miércoles, 3 de marzo de 2010

Análisis de la dependencia ARGENTINA (3)



por José María Rosa

CAPITULO II


RIVADAVIA (01)

La política británica de dominación, con sus fluctuaciones, fue constante en la Argentina hasta el gobierno de Rosas y volverá a ser retomada después de la caída de Rosas. Pero alcanza su cúspide en la época de Rivadavia, cuando éste llega a ser ministro de gobierno de la provincia de Buenos Aires y más tarde cuando es Presidente de la República, aunque en realidad gobierna nada más que en Buenos Aires.

La historia de la reforma rivadaviana es, así, la historia de la fracasada tentativa de imponer el coloniaje económico disfrazado de mejor conveniencia institucional. La civilización comercial británica, tras la apariencia de un liberalismo a la europea. (02)

Rivadavia se olvida de la guerra de independencia, que aún no había terminado,desentendiéndose de San Martín que, falto de recursos, no podía seguir con su expedición al Perú; también cierra los ojos ante la ocupación portuguesa de la Banda Oriental o la segregación próxima del Alto Perú.

Mientras tanto, Buenos Aires pasaba por una época de prosperidad, traducida en construir escuelas, abrir avenidas, recortar ochavas, alumbrar faroles, empedrar calles y demás obras financiadas con los recursos nacionales, puestos al servicio del adelanto municipal de Buenos Aires. (03)

Es durante la gestión de Rivadavia, cuando el imperialismo, que ha sido mercantil inglés, se transforma en un imperialismo financiero.


l. El Banco de Buenos Aires.

Debido a la libre extracción de oro y plata de Buenos Aires, en 1821 se llegó a una situación angustiosa: faltaba moneda para las transacciones, con la consiguiente limitación del comercio, y el crédito llegaba al 5 y 6 % mensuales.

A principios de 1823, los ministros Rivadavia y García se reunieron en el edificio del Consulado con los principales comerciantes de Buenos Aires para encontrar una solución al problema.

Rivadavia propuso la fundación de una institución bancaria que “repatriase el oro” llevado a Inglaterra. García, más versado en la poca posibilidad de traer metal de Inglaterra, entendió que “los capitalistas aportarían su oro a las cajas”, antes escondido en sus gavetas al parecer, y así el metal saldría a la luz del sol y circularía nuevamente. Quedó decidida la fundación de un Banco. Como al liberalismo de García y Rivadavia, compartido con todos los presentes, repugnaba una institución fiscal, se resolvió que sería particular “con todo el apoyo del gobierno”.

La idea fue, naturalmente, bien acogida. El Banco emitiría billetes de papel para suplir la carencia de metálico, que circularían sin
desconfianza pues serían canjeables a la vista en las ventanillas de la institución. El comercio se reactivaría, no habría más usura y retornaría el florecimiento de antes de la evasión del metálico.
Se entendió que un encaje de metálico en el tesoro del banco igual a la sexta parte del papel emitido – como enseñaban los manuales de Economía Política al uso – era suficiente garantía para la circulación del papel.

El 15 de enero el gobierno presenta a la junta de comerciantes el proyecto de “Banco de Buenos Aires” preparado por el ministro García; el mismo día queda formada la comisión provisoria encabezada por William Carthwright e integrada, entre otros nombres criollos, por Joshua Thwaites, James Brittain y James Barton, comerciantes de exportación. Sus bases legales serían: 1) Capital de un millón de pesos, descompuesto en mil acciones de mil pesos; los accionistas pagarían el 20 % al suscribirlas, otro 20 % a los 60 días, y el resto cuando el banco lo dispusiese; 2) Monopolio bancario por veinte años prorrogables; 3) Emisión de billetes de banco a prestar mediante un interés al comercio. Los billetes serían canjeables en oro a la vista; 4) Aceptación de depósitos particulares al interés fijado por el Directorio; 5) Recibir los depósitos de Tesorería de la Provincia y actuar como agente financiero de ella; 6) Privilegios impositivos y judiciales. Sus acciones y transacciones no estarían sujetos a impuestos, y no correrían en sus ejecuciones los términos comunes. (04)

Al discutirse en la Junta de Representantes (18, 19 y 20 de junio), el ministro García repite que el objeto del Banco era remediar la falta de metálico con una circulación garantizada de moneda de papel. Como algunos diputados observasen que la fuga del metal fue debida precisamente a quienes aparecían ahora como socios directores del Banco, García corrige que la carencia del metal no se debe a su exportación sino a encontrarse cerradas las comunicaciones con el Alto Perú, proveedor de metales, y, sobre todo, a la circunstancia de haber aumentado en la plaza los capitales en giro por la instalación de gran número de casas de comercio extranjeras.

El 16 de julio se constituye la sociedad “Directores y Accionistas del Banco de Buenos Aires”, y el 6 de agosto la institución – comúnmente llamada Banco de Descuentos – abre sus puertas, pese a que la mayor parte de los accionistas habían pagado la primera cuota de sus acciones en pagarés que levantarían después con papel al hacerse otorgar crédito; el restante 80 % seria abonado, también en pagarés. Solamente 289 acciones (menos de la cuarta parte) se pagaron en efectivo y fue el único capital metálico de la institución.

Resultó un negocio magnífico ser accionista del Banco. Como el descuento se fijó en el 9 % anual y el interés de las acciones osciló entre el 19 y 24 % por año, los inversores obtuvieron una ganancia neta del 10 o 15 % de un capital que en ningún momento arriesgaron. Con razón pudo decir Rivadavia en el mensaje de mayo de 1828: “La institución del Banco progresa más allá de toda esperanza: ofrece utilidades muy superiores a su edad”. (05)

Los billetes del Banco reemplazaron a los metales en las transacciones de la plaza.
Sirvieron para que los comerciantes al exterior pudieran llevarse el poco metálico de la plaza en una cantidad hasta entonces inusitada: en 1822 salieron 1.858.814 pesos oro en fragatas inglesas. Les bastaba cambiar en el Banco su papel por oro a la vista que se iba de Buenos Aires sin causar, por el momento, perjuicios apreciables.

El crédito en manos de los exportadores, es comprensible que favoreciera principalmente al comercio de exportación inglés. Esa preferencia no fue, con todo, lo más censurable; hubo cosas más graves: el crédito se empleó contra los intereses nacionales como lo denunciaría Nicolás Anchorena. “Cuando (en 1828) los patriotas de Montevideo prevaliéndose o aprovechando de la división que había entre las tropas portuguesas, obligaron al general Lecor a salir fuera de la plaza, esperando por ese medio recuperar su independencia, es decir, su adhesión a Buenos Aires: entonces una casa extranjera que no existe ya en Buenos Aires se comprometió con el general
Lecor a darle una suma mensual en onzas de oro. ¿Y de dónde creerán ustedes, señores representantes y compatriotas de la barra, que se sacaba?...
Del Banco de Descuentos: descontando letras allí, tomando billetes y después
cambiando los billetes por onzas de oro. Los directores del Banco contribuían de este modo indirecto, a continuar nuestra esclavitud y la de nuestros hermanos. ¿Y qué contestaban?...
Nosotros no tenemos nada que ver con la política; a nosotros nos traen letras con buenas firmas y no tenemos más que descontar”. (06)

No resultaron los directores ingleses los peores. No le era tan fácil a Parish Robertson (verdadera alma de la institución) manejar al honorable míster Carthwright, presidente nominal, como a los anglófilos Lezica y Castro. Por eso se procuraba rellenar con nombres criollos los puestos del directorio, desde luego que vinculados al comercio de exportación británico.

Esos extranjeros fueron en un principio, comerciantes radicados en el país y ligados a los beneficios del puerto. Pero desde 1825 la mayoría de las acciones no están ya en manos de residentes: el 9 de enero de 1826, sobre un total de 885 acciones presentes en la asamblea, 484, más de la mitad, son de titulares con domicilio en el extranjero, representados por Mr. Amostrong; 185 tienen Robertson, Brittain, Fair, Robinson, etc., y 280 los criollos (Lezica, etc.). Esta emigración es denunciada por García en el
Congreso Nacional; no con indignación patriótica ni para quitarle al Banco sus exorbitantes privilegios, ni siquiera para poner freno a la constante salida del oro que el Banco, lejos de impedir, parecía favorecer Lo hace para que los diputados obraran con discreción en las cosas del Banco y no se metieran a crearle dificultades pues “el país necesita de Inglaterra”.
“La mayor parte de las acciones – dijo en la sesión del 25 de enero de 1826– no pertenece ni a los extranjeros residentes aquí, ni a los naturales del país, sino a capitalistas muy distantes de este teatro”. Sus palabras ni extrañaron ni fueron replicadas. Es cierto que Dorrego no se había incorporado aún al Congreso.

En 1826, pese al 11 1/2 % repartido a los accionistas, el Banco estaba expuesto a cerrar sus puertas por la enorme masa de billetes en circulación sin respaldo metálico.

La angustia por la falta de metal en las transacciones corrientes se hizo sentir a mediados de 1825; el gobierno necesitó metálico para el Ejército de Observación acuartelado en Concepción del Uruguay ante la previsible guerra con Brasil, y el Banco no pudo dárselo. Era inútil que Las Heras pidiera a Baring la remisión en oro del escaso remanente del empréstito, pues los banqueros de Londres no pudieron, o no quisieron, mandarle más de 11.000 onzas.
Como lo hicieron por intermedio del Banco, éste resolvió quedarse con el metal aduciendo que su existencia de oro disminuía y debía consolidarla.
En noviembre – vísperas de la declaración de guerra a Brasil – se ha retirado por particulares tanto oro que la institución está al borde de la bancarrota mientras el gobierno no tenía ni onzas de plata ni chirolas de cobre para pagar al ejército. El director Fragueiro sugiere un remedio heroico: “resellar los pesos fuertes (de plata) dándoles un aumento para impedir su exportación”; la idea hubiera detenido la exportación de plata, pero el directorio la rechaza: en cambio sugiere al gobierno el expediente de otro empréstito en Londres “en remesas de oro sellado” por 1.200.000 pesos.
Para nada parecía servir la experiencia de Baring. El ministro García se limitó a decir que “estaba proyectando arbitrios para suplir la falta de metálico”; los arbitrios, se supo luego, eran llevar al Banco los fondos que quedaban del empréstito y autorizarle a emitir billetes en gran cantidad. De metálico, nada.
En enero de 1826 se llega al estado de falencia. La difícil estabilidad de la institución con tres millones de papel en circulación respaldados solamente por 250 mil en metálico, no iba a resistir el cimbronazo de la declaración de guerra a Brasil. El pánico se inicia el 9 de enero (al empezar el bloqueo) y no se tradujo en corridas de depositantes que sacan sus depósitos, sino de tenedores de billetes que iniciaron una carrera para extraer todo el oro posible. El directorio se ve obligado a pedir al gobierno el curso forzoso, es decir la inconvertibilidad de los billetes de papel. Así se hace el mismo día, cuando quedan en el tesoro apenas 14 mil onzas de oro (224.000 pesos) y 17 mil macuquinas de plata (17.000 pesos). Tal vez para no dar una sensación de desaliento, pese al curso forzoso, los accionistas se votan un eufónico dividendo de 11 1/2 % % en la asamblea semestral de febrero. Con su ejemplo daban fe que el Banco andaba viento en popa y eso del “curso forzoso” había sido un expediente inevitable en una guerra.
El 28 de enero de 1825, el general Las Heras, gobernador de Buenos Aires, había sido investido por la Ley Fundamental dictada Por el Congreso Nacional del Poder Ejecutivo Provisorio con facultades de preparar un ejército y un tesoro nacionales a fin de llevar a cabo la guerra con Brasil. Las Heras era un militar patriota y sus propósitos eran sanos, pero lo asesoraba un “perito” en economía como su ministro de Hacienda, Manuel José García y todo debía irse al traste. Las Heras quería crear con el remanente del empréstito una entidad fiscal nacional para sustituir al Banco inglés en el manejo financiero. Pero la mayoría del Congreso era incrédula sobre una acción del Estado. Una transacción se presenta el 5 de enero de 1826 a estudio del directorio del Banco: formar un banco mixto incorporando el dinero del empréstito como aporte fiscal. El capital de la nueva institución sería (en el primitivo proyecto) de tres millones de pesos: los dos del empréstito y un millón que se reconocería a la existencia del Banco de Buenos Aires, aunque su efectivo apenas pasaba de 260.000 pesos. No fue aceptada.

El 9 se declara el curso forzoso como hemos visto. Insiste cl gobierno en su proyecto, que favorecía a, los accionistas pues se daba a las acciones de una entidad en quiebra su valor escrito. Una asamblea extraordinaria de accionistas reunida el 21 de enero vuelve a rechazar la proposición.
No obstante el Congreso vota el 28 la Ley de Banco Nacional que modificaba el primitivo proyecto, sin haberse aprobado todavía el traspaso. El 7 de febrero Rivadavia reemplaza a Las Heras en el Ejecutivo Nacional, y solamente entonces – 8 de febrero – los accionistas aceptan la integración del Banco, pero debiendo tomarse sus acciones al 140 % del valor escrito: por cada título de mil pesos de la vieja institución recibirían siete acciones de doscientos pesos de la nueva. Como el papel circulante del Banco antiguo alcanzaba a tres millones como hemos dicho, y su existencia en efectivo apenas a 250.000 pesos, quería decir en buen castellano, que el nuevo Banco compraba en 1.400.000 pesos una deuda de 2.175.000. ¡ Negocio redondísimo!


2. El Banco Nacional.


La Ley del Banco Nacional de las Provincias Unidas del Río de la Plata establecía un capital ilusorio de diez millones de pesos a cubrirse: a) Con “los tres millones del empréstito” (que en realidad eran poco más de dos y debieron suplirse con letras de tesorería y 20 mil pesos en metálico extraídos a la exhausta Tesorera Nacional); b) Con el millón del Banco de Descuentos (en realidad una deuda de dos millones setecientos cincuenta mil pesos); c) Con seis millones en acciones a suscribirse (se cubrirían sola-mente 600 mil pesos).

Todo era ilusorio: el capital real del nuevo Banco eran sola-mente los dos millones
de papeles de comercio del empréstito, las 14 mil onzas y 85 mil macuquinas de la caja del Banco de Buenos Aires, y los 20 mil pesos plata y 900 mil en certificados de la Tesoreria de la Provincia. Con eso debería responder a una circulación de tres millones de billetes del extinguido Banco, e iniciarse en nuevas operaciones de crédito. Y además financiar la guerra con el Brasil.

Por supuesto debería recurrirse a nuevas emisiones. Aunque provisoriamente el gobierno prohíbe (por decreto del 18 de marzo, 1826) “poner en circulación billetes de cantidad mayor que la de los valores reales que posea”, como estos valores reales eran difíciles de establecer resultó letra muerta en la práctica.
Para un capital de cinco millones nominales podría suponerse que los tres de aporte fiscal pesarían decididamente. No era el pensamiento de los unitarios – Las Heras aparte –, partidarios de la libre empresa y enemigos del intervencionismo estatal. Una tramoya ideada tal vez por García (redactor de la ley) puso la dirección en exclusivas manos de los accionistas particulares. El artículo 17 estableció la representación en las asambleas: el tenedor de una acción tendría un voto; de dos hasta diez, un voto cada dos; de diez a treinta, un voto cada cuatro; de treinta a sesenta, un voto cada seis; de sesenta a cien, un voto cada ocho; de cien arriba, un voto cada diez. Existía el derecho de representación para todos menos para el Estado. Por lo tanto, las diez mil acciones de doscientos pesos cada una del “capital” particular de un millón podían presentarse fraccionadas en la asamblea para lograr 10.000 votos contra los 1.500 de las quince mil acciones que representaban los tres millones del Estado.
Los particulares controlarían el 85 % de las asambleas: podían elegir los directores que les pluguiese y tomar las medidas que quisiesen. Para mayor seguridad todos los directores (que eran dieciséis) deberían ser accionistas particulares con no menos de veinte acciones; el Estado no podía estar representado; solamente tenía el derecho de “darles la venia”. Con razón Julián Segundo de Agüero (futuro ministro de Rivadavia) para quitar escrúpulos contra el Banco mixto a los partidarios de la libre empresa, pudo decir en el Congreso: “Aunque el Estado compre (acciones) no podrá ejercer perjuicio alguno a los accionistas. (07)
Con los mismos privilegios del Banco de Descuentos (monopolio bancario por diez años, facultad de emisión, exenciones impositivas y judiciales), ahora extendidas a toda la nación, el Banco “nacional” inició sus operaciones el 11 de febrero de 1826.
Al abrir sus puertas tenía el pequeño encaje metálico que perteneció al Banco de Descuentos (14.000 onzas de oro y 87 mil macuquinas de plata), y los veinte mil de plata aportados por el gobierno. El curso forzoso (declarado el 8 del mes anterior), fue eufóricamente levantado, permitiéndose el cambio del papel circulante que era el emitido por el Banco anterior, en las ventanillas de la nueva entidad. Con una modificación en el tipo “para evitar la exportación”: el peso – tanto de plata como de papel – valdría la 18ª parte de una onza de oro en vez de la 17ª. Fue la primera desvalorización legal.

Pese a esa desvalorización y al bloqueo brasileño que impedía la exportación de oro, los tenedores de papel se aglomeraron en ventanillas. Algunos obtuvieron créditos del mismo Banco que inmediatamente cambiaron por oro.
Levantar el curso forzoso en plena guerra – y en plena crisis – podría calificarse de desatino si no fuera un negocio para los que podían exportar el oro pese al bloqueo brasileño. Que eran solamente quienes podían valerse de la valija diplomática británica facilitada generosamente por Parish, no obstante las protestas del almirante bloqueador.

Naturalmente a los veinte días de reanudado el cambio libre del oro, se agotaron las existencias del Banco. El Directorio, para mantener el canje libre, dispuso comprar pastas y barras en las provincias y en Chile, entregando en pago las letras del empréstito. Algo se consiguió, pagándose la onza a 19 y 20 pesos, insuficiente para la crecida demanda de ventanillas donde se canjeaba a 18. Era la ruina a corto plazo, pero permitía a la presidencia de la república alabarse de “mantener el valor del peso” en plena guerra. ¡ Ni Inglaterra había mantenido la libre venta de oro en tiempos de guerra!

En abril se toca fondo, al parecer definitivamente: quedaban en el Tesoro solamente 820 onzas y cinco mil macuquinas. El 12 debe cerrarse la ventanilla
“ínterin el Congreso delibera sobre las medidas para garantir el valor de los
billetes”. No se la llamó curso forzoso, para no dar una sensación desagradable a quienes no habían retirado oro porque no lo podían exportar en la valija diplomática inglesa. La inconversión fue disimulada el 5 de mayo con una chistosa ley llamada de Lingotes (que valiera al joven ministro de Hacienda, Salvador María del Carril, el remoquete de “Doctor Lingotes”) permitiendo a los tenedores de papel cambiarlo no ya en simples monedas de oro y plata, sino – nada menos – en lingotes de ley y peso purísimos.
Pero como deberían prepararse para “eliminar sus impurezas” y esta operación requería un tiempo, se “suspendía hasta el 25 de noviembre la conversión en oro”. Por supuesto nadie creyó en los lingotes, ni esperó al 25 de noviembre: en junio se paga en el mercado libre una onza a 22 1/2 pesos, en octubre a 46 %. Llega el 25 de noviembre y como no hay lingotes de oro ni plata, el curso forzoso debe declararse (7 de diciembre): el peso está a 50 3/4, había subido un 800 % en seis meses. Los soldados que en febrero del año siguiente triunfarían en Ituzaingó, recibirían su paga – con retraso que llegará al año – en “certificados de la deuda” que nadie quería recibir en Río Grande. Debieron pitarse filosóficamente el papel y seguir combatiendo por la patria que nada les daba.

El Banco inició sus operaciones con liberalidad: al instalarse en febrero de 1826 hubo créditos por 2.145.986 pesos, en abril por 8.599.266, no obstante la prohibición de emitir más papel que su existencia de efectivo en caja.

Como a causa del bloqueo brasileño se habían encarecido las mercaderías extranjeras, se presentó la oportunidad de dar impulso a la industria nativa. Los ingleses vieron con recelo esta posibilidad: “En algunas provincias – informa Parish a Cánning el 80-5-26 – han sido compradas grandes cantidades de mercaderías nativas para ser vendidas a altos precios en Buenos Aires”. Rivadavia “en vista de la situación” faculta al directorio en julio a restringir los créditos prestándose solamente a los accionistas. Los créditos se restringen: en agosto quedan reducidos a la mitad ( $ 1. 568.000). Los accionistas, solos beneficiados, sacan dinero pretextando las empresas más ilusorias: granjas en Santa Fe, compañías de construcciones, exportación de yerba mate a Liverpool, que dejan sospechar una finalidad de agiotaje.

El gobierno también saca dinero con facilidad: es comprensible que lo hiciera,
pues se estaba en guerra con Brasil, pero sólo en mínima parte se empleó el dinero en la guerra internacional. No se modernizaron los armamentos, ni se renovó la escuadra y no pasó de medio millón la cantidad girada al ejército que, no obstante, no pudo pagar los sueldos atrasados de un año en junio de 1827. La mayor parte fue gastada en proyectos de obras públicas: el canal entre los Andes y Buenos Aires, alumbrado público en San Nicolás, ensanche de las calles de la capital, canal en San Fernando, instalación de una fuente de bronce en la plaza de la Victoria, jardín botánico, etc. , o fundaciones de prescindible urgencia como escuelas de niñas en la campaña, provisión de útiles y creación de nuevas cátedras en la Universidad, un museo de “geología y aves del país”, etc. Poco de eso pasó de proyecto, pero los pesos sacados del Banco no se devolvieron. En realidad iban al Ejército Presidencial que impondría al partido unitario en las provincias federales. Como los “adelantos” del Banco eran a interés compuesto, Rivadavia dejó en julio de 1826 la presidencia con una
deuda sideral: más de diez millones de pesos, dos veces el capital nominal del
Banco.

No obstante el saqueo al Banco, las asambleas de accionistas seguían votándose jugosos dividendos. El primer ejercicio distribuyó el 12 %.
Claro que sólo se dio a los accionistas particulares, pues los beneficios correspondientes al gobierno eran descargados en su cuenta: “Sin esta ficción de pago no habrían podido cobrar los accionistas (particulares) las cuotas declaradas por una razón simple: la falta de fondos”.

Los liberales créditos facilitaron numerosas operaciones de agio. Era un negocio dejar un pagaré en la ventanilla de descuentos, recibir billetes de papel en la de pagos y cambiarlos por oro en la de conversiones. En primer lugar para los que podían exportar oro a Londres valiéndose de la valija diplomática del complaciente Cónsul General inglés. Y también para quienes estuvieran en el secreto de la inevitable inconversión, lo guardaran en su casa para revenderlo a los tres meses cuadruplicando su valor en pesos, levantaran el pagaré embolsándose la diferencia entre el valor de compra y el valor de venta del metal. Fue el negocio por excelencia de los amigos del gobierno y del Banco. Y como el oro tendría que subir cada vez más, el negocio podría continuarse aun comprando el oro a mayor precio en el mercado libre, que siempre se revendría en ganancia. Todo estaba en la influencia para obtener crédito, que acabó – como hemos visto – otorgándose solamente a los accionistas. Y si alguna vez se producía una inesperada baja del metal – como ocurrió en febrero de 1827 por las también inesperadas victorias argentinas de Juncal e Ituzaingó – siempre quedaba el recurso de presentarse en convocatoria y obtener del Banco acreedor la carta de pago mediante quitas y esperas autorizadas por la ley.

La institución fue un instrumento dócil en manos de Ponsonby, como no podía menos de serlo. Por su intermedio la guerra con Brasil se concluyó como quería Inglaterra. En 1828 Dorrego (Encargado de las relaciones exteriores desde el año anterior) no encontró apoyo en el directorio para seguir la guerra y estuvo obligado a la paz. Ponsonby pudo escribir a Lord Dudley aquellas palabras famosas: “No vacilo en manifestar a Ud. que yo creo que Dorrego está ahora obrando sinceramente en favor de la paz... a ello está forzado.... por la negativa de proporcionársele recursos salvo para pagos mensuales de pequeñas sumas”.

Dorrego quería seguir la guerra con Brasil, pero Ponsonby es el dueño del Banco. Escribe a Dudley el 1-1-28: “... mi propósito es conseguir los medios de impugnar al coronel Dorrego si llega a la temeridad de insistir en la continuación de la guerra”. Pero Dorrego se afirma y tiene popularidad. El 9-3-28 Ponsonby escribe nuevamente a Dudley: “es
necesario que yo proceda sin demora a obligar a Dorrego a hacer la paz con el emperador... no sea que esta república democrática en la cual por su esencia no puede haber cosas semejantes al honor, suponga que puede hallar medios de servir su avaricia y su ambición”. La avaricia y ambición consistían en proceder con sentido nacional. Y el 5-4-28 puede informar a Dudley que habría paz, como dijimos, pues Dorrego está forzado por la “negativa de facilitarle recursos, salvo para pagos mensuales de pequeñas sumas”. No obstante, preparó las cosas para voltear a Dorrego, aunque por tener que irse de Buenos Aires en agosto no podrá asistir a su caída y fusilamiento, logrados gracias a la ayuda del Banco que adelantó los sueldos del ejército de línea.


3. El Empréstito.


En sus acuerdos con Chateaubriand entre 1818 y 1822, Castlereagh habría ofertado el dinero británico para consolidar, contra una reacción de los nativos, las
monarquías borbónicas que el gobierno de Luis XVIII establecería en los nuevos estados de Hispanoamérica. Pero, al mismo tiempo, los
agentes británicos diseminados en el Nuevo Mundo ofrecían dinero a las repúblicas “serias” recientemente creadas para terminar la guerra con España. Ese dinero se conseguiría por la colocación de empréstitos en Londres con un interés que atrajera inversionistas y, previas sólidas garantías,
que gravasen sus aduanas y rentas fiscales, hipotecasen la tierra pública, o en casos extremos (como entre nosotros) prendasen “todo el territorio” a fin de asegurar los créditos.

A principios de 1822 los hábiles agentes de Mr. Planta en Méjico, Lima, Bogotá, Guatemala, Santiago de Chile y Buenos Aires habían conseguido que los seis estados votasen leyes de empréstitos curiosamente semejantes en sus montos – entre uno y dos millones de libras –, tipos de colocación – al 70 ó 75 %
– y cuantía de interés – entre el 5 y 6 % – aunque diferirían en el objeto de sus inversiones.

En total los seis estados hispanoamericanos quedaron obligados entre 1822 y 1824 por 18 millones de libras esterlinas (exactamente L 18.542.000), debiendo cubrir anualmente intereses por un millón de libras a cuyo servicio hipotecaban los producidos de sus rentas y en algunos casos – Buenos Aires – su “tierra pública y territorio”.

Castlereagh no podía hacerse ilusiones sobre el pago regular de los intereses y amortizaciones de los préstamos. Bien debía saber, por los inteligentes informantes de Mr. Planta, la insolvencia presente o futura de los deudores. Pero el objeto de los empréstitos no era terminar la guerra con España (ni un penique se gastó en ello), ni levantar
fortificaciones, ni construir obras públicas; menos aún que los ahorristas ingleses gozaran de una renta segura del 5 ó 6 % en sus inversiones. Poco le interesaban los ahorristas londinenses al tory Castlereagh, cuya clientela electoral se reclutaba exclusivamente en los propietarios de tierras. El objeto, como lo demostraría el tiempo, era solamente atar a los pequeños estados hispanoamericanos al dominio británico mediante un firme lazo. Si no pagaban – que no podían hacerlo –, mejor.

Entre 1822 y 1827, casi toda Hispano América se ha convertido en deudora morosa de Inglaterra por 85 millones de libras: 18 por empréstitos impagos y el resto por deudas con empresas exportadoras de sus riquezas naturales. “Resulta de este hecho – dice Chateaubriand – que en el momento de su emancipación las colonias españolas se volvieron una especie de colonias inglesas. ” (08)

Por ley de la Junta de Representantes de Buenos Aires del 19 de agosto de 1822 se facultó al gobierno de la provincia a negociar “dentro o fuera del país” un empréstito de “tres a cuatro millones de pesos”, para nada menos que: a) construir un puerto en Buenos Aires, b) fundar tres ciudades sobre la costa que sirvieran de puertos al exterior, c) levantar algunos pueblos sobre la nueva frontera de indios, y d) proveer de aguas corrientes a la ciudad de Buenos Aires. Otra ley posterior – del 28 de noviembre del mismo año –
especificaba que el empréstito “no podrá circular sino en los mercados extranjeros”, sería por cinco millones y la base mínima de su colocación sería el tipo de 70. En el proyecto originario se fijaba un 6 % de interés anual y 1/2 % de amortización, estableciéndose que habría en el presupuesto una partida anual de 825.000 pesos para atender los intereses y amortizaciones.

Se fijaron como “garantías” las mismas seguridades que a “los fondos y rentas públicas”: es decir, la hipoteca sobre la tierra pública de la provincia.

En Buenos Aires el agente negociador del empréstito fue John Parish Robertson,
también agente del Foreign, y quien por la misma época gestionaba un empréstito parecido para el Perú (por 1.800.000 libras). El empréstito en primera instancia fue gestionado ante Nadan Rothschild, iniciador de los empréstitos
extranjeros en Londres y, sin disputa, el primer banquero de la City. Pero sea por las exigencias de los hermanos Robertson, o porque Rothschild fuera demasiado celoso del buen nombre de su banco para mezclarlo con bonos de solvencia insegura, o por un atávico horror semita hacia todo lo relacionado con lo español, lo cierto es que su casa no contrataría ninguno de los empréstitos hispanoamericanos. En cambio Alexander Baring, lord Ashburton, jefe de la banca Baring Brothers de 8 Bishopgate en la City londinense, se mostró más
tratable: no solamente aceptó lanzar el emprésito de Buenos Aires, sino que se mostró dispuesto a repartir amigablemente con los hermanos Robertson y sus asociados argentinos la diferencia entre las 700.000 libras a entregarse a Buenos Aires (si el gobierno fijaba como tipo normal el de 70 por cada bono de 100 establecido como Mínimo en la ley), y las 850.000 que produciría realmente su lanzamiento en Bolsa, pues la cotización de las obligaciones sudamericanas del 6 % estaba a 86.

Con la aceptación todavía informal de la Casa Baring, los hermanos Robertson (John en Inglaterra y William en Buenos Aires) se lanzan a captar el negocio.
El 7 de diciembre William interesa a Rivadavia en la formación de un “consorcio” para la colocación del empréstito en Londres “al tipo de 70” (no ya el mínimo de 70). El “consorcio” estaría formado
por: William Parish Roberton por sí y su hermano ausente John, Félix Castro, Braulio Costa, Miguel Riglos, y Juan Pablo Sáenz Valiente; la mayoría
directores y todos accionistas del Banco de Descuentos. En las sesiones del 24 y 31 de diciembre, la Junta de Representantes aprueba la gestión.

El 16 de enero de 1824 el Ministro de Hacienda sustituye la autorización que le daba la ley a John Parish Robertson y Félix Castro, debiendo este último embarcarse de inmediato a Londres con los documentos y autorizaciones pertinentes. Nada se decía sobre si la entrega de las escuálidas 700.000 libras sería en oro como había sido el objeto de la ley de 1822.

El empréstito se colocaría al “tipo de 70”; la diferencia entre el tipo de 70 y la cotización real del empréstito sería repartida amigablemente entre banqueros y “consorcio”. Como la cotización se lanzó al tipo de 85, el empréstito se dividió de la siguiente manera:


Gobierno
de Buenos Aires
700.000

Casa
Baring
80.000

Consorcio
120.000


---------------------


850.000


Castro se encontró a su llegada a Londres con una operación realizada. Se limitó a asegurar la parte del “consorcio” en la diferencia entre la cantidad recaudada y la suma a girarse al gobierno de Buenos Aires (garantizando
que el gobierno estaba de acuerdo) y a aventar los escrúpulos de Baring asegurándole un mínimo de 40.000 libras de ganancia por diferencia de tipo, además de su cuantiosa comisión bancaria.

Debería elevarse a escritura pública el contrato con Baring y así se hizo el 1º de
julio. Se dispuso en el Bono general de esa fecha:


1) Los intereses (en total 60 mil libras anuales) serían pagados semestralmente con vencimiento el 12 de enero y 12 de julio de cada año; la Casa Baring quedaba encargada de hacerlo a nombre de Buenos Aires mediante una comisión del
1 %. La amortización (5 mil libras) anual se haría de la misma manera. El gobierno de Buenos Aires tendría esas sumas a disposición
de Baring, por lo menos seis meses antes de los vencimientos.

2) El Estado de Buenos Aires “empeñaba todos sus efectos, bienes, rentas y tierras, hipotecándolas al pago exacto y fiel de la dicha suma de 1.000.000 de libras esterlinas y su interés.

El 26 de julio se completaba el Bono general estableciéndose la participación de los socios en la operación:

1) Baring retendría 200 mil títulos debiendo por ellos acreditar a Buenos Aires 140.000 libras (es decir los tomaba al tipo de 70) y disponiendo para sí del excedente de su venta.
2) Baring, “por cuenta del consorcio”, y al 1 % de comisión, vendería en Bolsa – en realidad ya había vendido – las 800.000 libras restantes al precio de 85, acreditando a Buenos Aires solamente 70 y poniendo a la disposición del “consorcio” el remanente de 15 cada título de cien. Si el precio fuese mayor de 75 el “consorcio” reconocería a Baring una comisión adicional del 1/2 % por su cuenta.
3) En toda suma a entregarse en lo futuro por Buenos Aires, en concepto de intereses y amortizaciones, Baring cargaría un l % de comisión a cuenta del gobierno.

No paró allí el aprovechamiento. La Casa Baring, al terminar de lanzar el empréstito en abril, tenía en su caja, por lo menos, la respetable cantidad de 850.000 libras, si hubiera colocado los bonos a 85, y de 981.000 si hubiese aprovechado el mejor momento. De ella, 700.000 solamente serían
acreditadas a Buenos Aires, 120.000 al “consorcio” (o más si su parte hubiera sido retenida hasta obtener mejor precio) y 80.000, por lo menos, a los banqueros. No obstante este pillaje, sobre los 700.000 dejados a Buenos Aires se lanzaron ávidos “consorcios” y banqueros para mejorar aún más sus ganancias. El primero fue Hullet, que a nombre de Rivadavia, que renunció a su ministerio y se embarcó para, Londres el 26 de junio, sacó el 20 de julio antes de llegar el ilustre viajero 6.000 libras
esterlinas para gastos de su estadía en Londres por “su carácter diplomático”, aunque el viaje de Rivadavia era por asuntos personales y el puesto diplomático vendría después.

Robertson y Castro aceptan que se dé a Rivadavia esa parte de los fondos del gobierno, y aprovechan la ocasión para hacerse reconocer de paso, sobre los mismos, 7 mil libras de “comisión” y 8 mil de “gastos” no obstante no permitirles sus instrucciones se cargasen comisiones a cuenta del gobierno. Baring también acepta dar libras a ellos y al agente de Rivadavia, pero obtiene se le permitiera cargar 131.300 libras por “cuatro servicios adelantados de intereses y amortizaciones”, más una comisión del l % sobre los mismos (120.000 de intereses, 10 mil de amortizaciones y 1.800 de comisión).

Con esas “extracciones” el empréstito del millón de libras había quedado reducido a 552.700 netas antes de finalizar el mes de julio. Era comprensible se mandase de inmediato a Buenos Aires y en oro, aunque nada decían sobre esto último las instrucciones. Pero desde el 2 de julio, el día siguiente de firmarse el Bono General, Baring informaba a Buenos Aires no convenir “por prudencia” mandar oro a tanta distancia, y proponía que el remanente – salvo 60.000 libras (exactamente 64.041.1; £ 62 mil en letras y lo restante en doblones de oro); que creyó prudente remitir a Buenos Aires para
que por lo menos le tomasen el olor – quedase depositado en su Banco londinense abonándose al gobierno porteño “un interés del 4 % anual, que es todo lo que podemos dar”.

Las Heras, gobernador de Buenos Aires desde mayo, insiste en que se le mandase el remanente y en oro. No le parecía buen negocio pagar 60.000 libras
anuales de interés para sacar un promedio de 15.000 dejándolo en Londres. Necesitaba oro, no solamente por las angustias del comercio porteño, sino en previsión de la inminente guerra con Brasil. Ante la insistencia de Las Heras, Baring adquiere once mil onzas selladas (exactamente 10.991) y las manda a Buenos Aires en dos remesas; importaban 57.400 libras sin contar el uno y medio por seguro y flete cargados al gobierno. Más metálico no pudo o no quiso mandar, no obstante las súplicas angustiosas de Las Heras que carecía de moneda sonante para pagar el ejército nacional acampado en Concepción.

El resto (alrededor de 450 mil libras) llegaría espaciado a Buenos Aires a lo largo de 1826 en paquetes de letras de cambio firmadas en su mayor parte por comerciantes de Buenos Aires para pagos en Inglaterra. Nos volvía de Londres, prestado a alto interés, nuestro propio crédito. ¿Qué se hicieron esos papeles? Con ellos no se construyó el muelle, ni se fundó un pueblo en la costa ni en la frontera, ni se instaló una cañería de agua
corriente. Tampoco se empleó en los preparativos de la guerra con Brasil. Ni siquiera las 11 mil onzas de oro que Baring había enviado a consignación del Banco de Descuentos y este, con la aprobación del
ministro García, reservó para sus necesidades.

En primer lugar debieron reembolsarse al “consorcio” los 250.000 pesos adelantados, más su considerable interés. El remanente (poco más de dos millones de pesos) junto con otro millón de letras de Tesorería se dispuso que fueran provisoriamente administrados por una Junta para “entretenerlos productivamente” prestándolos – pese al monopolio crediticio del Banco de Descuentos – al comercio de la plaza. Y precisamente a los integrantes del “consorcio”; los más favorecidos fueron
Braulio Costa y John Robertson que recibieron juntos, 878.750 pesos; William Robertson 262.840, y Miguel Riglos, 100 mil pesos. En total la Junta Administradora prestó 2.0 14.284 pesos hasta el 24 de abril de 1825 en que traspasó su cartera al recientemente creado Banco Nacional. Allí los descuentos no se cancelaban por regla y renovándose a medida que la cotización del peso bajaba, o se finiquitaban por el sistema de “quitas” en vigencia, y las “ganancias” se distribuían en beneficios del 14 y 15 % a los accionistas particulares (el Estado no cobraba dividendos por sus acciones), votados en asambleas que, a decir de Rosas en 1836 al incautarse del Banco “eran verdaderas fiestas en que hacía el gasto los millones de pesos del empréstito de Londres”.

Como Baring previsoramente había retenido cuatro servicios de intereses y amortizaciones, los vencimientos por intereses y amortizaciones solamente empezarían el 12 de enero de 1827. Seis meses antes de esa fecha,
según los términos del contrato, deberían girarse 30.300 libras (30 mil de intereses y 300 de comisión) que en julio de 1826 en Buenos Aires no había materialmente de donde sacarlos por la desastrosa situación financiera de la presidencia con una guerra internacional y otra civil, y bloqueado el puerto por los brasileños. No obstante, Rivadavia “no quiso aceptar que por culpa de la aflígete situación económica llegase a sufrir menoscabo el prestigio de la república”. Quiso pagar la deuda y en oro sonante, porque otra cosa desmerecería el prestigio de la república. Lo malo es que las onzas, que antes de la guerra estaban a 17, ahora habían subido y si el gobierno se lanzaba a comprar subirían aún más. Eso llenaba de angustia a Baring que menudeaba sus cartas a Rivadavia, mientras los títulos del empréstito bajaban en la bolsa de Londres de 90 a 58 1/4. Pero Rivadavia pagó y en oro de buena ley. No cobraron el ejército, ni la escuadra ni los acreedores del Estado, pero sí los acreedores ingleses. El gobierno compró oro en Buenos Aires (debió adquirir onzas a 60, porque
cometió el error de anunciar que lo compraría) y lo remitió a Londres: fue un esfuerzo inaudito que volvería a repetir el próximo semestre, en el que además del 8 % de intereses semestrales debía pagar el 1/2 % de amortización. Debió comprar a 54 la onza los últimos restos de oro – ya no de buena ley – que aún había en Buenos Aires, y girarlos a Londres. No obstante encontrarse el ejército argentino – que acababa de triunfar en Ituzaingó – con un año atrasado de sueldos, y las acciones bélicas inmovilizadas por falta de medios.

El tercer servicio vencía el 12 de enero de 1828 y la guerra con Brasil seguía. Gobernaba Dorrego, tan escrupuloso como Rivadavia en el cumplimiento de las obligaciones exteriores. Ni en Tesorería ni en plaza había una onza de oro, ni letra contra Londres y Dorrego se encontró obligado a buscar otro medio. Ofreció a Baring “la garantía” personal de 31 enfiteutas que el banquero desechó. Debió pedir prórroga, y el 5 de abril – ya se había producido la mora - ordenó la venta de dos fragatas de guerra – Asia y Congreso – que para las necesidades bélicas se estaban artillando en el puerto de Londres. Una cantidad de embargos cayeron sobre el producido de su venta, y nada fue a los tenedores de títulos. Desde entonces hasta el arreglo Rosas -

Falconnet en 1844, no se pagaría más un real por los servicios del empréstito.

Recién en 1904 se acabó de pagar totalmente la obligación de Rivadavia. Habían sido abonados 23.734.706 pesos oro por 8 millones realmente recibidos y en papel. (09)


4. La Enfiteusis


En julio de 1821 el gobierno de la Provincia de Buenos Aires designa una comisión de Hacienda para establecer el monto de la deuda interna nacional. Consistía ésta en cupones de la “Caja Nacional” de Pueyrredón del año 1818, letras de tesorería en descubierto, jornales de soldados, créditos de proveedores y hasta expedientes coloniales anteriores a 1810.

La Comisión de Hacienda se expide en octubre (1821): hay cerca de 1.600.000 pesos de deuda interna nacional (exactamente $ 1.598.224,4 1/2); y el gobierno dicta el 30 de octubre la ley que crea la Caja de Amortización de Fondos Públicos encargada de canjear los créditos por certificados de “fondos públicos” que rentarían el 4 %, loa anteriores a 1810, y 6 % los posteriores. Se emiten cinco millones de certificados: dos millones son canjeados por los créditos impagos (después del informe de la Comisión se descubren – y reconocen – otros $ 400.000 tal vez para redondear los dos millones), y los restantes tres millones entregados en pago de gastos extraordinarios realizados en 1822. (10)

Los fondos públicos estaban garantizados con especial hipoteca “sobre toda la propiedad mueble e inmueble de la provincia” (art. 2º), gozaban el privilegio de recibirse a la par en pago de derechos aduaneros, y sus servicios de intereses “son pagados con la misma puntualidad que los consolidados ingleses”, informa Robertson al Foreign Office. No debe extrañar, por lo tanto, que su cotización subiera a más de 90 %. Resultó un excelente negocio comprar créditos contra la Nación a los titulares de los derechos a 80 y 45 %, y canjearlos por “fondos públicos”, y “quienes atendieron las recomendaciones de Robertson se beneficiaron grandemente”. “Una mitad de los “fondos públicos” – informa en 1824 el Cónsul Parish al Foreign Office – se supone que está en manos inglesas”. La otra mitad la tendrían los comerciantes criollos vinculados al exterior, y los funcionarios del gobierno. Por un estado de los bienes de Rivadavia en 1882 se lo sabe titular de 200 mil pesos en “fondos públicos”.

Esa operación, cumplida con seriedad británica, era garantizada, como dijimos, por especial hipoteca sobre la tierra pública; Por decreto del 17 de abril (de
1822) se inhibió la provincia para disponer de su propiedad: se prohibió a sí misma “dar títulos de propiedad, ni rematar, ni admitir denuncia de terreno
alguno”.

La provincia inmovilizó su tierra pública. Si no se podía vender el suelo, debería buscar otra manera de hacerlo producir y se pensó en arrendarlo. Un decreto del lº de julio “consultando el medio que más puede en lo sucesivo aumentar el valor de la propiedad más cuantiosa del Estado”, ordenó “poner (las tierras públicas) en enfiteusis con arreglo a la minuta de la ley sobre terrenos”. Esta minuta había facultado al Escribano Mayor de Gobierno a extender escrituras de arrendamiento, con mención del canon a convenirse, a todos los que denunciasen terrenos baldíos; nada decía de la extensión máxima a conferirse, ni de la duración del arrendamiento, ni la obligación de poblar, quedando el canon sujeto a un acuerdo entre el denunciante y la provincia. No se trataba, por lo tanto, de un plan de colonización agraria, sino de un simple recurso financiero.

Por decreto del 27 de setiembre de 1824 se fijó el mínimo – no el máximo – a darse en enfiteusis: “No podía ser menor de media legua de frente por legua y
media de fondo” (lo que se llamaba “una suerte de estancia”), no fuera a crearse un proletariado rural aprovechando las facilidades de la ley de terrenos. Las extensiones menores denunciadas como baldíos pertenecerían al lindero a “quien el gobierno considere con más derecho”.

No fueron muchas las solicitudes de enfiteusis entre 1821 y 1825; apenas de algunos propietarios por baldíos fiscales contiguos a sus propiedades. Es que la gran extensión de tierra sin dueño estaba más allá de los fortines y los indios andaban bravos esos años. La antigua frontera de 1810
que corría al norte del Salado por los fortines Chascomús, Ranchos, Monte, Lobos, Carmen de Areco, Salto y Rojas, se mantenía sin variantes diez años después de la Revolución. Solamente algunos estancieros emprendedores y en buenos términos con los indios (Rosas, Ramos Mexía, Anchorena) se habían arriesgado a poblar el sur.

En 1821, Las Heras, dada la posibilidad de una guerra con el Brasil, buscó la mediación pacifista con los indios por medio de Juan Manuel de Rosas, encomendándole un tratado de paz y limitación de “fronteras”; Rosas, que hablaba la lengua indígena y era respetado y estimado por los caciques, consiguió reunirlos en diciembre en un gran “parlamento” junto a la laguna del Guanaco. Tuvo un notable triunfo diplomático pues los indios reconocieron la soberanía argentina, juraron la bandera azul y blanca y se comprometieron a cesar en sus malones y rechazar una posible invasión brasileña, a cambio de una ayuda anual de azúcar, alcohol y carne de yegua que les pasaría el gobierno. Quedó señalada la nueva “frontera”: de Bahía Blanca a la laguna del Potroso (Junín), pasando por el Volcán (cercanías de Balcarce), Tandil y Cruz de Guerra (25 de Mayo). Se ganó, por lo tanto, toda la extensión entre la vieja línea y la Sierra abriéndose posibilidades de llegar a Bahía Blanca.

En Londres los comisionistas del empréstito habían dado, el 1º de julio de 1824, validos de los “amplios poderes” otorgados por la ley, “todos los bienes, rentas, tierras y territorios” de Buenos Aires como garantía del empréstito concertado con Baring: el Bono General estableció, pues, una segunda hipoteca a favor de los tenedores de títulos exteriores sobre la tierra ya gravada con primera hipoteca en garantía de los títulos internos.

A fines de 1824 se reúne el Congreso Nacional. Por Ley de Consolidación de la Deuda de 15 de febrero de 1826, extiende a toda la nación la garantía hipotecaria que gravaba a la tierra de Buenos Aires. “Queda especialmente afectada al pago de la deuda nacional la tierra y demás bienes inmuebles de propiedad pública cuya enajenación se prohíbe”. El
reglamento de la ley de fecha 6 de marzo debido a Rivadavia – presidente de la República desde el 8 de febrero – destaca que “están especialmente Hipotecadas todas las tierras y demás bienes inmuebles”.

La tierra ganada a los indios en Buenos Aires y la seguridad por la paz del Guanaco, fue la causa de muchas concesiones de enfiteusis a partir de 1825 en los partidos de Dolores, Monsalvo (sur de Dolores), Lobería, Volcán (sobre la sierra de este nombre) y Fuerte Independencia (Tandil). Era zona fronteriza y no todas pueden considerarse en rigor “latifundio” por su sola extensión. Pero casi todas tomaron ese carácter porque sus concesionarios no las explotaban directamente, limitándose a subarrendarlas o dejarlas improductivas a la espera que pasasen los 88 años de la amortización del empréstito.

Las concesiones de enfiteusis no se redujeron a las tierras ganadas a los indios. Agrimensores hábiles localizaban baldíos en regiones colonizadas de antiguo, y hubo solicitudes – y concesiones – de enfiteusis en Luján, Cañuelas, Chascomús y hasta San Isidro, Quilmes y Chacarita.

El más importante de los concesionarios, por la localización y calidad de las
tierras, era la Sociedad Rural Argentina, entidad por acciones creada en julio
para explotar la enfiteusis y hacerse dar las mejores concesiones. No explotaba establecimientos ganaderos, pues su negocio consistía en subarrendar, pleitear con vecinos y esperar la valorización. (11)

Las tierras ganadas a los indios estaban desiertas, pero no ocurría igual con las localizadas dentro de la primera línea de fronteras. Eran “baldíos” ocupados por criollos sin más título que una larga posesión, un rancho y algún rodeo de vacas. Muchos de ellos, si no todos, eran propietarios por posesión larga y pacífica, pero no habían gestionado su título.

El 28 de septiembre (1825) el gobierno de Las Heras dispuso que “quienes sin previo aviso se hallasen ocupando terrenos del Estado” gestionasen dentro de seis meses su concesión en enfiteusis bajo amenaza de desalojo. Ninguno lo hizo: posiblemente se creerían propietarios, o no leerían el Registro Oficial, o no tendrían la extensión mínima de una “suerte de estancia” para pedir la enfiteusis, o carecían de padrinos hábiles para sacarles adelante el expediente. En consecuencia, el 15 de abril del año siguiente (1826), Rivadavia, ya presidente de la República y dueño de Buenos Aires por la ley de capitalización, “en vista de no haberse ejecutado con todo rigor” el decreto del 28 de septiembre pasado, dispuso “desalojar irremisiblemente” por la fuerza pública a los intrusos, y entregar sus tierras a “quienes las habían solicitado en enfiteusis”.

Anotemos el primer efecto social de la enfiteusis: el desalojo de los que trabajaban la tierra para dársela a quienes especulaban con ella.

Ya estaba todo dispuesto para estabilizar las concesiones. La ley de enfiteusis dictada por el Congreso Nacional el 18 de mayo (de 1826) estableció en veinte años la duración de las concesiones, debiendo tasarse cada diez por un jury compuesto por vecinos del partido y titulares de derechos; el monto del arrendamiento anual sería el 8 % de la tasación en los campos de pastoreo y 4 % en los de agricultura; se daban facilidades para el pago del primer año abonándoselo en cuotas al solventarse la 2ª y 3ª anualidades.

Tampoco decía nada del máximo a conferirse ni de la obligación de poblar. La de 1826, como la de 1822, no era una ley de colonización, sino un expediente financiero para sacar provecho a una prenda hipotecada.

No gustó a algunos diputados que no se fijara un mínimo de extensión a la tierra a concederse: el viejo y sensato Passo habló así: “Creo que no es conveniente – dijo en la sesión del 11-5-26 – que haya grandes propietarios y un montón de hombres pobres alrededor..... creo que en un buen sistema de
población las tierras deben repartirse procurando que se formen fortunas mediocres”. Agüero, ministro de gobierno, aceptó “que hay ciudadanos que tienen en enfiteusis extensiones inmensas y todas yermas en perjuicio de la población”; pero a su juicio el canon movible cada diez años corregiría el abuso.

La aplicación de la ley resultó un fracaso, incluso desde un punto de vista exclusivamente financiero. Las tasaciones, realizadas por los mismos vecinos, fueron naturalmente bajas. Pero ni siquiera así los enfiteutas pagaron la disminuida cuota de su canon. En realidad el alquiler de la tierra no era pagado por nadie: en las primeras concesiones de 1822 se había fijado $ 80 la legua que nadie (o muy pocos) cumplieron. Rafael Saavedra, encargado provincial de recibirlo, informaba al gobierno en 1825 que “este ramo (el cobro del canon) es un ente ficticio o fantasma inanimado. ... por la poca delicadeza de los individuos a quienes se les ha concedido (la tierra), o por efecto de la corrupción general de los años que nos han precedido”. No obstante haberse fundado en 1826, por decreto precedido de extensos considerandos, el Departamento Topográfico y Estadístico que llevaría el Gran Libro de la Propiedad Pública, en sustitución de la vieja Comisión de Tierras manejada a la criolla, el nuevo organismo burocrático no sirvió para gran cosa. Lo denuncia el 13 de febrero de 1828 el Colector de Impuestos de Dorrego, don Manuel José de la Valle (padre del general Lavalle): al desorden administrativo de la presidencia, dice la Valle, deberían sumarse “los efugios de que se han valido los interesados para retardar el pago”, pese a que los enfiteutas sacaban dinero de la tierra sin trabajarla, “pues se han creído autorizados para subarrendar los terrenos que no han querido o no han podido poblar”.

Dorrego, enredado en problemas internacionales, no pudo desgravar la hipoteca sobre la tierra. Se limitó a reglamentar la enfiteusis, tratando de hacer con ella una política de colonización estableciendo un máximo de doce leguas por concesión. Vencido el golpe unitario de 1828, Viamonte hace dictar en septiembre de 1829 al Senado Consultivo una ley (conjeturablemente proyectada por Rosas), dando en propiedad a quienes cumplieron diversos requisitos de colonización y defensa, pequeños lotes de “una suerte de estancia” (media legua por legua y medio) en la frontera de los indios.
Fue la primera medida oficial que abrogaba la hipoteca sobre la tierra pública. No se pudo cumplir de inmediato, tal vez por mediar ingerencias diplomáticas. Pero llegado Rosas al gobierno, la pone en vigencia en junio de 1832.


5. La Colonización


Una de las preocupaciones constantes de Rivadavia fue siempre traer colonos del
norte, con el objeto de “mejorar la raza” nativa. El 26 de julio de 1821, siendo Ministro de Gobierno de Buenos Aires propone a la Junta de Representantes una ley para “negociar el transporte de familias industriosas del norte de Europa que aumenten la población de la provincia”, proyecto que es sancionado por la Junta el 22 de agosto.

De inmediato Rivadavia escribe a Beaumont – 24 de septiembre – a fin de que se pusiera al habla con sus agentes particulares en Londres – Hullet Brothers –
que tenían instrucciones para llevar a efecto el negocio de colonización. Surgen inconvenientes pues Beaumont exige la propiedad de la colonia, y acababa de inmovilizarse la tierra pública de Buenos Aires en garantía de la deuda pública, pero Rivadavia encuentra la solución: se daría la tierra en enfiteusis a la sociedad colonizadora – aún no formada – sin el pago del canon ni ninguna clase de impuesto durante cuatro años; los gastos de traslado de los colonos serían por cuenta del gobierno, asistiéndolos además con 200 pesos por matrimonio y 100 pesos a los solteros a su llegada a Buenos Aires.
La sociedad colonizadora tendría preferencia en obtener la propiedad de la
tierra, una vez levantada la garantía hipotecaria que pesaba sobre la misma.

La perspectiva de poblar nuestro país con las razas viriles del norte entusiasmaba a Rivadavia. Pero la tarea de arraigar esas razas exigía una previa de desarraigar a los nativos. La prepara el 19 de abril de 1822 con el decreto de Vagos que considera vagabundo a todo “hijo del país de la clase a que pertenezca” que no encontrase padrinos influyentes. Como “los vagabundos son un obstáculo real a los adelantamientos del país y una causa que impide o retarda el complemento de la Reforma General que se ha iniciado” el gobierno los arrojaba al ejército de línea por ocho años, o “a trabajos públicos en contingentes forzados”.

En abril, el ministro transfiere sus poderes a una Comisión llamada de Emigración en cuyo nombre el comerciante Lezica, jefe de la Casa Lezica y Compañía donde Rivadavia tenía intereses, emprende viaje a Londres. Llega en junio y se pone en contacto, por intermedio de Hullet, con Barber Beaumont. Encuentra allí a John Robertson y Félix Castro, comisionado de Buenos Aires para contratar el empréstito de un millón de libras, que no se dedicaban solamente a los negocios financieros y tanto el uno como el otro se habían entusiasmado con la perspectiva de brillantes negocios de colonización. Castro, que ha ganado una fortuna con el corretaje del empréstito, entra en sociedad con Beaumont y Lezica en Londres, mientras Roberson se va a su Escocia natal para invertir su gran fortuna ganada con el empréstito y sus actividades mercantiles trashumantes, en una vasta empresa colonizadora de brillantísimas posibilidades.

El 7 de septiembre llega Rivadavia a Londres. En noviembre, entre Beaumont, Lezica, Castro y Hullet han constituido la Río Plate Agricultural Association, con un millón de libras de capital, para el negocio de comprar propiedades o concesiones de enfiteusis y poblarlas con agricultores ingleses llevados al Plata mediante ventajas que les daría el gobierno argentino. Se formó el directorio y se repartieron entre los fundadores las acciones liberadas; Beaumont era presidente con quinientas acciones liberadas, Rivadavia no figura entre los ejecutivos pero Lezica y Castro – con ochocientas acciones liberadas a su nombre – están como directores “juntamente con cuatro barones ingleses de la más alta respetabilidad”. La empresa se presentaba bajo los más risueños auspicios y Hullet, encargado del lanzamiento
de las acciones las colocó en la bolsa arriba de la par.

Rivadavia había asegurado formalmente que el gobierno argentino, donde influía, daría a la sociedad en perpetuidad “las tierras del convento suprimido de San Pedro”. Empezaron por lo tanto a reclutarse agricultores; era momento propicio porque la crisis industrial había paralizado muchos brazos y la desocupación y el hambre eran considerables. Agentes de la Agricultural anotaban en los suburbios fabriles a quienes quisieran ir, con viaje pago y un pequeño adelanto al embarcarse: la primera tanda de sesenta “agricultores” de los suburbios de Glasgow se embarcó en febrero de 1825; a fin de año, la segunda desde Liverpool que llegaban a doscientos, y en marzo de 1826 la tercera, también de doscientos. Piloteaba esta última Barber Beaumont junior. Debía ocuparse de los primeros Sebastián Lezica, regresado al país con ellos.

Mientras tanto los hermanos Robertson (John en Escocia y William en Buenos Aires) trabajaban en la empresa suya. William obtiene del gobierno de Las Heras un decreto – 19 de enero de 1825 – dando facilidades de transporte y adelanto de dinero a los inmigrantes, adquiere 16 mil hectáreas de tierra desierta en Monte Grande por 60 mil pesos, y el 22 de mayo John embarca en Leith los primeros 220 escoceses “destinados a poblarla y enriquecerla”.

El primer contingente de ingleses debería ir a San pedro. A su llegada a Buenos Aires nadie se hizo cargo de los viajeros, quienes abandonados a su suerte acabaron enrolándose en los cuerpos de línea o en la marina, o se quedaron trabajando de artesanos en la ciudad. Solamente unos pocos consiguieron llegar a San Pedro para enterarse que allí nadie sabía nada de la concesión.

Ante las quejas de Londres, Lezica adquiere para la Agricultural un campo de Entre Ríos “a un alto precio”, donde mandará el segundo contingente proveniente de Liverpool. Lo hace directamente desde Ensenada para impedir que los nuevos inmigrantes se dejen seducir por los antiguos, captados por Buenos Aires,
y se nieguen a trabajar el campo. El expediente no resulta. Aunque el campo en Entre Ríos por lo menos estaba, Lezica no envió los enseres y útiles de labranza remitidos por la Agricultural desde Londres, que prefirió
embargar previsoramente para cobrarse sus gastos.

La vida se hizo dificultosa para los ingleses en Entre Ríos, y acabaron por abandonar la colonia e irse a Buenos Aires a ganar buenos salarios como peones de saladeros, o abrir talleres de baja artesanía.

Finalmente, llegó Beaumont junior con el último lote. No había sido feliz en su viaje, pues la mayor parte de sus colonos prefirieron volverse a Londres al saber que había guerra entre la Argentina y Brasil. Solamente con cincuenta inmigrantes pudo llegar a la Argentina para encontrarse con que las dos tandas anteriores habían fracasado, los “agricultores” no querían salir de Buenos Aires, Lezica se había quedado con el dinero para gastos, y embargado los enseres porque se consideraba perjudicado. Oyó decir que, a cambio de la concesión de San Pedro se daría a los inmigrantes una isla en el Río Negro – posiblemente Choele Choel – pero se enteró que el Río
Negro estaba todavía en poder de los indios.

Sin embargo Rivadavia, ahora presidente de la República, parecía interesarse en la Agricultural. Quería colonizar tierras de enfiteusis con los colonos ingleses, aunque Beaumont senior no había visto un negocio en la enfiteusis por más de asegurarle Rivadavia que la empresa obtendría el derecho de propiedad, al pagarse la totalidad del empréstito dentro de 88 años. Posiblemente pensaría conceder a la Agricultural las grandes concesiones que iba a dar a la Sociedad Rural Argentina en la cual estaba interesado. Pero Beaumont junior está en julio de 1826 – al tiempo de fundarse la Rural – desilusionado de negocios de colonización: solamente espera de la amistad de Rivadavia “salvar lo restante de nuestros bienes” y volver a Londres.

La Agricultural había fracasado: a la “association” se la llevó el crack bursátil londinense y a los colonos se los tragó la tierra generosa. El 7 de junio de 1827, Beaumont, “ligero de corazón y de bolsillo” se volvió a Londres. Allí escribiría sus andanzas por tierras del Plata y su experiencia con los nativos “amigos de los ingleses”.

Tampoco dio resultado la colonización de escoceses en Santa Catalina, donde los hermanos Robertson invirtieron íntegra su considerable fortuna en un negocio que creyeron seguro y provechoso. Muy pocos se avinieron a trabajar la tierra ajena en este país tan pródigo con el esfuerzo propio. La colonia se diluirá en 1828.

Algo similar a lo ocurrido con los ingleses de Beaumont y los escoceses de Robertson, pasaría con los irlandeses ovejeros de O’Brien en Santa Catalina, los alemanes sembradores de trigo que Carlos Heine instaló en la Chacarita y las
muchachas del Highland que habrían de ordeñar vacas santafesinas. Nadie pudo trabajar a gusto o no quiso hacerlo para otros, y todos acabaron estableciéndose por su cuenta.

La colonización efectuada con el doble propósito de redondear un negocio y extranjerizar el país, produjo el efecto contrario. Los empresarios se arruinaron y resultó tan fuerte la personalidad del país que los extranjeros abandonados a sí mismos acabaron por olvidar sus costumbres y su lengua y adoptaron los hábitos y modalidades de la tierra. En poco tiempo se hicieron tan argentinos como el más gaucho u orillero, y sus hijos e hijas no se diferenciarían en nada de éstos.


6. La “River Plate Minning Association” (12)


Rivadavia, ministro de Rodríguez, dictó un decreto el 24 de noviembre de 1828, autorizándose a sí mismo para “promover la formación de una sociedad en Inglaterra, destinada a explotar las minas de oro y plata que existan en las Provincias Unidas”, no dando importancia al hecho de que por ser él ministro y Rodríguez gobernador de la Provincia de Buenos Aires, mal podría especular sobre las minas de las Provincias Unidas. Previamente habían sido publicadas en los diarios de Londres algunas cartas, como la de Ignacio Núñez – Secretario de Rivadavia – que transcribe J. A. Beaumont en un casi desconocido libro titulado Travels in Bnenos-Ayres and the adjacent province of the Río de la Plata – Londres, 1828 –, en las que
describía la enorme e inexplotada riqueza minera de Sud América, especialmente el cerro Famatina. Júzguese el entusiasmo que despertarían párrafos como éste: “podemos afirmar sin hipérbole que estas minas contienen la más grande riqueza del universo. Basta con esta aserción afirmada por muchísimos testigos: en algunos lugares el oro fluye con la lluvia; y en otros, las pepitas ruedan de los cerros”.

En cumplimiento de ese decreto, Rivadavia va en junio de 1824 a Europa. Allí forma con los banqueros Hullet Brothers tres compañías para explotar las riquezas argentinas (llamadas: Building River Plate Association; River Plate Agricultural Association y River Plate Minning Association), destinada esta última a explotar las fabulosas riquezas del Famatina. Y acepta el cargo de presidente del directorio con 1.200 libras de sueldo, reteniendo acciones de fundador. La Minning adquirió la concesión del monopolio minero en el Río de la Plata, pagando 85 mil libras a Hullet Brothers, agentes financieros de Rivadavia.

Vuelve a Buenos Aires en octubre de 1825 y “como encuentra que el orden provincial, la ley fundamental y el gobierno del general Las Heras son un obstáculo insalvable a la realización de lo que trae proyectado – él mismo lo dice – derroca por confabulación y por medios irregulares al régimen provincial, la ley fundamental y al gobernador Las Heras, dando cuenta a los señores Hullet Hermanos de que ahora ya tiene en sus manos cómo hacer efectivo lo convenido”.

Son curiosas las cartas que Rivadavia envía, por entonces, a los banqueros Hullet. No son documentos desconocidos, pues se encuentran en la “Historia” de López (pág. 78 y ss.). El 6 de noviembre de 1825, escribe: “El negocio que más me ha ocupado, que más me ha afectado y sobre el cual las prudencia no me ha permitido llegar a una solución, es el de la Sociedad de Minas.... a vuelta de un poco de tiempo más, y con el establecimiento del gobierno nacional, todo cuanto debe desearse se obtendrá”.

Las preocupaciones de Rivadavia las motivaba la circunstancia de que, desde 1822, una compañía criolla explotaba los yacimientos – no muy florecientes por cierto – del cerro Famatina. (13) Y que la Ley Fundamental dictada durante su ausencia, al mantener el régimen federal, permitía a La Rioja disponer de sus riquezas. Era prudente no precipitar la entrega del cerro, pues uno de los accionistas de la empresa riojana era Facundo Quiroga, no muy accesible por cierto a componendas con los banqueros del Támesis. Pero con el establecimiento de un gobierno nacional con jurisdicción sobre las minas de La Rioja, y facultad para disponer de ellas, todo cuanto debe desearse se obtendrá. Los compromisos con los banqueros ingleses lo obligaron por lo tanto a trastrocar todo el régimen político del país, a fin de que la compañía de la cual se hallaba a sueldo pudiera explotar el Famatina. Nada le importó de sus propias declaraciones federales en
el Congreso de Córdoba de 1821, nada del tratado del Cuadrilátero de 1822, nada de la Ley Fundamental basada en el federalismo: para retornar el hilo de sus negociaciones con los banqueros ingleses era necesario volver al centralismo directorial. Y volvió. Es curioso, como lo dice el propio López, que el 6 de noviembre de 1825, absolutamente nada había
trascendido aún sobre el establecimiento de un “gobierno nacional”, y menos sobre el régimen unitario. Los únicos que sabían su próxima implantación eran Bernardino Rivadavia y la Casa Hullet Brothers.

El 27 de enero de 1826 (diez días antes de su elección presidencial), Rivadavia, quien, según López, había “removido los elementos inquietos que bullían en el nuevo Congreso”, escribe a sus corresponsales ingleses: “Ya no puedo demorar por más tiempo la instalación del gobierno nacional.... y luego que sea nombrado procederé a procurar la sanción de la ley para el contrato de la compañía”.

Se hace elegir presidente el 6 de febrero y otorga inmediatamente la ley que declara propiedad nacional “las tierras públicas y demás bienes inmuebles” (14). Alborozado, escribe entonces a Hullet Brothers, el 14 de marzo, al poco tiempo de promulgar la ley: “Las minas son ya, por ley,
propiedad nacional, y están exclusivamente bajo la administración del presidente”.

Famatina fue concedida a la Minning. Pero cuando los ingenieros ingleses llegaron a La Rioja para iniciar sus trabajos, se encontraron con que Quiroga desconocía y desacataba las resoluciones presidenciales. Ese alzamiento contra su autoridad indignó a Rivadavia, ¡ tanto trabajo, tantos viajes, tantos arreglos institucionales para que un caudillo bárbaro le impidiera coronar su obra!

Y se hizo dictar una ley, que lo autorizaba a disponer de 50.000 pesos (15), para ayudar al “ejército presidencial” de Lamadrid – que se había apoderado de Tucumán – a tomar el Famatina y derrotar a Quiroga. Claro está que en el texto de la ley se decía otra cosa: “que era para hacer las diligencias necesarias a fin de averiguar si es realizable la empresa de establecer una comunicación permanente por agua desde los Andes hasta esta Capital”. Pero a nadie se le ocultaba el verdadero destino de esos fondos: López, haciéndose eco de “una persona que actuó mucho en esa época” – indudablemente su padre –, cuenta la verdad sobre el fantástico proyecto del canal a los Andes, que consistía simplemente en disponer de los fondos suficientes para quitar a Quiroga de en medio. Pero de cualquier manera, don Bernardino logró con esa ley dos objetivos: arbitrar los medios para apoderarse del Famatina, y dejar un proyecto más para entusiasmo de quienes juzgan la historia por la exterioridad de los documentos oficiales.

No obstante todo se vino abajo. Los ingenieros ingleses, en su rápida excursión al Famatina, habían comprobado que allí “el oro no afloraba con la lluvia”, que sus riquezas eran bien ilusorias y que no era fácil tratar con nativos como Facundo. Por otra parte, la guerra con el Brasil seguía, mientras el presidente empleaba las tropas nacionales en voltear situaciones “federales” del interior, como lo hizo Lamadrid en Tucumán. Sobrevino la desconfianza de los caudillos. Luego el tratado García. En 28 y 26 de junio de 1827, Dorrego publicó en El Tribuno la memoria del capitán Head, presentada en la quiebra de la Minning (en la cual se probaba la hasta entonces desconocida participación de Rivadavia).

El 27 renunciaba Rivadavia a la presidencia, en medio del escándalo consiguiente.

La Minning había quebrado y sus síndicos demandaron daños y perjuicios al gobierno nacional por la suma de 52.520 libras. Dorrego, al dar cuenta de esta demanda en su mensaje a la Legislatura, lo hizo con bien graves palabras: “El engaño de aquellos extranjeros, y la conducta escandalosa de un hombre público del país, que prepara esta especulación, se enrola en ella y es tildado de dividir su precio, nos causa un amargo pesar, más pérdidas que reparar en nuestro crédito”, sin imaginarse quizá que diciendo eso dictaba su sentencia de muerte si otra vez los Agüero, los del Carril y los Varela (es decir: el círculo rivadaviano) volvían a encontrarse en el poder.

7. La guerra argentino-brasileña(16)


La guerra argentino-brasileña había empezado en enero de 1826. La dependencia financiera y económica de ambos Estados hacia Inglaterra hacían de Cánning su árbitro.
No había querido impedirla. Es cierto que el bloqueo brasileño de Buenos Aires (indudable por la superioridad naval del Imperio) perjudicaría el comercio inglés de exportación e importación, pero los mercaderes podrían sacrificar su ganancia de un año o dos a los intereses superiores del Reino Unido. La guerra, manejada con habilidad, redundaría en la erección de una “zona libre” (y por lo tanto bajo el influjo inglés) de la estratégicaprovincia disputada.
Mediante ayudas bélicas y retaceos diplomáticos, hábilmente alternados, haría que ambos contendientes ganasen la guerra y estuvieran agradecidos a Londres: los argentinos por echar a los brasileños de la Provincia Oriental y los brasileños por echar a los argentinos de la Provincia Cisplatina. Y la República del Uruguay nacería bajo la protección británica.
Con precisas instrucciones para ese arbitraje, llega a Buenos Aires el 16 de septiembre de 1826, John Ponsonby, Barón de Imokilly, revestido de la jerarquía de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario.
Era un notable diplomático de carrera, mas no lo traían exclusivamente sus méritos personales al Río de la Plata: las funciones en Buenos Aires podían ser cumplidas con más tino por el modesto y hábil Woodbine Pariah. Una intriga cortesana obligaba al destierro del Lord a un punto muy alejado de Londres. (17)

No quería quedarse mucho tiempo y puso de inmediato sus cartas en la mesa. Había venido a desmembrar la Provincia Oriental y el 20 de septiembre, apenas llegado, hace saber a Rivadavia que no habría más guerra y la Argentina reconocería la segregación oriental y de paso la navegación libre de los ríos.
También había dicho lo mismo a los brasileños, a su paso por Río de Janeiro, pero en forma diplomática; en Buenos Aires no eran necesarias las formas. Por supuesto, Rivadavia estuvo de su parte, pues la guerra perturbaba sus propósitos de pasar a la historia con empresas civilizadoras y reformas institucionales: “El Presidente acogió mis palabras en la forma más favorable que me era dado esperar – informa Ponsonby a Cánning – y habló muy extensamente a favor de la paz y con mucha vehemencia de las dificultades de la guerra y los peligros que su continuación encerraba para las instituciones de la república”. Convino con Ponsonby en terminar la guerra – aún no iniciada – con un stalemate (tablas en ajedrez). Ponsonby indicó el nombre del comisionado que iría a Río de Janeiro a hacer la paz: Manuel José García “correcto y honorable caballero... con títulos suficientes para merecer mi confianza (la de Ponsonby)...cuya coincidencia con todas mis opiniones sobre la política que debe seguir el país lo señalan como especialmente apropiado para la misión”.

Pero ocurría que Pedro I no aceptaba el stalemate de Cánning: había jugado con imprudencia la carta napoleónica de una guerra triunfante, y no podía retroceder sin peligro para su corona y la unidad brasileña. Solamente una victoria podía apuntalarlo; pero una victoria no era posible sin el franco apoyo inglés. El emperador estaba dispuesto a pagar el precio que Inglaterra le pidiera. Sir Charles Stuart, embajador inglés en Río, vio la ocasión de prorrogar dos tratados leoninos: uno de comercio y otro sobre esclavos, de la época portuguesa. En el de comercio se harían concesiones exorbitantes más allá de los propósitos de Cánning: los residentes ingleses tendrían extraterritorialidad para ser juzgados por sus leyes; un Juez Conservador de la Nación Inglesa entendería especialmente en sus asuntos, las mercaderías inglesas no sufrirían gravámenes aduaneros mayores del 15 % sin reciprocidad con las producciones brasileñas en Inglaterra (por lo tanto el azúcar brasileño – principal exportación de entonces – seguiría gravado en los puertos ingleses para favorecer el azúcar de Jamaica). Era una prórroga aumentada y corregida, del tratado angloportugués de 1809, impuesto al Regente Juan como pago de la protección de la escuadra británica en las guerras contra Napoleón. Tan graves eran sus cláusulas que al mismo Cánning le parecieron “odiosas e impolíticas”.
El otro tratado era sobre tráfico de esclavos: perjudicaba en nombre “de la humanidad” la economía brasileña que descansaba en el trabajo servil para producir azúcar y algodón, y además era depresivo de la soberanía brasileña pues autorizaba a los cruceros británicos a visitar cualquier buque brasileño en alta mar y capturarlo si llevaba esclavos.

No se ocultaba a ningún brasileño que ambos tratados significaban concesiones a Inglaterra a cambio de una victoria sobre la Argentina, pues poseían la suficiente mentalidad nacional para discriminar sus intereses de los británicos. Mas era un toma y daca conveniente: por quince años (plazo de ambos convenios) Brasil estaría hipotecado a Inglaterra, pero después de una victoria en el Plata y consolidada su unidad y afirmado el emperador podía rescatar su soberanía. No obstante encontraron gran resistencia en el Parlamento brasileño, pero Pedro I se movió con energía para hacerlos aprobar “por razones superiores”. El 28 de noviembre (1826) fue ratificado el de tráfico; cuatro días después Cánning escribe a Ponsonby: “Parece sumamente conveniente que V. E. abandone este asunto (la mediación con independencia del Uruguay) por completo”. Inglaterra abandonaba la política del stalemate para contribuir a la victoria imperial y al afianzamiento de Pedro I. “Me entero con profundo pesar – contesta Ponsonby a Cánning el 6 de febrero – que he obrado con el Brasil en contra de sus deseos”, y ordenó que García no fuera a Río por el momento. Lo haría apenas las inminentes victorias militares brasileñas obligasen a pedir la paz.

Con dinero abundantemente provisto el emperador reforzó la escuadra bloqueadora de Buenos Aires puesta a las órdenes del almirante Mariath, y armó un formidable ejército de mercenarios alemanes e irlandeses que conducidos por el marqués de Barbacena aplastarían a las tropas mal armadas y peor pagadas de Alvear. Pero las cosas no ocurrieron como habían sido planeadas: a pesar del abandono del gobierno, Brown derrota a Mariath en Juncal el 9 de febrero, y Alvear a Barbacena el 20 en Ituzaingó. Cánning, que ocupa la jefatura del gabinete desde principio de año, se pone serio: si las cosas seguían así Rivadavia ganaría la guerra y los argentinos entrarían victoriosos en Río de Janeiro.
Pero a Rivadavia, no obstante las victorias, no le interesa ganar la guerra, pues la constitución unitaria votada por el Congreso en diciembre había sido unánimemente rechazada por las provincias que también habían desconocido su autoridad presidencial; una liga de gobernadores dirigida por Bustos se había formado para expulsarlo y “continuar la guerra con Brasil”. Solamente con el regreso del ejército de línea, cuya ofieialidad pertenecía en su mayor parte a la burguesía, podría evitarse el desmoronamiento del partido de las luces. Y así a los dos meses escasos de Ituzaingó, García va a Río de Janeiro a firmar la victoria de Brasil.
Vuelve con el tratado el 20 de junio: la Cisplatina sería brasileña. Rivadavia prepara el ambiente para su aprobación por el Congreso. Pero las cosas se han puesto espesas: la opinión pública porteña ha celebrado con demasiada convicción a Juncal e Ituzaingó para resignarse ahora a aceptar que se ha perdido la guerra. El 22, Ponsonby llama a la fragata inglesa Forte a estacionarse frente a Buenos Aires para cuidar el orden; ya se oyen gritos en las calles contra Inglaterra y contra el Presidente. El 28, aparecen cartelones que descartan la culpa de Rivadavia, engañado por García e Inglaterra: “García nos ha vendido – los traduce Ponsonby en su informe al Foreign – y los ingleses tienen su parte en el despojo. Si no abrimos el ojo tendremos los tiempos de Beresford otra vez”. Ponsonby corre al fuerte, pero Rivadavia, ocupado en su mensaje al Congreso no puede recibirlo y le señala audiencia para el día siguiente. Extrañado habla con el general Cruz, ministro de Relaciones Exteriores, que le confiesa “abruptamente” que se había resuelto “denunciar el tratado”; también que los cartelones habían sido confeccionados en la imprenta oficial. Comprende que Rivadavia, en un intento desesperado de recobrar popularidad, quiere darle la zancadilla: “Estando (Rivadavia) en sus últimas boqueadas pero aún no muerto – informa al Foreign – vio en el rechazo del convenio de García una última esperanza de salvarse apelando a las pasiones patrióticas y presentándose él mismo como el salvador de la Patria”. De inmediata escribe a “Su Excelencia excusándole de la perturbación de una audiencia”, y se retira a esperar los acontecimientos.
Nadie cree en la conversión patriótica de Rivadavia, aunque su mensaje del 24, denunciando el tratado García, fuera de vibrante tono nacionalista y los discursos de los diputados unitarios en el Congreso traslucieron un emocionado y ofendido civismo. El 25, Dorrego, misteriosamente informado, publica en El Tribuno las hasta entonces desconocidas cartas de Rivadavia a Hullet Brothers, que demostraban la participación personal del Presidente en un negocio de las minas de Famatina y cómo había trastrocado el régimen político del país para que la compañía inglesa que él presidía tuviera la jurisdicción del cerro argentífero. El escándalo es imponente y viene a sumarse a la conmoción por la derrota diplomática. El 26, Rivadavia presenta con altivez su renuncia: “Me es penoso no poder exponer a la faz del mundo los motivos que justifican mi irrevocable resolución”. Fue aceptada por la casi unanimidad del Congreso (48 votos en 50). No volvería a desempeñar otro cargo público.

Ponsonby no alcanzaba a entenderse con el Presidente sustituto López, ni con su ministro Anchorena, ni menos con Dorrego, gobernador de la reestablecida Buenos Aires y encargado de las relaciones exteriores en agosto, que quieren seguir la guerra “hasta sus últimas posibilidades”, más ahora que la paz reina en el interior como consecuencia de la caída del partido presidencial. Brasil, para apurar a Inglaterra, ha terminado por firmar el 17 de agosto el tratado de comercio hasta entonces retenido, cuyas ventajas encomia el Board of Trade. Ahora más que nunca Gran Bretaña debería darle la victoria al Imperio. Pero las cosas no andaban bien en el Plata: “Es la jactancia republicana en todo su vigor”, describe Ponsonby el momento al nuevo Canciller, Lord Dudley of Ward. Uno de los federales, sobre todo, lo impresiona no obstante ser un simple comandante de campaña: Juan Manuel de Rosas. “He hablado con él – dice a Dudley – porque estoy seguro de que con el tiempo ha de jugar un papel de gran importancia”.

Dorrego quiere seguir la guerra, pero Ponsonby le demostrará que no es posible sin la anuencia británica: da instrucciones al Banco Nacional – dirigido por ingleses y anglófilos – de “no facilitarle crédito sino por pequeñas sumas para pagos mensuales” a fin de “hacerlo trabajar para la paz”. Pero esta paz ya no podía ser la victoria del emperador: los mercenarios resultaron pésimos guerreros, la situación interna del Imperio era difícil y se hacía claro que Brasil jamás obtendría una victoria militar. A Lord Dudley le fue fácil obligar al emperador al stalemate con el “estado independiente”, aunque a Pedro I le costó la corona.
Con ingenuidad, Dorrego quería desatarse las ligaduras coloniales: tenía los “factores de poder” en contra: “Mi propósito – escribe Ponsonby a Dudley el 2 de diciembre de 1827 – es conseguir medios de impugnar al coronel Dorrego si llega a la temeridad de insistir sobre la continuación de la guerra”; y más tarde “veré su caída con placer”. Y aún después de resignarse Dorrego al stalemate y enviar a Balcarce y a Guido a hacer una paz “honorable” a Río de Janeiro, Ponsonby, que ya ha movido los “factores de poder” para dar un golpe al peligroso gobernante argentino, anuncia a Londres: “Dorrego será desposeído de su puesto y muy pronto”.


Notas


(01) El presente tema sigue, en líneas generales, la obra del autor, Rivadavia y el Imperialismo Financiero.

(02) Defensa y Pérdida de nuestra Independencia Económica.
(03) Los gastos de Buenos Aires en 1822 eran de 2.400.000 pesos plata, pero solamente 400.000 se pagaban con recursos estrictamente provinciales.
Se cubría el déficit con 2.000.000 del impuesto nacional de aduana.
(04) Sobre monopolio bancario ver Vocabulario al final de la obra.
(05) Los dividendos del Banco, el respaldo en metálico y el circulante fueron los siguientes:
Asamblea
Papel circulante
Efectivo
Dividendo
1824 - febrero 910.000 154. 000 10 %
1824 - agosto 1. 680. 000 204.000 9 %
1825 - febrero 1. 698. 00 285. 000 10 %
1825 - agosto 1.934.000 253.000 9 1/2%
1826 – febrero 2.700.000 265.000 11 1/2 %
(06) Sesión de la Junta de Representantes del 25 de febrero de 1823.
(07).Sesión del 20-1-26.
(08) Chateaubriand, Guerra de España, p. 460.
(09) Defensa y Pérdida de nuestra Independencia Económica.
(10) Ese mismo año, Rivadavia se niega a los insistentes pedidos de ayuda de San Martín desde Lima, para terminar la guerra de la Independencia, alegando “carencia de dinero en Buenos Aires”. En 1822 se dilapidaron 5 1/2 millones de pesos sin disponer de un maravedí para San Martín.
(11) Rivadavia “no le escatimó su apoyo” dice su biógrafo Piccirilli, además de ser uno de sus fuertes accionistas. La Sociedad Rural de 1826 no es la entidad del mismo nombre que aún subsiste, aunque el último presidente de la fenecida, seria también el primero de la nueva.
(12) Este tema ha sido tomado de Defensa y Pérdida de nuestra Independencia Económica.
(13) Esta compañía se llamaba Establecimiento de Casa de Moneda y Mineral de Famatina, y estaba integrada por capitalistas del interior y de Buenos Aires. Había obtenido la concesión del Famatina por resolución de la provincia de La Rioja
(14) Ley de Consolidación de la Deuda, de febrero 15 de 1826.
(15) Ley de 7 de agosto de 1826. Los 50.000 pesos fueron facilitados por el Banco Nacional.
(16) El presente tema está tomado de Rivadavia y el Imperialismo Financiero
(17) Lord Ponsonby había atraído el interés de Lady Conyngham, amante de Jorge IV, por lo cual fue diplomáticamente alejado de la Corte.

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