martes, 2 de febrero de 2010

LA INDEPENDENCIA


por Rufino Blanco Fombona

I. Carácter de la Revolución

ESPAÑA, a fuero de conquistadora, ejerció la soberanía, de acuerdo con su carácter y educación nacionales, como mejor le parecía. Era lógico. Reprocharle su conducta, sobre ocioso es absurdo, y probar que se ignoran las leyes sociológicas.
Pero sería ignorancia de esas mismas leyes el condenar la revolución. Para fines del siglo XVIII ya estaba en sazón en América una raza de hombres, hijos de conquistadores y colonizadores europeos, que podían dirigir una corriente de opinión adversa a la madre patria; las circunstancias exteriores fueron propicias, y sobrevino la Revolución de independencia.
La Revolución se hará con máximos ideales; para establecer la nacionalidad, en vista de la inferioridad política de las provincias y de sus pobladores, y para mejorar, como era natural, el régimen económico.
En plena decadencia política, industrial y mercantil; entregada a un rey inepto como Carlos IV, a una mujer liviana como María Luisa y a un favorito de alcoba como Godoy, España, ciega y paralítica, no podía conducir a los que tenían ojos y piernas, a un pueblo situado a dos mil leguas de distancia, con población y territorio mayores que los de la metrópoli; animado en sus mejores hijos del espíritu revolucionario de 1789, y con fuentes de riqueza maravillosa que estaba mirando inútiles por la incuria e incapacidad de los dominadores. (No culpamos a la madre patria; primero, porque estas páginas no son un juicio, sino descarnada y sumaria exposición de fenómenos sociales; luego, porque recordamos el ejemplo de Inglaterra, que en condiciones menos desventajosas perdió sus colonias de Norteamérica.)
No olvidemos que “el móvil de la fundación de los sistemas políticos ha sido un móvil económico”, y que “siempre se ha tratado por cierto número de hombres de llegar a un grado superior de bienestar material”[1]. Pero recordemos también que el anhelo de nuestros padres no se limitaba a una mejora económica exclusivamente. Era mayor su plan. Luchaban por instituir la nacionalidad, pensamiento al cual estaba subordinado el de beneficios materiales; o con más propiedad, toda aspiración o móvil subalterno quedaba comprendido en el anhelo de adquirir patria. Sus ideas económicas fueron claras. Ellos rompieron desde el principio con el sistema de exclusivismos y monopolios de la madre patria, ofrecieron el país al comercio del mundo y decretaron libertad de industrias. Algunos de los prohombres de la revolución, como don Mariano Moreno, tenían a este respecto ideas muy sensatas, en oposición con las imperantes[2].
La Revolución que se inició simultáneamente, como se ha visto en casi todas las provincias, fe de carácter oligárquico y municipal. El pueblo no tuvo nada que hacer con ella al principio. De ignorancia crasa y fanatismo abyecto, como convenía a la política del conquistador, no podía el pueblo ser movido por ideas que no cabían en su cabeza ni por sentimientos que ignoraba. Fue una minoría, la clase superior, la que tuvo aspiraciones.
¿Y de qué medios se valió para conspirar e imponerse? De los que disponía. Una sombra de poder, el poder municipal, algunos batallones comandados por criollos.
España heredó de Roma la institución municipal, y la transmitió a su vez a sus hijos americanos. En Roma sirvió el municipio en ocasiones para conservar la ciudad libre dentro de la nación esclava. En España fueron los municipios hogar de la libertad, hasta defenderse con las armas en la mano contra el poder central y caer vencidos por el despotismo de los reyes austríacos. En América representaron, en cierto modo, la autonomía regional durante la colonia. Era el único cuerpo del Estado adonde se daba acceso a los hijos de América, no de modo absoluto para ser dirigido o compuesto sólo de americanos, sino proporcionalmente a un número de españoles siempre mayor. Y fue esa minoría de los cabildos capitalinos la que arrastró a la mayoría peninsular o la engañó; la que, fingiendo con gran astucia política conservar los derechos de Fernando VII, preso por Napoleón, se instituyó en juntas y empezó a gobernar, no la ciudad sino el país, y a preparar el espíritu público, la declaratoria de independencia y la defensa armada.
Se ha creído sorprender en el sistema municipal de Hispanoamérica el origen de nuestro self-government, lo que, en principio, puede ser admitido; y gérmenes de la república federal que muchos de aquellos pueblos, a imitación de los Estados Unidos, instituyeron después. Se hace observar que los cabildos de las capitales se dirigieron a los cabildos departamentales de quien a quien, invitándolos a una acción común.
La Revolución fue municipal, porque fue en los cabildos donde estaban los revolucionarios. Las capitales de provincia, por otra parte, centralizaron el gobierno, asumiendo, como más ilustradas y de mayores elementos, la dirección de cada país, de acuerdo, por de contado, con los medios de que disponían.
España empezó a defenderse. Sobrevino la guerra. Al día siguiente de romper abiertamente con la madre patria, aun en plena guerra, sin ponerse de acuerdo, cada una de las provincias, por su cuenta, empezó a legislar en sentido liberal. Todas casi a un tiempo decretaron: abolición de la esclavitud, libertad de industrias, libertad de comercio, libertad de imprenta, supresión de títulos nobiliarios, cese del Tribunal de la Inquisición, desafuero del clero y de los militares, reglamentación de las comunidades religiosas, sometimiento de las potestades eclesiásticas, terminación del tributo de los indios, fin de impuestos onerosos, apertura del territorio al mundo, invitación a extranjeros laboriosos, cualesquiera que fueran su patria, su raza, su religión, sus ideas.

II. Proceso de las ideas liberales

La guerra fue larga y cruenta. Fue al propio tiempo guerra civil y guerra internacional. Internacional, porque América se declaró independiente, y contra este pueblo independiente, que tenía bandera distinta, envió España sus escuadras y sus ejércitos. Luchaba España contra América. Fue guerra civil, porque las opiniones se dividieron en las colonias, y grupos conservadores permanecieron adictos al rey, sobre que gran porción de masas populares se alistó bajo las banderas de Fernando VII contra las banderas de la Revolución.
Lo verídico es que el pueblo, las masas, el grueso de las colonias, de una barbarie secular, sin ideas claras, no digo ya de República y de Monarquía, pero ni siquiera de patria y libertad[3] se modelaba según la mano que le caía encima; y servía en los ejércitos patriotas, contra el rey, cuando lo reclutaban jefes republicanos, y contra los de la patria, en los ejércitos realistas, cuando lo reclutaban jefes peninsulares. La propaganda revolucionaria de civiles y militares patriotas era constante. La infiltración de las ideas fue lenta, y se realizó por los periódicos, por las proclamas ardientes, por el contacto con los ejércitos patriotas, a vista de la bandera y otros signos exteriores, y, sobre todo, con el orgullo de las victorias y sus secuencias naturales.
En Buenos Aires, logias masónicas hacían la propaganda revolucionaria. En Lima, la prensa de los virreyes, aunque atacando a la revolución, la servía indirectamente. En las masas populares de Costa Firme y el Nuevo Reino de Granada no fue extraña a la propagación de las ideas separatistas y al esclarecimiento de lo que significaban patria y libertad la combatida proclama de guerra a muerte, expedida en 1813: “¡Españoles y canarios, contad con la muerte! ¡Americanos, contad con la vida!”. Estas palabras tremendas del Libertador arrancaron al pueblo de su apatía y le abrieron los ojos, enseñándole que ser español era una cosa, y una cosa de peligro, puesto que podía costar la vida, y que ser americano era cosa diferente[4].
Por fin, la idea de emancipación llega al corazón del pueblo, cambiándose allí en uno de aquellos sentimientos que mueven muchedumbres. Es muy interesante seguir el proceso de la idea separatista y de la noción de patria.
Al principio, de 1810 a 1814, las ideas de emancipación no mueven sino a una minoría que emprende la Revolución. Cunden poco a poco entre las clases bajas de las ciudades, y no llegan sino muy tarde a la clase ignorante y fanática, de campesinos y lugareños. Cuando en 1816 se da libertad a los esclavos negros y se les llama a servir en el Ejército como ciudadanos, prefieren seguir a los españoles, que los venden en las colonias extranjeras[5].
Los indios casi fueron ajenos a la lucha, o sirvieron indistintamente, sin noción de las cosas debatidas, a los españoles y a los americanos. “Los pueblos no quieren ser libertados”, escribía Bolívar en 1816. Y en Venezuela, todavía para entonces, el vulgo apellidaba por sorna al gobierno independiente el Gobierno de la patria, según refiere el oidor Heredia en sus Memorias (p. 106). Esto duró, más o menos, hasta las victorias americanas de Maipú y Boyacá, que fijaron la suerte de la Revolución en la América del Sur.
Para 1820 ya el espíritu revolucionario había penetrado y movido el alma de las muchedumbres. Era tiempo. Los americanos que servían al rey empiezan a abandonarlo. El terrible guerrillero Reyes Vargas corre a engrosar las filas de sus compatriotas los independientes, que durante diez años ha combatido con bravura. Las razones de su nueva actitud son preciosas para comprender el proceso de las ideas liberales[6]. El lenguaje mismo es de todo punto el de la Revolución americana: “Armas libertadoras, títulos imprescriptibles del pueblo, derechos de América”. Otros guerrilleros que también fraternizan con los insurgentes, y se cambian de adversarios en colaboradores, usan el mismo lenguaje. Y para esa fecha el batallón Numancia, compuesto de venezolanos, se afilia en el Perú bajo la bandera independiente. El mismo General La Mar, después Presidente del Perú, abandonó de igual modo a los españoles y se incorporó a los revolucionarios, que había combatido.
El éxito definitivo de la Revolución es ya cuestión de tiempo. El espíritu de la Revolución ha triunfado en América, y no sólo ha triunfado en América, sino que, atravesando los mares, ha repercutido con un eco simpático en el propio corazón de España. La revolución de Quiroga y Riego en 1820 fue, en mucha parte, obra de la influencia revolucionaria de América, como puede advertirse hasta por el lenguaje que emplean en sus documentos, eco o imitación del lenguaje bolivariano.
Algunos pensadores de Francia han observado el fenómeno de la infiltración de nuestras ideas en aquellos mismos encargados de combatirlas[7].

1. Gumplowicz. Compendio de sociología, edición española, p. 243.
2. La representación de los labradores de Buenos Aires, años antes de la Revolución (1793), dice: “Se cree evitar la escasez con estancar los granos. Rara contradicción. Como si el impedir la salida, que es lo que anima la siembra y aumenta los productos, no fuera secar los manantiales de los frutos y caminar directamente hacia la esterilidad y la pobreza”. Se advierte un concepto mucho más claro de la economía política que el privativo en los dirigentes españoles.
3. Uno de los voceros de la Monarquía J.D. Díaz, predicaba contra la Revolución el 4 de julio de 1814 en estos términos: “¿Qué privilegios tienen (los jefes de la Revolución) sobre vosotros para conduciros a las batallas a sufrir una muerte deshonrosa bajo el ridículo pretexto de su insignificante voz patria?” J.D. Díaz: Recuerdos sobre la rebelión”, Madrid, 1829, p. 173.
“Bolívar –dice él mismo– no ha venido a daros libertad... ¿Libertad se llama por ventura arrancaros de vuestras ocupaciones y del centro de vuestras familias?...” (p. 99).
4. “Esta proclama –dice un escritor belga, biógrafo de Bolívar– tendía a tres objetos: primero, responder con represalias a los actos de la más abominable crueldad; segundo, decidir los americanos que sirvieran a los españoles a abrazar la causa de la República; tercero, ahondar el abismo que separaba americanos de españoles, a fin de que todos los hijos de América se interesaran en la lucha y que no hubiera más indiferentes...”
(Véase S. De Schryver: Vie de Bolívar).
Una de las características de Bolívar es que todos sus actos y todas sus palabras revisten un sello caballeresco. Cuando proclamó la guerra a muerte en Trujillo, el 15 de junio de 1813, exasperado por lo que había ocurrido en Quito, lo que estaba ocurriendo en Caracas bajo Monteverde y por crueldades de enemigos como Boves, era un joven casi desconocido en los campamentos que con quinientos hombres, en un pueblecito de los Andes, desafiaba el imperio colonial de España, “como si tuviera detrás de sí –observa el contralmirante Reveillère– quinientos mil combatientes”.
En cambio, cuando la fortuna le sonrió y fue el más poderoso, perdonó a sus enemigos y los llamó hermanos. En 1816 abolió, por su parte, la guerra a muerte que practicaban los contrarios. Más adelante propuso y firmó el tratado de regularización de la guerra. Y cuando la guerra iba a recomenzar, después del armisticio de 1820, Bolívar proclama en estos términos:
“¡Soldados!... Colombia espera de vosotros el complemento de su emancipación; pero aun espera más, y se os exige imperiosamente que, en medio de vuestras victorias, seáis religiosos en llenar los deberes de nuestra santa guerra... Os hablo, soldados, de la humanidad, de la compasión que sentiréis por vuestros más encarnizados enemigos. Ya me parece que leo en vuestros rostros la alegría que inspira la libertad y la tristeza que causa una victoria contra hermanos.
¡Soldados! Interponed vuestros pechos entre los vencidos y vuestras armas victoriosas, y mostraos tan grandes en generosidad como en valor... Esta guerra no será a muerte, ni aun regular siquiera: será una guerra santa; se luchará por desarmar al adversario, no por destruirlo. Competiremos todos por alcanzar la corona de una gloria benéfica... Todos nuestros invasores, cuando quieran, serán colombianos. Sufrirá pena capital el que infringiere cualquiera de los artículos de la regularización de la guerra. Aun cuando nuestros enemigos los quebranten, nosotros debemos cumplirlos para que la gloria de Colombia no se mancille con sangre” (Proclamas del Libertador).
5. Memorias de O’Leary, Vol. XXIX, p. 97.
6. “Cuando yo –dice– , enajenado de la razón, pensé como mis mayores que el Rey es el señor legítimo de la nación, expuse en su defensa mi vida con placer...” “He logrado convencerme que tanto el pueblo español como el americano tienen derecho para establecer un gobierno según su conciencia y propia felicidad...” “Nací colombiano...” (véase Blanco & Azpúrua: Documentos para la historia del Libertador, Vol. VI).
Capítulos I y II de la primera parte del libro La evolución política y social de Hispanoamérica, en Obras selectas, pp. 319-325.
7. “En España –dice Emilie Ollivier– la influencia de Bolívar fue más violenta. La miseria, la cólera, inspiradas por el gobierno inquisitorial, perseguidor, cruel, inepto, de Fernando VII provocaron una rebelión militar (1820)” (L’Empire libéral, Vol. I, pp. 132-133).

No hay comentarios: