sus leyes, sus tribunales, sus impuestos regionales, su bandera, su milicia, sus escuelas y universidades".(13)
lunes, 14 de enero de 2013
Antecedentes Coloniales
por Luis Alberto de Herrera
Para acentuar el concepto sensato, evoquemos la transición libre de
las colonias norteamericanas. Ellas ofrecen el reverso de la medalla.
España había querido convertir a medio
hemisferio en un Escorial, lapidar sus energías vitales, tapiarlo, levantar
empalizadas en la línea de su horizonte, cerrarlo, a cal y cantona la vacuna de
todos los intercambios.(1)
Inglaterra toleró el desenvolvimiento natural de la parte del mundo
elegida por sus vasallos para edificar su dicha. Esa condescendencia no tuvo
siempre el mérito de la espontaneidad y, más de una vez, la celosa metrópoli
quiso detenerla evolución autonómica de su prole ultramarina. Pero algunas
reacciones autoritarias de ese género desaparecen, perdidas, en el torrente
triunfal de aquella emancipación en marcha.
Es
común en los historiadores colocar en oposición el tipo de esas dos
colonizaciones y, lanzados en el declive de la prueba antagónica, cargar las
tintas en el elogio de una y en el proceso de la otra. Así, frente al
conquistador ibérico, atributado, en exceso, con cualidades rapaces y
sanguinarias -que no fueron ciertas en muchos casos- se bosqueja siempre la
silueta del proscrito puritano que, abrazado al evangelio y a su derecho, llegó
náufrago, pero más altivo que su monarca, a las remotas playas del norte. Así,
la sed del oro, que alentó la ambición de casi todos los exploradores del sur,
ha sido marcada con reprobaciones a fuego, con injusto olvido del atraso de los tiempos. Así, se flagela, sin piedad,
en nombre de la moderna tolerancia, a ¡a intolerancia religiosa de la
conquista. Así, se extrema el reproche merecido por la legalización de la trata
de negros y por el exterminio tenaz de los indígenas, reproche cxtcnsiblc al
funesto régimen económico de la metrópoli.
Todo eso es exacto; pero no es del lodo exacto suponer a las colonias
inglesas ajenas a idénticas imperfecciones.
Según la ley de Massachusetts,
"quien, gozando de buena salud y sin
razón suficiente, omita, durante tres meses, rendir a Dios un culto público,
será condenado a diez chelines de mulla". Media diferencia entre esc castigo a la
incredulidad y los excesos que han visto otros ambientes; pero el mismo error
vibra ahí.
Dice Tocqucville:
"Virginia recibió
a la primera colonia inglesa. Los inmigrantes llegaron en 1607. En esa época
Europa estaba todavía singularmente dominada por la creencia de que las minas
de oro y de plata fundan la riqueza de los pueblos, idea funesta que más ha
empobrecido a las naciones europeas que las aceptaron y destruido más hombres
en América que la guerra y todas las malas leyes juntas. Fueron, pues,
buscadores de oro los que se enviaron a Virginia; gente sin recurso y sin
conducta, cuyo espíritu inquieto y turbulento mortificó la infancia de la
colonia e hizo inciertos sus progresos. Enseguida llegaron los industriales y cultivadores,
raza más moral y más tranquila, pero que no excedía, por ningún motivo, al
nivel de las clases inferiores de Inglaterra. Ningún noble pensamiento, ninguna
combinación inmaterial presidió a la fundación de los nuevos establecimientos.
Apenas creada la colonia se introdujo en ella la esclavitud. Este fue el hecho
capital que debía ejercer una inmensa Influencia sobre el carácter, las leyes y
el porvenir todo entero del Sur", (2)
En
cuanto al concepto restringido del comercio, inspirado por un engaño semejante
al que hacía mágico el metal precioso y desdeñables las riquezas de
la tierra, no era patrimonial de nuestra metrópoli, También
Inglaterra le dio cursó legal y, aun después de las sonadas revelaciones
económicas de Adam Smith, que rectificaron rumbos, se continuó exigiendo el
monopolio de la producción transatlántica.(3)
Pero resta decir, para no extraviar las
opiniones, que si el gobierno inglés, dueño de los mares y de una poderosa
marina mercante, podía permitirse el lujo deesas aberraciones -pues de todos
modos el desahogo productor de las colonias estaba en sus playas-, el gobierno
español, sin buques y con su bandera perseguida por todos los corsarios, moroso
hasta para jxmer en el istmo los galeones semestrales, abastecedores de todo un
mundo, no estaba en condiciones de incurrir, sin enorme perjuicio, en
esos extravíos de la época.
Por otra parte, la crueldad de los
invasores la conocieron todos los aborígenes de este hemisferio. Esta
certidumbre la abonan las crónicas viejas.
A ese respecto
leemos lo siguiente:
"Los
indios recorrían, desde siglos, las soledades. Ellos podían considerarse como
los propietarios del suelo. Los blancos se habían creído con el derecho de
desposeerlos por la violencia. Los españoles no conocieron otra práctica. Los
puritanos ingleses la habían adoptado y, viviendo en una guerra continua con
los indígenas, comprometieron a su religión en más de un acto de pérfida
barbarie".(4)
No procedieron así, dígase en su honor,
aquellos cuáqueros admirables, que sólo aspiraban a obtener la libertad
interior y a respetar en los demás ese sagrado.
Responden estas observaciones, que
formulamos de paso, al deseo de no aparecer en solidaridad con juicios
radicales y de muy cómodo simplismo que presentan opuestas a las civilizaciones
iniciales de las dos Américas: luminosa,
impecable, allá; despótica, vergonzante, como flor de ignominia, aquí.
Cada cuerpo dibuja su sombra; pero nunca con esa intensidad.
Acaba de decir en la
Sorbona un reputado escritor americano:
"Jamás la intolerancia religiosa y
las diferencias sociales han sido más exageradas que en la Nueva Inglaterra
y en Virginia. En ¡as colonias del centro, como Nueva York, Pensilvania y
Delaware, donde la proporción de colonos de Holanda, de Francia y de Alemania
era mucho mayor, prevalecía un espíritu mucho más tolerante y más liberal.
Pero, con todo, es necesario reconocer que, al principio, en ninguna parte de
América el espíritu de confianza en sí mismo fue realmente unido a ese
complementonecesario: el espíritu
de equidad".(5)
La homogeneidad de la colonización en el
norte, destruida por perniciosos mestizajes en el sur, fue, desde luego, una
sólida garantía de éxito social, fortificada por el individualismo sajón,
fundador de la fuerza de las unidades, primero, de la familia, más tarde, y de
los gobiernos, después. Puritano o descreído, capitalista o desamparado, de
clase elevada o de baja extracción, todos los hijos de la vieja Inglaterra y de
la ejemplar Holanda, trasplantados al país virgen, traían en el alma un tesoro
inagotable: la voluntad férrea de bastarse a sí mismos.
Para nada intervinieron en su odisea las
administraciones centrales, a no ser en el otorgamiento de cartas de dominio
regional.
Esos subditos emigraron para no volver y
tan así lo cumplieron que hubo época en que hasta de ellos se perdió memoria.
Por eso no sorprende, es derivación
lógica, el pacto sobre libertad de comercio y derecho de votar los impuestos
propios, sellado, casi de potencia a potencia, entro la colonia y Cromwell.
¡En este sentido sí que se ahonda la
diferencia de orígenes políticos entre unas y otras sociedades del continente!
Conociendo el tan divergente punto de
arranque no se concibo a los
<>vecinos de Boston atados al capricho inapelable del soberano y buscando la fórmula de su prosperidad en la orilla del Támesis, como tampoco Alcanza el pensamiento, a los pobladores de
nuestro escenario, bosque- la
vida propia con prescindencia de la corte de Madrid. Procedentes 11 <>absurdos,
los mismos títulos, las mismas ordenanzas rigieron en la gran <>casa
matriz y en la
sucursal inmensa. Todas las ideas de la monarquía señora y del vasallo,
sometido de rodillas, estaban en el mismo meridiano.
Purgaron con su vida la rebelión contra
esta regla de monasterio político los heroicos comuneros del Paraguay y
Tupac-Amarú.
Esas dos conductas metropolitanas
corresponden a la idiosincrasia lípica de España y de Inglaterra. El britano
nace sabiendo que no hay poder sobre la tierra superior a la autonomía de su
conciencia; que la
realeza
merece su respeto
mientras ella no intente atacar el fuero privado de sus gobernados; que la
inviolabilidad de, su domicilio, aunque ese domicilio sea una choza, vale por
la de cualquier palacio ducal.
Para
el hispano todas estas afirmaciones, que consolidan la libertad de los pueblos
desde el momento que la tutelan en sus individuos, valdrían tanto como una
sublevación; y, aun en el caso de que la letra escrita de los códigos lo
autorizara, es tal el hábito del sometimiento que, por costumbre, nadie se
escudaría en ellas para resistir al avance atentatorio de la autoridad.
Mal puede parecer excesivo este criterio
a los sudamericanos cuando, corridos siglos, todavía los comisarios dispensan
derechos a los habitantes de las campañas, en las ciudades se reputa desafío
desobedecer a una citación ilegal de la policía y los presidentes reciben, sin
pedirlo y por lo común sin merecerlo en algo, el homenaje de las abdicaciones
cortesanas.
Sin embargo, en abono elocuente de lo
poco que aprovechan los sacrificios sinceros, cuando mal dirigidos, conviene
notar que, a pesar de haber sido ingentes los caudales de energía noble
aportados por España B la elaboración honrada de nuestros destinos, Inglaterra,
que hizo mucho menos por su descendencia nómada, recogió muy superior,
espléndida cosecha de satisfacciones morales.
Pocas veces se hace acto de justicia
estricta reconociendo que la metrópoli, a la vez de darnos todos sus defectos
bien cultivados por nosotros nos entregó también la esencia de sus más elevados
propósitos.
Absurdo fue su programa económico; absurdos sus afanes celosos de
cerramos al contacto exterior, no bastándole la cinta de castidad remachada
por las nativas soledades; absurdo el empeño pueril de conservar, por siempre,
una dominación negatoria de todas las fuerzas naturales. Pero ese extravío de
orientación sólo quita brillo fecundo a la obra mal emplazada, sin reducir la
abnegación valerosa, estéril, si se quiere, de la maternidad que se secó los
pechos creyendo alimentar al fruto de su vientre.
Tal vez sea éste el aspecto más doloroso de la conquista española.
Ninguna tristeza más lacerante que la de acusar el volumen extraordinario del
esfuerzo puesto en una empresa nula. ¡Qué despilfarro inútil de audacias, de
dineros, de hombres, de leyes y de autoritarismos!
Por si hubiéramos olvidado la visión de
ese drama antiguo, donde súbditos y señores salen derrotados de la justa,
vencidos por el mismo error el despotismo y la libertad, el mar de México nos
ofrece el espectáculo de una isla que ha sido teatro del último episodio de la
porfiada equivocación. Y el progreso, que no entiende de sentimentalismos, ha
castigado la tenacidad, ya insensata, en la falta del poseedor empotrado en
prejuicios de piedra, por manos de aquellos otros colonos desdeñables de los
siglos oscuros.
Todavía más. Si no creyéramos expresivo
tan duro y aleccionador testimonio, volvamos la cara al reciente pasado, a la
misma actualidad sudamericana, y en las acciones y reacciones de nuestro ser
social, en el exceso de mando ilegítimo y en las violencias irregulares del
ideal en marcha, que no atina a cristalizar en la paz, porque aquí la paz no se
cimenta en la libertad verdadera, en esas acciones y reacciones encontraremos
el linaje de los viejos errores de la madre patria.
España hizo a América del Sur a su imagen, es decir, unitaria en todos
sus servicios públicos y también en sus ideas. El rey, por intermedio del
Consejo de Indias y de la Casa
de Contratación de Sevilla, ejercía dominio paternal sobre inmensos dominios,
mal conocidos, resolviendo por expediente lodos los asuntos, aun los
secundarios, surgidos en lejanísimas
tierras.
El resorte comunal, la entidad ciudadano, no ocupaba sitio eficiente en esa
organización hermética y del más perfeccionado centralismo.
Inglaterra también fundió a América del Norte dentro del molde nacional dándole, por
tanto, la naturalidad y la soltura de sus hábitos políticos. Su monarca no
aspiró jamás a monopolizar, como señor absoluto, la vida interior de sus nuevos
Estados y a imponer en ellos su veredicto inapelable, por la sencilla razón de
no caber esta tentación en un cerebro inglés. Tan caprichosa injerencia hubiera
sido inconcebible en ceno de la sociedad humana que mejor ha honrado las
instituciones Ubres y que rinde culto de emblema a la autonomía municipal.
Entrañas de esa diversidad debían, por
fuerza lógica, producir frutos Opuestos. Mientras el retoño sajón crecería fiel
a su tradición, en la practica saludable del derecho, sin dudar que en
su persona y no en el país de origen residía la suerte de la propia voluntad,
soberana, el retoño latino solo comprendió ese mismo derecho como una concesión
bondadosa del jefe semi-divino de la gran máquina colonial y nunca pudo, ni
supo, poner en actividad ese criterio -su sufragio-privado de la ocasión de ejercitarlo.
Por entendido que el primer tipo de la
apuntada cultura llevaría, por suave derivación, al régimen republicano,
existente mucho antes de pasar por el sacramento de su bautismo.
Tampoco sorprende que el segundo ensayo
haya sido escuela de despotismo, necesitándose dar arriesgado salto en las
tinieblas para obtener de la democracia sólo su denominación.
Enamorada de su engendro contra natura,
España se agotó en el afán imposible de detener la evolución de un mundo, afán
tan insensato como el de prohibir al árbol su desarrollo aprisionando con
hierros su corteza.
En cambio Inglaterra, sin incurrir en
sacrificios mayores, que nadie le exigía, asistió a la ascensión victoriosa de
sus colonias enriqueciéndose con su independencia. Una metrópoli quiso remontar
la corriente irresistible y todo lo perdió en la demanda quimérica. La otra
acató las leyes de la vida y fue honrada por sus hijos. Esta emancipación se
señala como un simple suceso complementario.
En efecto, las colonias norteamericanas
poseían todos los atributos libres cuando pensaron en declararse automáticas; y
el mismo pretexto ocasional de esa revolución -una contienda tributaria-
acredita el perfeccionamiento democrático del medio social.
"Nuestra
revolución, hablando filosóficamente y con exactitud, no fue lo que se llama
una revolución. Fue una resistencia. No se trataba de conquistar derechos
nuevos; pero sí de defender los antiguos. Las reivindicaciones de Washington,
Adams, Franklin, Jefferson, Jay, Schuyler, Witherspoon y sus colaboradores, se
referían a ciertas libertades dentro de cuyo concepto los reyes de Inglaterra
habían establecido las colonias y que el parlamento se esforzaba en arrebatar.
Esas libertades, opinaban los americanos, les pertenecían, no solamente por
derecho natural, sino también por derecho de tradición".(6)
Para M. Ribot,
"la América goza la suerte de
no haber tenido revolución, porque la revolución de 1776, hecha en nombre de la
independencia dé las colonias, no ha sido una ruptura con el pasado".
En opinión de Tocqucville,
"resulta de todos estos documentos
que los principios de gobierno representativo y las formas exteriores de la
libertad política fueron introducidos en todas las colonias desde su
nacimiento. Esos principios habían recibido más grande desarrollo al norte que
al sur, pero existían en todas partes".
¿Cómo temer, por otra parte, de la aptitud republicana de una sociedad
que ostentaba, orgullosa, entre sus costumbres capitalizadas, la libertad de
reunión, de asociación, de cultos, de prensa, el jurado, la inviolabilidad del
domicilio y el sagrado de la propiedad?
Ni aun al presente goza América del Sur
de ese lote íntegro y efectivo de bienes públicos y ¡cuántas veces no se ve en
su seno esgrimir el sofisma atroz para torturar a la hoja suelta, hostilizar el
ejercicio religioso, coartar las asambleas ciudadanas antipáticas al sumo Poder
Ejecutivo, desconocer el escudo domicilial y herir el solar del adversario con
leyes de confiscación, negativas de todo principio honorable!
Es curioso comprobar que ya en 1623 los
vecinos de Virginia, colonia muy posterior en origen a las similares de nuestro
continente, le declaraban al rey, en un memorial, que preferían ser ahorcados
antes de tolerar a gobernadores arbitrarios.
Pero mayor precocidad consciente señala
el derecho reclamado del rey y obtenido, por ese núcleo inicial de mil
individuos, de elegir su asamblea legislativa.
De la manera siguiente calificó Franklin
ese admirable temperamento individualista, cívico:
"Tengo alguna fortuna en América; yo
gastaría con gusto diecinueve chelines de cada libra para defender el derecho
de dar o rehusar el olio chelín, y, después de lodo, si yo no puedo defender
ese derecho, sí puedo retirarme alegremente con mi familia a los libres bosques
de América, que ofrecen libertad y subsistencia a todo hombre capaz de encebar
un anzuelo o de disparar un fusil".
En 1621 los holandeses de Nueva Ámsterdam
fundan la primera escuela; en 1636 Boston los imita con la tan celebre
universidad de Harvard y con el primer diario, en 1704; en 1731 ese Franklin,
sin paralelo, llena de luces, con sus iniciativas, a la docta Filadelfia.
Sobre semejante yunque se forja el alma
de las naciones elegidas y nada debe sorprender que ciudadanos salidos de esa
fragua fueran celosos de sus derechos hasta el punto de rebelarse los miembros
de algunas comunas de Long-Island contra un pequeño impuesto, creado con el fin
de pagar la construcción de los fuertes de Nueva York, a título de que tal
gravamen no tenía sanción popular. Así definieron ellos la divisa de su ideal
democrático:
"Sin
diputados no hay impuestos".
Años más tarde se manifestaba, en un
petitorio al duque de York, que era
"un intolerable abuso" la demora en otorgar la constitución de
asambleas delegadas del pueblo.
En 1693, casi un siglo antes de la
independencia, el gobernador de Nueva York escribía a su jefe metropolitano:
"Las leyes de Inglaterra no tienen
ningún efecto en esta colonia; ella pretende ser un estado libre.
Las
colonias acuñaban monedas, sancionaban leyes y constituciones, levantaban milicias, construían caminos, fundaban escuelas y universidades, decretaban impuestos, desarrollaban el
comercio y, esto último, no sin violar o eludir, en ancho concepto, las leyes
marítimas de Inglaterra". (7)
No vacilamos en decorar nuestros párrafos
con opiniones corroborantes en virtud de que no tenemos la pretensión absurda
de sustituir nuestros asertos a los muy autorizados asertos de los maestros.
Cabe también decir que estos comentarios no nos separan del fondo del asunto
porque, realzando el timbre republicano de las colonias inglesas, que
practicaban la libertad verdadera, sin pagarse de pragmáticas y de huecos
formulismos, y colocando, luego, a su frente a las naciones de América del
Sur, lanzadas todavía más al desastre institucional por las declamaciones de la Revolución Francesa ,
improcedentes en este hemisferio, nos será dado poner en mayor transparencia el
error de copia en que hemos incurrido y seguimos incurriendo, nosotros,
republicanos sin república.
Edificado el nuevo organismo social sobre el bosquejado cimiento de derecho, su acceso a
la mayoría de edad no debía provocar temibles desgarros. Era una juventud en
perfecta maduración que, con paso corriente y firme, iba ensayándose en el uso
de sus facultades viriles.
Por cierto que a Inglaterra, como a todas
las madres, le pareció temprana la fecha en que su descendencia quiso formar
hogar propio y presidir nuevas evoluciones fecundas. Pero ¿qué fuerza de
raciocinio detiene al grano que, entibiado por el sol, comienza a vivir?
Apenas emancipadas sus antiguas colonias,
empezó Inglaterra a ser honrada por la alta sabiduría política de su prole.
Como que siempre había conocido las bendiciones de la libertad, no
tuvo necesidad la nueva organización de demoler su pasado adolescente para
construir su presente autonómico; al revés de lo que ocurriría a las
nacionalidades de cepa española, precipitadas a la renunciación ruda y hasta
exagerada de su tradición política a fin de iniciar otra era con otro Estado
Civil.
Nada hubo que cambiar; todo estaba hecho.
"La declaración de la Independencia no
creó —y ni siquiera quiso crear—un nuevo estado de cosas. Ella reconoció
simplemente un estado de cosas ya existente. Ella declaró que las colonias
unidas son, y tienen el derecho de serlo, Estados libres e
independientes". (8)
Confirma Boutmy:
"Esas colonias tenían de la corona
franquicias tan extendidas que ellas renunciaron a elaborar un nuevo texto y
decidieron seguir viviendo bajo sus antiguas Cartas". (9) Pero el espíritu liberal de las leyes iniciales no era suficiente
para llenar las exigencias, más complejas, del nuevo sistema político,
comportando la coordinación federal, por sí sola, un escabroso problema.
También necesitaban los listados Unidos darse un dogma constitucional, en
armonía con esos llamantes apremios, y dibujar sus alientos de futuro.
Las impaciencias idealistas de nuestro
temperamento latino, colocadas en aquellas circunstancias, se habrían
precipitado a la proclamación ruidosa de las más avanzadas doctrinas de
gobierno, con descuido de las conveniencias prácticas que siempre, por
fatalidad, nos parecen secundarias.
No incurrieron en este grave
error los legisladores norteamericanos, a pesar de la resonancia mundial de su
evolución libre había despertado la admiración del mundo civilizado. (10)
Por el contrario, ellos pusieron su mayor
empeño en producir una obra legal, capaz de consultar las demandas del bien
público sin descender a los teoricismos del ensueño; aunque poco pueden temerse
semejantes excesos en el hermoso medio político que jamás ha conocido las
fiebres malsanas de la demagogia.
Ajenos a todo viento de abstracción, sin embriaguez de ideas, preocupados
de cumplir a conciencia el mandato de sus comitentes, los legisladores de la Unión sólo se preocuparon de
hacer una constitución para los Estados Unidos, limitando su campo doctrinario
en las propias fronteras. Cabe advertir, de paso, en abono de la fragilidad de
los engendros efímeros, que los decretos universales, con intención de redimir a
la humanidad entera, emanados de la Revolución Francesa ,
no han tenido las benéficas proyecciones positivas del admirable cuerpo de
leyes locales, pero de sabiduría perdurable, consagrado, con gesto maduro, por
los representantes de una soberanía que no se manchó con crímenes ni
despotismos.
El resultado de aquella labor legislativa
fue sólido y de eficaz aplicación nacional. En las peripecias de su campaña
armada para llegar a la definitiva liberación, los norteamericanos habían
podido ver de cerca, en la tela de los hechos, los inconvenientes secundarios
de su organización política y las fricciones provocadas por el juego de las
diversas instituciones públicas. De ahí que su mayor empeño fuera ponerse en
guardia contra las llamadas enfermedades del gobierno representativo. Cortar
las alas a ciertos ímpetus anárquicos en germen; tutelar la libertad, amenazada
por el unitarismo doctrinario; poner a cubierto de absorciones futuras la
autonomía de los Estados y de los municipios, que la justa cavilosidad federal
creía amagada por la fuerza del poder central.
Al conjuro de esa atinada prudencia nació la Constitución de los
Estados Unidos, sobria, clarísima, restringida y remachada con creaciones
originales, tales como la
Corte Suprema , habilitada para dirimir diferencias entre los
núcleos confederados en los puntos de su texto que ofrecieran sombra de
eventuales conflictos internos.
En
ese cordón sanitario opuesto al abuso de la libertad estriba el mérito
excepcional de la mencionada carta.
"A juzgar por una primera impresión, la Constitución federal
podría ser definida como la organización la menos democrática posible de una
democracia. Recuérdese que su texto había sido redactado en medio de desórdenes
y de violencias que pusieron en peligro los resultados de la guerra de la Independencia. El
pesimismo había dominado a más de un antiguo apologista del régimen popular. Se
diría que los constituyentes americanos tomaron lo menos que pudieron de ese
régimen; ellos toleraron aquello que les imponía el estado de una nación en la
cual lidiaban los elementos históricos, económicos y sociales que forman la Sustancia de la
aristocracia y de la monarquía. La democracia fue allí, más o menos, lo peor
que pudo suceder. Se la encuentra en la base de la Constitución , porque
en ese nivel no había otro suelo consistente donde poder asentar el edificio.
Pero toda la superestructura, si así puedo hablar, lleva el sello de la
tendencia la más extrañamente antidemocrática que jamás haya inspirado a una
asamblea constituyente".
En opinión de Sumner Maine, esta
vigilante actitud represiva descubre el secreto del éxito libre de los Estados
Unidos, debido, insiste, a
"la hábil aplicación de freno a los Impulsos populares". (12)
Nada más distante, pues, del concepto
latino sobre la democracia que el carácter de las instituciones de esc género
en la Unión. El
interés común llevó a la confederación, pero con la firmísima y no desmentida
voluntad de las partes de sufrir el menor cercenamiento posible en sus fueros
locales.
"Considérese la estructura política
de la nación. Ella es muy original. Cada Estado de la Unión tiene su existencia
distinta, su personalidad, su autonomía, que guarda con celoso cuidado.
Massachuselts, New York, Virginia. Ilinois, Texas, California, todos, hasta los
más pequeños, como Rhode Island y Maryland, son entidades políticas tan reales,
tan conscientes de su propia existencia como la misma Unión de que forman
parte. Ellos tienen
sus leyes, sus tribunales, sus impuestos regionales, su bandera, su milicia, sus escuelas y universidades".(13)
sus leyes, sus tribunales, sus impuestos regionales, su bandera, su milicia, sus escuelas y universidades".(13)
De manera que el anhelo legislativo en
vista fue, sobre todo, defender la libertad de los Estados como cuerpos, como
núcleos de individuos de fisonomía colectiva determinada, con preferencia al
individuo en sí mismo, ya garantido en el uso de su libertad por órganos
fundamentales aceptados desde los orígenes. .
"La Unión jamás ha cesado de ser concebida, por la
inmensa mayoría de la
Convención , como un pueblo de Estados más que como un pueblo de individuos. El individuo estaba, por así decirlo, fuera de la
cuestión. Los derechos del hombre y del ciudadano, fundamento del régimen
democrático, no entraban en la ecuación que la Convención se proponía
resolver. Las dos únicas incógnitas que
ella buscaba resolver eran la parte referente a las autoridades municipales de
los Estados y la parte referente a la autoridad federal". (14)
La composición del Senado, sus facultades
y el método de su elección a dos grados, responde a la misma defensiva
temerosa, así como también el número de senadores, igual para todos los
Estados, grandes o pequeños, sin consultar la población, ni la importancia de
cada uno.
Idéntico caso conservador se da en la
elección de presidente, no venciendo quien obtiene la mayoría de la opinión
nacional —lo que sería más fidedigno— pero sí quien alcanza la mayoría de los
sufragios de los Estados, pesando por igual los delegados de New York, con su
capital millonaria, como los del más desploblado Estado del Far West.
Pero se acentúa más el significado a
antidemocrático de la
Constitución de los Estados Unidos apreciando, un instante,
el propósito restrictivo, autoritario, inapelable, a que respondió la
adjudicación de poderes políticos dirimentes a la cabeza del Poder Judicial.
Es la apuntada una creación propia do los norteamericanos y su valer
debe medirse, descendiendo de las nubes, por sus felices resultados nacionales.
¡Singular excepción a la regla electiva! La Corte Suprema ,
extraña en su composición a las veleidades del sufragio, integrada por
funcionarios vitalicios, resuelve todas las dudas constitucionales, todos los
conflictos entre los Estados; en una palabra, todas las cuestiones que afectan
en lo más hondo a la soberanía americana.
El veredicto de nueve personas corta,
como un sablazo, todas las diferencias, sin recibir la tortura de las
abstracciones y remitiéndose al campo concreto de las cosas.
Veintiuna vez la
Corte Suprema , que no tiene origen popular, ha anulado actos
del Congreso, que representa al pueblo, y más de doscientas ha observado la
legislación extralimitada de los Estados.
Pues
la Corte Suprema ,
opuesta como valla a todas las anarquías, no consulta, por cierto, el
teoricismo latino; pero, en cambio, y lo que vale mucho más, responde a las
exigencias organizadas de una maravillosa sociedad política que se ofrece como
modelo, indiscutido, a la imitación universal.
No es, a buen seguro, la Revolución Francesa ,
ahogada por ¡a espuma de sus lirismos hiperbólicos, la llamada a dar semejantes
soluciones de ventura pública.
¡Pena grande que las naciones de América
del Sur persistan en abrazarse a las ideas generales que, a fuerza de mucho
definir, nada definen, en vez de optar por el temperamento de las preciosas
contradicciones políticas que nos enseñan los maestros en el cultivo de las
instituciones libres!
“No
conozco autonomía política más llamativa que esa supremacía de una autoridad no
elegida en el seno de una democracia reputada del tipo más extremo; de una
autoridad que sólo se renueva de generación en generación en ese medio
inestable, que cambia de año en año; de una autoridad, en fin, que podría, en
rigor, Invocando un mandato moralmente caducado,
perpetuar tos prejuicios de una época cerrada y lanzar un desafío, aun en la esfera política, al espíritu transformado
de la nación. Es sabido que el cuarto presidente de la Corle Suprema , John
Marshall, estuvo treinta y cinco años en ejercicio".(15)
Para cerrar el cuadro de estas breves
observaciones, recordaremos que el sufragio en los Estados Unidos está sujeto a
severas limitaciones impuestas, a su arbitrio, por el gobierno de cada fracción
territorial.
Al
respecto la constitución sólo estipula que el voto no puede ser menoscabado por
razones de raza. Después de la guerra separatista se extendió esa prerrogativa
a todos los libertos que formaban en las filas políticas de sus liberadores.
Pero, así que se suturó el desgarro fratricida, desapareciendo todo peligro de
disolución nacional, nada se dijo a los Estados del Sur cuando ellos impusieron
barreras indirectas al gobierno de los negros, anulándolo en el hecho.
"Tal es, como yo la siento, la
esencia de la democracia en América. Ella no consiste en una teoría abstracta
de sufragio universal o de infalibilidad de la mayoría; porque en realidad, el
sufragio universal no ha existido jamás, ni existe, en los Estados Unidos. Cada
Estado tiene el derecho de determinar sus propias condiciones de sufragio. Pueden
exigir títulos: un derecho basado sobre la propiedad o un derecho basado sobre
la educación. Al presente ciertos Estados los exigen. Pueden excluir a los
chinos: California, Nevada y Oregón los excluyen. Pueden sólo admitir a los
indígenas y a los extranjeros naturalizados, como lo hacen la mayoría de los
Estados. Pueden también admitir a los extranjeros que simplemente han declarado
su intención de naturalizarse: once Estados proceden así. Pueden dar el voto
sólo a los hombres o acordarlo a cada ciudadano, hombre o mujer, como lo hacen
Idaho, Wyoming, Colorado y Utah".
Por este índice de legislaciones puede
medirse toda la intensidad del sentido práctico que deja a cada región resolver
sus problemas internos, sin atarla al juego de una doctrina uniforme. Así los
Estados del Oeste encaran a su modo la cuestión china, ellos, que sienten el
peso de aquella inmigración; y guiado por idéntico cono, .miento, se
desenvuelve cada uno dentro de su ambiente social particularísimo.
Ninguna novedad poseen los anteriores
comentarios. Con ellos sólo hemos querido avivar las propias memorias del
lector, para estar en
latitud
de reconocer,
luego, en su compañía, que el pueblo de los Estados Unidos, forjado en el
ejercicio verdadero de la libertad y legislador desde nii cuna, no quiso auxilio de doctrinas
simples para afirmar sus destinos.
A pesar de ser el hábito democrático una
segunda naturaleza en el ciudadano norteamericano, se creyó necesario defender
el patrimonio común contra posibles excesos y anarquías; y entonces, al bronce
Invalorable de la educación se le puso cimiento de granito en forma de leyes
celosas y tutelares de su estabilidad.
¡Admirable ejemplo, único en la historia
del mundo, el presentado por la nación que, superior a su victoria, no sufre el
marco orgulloso de la vanidad y se defiende, ella misma, contra sus eventuales
delirios demagógicos!
Ha corrido casi siglo y medio desde esa
primavera independiente y ahí continúa decretando éxitos y felicidad pública la
carta fundamental de la lejana juventud.
La
constitución hija va en camino de ampliar el elogio tributado por Mme. de Staël
a la constitución madre, la inglesa, definida por la gran escritora como
"el más hermoso monumento de
grandeza moral de Europa".
capitulo II de LA REVOLUCIÓN FRANCESA Y SUDAMERICA
NOTAS
1. PRIETO.—
Lecciones de Historia Patria, México. "El comercio extranjero llegó a
prohibirse con pena capital".
2. < >TOCQUEVILLE.
— De la Démocratie m Amérique
3. BOUTMY. — Le
Développement de la
Constitution en Angleterre. "En 1750, los propietarios se
unieron a los curtidores para impedir la entrada del hierro en barras importado
de las colonias, por temor de que se fundiera menos cantidad de ese metal en
Inglaterra y que el consumo de madera no disminuyese. Los propietarios también
son productores de lana; entonces ellos se combinan con los fabricantes de
paríos y gravan con un impuesto los percales y de 1721 al 774 los prohíben en
absoluto. Este impuesto, renovado en 1774, recién desaparees en lêll ",
4. ALLIER. — Morales et
Religions.
5. VAN
DYKE. —Le Génie de l'Amérique.
6. VAN
DYKE. — Le
Génie de Amérique.
7. VAN
DYKE. —Le Génie de
l'Amérique.
8. ídem.
9. BOUTMY.— Etudes de droit constitutionnel.
10. SOREL. —L'Europe et la Révolution française.
"La Revolución de America inflamó al continente. A falta de soldados, que enviaban los franceses, los alemanes
dirigieron a los americanos volúmenes de poesías. Recuerdo todavía vivamente,
escribía un noruego, lo que pasó en Elseneur y en la rada el día en que fue
concluida la paz que aseguraba el triunfo de la libertad. La rada estaba llena
de barcos de todas las naciones... Todos estaban empavesados. Los equipos
daban gritos de alegría. Mi padre quería penetrarnos del sentimiento de la
libertad política. Nos hizo ir a la mesa y beber con él y sus huéspedes a la
salud de la nueva república".
GOETHE.
— "Se habían
hecho mil votos en favor de los americanos: los nombres de Franklin y de Washington resplandecían sobre el horizonte."
11. BOUTMY. — Etudes de droit constitutionnel.
12. SUMNER
MAINE, — Popular
Government.
13. VAN DYKE. —Le Genie de l'Amértque,
14. BOUTMY. — Eludes
de droít conslliutloñnel.
15. BOUTMY. — Etudes
de droit constitutionnel.
16. VAN DYKE. —Le
Génie de tAmérique
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