecha sin consentimiento mío, pudiera ser el verdadero obstáculo.
Desde ese instante comprendí que mi salida del país era inevitable.
¿Y la opinión pública? —dirá el lector—. La situación era muy diferente. En Guatemala no había, como en México, una masa oleosa dispuesta a levantarse en remolinos bajo un viento de libertad. No había Prensa, no había plaza pública. No era posible que un hombre saliese a la calle a gritar sus certidumbres, porque en el ambiente de intimidación y de sigilo, todo estaba en manos del tirano. Los diarios importantes de la ciudad habían enviado la víspera al hotel, cronistas y fotógrafos, y aquella misma mañana se había suprimido mi nombre hasta en la lista de viajeros llegados el día anterior. La orden era terminante: callar. El único que rompió la consigna después de mi partida, fue José Santos Chocano, a pesar de sus compromisos con el gobierno del señor Estrada Cabrera (2).
En cuanto a los estudiantes, bien sabía el país que los que habían podido escapar a los fusilamientos estaban en las universidades extranjeras. Sin embargo, un íntimo núcleo, la Sociedad "El Derecho", me ofreció su apoyo, y un grupo de jóvenes publicó, en hojas sueltas, reproducidas en máquina de escribir, un manifiesto interesante por la situación que revela (3). En ese grito, a través de todos los excesos, estaba el alma de Guatemala, oprimida, asfixiada, pero animosa y hasta temeraria, porque no es difícil adivinar a lo que se exponían los autores.
He dicho que el señor Estrada Cabrera era hombre superior en el arte de cercar a sus víctimas y obligarlas a actitudes determinadas. El desgano con que había sido recibida la primera invitación, exasperó al dictador. Yo no era más que un viajero aislado. Todos los abusos, todos los atropellos podían acumularse impunemente sobre mí. Pero tenía una defensa que, según pude ver en el curso del viaje, detenía el ímpetu de muchos: contar lo que había pasado. El presidente de Guatemala cuidaba su propaganda en Europa, y quiso evitar el cumplimiento de lo que anuncié a su ministro.
Dos horas después de la invitación del general Arís, recibía el cónsul de la Argentina, de puño y letra del presidente, una carta en la cual le decía que nos recibiría al día siguiente, a las cinco de la tarde. Como la táctica no cambiaba (hacer en torno mío el vacío y no dejarme más salida que la entrevista con el dictador), tomé el tren para el puerto de San José, dejando la cita pendiente. Mi propósito era embarcar aquella tarde para San Salvador. Pero. . . el viajero iba resultando, en realidad, poco deseable para aquellos gobiernos en momentos en que la visita del señor Knox levantaba las cóleras de los patriotas centroamericanos. Las desamparadas cancillerías hacían esfuerzos inauditos para prevenir las protestas que se anunciaban y esconder el sentimiento real. Los himnos, las banderas entrelazadas y los banquetes no podían impedir que entre los núcleos juveniles y populares cundiese la rebeldía. Antes bien, los mismos agasajos provocaban en tierras levantiscas, donde los hombres parecen haber nacido para la oposición, un natural reflujo de mal humor creciente, que podía culminar en manifestaciones, por poco que se ofreciese una oportunidad.
En tales circunstancias, la llegada de un escritor que representaba la tesis contraria al panamericanismo, y que acababa de dar ocasión a las manifestaciones de México, tenía que resultar incómoda, sobre todo si se tiene en cuenta que más de uno de aquellos gobiernos subsistía exclusivamente por el apoyo o la tolerancia de la república anglosajona, ocultando, naturalmente, al pueblo los compromisos contraídos en su nombre. Horas antes de embarcarme para San Salvador, recibí telegramas inesperados. "Venga usted, a pesar de todo, y no se deje impresionar por las intrigas", decían los estudiantes. "Los artesanos del Salvador le defenderán", corroboraban los obreros. Comprendí que algún inconveniente surgía también en la república salvadoreña. Poco después llegaban otros telegramas que aclaraban el asunto (4). Se me pedía que postergase el viaje a causa de la visita del señor Knox, y me pareció muy atendible el escrúpulo que aconsejaba al gobierno evitar dificultades durante la permanencia en aquel país del secretario de Estado norteamericano. En vista de ello, decidí permanecer en el puerto de San José hasta la fecha indicada. Pero el gobierno de Guatemala no lo entendía así, y la respuesta del general Arís a un telegrama mío fue terminante (5).
El señor Estrada Cabrera no quería saberme en tierra guatemalteca a la llegada del señor Knox.
De suerte que, cuando me embarqué en el City of Panamá, no sabía, en realidad, hacia dónde iba. El político norteamericano era dueño de toda la América Central —mar y tierra—, y el viajero latinoamericano, que defendía los intereses latinoamericanos en tierra latinoamericana, parecía destinado a no poder posar el pie en ninguna costa y a ser rechazado de todos los puertos, porque la vida estaba inmovilizada por el recuerdo de la visita del señor Knox, por la presencia del señor Knox o por la espera del señor Knox, que desembarcaba autoritario y frío, en medio de los comisiones oficiales, sin que le saludase un víctor o un homenaje popular, a pesar de los esfuerzos que en ese sentido hacían los gobiernos.
Cuando consideramos esta situación, conviene tener en cuenta la desproporción fantástica entre la fuerza avasalladora de los Estados Unidos, dueños de una escuadra formidable, árbitros del comercio de América, proveedores de elementos bélicos para todas las revoluciones que pudieran convenirles, y la debilidad material y moral de los que gobernaban en pequeñas repúblicas, sin arraigo en la opinión, sin defensa económica o militar, expuestos a los levantamientos de opositores que no vacilan en apoyarse en Washington para "regenerar al país". Acusarles de pusilanimidad, es desconocer lo que hay de bravío en el alma hispanoamericana. El único reproche que se les puede hacer es el de haber usufructuado el error en vez de levantarse contra él, y haber contribuido a perpetuar el mal en vez de combatirlo. Si esos hombres apegados al poder y atentos sólo a conservarlo temían las rebeliones fomentales desde el extranjero, es porque en la mayor parte de los casos habían practicado el mismo sistema para desalojar a sus predecesores. De las circunstancias de su encumbramiento, nacía quizá la eficacia de las fuerzas morales bien manejadas. Ante el coloso prepotente, sólo habían hecho en todo momento un parangón de resistencias, un recuento de cañones, dejando en la sombra la movilización moral del derecho y de la justicia, que también pesan en la balanza de las soluciones históricas. Reconozco —y aquí tocamos la verdadera razón de la debilidad centroamericana, y en general de la debilidad de la América española— que esos factores sólo pueden ser utilizados con probabilidades de éxito en democracias estables (Bélgica, Suiza), que evitan todo reproche de anarquía y conquistan el respeto de los demás, fomentando la paz y el progreso. Para poder gritar al mundo: "¡Soy víctima de una injusticia!", hay que haber ganado la consideración de las demás naciones. Y, desgraciadamente, en la mayor parte de nuestras comarcas y, especialmente en algunas de las que estamos recorriendo ahora, se ha derrochado la sangre, la riqueza y el porvenir de la patria en luchas dementes que han fatigado la paciencia universal.
¿Que esas luchas han sido provocadas por los Estados Unidos? ¡Peor aún! Más culpables que los que se sirvieron de la discordia, son los que se lanzaron a ella favoreciendo intereses extraños; los que puestos en el caso de elegir entre las conveniencias de la nación y las propias, aceptaron para triunfar en las lides interiores las armas o el apoyo financiero que les brindaba desde fuera un imperialismo interesado, como todos los imperialismos de la historia, en disolver para imponerse al fin como elemento civilizador. Si en un momento preciso de la evolución centroamericana los hombres que gobernaban tenían razón, en el conjunto de la historia de esos países no la habían tenido nunca, porque lo que los colocaba en situaciones irremediables y subalternas era precisamente la dispersión, la vida anárquica, la falta de inquietud previsora, la avidez egoísta, todo lo que ellos y sus predecesores fomentaban y usufructuaban, desde que cayeron los grandes caudillos de la independencia.
Lo que la especial coincidencia sintomática del viaje paralelo del señor Knox traía a la superficie, era el resultado de una lenta descomposición elaborada durante largos años al calor de las revoluciones que desquiciaron las finanzas, se llevaron las mejores vidas, impidieron la explotación de las riquezas naturales y dividieron a la América Central en pequeños estados. La obcecación política, el ansia de gobernar, las bajas pasiones, habían impedido todo florecimiento normal, orientando las energías hacia la conquista exclusiva del poder, sin más plan ni programa que la conquista del poder mismo, de tal suerte y con tan ruda intensidad que las grandes empresas, las vastas explotaciones, la savia nacional estaba en manos extrañas. De ello ha nacido la ironía dolorosa. Persiguiendo el poder, sólo han corrido algunos en realidad detrás de su sombra, porque los que gobiernan verdaderamente son los que tienen en sus manos, además de la influencia diplomática, los empréstitos y la espada de Damocles de las intervenciones, ejerciendo la más severa tutela sobre los mismos que se hacen la ilusión de mandar. Así ha ido suicidándose gradualmente una región maravillosamente dotada por la Naturaleza y habitada por hombres llenos de inteligencia y valentía, que parecía destinada a ser un paraíso de la tierra.
Si hay rudeza en el reproche, es porque me identifico de tal manera con la suerte de esas naciones, que me parece sentirme personalmente defraudado. Bien sé que nuestros países no están acostumbrados a la verdad; bien sé que la franqueza tiene que irritar engreimientos y susceptibilidades. Pero la adulación y el engaño sólo han servido hasta ahora para fomentar y aclimatar los errores. Y la mejor prueba de adhesión que puedo dar a esos países, es exponerme a sabiendas a que ciertos elementos me fulminen por haber cometido la falta imperdonable de servirlos realmente.
El barco costero que me llevaba hacía el sur debía detenerse en todos los puertos de la América Central. El primero fue Acajutla, jurisdicción salvadoreña, donde me esperaba como mensajero oficioso del presidente Araujo, el señor don Ramón Mayorga Rivas. Me dijo que la juventud estaba exaltada, que se preparaban manifestaciones con las banderas de todos los países de América latina y que, dado el próximo arribo del señor Knox, podía dar lugar mi llegada a incidentes desagradables. En apoyo de su tesis, me entregó una carta del cónsul argentino en San Salvador, don Esteban de Loqui (6). Todo ello me pareció tan atendible como bien pensado. Pero quedaba el problema de saber dónde me dejaría desembarcar el señor Knox.
Al cabo de varios días, llegó por fin un telegrama de Honduras que resolvía la situación. Emanaba del ministro de Relaciones Exteriores y decía textualmente: "En nombre del pueblo y Gobierno de Honduras, doy a usted cumplidos agradecimientos por su atento saludo, significándole por anticipado nuestra sincera complacencia por su visita a esta república, en donde es usted muy conocido y apreciado por sus laudables trabajos en pro de la solidaridad latinoamericana.
Reciba con nuestro saludo cordial las seguridades de nuestra consideración." El noble gesto del país más pequeño y más débil, borraba todas las malandanzas.
Tras una escala en la Unión, donde encontré delegaciones juveniles que me instaron a desembarcar a pesar de todo, llegó el City of Panamá al puerto hondureño de Amapala, de donde acababa de salir el señor Knox con rumbo al norte. Todavía se veía en el confín del mar el penacho de humo del barco en que se alejaba. Anclamos en esa admirable bahía de Fonseca, que es, quizá, el puerto natural más extraordinario que se conoce, y donde caben, según la expresión de un almirante norteamericano, todas las escuadras del mundo. Sobre él tienen costas las repúblicas de San Salvador, Honduras y Nicaragua, y forma como una gran salida común hacia la cual converge la vida de los tres países en la parte que mira hacia el Pacífico.
Nada más pintoresco que el viaje hacia la capital. No es precisamente moderno y confortable. Pero la Naturaleza es tan pródiga de vegetación y de perspectivas, en las montañas que se escalonan desde el mar hasta Tegucigalpa, que las molestias se olvidan y los tres días en mula parecen cortos para contemplar el prodigio. De San Lorenzo a Perspire, Noramulca, La Venta, Sabana Grande, Sauce y Loarque, es una gradación de floras, faunas y horizontes que van superponiéndose a medida que el camino se eleva sobre el nivel del mar, bordeando las colinas que aparecen cuando avanzamos bajo el limpio cielo azul.
Es Tegucigalpa una ciudad pequeña, de puro tipo colonial, que ha mantenido su carácter, sus distintivos y su aspecto, sin cambio apreciable, desde la época en que la industria minera hacía de ella un próspero centro del comercio español. Capital de una república de medio millón de habitantes, que cuenta las revoluciones por los años de independencia, no ha podido propiciar su renovación ni cultivar su progreso, conmovida, como ha vivido siempre, por las agitaciones políticas. Pero encontré en ella un grupo de hombres preparados y un núcleo juvenil brillante que estaba a cabo de cuanto ocurría en el mundo. Citaré a Froylán Turcios, Rafael Heliodoro Valle, Salatiel Rosales, José Cruz Sologaistoa, Enrique Pinel, Samuel Laines, Ramón Ortega, Adán Canales, Edmundo Lozano, Alonso A. Brito, Manuel A. Díaz, Gustavo Alemán Bolaños, Esteban Guardiola, Juan María Cuéllar, Federico Miltón, Joaquín Bonilla, Manuel A. Zelaya y Norberto Guillen.
Los políticos me parecieron firmes y despiertos. El presidente, don Manuel Bonilla, era un hombre recio, cauto, un tanto silencioso, pero afirmativo en lo referente a la integridad de nuestra América. El ministro de Relaciones, don Mariano Vázquez, había tenido el acierto de recordar en su respuesta al discurso del señor Knox, la frase del señor Elhiu Root: "Consideramos la independencia y la igualdad de derechos de los menores y más débiles miembros de la familia de las naciones, merecedores de tanto respeto como los de los grandes imperios." Y el ministro de la Guerra señor Bertrand, que después fue presidente de la república, me dijo en la primera entrevista: "Sería de desear que hubiera en América muchos patriotas como usted."
Mi conferencia fue presidida por el rector de la Universidad doctor Rómulo E, Durón, el Ateneo me dedicó una sesión, el Club de Tegucigalpa ofreció un baile, y si el diario oficioso Nuevo Tiempo se mantuvo en actitud reservada, sus razones tendría, y no ha de ser un detalle lo que desvirtúe la significación del conjunto.
Lo que decía Salatiel Rosales en un artículo de bienvenido, fue confirmado por los hechos: "Cuando nuestro huésped rememore su excursión por la América hispana, dirá que hay en este país un puñado de jóvenes representativos con alguna altivez en el corazón y el espíritu abierto a los ideales grandes. Dirá que éste es un país hormigueante de políticos; pero contará al mismo tiempo que hay una generación nueva, amplia de espíritu, vivificada y sana, que no irá como las anteriores a despedazar criminalmente la república en los ridículos zafarranchos que han dado en llamar revoluciones. Dirá que Honduras tiene incultos sus campos, que carece de ferrocarriles, de fábricas; que en sus caminos se va al trote mesurado del bíblico burro; pero también hará notar que se levanta una juventud enérgica y optimista que cree en los ideales y tiene en el porvenir una fe viva." Descartemos las apreciaciones sobre los políticos del país. En lo que respecta a las nuevas generaciones, la impresión es exactísima. Y confieso que pocas veces me he sentido emocionado como en aquella pequeña ciudad, muy española y muy indígena, muy nuestra, sobre todo, capital humilde de un país indefenso, expuesto a todas las represalias materiales y morales, y, sin embargo, tan independiente en sus actitudes. Y conste que al hablar así no surge el recuerdo de homenajes y coronas, que la mejor corona para el que se había lanzado a la difícil peregrinación era la aceptación impersonal de sus ideales. Aludo, aparte de todo halago, a la predisposición de aquel pueblo para comprender y sentir sacudidas superiores.
Dos telegramas del presidente de San Salvador (6), recibidos al regresar a la costa, parecían indicar que continuaría siendo propicio el ambiente. Al recorrer de nuevo el camino que me obligó a hacer dos veces el viaje del señor Knox, y al poner otra vez la proa hacia la república centroamericana de más exiguo territorio y más densa población, era natural evocar la situación especial de aquel país.
San Salvador comparte con Costa Rica en Centro América el mérito de haber tenido menos revoluciones y de haber sabido sacar mejor partido de sus riquezas naturales. La actividad industriosa arranca desde los primeros misioneros, que llevaron a la región la disciplina y el gusto de los trabajos manuales. Con sus cuarenta habitantes por kilómetro cuadrado, el Salvador ha desarrollado después vigorosamente la dirección inicial, y es hoy, en proporción a su, población, una de las repúblicas más civilizadas y más europeas de la América tropical.
La Comisión de políticos que mostró empeño en hacerme desembarcar en el puerto de la Libertad para llevarme en automóvil hasta la capital, ignoraba seguramente que la recepción popular había sido organizada en el siguiente puerto de Acajutla, de donde sale un buen ferrocarril para el centro del país, caso fuera suspicacia suponer que se intentó burlar a los estudiantes. Pero algo debió ocurrir, sin embargo, puesto que la manifestación, preparada para el 28, a las once de la mañana, tuvo que improvisarse el 27, a las once de la noche, a causa de un tren especial que no podía ser previsto. Quizá por eso mismo fue el público más numeroso y los discursos más violentos (7).
Al hablar en nombre de los estudiantes, Salvador Merlos, que debía publicar después su libro El peligro yanqui, evocó la invasión del pirata Walker en 1856 y el ímpetu que levantó contra él a toda la América Central. Leopoldo Valencia, en nombre de la Federación Obrera, dijo que se alzaban en aquel momento "las manos de los antepasados, los indómitos cachiqueles que prefieren morir luchando antes que ver el pedazo de suelo que habitan en poder de los conquistadores”. El representante de la Sociedad de artesanos, Joaquín G. Bonilla, habló de la «obra de defensa continental que incumbe a las nuevas generaciones ». Y Rubén Coto Fernández, concluyó: «En otros tiempos se nos atacaba con las bayonetas y -ahora con el dólar. Pero hemos comprendido que la superioridad consiste en la educación, y hemos empezado a levantar una ametralladora en cada escuela.»
En los Círculos oficiales se interpretó como un desaire el hecho de que yo me abstuviese de ocupar el carruaje que el presidente mandó a la estación; pero aquí cabe exponer, en este orden de ideas, un punto de vista aplicable a todos los países recorrídos. El viaje, estrictamente individual, sólo era la Visita de un escritor a las juventudes y a los pueblos que podían propagar sus ideas. No hablaba yo en nombre de ningún Gobierno, ni solicitaba favores oficiales. Si saludaba al llegar a los presidentes o a los ministros, lo hacía para rendir homenaje a la nación en su representación oficial, y esperando obtener con esa manifestación de respeto cierta tolerancia para mi propaganda, Pero alejado de toda pretensión y todo interés subalterno, no aspiraba a más honores que los que nacen del entusiasmo en las asambleas públicas. Claro está que tenía que agradecer las deferencias délos mandatarios. Pero mi fin no era ser recibido por ellos, sino fraternizar con las colectividades. Y debo confesar dolorosamente que para llegar a este último resultado, lo mejor, en la mayoría de los casos, era mantenerse a] margen de] poder, que no siempre gozaba de arrolladora popularidad.
El presidente de San Salvador, hombre demócrata, no era en Centro América el que levantaba resistencias más visibles. Pero la muchedumbre pidió que fuese a pie con ella hasta el hotel, y hasta el hotel fuimos, entre vivas, a la República Argentina.
Esos vítores a mi patria, y esa bandera azul y blanca que flotaba en todas las recepciones en países que no tenían la menor comunicación con Buenos Aires, y por los cuales era yo uno de los primeros argentinos que pasaban, me producían una doble sensación de agrado y de tristeza: de agrado, por lo que significaban para el prestigio de mi nación, y de tristeza, porque ponían en evidencia el olvido de la diplomacia argentina, enclaustrada en fórmulas de hace cincuenta años, ajena a la atmósfera en que debe moverse en América. Todos aquellos pueblos tenían los ojos fijos en el sur, atentos a la aparición de una luz que tenía que nacer lógicamente dentro de la ideología política continental. Esperaban que la masa latinoamericana que triunfaba en el extremo inferior del Continente, en clima análogo al de los Estados Unidos, con parecidos aportes de inmigración, hiciera un signo, lanzara una voz a los grupos afines que se escalonaban hasta el trópico para anunciar direcciones conjuntas, sin hostilidad contra nadie, en plena comunión familiar. Era una aspiración que estaba en el ambiente, como resultado de la admiración afectuosa con que todos seguían la ascensión de la nación hermana. En cada viva a la Argentina, había un viva al conjunto tal y como debió desarrollarse si no se hubiesen interpuesto influencias y vicisitudes hijas de la situación geográfica y derivadas de agentes exteriores; en cada viva había, además, un viva al propio sacrificio, porque todos comprendían que lo que había hecho posible el desarrollo de los pueblos del Sur era, en cierto modo, la masa formada por los del Norte. El A B C sólo pudo surgir detrás de una trinchera formada por los heridos, oí decir a menudo. Y acaso tenían razón. No hemos sentido en el Sur, desde el principio de nuestro desarrollo, la presión de un vecino poderoso; sólo el mar nos ha separado de Europa; hemos podido respirar a plenos pulmones y traer oxígeno de los cuatro puntos cardinales, mientras otras repúblicas se debatían bajo la irradiación avasalladora de un enorme imperio limítrofe. En el viva a la Argentina había un viva al pasado, un viva a Morazán, y también un viva al futuro, un viva a todas las esperanzas. Si la diplomacia argentina hubiese tenido algo más que la obsesión enfermiza de la frontera inmediata, si hubiese alzado el vuelo para percibir panoramas continentales, otra sería, seguramente, la situación de los países de América, y otro el prestigio nuestro. Pero dejemos estas reflexiones para cuando hablemos, en uno de los capítulos siguientes, de la situación especial y de las responsabilidades que incumben a las repúblicas del Sur.
A pesar del ambiente entusiasta, a los pocos días se planteó de nuevo lo que debía ser, hasta el fin del viaje, el eterno conflicto. A raíz de una visita al presidente, me vi obligado a dirigir al secretario del Comité Estudiantil una carta renunciando a dar la conferencia anunciada (8). La juventud contestó con un Manifiesto pidiéndome que hablase a pesar de todo (9). Inquieto por el cariz que tomaba el asunto, el presidente escribió una carta autorizando la conferencia, a la cual contesté yo en la forma respetuosa que imponía mi situación. El asunto tomó, como en México, un aspecto de batalla, y tuve que afrontar la lucha abiertamente, apoyándome en el pueblo y en la juventud para contrarrestar las habilidades que se multiplicaban en la sombra. En la ciudad sonriente y clara, cuya plaza central se llenaba al atardecer de mujeres hermosas que paseaban en grupos alrededor del quiosco de la música y donde flotaba cierta atmósfera idealista y superior, comprendí mejor que en cualquier otra parte la extraña dualidad de ciertos pueblos de nuestra América; por una parte ensueño, blandura, inacción, y por otra altivez, resolución, firmeza. En el clima tibio, bajo el cielo sereno, en medio de una naturaleza pródiga, el hombre no se siente mordido por un afán de acción continua y se deja llevar fácilmente al quietismo y a la divagación; pero esta tendencia no anula sus resortes y, llegado el caso, se levantan en una llamarada conjunta toda la fiereza indígena y todo el orgullo español. Así lo vimos cuando, cerrados los teatros se organizó mi conferencia en el jardín de un viejo convento, cuando los obreros me recibieron en su local social, cuando se realizó el 11 de abril la manifestación en honor de la solidaridad latinoamericana, y en todas las incidencias a que dio lugar mi estancia en el país. Así se probó, sobre todo cuando, cuatro meses más tarde, sin la presencia del "agitador", la presión popular y callejera empujó al mismo presidente Araujo a protestar contra la invasión de Nicaragua y a encabezar una reclamación conjunta de los Gobiernos de Centroamérica.
No he querido hablar todavía de la vigilancia ejercida desde el comienzo del viaje. Pero dados los antecedentes, el carácter de la propaganda y los tumultos a que ésta daba lugar, casi es innecesario decir que fui seguido en todos los actos, no sólo por agentes locales que cumplían una función regular dentro de sus fronteras, sino por delegados especiales de los Estados Unidos. Los que conocen los procedimientos del imperialismo y la importancia que presta a las informaciones directas, no se sorprenderán. Pero a medida que la jira cobraba amplitud, la observación se trocó en intriga hostil. Se espiaban los pretextos que podían dar lugar a interpretaciones contrarias. Con ayuda de ardides que pasaban inadvertidos para la mayoría, se sembraba de minas el camino, se divulgaban noticias falsas, se me desacreditaba en todas formas, unas veces verbalmente, otras con ayuda de la prensa adicta. Hoy se me acusaba de hacer una gira comercial, mañana de ser un millonario excéntrico, pasado de estar subvencionado por Alemania. No es posible imaginar el tino, la perseverancia, la energía, la diplomacia que fue necesaria para salvar las necesidades. Después se ha llegado a interceptar mi correspondencia, a obstaculizar la circulación de mis libros, a denigrarme sin escrúpulos, y he sentido el peso de las más dolorosas represalias. Pero en aquellos momentos, en que iniciaba la acción creyendo en una lucha franca, me sorprendió el terreno y el ambiente en que debía evolucionar.
La dificultad mayor consistía en las comunicaciones. Sólo recibía las que dejaba pasar la censura, o el cable norteamericano, de suerte que a menudo ignoraba la atmósfera de un país antes de mi llegada o después de mi partida. Así pudo publicar el New York Times del 18 de agosto de 1912, un reportaje absolutamente inexacto, que fue reproducido por El día, de la Habana, y por varios periódicos de América, y que no conocí hasta llegar al término del viaje. Y así se cablegrafiaron a Buenos Aires las noticias más torpes sobre la gira.
Todo ello ponía de manifiesto —salvando el radio de las cosas personales y volviendo a las de interés internacional— la eficacia que puede tener la noticia como agentes de división. Cuando en vez de tratarse de naciones distantes se opera sobre países limítrofes, los resultados suelen ser dolorosos. Muchos de los choques que se han producido entre nuestras repúblicas tienen su origen en una información artera. Y aun dentro de la paz, el cable cultiva alejamientos y hostilidades. Cada vez que en Buenos Aires traté de defender a México, tuve que empezar por refutar la opinión hostil creada por las agencias. Nada más difícil que restablecer la verdad en un medio saturado por ininterrumpida información tendenciosa. Cuando pensamos que en la mayor parte de los casos nuestras naciones tienen que utilizar hasta para sus comunicaciones oficiales el cable extranjero, podemos medir la eficacia que alcanzará la acción gubernamental, ya sea en el orden interior, cuando se trata de sofocar revoluciones, fomentadas a menudo desde afuera, ya sea en el orden exterior, cuando se intenta conducir una acción diplomática en desacuerdo con la misma potencia que tiene en sus manos el resorte supremo de la información.
El mes de abril de 1912 no era el más propicio para llegar a Nicaragua, porque se estaba tramitando contra la voluntad del país el tratado que debía ser fatal para la autonomía. Como reacción inevitable, una nueva revolución estaba en la atmósfera.
Basta recordar los antecedentes (10) para comprender la tragedia que vivía ese pueblo. La presidencia del señor Adolfo Díaz, continuación de la del señor Juan Estrada, acababa de contratar con la casa Brown y Seligman, de Nueva York, un nuevo empréstito, dando en garantía las Aduanas, aceptando el nombramiento por los banqueros de un recaudador norteamericano y enajenando los ferrocarriles. La situación era tal, que el Congreso nicaragüense, que debía reunirse en enero, había aplazado sus sesiones, accediendo al pedido del encargado de Negocios de los Estados Unidos, hasta la llegada de un enviado especial de Washington que traía misión de introducir enmiendas en la Constitución. A pesar de que las ciudades estaban ocupadas por tropas norteamericanas, la opinión pública protestaba abiertamente, y como se invocaba para justificar la intervención la deuda de Nicaragua, el entusiasmo popular se levantaba en olas, abriendo suscripciones y recolectando cuanto era posible para redimirse y salvar la independencia del país (11). No entraba esto en los planes del Gobierno, dispuesto a firmar contra viento y marea el famoso convenio Knox-Castrillo.
Cuando el City of Sydney llegó al puerto de Corinto, un empleado de policía me significó que no podía desembarcar.
— ¿Por qué? —pregunté sorprendido.
—No le voy a dar a usted explicaciones.
—Sin embargo, tiene usted el deber de dármelas.
El funcionario dudó un momento, y con visible mal humor concluyó:
—Hay una ley que prohibe la entrada de anarquistas al país.
Sin contestar, en el mismo salón del barco, redacté mis telegramas de saludo para la prensa, y así que los hube escrito, llamé a un camarero para que los llevase a tierra.
Entonces intervino de nuevo mi interlocutor:
—Usted está incomunicado —me dijo— y no puede mandar cartas ni telegramas.
— ¿Ni al cónsul de mi país? —pregunté.
—Ni al cónsul de su país —repitió ásperamente.
De más está decir que no faltó un viajero que viese esa misma mañana al cónsul argentino, don Marcial R. Candioti, y le contase lo ocurrido. Candioti era un hombre enérgico, antiguo caudillo de la provincia de Santa Fe, donde había encabezado, en su tiempo, algunas revoluciones, y, al margen de toda doctrina continental, con la sola idea de atender al conciudadano arbitrariamente detenido, vino esa misma tarde. Me ofreció hablar al ministro de Relaciones
Exteriores y me aseguró que el barco no saldría hasta que yo no pudiese desembarcar.
La vigilancia llamó la atención de los trabajadores del muelle, y ellos fueron los que me comunicaron con los diarios de Nicaragua y de León, desbaratando los planes del Gobierno. Al día siguiente se desencadenó el escándalo. El Diario de Nicaragua entrevistaba sobre el asunto al ministro de Relaciones, al ministro de Gobernación, al ministro de Hacienda y al ministro de Guerra, señor Mena, que debía plegarse después a la revolución. El Diario Moderno, de León, protestaba violentamente, y toda la prensa se ocupaba del asunto. El atropello hizo, como es lógico, en favor de las ideas más propaganda que una docena de discursos. Dos telegramas (12) y una carta (13) me convencieron de que la resolución era irrevocable, y envié, a pesar de la severa incomunicación, una protesta (14) a los diarios, que la comentaron subrayando la situación (15). Conviene apuntar un detalle significativo: los obreros del puerto a que he hecho referencia, vinieron ese día frente al barco en manifestación silenciosa, agrupados alrededor de la bandera nacional.
En este libro de exposición serena no debe haber una sola palabra violenta contra nadie ni contra nada, y me abstengo de juzgar a los políticos que aceptaban como préstamo del extranjero los fondos recaudados en las propias Aduanas nacionales, dándose el caso de que los Convenios firmados por ellos fueran tan inusitados, que el mismo Senado de Norteamérica los rechazaba como abusivos y contrarios al derecho internacional. Estamos observando el panorama de un Continente, y en tan amplio horizonte apenas cabe una crítica directa a la conducta de ciertos hombres, lo que es doloroso para nuestro patriotismo latinoamericano, es la impresión que han de producir en Washington ciertas actitudes, y las injustas generalizaciones que se pueden hacer, atribuyendo a toda una nación y a todo un Continente tendencias que sólo comprometen a los que delinquieron.
Costa Rica es la república de Centro América donde la instrucción pública se halla más difundida, donde menos frecuentemente se ha interrumpido la paz, y donde, por lo tanto, se han desarrollado mejor todas las actividades fecundas. Sin embargo, hubo al llegar la acostumbrada dificultad. El presidente no contestó a mi telegrama de cortesía, y el reportaje que por orden de La Información, de San José, me hizo su corresponsal en el puerto, fue interpretado por la administración (16), así como varias comunicaciones que me fueron dirigidas. Todo esto contribuyó, como en San Salvador, a determinar una recepción popular (17) Porque en realidad el éxito del viaje fue obra de los Gobiernos, que al combatir me revelaban al pueblo una subordinación y despertaban el orgullo nacional.
En aquella república, que siempre tuvo fama de hospitalaria para los desterrados políticos de las naciones vecinas, se había reunido el brillante núcleo nicaragüense que después intentó, encabezado por Julián Irías y de acuerdo con el general Mena, la última revolución libertadora, desencadenada algunos meses después. Allí conocí al general Zeledón, que murió en Masaya, al frente de los patriotas, combatiendo contra fuerzas regulares del ejército norteamericano; a Alejandro Bermúdez, que fue después en Centroamérica el mejor campeón de la defensa y estuvo sujeto a tan implacable persecución; a José D. Portocarrero, Alceo Hazera, Felipe N. Fernández, Ecateo Torres, Leonardo Montalván y otros emigrados. Entre los hombres de pensamiento y de acción a quienes traté, recuerdo a Guillermo Vargas, director de La República; Skinner Klee y Augusto Coello, directores de La Prensa Libre; Napoleón Briceño, director de El Noticiero; Ricardo Coto Fernández, director de El Republicano; Lesmes Suárez, director de la Hoja Obrera; Fernando Borges, director de La Información; Joaquín García Monje, José Fabio Garnier, Justo A. Fació, Joaquín Barrionuevo, los poetas Lisimaco Chavarría, José M. Zeledón y Ornar Dengo y un grupo de dirigentes del movimiento obrero, encabezado por don Gerardo Matamoros.
El presidente don Ricardo Jiménez se mostró reservado en extremo, sin que asomasen en él los arrestos de la oposición, que según era fama le habían llevado algunos años antes en el Congreso a fulminar contra el imperialismo, afirmando que "una piedra lanzada sobre Wall Street, tenía que caer fatalmente sobre la cabeza de un ladrón".
Pero si el primer mandatario tenía razones para mostrarse prudente, el pueblo no las tenía. Limítrofe con Panamá, la república de Costa Rica había sido, por así decirlo, testigo ocular de la desmembración de Colombia, y se sentía más directamente amenazada que sus hermanas de Centro América por los conflictos que debía procurarle esa vecindad. De suerte que la idea encontraba ambiente favorable. Hasta de los más lejanos pueblos de la república recibí telegramas de entusiasmo, abonados por centenares de firmas. No faltaron, desde luego, las hostilidades, y tuve que repeler a bastonazos una agresión en la calle. Pero desde el Ateneo hasta los Centros obreros, pasando por la Asociación de Estudiantes, la opinión pública auspició la conferencia que se realizó en el frontón Beti-Jai, sin más disturbios que los inherentes a toda reunión numerosa (18). La tesis fue rebatida días después en otra conferencia por el general venezolano Rivas Vázquez, que aprovechó la oportunidad para atacar al presidente de su país, dando ocasión para que el nicaragüense Bermúdez volviese a elevar el debate a un ambiente internacional, en una réplica decisiva.
— ¡Viaje lírico! —repetían algunos—. ¡Viaje de un idealista que se dirige a un mundo imaginario y encallará en las rocas del mundo real! — ¡Viaje lógico!— repetía yo después de haber palpado la verdadera situación de la mitad de nuestra América, porque aún en Costa Rica fermentaban los gérmenes de disolución que debían llevar a ese país también, pocos años más tarde, en 1917, a la situación dolorosa que su propio ministro en "Washington, don R. Fernández Guardia, sintetizó en una nota oficial al señor Roberto Lansing, secretario de Estado norteamericano.
"En estas pocas palabras —dice el documento oficial— de una elocuencia convincente, está admirablemente resumida la doctrina de la no intervención, y Costa Rica se acoge a ellas para reclamar, en nombre del derecho a la existencia de las pequeñas nacionalidades, que se le permita vivir su propia vida, conforme a la voluntad de la mayoría de su pueblo, libremente expresada. Porque no sólo es intervención la que se ejerce por medio de la fuerza armada. Tratándose de una nación pequeña y débil, basta la simple actitud no amigable de otra grande y poderosa, para que se produzcan los efectos de la intervención en grado más o menos considerable."
Ciertos elementos de nuestra América han vivido oscilando entre la negación de todo peligro y la cólera a raíz del atentado. Las palabras "prevenir" o "negociar" no existen en el Diccionario de los caudillos expeditivos que creen haber salvado al país con su presencia en el Gobierno. O "los Estados Unidos son nuestros mejores amigos" o "tenemos que inclinarnos ante la imposición", la hipótesis de encontrar un término medio entre las dos actitudes, se presenta rara vez a los espíritus de los "hombres de Estado".
Acaso por eso insistían en que yo hablaba como "literato" sin "preparación en asuntos internacionales" y sin conocimiento de la "política americana". Claro está que no coincidía en Costa Rica, ni en ninguna otra república, con las limitaciones, ingenuidades, compromisos, jactancias y localismos que mantienen a los políticos hispanoamericanos en un artificioso ir y volver de intriguillas minúsculas, rivalidades aldeanas, orgullos desproporcionados y credulidades infantiles, al margen de toda visión vasca y todo empuje salvador. Que yo "no entendía nada de diplomacia" fallaban los que timoneaban la vida en las pequeñas ciudades, sin haber salido nunca del terruño ni tener más ilustración que la adquirida en la montonera ordenando fusilamientos. Los que sabían gobernar eran ellos, los que hicieron perder a México con California y Texas la mitad de su territorio; los que no previeron los resultados del Canal de Panamá; los que toleran una guardia de marineros extranjeros en el Palacio de Gobierno de Managua; los que desempeñan en los Congresos panamericanos el papel de los coros en la tragedia antigua; los que de Norte a Sur han llevado a nuestra América a todos los peligros y todas las humillaciones. Si ha de juzgarse el valor de una política por los resultados, ellos han sido ciertamente inimitables políticos.
La enfermedad más grave de la América Central reside en las revoluciones.
Todos los pueblos han tenido sacudidas, cuando una transformación necesaria, resistida por los Gobiernos, no encontraba más camino que el de la violencia para realizarse. Las fuerzas útiles para la salud del cuerpo nacional, al hallarse oprimidas, se tornaban tumultuosas y volcaban los obstáculos. Es en tal sentido que la emancipación de las colonias españolas del Nuevo Mundo fue hace un siglo inevitable, después de una evolución económica, política y social que sobrepasaba los sistemas administrativos y las formas de gobierno de España. La habían preparado intereses generales y causas tan profundas que puede ser considerada como el resultado de una ebullición colectiva extraña a los caprichos de la muchedumbre y a la ambición de los jefes.
No podemos decir lo mismo, desgraciadamente, de las revoluciones, levantamientos, golpes de Estado, sediciones y pronunciamientos que se suceden desde 1810, sin lógica ni medida, paralizando el empuje del Continente y arrojando el descrédito sobre buena parte de las repúblicas latinas. Por eso resulta interesante buscar en el orden sociológico o político cuáles son las causas primarias y los fenómenos accesorios que han determinado el convulsionismo enfermizo y la anarquía endémica en comarcas excepcionalmente favorecidas por la naturaleza, en las cuales halla el hombre, sin esfuerzo, cuanto necesita para la vida.
Esta misma facilidad de la existencia, que hace sentir menos imperiosamente la necesidad del trabajo, ha contribuido quizá a desmigajar las energías creadoras y a cultivar susceptibilidades y gustos de aventuras. Pero los orígenes de la predisposición al descontento, hay que buscarlos, ante todo, en la composición étnica.
Examinando el pasado, vemos que sobre la América latina pesan dos atavismos de anarquía: primero del lado indio, después del lado español.
Uno de los errores más generalizados es el de considerar a los habitantes primitivos de América como una colectividad homogénea. En la época del descubrimiento, el Nuevo Mundo estaba dividido, a la manera de Europa, en numerosos grupos o colectividades distintas que se ignoraban, se odiaban o se hacían la guerra. Había tribus más numerosas, más combativas, más adelantadas, más audaces, que dominaban a las otras, y el espíritu normal de esas comarcas estaba lejos de la solidaridad. Exceptuando las dos grandes conglomeraciones formadas por los imperios inca y azteca (imperios edificados sobre la sujeción de grandes masas al núcleo director, que exigía tributo y servidumbre), las tribus indias vivían en perpetuo antagonismo, ejerciendo venganzas continuas, de acuerdo con agravios y tradiciones que formaban su historia rudimentaria. Es lo que hizo posible la sumisión de tantos millones de hombres y la conquista de tan vastos territorios por un puñado de españoles. Pizarro y Hernán Cortés fueron, al mismo tiempo que afortunados guerreros, políticos sutiles que utilizando los rencores, las venganzas, las rivalidades, las ambiciones, soplando sobre el antagonismo y sobre la duda, reclutando entre los mismos indios los aliados necesarios para derribar las resistencias más fuertes, consiguieron imponer al fin su dominación. Pero esa victoria, obtenida con ayuda de la anarquía, no había destruido la anarquía y debía ser anulada a su vez por ella, puesto que el indio fue el que formó la masa de los ejércitos de la revolución separatista, en la cual creyó ver un instante el instrumento de su venganza.
Sobre esta base de odio disolvente, viene a injertarse el individualismo orgulloso y la celosa arrogancia de los recién llegados. Cuando evocamos el descubrimiento de América y los tres siglos de dominación española, nos sorprende la frecuencia con la cual, en el curso de las más heroicas hazañas, los jefes se combaten entre sí o los subordinados se sublevan. La discordia y la lucha armada entre los capitanes que conducen las expediciones están tan entremezcladas con las proezas y los éxitos, que a veces nos preguntamos si no hay que buscar precisamente en esa independencia y en esa inclinación exagerada al personalismo el secreto principal de las victorias. Una vez implantado el régimen colonial, encontramos idéntico espíritu de altiva preeminencia y de hosca autoridad a lo largo de las interminables disputas entre las autoridades militares, civiles y religiosas que obligaron a la metrópoli a enviar frecuentes emisarios, cuyas resoluciones, dictadas en nombre del rey, no siempre fueron respetadas. Lo que constituyó una de las fuerzas de la conquista, durante la cual cada soldado se creía un capitán y cada capitán un soberano, prepara la debilidad del régimen colonial español y degenera en las nuevas patrias en semilla inagotable de conspiración y dictadura.
Las revoluciones americanas no son fenómenos de la casualidad. Aun fuera de los antecedentes históricos que acabamos de evocar, obedecen a causas generales perfectamente definidas, puesto que las encontramos bajo forma análoga en comarcas sin comunicación entre sí, y puesto que las vemos disminuir o desaparecer gradualmente en ciertas zonas cuando decae o muere el germen que las hace fatales.
Entre las causas que nacen de la América latina (luego hablaremos de las que vienen del extranjero) hay que mencionar, ante todo, la desorientación de la masa indígena, burlada por un movimiento separatista que en la mayor parte de los casos no fue para ella más que un cambio de servidumbre. Las nuevas repúblicas, gobernadas por una élite en la cual predominaban los descendientes de europeos, se organizaron sobre la base de los principios económicos y sociales de la metrópoli y dejaron siempre al margen al primitivo dueño de los territorios. Descerrado de las flamantes organizaciones, éste formó la masa irritada donde los aventureros de la política fueron a buscar elementos para las revoluciones interminables. Pero las revoluciones no hubieran tomado el carácter de continuidad que les da una fisonomía especial sin tres circunstancias que las han favorecido particularmente.
La primera es el desmigajamiento de las antiguas jurisdicciones coloniales en una veintena de organizaciones cuyas fronteras caprichosas, cuya relativa exigüidad de población y cuya falta de volumen nacional las coloca al alcance de todas las audacias. La ausencia de un ejército regular suficiente, la violencia de las ambiciones y la inexperiencia de los hombres que se hallan en el poder, facilitan las sorpresas. Basta a veces que un grupo ínfimo quiera alterar el orden para determinar un cambio de autoridades en un medio todavía mal asentado y sin ninguna tradición.
La segunda es el origen ilegal de esas autoridades, nacidas casi siempre de un golpe de mano o de un simulacro electoral. El punto de partida de las instituciones que representan el orden no es el más indicado para imponer respeto, y ocurre a menudo que el ejemplo del éxito alcanzado por el Gobierno nacido de una revolución aliente las esperanzas de la revolución que aspira a transformarse en Gobierno.
En cuanto a la tercera circunstancia, la encontramos en la debilidad o en la carencia de intereses comerciales, de industrias, de empresas económicas, de fuerzas de equilibrio social interesadas en mantener el orden.
Hay, sin duda alguna, en esos países, aun en aquéllos que parecen más trabajados por la discordia, una mayoría que reprueba la violencia y desea acabar con la infecunda agitación. Esa mayoría debe ser dividida en dos categorías: primera, la más numerosa, compuesta por los que sin propósito político obedecen a un deseo personal de segundad y de descanso, y segunda, la más importante, formada por una élite intelectual capaz de comprender las consecuencias dolorosas de la anarquía y el daño que ella causa al porvenir de la patria. La abstención, el silencio o la condescendencia de estos elementos más tranquilos o más cultos, se explica porque en colectividades en formación, algunas de ellas inorgánicas, se imponen más bien los defectos que las cualidades, y las razones que dan la preeminencia, son a veces las razones contrarias a las que el buen sentido exige para asegurar un sano Gobierno.
En las repúblicas sudamericanas, donde los elementos de trabajo y de reflexión se sienten libertados de los conspiradores expeditivos, con ayuda de una verdadera organización nacional, un punto de partida legal en los sistemas electorales y una valorización de las riquezas del suelo, las alteraciones del orden resultan difíciles o han desaparecido completamente. Aprovechando la elevación gradual y la prosperidad creciente, la masa ha ensanchado sus perspectivas y los profesionales del descontento se ven obligados a imponer formas democráticas y normales a sus pequeñas ambiciones.
Las supervivencias del mal se manifiestan, sin embargo, en forma de rivalidades o desacuerdos de frontera con las repúblicas limítrofes. Salvo en algún caso aislado, ninguna razón esencial, que toque a la vitalidad, puede separar a esos países, puesto que se trata de comarcas sin intereses divergentes y casi sin comunicación entre sí. Sin embargo, hemos visto a esas naciones, que no han podido explorar aún su propio territorio, arriesgar conflictos fratricidas para disputarse zonas a veces estériles, en detrimento de otro grupo de la misma composición y la misma lengua, derramando su combatividad en una cuestión de límites, como las repúblicas de que antes hemos hablado la derrochaban en un debate presidencial.
A América Latina, una por la historia y por los intereses, acechada como todas las comarcas débiles por las esperanzas y las ambiciones de los pueblos poderosos, ha visto así su esfuerzo amenguado por una ebullición ininterrumpida que ha puesto constantemente en pugna los diversos partidos en el seno de cada república, y las diversas repúblicas dentro del conjunto, con grave quebranto de los intereses de esas colectividades, cuyas riquezas han caído en gran parte en manos de compañías extranjeras.
Los odios han sido tan fuertes, que para combatir en el orden interior al partido contrario, y en el orden exterior al hermano vecino, se ha llegado a veces a aceptar la ayuda del extranjero; y ése es el punto de partida de los factores de desorden a los cuales hemos hecho alusión en páginas anteriores.
Al servirse de las inclinaciones generales para favorecer sus intereses o ensanchar su influencia, las naciones imperialistas no hacen más que conformarse a una táctica tan conocida como antigua, y no insistiremos sobre el significado moral del hecho. Pero no es por ello menos cierto que al derribar Gobiernos poco favorables a su acción, o al empujar al poder a hombres flexibles que la pueden servir, esas potencias han colaborado desde hace un siglo en la anarquía, sin dejar de presentarse como aliados naturales y guardianes de la paz. Las revoluciones han sido auspiciadas por apoyos financieros, por envíos de elementos de guerra y hasta por intervenciones militares cuantas veces ha podido ser útil para el fin que se perseguía. Por otra parte, la diplomacia ha complicado a menudo las querellas entre nuestros pueblos, para prevenir coaliciones de resistencia y afirmar una hegemonía erigiéndose en arbitro.
Al influjo de tales maniobras se ha prolongado la nerviosidad de una masa insegura sobre las direcciones que debía seguir, y ha aumentado la disociación de todas las fuerzas. Las revoluciones continuas, que lejos de servir la causa de la libertad contribuían a fortificar las dictaduras, han resultado los mejores auxiliares para sojuzgar a nuestros pueblos y favorecer el éxito del imperialismo.
Es así como tras confusos e innumerables cataclismos internos, han llegado las repúblicas de Nicaragua, Santo Domingo y Haití, a enajenar sus Aduanas y a aceptar protectorados. Los mismos métodos determinaron la separación de Panamá en detrimento de Colombia. Y es con ayuda de factores análogos, en medio de mayores dificultades porque la resistencia es atlética, que se prosigue la obra de debilitar a México.
Se ha tratado de explicar esta agitación constante invocando la juventud y las etapas difíciles por las cuales deben atravesar los pueblos antes de alcanzar el equilibrio y la madurez. Pero la teoría se halla controvertida por el ejemplo de los Estados Unidos, pueblo joven también, que no ha tenido más que una revolución, determinada por una grave divergencia sobre la esclavitud, y se ve puesta a prueba por la vida pacífica y normal de ciertas repúblicas del Sur, que han reaccionado desde hace tiempo contra esos errores. Hay que admitir, pues, que no se trata de un mal inevitable, sino de una inclinación ocasional, que puede ser moderada o vencida con ayuda de un ideal: el bien de la patria; y dos elementos: el ferrocarril y la escuela. La palabra inexperiencia de la cual se abusa a propósito de estos fenómenos, es acaso exacta; pero a condición de interpretarla no en la acepción de juventud, sino en el sentido de falta de conocimiento. Y es ésta quizá la interpretación más halagüeña, porque si los pueblos no pueden envejecer a voluntad, de ellos depende adquirir ilustración y buen juicio.
No es arriesgado prever que en la evolución visible de nuestras naciones, puestas a prueba por dificultades innúmeras y advertidas por voces que llegan de todas partes, está cercano el momento en que las preocupaciones salvarán el límite de la política interior y de las vanas querellas con los vecinos, para enfrentarse, dentro de la amplitud de la vida internacional, con los verdaderos problemas, examinando las circunstancias felices o desfavorables que conviene cultivar o combatir para asegurar un desarrollo integral. Los verdaderos problemas de la América latina no consisten en saber el nombre de los hombres o de los grupos que deben gobernar, ni en discutir al vecino un jirón de frontera cuando no se ha valorizado aún el propio patrimonio. Los grupos que se querellan por el poder tienen el mismo programa o no tienen ninguno. Cada una de estas repúblicas puede alimentar una población cien veces más densa que la que tiene. La preocupación de la política interior y las susceptibilidades de frontera están destinadas a pasar a segundo plano, ante la necesidad de determinar la organización económica para sacar rendimiento del suelo y subsuelo, y ante la urgencia de asegurar el desarrollo autónomo que puede detener las sugestiones extranjeras.
Sin dejar de reconocer la lógica de este programa, algunos formulan una objeción: "Ante todo, dicen, hay que derribar a los tiranos inamovibles que sólo conciben la oposición en el destierro." Es desgraciadamente innegable que en ciertas repúblicas el orgullo, la ignorancia y el temor, parecen concertarse para perpetuar situaciones inadmisibles. Pero en este orden de ideas, vuelve a la memoria una frase de la revolución francesa: "La tiranía no existe porque alguien la representa; alguien la representa porque existe." SÍ la atmósfera sigue siendo la misma, hay muchas probabilidades para que, derribado el tirano, en vez de surgir la democracia, nazca otro tirano mayor. No cabe duda, sin embargo, de que el régimen de autoridad sin contralor que agobia a algunas repúblicas, constituye un obstáculo para el acuerdo entre los diferentes países y mantiene una constante incitación a la discordia.
Pero es de las circunstancias ante las cuales tiene que encontrarse fatalmente la América latina en el porvenir desde el punto de vista de la política internacional, de donde hay que esperar las soluciones. La presión popular será tanto más poderosa cuanto más pacífica. No digo que las revoluciones cesarán bruscamente. Antes de desaparecer, el sistema tendrá vueltas ofensivas inevitables. Pero no faltan los síntomas prometedores. Las nuevas generaciones tienden a la formación de partidos orgánicos. La emigración europea trae una concepción menos violenta de la lucha. La masa que proporcionó el combustible para esas hecatombes se muestra menos resuelta. Y los caudillos, que erigían su ambición en programa, empiezan a resultar anacrónicos en medio de una civilización que se extiende. Algo anacrónico ha de ocurrir con los desacuerdos artificiosos que han separado a las repúblicas nacidas de un mismo movimiento y prometidas a un destino paralelo en un Continente dividido en dos mitades por la composición étnica, el idioma y las corrientes civilizadoras. Como la enfermedad termina con la curación o con la muerte, la discordia acabará con la reacción vital de los núcleos trabajados por ella o con la abdicación nacional ante un poder extranjero. "Los pueblos viven mientras tienen la voluntad de vivir."
Notas
1. El Tiempo, de México, 5 de marzo de 1912.
2. «Este Hombre—así, mayúsculamente—, va de prisa en su pegaso, en su clavileño, hacia la Pampa natal, en que los gauchos, bajo el caracoleo de sus potros piafantes, arrancan chispas que se llaman San Martín, Belgrano, Mitre, Sarmiento... La Argentina ubérrima ha de oír este alerta prendido en los labios de uno de sus más fuertes intelectuales. ¡Oh si ella toda, en un bloque, probase con una magna propaganda en acción a hacer la Gran Patria! “Manuel Ugarte es un poeta, y, como tal, canta; no olvidarse que el canto de la alondra es el anuncio de la aurora. ¿Despertaremos? »Allá va este caballero del ideal—mi grande y buen amigo en el arte—, con el rumbo a la nave romántica que todos conocemos. »Él hallará a la raza triste y pálida como la Princesa de Rubén; pero no olvide tampoco, para su personal satisfacción, que la espina es la hermana mayor del laurel.» JOSÉ SANTOS CHOCANO. Guatemala, marzo 1912.
3. «El latino se adelantó al anglosajón. Manuel Ugarte a P. C. Knox. El pensamiento es más ligero que el águila. »Vino el hermano a nuestro hogar, y lo arrojamos de él; Viene el falso amigo, y lo recibiremos de rodillas; la ciudad se engalana como quizá no lo ha hecho nunca, y se gastan millones de pesos en fiestas y banquetes, mientras que el indio, bestia de carga, tiene hambre porque hace tres días que no come. »El pensamiento de Ugarte, como nuestro quetzal, no puede vivir donde no haya libertad; por eso no pudo estar entre nosotros. El águila del norte viene a conocer el rebaño. . »El pueblo de Guatemala protesta enérgicamente por la ignominiosa salida de Ugarte y por el recibimiento de Knox. »Si la Prensa de aquí no estuviera amordazada, nosotros hubiéramos puesto nuestro nombre al pie de esta protesta; pero ningún periódico la hubiese publicado; en ninguna tipografía la hubiesen impreso. En países donde la libertad no existe, el anónimo no es despreciable: despreciables somos los guatemaltecos, que toleramos la esclavitud.»
4. San Salvador, 29 de febrero de 1912, Con gusto correspondo a su atento y afectuoso saludo, tanto en nombre del Diario Latino como en el mío propio. Aquí estamos preparados para recibirle después del 10 de marzo próximo. Antes creo no le convendría venir. Su affmo., MlGUEL PINTO Director del Diario Latino. San Salvador, 29 de febrero de 1912. Correspondo altamente agradecido a su afectuoso saludo. Usted será muy bien recibido por nuestro Gobierno después del 15 de marzo. Imposible antes. RAMÓN MAYORGA RlVAS Director de El Diario del Salvador, San Salvador, 29 de febrero de 1912. Correspondo su atento telegrama de esta fecha, manifestándole que del 15 al 20 de marzo en adelante tendríamos gusto en verlo por aquí. Su atento servidor, M. CASTRO Ministro de Relaciones Exteriores. San Salvador, 29 de febrero de 1912. Tendré placer en recibirlo del 15 de marzo en adelante. MANUEL E. ARAUJO Presidente de la República.
5. San José de Guatemala, lº de marzo de 1912. Su admirador y amigo permítese indicar a usted la conveniencia de aprovechar el vapor que sale hoy para el Salvador. No dudo que allá también tendrá entusiasta acogida el caballero cumplido y Talentoso escritor. GENERAL ENRIQUE ARÍS.
6. El cónsul de la Argentina me decía en su carta, fechada el 29 de febrero: "Creo que su visita, en los momentos actuales, no es muy oportuna. Mañana se celebra con todo regocijo el aniversario del primer año de la toma del poder del ilustre primer magistrado de esta progresiva y laboriosa nación. La excitación natural que producirá en este pueblo leal la celebración de este aniversario, podría, con motivo de su llegada, producir una efervescencia en estos momentos solemnes, tan agitados en Centro América, sobre todo en vísperas de la venida del señor secretario de Estado, Mr. Knox. "Tengo a la vista el telegrama del excelentísimo señor presidente, doctor don Manuel Araujo, en contestación al de usted, que se me ha comunicado extraoficialmente. Como ignoro si por una razón u otra se le ha remitido dicho cablegrama, lo reproduzco en seguida. Dice: "Tendré placer en recibirle del 15 de marzo en adelante". "Como usted lo ve, estimado compatriota, el telegrama del señor presidente de la república es bastante expresivo y no necesita comentarios. Sólo diré como se lo piden que difiera su visita hasta después del 15 de marzo próximo, que puedo garantirle que será usted recibido con cariño por este pueblo y sus autoridades, que en toda ocasión han demostrado, admiración y amor a nuestra patria."
7. Casa Presidencial, marzo 21-1912. "Envío a usted un afectuoso saludo. Tengo el gusto de participarle que el comandante del puerto de la Unión tiene orden de atenderle debidamente. Si usted desea trasladarse a la Unión, tendrá a sus órdenes una gasolinera. Su afectísimo amigo, MANUEL E. ARAUJO." Casa Presidencial, marzo 25-1912. "El vapor Jalisco va a ese puerto. Ya tiene instrucciones el comandante Montoya y el capitán, de dicha nave para recibirlo y atenderlo. Su afectísimo amigo, MANUEL E. ARAUJO."
8. "Es indescriptible el júbilo de los manifestantes en tan hermosos momentos: los corazones rebosaban de alegría, henchidos del divino entusiasmo patriótico, y las cabezas se erguían como para fijar el pensamiento en la alta cumbre de nuestros destinos futuros, cuya defensa viene predicando con voz de titán el insigne argentino." El Independiente, 29 de marzo de 1912.
9. Señor secretario del Comité Estudiantil, don Miguel Coto Bonilla. Mis queridos amigos: Nada más halagüeño que la invitación que me hicieron ustedes para que diera una conferencia en esta capital, que se Ha distinguido siempre por su altivez y su patriotismo sereno. He tenido en todas las circunstancias el culto de la juventud y de la democracia, y aquí hay tan estrecha unión entre estudiantes y artesanos, que acepté la idea con el más vivo placer. Desgraciadamente, se ha interpuesto un obstáculo. Yo había elegido un tema que es, a mi juicio, no sólo el de mayor actualidad, sino el que con más vigor se impone a nuestras preocupaciones en estos momentos difíciles desde el punto de vista internacional: "La América Latina ante el imperialismo". En una visita que he tenido el honor de hacer esta mañana al señor presidente de la república, se me ha notificado que no debo tratar el asunto, porque es inoportuno agitar tales cuestiones. Mi opinión no es ésa; pero mi calidad de extranjero me prohibe comentar las decisiones del Gobierno. Lamentando lo ocurrido y agradeciendo profundamente la acogida que me ha dispensado la juventud y el pueblo, les ruego que acepten con un fuerte apretón de roanos, la expresión de todas mis simpatías. San Salvador, 28 de marzo de 1912. MANUEL UGARTE.
10. San Salvador, 29 de marzo de 1912. Nuestro querido amigo: Nos hemos impuesto de los conceptos de su carta. El resultado de su entrevista con el presidente Araujo, ya nosotros lo esperábamos. Mas no es la voluntad del jefe del Ejecutivo la llamada en este caso a impedir el derecho de reunión, ni cabe en él, a pesar de los elementos de que dispone, aprisionar el pensamiento y ahogar la voz que imperiosamente nos llama a la defensa de la raza. Amparados por nuestra Constitución y sin pretender salimos de la legalidad, reclamamos de usted no respetar en nada la notificación que se le ha hecho. Nosotros, por nuestra parte, haremos todo lo que esté en la posibilidad por que los principios de nuestra carta fundamental no sean atropellados por medio de esas habilidades políticas que colocan nuestra soberanía bajo las gradas del capitolio de Washington. El pueblo salvadoreño ansia oír la voz de usted. El pueblo salvadoreño ama ardientemente .sus libertades. E interpretando los sentimientos de nuestra patria, excitamos a usted nuevamente para que de ninguna manera desista del propósito que le ha traído a nuestro seno. Somos de usted, atentos servidores y amigos. J. Arturo Gómez, Oliverio C. Valle, Martín S. Pineda, Manuel J. Argueta, Juan A. Serpas, Leopoldo Valencia, A. García, Miguel Coto Bonilla., Salvador R. Merlos, José A. Canas, J. Leonardo Godoy, Salvador A. Jirón, Marcos R. Escobar, Benjamín Valencia, Federico Azucena, Alejandro Meléndez, J. A. Yanes. (Siguen 260 firmas.)
11. Interesado el Gobierno norteamericano en evitar la posible construcción de un nuevo canal interoceánico por la vía de Nicaragua, envió a aguas nicaragüenses, en abril de 1908, una escuadra compuesta de los acorazados Washington, Colorado, South Dacota, Albany y otros con un contingente de cerca de 4.000 hombres y la misión de aprovechar una coyuntura para desembarcar. El presidente de Nicaragua, que lo era por entonces don José Santos Zelaya, trató de contemporizar con el capitán Moore, jefe de dicha escuadra. Pero poco tiempo después, el 10 de octubre de 1909, el cónsul norteamericano en Bluffields {costa atlántica de Nicaragua), señor Moffat, favoreció un levantamiento del gobernador de esa zona, señor Juan J. Estrada. El señor Knox, en una nota que fue muy comentada en América, declaró legítima la revolución y entregó sus pasaportes al representante del señor Zelaya en Washington. Durante el curso de la lucha, el general Toledo, que mandaba las fuerzas legales nicaragüenses, hizo fusilar a dos súbditos norteamericanos: Canon y Groce, a quienes sorprendió en momentos en que iban a volar con dinamita los barcos del Gobierno. Esto daba luz sobre el carácter de la revolución, y el mismo jefe de ella, señor Estrada, se encargó de consagrarlo más tarde, declarando en el New Cork Times del 10 de septiembre de 1912, que ese movimiento había recibido la ayuda que contribuyó con 200.000 dólares, y a la casa Samuel Well, que dio financiera de Compañías norteamericanas, citando a la casa Joseph W. Beers, 150.000. Convencido de que los revolucionarios recibirían toda clase de auxilios de Norteamérica, el presidente de Nicaragua, para no prolongar la lucha, creyó patriótico dimitir y salió del país a bordo del cañonero mejicano General Guerrero, después de haber entregado el poder, de acuerdo con la Constitución y con la venia del Congreso, al doctor don José Madriz, jurisconsulto ajeno a la política. Este Gobierno fue reconocido por muchas naciones, pero no por los Estados Unidos, que siguieron apoyando la ficticia revolución. Cuando el señor Madriz dio orden de atacar a Blufields, se encontró con que el puerto estaba defendido por marinos norteamericanos y con que los acorazados de aquel país bloqueaban la costa. Comprendiendo que la lucha no iba a ser civil, sino internacional, declinó el mando el 26 de agosto de 1910, y salió para México, donde murió poco después. Así tomaron los Estados Unidos, bajo la presidencia del señor Taft, posesión de las Aduanas de Nicaragua y así se inició el régimen que se prolonga ahora.
12. Nada más doloroso y emocionante que esas listas en las cuales asomaban las lágrimas de una nacionalidad. Los diarios de Managua del mes de marzo de 1912 traían largas columnas donde se leían, junco a. las contribuciones de la gente adinerada, las más humildes: Samuel Gavarrete, todo su haber; Laura Delgado, el producto de la venta, de su cama; Juana Gutiérrez, la casa en que vive; Laura Roque, su máquina de coser; Manuel de Aragón, jornalero, el valor de doce días de trabajo; Ramón Robleto, su carreta de dos bueyes; Joaquina Velásquez, pobre de solemnidad, cuanto había recogido en el día: 20 centavos. . .
13. Managua, 21 de abril, 8,15 a. m. Anoche no pude obtener resultado en mis averiguaciones sobre lo que motivó mi telegrama. Señor subsecretario de Relaciones se comprometió transmitirme telegráficamente hoy a ésa, donde llegaré en tren medio día. Salúdale. M. R. CANDIOTI "Managua, 22 abril, 6,55 p.m. Hasta ese momento sin respuesta. Por nota oficial protesto por menosprecio al cónsul. Daré cuenta mi Gobierno. Salúdale, M. R. CANDIOTI
14. Managua, abril 23 de 1912. Distinguido compatriota; Me complazco en presentar a usted al señor O. S., que será, con su distinguida señora, compañero de viaje; le será grata su compañía. Mañana de Managua le comunicaré lo que hay al respecto de su asunto; iré personalmente a reclamar la respuesta a mi telegrama de hoy. Su afmo. s. s. y amigo, M. R. CANDIOTI P. S. — Al bajar de su vapor fui interrogado por mi nombre. Supongo que mañana no me dejarán verlo. — Vale."
15. "A la juventud, a la intelectualidad y al pueblo nicaragüense: Desde el puerto de Corinto, donde por orden del Gobierno se me ha prohibido desembarcar, y donde estoy vigilado sin que me permitan comunicarme con nadie, desde este hermoso pedazo de tierra nicaragüense cuyas bellezas naturales debieran atenuar la acritud de los políticos, formulo una protesta indignada y me dirijo a los ciudadanos honrados de todos los partidos, en nombre de la dignidad de nuestras repúblicas. No soy ni agitador, ni demagogo. Estoy al margen de los partidos. Ignoro y quiero seguir ignorando las luchas internas de las repúblicas por donde paso. Y mi propaganda serena de unión y de concordia dentro de la América Latina, mi prédica razonada en favor de la coordinación de nuestras repúblicas, sólo puede parecer subversiva a los que han perdido toda noción de patriotismo y altivez. Sé que la juventud, la intelectualidad y el pueblo nicaragüense, cuyo carácter hospitalario es conocido, serán los primeros en condenar severamente la actitud de las autoridades, y es por eso que formulo esta protesta. Al cerrar las puertas del país al escritor de la misma raza, que habla la misma lengua y que defiende los intereses comunes de los latinos del Nuevo Mundo, el Gobierno ha puesto en evidencia los compromisos que lo ligan al extranjero. Los que deben fallar ahora, son ustedes. Yo no hago más que señalar la situación, convencido de que el pueblo nicaragüense es altivo, de que !a traición no puede prosperar en América y de que en nuestras repúblicas llegamos a tolerar todos los crímenes de los políticos, menos los que lastiman a la bandera y a la patria. A bordo del City of Sidney, abril de 1912." MANUEL UGARTE.
16. "Negar la entrada al país a un nicaragüense, sin justa causa, es decir, sin una sentencia previa que le haya condenado a la expatriación, es delito que aquí se comete con frecuencia; pero es raro que se haga esto respecto de un extranjero, y mucho menos siendo esa persona importante y digna de especiales consideraciones. Hasta los pueblos bárbaros son, por lo general, hospitalarios; porque la hospitalidad es un sentimiento humano, es un vínculo de fraternidad entre los hombres, puesto por la naturaleza en su corazón, como un sello de unión y de solidaridad entre ellos. No se puede negar esa hospitalidad Sin motivo grave, muy grave, que justifique y excuse el acto de manera que no le haga merecedor al anatema universal. Tratándose de un personaje como el señor Ugarte, aun cuando el presidente hubiera tenido motivos de prohibir su entrada, se habría obligado a consultarlo con su Ministerio, ya que las consecuencias afectan no sólo al gobernante y a su Gabinete, sino al país entero, al cual se exhibe como refractario a todo principio de civilización y de humanidad." Diario de Nicaragua, 23 abril 1912. "No necesita de comentarios la anterior protesta. Una minoría peligrosa que dirige los destinos de la república, que recibió de rodillas al extranjero conquistador, que besa la mano que la abofetea, con tal de que esa. mano tenga oro, no es m será nunca en el correr de los tiempos capaz de ninguna noción de patriotismo, de altivez y de dignidad. Quede escrita la página de Manuel Ugarte como el estigma eterno de un Gobierno que, habiendo hecho de la bandera patria un andrajo, siente vergüenza y temor de escuchar la palabra de un hombre libre." Diario Moderno, 23 de abril de 1912.
17. "Al llegar el señor Ugarte a Puntarena, comisionamos a nuestro corresponsal en ese puerto, don Héctor Guevara Santos, para que celebrara una entrevista con el ilustre conferencista argentino y nos transmitiese por telégrafo mil palabras acerca de sus impresiones sobre Centro América. El señor Guevara Santos obtuvo el reportaje y lo depositó en el telégrafo. Pero no fue transmitido por orden superior. El caso es único en la actual administración y en las últimas que ha habido en el país, y no podemos menos que lamentar profundamente que con un acto que acaso no fue meditado en consonancia con su alta significación y trascendencia, se haya puesto una sombra negra y bochornosa en el luminoso y bello panorama de tas libertades de nuestra democracia." LA Información, mayo 3 de 1912.
18. El tren paró y los estudiantes dieron vivas atronadores a Ugarte. Un centenar de personas invadió prestamente el coche donde venía el celebrado poeta y notable escritor a presentarle sus respetos. Con mucha dificultad, debido al compacto grupo que rodeaba el coche y se apiñaba en el andén de la estación, Ugarte pudo salir a la calle." La Información, abril 30 de 1912. "Una concurrencia de más de mil personas se agolpaba en los andenes de la estación del ferrocarril del Pacífico para ovacionar al ilustre huésped y significarle la hospitalidad y simpatía del pueblo costarricense. En medio de la multitud delirante fue conducido al hotel Imperial el defensor de la raza latina, y más de una vez tuvo que saludar al escuchar expresivos vivas para la República Argentina." El Republicano, abril 30 de 1912. "Al parar el tren, una sola voz de entusiasmo, en clamoroso grito, anunció que el poeta iba a desembarcar. Ugarte saludó al pueblo y a la juventud con frases amables. Después, a pie, en una actitud que no han conocido los diplomáticos del dólar que llegan inoportunamente al país, fue acompañado hasta el hotel." La Prensa Libre, misma fecha.
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