por J.J.Hernández Arregui
martes, 22 de octubre de 2013
CULTURA Y “SER NACIONAL”
por J.J.Hernández Arregui
“Si hay poesía en nuestra América,
ella esta en las cosas viejas, en
Palenke y Ulatlán,
en el indio legendario, y en el inca
sensual
y fino y en el gran Moctezuma de la
silla de oro.”
Rubén Darío
Con
la disolución del Imperio Español en América, la filosofía mercantilista
anglosajona e influencias culturales francesas, distancian cada vez más a las
oligarquías nativas en ascenso económico vertical de las masas horizontalmente
aferradas al suelo y a las tradiciones colectivas que siguen iluminando a estas
tierras desde el firmamento cultural hispanoamericano. Es inexacto que el
período colonial haya carecido de vida activa. En esos siglos se refundieron
culturas, costumbres y creencias, y el sistema resistió hasta el siglo xix.
Esta solidez no fue ajena a la homogeneidad cultural que España logró en América.
Y tal hecho habría de subsistir hasta hoy. En lo exterior predomina lo europeo
—derecho, religión, técnica—, pero en la base permanece el substractum nativo,
creencias colectivas, arte popular, etcétera.
El
hecho no puede extrañar. Los grandes poetas de América —aquellos que merecen
tal nombre— manaron de una espesa tradición colectiva, ya sedimentada, y a ella
se arquearon y la expresaron, no como europeos, sino como hispanoamericanos,
como reflectores de una peculiar estampa estética del mundo, que siempre brota
de un paisaje y de una masa de representaciones colectivas. Los individuos
geniales de un pueblo, lo son, en la medida que renuevan y sintetizan, en un
proceso inagotable, pues la comunidad sobrevive al individuo, las formas
alegóricas de una cultura nacional. Esta herencia es la que cualifica a todo
arte verdadero. Y es que la cultura, como desde un determinado ángulo lo viera
Nietzsche, “es ante todo unidad de estilo artístico en todas las
manifestaciones vitales de un pueblo”.
Aún
cuando las crea nacidas del milagro de su interioridad, el gran artista
nacional toma sus imágenes del contexto social en que vive como criatura
humana. Sus representaciones, entornadas por la singularidad venturosa de su
espíritu, son colectivas. El verdadero poeta, esencialmente personal en la
inmanencia de la forma, pone en sus creaciones algo de impersonal, como es
impersonal y exterior al individuo, lo colectivo que lo alumbra. Y así Rubén
Darío, individuo, se lamentará:
“Qué
queréis. Yo detesto la vida y el tiempo en que me tocó nacer!”
Pero
el otro Darío, sin contradecirse, dirá:
“Yo
no soy un poeta para las muchedumbres, pero sé que, indefectiblemente, tengo
que ir a ellas.”
Y
es también el Darío, afrancesado y “poeta maldito” de los comienzos, quien
retornará, al fin, a las fuentes eternas de su genio poético:
“Mientras
el mundo aliente, mientras la esfera gire... vivirá España.”
Todo
gran poeta ha experimentado el sentimiento de este protofondo creador e
insondable de lo colectivo:
Que
al fundir el corazón
con
el alma popular
lo
que se pierde de hombre
se
gana de eternidad.
Manuel
Machado
El componente hispánico de la cultura en
América
El
juicio de Guillermo de Humboldt sobre el avanzado estado de la cultura en
América en la época que la visitó, es testimonial. Esta idoneidad civilizadora
de España tiene antecedentes lejanos. España, por sus asimilaciones y contactos
culturales con Oriente, árabes y judíos, estaba especialmente dotada para su
acomodamiento con la cultura originaria indoamericana. La cultura española
preponderó y se mantiene encendida en toda América. El factor aglutinante fue
la lengua. A pesar de la posterior partición política, la comunidad lingüística
del continente le confiere a la América Hispánica una personalidad cultural que
todo ojo percibe. Las poblaciones indígenas que ignoran el español, son
incrustaciones fuera del tiempo histórico, residuos momificados dentro del
abanico de la cultura hispanoamericana. El ajuste de este tipo de comunidades
indígenas, por otra parte, se logrará con la revolución que las reintegre al
proceso social y lingüístico de la nueva realidad, ya que la separación de las
mismas del cuerpo social, es consecuencia del sistema económico que las explota
socialmente.
La
cultura hispánica está sobrepuesta y en contacto permanente con las culturas
aborígenes. La misma dispersión lingüística de las comunidades indígenas,
contribuyó a su quebranto frente a lo español, aunque las lenguas indias
superiores —araucana, maya, azteca, tupí-guaraní— perviven mezcladas, en formas
fonéticas y estructurales estabilizadas en las capas populares de determinadas
regiones. La cohabitación y promiscuidad idiomáticas es particularmente
original en el arte poético y musical —como en las áreas guaraníticas— y aún no
han sido totalmente indagadas, pero exhiben su riqueza en la expresividad de
sus creaciones. La fusión de lenguas, que lo es también de culturas, se da
—como en pocas regiones de América— en el Paraguay, donde el guaraní y el
español son dos acordes bien templados, de un pensar colectivo típicamente hispanoamericano.
Lo mismo cabe decir respecto a los dialectos negros que marcan el sentido
rítmico de la poesía y música brasileñas y antillanas, en sus productos
legítimos, depurados, no obstante, por la arquitectura del español:
Calabó
y bambú.
Bambú
y calabó,
El
Gran Cocoroco dice: tu-cu-tú.
Es
el sol de hierro que arde en Tomboctú.
Es
la danza negra de Fernando Poo.
El
cerdo en el fango gruñe; pru-pru-pru.
El
sapo en la chacra sueña; cro-cro-cro.
Calabó
y mabú.
Bambú
y calabó.
Luis
Pales Matos
Sóngoro,
cosongo
songo
be;
Sóngoro,
cosongo
de
mamey,
Sóngoro,
la negra
baila
bien;
sóngoro
de uno,
sóngoro
de tré.
Aé,
vengan
pa ver;
aé,
vam pa ver;
¡vengan,
sóngoro cosongo
sóngoro
cosongo
de
mamey!
Nicolás
GUILLÉN
Un
amplio vocabulario indígena castellanizado, fruto de estos contagios, es parte
del sentir y el pensar de la América Hispánica , destinado con la emancipación
social de las masas, a diseminar su radiación cultural como un fuego generatriz.
Las artes domésticas y sociales —cerámica, alfarería, tejidos— han perdurado en
estilos artísticos menores trenzados al actual desarrollo técnico de la economía
y se manifiestan en todo el continente como vástagos de un estilo ornamental
mayor, que al margen de diferencias regionales, y de sus elementos decorativos,
que van del naturalismo a la abstracción, otorgan a la cultura indigeno-hispánica
popular rasgos innatos, sobre el antecedente de la llamada arquitectura
ciclópea, similar a la china o hindúe. También las ruinas componen una cultura.
La arquitectura y la escultura estaban en América soberbiamente desarrolladas
en las áreas precolombinas. Los productos estáticos de la cultura, en
apariencia atemporales, el arte egipcio, por ejemplo, son también historia,
manifestaciones rígidas hoy, de la actividad social de un ciclo desaparecido
para siempre, pero al que en los momentos profundos de la vida, los pueblos
sienten como la historia condensada de la humanidad toda que en ellos se
eterniza. Si nos turban como eternas, es porque en las ruinas, aún está viva,
en el polvo de los templos o en el silencio del basalto, aquella espiritualidad
de que surgieron, y de la cual los pueblos brotaron, envuelta ahora en la
remota melancolía del tiempo y en el sentimiento trágico de la existencia
individual.
Esas
grandes ruinas están allí, videntes en la detención de las edades —Yaxchilan
Tikal-Xma— con sus puentes y carreteras, superiores se ha dicho, a las de Roma.
Estilos artísticos como el barroco, tomaron en América atributos nuevos, y
refluyeron y dejaron huellas en la península, en un trasplante que demuestra la
vitalidad de la mezcla, su fuerza expansiva, característica de toda efectiva
interfecundación cultural.
El
arte mural mejicano no tendría vigencia sin esta previa simbiosis de siglos
entre lo indígena y lo colonial hispánico, removidos ambos elementos por la
carga afectiva de la reforma agraria. Este arte mejicano moderno, no es ajeno a
la enseñanza del dibujo que a través de un sano nacionalismo cultural, en
México se imparte sobre tradiciones ornamentales y cromáticas indígenas. Tal
nacionalismo cultural, desalojará tarde o temprano de la América Ibérica , a un
universalismo que es la faz espiritual del dominio extranjero.
El
arte indígena en América es un almácigo inextinguible de arte superior. En este
orden, y es seguro que el fenómeno será probado en toda la América Hispánica ,
el musicólogo mejicano, Vicente T. Mendoza, ha investigado la profusión musical
e instrumental de la música prehispánica, asociada a técnicas europeas,
traídas, en particular, por las órdenes religiosas. La subsistencia de cánticos
y ritmos tribales de la época de Moctezuma han sido identificados, lo mismo que
formas musicales indígenas casi indemnes, comprobadas por Konrado Preuss,
Lumholtz y otros. A pesar de estas influencias recíprocas el elemento español
ha predominado, pero la cultura hispanoamericana es, por eso, americana, y no
española o india. En México, el folklore indígena no puede entenderse sino en
relación con elementos españoles, y a la inversa, lo hispánico, en México, no
se agota sin relacionarlo con el folklore indígena, pues en la América se dio un dúplice
proceso de aculturación. Robert Redfield, al estudiar la cultura del Yucatán,
ha señalado la imposibilidad de separar en ella las tradiciones aborígenes de
las hispánicas, pues en cuatro siglos se han troquelado. Las culturas indígenas
no están secas, sino fundidas en una unidad viviente hispanoamericana. Y este
hecho entronca con el cardinal concepto de Kluckhon, referente a la existencia,
en toda comunidad cultural —y esto es particularmente cierto en América
Hispánica— de una cultura latente (covert cultura) junto a la manifiesta o
patente. Teniendo en cuenta la clasificación de Jules Steward, sobre la
existencia de cuatro áreas culturales aborígenes en la América Hispánica ,
la existencia dé esta cultura latente, asociada a la emancipación de las masas
iberoamericanas, promete perspectivas culturales de una fertilidad incalculable.
Cultura prehispánica y razas
Estas
generalizaciones preliminares obligan, aunque más no sea en forma sintética, a
rozar dos problemas: el de las culturas prehispánicas y el de la presunta
inferioridad del indio americano y del negro, factores humanos importantes en
la composición étnica de Iberoamérica.
Hay
serias presunciones sobre el origen mongólico de la razas americanas
precolombinas y sobre la época relativamente cercana en que tales migraciones
se produjeron durante el período interglacial. Estas migraciones postreras
explican el retardo, puramente cronológico, con relación a Europa, de las
poblaciones que encontraron los colonizadores portugueses y españoles. Las
razas indígenas del período de la conquista, en un grado de desarrollo
histórico inferior —se lo ha comparado, aunque la cuestión está sujeta a
controversia, con el de los griegos de la época de Homero— muestran notables
testimonios de su capacidad para la cultura. El choque de la conquista
interrumpió este desarrollo. No fue la superioridad racial del europeo la causa
de su dominio, sino su preeminencia económica, cultural y militar. Entre estas
culturas precolombinas y las de la antigüedad asiática y europea, se han
cotejado paralelismos sorprendentes. América se encontraba en el siglo xv en un
estadio determinado de la civilización humana, pero no detenida, a pesar de la
misteriosa decadencia maya, sino en estado de activo desenvolvimiento
histórico, sobre todo con el por entonces reciente afianzamiento imperial de
los aztecas, pueblo masculino en tren de una civilización luminosa. Tales
analogías han sido verificadas en la organización económica, política y
militar. En cuanto al arte ciclópeo incásico y azteca, atestigua esta dotación
para la civilización superior. Les era conocida la escritura, otro signo de las
altas civilizaciones. El desarrollo tecnológico no era despreciable. Incluso en
la ingeniería y las matemáticas aplicadas, asombroso. Los Incas conocían el
cero matemático y la báscula, no así en México. La astronomía estaba muy
evolucionada. El calendario solar maya era más exacto que el gregoriano. Las
teogonías indígenas son equivalentes a las asiáticas y europeas arcaicas. Mitos
como la expulsión del paraíso o de un salvador, se encuentran en los guaraníes,
etc. Se ha sostenido que fuera del griego y del latín el guaraní es el idioma
que más ha contribuido a la nomenclatura científica de la botánica y el valor
de la farmacopea vegetal indígena es reconocido por la ciencia moderna.
El
pretendido atraso cultural de América viene de una equivocada comparación con
el siglo XVI europeo, o sea, que los pueblos de América crearon sus
civilizaciones dentro de su temporalidad, en retraso con relación al Asia y a
Europa, que ya habían dejado atrás esas fases históricas. Para los egipcios de
la época de Homero, los griegos eran bárbaros. Y así se los veía. En nuestro
tiempo, el ejemplo del Japón, y su tránsito vertiginoso del feudalismo a la
industrialización, refuta estas teorías asociadas al preconcepto de la
superioridad o inferioridad de las razas humanas. No hay razas superiores, sino
en diverso grado de evolución histórica. No es una raza la que vence a otra, como
en su tiempo lo sostuvo Gumplowicz, sino culturas más avanzadas que otras. Los
testimonios de los siglos xvi y xvii, cuando Paraguay era todavía una nación
cultural, posteriormente arrasada durante el siglo xix por una guerra impía,
son todos coincidentes sobre las virtudes de este pueblo mestizo, en el orden
militar y ético, etc., o sobre la limpieza y cualidades hacendosas de sus
mujeres. El mismo Azara destacó la bella vida comunitaria de paraguayos y correntinos.
Como lo recuerda Natalicio González, casi todos los paraguayos sabían leer y
escribir. Después de la guerra de la Triple Alianza Paraguay cayó en la categoría de
uno de los pueblos más atrasados de América latina. Y esto invalida toda teoría
racista. La cultura es un desenvolvimiento en el tiempo, no una
predeterminación positiva o negativa de orden biológico. Los procedimientos
electrónicos actualmente utilizados por los rusos para descifrar los
jeroglíficos mayas, existentes en Madrid y Oresden, mostrarán la altitud de
estas grandes civilizaciones. Tan importante es la civilización incásica, que
un racista como Klemm, debió reconocer en los incas las características de una
raza superior. Y las célebres investigaciones de Karl Pearson pueden resumirse
en sus propias palabras: “A mí personalmente el resultado de la presente
investigación me ha convencido de que hay poca relación entre el físico
exterior y el carácter psíquico del hombre” Las investigaciones modernas,
libres de prejuicios, rechazan el concepto racial. Tampoco hay argumentos
favorables a la inferioridad de las razas mezcladas. Amén de que no existen
razas puras. Este mito del siglo xix fue un arma ideológica que sirvió al
reparto imperialista del mundo. Con este pretexto se justificaron
reivindicaciones nacionales, en aquellos pueblos, como Alemania, postergados
del saqueo colonial.
En
Hispanoamérica, las clases altas, que son las que han abrazado la tesis de la
inferioridad del indio, en no pocos de sus países, son mestizas. Este sentimiento
antiindigenista de una superioridad racial, es de origen económico, convertido
en valoración política de clase, a fin de justificar la explotación social de
las masas. Las llamadas razas inferiores, lo son por la posición que ocupan en
la escala social. El mayor grado de civilización de un pueblo con relación a
otro, no prueba nada respecto a la presunta desigualdad de las razas humanas,
pues la civilización no es un producto racial, sino a la inversa, la raza un
producto cultural. Las mismas características físicas, vale decir,
antropométricas, varían con las condiciones ambientales. Los japoneses y judíos
de Nueva York han confirmado el hecho. Tampoco la degeneración física de
ciertos aborígenes es racial, sino social, provocada por la alimentación y la explotación
infrahumana del trabajo. Y Boas ha podido decir: “Es imposible predecir cuáles
serían las realizaciones del negro si pudiera vivir en términos de absoluta
igualdad con los blancos”. En suma, los conflictos raciales, en la América latina de hoy, son
formas encubiertas de la lucha de clases. Los imperios azteca e incásico se
desmoronaron, pero no las comunidades que les dieron origen. Y estas
comunidades, ayer como hoy, difunden su espíritu como una energía vasta y
difusa en los poros de la cultura hispanoamericana.[1] Mas adelante, al hablar
sobre las condiciones de la revolución latinoamericana se volverá sobre el
tema.
España y el folklore
El
hecho real es que el elemento configurador de la cultura americana fue español.
Una cultura superior apaga a la inferior. Este fenómeno se dio también en
Hispanoamérica, y se comprueba por el folklore. El folklore es el tegumento de
toda cultura nacional. En él se custodian las compactas tradiciones
hispanoamericanas. Ambos patrimonios culturales, el autónomo y el hispánico, se
hermanaron aquí, por una especie de presión osmótica, y se coagularon durante
los siglos xvi y xvii, bajo la superior y universal entonces cultura española.
Pero el folklore, a su vez, surge de la organización social. Aunque recubierto
por la cultura española, el subsuelo indígena la modificó y las antiguas
técnicas y creencias, sobreviven hoy mismo en Bolivia, Perú, Brasil, etcétera.
El
folklore hispanoamericano está presente, particularmente en las expresiones
musicales de sus pueblos, a través de una reelaboración y síntesis de lo
indígena y lo español, que se expresa incluso en la elección y sonoridad
instrumentales. Podrá resaltar en alguna región el elemento indígena, como en
Bolivia, el negro en Cuba y Brasil, el hispánico en México y la Argentina , etc., pero
tales elementos étnicos están tan imbricados que la música hispano americana,
en su homogeneidad melódica y rítmica es una sola. Estas formas hispánicas,
indias y negras, por encima de sus diferencias se presentan emparentadas al
oído. Temas parecidos informan su intención social, relacionados con el sistema
del trabajo campesino. La música y la danza son artes colectivas y similares
condiciones de trabajo procrean ritmos y melodías genéricos. Los mismos
instrumentos están extendidos en toda América: guitarra, flauta, tambor, bombo,
guiro, cajas, batucas, catereté, etc. En el norte de Hispanoamérica, esta selva
folklórica se acrecienta con el aporte negroide antillano que viene del siglo
xvii. Aun en países como la
Argentina , elementos negros, muy diluidos, han creído
percibirse en el tango. Es probable. Esta unidad folklórica es notoria en las
capas populares aplanadas por la miseria social y semejantes sistemas
productivos. Los cantos colectivos vinculados al trabajo, a la recolección de
las mieses, al arreo de los animales, los mitos, consejas, danzas, las
festividades religiosas, el carnaval, las navidades, las procesiones, antiguos
ritos nupciales y de tránsito, de origen indígena y anteriores a la conquista,
los dramas agrarios del sacrificio y la resurrección ligados a las estaciones,
de data precolombina, prácticas mágicas sobre el amor, la costumbre
prehistórica del rapto, las ceremonias funerarias asociadas a creencias sobre
la transmigración de las almas y las ofrendas alimenticias a los muertos, casi
siempre autóctonas, etc., se repiten en forma parecida en toda América. Las
canciones pueden pertenecer a cualquier país, a pesar de sus diferencias
regionales, y el arnés poético, en sus formas recogidas por la escritura, es
español. Este montaje viene de las canciones de gesta, que dan origen a los
romances, género poético nacional por antonomasia de España.
La
música española, trasladada a América, se plasmó en algo peculiar. Junto al
romance, en la mayoría de las canciones populares están los antiquísimos moldes
del villancico. El dato verdaderamente científico que habla sobre la realidad
de una cultura es su folklore, que en América Hispánica constituye, aunque
matizado, un mismo fenómeno sociocultural. En el folklore están estereotipadas
las relaciones sociales del grupo y es la síntesis colectiva de los usos
sociales. Hispanoamérica se presenta como un complejo cultural verdadero. La
ciencia comparativa del folklore aporta datos decisivos. Muchas de las
festividades religiosas de América tienen un origen europeo pero su espíritu es
nuevo. Una misma cantera de villancicos es común a todo el territorio
americano, asociado ello a festividades religiosas o profanas acrecentadas por
el aporte rico en color de las masas indígenas. Estas múltiples formas de la
cultura popular, se repiten en Centroamérica, México, Paraguay, Brasil,
Bolivia, Colombia, Chile, Perú, en Venezuela y el norte argentino. Villancicos
de excepcional belleza poética que pueden ser de cualquier país, se recitan en
todos los pueblos de América:
Esta
cajita que toca
tiene
boca y sabe hablar
sólo
le faltan los ojos
para
ayudarme a florar.
O
bien:
En
aquella esquina
canta
una paloma
con
los pies de plata
y
el pico de aroma.
Y
éste:
El
niño Jesús
viene
por la loma
con
su redecilla
cazando
palomas
Al
Brasil pertenece esta muestra recogida por Rodrigues De Carvalho:
Maria
lavava,
José
estendía,
Choraba
o menino
Do frio que tinha.
CaIai, meu menino
Calai,
rneu amor,
Que
a faca que corta
Dá
thalo sem dó.
Esta
colección poética popular unifica a las fazendas brasileñas, a los cañaverales
cubanos o argentinos. Las fiestas alegóricas de la cosecha son afines en todos
los países, desde Colombia a Santiago del Estero. En la zona guaranítica, del
Caribe a la Argentina ,
un mismo bosque folklórico destaca la uniformidad del área cultural. El pericón
argentino es una variante del baile de las cintas, difundido en toda América.
Una
copla venezolana dice:
Lucerito
e’ La mañana
préstame
tu claridá;
para
alumbrarle los pasos
a
mi amor que se me va.
¡Lucerito!
... ¡Lucerito!
El
folklore hispanoamericano contiene las antiguas estructuras de la organización
social y muestra el contorno de una verdadera familia de naciones unimismadas
como una campiña orgánica, encerrada en sí misma, cualidad de toda cultura.
En
la Argentina ,
cuya oligarquía portuaria y sus clases urbanas descendientes de la inmigración
se envanecen de su europeísmo, la cultura hispanoamericana está activa aunque
la apariencia sea otra. Tal cultura primigenia se conserva casi invulnerable a
influencias foráneas, en la región centro andina:
Córdoba,
Catamarca, San Luís, Tucumán, Santiago del Estero, Salta. También en
Corrientes. No sólo estos moldes preservan el pasado hispánico, sino el
autóctono más antiguo.
Con
respecto a la influencia española bastan unos pocos ejemplos. En muchas coplas
populares es individualizable este centro regulador hispánico que supervive a
través de Calderón, Santa Teresa, Lope de Vega. Es un embebido carnal como el
que potencia el estilo de Sarmiento. Juan Alfonso Carrizo ha estudiado estos
intercambios, influencias y connubios, no sólo con relación a España, sino de
región a región dentro de Hispanoamérica. Un pequeño poema calchaquí dice:
Amor
firme te prometo
hasta
la última agonía:
sólo
el alma no te ofrezco
porque
esa prenda no es mía.
Donde
es fácil reconocer la presencia de Calderón. Y este otro, que recuerda a la Santa Teresa de
Jesús, de:
Vivo
sin vivir en mi
y
tan alta vida espero
que
muero porque no muero.
Dice
así:
Confieso
que estoy muriendo
que
no es vida sino muerte
la
vida que estoy viviendo,
Esta
poesía popular y sus innegables semejanzas se dan como unidad genética de
cultura en todos los países hispanoamericanos. Durante el siglo xvi era popular
esta copla en España:
¿Cuál
dolor debe escoger
la
más hidalga fineza
ver
la querida belleza
muerta
o en otro poder?
Y
en Colombia:
Decime,
mi bien, decime,
cómo
me quisieras ver:
¿Verme
muerto o enterrado
o
ajeno en otro poder?
O
en La Rioja :
Dos
pareceres te pongo
¿De
cuál quieres escoger,
De
ver tu prenda querida
¿Muerta
o en otro poder?
Además
de esta similitud regional, es comprobable aquí el ascendiente de González
Berceo y Lope de Vega. El mismo Carrizo ha probado que muchas canciones del
interior, todavía vigentes en el pueblo, datan de la Edad Media. En esta
poesía popular abreva la poesía culta, que generalmente suaviza o deforma su
contenido de clase, salvo en poetas nacionales como José Hernández. En efecto,
el sufrimiento del pueblo otorga fisonomía propia al arte colectivo. La imagen
del mundo no es la misma en el rico que en el pobre. Una antiquísima copla
riojana, derivada de una tradición española más anterior, reza:
Ya
no hay razón para el pobre
la
que hubo ya se acabó.
La
razón se subió al ciclo,
sólo
la sinrazón quedó.
El
sentido y la forma de esta arcaica copla popular anuncia al Martín Fierro de Hernández, poema
hundido también en la antigua cultura y que narra la historia de un pueblo
nativo perseguido y despojado de la tierra durante el siglo xix por la clase
terrateniente de Buenos Aires:
Dicen
que el pobre es grosero
y
que en su trato no es nuble,
que
su dinero es de cobre.
y
así de distintos modos,
habiendo
ley pata todos
ya
no hay razón para el pobre.
………
Para
el pobre no hay justicia
la
que hubo ya se acabó,
El Idioma español
En
la América Hispánica
no puede hablarse de culturas nacionales distintas, sino de subáreas interrelacionadas
y anastomosadas por el idioma —que debe repetirse—, es el factor que tipifica
una cultura mayor. Toda cultura se condensa en la lengua que aprisiona las
estructuras lógicas y los contenidos emocionales del pensar colectivo. La
lengua, en tanto institución social, ejerce una acción coercitiva y reguladora
de la vida del grupo. La cultura de un pueblo está espiritualmente litografiada
en su lengua, a través de la idiosincrasia nacional, fija en el idioma, que es
la memoria de su existencia histórica. Las variaciones idiomáticas se operan
desde el pueblo. Ya Platón lo había comprendido: “El pueblo es excelente
maestro en materia de idioma.” La lengua, como la cultura, es un hecho social:
“La lengua común que definimos corno el conjunto de los hábitos convencionales
que reinan en una colectividad, es un producto y una función de la vida del
grupo. Es ella la que asegura a los hombres —seres pensantes— el contacto
psíquico indispensable para la vida social. Implica una institución al igual
que las costumbres, las creencias, la organización política. Como todas estas
cosas constituyen un objeto exterior al individuo, que escapa a su influencia,
y que quiéralo o no deben aceptarla o sufrirla, bajo pena de romper el lazo de
solidaridad que lo une a sus semejantes... Es todo lo contrario de la libertad,
y esta esclavitud en la expresión del pensamiento parece comprometer al
pensamiento mismo.” (Albert Sechchaye).
Un
hispanoamericano no puede pensar como un anglosajón. Y las expresiones
culturales, aún de una misma civilización, serán diversas en su significación
profunda. De ahí que los pueblos se eternicen en su literatura, y por ella son
conocidos como naciones culturales. Las palabras “parlamento” o “desayuno” no
tienen el mismo sentido en un inglés que en un mexicano. En las lenguas hay
equivalencias de palabras, pero no identidad emocional o imaginativa. En su
cuenca se depositan hábitos, costumbres sociales y formas de vida no
intercambiables. W. H. Hudson lo expresó así: “La propia dificultad que he encontrado
es que el sabor del diálogo gaucho se pierde en la traducción; se encuentra uno
obligado a realizar una especie de imitación, la que puede parecer más bien
pobre al lector que tiene conocimiento de la realidad.” Hudson aseguraba no
poder leer el Quijote en inglés, pues le resultaba “extremadamente insulso”. Y
agregaba, que la “literatura española debe leerse en español o no leerse”.
Es
el idioma español el que ha plastificado el espíritu de América. Las lenguas
indígenas —aimará, quechua, araucana, arawak, caribe, chibcha, yungaspuruná—,
extinguidas o en vía de serlo, o en convivencia secundaria en algunas zonas con
el español o el portugués, no ofrecen posibilidades de restauración
correlativamente al dominio definitivo de la cultura hispánica.
La tradición cultural
Asociada
indisolublemente al idioma, entre los pilares de la cultura, debe citarse la
tradición, que justamente se transfiere a través de la lengua en forma oral o
escrita. El concepto de tradición debe ser discutido, pues se presta a
equívocos peligrosos según el sentido con que se lo emplee y la clase social
que lo esgrima a su favor.
La
tradición constituye un reservorio cultural que las generaciones heredan y
transmiten. Su fuerza, como la de todos los hechos sociales, es coactiva y la
comunidad se resiste a transgredir sus normas, pues su aceptación por el grupo
es de base emocional, religiosa, moral, etc. Por lo general, estas tradiciones
adoptan representaciones simbólicas, ceremonias colectivas que se repiten en
las costumbres del grupo, de una manera fija y periódica, lo cual les da, tanto
a las tradiciones como a las costumbres, íntimamente relacionadas entre sí, el
carácter de normas sociales exteriores al individuo. Por ser una acumulación
histórica de la vida de un pueblo, el peso de las tradiciones es difícil de
contrapesar con medios racionales. La educación de un pueblo reposa en las
tradiciones, por así decir codificadas, y la clase educadora aploma su
prestigio en el respeto hacia ciertos valores de clase que vienen de atrás y
aureolan su dominio presente. Es en el arte donde las tradiciones comunitarias
o nacionales se expresan con más vigor. Un poeta moderno, Baudelaire, ha podido
decir: “El oficio del poeta consiste en expresar los movimientos líricos del
alma en un ritmo reglado por la tradición”. Ahora bien, el ritmo del pensar
viene de la colectividad.
En
el arte popular pueden estudiarse las relaciones del trabajo, el estado
tecnológico, etc. En el carnavalito boliviano, las reglas monocordes y
fatalizadas del trabajo colectivo se vuelcan en la repetición rítmica de los
movimientos de los danzarines como expresiones de la triste y monótona
existencia de los grupos sociales oprimidos. Pero las tradiciones están
regidas, por encima de su aparente fijeza, por leyes del cambio. Entre las
generaciones de un grupo se establecen los llamados contactos de continuidad
histórica. Por tanto, las tradiciones mismas están sujetas al cambio histórico
sobre un piso de permanencia. Esta doble fluencia de la cultura hace que nunca
se pierda enteramente lo que en un momento la sociedad creó, y cuando más, las
creaciones colectivas se esparcen en las épocas siguientes o son transportadas
en las oleadas migratorias de razas, pueblos o clases —el paso de los
provincianos a la fábrica urbana, por ejemplo— a otras regiones a veces muy
distantes.
La
tradición es la memoria, a través de la lengua, de una cultura. Pero esta
memoria tiene un contenido de clase, muy notorio en los países coloniales. Por
la naturaleza del sistema productivo, en ellos hay un doble patrimonio
cultural, en relación con la función antagónica de las clases sociales en la
producción. Las clases bajas, afincadas en la tierra, y las altas, anexionadas
al mercado mundial, representan esa doble nacionalidad cultural. Cada clase
social, aunque enmantada en la cultura nacional, tiende a concebir el mundo de
modo distinto. Así, un escritor representante de la oligarquía ganadera
argentina, Jorge Luís Borges, desde su europeísmo cultural, dirá que el Martín Fierro, de Hernández, “nos
propone un orbe limitadísimo, el orden rudimental de los gauchos”. En cambio,
para las masas rurales, o de ese origen que han pasado a la industria, el poema
es la acusación histórica ilevantable contra una clase social.
Tradición y tradicionalismo
Esto
entraña un conflicto cultural. La frecuencia con que en las publicaciones
populares aparecen los versos de Hernández, y el silencio que rodea al poema en
los diarios y revistas de la oligarquía, expone la separación irreductible de
las clases altas y el pueblo y la dicotomía económica y política de un país,
que a través de estos datos aparentemente sin relieve, tarde o temprano tendrá
que resolverse en una revolución nacional.
Las
tradiciones de un pueblo, en su mayoría, vienen de la cultura campesina. Es la
tierra la que determina el apego de los grupos al suelo. El campesino se siente
adherido a ella y encarnado en la rutina espiritual de las creencias comunes:
“La tierra, los bosques, los campos cultivados, los espacios vacíos se fijan en
un conjunto inseparable cuyo recuerdo lleva el hombre consigo.” (Vidal de la Blache Febvre ). En
los países iberoamericanos, donde la cuestión agraria es central, esta situación
del campesinado comprime en su seno una contradicción que ha sido señalada por
Schumpeter, a saber, la coexistencia de un sistema estático fundado en las
tradiciones de las masas, junto y dentro de la gran empresa capitalista moderna
de la estancia, el cafetal, la mina, la explotación de la caña, la banana, etc.
Y esta contradicción contiene ya una revuelta de los valores tradiciones que en
condiciones dadas pueden volcarse contra las clases conservadoras, dueñas tanto
de la educación, como partidarias de las tradiciones campesinas. Las clases
propietarias de la tierra pregonan el ideal de la vida campera, el retorno a la
tierra, pero no por amor al pueblo, sino hacia los productos de la tierra. Las
clases altas rurales, más que fieles a la tradición, son tradicionalistas.
Cuanto más antiguo es el cepo más respetable. Y si está en el museo más
venerable aún. Marx lo ha dicho mejor: “Las clases conservadoras justifican la
abyección de hoy mediante la abyección de ayer… declaran rebelde cualquier
grito del esclavo contra el látigo (knut) puesto que el látigo es un látigo
antiguo, un látigo hereditario, un látigo histórico”
El
tradicionalismo de las oligarquías de la tierra consiste en sacramentar las
tradiciones religiosas, patriarcales, etcétera, como instrumentos de su
opresión de clase. Este nacionalismo cultural es la contradanza de su
servidumbre transoceánica. En los países coloniales la separación de clases es
de una osificación extrema. Y el nacionalismo de las capas rurales, es tanto
una espontánea fijación a la tierra, como una defensa, en gran parte
inconsciente, contra la excentricidad de las oligarquías y la dominación
extranjera. El nacionalismo cultural de las masas puede convertirse en un
componente importante de la conciencia revolucionaria. El tradicionalismo de
las oligarquías, al revés, propone aherrojar las masas dentro del sistema
estático de la producción Tal tradicionalismo apela a las creencias religiosas
del pueblo, por ejemplo, como un antídoto contra los levantamientos sociales.
De ahí que la cultura tradicional, poco móvil, de las masas, debe derivar en su
opuesto, en conciencia revolucionaria. Es la revolución la que hace aflorar el
poder creativo de la cultura del pueblo, la que libera la energía contenida de
la cultura calma de las masas, convirtiéndola en vida emancipada, no de las
tradiciones colectivas, sino de la utilización que de ellas hacen las clases
altas para mantenerlas en la parálisis histórica. El problema de la
canalización de esa cultura tradicional hacia la revolución interesa sobremanera
en la América
latina, pues sin su solución previa es imposible la incorporación de las masas
a la vida civilizada especialmente con relación a las poblaciones indígenas. El
tradicionalismo de las oligarquías tiene un lejano antecedente de clase.
Platón, un aristócrata, había entendido bien que la conservación del orden
social descansa sobre el carácter sagrado de tos privilegios estatuidos por las
“leyes patrias”, como decía el mismo Platón. De ahí su embeleso de filósofo y
poeta por el cumplimiento de la ceremonias milenarias de la casta sacerdotal
egipcia, abombada sobre la resignación, también milenaria, de las masas
campesinas.
Todo
cambio, para este tradicionalismo, es impiedad. El derecho a la revolución, por
eso, es el derecho a la educación. Cuando el pueblo, a través de su actividad
política conciente, comprende el carácter irracional de muchas tradiciones
antiguas que lo inmovilizan, tales tradiciones propiciadas por las clases altas
se traducen en conciencia de la injusticia social. Y la cultura colectiva misma
entra en estado de transformación.
Cultura colectiva y cultura subjetiva
En
su etimología la palabra cultura significa “cultivo de la tierra”. El sentido
ha cambiado con el tiempo, pero la ligazón germinal con la tierra y lo
colectivo resurge cada vez que se ahonda en el concepto de cultura. La cultura
es un hecho objetivo externo al individuo. Pero también la cultura es
subjetiva, pues el individuo, aunque extrae sus creencias y normas de conducta
del mundo de los valores colectivos, los devuelve avalados por su espíritu. No
salen de las musas rurales los grandes artistas. Pero éstos se inspiran, cuando
son nacionales, en la tierra y su erario colectivo. Del pueblo salió “Martín
Fierro” y Hernández le dio forma imperecedera. O como lo ha dicho Belinsky:
“...el grande hombre es siempre nacional como su pueblo, pues es grande porque
representa al pueblo.” La cultura, además, es un hecho histórico, pues nace, crece,
muere o se renueva bajo el péndulo incesante del tiempo. El carácter colectivo
de la cultura, por lo general, no es entendido por los intelectuales. Engarzados
en el individualismo de la cultura urbana, el intelectual acaba
desnaturalizando el concepto de la cultura a través de su propia educación
defectuosa. Entiende por cultura “su” diferenciación individual, “sus”
conocimientos particulares, cuando en rigor de verdad, la cultura es una
diferenciación colectiva. Por eso se habla, y se entiende la gradación, de una
cultura china, un cultura española, una cultura norteamericana:
(Yo
soy inmenso…
y
contengo multitudes.)
Whitman
Conviene
insistir sobre este punto. El individuo recibe hecha al nacer la cultura que
más tarde cree nacida de su esfuerzo. Empero, aunque en determinados períodos,
pueden predominar los valores circunstanciales de una generación o clase
educadora —por ejemplo, la generación ochocentista de la oligarquía liberal—
por la misma naturaleza de la cultura, los vetustos valores siempre renacen,
pues son colectivos. Aun en las revoluciones, junto a los nuevos, resucitan los
antiguos como trazos tradicionales que conforman la personalidad colectiva de
los pueblos, alterada quizá, pero siempre parecida a sí misma, a pesar de las
mudanzas sufridas a lo largo de su historia nacional.
La
no comprensión de este carácter sobrepersonal de la cultura, lleva a muchos
intelectuales —defecto general de la formación universitaria— a confundir la
ilustración personal con la cultura. Pero entre un bachiller porteño, sabihondo
y pedante, y un anciano criollo compenetrado con su medio, no es difícil
descubrir dónde están los rizomas de la verdadera cultura nacional. “El pueblo
en general es cuerdo”, ha dicho Juan Bautista Vico. Y Miguel de Unamuno, tan nacional,
y al mismo tiempo universal por español, ha escrito al respecto: “Podrá ser
estrecho, pobre, raquítico el concepto de patria que tenga el aldeano que nunca
ha visto más allá del horizonte de su aldea, pero es sin duda un concepto
profundamente histórico, no un suceso más o menos durable. En él se conservan
las raíces vivas y concretas del patriotismo. Es históricamente más hecho este
sentimiento que arranca de la primitiva comunidad agraria que la patriotería
del gran propietario de tierras, que las explota con administrador, que acaso
no las ha visto nunca y que es incapaz de distinguir la cebada del centeno.”
Aquí está establecida la diferencia arriba señalada entre tradicionalismo y
tradición.
La
ilustración personal es un saber clasificado en conceptos mentales
mecánicamente dispuestos en la inteligencia, y con frecuencia, no asimilados vitalmente:
“Un hombre simplemente bien informado es lo más fastidioso e inútil que hay
sobre la tierra.” (Whitehead) Cultura no es repetición, no es una mera acumulación
de la memoria. La verdadera cultura, individual o colectiva, es siempre vital,
un estado saludable de la totalidad del hombre articulado a su mundo, no a
través de una relación conceptual con la existencia, sino mediante la inmersión
espontánea en la cálidas zonas de la vida sentida como un todo. Cada individuo es
comunidad. Y toda comunidad es historia, añoranza colectiva vivida como
devoción a la tierra natal. La cultura no es simple conocimiento. Es más bien
el saber natural de las muchas incógnitas de la vida. El criollo de la pampa,
de la serranía del monte, que ignora la teoría de Copérnico —y de esto se hablará
más adelante al tratar la cultura de masas- adolece, sin duda, de una
limitación en su personalidad humana, pero cuando resume en un proverbio la
experiencia heredada de sus antepasados, la individualidad histórica misma de
la comunidad, sabe mas con relación a la vida como destino último del hombre
que el intelectual y sus libros. Se puede ser analfabeto y, sin embargo, culto.
A la inversa, se puede ser universitario e inculto frente a la cultura
silenciosa, duradera y en remanso de la colectividad. El hombre de cultura es
aquel que logra aposentarse emocionalmente en su entorno, seguro que este
enlace responde a un estilo paterno, no adoptivo, que lo concierta en armonía
serena con el paisaje natural y espiritual que lo circunda.
El
órgano de la cultura no es la inteligencia, como normalmente se cree. La
cultura es una voluntad abundosa y general frente a la vida, es la vida misma
como experiencia interior tornasolada, aunque tal experiencia, dada la
racionalidad del hombre, busque objetivarse en las síntesis abstractas del
pensamiento —la ciencia, la filosofía— o en las fantasías ignotas del arte.
Todo sistema filosófico, por eso, es una concepción del mundo bajo una forma individual
de sentirlo como enfrentado a la voluntad. Pero siempre el pensador autentico
verá al mundo desde una realidad nacional. Sabemos por intuición que un Hegel,
un Nietzsche, un Beethoven son germánicos. Que Shakespeare es inglés. Cervantes
español. Que Whitman es norteamericano. Y Darío nuestro. Como Hernández. Y lo
sabemos en la medida que tales individuos representativos de una nación encoban
y abrevian en sus creaciones espirituales dotadas de contenido colectivo el
alma de sus pueblos. A quienes no les inspira el pueblo les atrae mas la
“cáscara” del ser humano, como dijera Goethe, que el corazón humano. La cultura
nacional esta en las masas. El pueblo acumula un pasado y tradiciones más
fuertes que los esqueletos mentales de la cultura adquirida. Un poeta,
Alexander Blok, lo ha visto:
No
es una paradoja decir
que
las masas bárbaras
se
han convertido en las
conservadoras
de la cultura.
El
néctar de la cultura, de toda cultura, esta en el pueblo. Y los intelectuales,
cuando más, son su mustio o reverdecido follaje. La firmeza entrañable y
coactiva de este mundo emblemático de los atributos colectivos está en que se imanta
con la niñez del individuo y su tallo se hunde en la emoción y el recuerdo. El
poder compulsor de las tradiciones es tan intenso que el país nos configura a
todos. Aun a aquellos que lo niegan. Tal lo acontecido en los últimos tiempos
en la ciudad puerto. La invasión de provincianos de tez morena, conductores
incógnitos de la cultura nacional, ha operado a través de la música nativa, de
sus bailes, de sus costumbres, con su presencia física misma, la
nacionalización de no pocos aspectos de la vida de Buenos Aires. Y ha sido la
cultura de los provincianos la que ha refrescado los sentimientos patrios,
desecados o suplidos por gustos foráneos en el hombre de Buenos Aires, poco
habituado a mirar hacia adentro. Este “ser nacional” ensortijado en el pueblo
es comparable a ciertos yuyos del campo. Se limpia y desbroza el terreno, se lo
cubre de ladrillos, pero al cabo de un tiempo vuelve a nacer entre las lajas,
pertinaz, recatada, sufrida, la humilde maraña silvestre. La cultura colectiva
es el vaciado del carácter y perfil de un pueblo. No todos aceptarán el papel cumplido
por esos argentinos del interior que invadieron Buenos Aires en la época de
Perón junto con el ascenso industrial de la nación. Se les ha llamado a esos
argentinos que vienen de la estirpe fundadora de la patria “cabecitas negras”,
y lo hicieron ciudadanos cosmopolitas, hijos postreros de la inmigración, y que
son menos argentinos que ellos. Ahora se escuchan —y el hombre de la urbe las silba
solitario en el cosmos de acero y hormigón de las noches sin estrellas de
Buenos Aires— sus zambas, sus chamamés, sus cuecas, sus aires melodiosos como
un llamado secreto de la tierra. Al fin de cuentas, ¿que son Schubert, Rimsky
Korsakov, Manuel de Falla a través de las formas evolucionadas de la música,
más que las síntesis del genio colectivo de sus respectivos pueblos?[3]
“El
pueblo crea la música y nosotros, los artistas, nos limitamos a arreglarla.”
GLINKA
En
el pueblo, el europeísmo cultural encuentra su refutación. La cultura nacional
no está en Europa. Tampoco la historia. Está en las masas nativas: “Todas las
grandes acciones de la historia han sido inspiradas por los intereses de las
masas, y sólo en la medida que representaban tales intereses ha conseguido las
ideas convertirse en actos. Sin esto, las ideas pueden despertar el entusiasmo,
pero son absolutamente estériles para provocar una acción cualquiera.” (Marx)
Cultura y tecnología
Se
ha dejado para el final la mención del factor básico condicionante y
modificador de la cultura. Toda consideración de la cultura es incompleta, y
hasta reaccionaria, sin el estudio de este factor, pues las variaciones de la
cultura dependen de él. Nos referimos a la tecnología. Fue Marx quien
comprendió el valor y alcance de la tecnología en el análisis de la cultura,
cuyo conjunto llama Marx la “superestructura ideológica” de la sociedad: “La
tecnología descubre el proceso activo del hombre sobre la naturaleza, el
proceso de su vida material y, por ende, el origen de las relaciones sociales y
de las ideas o conceptos intelectuales que de él derivan.”
En
América muchas de sus instituciones culturales están relacionadas con el
sistema productivo y la subordinación de las masas. El diezmo, el trabajo
comunal y ciertos trabajos personales gratuitos y obligatorios preceptuados por
la religión y el sistema jurídico de la época colonial y precolombina perduran
en muchas regiones de América como rezagos de un ordenamiento social que en
forma disimulada continúa el régimen de la servidumbre. Puede decirse sin exageración
que el carnavalito del altiplano o el dolor de las vidalas salpican
artísticamente esta servidumbre social de las masas agrarias. Esta situación,
con variantes en los diversos países americanos, explica, en parte, la
horizontalidad folklórica y los parecidos comportamientos mentales de los grupos
humanos de unas y otras regiones geográficas. En la base está el grado de
desarrollo tecnológico de tales países. Las formas de una cultura —economía,
derecho, región, arte— están relacionadas y responden a un núcleo que es el sistema
tecnológico que organiza a las demás formas sociales, aunque ese sistema
aparezca fundado en tradiciones pertenecientes a otro estadio de la
civilización. Si tales tradiciones duran, es porque la tecnología atrasada del
presente les da posibilidades de vida vegetativa, sobre todo en las sociedades
ágrafas. Una de las llaves del dominio de las oligarqufas es, en efecto,
mantener a las masas en el analfabetismo, sumergiéndolas así en las
instituciones del pasado. El débil ritmo mental de las masas es la consecuencia
de esta situación y da idea de la inmensa tarea revolucionaria que será
necesario cumplir para rescatarlas de su estado actual. En este paso de la
sociedad agraria a la moderna o industrial, se encuentran algunos países
iberoamericanos, y explica este hecho, tanto el ignorantismo de las masas cómo
sus cada vez más frecuentes conatos revolucionarios. La técnica del
imperialismo es dejar inalteradas las antiguas culturas, amarrarlas al tiempo,
pero la introducción de las técnicas capitalistas hace entrar a esas culturas
adormiladas en estado de conmoción social. La tecnología modifica las
valoraciones culturales del pueblo. Las mismas condiciones geográficas que han
sido consideradas como factor determinante del desgranamiento hispanoamericano
—y se olvida que la geografía no impidió el centralismo del período virreinal—,
con ser atendibles sucumben a la técnica. La geografía podrá incomunicar a las
comunidades, pero tal aislamiento puede ser traspasado por la técnica, de modo
que la fragmentación de América no depende del suelo, sino de sus redes viales
y ferroviarias que son hechos tecnológicos.
Tres
son los factores de la cultura: el espacio geográfico, la organización
tecnológica y el sistema social, y están íntimamente imbricados entre sí. Pero
es un hecho probado, y en especial por el sociólogo norteamericano —muy influido
por K. Marx— L. White, y, además, asegurado por la antropología social y la
etnología, sobre todo por los notables trabajos de Gordon Childe, que en la base
de toda cultura está la tecnología. Las modificaciones de la técnica enmiendan
los patrones culturales más inertes. La ley del cambio cultural y de movilidad
de las culturas responde al avance o estagnamiento tecnológico, con lo que la
entrada de las masas a la civilización depende de las técnicas aplicadas a sus
necesidades sociales, lo cual exige una revolución que transforme las
relaciones de la economía colonial. La cultura invariable en apariencia de las masas
indígenas y campesinas en su conjunto, es restringida por el sistema productivo
y no por incapacidad de las masas para el cambio social. Es falso que las
poblaciones aborígenes estén inhabilitadas para la civilización. El hecho es
que se las ha segregado de la educación “y nosotros también viviríamos la vida
de esos hombres si naciéramos fuera del contacto de las influencias de la
civilización” (Wallis). Detrás del embolsamiento de las culturas nos
encontramos siempre con un orden parado en su evolución. No hay ningún
impedimento, en el hombre, para transformar la naturaleza y transformarse a sí
mismo. De esta ley del cambio no se exceptúan las culturas. El mismo Leslie White
ha señalado que las culturas son sistemas
es decir: 1º) Están formadas por partes correlacionadas e integradas y, por lo
tanto, los segmentos tecnológicos, sociales, artístico y filosóficos de la
cultura se ajustan unos a otros. 2º) Cada sistema como un todo descansa sobre
su tecnología y es determinado por ella, porque éste es el medio básico y
fundamental con el que los organismos humanos se articulan con la superficie de
la tierra, el medio de subsistencia y defensa, en resumen, el medio de vida.
Cultura y educación
Cultura
y educación, aunque términos conexos, no son sinónimos. La cultura es
colectiva, y sus contenidos, en buena parte, son irracionales. La educación es
el lado mental de la cultura. Las tradiciones, las costumbres, son pautas
existenciales de la comunidad, acatadas por hábitos inconscientes, del mismo modo
que las instituciones que las representan, son conductas objetivadas que
ejercen funciones de control social. A la educación le corresponde someterlas a
crítica. Y ésta es una crítica, en los períodos revolucionarios, asociada a la
lucha de clases. El hombre, en su esencial unidad, es sentimiento y razón. Y
ambas esferas están complicadas. Entre los compuestos racionales de la vida
social están la ciencia y la técnica. La educación intelectual es parte de la
cultura y su complemento racional y efectivo, conciencia de la realidad y de
los instrumentos de su transformación, en tanto el conocimiento científico
impartido por la educación es la organización mental de la experiencia social.
La
ciencia, en si misma, carece de lindes, pero su dirección es nacional, pues
entronca con una determinada tradición cultural, estimulada, a su vez, y en
proceso de cambio, por las necesidades materiales, prácticas, de cada país. La
elevación de las masas demanda un largo proceso educativo que va desde la
escuela y los institutos técnicos, a la Universidad. Estos
organismos han cumplido hasta ahora funciones de clase. La incorporación de las
masas a la civilización está directamente relacionada con la reforma de la
educación. Pero para esto es necesario la destrucción del privilegio de las oligarquías
agrarias. La práctica revolucionaria educa a las masas. Y, por tanto, sólo su
poder político puede abrirles el camino de la emancipación cultural.[4]
El
progreso tecnológico regula el mejoramiento mental de las clases bajas. Un
sistema económico de bajo desarrollo se acopla a concepciones culturales
retrasadas y desventajosas para la acción, del mismo modo que el progreso
económico modifica el ritmo y la vida cultural de un pueblo. El estacionamiento
material lo es al mismo tiempo del espíritu, por más ricas que sean las
tradiciones de una comunidad, ancorada en estados antecedentes en la medida que
el presente no ha corregido el medio natural en que la antigua cultura nació.
En el trabajo es donde las masas encuentran las primeras explicaciones
racionales de su situación real y de sus necesidades intelectuales
insatisfechas. A su vez, en el trabajo manual de las clases proletarias, está
preformada la capacidad para la ciencia, que es social. Este desarrollo
científico demanda la elevación mental de los obreros, tarea que incumbe al
estado revolucionario con base de masas. Es en la naturaleza del trabajo
productivo donde está contenido el desarrollo científico y la emancipación
cultural del pueblo: “La doctrina materialista según la cual los hombres son
‘productos’ del ambiente y la educación, olvida que el ambiente es modificado,
a su vez, justamente, por los hombres, y que el mismo educador debe ser
educado, y (tal teoría) termina dividiendo a la sociedad en dos partes, una de
las cuales se concibe como situada por encima de la otra. La coincidencia entre
la variación del ambiente y la actividad humana puede concebirse y entenderse
racionalmente sólo como ‘praxis’ revolucionaria y autotransformación.” (Marx)
Por eso las masas necesitan, antes que nada, educación política. Luego vendrá
la instrucción superior. La culturalización de las masas no es posible sin su
emancipación social, de ahí que la puerta de entrada a la cultura es la
formación política del proletariado. Pero esta educación racional debe fundarse
en la herencia cultural del pueblo y en la realidad americana. Establecer
vínculos entre los países latinoamericanos es instituir las premisas de la lucha
común contra las oligarquías de la tierra. Esta propaganda anticolonialista
debe partir de la fidelidad al propio acervo cultural, regional y nacional
hispanoamericano. Toda lucha nacional tiene sus símbolos y tradiciones populares.
Al pasar a la lucha antiimperialista, las masas impulsan las revoluciones
nacionales sobre supuestos, creencias y costumbres propias. De ahí que los
elementos conservadores de la cultura puedan convertirse en revolucionarios si
la época es revolucionaria.
Reconocer
una herencia cultural no es encerrarse en un sarcófago, sino fertilizar la
actividad constante del pueblo sobre el guano de las generaciones muertas. En
las épocas revolucionarias, la cultura heredada del pueblo se pliega a la
realidad política, lo viejo se hace nuevo, despójase de sus contenidos
inútiles, pero no del edificio total de las creencias colectivas que cimentan y
dan forma arquitectónica a las naciones. El labrado de la cultura sigue siendo
nacional. Hasta puede decirse que es en los períodos revolucionarios cuando un
pueblo se recluye en los contenidos nacionales de la cultura, como dentro de
una caparazón, frente a la agresión económica y cultural extranjera. La
revolución no destruye la cultura, como dicen los reaccionarios. Lo que se
agota no es la cultura, sino las clases que la detentaron y hoy tratan de
conservarla, no como cultura, sino como pasado, por la propaganda o el
pesimismo desesperado que se calza la manopla política de la violencia. La
cultura se transforma bajo los cambios del sistema productivo y del trabajo
humano. Y si esa cultura, en la época del imperialismo, pasa a ser una
monstruosa negación de las masas, no es porque la cultura pertenezca a las
minorías, sino porque tales “élites” asisten a su defunción histórica. Esto lo
han percibido, antes que nadie, los artistas, apartados de la sociedad por la
cultura burguesa. Y así Flaubert: “No existe ningún vínculo entre la multitud y
nosotros. Esto es malo para la multitud, pero antes que nada para nosotros.” El
artista, revolucionario, en mayor medida aún, sufre el peso intolerable del
silencio, de la persecución, y llega a dudar de la utilidad de una lucha
solitaria y gravosa. Un poeta y revolucionario corno Nekrasov lo confesó
amargamente:
Jamás
he vendido mi lira, pero surgió
cuando
me amenazaba el destino implacable
Un
“sonido falso” escapado de mi lira
Bajo
mi mano... (Bastardilla de Lenin).
Ningún
artista o pensador, en efecto, puede dejar de expresar las contradicciones
sociales que lo rodean y al mismo tiempo lo amenazan o invitan a claudicar como
revolucionario. Lenin comenta esta situación, a la que quiere amparársela tras
la pollera de la “libertad” del artista o del intelectual: “La libertad del
escritor burgués, del artista, de la actriz, no es más que una dependencia
encubierta (o que se encubre hipócritamente), dependencia del dinero,
dependencia del corruptor, dependencia del protector.”
Pero
la cultura de la burguesía pasa en lo que tiene de progresista a las nuevas
clases. La tradición y el progreso cultural son aspectos de la total actividad
humana, condicionada por el pasado y condicionante del presente, que, a su vez,
es autotransformación del hombre bajo las exigencias de las épocas
revolucionarias. La conciencia cultural es sentimiento del pasado y del presente,
herencia y renovación, pues la conciencia histórica misma es una categoría
móvil. Es por ello que la cultura colectiva e individual son un único ser
cuando la conciencia nacional alcanza madurez histórica, o sea, cuando se torna
crítica, revolucionaria, con respecto a sí misma. Las tradiciones de una nación
son residuos sociales que en el pasado fueron operantes. Pero duran más que las
condiciones que les dieron origen, y muerto el pasado, tales tradiciones de
efectos vuelven a convertirse en causas, pues integran los ideales educativos
de un pueblo en tanto depositario de una historia nacional. Sólo las sociedades
que tienen conciencia de su eslabonamiento cultural, que es tanto solidaridad
con los orígenes como certeza de un futuro, pueden considerarse comunidades
históricas. Respetar las tradiciones es beber la savia del pasado en las
transformaciones vivas del presente, es, por tanto, conocimiento racional del
desarrollo, que es sucesión encadenada de momentos, interdependencia dialéctica
de los períodos históricos, conservación, cambio y avaloramiento de la
actividad material y espiritual del hombre activo, heredero y progenitor, hijo
del otrora y creador del porvenir. En esta ligazón, comprendida y penetrada por
el espíritu, reside la conciencia histórica del individuo, inserto en su
comunidad y en su época, testigo y autor del cambio social, espectador e
intérprete de la historia, vale decir, sentimiento de conservación y progreso
que es, al mismo tiempo, autotransformación revolucionaria de la cultura a
través del individuo, ligado a su tradición comunitaria, que en cierto sentido
se opone al cambio y en otro es la espuela que la hace auténtica, es decir, nacional
y no esquema universalista vacío. Es lo que Hegel ha expresado de este modo:
“No es la memoria del pasado la categoría de la conciencia histórica, sino la
anticipación, la espera y la profecía como espera.” Ningún progreso cultural
surge libre del ayer, pues la historia es un proceso unitario en el cambio, no
una fracturación insoldable. Y es que la historia no solamente es interposición
de elementos contrarios, sino permuta y superación de las fases particulares
dentro del fluir ininterrumpido de las generaciones. Y es la educación política
de las masas el instrumento mediante el cual la cultura colectiva se muta en
conciencia histórica, no individual sino de clase, en relación con un destino
nacional.
La
revolución no destruye la cultura. Aun el proletariado, destinado
históricamente a eliminar las rémoras de la cultura, no puede romper radicalmente
con el pasado. La negación del presente y la necesidad de quebrar las
instituciones que lo oprimen, no es aniquilamiento total, sino reanudación y
transcurso, momento del desarrollo, que aun en el triunfo de la revolución
conserva no pocas tradiciones del pasado. Este principio de historicidad hace
que toda revolución, aunque en el espíritu de las clases que la realizan
parezca destrucción del pretérito, sea juzgada por las generaciones futuras como
un hecho histórico teñido por la época en que triunfó, unido a los períodos
anteriores, y en definitiva, religado al pasado. Entre el pasado como legado y
el futuro como perfectibilidad, el presente no es libre sino condición
intermedia.
Las
revoluciones populares —las únicas que cuentan en la historia humana— son, por
eso, parte de la unidad e indivisión de la historia más que negación del
pasado, ya que éste, el pasado, engendra en su seno contradictorio las etapas
que lo niegan y superan, pero al mismo tiempo lo albergan todavía como residuo
vivo. Así, por ejemplo, la negación histórica del imperialismo de parte de las
masas coloniales, es en igual medida apropiación de la técnica del capitalismo
puesta al servicio de la industrialización nacional. Es el pensamiento que
Lenin aplicó, por otra parte, en la
Rusia moderna: “Es necesario tomar toda la cultura que el
capitalismo ha dejado y construir con ella el socialismo. Es necesario tomar
toda la ciencia, la técnica, todos los conocimientos, el arte. Sin esto no
podemos construir la vida de la sociedad comunista. Y esta ciencia, esta
técnica, este arte, esta en las manos y en los cerebros de los especialistas.”
Pero esto no le impedía a Lenin, el “internacionalista”, tener una idea
meridiana de la cultura nacional. Y así escribía con relación al idioma: “Si
puede perdonarse al que acaba de aprender a leer, el empleo de palabras
extranjeras como novedades, no se le puede perdonar a los literatos. ¿No es
hora de que declaremos la guerra al empleo innecesario de palabras
extranjeras?... ¿No es hora de declarar la guerra a esta manera de estropear la
lengua rusa?”. En tal orden, todo proceso revolucionario es génesis, de curso y
renovación, pero no ruptura con la cultura nacional. Es por eso que una
revolución triunfante desentierra de la historia, para afirmarse a sí misma,
sus glorias, sus mitos y sus héroes fabulosos, se llamen César, Guillermo Tell,
Iván el Terrible o Martín Fierro. La revolución vencedora se ve obligada a
contemporizar con el pasado, pues al espíritu de las masas le repele toda
innovación que aunque sea justa, trastorne prematuramen1ie, su forma emocional
y mental de sentir la realidad. Pero el pasado, las tradiciones comunes de un
pueblo —y en esto consiste la labor educadora de la revolución—, no juegan el
mismo papel, como se ha visto al distinguir tradición de tradicionalismo, en
todas las clases sociales. Las clases conservadoras tienden a calcinarlo dentro
de una historia concebida como mausoleo perfecto. En tanto las clases
revolucionarias pernoctan en las tradiciones y al mismo tiempo con su lucha
social las niegan. Parecidas tradiciones históricas actúan sobre un país y sus
diversas clases, pero aunque los símbolos sean gemelos, su contenido y
dirección no son iguales y reflejan la lucha de clases. Para lo que en las clases
altas es categoría eterna de la historia —su propio dominio—, en las masas
explotadas —la opresión social— es categoría revolucionaria. En las masas está
el acontecer de la historia. Esta educación técnica y política no borra la
cultura colectiva, sino que se prensa con ella, y la educación deviene así un
bien intelectual que le faltaba a las masas, en consonancia con aquella cultura
preexistente. Cultura colectiva y educación revolucionaria se convierten en
arma espiritual, en conciencia histórica, en conservación de los valores del
pasado aplicados a la realidad del presente.
Educación y revolución
La
educación revolucionaria no sólo debe aprovechar las tradiciones enraizadas en
el pueblo, sino desechar las que se oponen al cambio, sobre todo aquellas
ligadas a las antiguas relaciones de producción bajo el dominio oligárquico. De
ahí la importancia de que el sentir tradicional de las masas remonte el
conocimiento teórico y político sin empobrecer su sentir tradicional, el
arraigo en la tierra en que ha nacido la cultura colectiva, verdadera en tanto
causa creadora de sí misma, y falsa, en tanto tradicionalismo político
utilizado por las clases altas.
Mientras
la clase obrera no escale la conciencia de su poder político quedará reducida a
mera posibilidad revolucionaria. Las bajas condiciones de vida sumen, por un
lado, a las clases trabajadoras de los países coloniales en la cultura profunda
y emocional colectiva, pero al mismo tiempo, estrechan su horizonte mental de
clase. Sólo la integración de la tradición con los conocimientos científicos da
por resultado la conciencia nacional revolucionaria, que es afirmación del país
tanto como progreso de la humanidad. La conciencia revolucionaria
anticolonialista de la clase obrera es la cúpula racional de ambas dimensiones
de la cultura. Dicho de otro modo, los potentes restos irracionales de la
cultura, muy fuertes en las masas, por su misma ignorancia secular, y que son
embriones de las concepciones del mundo de un pueblo, deben organizarse en
ideología política sobre los fundamentos de las tradiciones colectivas. De ahí
que para que un sistema educativo pueda cumplir su misión, debe ser consecuencia
de la revolución y no la revolución efecto de la escuela. La existencia en la América Ibérica ,
por ejemplo, del ayllu, arcaica institución indígena de la explotación de la
tierra comunal, al acoplarse a la técnica moderna, habrá de ser uno de los medios
de la estatización agraria que toda revolución tendrá que utilizar
concientemente al atraer a las masas aborígenes a la civilización.
Otra
de las tradiciones que es menester considerar es la religión. Las masas
campesinas están atadas a la religión por estrechos lazos afectivos, dado su
mismo desamparo social. La religión es un componente de la cultura de masas y, por
tanto, del sentir colectivo, bien aprovechado por el conservatismo social. León
XIII, en la encíclica Rerun Novarun,
dirá: “La humanidad debe llevar su carga con resignación; eliminar del mundo la
desigualdad social es imposible.” Ideas muy distintas a las de esa grande y
oscurecida figura del cristianismo, san Juan Crisóstomo, quien muchos siglos
antes que Proudhon consideró a la “propiedad un robo” y llamaba “palabras
heladas” a “lo mío y lo tuyo” Ni siquiera Juan XXIII se atreve a citar a este
santo de la Iglesia. Y
eso que las cosas han cambiado algo desdé León XIII.
El
sentimiento religioso debe ser encauzado hacia objetivos anticolonialistas en
lugar de combatirlo en nombre de un anticlericalismo de ateneo socialista de
barrio. No comprender este hecho, subestimar la disposición religiosa de las
masas, es secundar la contraofensiva de las fuerzas conservadoras que saben
vestir sus intereses mundanales con la túnica bíblica de un orden inmutable del
mundo, que es y será siempre un valle de lágrimas para pobres y ricos, y que,
por ende, no merece ser cambiado, pues pese a todo, mira a la vida eterna: Momento homo, qui pulvis eris. O como lo
expresara Pío XII: “La historia demuestra a través de los siglos que siempre
habrá ricos y pobres: la invariable posición de las cosas obliga a pensar que
siempre será así.” Por eso las masas religiosas se alejan de la religión. Y es
la religión, su función social al lado de las oligarquías, la que acelera la
irreligiosidad de las masas.
Además,
no debe olvidarse que la religión misma está condicionada por la tecnología. La
concepción religiosa del campesino difiere de la del habitante de las ciudades,
y en particular del obrero manual. En la revolución de masas, la religión debe
ser adaptada al grado de conciencia política del pueblo y a la marcha gradual
de la revolución, en lugar de soslayarla con el abecedario de un
intelectualismo “progresista” y vanilocuo.
No
hay oposición eficaz a la religión sin la liquidación de las condiciones
sociales que la posibilitan y fortalecen en el sufrimiento de las masas, que sólo
se libraran de ella en un proceso histórico de tiempo. Ghandi, en la India , y Nasser, en Egipto —el
mismo caso de Polonia—, son testimonios de esta cautela revolucionaria que debe
partir de los hechos en lugar de someter los hechos a la teoría. Al pueblo no
hay que embellecerlo. Hay que tomarlo como es. Un espíritu contradictorio como
Ganivet, que desdeñaba bajo la influencia de Nietzsche, a la plebe y la
democracia, tenía opinión formada sobre la miseria y grandeza de las masas: “El
único papel decoroso que España ha representado en la política de Europa, en lo
que va del siglo, no lo habéis representado vosotros o vuestros precursores,
sino que lo ha representado el pueblo ignorante que un artista tan ignorante
como él (Goya) ha simbolizado en el cuadro Dos
de Mayo, en aquel hombre fiero que, con los brazos abiertos, el pecho
salido, desafiando con los ojos, ruge delante de las balas que lo asesinan”. Y
este juicio es valido, pues pertenece al mismo Ganivet que escribiera: “Yo soy
partidario del sufragio universal, con una sola limitación: la de que no vote
nadie”.
Cultura e industrialismo
El
desarrollo del capitalismo en escala mundial, el avance técnico transformador
del globo, ha cuarteado la costra de las culturas, en tanto esa rigidez
coincidió con formas atrasadas de la producción. Pero las culturas, aunque en
estado de cambio, no por eso pierden la individualidad, pues toda cultura
insiste en permanecer adjudicada a si misma. La liberación del trabajo de sus
relaciones colonialistas es acompañada por la liberación cultural del pueblo,
pues el hombre al controlar aquellas relaciones del trabajo comprende las
causas de su infrahumanidad y, en este acto, las supera al apropiarse del
trabajo y de sí mismo. Esta tarea la ha iniciado el imperialismo. La
unificación del mercado mundial ha creado por primera vez en la historia, las
bases de una cultura mundial. Ideas abstractas sobre la unidad del género
humano —san Pablo— han sido intuiciones de diversas épocas. La misma concepción
ética del “ciudadano del mundo” en medio de la disolución del poder universal
de Roma, lo era con relación al corto espacio conocido. La unificación del
mundo actual, el entrecruzamiento de las culturas, encuentra su primer peldaño
en el capitalismo, y no por razones humanitarias, sino por la barbarie de la
explotación total, por la ofensiva —necesaria por otro lado— sobre las antiguas
culturas, obligadas a refugiarse en si mismas y a la asimilación de los
progresos técnicos, resultado no buscado por la burguesía mundial, pero fruto
de su hegemonía histórica transitoria, y sin duda revolucionaria, aunque en el
crepúsculo se presente bajo las formas mas reaccionarias de la filosofía del
imperialismo. Es, precisamente, en la era del imperialismo cuando se habla de
una cultura universal como ideal superador de las culturas nacionales. Que no
existe una cultura de este tipo, se prueba por el hecho de que cada pueblo
imagina la universalización de la cultura como un desdoblamiento de su propio
dominio material y por tanto político.
La
internacionalización de la cultura está destinada a consumarse dentro de los
límites consignados. La transformación técnica del mundo no sólo ha creado las
premisas de las revoluciones nacionales en los pueblos coloniales, sino la
exigencia de la culturalización de las masas. El mismo capitalismo necesita de
un proletariado cada vez más capacitado. Este hecho, particularmente en las
ciudades, pone al obrero en contacto con la cultura superior de la burguesía,
la acción sindical le amplía su meta política, y el sentimiento de su
inferioridad cultural, es ya voluntad de reducir las distancias con las
minorías usufructuarias del saber. Son, por eso, las masas las herederas de la
ciencia. Y así, la educación tiene una doble tarea, en primer término, por su
relación con las masas populares, es la correa de transmisión de la cultura
colectiva nacional, y en tanto incursa en el progreso técnico, es extensión de
los conocimientos universales, científicos, filosóficos, artísticos, etc. La misión
de la educación es dual, apisonar la cultura nacional y alentar su
progresividad. Pero esta reforma de la educación orientada hacia las masas y
nacida de la lucha nacional, es una educación —y no puede ser de otro modo— de
clase, pues es la única escapatoria en los países coloniales, para anular apoyándose
en el pueblo, la oposición antinacional de las clases adjuntas al dominio extranjero
y, por tanto, adversas a la cultura nacional.
En
los países coloniales la cultura es bilingüe, no por el uso de una doble lengua,
sino por la colindancia de dos patrones culturales de pensamiento, uno nacional
—el del pueblo— y otro extranjerizante, el de las clases supeditadas al
exterior. La admiración que las clases altas profesan a Estados Unidos o Inglaterra,
es el cupo indiviso de su doblegamiento económico. Pero con la colonización de
tas clases superiores, la cultura del imperialismo introduce indirectamente en
las masas, junto a sus narcóticos, conocimientos no fiscalizables, En efecto, el
imperialismo educa a las masas. La universalización de la cultura burguesa,
reverso de la internacionalización de la economía es a la vez, negación de esa
cultura, la comprobación desolada de su deshumanización histórica, en tanto esa
civilización internacional del colonialismo marcha a la cancelación de si misma
como poder de los monopolios mundiales, y es la condición previa de una verdadera
cultura humana al ser heredada por los pueblos coloniales que luchan por la
libertad. Al universalizarse como clase, la burguesía ha universalizado el aro
cultural de la humanidad entera. El golpe desquiciador del industrialismo de
las metrópolis no sólo fisionó nuclearmente las culturas de los países
conquistados, sino que los conturbó y reaglutinó, como en los pueblos árabes,
en disposición defensiva y revolucionaria. La técnica es la etapa necesaria de
la cultura de la humanidad. Por eso la literatura reaccionaria del siglo xx la
niega junto al renacimiento del irracionalismo filosófico que acompaña siempre
con su cortejo fúnebre al entierro de una Cultura. La masificación cultural
provocada por la técnica al servicio inhumano de la maquina, es la antecámara
de la desmasificación de la culturas, pues no sólo ha transformado la mentalidad
de las masas, sino que ha aproximado a civilizaciones extrañas, ha tornado
vecinas las lucha de las colonias distantes y ha creado la conciencia de la
unidad del mundo.
Oligarquía y pueblo
Un
país en el que las clases superiores desechan la cultura colectiva nacional, no
sólo no es una nación, sino que está destrozado por disenciones intestinas
profundas que anuncian cambios próximos o lejanos. Sun países coloniales,
países rendidos por las armas, o bien, por la economía de los conquistadores.
Una clase social receptora de la cultura extranjera, no sólo no la ha asimilado,
sino que no la ha recibido. Así se explica esa veneración deprimente por las
opiniones de viajeros y filósofos de paso, y las legiones de repetidores
nativos, cuyo interés por ser “descubiertos” devela su propia alienación
espiritual que les impide comprender al país. Y a sí mismos, por tanto. Un país
al que siguen viendo desde Europa, o mejor, desde libros europeos. El “ser
nacional” encontrado es de este modo un “ser extranjero”. Un país derrengado.
El imperialismo no sólo trae técnicas financieras e instrumentales
colonizadoras, sino y particularmente en las grandes urbes, mercaderías
espirituales concomitantes —desde teorías económicas del desarrollo y novedades
literarias a modas femeninas— vendidas a través de los órganos culturales
controlados por el país dominante: cine, radio, televisión. Vivir a la “europea”
o a la “americana” pasa a ser un snobismo y una frustración simultánea. A esta
penetración cultural, que nunca encaja del todo con las estructuras de la economía
colonial, sólo se comban, y defectuosamente, las clases acomodadas. Tales
clases se sienten decepcionadas de la vida nacional y despiden sobre el país
esta dependencia material y cultural como una sombra informe.
La
conciencia cultural malhecha de tales clases en un país sin industrias, o aún
no enteramente industrializado, achaca su propia incapacidad a la población
toda, a la pereza criolla, a la inferioridad de la raza, a la herencia
española, al mestizaje. E1 imperialismo obtiene así un doble resultado, la miseria
real del pueblo y la subcultura de las clases altas y medias. La cultura de
estas clases sociales es el desecho fantástico de la superestructura gigante
del imperialismo que las muestra angustiadas y frágiles a la luz fluctuante de
la crisis histórica del coloniaje.
En
la era del imperialismo agonizante, al electrizarse en los países dependientes
la conciencia política de las masas, crece también —a través de otros grupos
intelectuales— la comprensión de la cultura del pueblo y sus tradiciones colectivas.
La acción de las masas estimula la crítica anticolonialista del pensamiento histórico
nacional. Cuando el instinto cultural de las masas —por más pobre que sea su
nivel mental— sospecha de la cultura de las clases superiores, o permanece indiferente
a ella, lo que está cuestionado es el destino del imperialismo y el poder político
de las oligarquías pues la cultura nacional, ya se ha dicho, es una escisión.
Cada clase contiene en potencia o en acto, una cultura que aspira a dominar. En
estos tiempos variables, es cuando las clases conservadoras y sus séquitos intelectuales
experimentan el sentimiento de una crisis de las tradiciones, de los valores del
pasado, en tanto las clases productivas, y en particular el proletariado de las
ciudades organizado en sindicatos, vive la intensa necesidad de apropiarse de
la cultura burguesa. Esta urgencia política de educarse no queda reducida al
proletariado urbano. Si bien es cierto que la cultura campesina ofrece la
singularidad de estar entretejida en las relaciones económicas superiores de la
ciudad, y al mismo tiempo es el tabernáculo de las tradiciones estables
colectivas, estas relaciones económicas, con los contactos del mercado interno,
establecen intercambios invisibles y correctores de la mentalidad de los grupos
urbanos y campesinos. El mercado interno, al intensificar su dinamismo
productivo y social, entremezcla las tradiciones y las ideas revolucionarias,
que se proyectan y esclarecen mutuamente con el tráfico de mercaderías y la
actividad humana. En rigor, no hay una cultura campesina o urbana proletaria
puras, ya que el trueque mercantil entre la ciudad y el campo, por débil que
sea en los países atrasados, cataliza las diferencias en un haz complejo e
interpenetrado que integra la cultura nacional en su totalidad, en tanto la
nación misma es una vasta empresa económica bajo formas políticas. Las
migraciones del campo a la ciudad, provocadas por el fenómeno no dirigido por
el imperialismo, de la industria nacional en las colonias —Brasil, Argentina—
contribuyen a la potenciación de esa cultura colectiva tanto como al
ensanchamiento de su esfera. Las tradiciones campesinas se interfusionan como
componente emocional, aunque transformado, con el pensamiento del proletariado
de las ciudades que, a su vez, retrasmite a las zonas agrarias su mayor
conciencia política. Es la ampliación del mercado interno la causa promotora de
la unificación de la cultura nacional. A su vez, la industrialización descoyunta
las antiguas relaciones de clase. El 54 % de la población de la América latina vive en el
campo y, el resto, en los países más retardados industrialmente, en las
ciudades como capas parasitarias del comercio de exportación. Con la
industrialización, este comensalismo urbano se descalibra. Parte de la producción
destinada al mercado ultramarino se vuelca en el país, y el trabajo laboral de
sol a sol de las masas campesinas es perturbado por la tecnificación en la que
tiene interés la industria nacional en desarrollo. Esto alitera la conciencia
política de las masas campesinas y urbanas. La voluntad de liberación se
agranda y suma a la lucha anticolonialista al pueblo entero, entendiendo por
pueblo las clases sociales expoliadas o lesionadas por el imperialismo.
La cultura como freno
En
la educación de las masas se preocupa también el imperialismo. Esa cultura
imperialista orienta a las masas urbanas en nombre de la “democratización de la
cultura” hacia un objetivo contrarrevolucionario. Montañas de diarios,
revistas, películas, etc., divulgan los soporíferos de la cultura extranjera y
los mitos en colores del capitalismo de las metrópolis. Aparece, entonces, en
los países coloniales, ante millones de lectores medios masificados, el “american
life of wife” tal cual lo entiende una nación, Estados Unidos, que ha entrado
tarde a la Cultura.
Ideal de “americanización de la cultura”, que los segregados
raciales de Estados Unidos y las masas de las colonias, ven de otro modo. Un
poeta negro de excepcional valor, lo describe así:
¡Limpia
las escupideras, muchacho!
Detroit,
Chicago.
Atlantic
City,
Palm
Beach.
¡Limpia
las escupideras!
Langston
HUGHES
Entre
el indígena o el negro que creen en sus filtros y demonios y el hombre urbano
que lee historietas, el nivel mental no es muy distinto. Pero la presión social
de las masas es más fuerte que el imperialismo. Si bien la cultura colectiva no
ha impedido en la América
latina la propaganda imperialista, si incluso el dominio extranjero ha logrado
que las clases altas y medias se aparten de la cultura nacional, el imperialismo
en su crisis, lo hace resurgir como necesidad y oposición política. En estos
periodos las dos culturas interiores que dividen a la nación se enfrentan. Y el
confrontamiento tiene, por lo general, su primera expresión en el Arte. No es
casual que en Iberoamérica, el llamado arte de masas, haya tenido su campo
político mas propicio. Como en México y Brasil. El hecho se debe tanto a las
inagotables reservas estéticas colectivas de la América Hispánica
como a la creciente conciencia revolucionaria de las masas que impresiona a los
aristas verdaderamente nacionales.
Arte y revolución
Todos
los grandes americanos han intuido la diferencia cultural de la América Hispánica.
Y cuando una idea es aceptada por las mejores mentes es porque tiende a
transparentarse en realidad. Al arte le corresponde, a través de sus artistas
nacionales, penetrar en las masas populares. La tarea no es fácil. Los artistas
dependen económicamente de públicos no obreros. Además, para que el arte
influya en el pueblo, es previa la emancipación social de las masas. En tal
sentido, el arte es parte de la educación del pueblo. No están negadas las
masas para el arte —puesto que ellas lo crean y conservan en sus fuentes
colectivas—, pero las clases altas en la sociedad capitalista aíslan al artista
del pueblo, y a este, de la vinculación con las obras superiores del arte.
La
cultura pertenecerá al pueblo y el arte será nacional con la revolución. Los
artistas nacionales
—y
su tarea es superlativa— influyen primero en capas sociales no proletarias
preparándolas para comprender al país y la revolución latinoamericana. Pero el
arte de masas, en su total extensión educadora, es posterior a la revolución
anticolonialista aunque sus anticipaciones, sin que los pueblos lo sepan,
contribuyan por los ramales enunciados, a su liberación. No puede esperarse, o
sólo en mínima parte, una educación efectiva y real del gran arte, sin la
anterior educación política del pueblo. Y esta educación política es el
resultado conjunto y dirigido de la formación técnica y científica de las masas
a través de una ideología nacional y revolucionaria que englobe la actividad
cultural de la nación entera.
La
miseria, aleja del arte a las masas que son su materia. Un arte precursor de
este tipo, en los países coloniales es históricamente inevitable, pues entre
otros méritos, desenmascara el arte decadente de las clases colonizadas. De ahí
la necesidad de un arte nacional inspirado en la realidad hispanoamericana que delate
como ajena las imitaciones de la literatura, de la plástica, de la música
foráneas, pues tales mercancías artísticas son el guante perfumado del
imperialismo cultural. Todo arte de masas, en la América latina de hoy,
debe inspirarse en el sentir del pueblo y sus tradiciones culturales asociado a
su lucha política. El realismo de un arte revolucionario de masas debe ser
simbólico, como ha sido el arte de las grandes épocas —egipcio, griego,
medieval, renacentista— y como lo ha anticipado México. Pero no hay arte
simbólico accesible a las masas si el artista nacional, antes que nada, no aprende
del pueblo la forma de representar los anhelos colectivos en el estado actual
en que se encuentran empujándolos hacia la visión del porvenir, sin que esta
mira, se aparte del presente como hecho político y del pasado artístico del
pueblo como herencia. Un arte que aprenda de las masas, siendo éstas las
herramientas de la liberación del coloniaje, es por ese solo hecho y por
definición, un arte nacional. De la tierra en que tal arte nazca tomará la
forma, de la lucha del pueblo el contenido. El artista revolucionario no sólo
debe guiar, desde su esfera, al pueblo, sino, y ante todo, dejarse conducir por
él, convertirse en su espejo. Tiene por ello el artista creador que ir al arte
popular anónimo al que debe infundirle la figuración simbólica de la acción
política. Todo período revolucionario es precedido por una renovación artística
y P. Abraham ha podido decir con verdad que “la revolución descarga las fuerzas
que acumula el arte”, pues en el arte, puede agregarse, se manifiesta el poder
creador de la vida colectiva.
Todo
arte revolucionario lo es en tanto recala en la sucesión de la existencia
nacional. En América Hispánica, un arte de masas —arquitectura, música,
muralismo— no puede prescindir de la herencia azteca e incásica y del barroco
español. El punto de partida debe ser nacional, lo que no implica rechazar los
aportes técnicos extranjeros, sino la exigencia de su asimilación total al
pueblo y la tierra americanos. Hacer arte revolucionario en un continente como la América latina, fermentado
por la revolución, es llevar a la materia la grandeza de las masas en tanto
ellas mismas son protagonistas de una lucha histórica grandiosa. El problema
del arte con relación a Hispanoamérica, es una cuestión de fondo, pues la
cultura iberoamericana, a pesar de la disgregación imperialista, se ha
mantenido viva en el Arte.
El
arte actúa sobre todas las facultades cognoscitivas del hombre. De los
productos de la cultura es el que sintetiza la vida en su integridad
polivalente, en sus sobresaltos y esperanzas, en su espesura inconsciente y en
su lucidez racional y, al mismo tiempo, en su enigmática duplicidad individual
y colectiva. El arte es la lógica vital de las culturas, lo que les da cohesión
y existencia objetiva intemporal. Por eso en toda gran obra de arte hay algo de
arquitectónico. Es la arquitectura, por su misma función pública, utilitaria o
religiosa, la racionalidad máxima del arte colectivo. Este carácter racional y
lógico de la arquitectura, reaparece o corona las otras artes. Una sinfonía
tiene algo de catedral. Una gran novela algo de edilicia congestión urbana. Un
gran mural impresiona la retina como las partes funcionales de un todo
corpóreo. El arte es el máximo equilibrio espiritual de la materia, la naturaleza
como conocimiento. El arte público es el lenguaje de las culturas. De allí que el
gran arte no tiene futuro, es siempre presente.
La
experiencia colonial británica, fundada en la aceptación por razones políticas,
de las culturas aborígenes de la
India , es elocuente con relación a la impermeabilidad de las
culturas nacionales a las extranjeras, como lo han probado China y la India. Y como es visible en
la América
Hispánica. De ahí la, importancia del arte con referencia a
las revolucionas anticolonialistas. Del arte nacional. Ya Lenin, en 1919, al
precipitarse las insurrecciones coloniales en Asia, preveía el nacimiento de
nuevas nacionalidades y comprendía que la cuestión nacional era entre todas, la
más inmediata y lo decía, sin abandonar la idea de la revolución mundial, que
para este ruso férreamente nacional, era la última por el orden, aunque es
obvio, no por su importancia. A través de las luchas nacionales las culturas
que adquieren conciencia de sí mismas expulsan a las culturas invasoras. Y uno
de los medios de esa lucha la liberación patriótica de los pueblos es el arte
nacional.
Capítulo IV de ¿QUE ES EL
SER NACIONAL?
NOTAS
1. Sobre la totalidad de la población de la América latina, la
proporción de indios y mestizos es la siguiente:
Naciones Indios Mestizos
México ……………………… 27.91 ……………………..54.61
Guatemala…………………….. 55,44……………………… 30,00
El Salvador ............................... 20,00 ………………………75.00
Colombia…………………….. 1.60……………………… 46.00
Venezuela ……………………. 2.79 ……………………….35.86
Ecuador ……………………… 40,00 ………………………36,00
Perú ………………………… 4623 …………………………55,86
Bolivia ………………………… 50.00……………………… 30,00
Chile………………………….. 2,38 …………………………60.00
Argentina .................................
0,38 …………………………..10,00
2. Sólo en el campo fisicomatemático
de las ciencias de la naturaleza es posible un lenguaje simbólico universal de
signos convencionales inteligibles por todos los pueblos y aun en ese campo las
equivalencias idiomáticas, no son exactas, aunque se correspondan desde un
punto de vista lógico formal, en tanto responden a la estructura de la mente
humana en general. Pero tal lenguaje no comprime la vida en su totalidad, sino
un determinado caudal de conceptos referentes a una parcela de la realidad. Es,
en suma, el idioma de la ciencia. Por ej, el lenguaje popular usa pocos
vocablos abstractos, pues está inmerso en la vida, en sus impresiones y
necesidades prácticas. La mayoría de los dialectos —el piamontés, por ejemplo—
casi carecen de expresiones abstractas. El habla de un pueblo es intransferible
en su sentido total. Las dificultades de toda traducción demuestran esta individualidad
de las lenguas, y es sabido que es imposible encontrar, en diversos idiomas,
dos sinónimos que se correspondan exactamente. Alejandro de Humboldt ha
explicado esta cuestión con un termino tan sencillo corno la palabra “luna” en
los griegos y romanos. Entre los helenos, la palabra no sólo designa el objeto,
sino que lo asocia a la medición de las estaciones, es decir, al tiempo, en
cambio, la palabra en lo romanos, hace referencia a la luz, al carácter
luminoso de lo viviente. Detrás de estas diferencias se perciben dos concepciones
del mundo. racionalista y teórica en los griegos, empírica y práctica en los
romanos. Aunque no sabemos si vale la pena volver sobre el tema, esto
desarticula al absurdo, la afirmación de Borges sobre la traducción al inglés
de sus poemas. De ser cierta tal opinión, se daría el caso también sin antecedentes
en la literatura de los siglos, de una obra poética capaz de transfigurarse en
poesía nacional de un pueblo extranjero. En titanes corno Borges, cualquier
cosa es posible. Hasta en esto Borges, poeta inmóvil, nada bien informado,
aspira a ser original, pero no va mas allá de lo que dijera Lope de Vega —salvando
las distancias— del culteranismo de Góngora, que es la prosecución deshilachada
en el tiempo para atrás, del ultraísmo de Borges, “un cadáver vivo de sus fríos
versos” y no un poeta ingles. Y menos argentino. Por tanto, tampoco universal.
Tal vez, poeta monoico, pero no más.
3. Este tema, aquí tocado de
paso, lo hemos tratado ampliamente en dos libros anteriores: Imperialismo y cultura y La
Formación de la Conciencia Nacional . Al reiterar estos conceptos, lo hacemos persuadidos de la importancia
de este fenómeno sociológico con referencia al país. Por otra parte, sin cita
de fuentes, la idea la he visto reproducida en libros y revistas diversas con
posterioridad a los libros mencionados.
4. El grado de adelanto de una
nación se mide por el número de sus técnicos, científicos y pensadores y, en
definitiva, por la mayor o menor accesibilidad de las capas populares a la
instrucción superior. Una de las bases de esta reforma posterior a la revolución
—y no anterior a su realización— debe ser la preparación política de las masas.
Sólo subsecuentemente la escuela y la Universidad podrán cumplir su misión, es decir, que
antes es necesario la emancipación económica de América latina. Este fenómeno
se comprueba en todas las revoluciones. El porcentaje de estudiantes, según el
censo de 1893, era pata Estados Unidos de 15.0 y para Rusia del 3,1. Esta relación
es aproximadamente en la actualidad, la misma con relación a los países de la América latina, donde
sobre 200 millones de habitantes, el 54% son analfabetos. La superioridad neta
lograda actualmente por Rusia sobre Estados Unidos explica no sólo su potencial
tecnológico, sino la crisis de estancamiento y miedo de Estados Unidos. La
educación de las masas no es pues, una cuestión de idealismo pedagógico a lo
Pestalozzi, sino una cuestión militar y polínica. Un gran hombre de ciencia,
Mendeleiev, señaló el problema bajo la opresión del zarismo: “Llegará el día en
que en Rusia la ciencia atraiga la atención; en que se deje de escarnecerla,
como ha solido ocurrir a menudo hasta ahora.” Y Lenin confirmaba la tesis,
cuando planteaba las tareas a cumplir después de la revolución: “Excepto en
Rusia no queda en Europa un país tan salvaje y en el que las masas del pueblo
sean tan saqueadas en el sentido de la instrucción, la luz y el saber. Rusia permanecerá
siempre pobre y mísera en los gastos de instrucción para el pueblo, en tanto éste
no aprenda lo necesario para arrancarse el yugo de los terratenientes
feudales.” Es decir, antes es la revolución y después la educación. Ya en 1933,
en Rusia, el número de alumnos se elevaba a 26 millones y en 1935 recibían
enseñanza superior 1400000 personas. En 1939 trabajaban en Rusia 290000 ingenieros
frente a 56,000 en Estados Unidos. En 1956 estudiaban cursos superiores, en la Unión Soviética ,
más de 2 millones, y en total, 50 millones en todos los grados de la enseñanza.
En 1954, por cada millón de habitantes estudiaban en Rusia 468, en Estados
Unidos, 136. Estas diferencias han ido en constante aumento y no necesitan
comentarios.
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