lunes, 8 de octubre de 2012

EL DESTINO DE UN CONTINENTE (11)

por Manuel Ugarte

CAPÍTULO X

ANTE LA VICTORIA ANGLOSAJONA

EVOLUCIÓN DEL HISPANOAMERICANISMO. - LA SITUACIÓN DE EUROPA. - LA PRIMACÍA MUNDIAL DE LOS ESTADOS UNIDOS. - FRACASO DEL PANAMERICANISMO. -HACIA EL PORVENIR.

Los pueblos que deben perdurar se conglomeran en torno de una filiación racial, alrededor del hilo de oro de una cultura. Nuestra América, hispana por el origen, es esencialmente latina por sus tendencias e inspiraciones. Si no hace pie en los antecedentes y en los recuerdos, ¿de dónde sacaría, en medio de la dispersión y el cosmopolitismo, la fuerza necesaria para preservar su personalidad? Pueblo que surge renegando de su raza, es pueblo perdido. De acuerdo con esa dirección todas las fibras deben llevarnos hacia España, Francia e Italia, que sostienen la cúpula de la civilización secular. La personalidad nacional, las raíces autóctonas, serán más fuertes, cuanto más copioso sea el riesgo ideal que las fecunda desde los orígenes.
Al salir de Buenos Aires, creí poder continuar con más éxito la obra emprendida. Los centros fundados en diversos países de América se disolvían gradualmente. ¿Qué queda de aquel maravilloso empuje que animó con sus entusiasmos a la juventud? Unos se retiraron decepcionados por injusticias, otros perdieron rumbo durante la conflagración, otros naufragaron en la brega de los partidos. No faltaron los espíritus apresurados que buscan pretextos para ir desembarazándose de sus ilusiones, y arrojando, al azar de la carrera, los propios pensamientos para llegar más pronto. A ello se unió la pugna literaria, dado que el mismo instinto de emulación que determinó la anarquía política se hace sentir en la vida intelectual. Pero por encima de estas circunstancias subalternas y aplicables a un número reducido de hombres, en medio de un conjunto sano y Heno de vida generosa, hay que buscar las causas que hicieron ilusoria la tentativa en la irritada desorientación a que dio lugar la guerra. Entre las avalanchas enloquecidas, un ideal sólo podía ser la frágil hoja de papel que desaparece en el remolino. Convencido de que en realidad conducía un barco de humo, soñé intentar una acción diferente desde Europa, fundando una publicación de carácter continental que reuniera los hilos dispersos, que sirviera de punto de unión para las esperanzas. ¿Es necesario decir que estas ilusiones se desvanecieron también y que no ha surgido hasta ahora el Mecenas que pueda hacer posible esa nueva campaña? Porque quien había empezado la lucha quince años antes, basado en su independencia económica, salía de Buenos Aires sin más medio de vida que sus colaboraciones en los periódicos.
Llegué a España en 1919. Para algunos resultará difícil conciliar mi admiración por la madre patria y las críticas que en más de una oportunidad he formulado sobre algunas de sus características. Todo ello nace de un deseo de verla grande. Las "hermosas páginas" de la historia anglosajona, siempre han reportado ventajas; las "hermosas páginas" de la nuestra, sólo nos han valido sacrificios. Y es el ansia de una reacción que superponga a las excelencias conocidas una conciencia práctica, lo que ha dado a veces a la pluma involuntaria aspereza.
El viejo símil de las rocas azotadas por los elementos puede aplicarse a los pueblos que en la historia desarrollan una acción preponderante. A veces cargan con el peso de todas las culpas, y tienen que resignarse a ser responsables hasta de los crímenes que se esforzaron por evitar. Al hacerse dueña de un mundo y de un siglo, España exasperó las declamaciones humanitarias de sus rivales. Y no hay que basar la historia en la diatriba. En lo que acierta plenamente la opinión es al calificar la rémora administrativa y la inconsistencia de los métodos colonizadores. Pero este es un fenómeno posterior a la conquista. El dueño del Nuevo Mundo cayó de la jactancia en el ensimismamiento, juzgando que el empuje realizado le conquistaba jerarquía perpetua. Olvidaba que, ya se trate de pueblos o de aeroplanos, cuando la hélice vacila y se detiene el motor, empieza el descenso, en forma de vuelo planeado o en forma de catástrofe, según la habilidad de los pilotos. El tradicionalismo que se reflejó en el manejo de las colonias no fue más que una desorientación traducida en inmovilidad. Es lo que lo distingue del tradicionalismo inglés. El culto al pasado reviste en los dos pueblos caracteres distintos. Lo que ha mantenido Inglaterra son las formas, y lo que se eterniza en España son las inspiraciones. La mejor prueba de ello es que las causas por las cuales se perdieron las colonias subsisten aún en su virtud y operan sobre regiones sujetas al conjunto actual, El centralismo invoca principios de los cuales se sirven los intereses particulares[147] y a veces las influencias extrañas, prolongando a través de los siglos las direcciones que fracasaron.
Con ello se enlaza un error nuevo, que no es sólo de España, sino también de nuestra América. Me refiero a la tendencia a intentar política internacional con fragmentos de política interior, haciendo pesar en las relaciones con los demás pueblos las controversias ciudadanas. Así ha ocurrido que estas inclinaciones han regulado a veces la actitud de los partidos ante problemas nacionales, con gran quebranto de los intereses comunes y del prestigio de la bandera, porque la política interna, de suyo menguada, se inferioriza más aún al traspasar los límites en forma de actitud colectiva.
Desde el punto de vista material, España había dado indudablemente un salto enorme durante la guerra. Nunca alcanzó la peseta tan alta cotización. Los puertos parecían dominar las rutas comerciales. Barrios enteros se improvisaban en las ciudades, transformadas por la prosperidad creciente. Surgían grandes hoteles modernos. Y todo anunciaba fuerza, vitalidad, plétora de savia. Sin embargo, llegando al fondo de las cosas, no era difícil comprobar que de la situación única en la cual la colocaron los acontecimientos, España no había sacado más que ventajas temporales y pasajeras, que debían desvanecerse así que el mundo reanudara su actividad normal.
Desprovista, como nuestras repúblicas del Sur, del sentido práctico que exprime el jugo de las oportunidades, no había sabido retener, siquiera en parte, el presente de la casualidad.
Lo que la marea trajo, tendría que llevárselo la marea, dentro de un fatalismo extraño a la voluntad de los hombres.
En lo que se refiere a la política, encontré a la España secular, desangrada por la eterna guerra marroquí. No se hará nunca el cálculo de los tesoros y las energías que se han hundido en África sin esperanza de provecho alguno. Duelo y admira tan largo engaño y tan altiva obstinación. Vale decir que me hallé en presencia de una nación distraída, donde sólo se concedía una sonrisa indulgente al remoto hispanoamericanismo. Hasta contra la fiesta de la Raza, lírica expresión del anhelo común, se escribían notas incrédulas en los periódicos. Me sorprendió en algunos cierta inclinación a contemporizar con el imperialismo. No eran muchos. Pero no faltaban políticos predispuestos a repetir lo que hizo México en la América Central, o a renovar lo que realizó el A B C en México, sin advertir que el día en que esa política se concrete se habrá consumado la última abdicación del Imperio de Carlos V, evocando otras catástrofes de la historia, otros hundimientos de irradiación y de poderío, que, al anular la influencia moral, afianzaron para siempre la ruina de las derrotas militares.
Yo no llegaba a Madrid como otros hispanoamericanos a renovar el simulacro de conferencia destinada a repercutir en el diario oficial del terruño. Me guiaba una idea central. Después de haber recorrido el Nuevo Mundo reclamando la conglomeración de voluntades, quería exponer en Madrid el resultado del esfuerzo contra la anulación de las supervivencias hispanas. Por eso fue mayor el desengaño cuando por la primera vez desde el principio de estas andanzas me hallé ante una sala casi vacía. La deferencia de las tres o cuatro docenas de auditores que siguieron atentamente mi exposición; las palabras de don Miguel Moya, presidente entonces de la Asociación de la Prensa, uno de los pocos españoles representativos que concurrieron, y la espuma abundante que hizo la Prensa alrededor del acto, no alcanzaron, con ser manifestaciones muy valiosas, a compensar aquella impresión. Al margen de las pequeñas vanidades, sorprendía la indiferencia ante el más trascendental de los problemas.
Después supe que la masa avanzada, a la cual había llegado, en forma inexacta, el eco de mi disidencia con los socialistas de la Argentina, entendió castigar una discrepancia que, a sus ojos, tomaba proporciones de claudicación. Los núcleos intelectuales y la juventud —que durante la guerra abrazaron la causa aliadófila, seducidos por todo lo que ennoblece y levanta los espíritus, aunque no tiene aplicación segura en los debates por la preeminencia mundial—, quisieron, por su parte, ver en él que llegaba un elemento divergente. Una cuestión de política y una preferencia de espectador en controversias universales, relegaban así a segundo plano la preocupación esencial de velar sobre una corriente histórica que es la raíz de nuestros pueblos. A ello se unió la abstención recelosa de ciertos elementos conservadores, que seguían juzgando al viajero, respetuoso de todas las doctrinas, como escritor de combate[148], y las leyendas que difundía la vieja prédica disolvente. Si añadimos a esto el descrédito a que se había hecho acreedor cierto hispanoamericanismo empírico que ensordecía los ámbitos sin más finalidad que la vibración del momento, se comprende la reserva de la opinión.
Hay nombres venerados, entre los hispanoamericanistas de España, y yo soy el primero en respetarlos; pero domina también en ciertas zonas un espíritu demasiado conciliante que empuja a algunos a dar saltos por encima de las realidades para seguir ignorando el imperialismo. No faltan oradores que al abordar el tema olvidan la presencia de soldados extranjeros en Cuba, en Panamá, en Santo Domingo, en Nicaragua, y lo que es más grave: ignoran que esa ceguera favorece al invasor. Para ellos no va el ideal más allá del aplauso de la asamblea, del elogio de los periódicos, de la sonrisa consagradora del Rey. Y aterra la pequeñez a que queda reducida la hermandad entre cien millones de hombres, cuando todo se subordina a la preocupación de la música. El fenómeno tiene su equivalente en el Nuevo Mundo. También existen en nuestras ciudades los que después de los desembarcos, las invasiones y la presión de todas las horas, nos preguntan maravillados: "¿Cree usted que el imperialismo pueda ser realmente un peligro para nosotros?"
El verbo es el motor de todas las realizaciones, el alma que anima y vivifica los movimientos humanos. Pero en pueblos de oratoria fácil y suntuosa imaginación se ha hecho tanto abuso de la metáfora sonora, que se mira con desconfianza cuanto parece inclinado a renovar las vanas especulaciones. Mi prédica marcaba, desde luego, una orientación diferente. Junto al hispanoamericanismo de juegos florales, más aún; al margen de él, frente a él quizá, hay una dirección política de aplicación real y benéfica, una fórmula diplomática de importancia mundial que será mañana en cierto modo la antítesis de la anticuada melodía que nos ha venido adormeciendo. Toda idea encierra un valor afirmativo y un valor combativo, pensamiento y músculo. Separar estos componentes, es matarla. Y el olvido de los que no han tenido en cuenta la acción que hay que desarrollar frente a las ambiciones de otros pueblos, me ha parecido siempre particularmente peligroso. No puede existir hispanoamericanismo viable sin un instinto de defensa legítima, sin una protesta contra lo que lastima a los núcleos afines, sin una concepción total del problema.
Sobre pocas cosas se ha escrito con tan insistente acritud como sobre la tarea de "estrechar lazos". Si la mitad del ingenio y de la tinta que se derrochan en ridiculizar esa tendencia se empleara en ponerla en condiciones de evolucionar provechosamente, otra sería la situación de nuestro conjunto. Algunos consideran signo de superioridad mental hablar contra lo que la rutina traduce con ayuda de un lugar común, sin advertir que la negación va resultando, con el correr de los años, otro lugar común más lamentable.
Lo que importa no es comprobar que las cosas se han hecho mal, sino hacerlas bien; sin buscar en los errores de ayer una excusa para la inmovilidad del presente. Hay que plantear el problema en sus verdaderos términos. El hispanoamericanismo no debe mirar hacia el pasado, sino hacia el porvenir. Será combativo o desaparecerá.
La cordial hospitalidad[149] y las deferencias múltiples que me fueron dispensadas en los comienzos de mi permanencia, no me impidieron advertir cierta reserva que vamos a tratar de explicar. Cuando hablé de la Rábida, en la Academia de Cádiz, ante la estatua de Colón, o en el Ayuntamiento en presencia del Rey[150], encontré cortés aprobación y simpatía. Pero sumando la impresión de esos momentos a las observaciones que pude hacer durante los discursos de otros oradores, comprendí que si se han desvanecido las desafinaciones que originó el separatismo, perdura un malestar, fruto, en primer término, de la bifurcación de las vidas y, en segundo término, y por ambas partes, de un mismo orgullo reservado y tenaz.
Si el español fraterniza en bloque con el hispanoamericano, en, quien no ve más que un hermano de raza, en ciertos círculos encontramos actitudes menos resueltas, porque en realidad no fue la nación la desposeída por la revolución de 1810, sino una oligarquía, y es en sus descendientes y continuadores donde más claramente asoma la inconfesada resistencia. El latinoamericano, por su parte, acaso sin quererlo, ha acentuado la desintegración, formulando críticas no siempre justas, atribuyéndose superioridades discutibles, y cultivando ironías tan desprovistas de originalidad como de sentido político. Por eso cabe preguntarse, dentro del ambiente sin reticencias en que escribimos esta obra, si existe en la realidad de los hechos y de los estados del alma una íntima y completa confraternidad entre España y las repúblicas que nacieron en su seno. La interrogación puede parecer áspera, pero vale más formularla, dando margen a que cada cual conteste según su conciencia, que prolongar el silencio propicio a todas las confusiones.
Mi probada adhesión aleja toda sospecha. Pocos hispanoamericanos quieren a España como yo. Pero en plena sinceridad debo declarar que, a mi juicio, falta entre la madre y las hijas el isocronismo en las vibraciones, que sería indispensable para realizar el porvenir. No nos referimos a empresas utópicas que sólo pueden nacer del delirio verbal en asambleas de ideólogos. Ni aún en el plano de la diplomacia cabe imaginar una acción única de España y los países ultramarinos, los pueblos de América tienen su rotación, y España gira en la órbita de los intereses europeos. Pero respetando estos rumbos, impuestos por las circunstancias, cabría en cierto radio un enlace superior de finalidades. Sin invocar el pasado, sino la realidad del momento, interpretando la identidad de idioma más que lazo tradicional como facilidad ofrecida a la mutua comprensión, haciendo valer para las aproximaciones por encima de las razones líricas los argumentos prácticos de la común debilidad, se puede fundamentar una acción seria y fecunda. Sin embargo, estas mismas direcciones experimentales requieren la base moral de una fraternidad efectiva y franca. Y ese es el sentimiento que acaso no existe aún con la debida intensidad entre nuestros pueblos.
Unas veces porque la costumbre de recordar se sobrepone al instinto de prevenir, otras porque puede más la susceptibilidad que el orgullo, no hay un empuje claro para definir la situación con criterio actual. España evoca sus desilusiones de Metrópoli. América rememora la sujeción colonial. Ambas se acusan todavía sin palabras, dentro del fondo secreto de los espíritus. Y el principal obstáculo es la obstinación en volver los ojos hacia ayer, cuando todas las ventanas están sobre mañana.
Acaso los hombres nuevos no se han encarado hasta ahora con la dificultad.
De rememorar la historia, debiera ser para buscar lecciones, corrigiendo unos y otros las pasadas impericias. Ya hemos rendido suficiente culto a los fantasmas. "Y hay preguntas que podemos hacer colectivamente: ¿Qué rumbos tomó el oro de América? ¿Dónde están los tesoros de las galeras famosas? Basta mirar en torno para comprender que la riqueza de un Continente no hizo más que pasar por España para ir a los países que la supieron captar sin esfuerzo, y que la sangría de la tierra nueva, como el sacrificio de los conquistadores, se realizaron en beneficio de otras razas.
Lirismos, orgullos, preocupaciones dinásticas, ambiciones pequeñas, hicieron abortar el ímpetu y dieron lugar a que en las naciones jóvenes naciera cierto desinterés por las cosas de una España que tan dolorosamente había dilapidado el porvenir. La influencia anglosajona, representada según las regiones por Inglaterra o los Estados Unidos, puso de relieve contrastes que abren horizontes a las antiguas colonias, pero que entrañan grave peligro de desnacionalización. El deseo legítimo de prosperar empujó a pedir a las fuentes en auge nuevas inspiraciones. Y esa nutrición que fortifica y levanta, diluye la propia personalidad. Claro está que la grandeza naciente deriva de la modernización de los resortes. Pero la fuerza durable sólo puede venir de las raíces vivificadas. Y todo se conciliaría si en los nuevos caminos, en la actividad intensa, en la renovación mental, no viéramos unos y otros un obstáculo para la magnificación de los antecedentes, si nos supiésemos levantar hasta una concepción que abarque finalidades verdaderamente históricas.
Durante mi permanencia en España continuó desarrollándose el drama de América. Se produjo la caída del general Carranza, arrollado por una de esas tempestades fulminantes que traen los vientos del Norte. Los delegados de la república de Santo Domingo, señores Henríquez y Carbajal y Henríquez Ureña, que emprendieron, viaje a las repúblicas del Sur para solicitar un apoyo moral en favor de su país, agobiado bajo la ocupación extranjera, fueron recibidos fríamente y regresaron decepcionados. Una tentativa de confederación parcial, auspiciada por la opinión pública de Centro América, fracasó en manos de los que atendían, ante todo, a elevarse o a contemporizar. Demás está decir que el telegrama que envié al ministro de Relaciones del Salvador[151] quedó sin respuesta. Por otra parte, La Prensa, de Buenos Aires, de 1º de junio de 1920, publicó un largo telegrama de Nueva York en el cual, al hablar de la gira de un senador portorriqueño, se decía que sus conferencias "contrarrestarían el daño causado por Manuel Ugarte, uno de los más acérrimos oradores contrarios a los Estados Unidos, que recibía un sueldo de un Banco alemán que estaba realizando toda clase de esfuerzos para establecer relaciones con la América del Sur antes de la guerra". El mismo diario La Prensa me dio cumplida satisfacción pocos días después[152], pero de la calumnia algo queda, ya lo hemos dicho. Y ese es el fin que se ha perseguido siempre. La carta que escribí con tal motivo[153] no fue publicada por ningún diario, y la malévola versión hizo su obra.
Al seguir viaje de España para Francia y al alejarme del ambiente amigo hacia el cual van mis predilecciones más desinteresadas, puesto que de él no he recibido nunca honores, condecoraciones o apoyos de ningún género, pensaba yo en la urgencia de ampliar los horizontes.
Sin una vasta coalición de esperanzas y de intereses, el latinoamericanismo marcará eternamente el paso alrededor de una sombra. Por encima de los exclusivismos y las limitaciones que nos han traído a la situación en que nos encontramos, conviene crear una acumulación de fuerzas capaces de neutralizar los vientos invasores, o disolventes, de la política internacional. Ante la perspectiva variable de los acontecimientos, nada es más vano que anclar en una afirmación. Lo que era fácil en 1850 fue imposible en 1900, y lo que parecía realizable en el umbral del siglo, resulta absurdo después de la guerra. Hay que vivir con el ritmo de la hora. El mal de España y el de América —séame permitida esta apreciación conjunta— ha sido siempre querer hacer entrar las realidades en los axiomas, en vez de deducir los axiomas de las realidades. No cabe duda de que, por encima del empirismo, empieza a delinearse la concepción práctica de una acción constructora, experimental, que acepta, respeta y admira cuanto hicieron los predecesores, pero que de acuerdo con los tiempos, desea ante todo obtener resultados. El latinoamericanismo ganará salud al abrir las ventanas y al mismo tiempo que las ventanas, los ojos sobre la realidad del siglo.
No hay que dejar que las palabras se interpongan. Cuando nos dicen que en los pueblos anglosajones se difunde el idioma castellano, lejos de interpretar el hecho como una victoria, o como un homenaje, reflexionemos sobre la contradicción que lleva a propagar nuestra lengua en Pensylvania, y a combatirla en Puerto Rico y en Filipinas. Al margen de la manifestación aislada, hay que abarcar los móviles, el programa y la lógica de los grandes movimientos. Salta a los ojos que los verdaderos triunfadores de la guerra han sido los Estados Unidos, cuyo poder económico y cuya influencia política no tienen hoy rival posible. Como el inevitable expansionismo de este país debe realizarse ante todo en detrimento de las supervivencias hispanas, se pone de manifiesto la magnitud de un problema y la inconsistencia de los líricos planes de reconquista espiritual. Hace cincuenta años, acaso era posible todavía equilibrar la fuerza imperialista con la influencia moral de España. Hace quince años, ese resultado sólo pudo ser alcanzado movilizando toda la latinidad. Para llegar a ese fin hoy, acaso baste apenas con la influencia global de Europa. No hay que ver, pues, en la ampliación del gesto una disminución de la tendencia, sino, por el contrario, un ímpetu para sacarla del marasmo y darle al fin fuerza motriz.
Para comprender la evolución posible de nuestra América, hay que tener en cuenta el panorama general del mundo después de la profunda remoción. Veamos sobre todo la situación de Francia, pero veámosla desde el punto de vista nuestro, que se acerca en cuanto es posible al punto de vista francés, pero que conserva, desde luego, el cuidado primordial de los intereses del conjunto latinoamericano. Al defender su territorio, Francia defendió, consecuente con su papel en los siglos, principios generales y superiores aplicables a todo el género humano. Pero la gran nación, víctima de la doble diplomática, ha visto sus instintos generosos usufructuados en síntesis final, por pueblos más utilitarios que llevan la destreza hasta hacerla parecer hoy, dentro de las dificultades más arduas, como elemento perturbador de la paz. Se siente una mortal desilusión al descubrir los apetitos que se escondían tras las bellas palabras que llevaron a la muerte a tantos millones de hombres. Y hay un grito mezclado de irritación y descorazonamiento, un terremoto de ídolos y principios, una comprobación indignada y angustiosa del engaño.
El simple escalonamiento de las cotizaciones bursátiles, marca la proporción en que se repartieron los beneficios: de la victoria. Y nada es más contradictorio que acusar de voracidad precisamente a la nación que no ha cobrado.
En el programa anglosajón, entraba el propósito de anular a Alemania, cuya competencia comercial resultaba ruinosa; pero no figuró nunca, de más está decirlo, el fin de favorecer una prosperidad francesa. Por el contrario, alcanzando el triunfo, el mayor interés consistía en hacer imposible esa floración. Y así vemos hoy a la nación victoriosa frustrada en sus esperanzas y empujada por imposiciones del damero de Europa, a fomentar con el vecino un antagonismo durable que debe disminuir forzosamente su movilidad y limitar su intervención en los debates mundiales.
A estas comprobaciones de orden general, hay que añadir las que nacen de nuestro propio medio. Uno de los fenómenos más significativos de la posguerra, es el apresuramiento con que algunos francófilos de ayer se pronuncian contra sus antiguas predilecciones. No es posible admitir que lo que persiguieron a través de Francia, fue la sombra de Inglaterra o de los Estados Unidos. Pero la eterna sugestión del cable, prepara los apasionamientos nuevos, como ayer impuso los antiguos, obedeciendo a conveniencias que no siempre riman con las nuestras. La diplomacia tiene también como, las batallas, el camouflage, el humo que sirve para cubrir los movimientos, y es a través de todas las sutilezas que debemos ver el panorama de la época atormentada en que nos toca vivir.
Es la situación real, en su complicación política y su confusión económica lo que urge contemplar atentamente si queremos hacernos una idea de lo que cabe esperar o perseguir dentro del nuevo estado de cosas. La guerra ha agotado la potencialidad financiera de ciertas naciones. Por encima de las apariencias dictatoriales de Francia, del cesarismo italiano, de la actividad nerviosa de muchos pueblos, hay una depresión vital que emana de la formidable sangría de oro y de sangre determinada por la crisis. El malestar se completa con la inquietud que difunden las desavenencias cada vez más agrias, la rivalidad sorda, la lucha de todos los instantes, dentro de una paz que a nadie favorece, fuera del núcleo anglosajón. La anarquía reinante empuja a Rusia a poner todo su afán en difundir principios de su revolución; a Alemania, a concentrar sus energías para evitar el aniquilamiento; a Italia, a acentuar la fuerza de sus músculos en la obra de solidificación interna; a Francia, a debatirse dentro de las mayores dificultades para equilibrar su déficit, y en medio de la expectativa de enormes 'zonas de producción y de consumo que suman ochenta millones de hombres en América, cincuenta millones en África, ochocientos millones en Asia, sólo asoman dos fuerzas de acción mundial que continúan irradiando plenamente: la Gran Bretaña, en Europa, y Estados Unidos, en América. Pero ¿quiere esto decir que en la universal victoria anglosajona sólo nos quede a los latinoamericanos la latitud de elegir entre las dos ramas que se disputan el predominio?
No es posible dejar de ver que ha habido en estos últimos años un desplazamiento fundamental de fuerzas, y que nos hallamos en presencia de un nuevo mapamundi de intereses. Nuestras repúblicas no pueden permanecer ajenas a la geografía política naciente. La idea de un latinoamericanismo que se apoyaría en Europa para mantener en el Nuevo Mundo el equilibrio entre dos civilizaciones, parece de ardua realización cuando medimos la violencia de los conflictos, la urgencia de las necesidades inmediatas que absorben la actividad de casi todas las grandes potencias y el resultado final de la conflagración.
Sin embargo, todas las naciones sienten la necesidad de buscar en mercados ultramarinos el equilibrio de su balanza comercial. Y en esa urgencia común puede afirmarse la esperanza nuestra para el porvenir. No podrá España ejercer una influencia decisiva; no logrará Francia, retenida por sus inquietudes del momento, desarrollar la acción que todos deseamos; pero del conjunto, sin exclusiones, podemos esperar corrientes que equilibren o regulen los fenómenos del Nuevo Mundo, siempre que logremos reaccionar contra los errores que nos debilitan.
Lo que son las revoluciones para ciertos pueblos de América, son ciertas concesiones comerciales para otros. Ya no es el agente oficioso que se inclina al oído de la ambición para decir al caudillo: "tengo fusiles y dinero; usted puede ser presidente también", sino el hombre de negocios que mientras inicia las cosas de tal suerte que los mismos amenazados exclaman "nunca se han vendido tan caros los novillos", prepara la fiscalización de los resortes vitales del país. El café del Brasil y la ganadería de la Argentina, pueden sufrir las mismas vicisitudes que el azúcar de Cuba. Y cuando citamos estos productos, nos referimos a todo en general. El mal deriva de que los verdaderos dueños de la riqueza no piensan en hacerla valer, aumentando con su esfuerzo la vitalidad común, sino en enajenarla, percibiendo un beneficio infinitamente inferior, pero que les exime de preocupación o trabajo. ¡Cuántas concesiones de ferrocarriles, cuántos negocios de todo orden se han conseguido con el único fin de traspasarlos! Y como siempre son compañías extranjeras las que adquieren, en nuestra hacienda, nuestra patria, nuestra bandera misma la que se está enajenando. Antes de empuñar las armas en la contienda civil, o en las estériles guerras entre nuestro conjunto, convendría aprender, en la paz, a fabricarlas. Y no sólo en ese orden hemos de empezar por el principio, sino en cuanto cabe realizar y mantener dentro de la colectividad. Desde el punto de vista económico, cada una de nuestras repúblicas es un negocio mal planteado, hasta cuando pretendemos dar prueba de perspicacia diligente. Nuestros representantes en Europa han hecho esfuerzos para conseguir la introducción de carnes congeladas, elaboradas, transportadas y vendidas por compañías inglesas o norteamericanas, olvidando que ellas dejan todos los beneficios en Londres o en Nueva York, sin que se sepa siquiera en el mundo cuál es la república de la cual proceden los productos frigoríficos X and Company, South America.
En política internacional no hay una verdad, sino tantas verdades como intereses internacionales están en pugna; y no hemos de hacer al imperialismo el reproche pueril de aprovechar las oportunidades que se le ofrecen. Por el contrario, se puede decir que los Estados Unidos han sido siempre supremamente idealistas. No en el sentido de ideologías que nada tienen que ver con el gobierno de los pueblos. Pero sí desde el punto de vista de una concepción superior y vasta, que persiguen, por encima de los mismos sacrificios impuestos a los demás, en vista de la grandeza y el porvenir de su conjunto. Como hispanoamericano me levanto contra esa política, arrojo al mar cuanto tengo y hago de mi vida una protesta inextinguible contra la posible anulación de nuestras nacionalidades. Pero engañaría a mis propios compatriotas, iría contra el mismo fin que persigo, si para halagar la corriente y disculpar nuestras faltas me sorprendiese ante maniobras que hallamos en cada recodo de la Historia Universal. Todos los pueblos tienen defectos: los anglosajones los tienen contra los demás, nosotros los tenemos contra nosotros mismos; y es más sensato tratar de corregir estos últimos que los primeros. Sería ingenuidad clamar contra la injusticia, puesto que ya hemos visto que cada núcleo extiende sus ambiciones hasta donde le alcanzan los brazos. Resultaría locura desear la ruina de los Estados Unidos, dado que al punto a que han llegado las cosas, esa ruina sería la señal de nuestra catástrofe. La situación no se remedia con lamentaciones ni con odios. Hay que encararse con la verdad en sus dos aspectos.
En el que nos lleve a comprender el verdadero volumen, a hacernos una idea clara de lo que representa en el mundo esa prodigiosa entidad que después de la guerra posee la mayor escuadra (ella que nos incita a desarmar en los Congresos Panamericanos), manipula la mayor riqueza conocida y ejerce una influencia preponderante sobre las naciones más fuertes. Si se intenta una comparación, algunas repúblicas de nuestra América desaparecen en realidad. Una sola compañía, la United Fruit Company —que no tiene la importancia de la Standard Oil Cº, , ni de otros monstruos análogos—, reparte como dividendo anual a sus accionistas una suma superior a la de los presupuestos reunidos de los cinco gobiernos de la América Central. Los más poderosos imperios de Europa y de Asia, antes de emprender una acción política, consultan la dirección del viento en Washington, porque todos están pendientes, aun dentro de su radio exclusivo, de los movimientos de la Casa Blanca. Por la fuerza económica y por el prestigio de las decisiones, sólo hay una palabra dominante. Dentro de la filosofía final, se puede decir que el mayor resaltado de la guerra ha sido el desplazamiento del eje político del mundo. Las ciudades se extienden, de Este a Oeste, y parece que la dominación universal emigra en el mismo sentido. Después de las hegemonías asiáticas, vino la preeminencia griega, más tarde el auge de Roma, Hoy el Mediterráneo y hasta el Canal de la Mancha, se hallan equilibrados por nuevos centros de atracción, y nos encontramos en presencia de otro salto prodigioso, que puede dejar mañana a Europa en situación menos brillante. Hasta el mismo pueblo progenitor se halla amenazado. La desintegración iniciada por el Canadá y Australia podría comprometer el mismo poderío británico y acaso veremos, no es nuevo en los siglos, a la antigua colonia tratando de primas sobre la metrópoli de ayer, en una sustitución natural de las civilizaciones nuevas a las que, después de llegar al apogeo, no siguieron acelerando su evolución.
El segundo aspecto de la verdad es el que debe darnos la noción de nuestra situación exacta, la medida de las posibilidades, el ángulo visual certero para apreciar el porvenir. El ideal da a los pueblos una energía que es como un acento sobre una letra, y eso es lo que necesita la América latina para salir de la dispersión en que malgasta sus energías mejores. La difusión de la instrucción pública en la Argentina[155] y en el Uruguay, las leyes electorales democráticas, son un punto de partida para la renovación del conjunto. La movilización de la riqueza, la explotación de los recursos naturales, marcan una reacción vital de gran trascendencia. Pero lo primero tiene que ser puesto al servicio de un alto propósito, y lo segundo movido con manos propias. En la utilización de las ventajas adquiridas, estará el secreto de los desarrollos futuros.
Tenemos fe en la juventud de la América latina; tenemos confianza en que las nuevas generaciones se esforzarán por realizar la vida nueva, acelerando la depuración y el progreso de cada república, y preparando la conjunción de propósitos y el itinerario común. Muchos se hallan empeñados en poner el porvenir a la altura de sus desilusiones, y a pesar de la lucha penosa que hemos reseñado, estamos lejos de subrayar los pesimismos que engendran renunciamientos. La suerte dura mientras dura la energía para tener a raya la adversidad. Cuanto más graves sean las dificultades, mayor ha de ser nuestra firmeza para afrontarlas. La fuerza moral acaba por sobreponerse a todas las fuerzas materiales. "Pero el optimismo sólo es poderoso cuando se transforma en bandera de lucha. Y es sólo con ayuda de la acción intensa y durable, convirtiendo el pensamiento en obras y la voluntad en músculos que la juventud conseguirá vencer a las contingencias y tomar la dirección de los acontecimientos.
De nuestro extremo Sur, triunfante y próspero, podría nacer una fórmula de aplicación progresiva para todo el Continente. Entre las más claras enseñanzas de la guerra se destaca un nuevo axioma: la importancia ofensiva de los factores económicos, la eficacia guerrera de las actividades pacíficas de los pueblos, la beligerancia que se traduce en producción abundante de artículos de primera necesidad. La situación de Europa ha sido en todo tiempo paradojal. Países que proveen al mundo de cuanto es imaginable, desde el combustible y el hierro hasta los tejidos y las ideas, no hacen brotar de su suelo en cantidad suficiente los elementos que exige su propia alimentación. La última contienda fue un duelo de resistencias contra el hambre y una justa de dinero y de ardides para procurarse elementos alimenticios. Esta circunstancia puede ser aprovechada internacionalmente. En un siglo en que los Gobiernos que conceden empréstitos estipulan cómo se ha de emplear el dinero y dónde se efectuarán las compras; en una hora en que lo que se llamó internacional desaparece, y en que la riqueza se esgrime nacionalmente, continuando en la paz una guerra implacable, nosotros, que tenemos algo que vale más que la riqueza, debemos aprender a utilizarlo en la forma más provechosa para nuestra causa. Así como otros .saben el precio de lo que les falta, debemos saber el precio de lo que nos sobra, estableciendo equivalencias y dando lugar a una especie de pacto entre los Continentes. Europa está enferma y atormentada, pero constituye una masa formidable, susceptible de contrapesar por mucho tiempo, aunque sea en parte, las influencias decisivas. Hacia ella ha de tender la voluntad fervorosa de nuestras democracias del Sur, sustituyendo gradualmente a la adhesión unilateral que nació de la inexperiencia, una fórmula de beneficios y garantías recíprocas, una correspondencia de actitudes basadas en intereses concordantes. Ni en el orden económico, ni desde el punto de vista cultural, ni en el campo de los movimientos internacionales, debe nuestra América dejarse separar de Europa, porque en Europa está su único punto de apoyo en los conflictos que se anuncian. El fracaso del panamericanismo en su forma actual es tan evidente que hasta sus más fieles adeptos vacilan. Hace largos años que el autor de este libro denuncia esa concepción política como una habilidad del expansionismo del Norte, como una tendencia suicida de la ingenuidad del Sur. El peligro que antes parecía basado en inducciones, se apoya ahora en realidades. Los hechos están diciendo que no cabe ceñirse a una evolución puramente continental, dentro de un Nuevo Mundo dominado por la preeminencia de una nación. El panamericanismo y la doctrina de Monroe son dos manifestaciones de una misma política, favorable exclusivamente a uno de los países contrayentes. Pero ha llegado el momento en que las manifestaciones son tan claras, que los mismos que antes nos motejaban de visionarios tienen la revelación brusca de la verdad. No es esta la hora de formular reproches. Las faltas no deben ser evocadas para distribuir censuras, sino para recoger enseñanzas, porque por encima del ruido engañoso de los nombres y las actitudes, hay que buscar las direcciones durables. El Congreso panamericano de Chile, donde flotó un ambiente de desconfianza y hasta se desarrollaron escenas violentas [156], sólo llegó a poner de manifiesto su incapacidad para abordar problemas como la ocupación de Santo Domingo, la situación de Centroamérica o la intervención en los asuntos internos de México. Los países del Sur, en vez de llevar a la reunión un punto de vista aplicable a todas las repúblicas, en vez de erigirse en centro de atracción solidaria para los pueblos afines, se abstuvieron ante el mal de los otros, se enredaron en querellas secundarias, prolongaron la desorientación tradicional. Contra todo esto tiene que reaccionar el porvenir. "Si Cuba no ha de celebrar tratados con otras potencias por los que merme nuestra soberanía, ¿por qué nos- impusieron los Estados Unidos como precio irreductible a nuestra liberación la dolorosa cláusula intervencionista?" —dice don Luis Machado y Ortega en su libro La Enmienda Platt, sintetizando en el caso local una argumentación aplicable a la situación de varias repúblicas, a la teoría panamericana, a la doctrina de Monroe y a la presión comercial que anuncia, para todos la irradiación cada, vez más intensa de las exportaciones, los trusts y los empréstitos del Norte.
Por encima de los errores, el destino de nuestra América tiene que ser grandioso. Lo que surge en la Argentina y en algunas de nuestras tierras es una nueva humanidad. Y pocos sentirán, como el que escribe, el orgullo patriótico, que ha hecho temblar la pluma en algunos pasajes de este libro. La evocación se hace más emocionante por la misma distancia que nos separa del país natal. Es en la ausencia donde mejor apreciamos la emoción sagrada de la patria. Y es diciendo todo nuestro pensamiento como mejor la servimos. Lo que ha inspirado estas reflexiones es la inquietud ante la ardua interrogación: ¿Cuál será el destino de nuestras repúblicas? Pero no hay que interpretar como gesto de desaliento una voz de alarma, no hay que ver una duda en el deseo de que se fortifique la voluntad de las juventudes que tienen acción sobre los Gobiernos. El porvenir pertenece a los que saben a dónde van. Los indecisos, los inorientados, los mudables, pueden alcanzar victorias efímeras, pero no el triunfo que afianza en el porvenir. Y el porvenir tomará el color que le dé nuestra previsión y nuestro patriotismo. La patria será un reflejo de nuestro amor por ella. La América latina ocupará en el mundo el lugar que le conquiste la voluntad de sus hijos.
Nuestros diplomáticos, dando por resuelta una lucha que no se atrevieron a afrontar, han consentido capitulaciones elásticas, que no tienen término ni límite, porque en la cadena de las abdicaciones las tinieblas de la deferencia se confunden con las del renunciamiento. Y lo que más asombra es el poco partido que han sabido sacar de esa actitud. Puesto que se trataba de pactar con el imperialismo, era mejor encararse con la dificultad y delimitar hasta dónde pueden ir las exigencias y los abandonos. Aún después del desastre, Alemania ha podido preservar sus raíces, su porvenir. Nosotros, vencidos sin guerra en la simple gravitación cultural y comercial, pudimos obtener otras condiciones. Por eso hay que combatir en la propia casa contra el aturdimiento, la impericia y la docilidad. El imperialismo nace de las pusilanimidades. Y urge poner término a la neblina en que nos están haciendo naufragar.
"En diplomacia todo se improvisa", oí decir cierta vez a un político. No cabe mayor despropósito. Hay que maniobrar en medio de las contingencias mudables con los ojos fijos en un fin lejano y superior. Conviene tener en conjunto una política latinoamericana a la cual se subordinen o se ajusten los intereses locales. Urge enlazar esa política con las corrientes comerciales europeas que aspiran a desarrollarse en nuestras comarcas.
En lo que se refiere al orden interior, cada región ha de consultar sus distintivas y sus posibilidades para desarrollar de una manera autónoma su personalidad. La fuerza de los pueblos no consiste en repetir gestos ajenos, sino en movilizar sus recursos, en descubrir el eje de su rotación futura. De sus minas de carbón sacó Inglaterra el florecimiento industrial y la dominación de los mares. No es el capricho el que ha hecho nacer en Estados Unidos minadas de fábricas alrededor de Kansas, Springfield, Charleston o Pitsburgh, sino la existencia en esas regiones de los elementos que debían alimentarlas. Hay una lógica del progreso que nacionaliza los problemas, y a ella ha de ajustarse el desarrollo de nuestras repúblicas. Consultar las posibilidades que ofrece cada zona y explotarlas de acuerdo con iniciativas nacionales, ha de ser la aspiración de cuantos desean el auge verdadero.
Robustecidas estas direcciones sobre la base primera de la paz interior y exterior, y exaltadas por un hálito de optimismo entusiasta, pueden determinar un movimiento triunfal. Estamos asistiendo a la irrupción de fuerzas nuevas dentro de la política del mundo, y la América latina representará acaso mañana un importante papel si, ateniéndose a las realidades, coordina los recursos que ofrece su volumen y su vitalidad.
En los siglos ningún pueblo es definitivamente inferior, ni superior en forma eterna. Los griegos, los romanos, los españoles de hoy, están lejos de conservar la influencia y el resplandor que alcanzaron en otras épocas. Son numerosas las colectividades que se han elevado desde situaciones inferiores para hacerse dirigentes. Hemos visto volver a la superficie a naciones vencidas y reducidas al sometimiento, como hemos visto caer en la decadencia a pueblos en otro tiempo triunfantes. Cuando César dominaba a los galos, estaba lejos de pensar que Napoleón llegaría a hacer un día la campaña de Italia. Fue una sublevación de esclavos lo que acabó con el imperio romano. La inestabilidad de las cotizaciones nacionales y raciales permite considerar nuestra situación actual como una etapa susceptible de cambiar, ya sea bajo la influencia de circunstancias generales, ya a consecuencia de esfuerzos hechos por la colectividad para transformar sus fuerzas negativas en fuerzas de afirmación. El destino de la América latina, depende, en último resorte, de los latinoamericanos mismos.
Y hay que terminar con una pregunta dirigida especialmente a la juventud: ¿Sabrán hacer ese esfuerzo los latinoamericanos, apoyados en patriotismo, en los intereses de Europa, y en el espíritu de la latinidad?

NOTAS

147 "Una tonelada de carbón embarcada en Barcelona para Palma de Mallorca y transportada en barco subvencionado por el Estado (diez horas de travesía), tiene de gastos 30 pesetas. La misma tonelada de carbón embarcada en Inglaterra en barcos no subvencionados (veinte días de travesía), tiene de gastos 22 pesetas."- (Informe del Ayuntamiento de Palma el ministro de Fomento, 24 de enero 1921.)
148 Razón y Fe, de Madrid, junio 1921.
149 “El ilustre escritor argentino está de nuevo entre nosotros; no decimos que sea nuestro huésped, porque su amor a España le hace ser un hijo adoptivo de nuestro país." (ABC, de Madrid, 12 de abril 1919.)
150 Alguna de estas oraciones figura en Mi campaña hispanoamericana.- (Editorial Cervantes, Barcelona, 1922.)
151 Madrid, 6 de junio 1920. Ministro Relaciones. San Salvador. Póngome desinteresadamente disposición ese Gobierno para grandioso proyecto unión centroamericana. Entusiasta felicitación valiente patriótica actitud salvadoreña. - Manuel Ugarte.
152 "El escritor argentino tan torpemente tratado, es conocido dentro y fuera de nuestro país por la independencia de sus juicios y la honradez de su criterio. En sus propagandas políticas, a través del Continente, pudo ser censurado por el fuego que puso de sus ideas, contrarias a la política que él suponía perniciosa y agresiva de los Estados Unidos; pero nunca sospechando de servir por dinero la causa de ninguna nación europea o de imperialismos comerciales. Tal comentario, como se comprenderá, no lo hacemos para nuestro país, donde Ugarte es conocido y no necesita de más luz sobre su vida que la proyectada por su conducta honesta y su talento literario; la hacemos para el firmante, a quien le brindamos así la oportunidad de rectificarse con altivez de consciencia, y para el público que fuera de aquí pudiera acoger la misma versión. Debíamos esta actitud y esta palabra al escritor ausente y amigo, y no vacilamos en adoptarla y en pronunciarla."— (La Prensa, de Buenos Aires, 5 de junio 1920.)
153 Después de resumir la lucha, decía: "¿Quién puede sacar de esta perseverante actitud, de esta terca unidad de una vida, argumentos contra mi honradez o mi sinceridad? Si yo fuera servidor de Alemania, estaría ahora con los Estados Unidos, único país que actualmente defiende al imperio vencido. De haber sido negociante, hubiera ganado sólida fortuna con sólo abstenerme de dar conferencias, dado que tantos Gobiernos ensayaron todos los medios para impedirlas. Si me sedujera el arrivismo, hubiera tomado precisamente el camino contrario al que llevo, porque levantarse en América contra el coloso del Norte, ha sido en todo tiempo sinónimo de pobreza, ostracismo y, en algunos casos, deshonor y muerte. Los ejemplos abundan, desde Bolívar y San Martín, hasta los últimos presidentes derrocados. Sólo el propósito de disminuir la autoridad moral de un hombre ha podido dar lugar a la difamación absurda. Mi esfuerzo no ha tendido nunca a alcanzar situaciones, sino a defender verdades, aun sabiendo que ellas cierran el paso a las más legítimas ambiciones. No llegaré a ser nada en mi país, no seré quizá nada en el Continente; pero cuando nuestras repúblicas, maniatadas por el imperialismo desde el punto de vista político, diplomático o económico, se vean obligadas, dentro de algunas décadas, a acatar en una u otra forma una Enmienda Platt continental, alguien recordará que hubo un escritor que, en medio de la mofa, el silencio o la injuria, predicó desde los comienzos la resistencia coordinada del Sur, la única política que puede salvarnos. Y entonces saldrán a luz las intrigas, las conspiraciones, las dolorosas pruebas que viene sobrellevando esa individualidad aislada al pasear de ciudad en ciudad, no sólo una aspiración racial, sino el nombre de su propia tierra, porque lo que yo he hecho aclamar de Norte a Sur, es necesario que mi patria lo sepa una vez por todas, ha sido a la vez un ideal continental y la bandera argentina."
155 En el año 1921 funcionaron en la Argentina 9.648 escuelas primarias con 39.352 maestros y 1.195.382 alumnos.
158 "Santiago de Chile, 4 de mayo. En la penúltima sesión plenaria de la Conferencia panamericana, el dominicano Morillo y el haitiano Hudicurt, entregaron a los delegados, presidente de la Conferencia, diplomáticos y corresponsales de la prensa extranjera, ejemplares de unos folletos en que se protesta por la ocupación de sus países y pidiendo a la Conferencia que votara una medida para impedir la violación de la soberanía de los pequeños pueblos de América. Notóse visible disgusto de la delegación norteamericana. La prensa de esta ciudad no ha dado información sobre el incidente. El presidente de la Conferencia dijo que el asunto pasaría a comisión, aunque se teme que se guarde sobre él absoluto silencio. Las palabras que Manuel Morillo dirigió a los delegados fueron enérgicas, y ante la expectación general formuló la siguiente requisitoria. Señores delegados: en nombre de las repúblicas de Haití y Santo Domingo, reclamamos la reintegración de nuestra soberanía mutilada por ¡os Estados Unidos, pedimos justicia. En este momento el presidente de la Conferencia hizo callar a Morillo y la Policía intentó sacarlo de la sala, no consiguiéndolo debido a la energía y sangre fría del dominicano."- (El Universal, de México, 5 de mayo 1923)

No hay comentarios: