martes, 9 de marzo de 2010

EL DESTINO DE UN CONTINENTE (3)


por Manuel Ugarte

CAPÍTULO II

EL NAUFRAGIO DE LAS ANTILLAS


UNA VISIÓN DE LA HABANA. - CUBA Y EL CANAL DE PANAMÁ - LA ENMIENDA PLATT. - SISTEMAS DE PRESIÓN. - LA OPINIÓN DEL PRESIDENTE GÓMEZ. - UNA HIPÓTESIS. - SANTIAGO DE CUBA. - LA ISLA DE SANTO DOMINGO. - IRONÍAS DE LA HISTORIA. - EL ESPEJISMO DE LAS PALABRAS.


Rumbo a La Habana , en las horas muertas de navegación, sobre el océano inmóvil, que parecía un trasunto de la política imperialista —¡inocente en la apariencia, y ayer se había tragado un trasatlántico!—, veía surgir yo, con la imaginación, todo el Continente, toda su historia, todo su incierto porvenir, desde que las carabelas de Colón lo descubrieron, hasta que se intensificó la expansión, pasando por la Colonia , los separatismos, y lo que fue en algunos puntos insegura y fugaz independencia.
Las palabras de Sáenz Peña, presidente en aquellos momentos de la República Argentina, volvían a mi recuerdo: "La raza latina atraviesa, sin duda, momentos de oscuridad y abatimiento, que contrastan con su pasada grandeza histórica; pero el eclipse es transitorio y la raza que ejerció la soberanía del mundo, difundiendo su aliento poderoso en la inmensidad de los mares y en las regiones desconocidas e ignoradas, ha de recuperar algún día el abolengo de sus energías, de sus iniciativas, de sus empresas y de sus glorias, moviendo los resortes de la voluntad, que son atributos de esa alma que Edmond Demolins quiere cambiar por otra, sin recordar que ella ha inspirado el heroísmo, la gloria y la grandeza: exploraciones, inventos, artes y ciencias que no son patrimonio del anglosajón y que forman el opulento inventario de la raza latina. La Liga latinoamericana es una concepción que se percibe fecunda y provechosa en los acontecimientos del futuro: ella fue acaso peligrosa para nuestras repúblicas amorfas, en los días dudosos en que fuera concebida por Bolívar; pero no lo será en el porvenir, como no lo sería hoy mismo, definida como está la soberanía de las naciones, sobre las bases de un respeto recíproco. Dentro de esos organismos, cabe políticamente la unidad de destinos y de pensamiento, como cabe la solidaridad de los principios que deben defender las naciones de este Continente, ya que un derecho de gentes especial aspira a presidir su evolución."
Desembarqué muy de mañana. Las calles estrechas, atestadas de vehículos que iban desde el puerto hasta los barrios centrales, me dieron la sensación de un emporio de prosperidad. Comercio, actividad, vida, riqueza, saltaban a los ojos del recién llegado, imponiendo la realidad de una victoria. Pero era fácil advertir también, con sólo leer los letreros de los negocios, la influencia preponderante. En el Hotel de Inglaterra, organizado a la manera norteamericana, se confirmó la impresión. El viajante de comercio yanqui y el idioma extranjero lo acaparaban todo. El dólar era la moneda oficial. Hubo un momento en que me creí en Nueva York. El barbero, el lustrador de zapatos, el chófer, parecían transplantados directamente de Broadway. Eché los ojos sobre un periódico, casi únicamente dedicado al football, y leí: "Un batting realling de los azules en el noveno inning. . . se ve el home run de Baker en el momento en que Mathewson empuja a Merkle para hacer un out...". Todo esto con enormes títulos y grabados a tres columnas. En el hall, frente al ascensor, un grupo de cubanos discutían en inglés. Sin embargo, la ciudad de clásico corte colonial español, con sus casas de dos pisos, pintadas de colores vivos y sus ventanas con reja, estaba diciendo a voces que existía otra vida, que no asomaba aún en la actividad matinal, acaparada por los comerciantes y los viajeros apresurados, pero que palpitaba en el retiro de las casas cerradas, en el fondo de la nacionalidad engruñida en sus recuerdos o en sus esperanzas; otra vida que, por retardataria o por fiel, se mantenía ajena al vértigo que parecía invadirlo todo.
Bajo el sol radioso, en la ciudad todavía fresca, me alejé hacia el mar por el paseo Martí, entre dos hileras de suntuosas viviendas particulares, claro exponente de la vida rumbosa de las grandes familias cubanas. A poco andar advertí en la acera una placa con una inscripción: "Este parque fue arreglado bajo la administración del general americano X" (aquí el nombre). Yo no conocía todavía la predisposición que tiene el colonizador a levantarse monumentos a sí mismo. Después descubrí, en el curso del viaje, las autoapologías de Panamá y el inverosímil grupo alegórico que en Puerto Cabello ("A los soldados norteamericanos que contribuyeron a la independencia del país") usurpa un lugar que podrían reclamar los ingleses de Mac Gregor.
Un automóvil de alquiler me permitió recorrer el admirable paseo a lo largo del mar, las avenidas pintorescas del Vedado, las calles centrales llenas de tiendas lujosas, el barrio de los bancos, y al azar de la excursión, ilustrada por los comentarios del chófer, traté de hacerme una idea superficial del conjunto, observando, al pasar, notas salientes: el enorme edificio del Club de Empleados de Comercio, que reúne 32.000 socios; los florecientes Círculos de residentes españoles (asturianos, gallegos, catalanes, etc.)(1); las casas de los grandes diarios montadas a la moderna; la Secretaría de Sanidad, instalada en el Manhattan House; el derroche de publicidad mural; la excelente pavimentación; un hospital que lleva todavía el nombre de "Real Hospital de San Lázaro, 1861"; la abundancia de librerías; el lujo invasor; la Universidad, instalada en las afueras de la ciudad, en un sitio pintoresco. . . Esto en cuanto se refiere a las cosas. En lo que respecta a las personas, con las cuales cambié rápidas palabras al pasar, encontré, en algunas, desaliento; en otras, enérgica decisión. Un comerciante francés me dijo: "Aquí todo ha terminado; antes llegaban cuatro barcos franceses al mes; ahora apenas llega uno; los norteamericanos no permiten competencia y acabarán por ser los únicos dueños." En cambio, un intelectual joven, me declaró: "Este pueblo ha derramado tanta sangre para ser independiente, que no cabe permitir ni la sospecha de que se resigne a no serlo alguna vez; trate de llegar usted hasta el fondo del alma cubana."
Al regresar al hotel, a las diez de la mañana, cuando la ciudad empezaba a tomar su verdadera fisonomía multiforme, comprendí que había grandes fuerzas en lucha y que el problema de Cuba era tan completo que escapaba a la primera visión del turista. Nada es más fácil que formular afirmaciones decisivas, cuando el que escribe sólo tiende a sorprender o a interesar al lector; pero cuando no se trata de escribir un libro de vanidad o de imaginación, sino una obra sincera y patriótica, ajena a toda intención especulativa, el asunto resulta menos manejable. No habrá consideración de prudencia o de popularidad que me impida decir, en el curso de estas páginas, toda la verdad, por dolorosa que resulte para el orgullo local de la región o para el ideal hispanoamericano del que va trazando estas líneas; pero he de cuidarme también de dejarme ofuscar por apariencias, de rendir tributo a prejuicios o de ver las cosas exclusivamente desde el punto de vista de una tesis, forzando los hechos, como hacen algunos, para que concurran a una demostración determinada.
En el caso que examinamos, asoma este peligro más que en ningún otro. Se ha hablado tanto de la subordinación de la isla, de la anulación de la nacionalidad y hasta de la traición de Cuba con relación al conjunto, al cual étnicamente y moralmente pertenece, que el que llega siente pesar sobre su espíritu las lecturas, los comentarios, la atmósfera creada exteriormente sobre una situación internacional que, por ser única en la historia, merece más atento estudio y examen más prolijo.
El "destino manifiesto" de los pueblos resulta a menudo una excusa para favorecer abandonos; pero es innegable que determinadas circunstancias históricas o geográficas ejercen presiones poderosas que pueden llevar a un conjunto a encrucijadas de las cuales es difícil salir.
Cuba es el eje entre el Canal de Panamá y la Florida. "Por el canal de Panamá — dice el escritor cubano Carrera y Justiz en su libro Orientaciones necesarias—, ya desde 1826, Henry Clay, el famoso secretario de Estado americano, sugirió la neutralización de Cuba, impidiendo que Bolívar, con un ejército, invadiera esta isla; por el Canal, principalmente, se hizo una más amplia afirmación de la doctrina de Monroe, que influye hoy la política del mundo y rige los destinos de América; por el Canal fue mutilada Colombia, perdiendo su soberbio porvenir de grandeza política; por el Canal apareció de improviso un nuevo Estado, Panamá, la bella Andorra americana; por el Canal, más que por otras causas, vino la guerra de los Estados Unidos contra España, para que una nación europea no influyese en esa comunicación interoceánica; por el Canal tuvimos en Cuba la Enmienda Platt y el tratado permanente con los Estados Unidos y las estaciones navales extranjeras en nuestro territorio, tal como tiene por las mismas causas, análogamente, esa enmienda o ese tratado y esas estaciones navales, la República del Panamá.
Si todo eso provino de la sola perspectiva del Canal, si es ése el tremendo prólogo de un acontecimiento, tan grave en la historia política y social del mundo, medítese una vez que esté abierta al servicio del Universo la ansiada comunicación de los dos Océanos, cuáles serán sus inmensas consecuencias, remotas o inmediatas, y cuanto ellas habrán de afectar a Cuba, ya por su excepcional posición geográfica frente al istmo que se abre, ya por quedar nuestra isla más o menos interpuesta entre Nueva York, la gran metrópoli americana, y Panamá, eje futuro de un movimiento universal."
El publicista nicaragüense don Alejandro Bermúdez, añade en un estudio sobre Cuba y Panamá: "Es mucho lo que Cuba dio para el Canal de Panamá y mucho también lo que seguirá dando", y cita luego una nota dirigida en el año 1854 por el secretario de Estado norteamericano Mr. William L. Mercy al ministro James Buchanan, en la cual se habla de Cuba como de una zona sometida a la rotación de los Estados Unidos por razón de su situación geográfica(2).
Claro está que este criterio sobre la sujeción estratégica y el fatalismo de las vecindades llevaría de etapa en etapa a la conquista de un mundo. Cada nueva posición adquirida concede derechos sobre otras, o abre zonas de irradiación constantemente ampliadas, y no hay lógica para detenerse en la peregrinación. Pero en cuestiones internacionales, ya sabemos que, desgraciadamente, el derecho no es, en resolución, más que una palabra que sirve para designar el poder económico militar de un conjunto expansionista. Es el "derecho del comercio", es el "derecho del orden", es el "derecho de la sanidad", es el "derecho de la civilización", según se invoquen para la conquista o el protectorado pretextos económicos, pacificadores, profilácticos o culturales. Tratándose de pueblos débiles, el derecho de defender la propia tierra sólo es "barbarie", y es "justo" que desaparezcan las patrias, las banderas, las tradiciones, los idiomas que entorpecen la expansión de los núcleos victoriosos, aunque éstos sean étnicamente inferiores. La marcha del mundo se ha regulado así desde los orígenes, y cuantos no lo entienden de esta suerte, han sido "insurrectos" o "rebeldes" al defender su propio territorio. El matonismo internacional se ha legalizado por medio de una jurisprudencia inverosímil, que llega a bautizar las peores injusticias con el nombre de derecho superior. Claro está que también coopera en ello la impericia política de los pueblos sacrificados. ¿Cómo explicar de otra suerte que la Florida , vendida por España, haya dado derecho pues para desalojar a esta nación de Cuba?
España ha demostrado siempre en su política colonial —pese a los detractores— una inalterable grandeza, un idealismo fuerte, un heroísmo de leyenda; pero desde el punto de vista administrativo y comercial, ha multiplicado los desaciertos, no sólo cuando fue en los siglos XVII y XVIII rigorista y estrecha, sino también y sobre todo cuando, reaccionando sin tino contra los errores pasados, quiso ser abierta y tolerante, como durante los últimos años de su dominación en Cuba. Permitir el auge de los intereses comerciales norteamericanos en las costas antillanas, equivalía a declinar su soberanía, dejando que se produjera la situación a que se refiere el doctor Evelio Rodríguez Lendián, al estudiar los efectos del bill Mac Kinley: "Nos dimos cuenta de que nosotros no dependíamos económicamente de España, sino de los Estados Unidos; que nuestra metrópoli mercantil lo era de hecho el poderoso vecino, y que bastaba una sola palabra suya, una simple modificación del Arancel, para que la prosperidad y el bienestar de que Cuba disfrutaba, desaparecieran del todo, sumiendo al país en la ruina y la miseria; que, en fin, nuestro porvenir dependía por completo de la voluntad de los Estados Unidos."
El separatismo cubano y la resistencia española fueron así dos ímpetus nobles condenados a la esterilidad por las circunstancias, dos exteriorizaciones de nuestro eterno carácter soñador, porque ambos se basaban en generalidades y en ideologías políticas, dejando de lado los ejes del problema, que eran la posición geográfica y la soberanía económica sobre la isla. Aunque España hubiera conseguido sofocar de una manera durable la revolución, sólo conservaría hoy una dominación nominal sobre un territorio y una sucursal para colocar el excedente de sus funcionarios. Aunque los cubanos hubieran conseguido la verdadera independencia, sin enmienda Platt, sólo hubieran alcanzado a aplazar la cristalización en tratado o en disposición constitucional de una sujeción que existía de hecho. La imprevisión de los unos y los otros, hermanos en la raza y en el error, determinó la situación actual, que acaso pudo ser impedida en su tiempo mediante la concesión, por una parte, de la amplia autonomía que reclamaban los elementos moderados de Cuba, y la adopción, por otra, de medidas especiales que asegurasen la posesión económica de la isla por los naturales, es decir, la verdadera libertad. Los Estados Unidos son nuestro mejor cliente, decían por entonces los que se dejaban fascinar por la ganancia del momento. Pero, en realidad, ¿consumían los Estados Unidos cuanto importaban de Cuba? Hay razones para creer que tuvieron la suprema habilidad de substituirse a la metrópoli y a los mismos isleños en la gerencia de la riqueza regional, y en la mayor parte de los casos sólo fueron intermediarios de la exportación y acaparadores, que regularon la valorización del producto, quedándose con el más claro beneficio.
Las circunstancias en que se produjo la revolución cubana no amenguan ciertamente el noble propósito de los generosos patriotas que, como José Martí, Máximo Gómez, Antonio Maceo, Bartolomé Maso, los hermanos Sanguily o Antonio Zambrana creyeron en la buena fe de los Estados Unidos. Las resoluciones adoptadas por el Congreso de esta nación al lanzarse a la guerra contra España, proclamaban el desinterés y se defendían "enfáticamente" (como dicen en Nueva York) de "la menor intención de ejercer soberanía, jurisdicción o contralor sobre Cuba", insistiendo siempre en que "el pueblo cubano era, y de derecho debía ser, libre e independiente". Pero los actos de toda buena diplomacia han sido siempre la negación de sus palabras. Y el ímpetu romántico de la revolución cubana que conmovió a las juventudes del Continente y nos empujó a los que éramos niños todavía a manifestar en las calles, en los tiempos heroicos en que Estrada Palma y Gonzalo de Quesada peregrinaban proscriptos, inflamando los corazones con su prédica; el sacrificio triunfal de los guerrilleros que regaban con sangre la manigua, combatiendo contra sus hermanos de raza en aras de un imposible ideal nacional; la epopeya intensa del indómito pueblo que se arremolinaba en torno de una esperanza, rompiendo con sus propios padres, en la fascinación y el deslumbramiento de una gran quijotada internacional; todo lo que se había elevado en la atmósfera, iluminando horizontes y derroteros, cayó lamentablemente en el mar, como los papeles quemados y las cañas rotas de gigantescos fuegos artificiales que hubieran entretenido durante algunos años la infantil credulidad de una raza. En medio de una España debilitada, donde los políticos que no habían sabido prever el desastre prolongaban sus eternas querellas de primacía, en medio de una frágil nación cubana devorada por la ambición de las facciones y los caudillos, en medio de un Continente atónito, sólo quedaron férreos, terminantes, categóricos, los artículos 3°, 4°, 6º y 7º de la llamada Enmienda Platt:
"El Gobierno de Cuba consiente que los Estados Unidos puedan ejercer el derecho de intervenir para la preservación de la independencia de Cuba y el sostenimiento de un Gobierno adecuado a la protección de la vida, la propiedad y la libertad individual y al cumplimiento de las obligaciones con respecto a Cuba, impuestas a los Estados Unidos por el tratado de París y que deben ahora ser asumidas y cumplidas por el Gobierno de Cuba."
"Todos los actos realizados por los Estados Unidos en Cuba durante su ocupación militar, serán ratificados y tenidos por válidos, y todos los derechos legalmente adquiridos a virtud de aquéllos, serán mantenidos y protegidos."
"La isla de los Pinos queda omitida de los límites de Cuba propuestos por la Constitución, dejándose para un futuro tratado la fijación de su pertenencia."
"Para poner en condiciones a los Estados Unidos de mantener la independencia de Cuba y proteger al pueblo de la misma, así como para su propia defensa, el Gobierno de Cuba venderá o arrendará a los Estados Unidos las tierras necesarias para carboneras o estaciones navales en ciertos puntos determinados, que se convendrán con el presidente de los Estados Unidos."
Lo que da la medida del portentoso engaño en que viven algunos políticos de la mayor parte de las repúblicas hispanoamericanas, engaño mantenido hábilmente por las agencias noticiosas del Norte, es la frecuencia con que revolotea en la atmósfera, como un pájaro oscuro, la afirmación de que "los Estados Unidos dieron la libertad a Cuba y luego se retiraron". Ignoran que nuevos métodos de captación económica y de superdirección política hacen, en las épocas modernas, casi inútil la ocupación permanente de las naciones pequeñas, y que para los países conquistadores es hasta una comodidad renunciar al mando directo, siempre que una serie de sutiles disposiciones o de propicias circunstancias les reserve el papel superior de dictadores económicos, árbitros en las querellas internas y supremos protectores en la vida internacional.
La situación de Cuba fue definida por Mr. Sydney Brooke en el Harper's Weekly, en un artículo que, traducido y reproducido inextenso, sin protesta alguna, por La Discusión, de La Habana , tiene en cierto modo un visto bueno de veracidad reconocida por los cubanos mismos.
Cuando la república de Cuba hizo su aparición en el escenario internacional —dice el articulista—, vióse en seguida que no era libre ni independiente. Encontrábase tan cercada de condiciones y restricciones, que casi más parecía una esclava que un estado autónomo."
Basta recordar el caso de la compra de armas que hizo Cuba a Alemania antes de la guerra, y que una simple representación del Gobierno de los Estados Unidos dejó sin efecto; o el conocido asunto de la Compañía norteamericana concesionaria de la pavimentación y alcantarillado de La Habana , en favor de la cual intervino el Gobierno de los Estados Unidos, obligando al de Cuba a aceptar, sin objeción alguna y manteniendo todos sus compromisos, cuantas modificaciones quiso la Compañía introducir en el contrato ya firmado, modificaciones que, según un político cubano, "llevaban aparejados un perjuicio y una menor garantía para la eficiencia de dichas obras".
El cubano se encontró después del separatismo en una situación especial. Fresca aún la sangre y vivos todavía los rencores contra su madre patria, de la cual acababa de separarse, conservaba, sin embargo, distintivas imborrables que la alejaban fundamentalmente del nuevo dominador. Había caído bajo otra soberanía, pasando por la trampa de la independencia, y después de haberse emancipado de España, se daba cuenta de que la llevaba dentro de su propio ser. Entre el pasado y el presente se ahogaba el soplo de vida de una nacionalidad nueva que no había tenido tiempo de robustecerse, que no sabía donde apoyarse, quimera náufraga entre el egoísmo de los hombres. La sombra de España perduraba todavía en todas partes. La sombra de los Estados Unidos se reflejaba ya en todas las cosas. ¿Dónde estaba Cuba?.(3) Es la perplejidad que un diputado cubano tradujo en un artículo, con gracejo que esconde apenas la melancolía:
"—El criado me entregó una tarjeta postal.
"—¿De los Estados Unidos? —dije.
"—No, señor; de la ciudad...
"—¡Ah!, si . . . En efecto, la dirección decía: "Ciudad" (traducción de City), a pesar de llevar la cartulina un sello en el que se leía: Postal Card, Two cents, y de ostentar estos letreros: United States of America. Write only the address on this side. Ya iba a indignarme cuando pensé que no teníamos motivo de queja, pues algo habíamos ganado, ya que hasta hace poco teníamos otras tarjetas que, además del retrato (de quién, de Martí, de Céspedes, de Maceo? ¡No!) de Jefferson, traían matasellos con lindezas como Havana, Carriers Dep't.
"La carta exigía inmediata contestación. Me vestí rápidamente; escribí una esquela; le puse un sello que tenía tres palmitas o un vapor, no sé bien, aunque sí recuerdo que no era el escudo de la república, y corrí a un buzón cercano. Pero frente al aparato oficial me detuve indeciso, porque se destacaban en él estos letreros: Pull Down Letters. U. S. Mail, y yo sospeché que pudiera pertenecer a alguna de las nuevas Sociedades americanas, quizá a una Pull Down Cº Limited. ...
"Íbamos por la línea elevada, y como yo hiciera notar a mi compañero que había un escudo de España en la Cámara ; otro en la Aduana ; otro grande, de mármol, en la Hacienda, y que cada puerta de los muelles luce los castillos y leones o el escudo de La Habana con una corona real, me dijo, a punto que bajábamos del carro:
"—Mire usted: esta calle se llama "del General Enna", en honor del que peleó contra Narciso López. Sale frente al palacio de la Presidencia , que a su vez ostenta en la entrada de honor el escudo de España, en mármol, sin que haya, aunque sea debajo, sombra de armas de Cuba.
"Yo le interrumpí, rogándole que me acompañara al correo, para continuar luego la conversación. Me dirigí a una mesa. En la pared había un gran almanaque en el que se leía: Tuesday 17 th May; y debajo se ha traducido mal en un cartón provisional que dice Buzón el letrero grabado en cobre que dice Packages. Sobre tres ventanillos hay la palabra Registry y en una sola Certificados. En otras, Money orders, Stamps, general Delivery, etc., y cada uno de los novecientos apartados tiene como adorno un águila americana de bronce. ¡Novecientas águilas!"
Conociendo estos antecedentes y otros muchos que no traigo a colación para no multiplicar las citas, y observando de cerca los equilibrios y el engranaje de la vida actual de la isla, lo que sorprende precisamente, digámoslo de una vez, es la vigorosa corriente de cubanismo que aumenta y se ensancha, pasando por encima de las realidades, como si una fuerza moral tan poderosa como invulnerable diera jaque en la lucha a las mismas fuerzas materiales.
Conquistado el país económicamente, inmovilizado internacionalmente, el espíritu de Martí se debate, sin embargo, y se insurrecciona en los entusiasmos del pueblo, en los idealismos de la juventud, en la palpitación general que, ajena a toda ambición o venalidad, traduce el instinto colectivo en su savia sincera. Si entre los terratenientes, los comerciantes o los políticos no faltan quienes pacten con el invasor y favorezcan más o menos oblicuamente la infiltración, alegando indistintamente, puesto que sólo se trata de invocar pretextos, la inexistencia del peligro o la imposibilidad de conjurarlo; si la necesidad de mantenerse a flote y prosperar en un ambiente saturado de anglosajonismo interventor obliga a algunos a esconder sus ideas y a ponerse al servicio de lo que triunfa; si el esnobismo ofusca a otros hasta el punto de hacerles considerar como un encumbramiento la pérdida de su nacionalidad, la masa honrada y recia de la población urbana o rural se mantiene desconfiada y hostil ante el extranjero expeditivo que interrumpe el ritmo de sus costumbres, anula su historia naciente y acapara la riqueza nacional.
Bastaría un llamamiento autorizado o un grito oportuno para que se llenara como antes la manigua de guerrilleros dispuestos a hacerse matar de nuevo por la imposible independencia. (Pero ¿quién les proporcionaría ahora las armas?) la misma estatua de Maceo, colocada frente al mar como un desafío al prejuicio contra la gente de color, es un símbolo del estado de los espíritus. Desvanecidas las ilusiones que pudo hacer concebir una primera intervención aparentemente generosa, queda el profundo malestar causado por las rozaduras de amor propio. Unido este sentimiento de hostilidad a la constante sujeción que todos se ven obligados a ejercer sobre sí mismos para evitar pretextos de intervención, subordinando a esa idea los movimientos de la vida, se ha creado en las clases populares y entre el elemento juvenil una atmósfera de descontento que se fortifica ante situaciones como la de la isla de los Pinos, donde la tierra ha pasado casi en totalidad a manos de propietarios norteamericanos, y donde Cuba ejerce una jurisdicción ilusoria, sujeta todavía a la "futura fijación de pertenencia" prevista por la Enmienda Platt. Pero aquí nos encontramos en presencia de una de las contradicciones más curiosas. Aunque sea el sentimiento popular desfavorable a los Estados Unidos, nunca será posible en Cuba un levantamiento, no ya contra la influencia extraña, ni siquiera contra los gobiernos locales auspiciados por ella. Más que con ideales, la guerra se hace con armas, comunicaciones y dinero. ¿A quién vendería Cuba su producción? ¿Quién le proporcionaría pertrechos? ¿Con ayuda de qué cables, de qué hilos telegráficos, de qué antenas se comunicaría con el mundo? La gravitación norteamericana es una fatalidad que sólo podría ser sacudida el día remoto en que, a consecuencia de una nueva conflagración y en medio de un desastre universal, fueran vencidos los Estados Unidos. Pero, en el desmoronamiento, ¿no perecería Cuba también?
Los métodos de captación son los de todos los imperialismos. Presión sobre los hombres públicos, cuyas ambiciones políticas se favorecen o no, según la dosificación de sus simpatías hacia el pueblo dominador; presión sobre los hombres de dinero, haciéndolos prisioneros de intereses extraños a los de su patria y a veces nocivos para ella; presión sobre las altas clases sociales, a las cuales se fascina con elegancias de Nueva York, inclinándolas a desatender la vida del propio terruño; presión, en fin, sobre las colectividades extranjeras, especialmente la española, que por su arraigo y número puede constituir un núcleo de resistencia, halagando sus intereses económicos y entrelazándolos con los del invasor. Todos los movimientos, todos los actos, todos los instantes de la existencia colectiva están así influenciados en ciertos círculos, porque cultivando la admiración en unos, la avidez en otros, el desaliento en los de más allá, y obstaculizando el paso a todo lo que no lleve partículas del alma o del interés norteamericano, la misma bandera de Cuba, al flotar en la atmósfera azul, acaba por proyectar sobre las piedras la sombra de una águila yanqui.
Las desavenencias de un escritor con un propietario de periódico, pusieron de manifiesto hasta dónde puede llegar esta corriente. A raíz de un viaje a los Estados Unidos, el dueño de El Diario Español escribía al director del mismo, don Abelardo Novo: '". . . ya usted vio el resultado de las elecciones en este país, era sabido, y como veo en el aire que al fin se tragarán a la pobre Cuba, creo se debe ir cambiando periódicamente el sistema establecido de atacar a los norteamericanos. . . " A lo cual contestó violentamente el director del periódico: "Insiste usted en su carta sobre el cambio que debe dar El Diario Español, abriéndose solícito a la expansión. Eso no puede ser. Por los cables ya estaba enterado del resultado de las elecciones en los Estados Unidos, y no he visto en él razón alguna que aconseje variar la doctrina del periódico. Para un periódico español, sería papel poco noble el de asociarse a los planes de nuestros enemigos, y enemigos de Cuba y de todo lo que huele a latino. Claudicar ante ellos, sería contribuir a que arraigara en Norteamérica la creencia de que somos poco menos que despreciables los latinos. Para El Diario Español no puede haber más programa que la defensa de los intereses de la raza en América, ofreciendo constante barrera a los planes expansionistas de esos terrenos instigadores de las revoluciones centroamericanas, fomentadas con el premeditado fin de enturbiar el río para pescar mejor. Mientras haya en Cuba un cubano que, por amor a las tradiciones de su raza, pretenda conservar su independencia patria, conquistada a fuerza de tanta sangre, vertida en lucha fratricida, El Diario Español debe estar a su lado o desaparecer."
En este ambiente de lucha tuve que dar mi conferencia sobre el problema americano, en realidad sobre el caso de Cuba.
Al acto, que tuvo lugar en la Universidad , bajo la presidencia del rector, doctor Berriel, haciendo la presentación de estilo el decano de la Facultad de Derecho, don Evelio Rodríguez Lendián, asistió, según un diario, ''cuanto tiene La Habana de intelectualmente selecto", y nadie protestó contra la tesis sostenida. La prensa tuvo palabras favorables, especialmente el diario oficioso El Triunfo, que dijo: "Esas mismas aspiraciones que hacen grande a Ugarte, fueron uno de los sueños de nuestro nunca bien llorado mártir José Martí, y han de ser el lábaro que una generación sana y vigorosa tremole para ir con él a la victoria, haciendo de esas utopías una religión."
De la situación de Cuba, no era Cuba la única responsable. Alguna responsabilidad tenía también la América latina. Tal fue por lo menos mi impresión cuando visité al que era entonces presidente de la república. El retrato del general Gómez cabe en cuatro líneas. Un soldado recio, franco, de ojos vivaces, con más aspecto de caudillo que de hombre de estado, escucha mucho y habla poco, sugiere más de lo que dice; se expresa con elocuencia sobria, pero a veces más que con las palabras marca lo que quiere con un gesto; dura energía, incipiente diplomacia y un poco de la sutil malicia del guerrillero completan las grandes líneas de esta personalidad bien marcada, de rasgos propios, fundamentalmente cubana. Después de la breve presentación que hizo el ministro de la Argentina , don Baldomero Fonseca (yo no había sido todavía puesto en interdit por el gobierno de mi país), el presidente me dijo bruscamente, como si continuara un diálogo:
—Ustedes nos reprochan que no hemos defendido bien el legado de la civilización hispana; pero ¿qué han hecho ustedes para alentarnos, para apoyarnos, para indicarnos que no estábamos solos?
El reproche llegaba hasta el fondo del alma sudamericana. Nosotros no hemos roto la cadena —parecía gritarnos Cuba por boca de su representante—; los que la han roto han sido ustedes, al dejar que la cadena fuera cortada. En análogo sentido oí hablar después al presidente de la Cámara de diputados, don Orestes Ferrara, quien me ofreció una comida, a la cual asistieron, entre otros, don Carlos Fonts Sterling, don Carlos Armenteros, don Fernando Ortiz, don Ezequiel García, don Mario García Kohly, don José A. González Lanuza, don Ricardo Dolz, don Jesús Castellanos y don Manuel María Coronado, director de La Discusión.
Al ministro de Relaciones Exteriores, que lo era entonces el viejo patriota don Manuel Sanguily, le traté por primera vez en un almuerzo ofrecido por don Modesto Morales Díaz, director de El Triunfo. Estaba también allí don Ramón A. Catalá, presidente de la Asociación de la Prensa y director de El Fígaro. Era el canciller un hombre nervioso y locuaz que improvisaba las preguntas y las respuestas, haciendo el diálogo consigo mismo, y no deslizó una sola palabra sobre el conflicto de razas que divide al Nuevo Mundo, aunque en sus ojos, cuando se hablaba del asunto, surgía corno el resplandor de un machete en la manigua.
Entre los intelectuales a quienes conocí, citaré, al azar de los recuerdos, con las omisiones inevitables dado el tiempo transcurrido, a don Sergio Cuevas Zequeira, don Wilfredo Fernández, director de El Comercio; don Elíseo Giberga, al caricaturista Massaguer, a los hermanos Carbonell, a don Juan M. Dihigo, secretario de la Universidad; a Marco Antonio Dolz, Enrique Fernández Miyares, Federico Urbach, Carlos de Velasco, Lola Rodríguez de Tió y Enrique Fontanills.
Puedo afirmar que no hallé una voz que propiciara la abdicación o el abandono de los ideales de la independencia. Si el símil no resultara atrevido, diría que las almas se ponían de puntillas y se empinaban para recibir la luz de la independencia, que todavía entraba por las rejas de la libertad cubana.
Es muy fácil condenar desde lejos las actitudes y trazar austeras normas de conducta desde la cómoda situación del espectador, libre de las adherencias del medio; pero otra cosa es vivir en el país, otra es estar sujeto a las atracciones, los compromisos y las influencias que supone la permanencia definitiva en un lugar. Si los tripulantes de un barco quisieran ser ajenos a su marcha y a sus derroteros; si los habitantes del planeta buscáramos evadirnos de su ruta para peregrinar en otras órbitas, sería, acaso, cosa más hacedera que aislarse, inmunizarse y mantenerse extraño a las corrientes que arrebatan, a veces, en los siglos la suerte de una nacionalidad.
Las fuerzas económicas, morales, directivas de Cuba, violentadas por las prolongaciones de hechos que parecieron anodinos en su origen, prisioneras de las consecuencias de errores sobre los cuales no es posible volver, están sujetas, por la fatalidad de las realidades y la gravitación de los intereses, a actitudes y movimientos que con mayor o menor intensidad se reflejan sobre el conjunto de la nación. Pero lo que es exacto, tratándose de un país pequeño y aislado, no lo sería, pensaba yo, en el caso de que ese país se hallara vinculado estrechamente con otros del mismo origen y con el apoyo moral de un continente tratara de recuperar la volición de sus movimientos, buscando nuevos mercados para su producción, creando intereses encontrados, multiplicando peligros que se anularan entre sí.
Los hombres públicos que tienen la responsabilidad de los destinos colectivos, si posponen las ambiciones directas al bien supremo de la colectividad en el porvenir, tienen que considerar las diversas hipótesis y colocarse por el pensamiento en todas las situaciones posibles, previendo las contingencias que en el recorrido de cada una de ellas se pueden presentar. De aquí que muchas veces, dentro de la misma nación, coexistan personalidades igualmente autorizadas y sinceras que defienden soluciones antagónicas, inspiradas en una misma preocupación del bien común. Por eso cabe preguntarse, lanzando la imaginación a derecha e izquierda, en grandes raids exploradores de lo no realizado, qué pasaría si después de haber concertado directamente con las repúblicas hermanas del Sur, hiciera un día Cuba un empréstito en Francia, comprara locomotoras en Alemania, contratara oficiales japoneses para la organización de su ejército, y si ante la inevitable protesta del ministro norteamericano, en vez de inclinarse como de costumbre, contestara que, como un homenaje a la buena fe de los Estados Unidos, Cuba quería demostrar al mundo que se habían cumplido las promesas de hace veinte años, que era dueña de su albedrío, y que esto, lejos de debilitar los lazos que la unen a la república anglosajona, los estrechaba más. La hipótesis de los bombardeos y los desembarcos está sujeta a discusión. Por todopoderosa que sea una nación, no se atreve a afrontar la reprobación universal cometiendo exabrupto una injusticia estruendosa, sobre todo si la América latina, en su conjunto, hacía sentir su solidaridad moral. No cabe duda de que la acción empezaría por ser indirecta. ¿Cerrarían los Estados Unidos sus aduanas a los productos cubanos? Como algunos de ellos son indispensables para la vida norteamericana, la represalia comercial tomaría probablemente una forma mixta, hiriendo sólo en lo que no tuviera rebote ofensivo y dejando hacer en lo demás. ¿Fomentaría con ayuda de algunos ambiciosos una revolución? Es ésta una pregunta a la cual sólo puede contestar el patriotismo cubano. Tengo para mí que la popularidad de un gobierno capaz de estas actitudes sería tal, que ninguna palabra divergente encontraría eco contra él. ¿Intrigaría para crear conflictos con Europa? Recurrir a este expediente sería olvidar que la emancipación económica de Cuba beneficiaría indirectamente a Europa, para la cual se abrirían de nuevo mercados que hoy le están prohibidos. El imperialismo vacilaría fatalmente, hasta inventar el conflicto confesable que, previa preparación de la opinión pública, le permitiera hacer sentir su formidable acción; pero no cabe duda de que esa acción acabaría por desbaratar todos los programas. Por otra parte, ni en Cuba, ni en América, ni en el mundo, hay nadie capaz de intentarlo a la hora actual. Se pudo hacer, quizá, pero por no haberse hecho a tiempo, no se podrá hacer acaso nunca. Y ésta es la palabra amarga que encontramos a cada instante cuando analizamos nuestra situación.
La juventud de La Habana , a raíz de mi viaje, convocó asambleas y mítines(4) y fundó centros latinoamericanos de defensa bajo la dirección de Roger de Lauria, Sergio la Villa , Guerra Núñez, Martínez Alonso y tantos otros espíritus entusiastas de la nueva generación. El medio, las circunstancias, los desalientos, interrumpieron el ímpetu inicial; pero la animosa tentativa queda como un antecedente.
Al internarme en la isla, al entrar en contacto con aquella naturaleza portentosa, se acentuó la impresión. Los campos, de un verde inaudito, de donde surgen erguidas las palmeras, se extienden en ondulaciones rápidas bajo el cielo en delirio, acribillado de nubes blancas. En la atmósfera cálida e inmóvil, sobre la hierba y sobre el lodo de los caminos desiguales, labrados por las huellas profundas de las carretas que avanzan lentamente al paso rítmico de los bueyes, revolotean enjambres de mariposas que dan al paisaje agreste no sé qué extrañas reminiscencias de égloga. Se comprende lo que debió ser la lucha armada en esas tierras desiguales, de vegetación pletórica, donde los hombres y los ejércitos desaparecen diabólicamente, en una orgía de emboscadas y sorpresas. De tiempo en tiempo surge entre los árboles el sombrero de paja de un guajiro. Se sabe va a caballo por el movimiento cadencioso que parece mecerlo entre las frondas, como si un oleaje invisible lo levantara y lo hundiera, o como si la tierra palpitante del trópico lo arrebatara en su respiración de bochorno y de fatiga. El telégrafo y el mismo ferrocarril en que vamos parecen profanaciones en medio de la naturaleza indomable. Grandes pájaros solemnes surcan el espacio quieto, y como las nubes flotan a ras de las colinas, parecen a veces surgir bruscamente del cielo para caer sobre los árboles. Los maizales, los cotoreros, las plantaciones de café, los platanales, se suceden en un vértigo de riquezas. Y las pequeñas habitaciones de madera, con corredor al frente, ante las cuales dormitan los caballos atados a un poste por el cabestro; los bueyes, melancólicos y errantes, que se detienen absortos para ver pasar el ferrocarril; los horizontes desiertos bajo la hoguera enloquecida del crepúsculo, dan una sensación romántica de libertad, de equilibrio, de serenidad silvestre, que hace recordar con desdén la vida reglamentada de Europa, La felicidad no está en Londres, o en París; la felicidad no está en La Habana misma, donde el confort y las fórmulas van barriendo los últimos vestigios de la blanda vida ancestral; la verdadera dicha ingenua está acaso en estos campos fértiles y olorosos donde vibra de tiempo en tiempo una canción plañidera, donde las mujeres vestidas de blanco parecen esperar a que se corporice su ilusión en las puertas de las casas, y donde la naturaleza conserva su misterio, su rusticidad, su fuerte savia reconfortante. . .
Algunas pequeñas estaciones llevan nombres de terratenientes extranjeros, y en ciertos lugares las chapas han sido arrancadas violentamente por humildes patriotas anónimos. Al llegar a Camagüey, en el patriarcal hotel bordeado de tinajas y plantas tropicales, donde me ofrecen frutas nuevas: guanábana, chirimoya, mamés, piña, y desde donde veo pasar por la calle, jugando con el abanico, seguidas por una dueña, airosas siluetas de mujer envueltas en telas claras, me siento realmente en el corazón de Cuba. "Los cruzamientos de sangre, lejos de disminuir el valor de los pueblos, no hacen más que aumentarlo" —dice Jean Finot en su estudio sobre el prejuicio de las razas—. Y acaso ése sea el resultado de la mezcla indohispanoafricana que se advierte al internarse en las calles animadas y turbulentas, llenas de grupos vocingleros, donde se discuten la naturaleza, vemos que una de las formas de defensa de los seres pequeños es hacerse "no comestibles". Lo que es refractario o inasimilable para el sacrificador, tiene ya por ella sólo una garantía de perdurar.
Todo es, naturalmente, relativo. Los métodos se han perfeccionado a lo largo de los siglos. El imperialismo se anexaba en las primeras épocas a los habitantes en forma de esclavos. Después se anexó la tierra sin los habitantes. Ahora se aclimata el procedimiento de anexar la riqueza sola, sin la tierra y sin los habitantes, reduciendo al mínimo el desgaste de la fuerza dominadora. Una nación que tiene en sus manos el contralor de la riqueza y el comercio de otro país, es, en realidad, dueña de él y de los que en él viven, no sólo en lo que al orden económico se refiere, sino hasta en los asuntos de política interior y exterior, dado que el andamiaje de una patria en la vida moderna reposa sobre las finanzas y son éstas las que regulan sus diversos movimientos.
En Guantánamo, la Caimanera , y, sobre todo, en la posesión norteamericana, con su instalación de telegrafía sin hilos, sus carboneras, sus depósitos y sus acorazados anclados en la bahía, se siente la presencia de una nueva Roma que hace silenciosamente la guardia alrededor de su Mediterráneo.
A Santiago de Cuba llegué por el Cuba Railroad Company una tarde en que se verificaba una manifestación de gente de color en honor del diputado don Evaristo Estenoz. De la estación bajó hacia el centro de la ciudad una muchedumbre a pie y a caballo que rodeaba el carruaje descubierto del caudillo. Hombres sudorosos, mujeres con niños en brazos y una nube de negrillos, afónicos, clamoreaban alrededor del jefe. Era la rebelión de la esclavitud, abolida en los Códigos, pero mantenida en los hechos por prejuicios que perduran.
Santiago de Cuba es una hermosa ciudad próspera y alegre, con el aspecto característico de las poblaciones del trópico. Luz, flores, hermosas mujeres, gesticulación abundante, ventanas con reja, y junto al idealismo de las costumbres, el comercio, el intercambio, la vida de hoy. Me pareció advertir mayor fiereza en el nacionalismo de esta ciudad. Las capitales de provincia, resguardadas del cosmopolitismo que se reconcentra en las capitales, conservan casi siempre con mayor vigor sus distintivas. La Habana está en contacto diario con el mundo. De aquí la aparente superficialidad que advertimos en algunos centros. Santiago de Cuba se ha engrandecido cultivando casi exclusivamente las características de su vida colonial, y así se explica su fuerte cubanismo.
Esta tendencia la hallé principalmente en el almuerzo popular que me ofreció la Asociación de la Prensa , en el teatro de Vista Alegre. Los discursos del presidente de esa institución, señor Espinosa; de don Joaquín Navarro (Ducazcal) y de los señores Valencia, Aristigueta y Clarens, tradujeron una palpitación tan honda, tan nacional, que nos sentimos envueltos en la bandera del país y compenetrados con sus destinos.
La maniobra ensayada por los que deseaban desvirtuar la significación de la campaña emprendida, fracasó en Santiago, como había fracasado antes en La Habana. Hacerme pasar por enemigo de la independencia de Cuba y partidario de una imposible vuelta al colonialismo español en un país que acababa de salir de la guerra separatista y donde perduraban los naturales apasionamientos de la lucha, pareció a algunos la manera más hábil de sofocar la voz que se levantaba. Pero el buen sentido se interpuso. Lo que yo defendía era otra cosa. ¿Quién podía soñar en rehacer situaciones definitivamente anuladas, resucitando quiméricos virreinatos en el siglo XX?
Sólo se trataba de la supervivencia del espíritu y del alma que España dejó en las tierras nuevas, es decir, en realidad, de nuestra nacionalidad misma, porque ella no es, si lo miramos bien, más que una resultante de los antecedentes étnicos y culturales. Defender el idioma castellano, oponerse a la conquista angloamericana, luchar por el mantenimiento de nuestras autonomías actuales, son actos de verdadera independencia. Y así lo comprendieron todos, dejando caer esta primera piedra arrojada en mi camino por los que a lo largo del viaje no cesaron después de hostilizarme, buscando en la intriga lo que no podían obtener por otros medios.
El último día de noviembre, después de haber pasado un mes en Cuba, seguí viaje en un pequeño barco costero, con rumbo a la República de Santo Domingo, a cuya capital llegué dos días después.
Acababa de sufrir aquel país una de sus sacudidas dolorosas, golpe de Estado, revolución o lo que fuere, en la cual había perdido la vida el presidente Cáceres. Antes de salir de Cuba fui advertido de ello. Se me mostró un editorial referente a la oportunidad de la visita, publicado en el Listín Diario, órgano oficial, por aquel tiempo, del gobierno dominicano (5).
Pero, triste es decirlo, las discordias civiles son, en algunas repúblicas, tan frecuentes y normales, que dejar de visitarlas en medio de esos disturbios sería, renunciar a conocerlas realmente.
La isla donde abordó Colón, iniciando la portentosa serie de descubrimientos y exploraciones que debía perfilar costas nuevas en mares desconocidos, ha sido desde los orígenes la región del Nuevo Mundo más castigada por guerras, revoluciones, conjuras y desembarcos militares. Pero a través de las vicisitudes y sangrientas porfías, bajo el coloniaje primitivo, durante la irrupción francesa, en medio de la segunda dominación española, en la lucha contra la invasión haitiana, en la tercera guerra de la independencia y en los innumerables levantamientos y motines de sus últimos años de vida autónoma, se advierte como un hilo central el mismo espíritu hirsuto que enlaza el filibusterismo de las primeras épocas con el endémico oposicionismo de las últimas, en una cadena trazada con eslabones de sangre alrededor del ensueño de una imposible libertad.
En la mayoría de los naufragios, la culpa no es de la barca, ni del mar; la culpa es de los vientos. Y han sido los vientos de la ambición internacional los que han determinado la hecatombe dolorosa. En los primeros tiempos, Francia trató de suplantar a España en Santo Domingo, e Inglaterra apoyó a España para disminuir a Francia; en los últimos, los Estados Unidos consumaron la derrota latina, afirmando su dominación donde España y Francia habían fracasado. Las guerras de raza dentro de la isla, como las guerras de partido en cada subdivisión de ella, no fueron más que acciones concurrentes o instrumentos ciegos puestos al servicio de las sutilezas de la política internacional. Lo único que se puede reprochar a los dominicanos es la nerviosidad ingenua con que cayeron en los lazos, desatando su combatividad en luchas fratricidas que preparaban el sometimiento. La situación no ha sido determinada sólo por el clima o por los atavismos, como afirman algunos. Es obra también de la diplomacia, que prepara los naufragios para recoger los restos en la playa, sacrificando a veces fuentes de vida nueva que pudieron fructificar en la historia llevando su tributo al progreso universal. Abandonados a sí mismos, los antillanos se hubieran desarrollado blandamente, de acuerdo con sus características, en la órbita ideológica que fundó allá las primeras Universidades de América. La culpa no es de Santo Domingo, repetimos. Y si algún día se hiciera el balance de las responsabilidades históricas, comprenderíamos que la pequeña Antilla, lejos de perecer por sus propios errores, se ha ahogado en lo que podríamos llamar los remolinos de la civilización.
La primera visión que tuve del país al desembarcar, fue la Aduana en poder de empleados norteamericanos. Como garantía del pago de los intereses y amortización de la deuda total del país (20.000.000 de pesos oro), se vio obligado el Gobierno de Santo Domingo a entregar, en 1907, ese primer jirón de su autonomía a los Estados Unidos. Suponer que una concesión semejante puede ser temporal, es ignorar el sentido de la historia. Santo Domingo esperaba redimirse en quince años, es decir, la mitad del tiempo estipulado en el contrato, y con ese fin hizo los sacrificios pertinentes, suprimiendo gastos y aumentando los ingresos de las rentas internas. Pero el interés económico y político del prestamista está precisamente en esos casos en que no se liquide la deuda. Más tarde veremos, al hablar de la situación económica de Nicaragua y del ferrocarril de Guayaquil a Quito, el mismo procedimiento, que obedece a planes superiores de captación financiera.
A fines de 1911, cuando llegué a Santo Domingo, estaba latente la acción que debía desarrollarse después. En el puerto se levantaban, inmóviles, las torres grises de los acorazados, y en la población circulaba, como un hálito frío, el presagio de los futuros derrumbamientos.
Ciudad clara, de casas pintadas de colores vivos, plazas a la andaluza y calles anchas cruzadas por vehículos rápidos y livianos. Las viejas iglesias y los monumentos coloniales recuerdan el esplendor de lo que en otros tiempos se llamó " La Española ", primer florón en América del enorme imperio hispano. Bajo una cripta, la urna de los restos de Colón. La vida sencilla y casera, acentuada por el natural retraimiento de la inmediata sacudida política y de la presentida amenaza extraña, no fue obstáculo para una franca hospitalidad. En el Ateneo conocí a los mejores espíritus del país; en una escuela dirigida por la señora de Henríquez comprobé el loable esfuerzo educacional que prosperaba a pesar de todas las dificultades. Y en algunos hogares, que me abrieron sus puertas con generosa hidalguía, comprendí que la pequeña población tenía un corazón grande.
Al abordar el tema de la gira en el amplio salón del Ateneo, por cuyas ventanas abiertas se veía el mar y los barcos de guerra extranjeros, encontré un ambiente de recogimiento que no olvidaré jamás. No se oyó un aplauso durante la conferencia, y los que estallaron al fin tampoco fueron bullangueros. Pero el fervor con que todos estrecharon mi mano y las lágrimas que vi rodar de algunos ojos, decían mucho más. Como yo había renunciado al convencionalismo de la retórica, el público renunciaba al convencionalismo de la aprobación, y era una emoción muda la que nos oprimía. El conferencista no había hecho más que decir que la América latina se ahogaba y que en nuestra propia indisciplina encontraba apoyo el invasor. Pero estas verdades elementales rimaban con la secreta preocupación de todos, y al sacar el problema de los términos nacionales para llevarlo al terreno continental, ampliando el conflicto, se abría en las almas una esperanza de redención ante la hipótesis de la solidaridad.
La Argentina , Chile, el Brasil, aparecían en el sur del Continente como la fuerza salvadora que, combinada con la Europa latina, podía detener los acontecimientos. Todos sabían que la política de cohesión y de "altruismo egoísta" que defendiendo a las demás naciones afines del Continente sancionaría la seguridad común, estaba muy lejos de ser aceptada en el sur. Pero amanecía la esperanza de que otros hombres y nuevas generaciones comprenderían la urgencia de esas acritudes.
La tesis que yo sostenía durante el viaje era la de una entente de los pueblos hispanos de América, para asegurar su autonomía y oponer un bloque y una común acción de resistencia cada vez que una nación fuerte del mundo quisiera abusar de su poder, batiendo en detalle a regiones que debían ser consideradas como solidarias.
Claro está que la actitud general de previsión tendría que aplicarse especialmente a los Estados Unidos, no por expresa voluntad nuestra, sino como resultado lógico de la política de absorción que ese país está desarrollando. Pero el propósito inicial y durable, en su ética superior, no encerraba hostilidad especial contra ningún país; tendía a la preservación de nuestras nacionalidades, lo mismo en el orden económico y cultural que en el orden político; a la autodefensa contra todo lo que pudiera disminuir o alterar la situación presente.
El presidente del Ateneo de Santo Domingo, don Federico Henríquez y Carvajal, hermano del que fue después presidente de la República en las horas difíciles de la ocupación norteamericana, Américo Lugo, delegado de su país al Congreso panamericano de Buenos Aires, Tulio Cestero, que ocupaba por entonces el cargo de ministro de la República Dominicana en Cuba, y cuantos intelectuales de ese país he conocido: Federico García, Godoy, Logroño, Piñeyro, Pérez Alfonseca, Rafael Sánchez, Primitivo Herrera, del Castillo Márquez, tantos otros de seguro prestigio cuyos nombres escapan a la pluma en una enumeración rápida, sentían la urgencia de esta misma necesidad continental.
Pero la pequeña república estaba condenada a perecer. Cuando me embarqué de nuevo, tuve el presentimiento de que me despedía de un agonizante. Cinco años después se precipitaron los acontecimientos, a que haré referencia al final de este libro. Un capitán de la marina norteamericana barrió cuanto quedaba de la soberanía nacional, reduciendo al silencio las protestas en medio del mutismo y la inmovilidad del Continente, deslumbrado por los acontecimientos de Europa.
No visité la vecina república de Haití porque estaba ya sumergida por el imperialismo y porque es doloroso comprobar que la historia tiene ironías sangrientas. Un país de gente de color como Haití, "protegido" y "civilizado" por una nación que en sus ciudades aísla y persigue al negro, le cierra sus universidades y lo quema en las plazas públicas, es una de esas paradojas trágicas que nacen a veces en la imaginación de los grandes humoristas. No ha habido en el curso de la humanidad un pueblo que con mayor saña haya despreciado, vejado y exterminado al negro no ha habido en los siglos una raza que haya tenido por él mayor repulsión y odio, y es precisamente ese conjunto el que en nombre de "principios superiores" planta definitivamente su bandera en Haití; suplantando en sus derechos originales a la España descubridora y católica, a la Francia liberal e igualitaria, a la misma intentona de nación independiente, a cuanto pudo ser razonable. El absurdo es una de las formas de la lógica internacional, pero nunca se presentó tan flagrante como en este caso.
Sólo he venido a desenredar la intriga que me impidió hacer escala en la isla de Puerto Rico, algunos años después, cuando el presidente de la Cámara de Representantes, don José de Diego, me reprochó la omisión y descubrimos que mis telegramas de la Habana y de Santiago de Cuba no habían llegado a su destino. Claro está que mi propósito era ir también hasta San Juan, capital de una de las demarcaciones más prósperas del archipiélago. Las circunstancias especialísimas en que ha quedado esa región después de la guerra de los Estados Unidos con España, avivaban ese deseo.
Bajo la dominación española, Puerto Rico disfrutaba de una amplia autonomía. Tenía dos Cámaras y un gabinete ejecutivo. Todos los resortes de la administración estaban en manos de portorriqueños. La metrópoli se limitaba a nombrar un gobernador general y la isla era, en realidad, independiente. La "vetusta" monarquía de la "vieja y atrasada" España había implantado el régimen más liberal que es posible concebir. Cuando, sin levantamiento, ni revolución, ni desavenencia con la metrópoli, por simple imposición de un tratado de guerra, pasó Puerto Rico a poder de los Estados Unidos, las cosas cambiaron radicalmente. He visto billetes de Banco de Puerto Rico en inglés. La "moderna" democracia del "país de la igualdad" impuso otras costumbres. Como contraposición al régimen anterior, hubo un gobierno militar, una Cámara alta nombrada por el presidente de los Estados Unidos, una burocracia norteamericana y un Tribunal Supremo emanado de Washington.
España cometió en América todos los errores posibles. Pero algún día comprenderá el mundo y comprenderemos nosotros mismos, engañados por declamaciones interesadas y tendenciosas prédicas que su gestión, calumniada por los que aspiraban a suplantarla, fue a menudo, dentro de su tiempo, más benigna que la de los demás países colonizadores. Las interpretaciones hostiles han encontrado tanto crédito, que casi parece una herejía evocar a propósito de estos asuntos algo que no sea el "obscurantismo inquisitorial". Pero basta la más ligera investigación para comprobar que las matanzas de indios en América las llevaron a cabo igualmente los anglosajones y los españoles, con la única diferencia de que mientras los anglosajones las continuaron hasta 1900 y en los Estados Unidos apenas sobreviven cien mil indios, los hispanos las interrumpieron en 1800 y en la América española quedan cincuenta millones. Al alcance de todos está la prueba de que la esclavitud fue abolida en las colonias españolas mucho antes que en las colonias inglesas, y de que el negro, que hasta en nuestros días es prisionero en los Estados Unidos, goza de la más amplia libertad en las regiones que derivan de España. La contradicción se hace más potente al comparar el sistema que antes existía en Puerto Rico con el que empieza hoy(6).
La magia de las palabras nos ha deslumbrado hasta ahora. Invocando la "libertad", el "progreso", la "civilización", nos han hecho hacer o aceptar cuanto favorecía intereses extraños; el separatismo, el libre cambio, el panamericanismo, el monroismo, y hemos sido los eternos creyentes que ansiando igualar a los grandes pueblos, nos hemos supeditado a sus conveniencias. El interés extranjero se ha disfrazado de principio general o de noble sentimiento, y no hemos sabido ver a través de él las verdaderas intenciones cuando nos han proporcionado medios para "equilibrar nuestras finanzas", cuando nos han "ayudado a conseguir la libertad", cuando nos han prestado fuerza para "derrocar tiranos", cuando nos han brindado apoyo para "obtener la victoria" sobre otra nación limítrofe del mismo origen, o cuando en nombre del "humanitarismo", o de la "paz", han intervenido en la solución de nuestros conflictos. Las bellas declamaciones sólo sirvieron para que evolucionaran con mayor comodidad las influencias predominantes.
Al recorrer las Antillas, y al evocar su historia en los últimos tiempos, salta a los ojos, de una manera especial, esta verdad dolorosa. La América latina se ha engañado, como se engañó España al acudir a una guerra de sentimientos. Las tendencias del conjunto le han llevado a la ruina. Y al considerar en bloque las causas generales del desastre, que compromete en las perspectivas futuras del mundo la personalidad de estos pueblos, surgen, claros y evidentes, dos fenómenos correlativos: el conocimiento que otros tienen de nuestros defectos, y la impericia que nos impide prever las consecuencias de los idealismos.

Nota

1 De los 38.296 inmigrantes que entraron a Cuba en 1912, 30.660 eran españoles.
2 En el año 1852, los ministros de los Estados Unidos en Inglaterra, Francia y España, reunidos en Ostende, propusieron la compra de Cuba, declarando que si no aceptaba España, los Estados Unidos "se considerarían, justificados, dentro de toda consideración de orden divino y humano, para arrancársela a España'.
3 En realidad, la nacionalidad cubana, que se robustecía antes de la independencia, declina después de ella. El diputado don Ezequiel García Ensenat, dijo en la Cámara de Representantes textualmente: "El hijo de padres españoles nacido en Cuba era siempre cubano; y esa verdad no destruye esta otra: el hijo de anglosajón es siempre anglosajón. Aquí el norteamericano conserva todas sus costumbres, su carácter, sus prejuicios, y, sobre todo, su nacionalidad, habiendo llegado, cuando ocupó militarmente nuestro país, a importar hasta sus alimentos y a llevarse hasta sus cadáveres."
4 "El primer acto público de la Asociación latinoamericana en Cuba, entidad nacida bajo las inspiraciones del escritor argentino Manuel Ugarte, que va de pueblo en pueblo predicando la cohesión latinoamericana como la única medicina posible contra la hegemonía anglosajona en el Nuevo Mundo, que sin aquel freno llegaría a ser una tristísima realidad, ha sido un acto verdaderamente hermoso. Hay que felicitar a los que con el entusiasmo de la juventud y del convencimiento han echado sobre sus hombros la ímproba labor de mantener una propaganda activa que no ha de reportar el menor provecho tangible e inmediato a los que la realizan, como no sea el bienestar moral que produce al buen ciudadano el cumplimiento de sus deberes para con la patria." (De un editoriai de El Triunfo, de la Habana , 26 de febrero de 1912).
5 Decía el citado periódico: "Se nos ha dicho que un grupo de escritores de esta capital pensaba dirigir una nota cablegráfica a Manuel Ugarte, quien se halla actualmente en la Habana , indicándole que no realizara, por ahora, su visita a este Santo Domingo de Guzmán, como se propone llevarlo a cabo el ilustre publicista argentino. "Parece que los jóvenes intelectuales que se disponen cablegrafiar al señor Ugarte en el sentido indicado, lo hacen porque sentirían que no se hiciera al literato sudamericano el recibimiento merecido, dado el natural retraimiento en que están en estos momentos nuestras clases sociales; pero nosotros creemos que, si bien es cierto que la recepción que a Ugarte se hiciera no revestiría la esplendidez que todos deseáramos, siempre se le agasajaría merecidamente y tendría oportunidad de oir, de labios de dominicanos autorizados, frases demostrativas de lo que aquí pensamos respecto a nuestro porvenir y notaría el ferviente americanista, los loables esfuerzos que en práctica ponemos para encumbrar la república. "De venir el fecundo intelectual, sería dentro de algunos días, y para entonces reinará más calma en los espíritus, y el sosiego natural que ha de existir, seguramente, nos permitiría estar más solícitos con ese mensajero de la paz y del progreso de estos pueblos, que lo que suponen los que opinan que sería preferible manifestarle a Ugarte que no viniera al país. "Que venga el maestro de la juventud americana, que venga el amigo de la paz, y que su palabra fraternal sea a manera de lazo que nos una a todos y que ate fuertemente por los vínculos del deber y del amor a los que amen la patria y deseen para ella eternidades de ventura, efectividades de grandeza.". Listín Diario, 25 noviembre de 1911.
6 El gobernador de Puerto Rico, señor Yager, decía en Washington, al ser llamado por el presidente Wilson y el secretario de la Guerra , señor Baker: "No retiraremos jamás nuestro pabellón de Puerto Rico ni de Santo Domingo, porque para mantener el orden y fomentar la prosperidad en el Caribe, es imprescindible que ejerzamos allí un control político, militar y naval. Los Estados Unidos dominan actualmente todas las aproximaciones del Mar Caribe, y aunque nosotros no tenemos tendencias imperialistas, estamos en el deber y en la necesidad de conservar las Indias Occidentales como una salvaguardia de la doctrina de Monroe."

No hay comentarios: