martes, 30 de marzo de 2010

PEL DESPOJO DE LOS PUEBLOS DÉBILES


por Pedro Henríque Ureña


Revista Universal, siguiendo el programa de absoluta independencia de criterio que se ha impuesto, de presentar al público en todos sus aspectos —y desde puntos de vista diversos y aún contrarios— las cuestiones de vital importancia que atañen a la gran familia panamericana, publica en este número tres interesantísimos artículos, que se refieren esencialmente al mismo asunto: Las relaciones políticas y diplomáticas entre los Estados Unidos y los países hispanoamericanos.

El primero de estos artículos—La Cuestión de México—escrito por el Presidente Wilson para el Ladies Home Journal, es una exposición comprensiva del problema mexicano y de la política de que teóricamente se ha hecho campeón el actual mandatario americano.

En evidente contraste con este artículo, el Sr. E. P. Garduño aborda en el que aparece en esta página, el grave y no hien conocido caso de Santo Domingo o, en donde la injustificada ¡intervención de los Estados Unidos se presenta como una flagrante y elocuente contradicción de los principios expuestos por el Presidente Wilson.

El tercer artículo, escrito por el inteligente corresponsal del New York Evening Post —David Lawrence— analiza, en fin, la política latinoamericana de los Estados Unidos, desde el punto de vista del Partido Republicano. [Nota del periódico].

En medio del más extraño silencio de la prensa universal, se ha llevado a cabo, durante los últimos meses, la intervención de los Estados Unidos en la República Dominicana. La invasión raya punto menos que en conquista.

Se comprende el silencio de Europa, preocupada por sus problemas propios; pero no el silencio de la prensa latinoamericana en su mayor parte. Es verdad que el gobierno de los Estados Unidos, con singular maña y artería (en que no se han omitido procedimientos como la retención de co­rrespondencia privada), oculta al público los pormenores de lo que ocurre; pero un hecho, central, ostensible, no pudo ocultarse: el territorio de una nación independiente de la América española se halla ocupado, sin motivo suficiente de carácter internacional, por fuerzas de los Estados Unidos.

La noticia de este hecho debió bastar para que la prensa de la América latina se diera cuenta de la gravedad del caso. Más aún: no sólo de la prensa; también, de los gobiernos de nuestra América debió partir la protesta.

¿Cómo se explica que la traída y llevada alianza del A. B. C. se mos­trara tan solícita con relación a México, y ahora, con relación a Santo Domingo, tan indiferente? No parecen equivocarse, a la verdad, las sospechas, hijas de la vox populi, de que la solicitud en favor de México nació de la esperanza de alcanzar brillo y lucimiento en asunto que atañe a uno de los más importantes países de la América española. En cambio, salvar a la República Dominicana de la invasión yanqui no conlleva gran notoriedad ni aplausos ruidosos, aunque sí la aprobación de los hombres de bien. Luego, las relaciones comerciales, la necesidad de no maltratar el terreno propicio para la cosecha de empréstitos... ¡Triste revelación del espíritu egoísta que impera en la familia de pueblos latinoamericanos! Los Estados Unidos vienen procediendo, en este caso de la República Dominicana, con el más eficaz sigilo. Todo les favorece, y su gobierno lo sabe. A la prensa sólo se le dan noticias breves y tardías, preparadas ad-hoc en el Departamento de Estado; todo en ellas aparece a la medida del gusto oficial. Sólo un periódico, el New York Herald, tiene corresponsal propio en Santo Domingo; y este corresponsal resulta aún más devoto del abuso que los autores mismos: según él, no sólo es bendición celeste la intervención norteamericana, sino que el pueblo de Santo Domingo así la estima. Mal conoce a los pueblos latinoamericanos quien cree semejante absurdo. Finalmente, unos cuantos dominicanos han escrito cartas a los diarios de Nueva York esforzándose por llamar la atención sobre el problema: las cartas se han publicado, es cierto (en The Tribune y en The Globe, por ejemplo), pero los redactores de la sección editorial no han concedido importancia al asunto. Extraña conspiración de engaño, indiferencia y silencio.

En mayo del año actual, siendo Presidente de la República Domini­cana el honesto don Juan Isidro Jiménez, surgió una disensión en el seno de su gobierno; y el Secretario de la Guerra, principal autor de fe disensión, se apoderó de la ciudad capital. El Presidente se hallaba residiendo en las afueras, y allí permaneció, preparándose a recobrar la ciudad. De­sembarcaron entonces fuerzas de marina de los Estados Unidos, y el Ministro Russell ofreció al Presidente Jiménez la ayuda militar necesaria para la reconquista de la plaza. Más que ofrecer la ayuda, la imponía. El Presidente, con dignidad, se negó a aceptarla, y declaró que renunciaría su cargo antes que volver a la capital mediante el apoyo de las armas ex­tranjeras. Así lo hizo al fin.

El Ministro Russell y el Almirante Caperton, en seguida, exigieron al rebelde Secretario de Guerra la entrega de la capital y el desarme de sus tropas; obtuvieron lo primero, pero no lo segundo. El ex Secretario se marchó al interior del país con buena parte de las fuerzas que estaban a sus órdenes.

Según la actual Constitución de la República Dominicana, al sobre­venir la renuncia de un presidente, el Congreso debe proceder, sin demora, a nombrar uno provisional que convoque a nuevas elecciones. El Congreso Dominicano comenzó a deliberar sobre la elección del gobernante interino, y llegó a escoger como candidato al venerable ciudadano Federico Henríquez y Carvajal, Presidente de la Suprema Corte de Justicia, y hombre no afiliado en partido político alguno. Súbitamente, el Ministro Russell pidió se suspendiera la elección, porque "el país no estaba en paz". Las tropas dominicanas de la capital se habían ido con el ex Secretario rebelde; el Congreso no contaba con otras fuerzas, vaciló, y cedió.

Días después, generosamente, el Sr. Henríquez y Carvajal renunció a su candidatura; y el Congreso, considerándose tal vez libre de la presión extranjera, procedió a nuevas deliberaciones. Otro candidato distinguido surgió entonces, Jacinto R. de Castro, abogado joven y brillante, miembro del Partido popularmente llamado horacista. No sabemos qué ocurrió en­tonces: la elección también se suspendió.

Transcurrió un mes más en situación anómala: el poder ejecutivo que­daba en manos de cuatro Secretarios del ex Presidente Jiménez; la presión de los Estados Unidos crecía; se desembarcaron fuerzas norteamericanas en todos los puertos, provocándose luchas sangrientas en que murieron no pocos hombres de ambas naciones: y para coronar la obra de intervención, el Ministro Russell decidió apoderarse de la recaudación de rentas inter­nas, poniendo así a la disposición de los Estados Unidos todas las entradas del pequeño país, pues las aduanas están sometidas a vigilancia yanqui desde el Tratado de 1907.

A fines del mes de julio expiraba el período legislativo del Congreso Dominicano; y los representantes del pueblo se resolvieron a cerrar sus labores con la elección del presidente provisional. Resultó electo un candidato inesperado: el doctor Francisco Henríquez y Carvajal, hermano del candidato anterior. El doctor Henríquez, que había sido la figura central en el primer gobierno de Jiménez, de 1899 a 1902, se hallaba ahora retirado de las actividades políticas y residía en Cuba. De allí se embarcó inmedia­tamente para su país, y le recibieron con aclamación todos los partidos.

Todo volvió al curso legal. El nuevo presidente cuenta con la aprobación de todos, y su gabinete está formado por hombres reconocidamente aptos, sin exclusión de partidos. Entre tanto, las fuerzas con que se había retirado de la capital el Secretario rebelde, dos meses antes, se habían desorganizado; no hay revolución alguna en pie, ni perspectiva de posibles disturbios.

Pero el gobierno de los Estados Unidos presentó al provisional de Santo Domingo una formidable lista de exigencias, que fueron negadas. Ante esta negativa, hija de la dignidad de aquel pueblo pequeño y pobre, el Presidente Wilson ha decidido no reconocer el nuevo gobierno, electo según las fórmulas constitucionales y formado por hombres respetables; y por último, ha dispuesto que los fondos recaudados de las aduanas y de las rentas internas queden en poder de funcionarios norteamericanos, en vez de entregarse a sus legítimos dueños. Pero el gobierno del doctor Henríquez sigue en pie, dando el singular ejemplo de servir a su país sin remuneración presente y tal vez sin esperanza de remuneración futura.

¿Qué pretextos alegan los Estados Unidos para justificar su arbitraria intervención en los asuntos internos de la República Dominicana?

El pretexto inicial fue la necesidad de pagar a los acreedores extran­jeros con puntualidad y exactitud. Según el deplorable Tratado o Convención de 1907 entre los Estados Unidos y la República Dominicana, ésta se comprometía a nombrar funcionarios especiales que dirigieran la recau­dación de las rentas aduanales: estos funcionarios serían norteamericanos (mejor pagados, por cierto, que otros semejantes en este país) y estarían apoyados por el gobierno de Washington. Su función consiste en recoger los fondos, separar de ellos la cantidad fija que se destina al pago de la deuda exterior, y entregar al gobierno dominicano lo demás.

En otra cláusula del Tratado, la República Dominicana se obliga a no contraer nuevas deudas sino en especiales condiciones. There is the rub.

Desde 1907 hasta el año actual, en tiempos de paz completa o en tiempos anormales, las deudas de la República Dominicana se han pagado con invariable exactitud. Ni acreedores europeos ni norteamericanos tienen motivo alguno de queja. Por lo demás, las revoluciones dominicanas se distinguen por su excesiva benignidad: no hay saqueos y las vidas y haciendas de los extranjeros se respetan religiosamente. Acúdase al Departamento de Estado en Washington en solicitud de datos, y se verá que las quejas de ciudadanos americanos por pérdidas sufridas en Santo Domingo, son verdaderas rarezas.

No hay, pues, motivos para nuevas ingerencias yanquis en asuntos dominicanos; pero el Presidente Wilson, o algún consejero, echaron mano de la infortunada cláusula relativa a la adquisición de nuevas deudas para estirarla y retorcerla. Cuando los gobiernos dominicanos gobiernan mal, o cuando estallan revoluciones —piensa el Departamento de Estado—, se contraen deudas aun cuando no sea sino por irregularidades de pago. Y para evitar que se contraigan deudas, aun por omisión, el gobierno de Washington, como parte en el Tratado de 1907, tiene derecho... a todo: a impedir las revoluciones, a suprimir el ejército, a manejar las rentas internas, a manejar los ferrocarriles, los telégrafos, y teléfonos, las comunicaciones radiográficas y quién sabe cuántas cosas más.

Bien claro se ve cuan infundadas son tales pretensiones. Porque el Tratado de 1907 es un instrumento internacional, y las deudas a que se refiere son deudas extranjeras; al paso que las nuevas deudas que el Presidente Wilson pretende evitar son deudas interiores, a ciudadanos dominicanos; son asunto interno, nacional, en que nadie tiene por qué inmiscuirse.

Este es, sin embargo, el pretexto que alega el gobierno de Wilson para su arbitraria conducta de Santo Domingo.


E. P. Garduño.


Publicado en la Revista Universal de México, octubre de 1916 y en El Tiempo de Santo Domingo, 16 de noviembre de 1916.

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