miércoles, 10 de febrero de 2010

I. EL ESTADO, ÓRGANO COMUNITARIO (3)


por Jaime María de Mahieu

3. El mando, necesidad social

El mando procede, pues, de la desigualdad de los individuos y del instinto social que recibe de ella su carácter jerárquico, lo que significa que constituye un factor natural del orden social.

Se puede a posteriori reglamentar su desempeño, y hasta atribuirlo según tal o cual procedimiento, por lo menos en algunos casos en los que la naturaleza no se afirma mediante una designación indiscutible; no se lo puede negar en su principio ni hacerlo depender de nada que no sea la desigualdad original. Inherente a la esencia misma del ser humano, el mando es, por eso mismo, indispensable a toda vida social.

Pensemos por un instante en lo que ocurriría en una familia privada de toda función de autoridad. La unión sexual no sería posible, puesto que se basa orgánicamente en la supremacía varonil. El niño, suponiendo que hubiera nacido por milagro, no sobreviviría, puesto que; sin hablar siquiera de su educación, su crianza supone subordinación. Por lo demás, basta con ver los resultados en la familia del debilitamiento contemporáneo de la autoridad marital y paterna para tener una idea de lo que produciría su desaparición lisa y llana en el mero dominio de la vida común: el grupo se disociaría irremediablemente o, por lo menos, sería incapaz de actividad colectiva duradera. El mando es por tanto, aquí, aun independientemente de las relaciones biológicas, factor de coherencia y estabilidad.

Ahora bien: la familia es el grupo social más reducido numéricamente, aquel en cuyo seno resulta más fácil concebir una armonía sin coacción, hecha de sentimientos e intereses comunes, por lo menos si descartamos arbitrariamente su papel funcional procreador, que exige, en todos los casos, una jerarquía fundamental. Pero si consideramos a un grupo que no pueda limitarse a la coexistencia de sus miembros por ser la actividad común su única justificación, la necesidad del mando se hace absoluta. Sin él, una cuadrilla de obreros no podría poner un riel, ni cavar una trinchera, ni menos aún edificar una casa, porque los esfuerzos individuales deben ser orientados y sincronizados. Sin él, un taller trabajaría en el vacío y no tardaría mucho en pararse. Sin él, una unidad militar perdería su eficacia y se haría destrozar. Sin él, una academia o un club deportivo, asociaciones contractuales típicas sin embargo, serian incapaces del menor trabajo colectivo.

Privada de mando, una aldea zozobraría en el caos. Las rivalidades privarían sobre los intereses comunes, y la ley de la selva pronto regularía sola las relaciones entre las familias. Con más razón una colectividad territorial más importante se disolvería en la guerra civil. La historia nos enseña, hasta la evidencia, que el orden social solo impera donde existe el mando, al nivel del mando.

La alta Edad Media no conocía, como autoridad efectiva y constante, sino la del señor feudal: el orden reinaba en la aldea, y el desorden entre las aldeas. Luego, a medida que se producía el proceso de concentración, vale decir de extensión, del campo del mando, el orden alcanzó la provincia y la comunidad dinástica, y el desorden só1o imperó entre las provincias, y, más tarde, entre las comunidades dinásticas. En el campo económico podemos seguir un proceso inverso. Cuando desapareció la autoridad de las corporaciones, el mando ya no existió sino al nivel de la empresa, y la libre competencia – ley de la selva también – reguló sola los intercambios de mercancías.

Siempre y en todas partes el mando, es una necesidad social. La horda más miserable exige un. Jefe. El imperio más civilizado sólo subsiste en cuanto posee un poder central. No hay excepción.

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