lunes, 27 de junio de 2011

EL CAPITAL, EL HOMBRE Y LA PROPIEDAD EN LA VIEJA Y EN LA NUEVA CONSTITUCION


por Raúl Scalabrini Ortiz

Editorial Reconquista, Buenos Aires, 1948

Amigos, conciudadanos:
Confieso a ustedes que en este momento me siento intimidado por la desmesurada responsabilidad que el tema concede a mis palabras Y por la posibilidad, que como reconfortante ilusión para mí mismo me formulo, de que ellas puedan repercutir en el ánimo y en la conciencia de quienes afrontarán la redacción de la nueva carta orgánica argentina.
Siempre mi pluma, que no es tímida para encontrar el calificativo que merecen los que no fueron en el pasado leales a los ideales de la patria, se sintió amedrentada cuando por obligaciones de amistad debía proyectar el texto de una ley cualquiera.
Toda ley es en cierta manera una profecía, porque presupone que el legislador conoce de antemano la vida venidera sobre la cual imperará la ley. Toda ley es un fruto de la experiencia del pasado que la razón intenta imponer como norma al porvenir, desconociendo, de esta manera al porvenir el derecho a ser distinto del pasado. Y este es un absurdo intrínseco, inmanente e irreparable de toda ley, porque la vida es cambio, mutación constante y casi imprevisible. Sólo las cosas inertes y las osamentas permanecen idénticos a sí mismos, indiferentes al tiempo que pasa sobre ellas.
La vida es una fantasía que muda constantemente de formas y de medios. La vida inmutable es solo una muerte disimulada. Y por eso cada generación tiene ante todo el trabajo de rehacer el legajo de leyes que a veces fueron perfectas y con las cuales las generaciones anteriores quisieron inmovilizarla.
Todos los que escuchan han de conocer seguramente la vieja discusión teórica de los juristas sobre la legitimidad o ilegitimidad del principio de retroactividad de las leyes.
Pero no creo que hayan leído nada sobre la ilegitimidad del derecho póstumo que las generaciones pretéritas se arrogaron para mutilar el pleno desenvolvimiento de las más entrañables convicciones de las generaciones nuevas.
En el transcurso de una sola generación, la mía, han caído todas las cartas orgánicas que la humanidad había creado en el transcurso del siglo pasado para la mejor convivencia de las naciones. Ya no existe el derecho internacional, ni el público ni el privado. La brutal realidad de la vida y de los hechos pulverizó todas las codificaciones tan laboriosamente enhebradas en la centuria pasada. Ya no se respetan las ciudades abiertas ni los derechos de los neutrales. Ya no se cumplen las formalidades pre-bélicas. Las guerras estallan como las tormentas y los civiles caen en mayor número que los soldados regulares. Una sola bomba mató ciento ochenta mil civiles inermes y nadie piensa siquiera en reprochárselo al que la arrojó.
Por mi parte, ni apruebo ni desapruebo el ocurrimiento de estos hechos, que en cierta manera y desde cierto punto de vista parece que van corroyendo las bases de nuestra civilización tal como nos enseñaron a concebirla.
Pero de estas consideraciones deduzco el pleno derecho que asista a las generaciones presentes para adecuar a sus necesidades la fundamental estructura jurídica que regula la vida de relación interna y la relación de la sociedad argentina con el extranjero.
En el farragoso entrechocar de los acontecimientos y de los pujantes intereses contemporáneos es peligrosamente suicida el sentirse maniatado por un indebido respeto hacia el criterio de los que nos precedieron, porque no es solamente el carácter de las relaciones internacionales el que ha cambiado. Todo el universo parece temblar ante una capacidad de investigación que no cesa de escudriñar los más recónditos secretos de la naturaleza. Hasta la materia misma comienza a disgregarse, a sutilizarse y a no ser casi nada más que una vibración de energías armónicas. De la vieja economía sólo queda el recuerdo y el respeto rutinario. De los orgullosos y hasta soberbios derechos reales comienza a chorrear la herrumbre que los corroe por adentro.
He observado que toda ley es en cierta manera una profecía, una imposición del pasado sobre el presente y de ella deduzco la necesidad y el derecho de acomodarla a las vigencias vitales contemporáneas, pero esta observación es, al mismo tiempo, un llamado de atención para que no coartemos las posibilidades de acción de las generaciones venideras con una proyección hacia el futuro demasiado rígida de nuestra voluntad. Para no ser enemiga de la vida toda ley fundamental debe ser lo suficientemente elástica como para que quepa en ella la esperanza del futuro. Lo que hoy puede parecernos a nosotros arriesgado y hasta temerario quizá sea mañana el lenguaje del más mediocre sentido común.
He afirmado que la ley fundamental debe ser elástica para que no ahogue la eficacia posible de las generaciones posteriores y no distorsione su capacidad de acción, y para evitar las interpretaciones erróneas me apresuro a manifestar que de ninguna manera auspicio con mi opinión a la legislación vagorosa, imprecisa o indeterminada. No olvidemos que aquello que no se legisla explícita y taxativamente a favor del débil, queda legislado implícitamente a favor del poderoso. No es el poderoso quien necesita amparo legal. El tiene su ley en su propia fuerza. De esta diferencia de apreciaciones practicas se olvidaron aquellos constituyentes de 1853 que equipararon en una igualdad virtual los derechos del hombre y los derechos del capital, olvido que dio origen a una sociedad deshumanizada en que hemos vivido hasta hoy bajo la tiranía de poderes abstractos, herméticos para toda afección e implacables aplicación de sus provechos.
Estamos aquí, en esta tribuna (Originalmente este trabajo fue leído en el Instituto Universitario de Cultura, de La Plata, e irradiado por Radio Provincia, el 26 de noviembre) coadyuvando al movimiento que auspicia la reforma de la constitución de 1853 y la importancia que mis palabras adquieren ante mi propia consciencia, me obliga a una verdadera absolución de posiciones mentales. Yo me pregunto si la reforma constitucional que aquí estamos propugnando ¿es un anhelo que nace en el fondo de la conciencia del pueblo argentino? ¿Esta acción reformadora tiene sus raíces hincadas en el alma argentina y se nutre con la savia de sus fervores nacionales? En una palabra, ¿la reforma constitucional, és una voluntad genuina del pueblo argentino?
Con contrita honradez no puede afirmarse que en esos términos precisos la reforma constitucional haya sido un anhelo popular. Nacimos con nuestros sentimientos ya educados a la reverencia del mito. La Constitución de 1853 era el hecho perfecto, concluso y tan intangible como la soberanía misma de la Nación. Pretender enmendar un solo inciso de uno de sus artículos era, idea que parecía agraviar tanto como una mancilla a los símbolos de la nacionalidad. La sola proposición de una posibilidad de corrección de la constitución de 1853, Llegó a equipararse a un riesgo de destruir la estabilidad de la organización nacional.
Pero con igual honradez puede afirmarse que en el espíritu del hombre argentino se incubaba una rebeldía tenaz contra la estructura invisible, intangible e innominable para él, que lo aherrojaba y lo acorralaba en márgenes tan estrechos que la vida ya no era casi posible. Orientar la rebeldía de los pueblos, darles las palabras traductoras y las enseñas que disciplinan y crean fuerza con la disgregación popular, es la característica de los grandes conductores.
Con el planteamiento de la reforma constitucional, con la destrucción del mito y la apertura de nuevos horizontes legales en que el hombre esté siempre presente con su multivariedad de manifestaciones, el General Perón, al interpretar un ímpetu profundo del alma argentina, ha consolidado su posición ante la historia.
Los que me conocen, saben perfectamente que jamás he incurrido en delito de prevaricación en contra de mis ideas. Cuando se presentó alguna irreductible incompatibilidad entre mis ideas y mi propia vida de ciudadano, sacrifiqué siempre mi propia vida. Pero los que no me conocen pueden incurrir en la creencia de que mis razonamientos, que presumen la preexistencia de una disconformidad popular con los esenciales preceptos constitucionales vigentes, son una hábil argucia, muy sospechosa de cortesanía.
Pero yo tengo un testimonio a mano. Es un libro que escribí hace 17 anos. Trazaba en él la etopeya del hombre argentino, sintetizado para comodidad verbal, en el hombre porteño y analizaba las ideas y los sentimientos motrices del espíritu nacional. Ese libro resumía las observaciones anotadas en el transcurso de ocho años y su éxito de librería es para mí una prueba del acierto de sus descripciones. El hombre argentino se complacía con el reconocimiento de sus virtudes y defectos más recónditos. Digo esto con humildad. Mi único mérito es el de haber sido fidedigno y leal a lo que había observado.
De todas las páginas de ese libro brota una insurgencia potencial casi incontenible. El sentimiento del hombre popular argentino aparece allí como un índice acusador: "El capital es poder de alevosías que no debe descuidarse. El sentimiento del hombre porteño no desmaya en su ladino avistamiento. Con sus "pálpitos" rastrea incansablemente sus manejos. El hombre porteño aunque ignorante de finanzas, "palpita" que el capital es energía internacional que no se connaturaliza nunca. Palpita que si en el aprovechamiento del capital estuviera el sacrificio del país, sacrificaría al país sin escrúpulos. El hombre porteño procuró impedir que el capital extranjero se ingiriera en el manejo de la función pública, y ha desconceptuado siempre a los hombres que tutelaron su infiltración en el gobierno. El hombre porteño tiene un instinto político de una sagacidad admirable. No se engaña en el oculto designio de su elección. Cuando un político entra en combinaciones con el capital extranjero, acepta direcciones de compañías, representaciones de empresas, se contrata como abogado o tramita sus asuntos apañándolos con su influencia, el hombre porteño le retira su delegación.
Es muy difícil, sino imposible, embaucar al instinto del hombre porteño. El político se resarce del abandono insultando al pueblo y negándole condiciones para dirigirse a sí mismo" Esas líneas que acabo de leer fueron escritas en 1931, en el preámbulo de ese decenio que con justa indignación José Luis Torres llamó la década infame, en que el fraude y el desdén al pueblo corrieron parejos con la impudicia con que se entregó al extranjero las llaves maestras de la vida nacional, como la moneda, la energía y el manejo integral de los transportes. Pero la lucha sentimental que el hombre argentino libra contra el ámbito hostil que lo menoscaba no se endereza con exclusividad a la liberación de la tiranía, del capital extranjero.
Hay ondas de rebelión más profundas que se desplazan entre los hechos cotidianos con movimientos casi ameboidales, como si el hombre argentino tuviese la convicción de que le es indispensable librarse de todas las ligaduras de la rutina y de la tradición para poder dar libre curso a sus facultades de creación. Es como si el hombre argentino tuviese la oscura, imprecisa pero certera intuición de que es la última esperanza de redención del espíritu humano.
"Hasta este momento -escribía en 1931- la expedición renovadora del hombre porteño no es más que una inercia que no reacciona con los estímulos clásicos, un desabrimiento que no se engolosina con las tentaciones habituales, caprichos que no se explican con razonamientos, una fluctuación aparente y tan mendiga que hasta ignora los términos que podrían validarla. Pero son ya sentimientos tan hondamente identificados con la textura porteña, que anarquizan las más probadas y vetustas instituciones, perfectas como engranajes y como engranajes inhumanas... Pregúntesele a un porteño: "¿Qué tal es fulano?" Y no por voluntad evasiva, espontáneamente, y aunque le consten todas las fechorías del sujeto inquirido, responderá: "Y... che... es un tipo macanudo... aunque creo que ha hecho muchas macanas." Y si la ocasión le es propicia narrará con pelos y señales las incorrecciones y desmanes que Fulano cometió. Es que para un porteño las faltas, los delitos y los errores no son congénitos, no son el hombre mismo. Hay una comprensión casi fatalista de gaucho antiguo en su entendimiento.
Pero hay algo más... El delincuente ofendió la propiedad, no otra vida. Si, pero la propiedad es inviolable: es lo único sagrado para la sociedad. El hombre se encabrita. ¿Cómo? ¿Aún en caso de guerra cuando la Nación dispone de la vida de los ciudadanos no dispone de sus propiedades? ¿Que inmunidades cubren la propiedad? ¿Quien se las concedió? ¿No es acaso su vida la propiedad esencial del hombre? Son volutas de pensamiento que se van desenvolviendo en exasperado zarandeo de interrogaciones... ¿Qué maleficios, se pregunta, oculta esa inmensidad vacía, esa inhumanidad implacable que él mismo apoya, ese Estado rígido y enemigo de él que lo sostiene en sus lomos como una cariátide silenciosa? ¿Cómo humanizar esa hercúlea construcción, cómo darle al Estado su pulso, su amor y su tono? Hay algo que lo vence en la tiniebla del pleno día y le compele a inmergirse en sí mismo una vez más, a esconderse en el cubil donde espía el mundo en su recogimiento estremecido... Ya todo en él es titubeante, dudoso, controvertible. El mundo es una selva de mentiras en que se extravía y avanza al tuntún.
Está solo y perdido con la pureza de su verdad en el corazón." Así fué el hombre porteño y así fuímos todos nosotros hasta aquel 17 de Octubre de 1945 que nos abrió las compuertas de una esperanza que se va cumpliendo entre los azares de los días.
Entre esas frases, escritas en 1931, hay algunas que parecen haber sido extraídas de aquel extraordinario discurso que el General Perón pronunció ante la Confederación de Empleados de Comercio el 25 de Octubre del corriente año. No me sorprende la similitud, porque ambos la hemos leído en el mismo texto carnal, en los repliegues más íntimos del corazón argentino.
El tiempo, como las cosas, se agranda en la proximidad del hombre. Es habitual casi y no nos sorprende instruirnos en los textos, cómo una idea histórica se desenvuelve y madura a través de los acontecimientos de 200 o 300 años, tal como la decadencia de la República o del Imperio Romano. Pero es casi imposible concebir así la historia inmediata. Los sucesos se abultan y los detalles nos borran las perspectivas con su proximidad. Pero quien mire de lejos, sin embargo, descubrirá sin esfuerzo que este movimiento de reforma de la Constitución no es mas que la vindicación de los derechos que debieran amparar al hombre argentino del siglo pasado y del siglo presente, cuya humillación y cuya aniquilación ha mantenido en constante palpitar el canto sencillo e inmortal de José Hernández.
¿Y no nos parece acaso oír a cada a momento como un eco que repercute a través de 138 años, la grande voz del padre espiritual de la Revolución de Mayo? Algunos de los conceptos de Mariano Moreno que han llegado hasta nosotros parecen una voz de estimulo para la orientación en que el General Perón enfoca la reforma constitucional. En cuanto a las relaciones con los extranjeros, dice Mariano Moreno: "Los pueblos deben estar siempre atentos a la conservación de sus intereses y derechos y no deben fiar sino en sí mismos. El extranjero no viene a nuestro país a trabajar en nuestro bien, sino a sacar cuantas ventajas pueda proporcionarse. Recibámoslo, enhorabuena, aprendamos las mejoras de su civilización, aceptemos las obras de su industria y franqueémosle los frutos que la naturaleza nos reparte a manos llenas, pero miremos sus consejos con la mayor reserva y no incurramos en el error de aquellos pueblos inocentes que se dejaron envolver en cadenas, en medio del embelesamiento que les habían producido chiches y abalorios"
Y en cuanto a la discriminación y distribución de la riqueza interna, presente una vez más en su actitud de numen tutelar, Mariano Moreno nos dicta normas de una clarividencia que sorprende por su estrecho paralelismo con el criterio resolutivo que el General Perón expresaba en el mencionado discurso. Escribe Moreno: "Entremos por principios combinados para desenvolver que el mejor gobierno, forma y costumbre de una nación, es aquel que hace feliz al mayor número de individuos... y que las fortunas agigantadas en pocos individuos... no sólo son perniciosas, sino que sirven de ruina a la sociedad civil, cuando no solamente con su poder absorben el jugo de todos los ramos de un Estado, sino también cuando en nada remedian las grandes necesidades de los infinitos miembros de la sociedad, demostrándose como una reunión de aguas estancadas..." En cuanto a la amplitud de las funciones del Estado, dice Moreno: "¿Y qué obstáculos pueden impedir al Gobierno, luego de consolidarse el Estado sobre bases fijas y estables, para no adoptar unas providencias que aún cuando parezcan duras a una pequeña parte de individuos, por la extorsión que pueda causarse a cinco o seis mil de ellos, aparecen después las ventajas públicas que resultan con la fomentación de las fábricas, de las artes e ingenios y demás establecimientos en favor del Estado y de los individuos que las ocupan en sus trabajos?... Consiguientemente deduzco que aunque en unas provincias tan vastas como estas, haya de descontentarse por lo pronto cinco o seis mil individuos, como recaen las ventajas en ochenta o cien mil habitantes ni la opinión del Gobierno claudicaría ni perdería nada en el concepto público... En esta virtud, luego de hacerse entender más claramente mi proyecto, se verá que una cantidad de doscientos o trescientos millones de pesos, puestos en el centro del Estado para la fomentación de las artes, agricultura, navegación etc. producirá en pocos años un continente laborioso, instruido y virtuoso, sin necesidad de buscar exteriormente nada de lo que necesite para la conservación de sus habitantes, no hablando de aquellas manufacturas, que siendo como un vicio corrompido, son de un lujo excesivo e inútil que deben evitarse principalmente porque son extranjeras y se venden a más oro de lo que pesan"
Las preclaras ideas de Mariano Moreno que borbotean en algunos discursos de su hermano Manuel, en algunos párrafos y en algunas intenciones de Dorrego, en el instinto certero de los caudillos federales y en algunos relámpagos de inspiración de Juan Manuel de Rosas, caen definitivamente abatidas por las ideas que propiciaba el extranjero en aquel conclave de constituyentes de 1853 que de ninguna manera expresaban la voluntad del pueblo de la Nación Argentina.
Digo que las ideas que informan la Constitución del 1853 son las que propiciaba el extranjero, y para confirmarlo me afirmo en los análisis y comentarios del libro "Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina" del que es autor su promotor principal, don Juan Bautista Alberdi, y cuya lectura recomiendo como la mejor instrucción que pueda recibirse sobre los deliberados objetivos que perseguía nuestra Carta Magna, como enfáticamente dicen los diarios que proliferaron en la maligna sombra del capital extranjero. "Sistema Económico y Rentístico de la Confederación Argentina" es un índice terrible del grado de sumisión a que puede descender una inteligencia destacada cuando ella no se alimenta de una indoblegable adhesión a los sentimientos del pueblo de su tierra natal. No es posible realizar un análisis tan exhaustivo de la Constitución de 1853 como el que acomete Alberdi para demostrar que en su totalidad y aún en sus cláusulas aparentemente no económicas, ella esta al servicio integral de las conveniencias del capital extranjero.
Quizá no podrían establecerse antítesis más opuestas que las opiniones de Mariano Moreno y de Juan Bautista Alberdi. Para Moreno el Estado era un regulador de la riqueza pública. Para Alberdi, el Estado es el peor enemigo de la riqueza del país: "Después de ser máquinas del Fisco español, escribe, hemos pasado a serlo del Fisco nacional: he ahí toda la diferencia. Después de ser colonos de España, lo hemos sido de nuestros gobiernos patrios"
Según Alberdi, las libertades genéricas que la Constitución asegura sólo son aquellas que de alguna manera son útiles para el desenvolvimiento de los capitales y para la mejor explotación de la tierra. "El legislador no debe olvidar que la libertad religiosa tiene un fin económico en la República Argentina: es dirigida a poblar el país del poblador más útil a la libertad y la industria, el poblador disidente anglo sajón y alemán de raza"
De la libertad política dice Alberdi: "No participo del fanatismo inexperimentado, cuando no hipócrita, que pide libertades políticas a manos llenas para pueblos que solo saben emplearlas en crear sus propios tiranos, pero deseo ilimitadas y abundantísimos para nuestros pueblos las libertades civiles a cuyo número pertenecen las libertades económicas de adquirir, enajenar, trabajar, navegar, comerciar, transitar y ejercer toda industria. Estas libertades comunes a ciudadanos y extranjeros son las llamadas a poblar, enriquecer y civilizar estos países, no las libertades políticas... nunca apetecidas ni útiles al extranjero"
(Pág. 45). "La libertad protege al capital de muchos modos, asegura Alberdi, pero hay dos modos en que la libertad se identifica con sus intereses: lº la tasa de sus provechos e intereses; 2º las aplicaciones y empleos industriales del capital. La Constitución Argentina garantiza a los capitales su libertad completa en la tasa de sus beneficios y en la forma de sus aplicaciones". (Pág. 98)
También según Alberdi y según la realidad, la Constitución asegura a los capitales la plena libertad de determinar el salario, porque, "Nada más loco, dice Alberdi, ni más ajeno al sentido común que las aplicaciones plagiarias que pretenden hacer los agitadores de Sud América de las doctrinas de algunos socialistas europeos sobre la organización del trabajo como medio de sustraer las clases pobres a los rigores del hambre y a las tiranías del capital y del terrazgo..." (Pág. 91)
"El salario es libre por la Constitución como precio del trabajo y su tasa depende de las leyes normales del mercado", afirma Alberdi. Además la Constitución, como bien lo sabemos, concede al obrero la libertad de morirse de hambre, porque según comenta Alberdi "Garantizar trabajo a cada obrero sería tan impracticable como asegurar a todo vendedor un comprador, a todo abogado un cliente, a todo médico un enfermo, a todo cómico, aunque fuese detestable, un auditorio. La ley no podría tener ese poder sino a expensas de la libertad y de la propiedad..." (Pág. 90)
"Otro de los medios de libertad que la Constitución Argentina emplea y que debe emplear su legislación orgánica para estimular la venida de los capitales extranjeros, es una expansión ilimitada y completa dada al círculo de sus aplicaciones y empleos por los artículos 14 y 20...'' comenta Alberdi. Por otra parte, el mismo Alberdi se encarga de librar a ese capital extranjero de la posible competencia restrictiva que pudieran realizar los gobiernos nacionales. "El Gobierno que se hace banquero, asegurador, martillero, empresario de industria en vías de comunicación y en construcciones de otro género, sale de su rol constitucional y si excluye de esos ramos a los particulares, entonces se alza contra el derecho privado y contra la Constitución''. (Pág. 101).
Desde sus orígenes, desde la concepción mental de su inspirador, defender los intereses individuales del pueblo argentino y los derechos generales de la Nación, significaba alzarse contra la Constitución. No puede afirmarse que estos fueran principios reconocidos en el derecho mundial, es decir aceptados por todas las naciones. El mismo Alberdi reconoce que "La Constitución Federal Argentina es la primera en Sud América... que ha consagrado principios dirigidos a proteger directamente el ingreso y establecimiento de capitales extranjeros'' (Pág. 96).
Se dice que la Constitución de 1853 se inspiró en la Constitución Norteamericana y eso es cierto en cuanto se refiere al perfil anodino de las instituciones políticas, a la técnica de ciertos procedimientos que pueden ser de una o de otra manera sin que la modificación influya en la marcha de las sociedades, y en cuanto al reconocimiento abstracto de que la soberanía reside en la voluntad popular que fué ininterrumpidamente escarnecida en los sucesivos fraudes electorales que constituyen la habitualidad y la ignominia de nuestra historia política. La vida económica de estos pueblos quedó inerme, más aún, encadenada de antemano por la dialéctica venal de estos curiales que encubrían con la palabra libertad, que todos amamos, la voluntad de expoliación y la insaciable codicia del capital extranjero. Lo que ocurrió entre 1853 y 1949 - con el paréntesis reivindicador de Hipólito Yrigoyen – fue una consecuencia directa de la perfidia siniestra con que fué concebida la ley básica de nuestra constitución nacional.
Para simplificación y claridad de las enunciaciones, he aceptado provisoriamente el lenguaje de Alberdi y de la Constitución y con él, la existencia del llamado capital extranjero. Pero ese capital, como la libertad, fueron sólo irritantes ficciones, espejismos disimuladores de la habilidad y de la codicia del extranjero.
El hecho real fué la entrega de la economía del país al extranjero para que éste lo organizara de acuerdo a su técnica y conveniencia. Y el extranjero organizó el país de tal manera que en adelante los frutos de la riqueza natural y del trabajo argentino fueran creando, no prosperidad individual ni solidez y fortaleza nacional, sinó capital extranjero invertido en la Argentina.
En unos penosos trabajos de exégesis económica y financiera, analicé hace varios años, la formación, casi peso a peso, de los capitales ferroviarios, que fueron los capitales extranjeros de mayor cuantía, de mas evidente existencia y de mayor fuerza coactiva en la vida argentina, y demostré con documentos irrebatibles, primero: la inexistencia de verdaderas inversiones extranjeras en el país; segundo: que el llamado capital ferroviario extranjero no fué sino la capitalización a favor del extranjero del trabajo y de la riqueza natural argentina. "Todo este estudio debe parecer fábula al lector desprevenido, decía en una de mis historias ferroviarias. Y se explica. La conciencia argentina ha sido mantenida en el engaño y los hombres que pudieron hablar, callaron prudentemente. Pero basta presentar el problema en sus líneas primordiales para que la comprensión se ilumine. Aquí venían los ingleses a hacer fortuna, como un inmigrante cualquiera, aunque con más medios de disciplina, unidad y protección de su diplomacia. Con muy raras excepciones todos lograron sus propósitos. Unos ganaron plata con tierras, otros con ferrocarriles... Los ingleses que ganaron dinero con el trabajo y la valorización de las tierras, dicen nomás que ganaron dinero, como cualquier terrateniente, pero los que ganaron fortunas con empresas ferroviarias dicen que "invirtieron capitales": Los unos tienen sus campos, los otros sus acciones ferroviarias.
La organización capitalística del país a partir de 1853 fué un privilegio exclusivo de los extranjeros. Jamás se hablará en ningún documento oficial de la existencia de un capital argentino Los argentinos tuvieron bienes, inmuebles, mercaderías, valores, dinero a veces, pero jamás tuvieron capitales. El capital fué un ídolo para uso exclusivo de los extranjeros. Era la varita mágica de la explotación económica y del predomino excluyente del extranjero en la instrucción pública, en la cultura, en el periodismo, en la historia y en la política por consiguiente "El oro americano les fué hurtado a los aztecas y a los incas por la violencia descarada y franca. Si Pizarro y Hernán Cortés hubieran usado los medios financieros modernos, se habrían apropiado del oro como rendimiento del capital extranjero invertido en financiar las empresas de conquista y las horcas en que los colgaron'' El capital es un ente de por sí incorpóreo, una entelequia, una voluntad de poder que necesita un cuerpo, un punto de aplicación para poder actuar y operar y esa es la propiedad. Y por eso la propiedad fué protegida con los mayores recaudos que pudieron argüirse, con el absoluto desprecio de todo lo que no fuese la propiedad misma, con desprecio del trabajo, con desprecio del hombre, con desprecio de la nación, a quien no se le acuerda ni el derecho de disponer de la propiedad ni en las vitales emergencias de la guerra''
Voy a leer sin acotaciones por mi parte, la enumeración que hace Alberdi de las garantías acordadas a la propiedad. ''Considerada como principio general de la riqueza y como un hecho meramente económico, la Constitución Argentina consagra la propiedad en su articulo 17… (pág. 30) "La economía política más adelantada y perfeccionada no podría exigir garantías más compuesta en favor de la propiedad... como las que acuerda la Constitución. "La propiedad no tiene valor ni atractivo, no es riqueza propiamente, cuando no es inviolable por la ley y en el hecho''.
Por eso, sigue Alberdi, "no bastaba reconocer la propiedad como derecho inviolable, porque ella puede ser respetada en su principio y desconocida y atacada en lo que tiene de más precioso: en el uso y disponibilidad de sus ventajas.
Los tiranos más de una vez han empleado esta distinción sofística para embargar la propiedad que no se atrevían a desconocer. El socialismo, hipócrita y tímido, que no ha osado desconocer el derecho de propiedad, ha empleado el mismo sofisma, atacando el uso y disponibilidad de la propiedad en nombre de la organización y defensa del trabajo. Teniendo esto en mira y que la propiedad sin el uso ilimitado es un derecho nominal, la Constitución Argentina ha consagrado en su artículo 14 el derecho amplísimo de usar y disponer de su propiedad, con lo cuál ha echado un cerrojo de hierro a los avances del socialismo." (pág. 31).
Pero "la Constitución, dice Alberdi que la inspiró, no se ha contentado con entablar el principio de propiedad, sino que ha dado también los remedios para curar y prevenir los males en que suele perecer la propiedad. El ladrón privado es el más débil de los enemigos que la propiedad reconozca. Ella puede ser atacada por el Estado en nombre de la utilidad pública. Para cortar este achaque, la Constitución ha exigido que el Congreso califique por ley la necesidad de la expropiación, o mejor dicho, de la enajenación forzosa, puesto que en cierto modo no hay expropiación desde que la propiedad debe ser previamente indemnizada." Alberdi continúa detallando los peligros que amenazan a la propiedad y la forma en que han sido contrarrestados.
"La propiedad puede ser atacada por el derecho penal con el nombre de confiscación. Para evitarlo, la Constitución ha borrado la confiscación del Código Penal argentino para siempre". "La propiedad suele experimentar ataques peculiares en los tiempos de guerra, que son ordinarios de la República Argentina, con el nombre de requisiciones y auxilios. Para evitarlo, la Constitución previene que ningún cuerpo armado puede hacer requisiciones ni exigir auxilios de ninguna especie." "La Constitución, termina diciendo Alberdi, remacha el poder concedido a las garantías protectoras de la propiedad, declarando en el artículo 20, que el Congreso no puede conceder al Ejecutivo nacional, ni las legislaturas provinciales a los gobiernos de provincia, ni la suma del poder público, ni otorgarles sumisiones o supremacías por las que queden a merced de los gobiernos o persona alguna las fortunas de los argentinos." (pág. 32).
Alberdi cita el artículo 29 de la Constitución en la forma trunca en que lo he reproducido, pero el artículo 29 dice textualmente que "no se otorgarán sumisiones o supremacías por las que la vida, el honor o las fortunas de los argentinos queden a merced de gobiernos o persona alguna. "Por lo visto, a Alberdi no le interesaba ni el honor ni la vida de los argentinos o bien sabía que de toda esa parrafada sólo iba a ser de aplicación practica las inmunidades de la propiedad. Así nació entre nosotros esa segunda deidad inviolable que se llama propiedad y que jamás en la historia económica del mundo -salvo en épocas de extrema perversión y soberbia de los núcleos dominantes-- gozó de privilegios e inmunidades parecidas. En holocausto a esas deidades del capital extranjero y de la propiedad se sacrificaron generaciones enteras y de argentinos que habían luchado por la libertad política de la patria, animados por la creencia de que la libertad política era de por sí suficiente amparo de las libertades personales y del ínsito derecho a vivir en paz en su propia tierra con el fruto de su propio trabajo.
Estas frases no provienen de una ampulosidad retórica. Son la desnuda expresión de una verdad histórica, que continuaremos examinando. Dos tipos de propiedades tenían a su alcance los nativos: las minas y las tierras. El laboreo de las minas fué paralizado, cuando no eran de metales preciosos que se agotaron rápidamente, por una correlación letal de oposiciones financieras, de competencias de ultramar y la incapacidad prefijada de los transportes. La existencia de las minas fué sepultada en capas de silencio y de olvido más impenetrables que las capas geológicas que las habían recubierto hasta su descubrimiento.
Quedaba la propiedad de la tierra. Teóricamente, todos tenían acceso a ella. Doctrinariamente, todos los ciudadanos eran iguales ante la ley. Pero en su primer Mensaje a las Cámaras en mayo de 1869, el Presidente Sarmiento sienta un principio monstruoso que de un solo golpe transforma en intrusos a toda la población del agro argentino. "El título de propiedad debe sustituir a la simple ocupación", dice Sarmiento, con talante de inocencia, como si ignorara que la aplicación de ese apotegma iba a desalojar de sus tierras a la inmensa mayoría de la población agraria nativa, iba a crear turbas trashumantes y hundir en el abandono y la desesperación a quienes no habían cometido más delito que el de haber nacido en la tierra que poblaban, de haber guerreado para manumitirla del coloniaje y de haber lidiado con el infiel en una disputa casi de hombre a hombre. Para justificar el despojo, se vilipendió a la población nativa que era descendiente de europeos y no de peor raza, en todo caso, que el mismo Presidente que así altaneramente los desalojaba de sus predios natales.
La posesión real de la tierra la habían obtenido los criollos con la simple ocupación indiscutida, que en todos los regímenes de la tierra es el mejor título de propiedad cuando la tierra es anteriormente mostrenca, como eran las tierras solares de las ranchadas argentinas. Era tierra abonada con su sangre y con la sangre de sus mayores. Pero los nativos no podían entrar al sagrado recinto del privilegio de la propiedad.
En adelante, la propiedad se adquirió en el trámite burocrático de la ciudad a precios "meramente nominales", como dice Wilfred Latham. Comerciantes y aristócratas porteños se lanzaron como buitres sobre la codiciada presa, en íntima fraternidad de intereses con los supuestos capitalistas extranjeros. Así nació, en esa comunidad de conveniencias y de usurpación de la propiedad vernácula, ese connubio que ha perdurado hasta el día de hoy entre nuestra oligarquía y el capital extranjero. Así nacieron esos inmensos latifundios que durante cerca de un siglo han esterilizado de vidas humanas, inconmensurables extensiones de nuestra tierra más fértil. Para ellos sí tendrían vigencia los principios protectores de la propiedad.
Desde entonces el hombre criollo, el hijo de extranjero nacido en la tierra argentina, el simple hombre que no cuenta nada más que con la paz de su conciencia y con la fuerza de sus brazos, fué un paria de quien los dirigentes sólo se acordaban para vejarlo en los comicios o utilizarlo en las levas que iban a defender del indio las propiedades que fueron suyas y que ahora eran ajenas. De ese enorme drama solo queda un testimonio: el canto sencillo e inmortal del Martín Fierro.
El 17 de Octubre de 1945 se paralizó el país en un espasmo de voluntariosa decisión popular. Desde los más alejados suburbios, el pueblo trabajador concurría a la Plaza de Mayo obediente al toque de somatén de las campanas de la libertad que están siempre sonando en el corazón del hombre. Todos habían trajinado para llegar hasta allí. Venían de los suburbios industriales. Venían de los más alejados suburbios agropecuarios. Pero quizá solo yo sabía que venían de más lejos, de mucho mas lejos, venían del fondo de la historia argentina, venían a vindicar a los hermanos criollos que habían caídos doblegados por la prepotencia desdeñosa del capital extranjero y de la oligarquía latifundista.
El General Perón afirmó: "No hablemos más de la inviolabilidad de la propiedad''. Y ha dicho: “Queremos humanizar al capital". He allí dos premisas que constituyen de por sí una invitación a meditar formulada a todas las inteligencias constructivas y una invitación a colaborar formulada a todas las conciencias patriotas.
''Humanizar el capital'', he allí una frase que parece un absurdo, un evidente contrasentido, que posiblemente habrá provocado la crítica mordaz de los teóricos anticapitalistas, que con frecuencia son los que mejor hacen el juego al capital, y que es, sin embargo, una fecunda fuente de reflexión analítica.
Hace muchos siglos quizá en el mismo momento en que comenzó a tener noción de su existencia, el hombre se consoló de su fugacidad imaginando un ser semejante a él, pero perfecto, un ser en quien los años se mellaban. La primera idea de una eternidad lleva el nombre de Dios. Es una idea consoladora y generosa que no puede ser anulada, porque la idea de Dios solo puede ser suplantada por otro Dios.
El segundo ente eterno que el hombre crea en un acto de orgullosa suficiencia, se llama capital. El capital es un ente que en la técnica de su propia devoción, en la estricta técnica de su finanza, que es como su liturgia, no muere jamás, una vez constituido en capital. El capital se renueva y se espiritualiza constantemente por el aporte de dos arterias técnica y legalmente aceptadas. Una es el fondo de amortización, aporte con el cual el capital se libera, a sí mismo de la cosa a que se aplicó, continuando en poder de la cosa y de los réditos que ella produce en el juego de las utilidades. La otra arteria vivificadora es el fondo de renovación qua conserva en plena lozanía la cosa a que está aplicado el capital, es decir mantiene el límite de obsolencia, como dicen los técnicos, del instrumento creador de réditos que el capital creó o del cual se apropió.
De todas maneras, lo fundamental es que el capital es eterno. Pasa sobre las cosas perecederas sin perecer, pasa sobre los hombres mortales sin fenecer Si el rédito o parte de él se incorpora al capital, el capital crece hasta el infinito, sin más límites prácticos que los remedios heroicos que las sociedades urden para contener su absorción, con ciclos críticos o con crisis que cercenan de golpe su desmesurado crecimiento.
El capital no fenece y por eso fundamentalmente es inhumano. "Humanizar el capital" significa a mi entender emplazarlo, transformarlo en mortal y perecedero como las cosas a las cuales esta aplicado. La frase del General Perón entreabre un nuevo mundo de posibilidades técnicas y matemáticas en que parece factible una nueva relación entre los seres humanos
Por otra parte, afirmar implícitamente que la propiedad es violable, con fines de utilidad pública, se sobreentiende, es proyectar de inmediato nuevas perspectivas para la convivencia. Sin la inviolabilidad de la propiedad, todo el articioso edificio de la Constitución se derrumba con estrépito, porque toda ella ha sido concebida, como bien lo comenta Alberdi, para sostener y apuntalar esa inviolabilidad.
Conciudadanos, amigos: confieso que mi espíritu esta estremecido por un júbilo intenso y henchido de reconfortantes esperanzas en el porvenir de la patria. Aquellas utopías cuya sola enunciación descargaban sobre los hombres de mi generación terribles tormentas de denuestos y calumnias son ya hoy una realidad irreversible. Y por eso, con la ilusión de que ellos puedan contribuir a iluminar la inspiración de los constituyentes, me arriesgaré a repetir, como dignos de consideración, los cinco principios de cooperación interna formulados por mí, como una lírica fantasía, en el transcurso de la campaña presidencial del General Perón. Ruego a Uds. me permitan mecerme en el pequeño placer de suponer que ellos pueden ser útiles a quienes tendrán el porvenir de la patria atado a la punta de sus plumas y de su carácter.
Primero.- Principio del hombre colectivo, porque la voluntad del número, que es como el apellido de la colectividad, debe tener primacía sobre lo individual. Ni la riqueza ni el ingenio ni la sabiduría tienen derecho a acallar o burlar la grande voz de la necesidad de cada conjunto colectivo, que es la voz que más se aproxima a la voluntad de destino.
Segundo. - Principio de la comprensión del hombre, para que esta unidad compleja esté siempre presente con sus necesidades biológicas, morales, intelectuales y espirituales y no se sacrifique jamás la realidad humana a una norma abstracta o un esquema desprovisto de vida.
Tercero.- Principio de protección al más débil, para que se elimine la ley de la selva y se establezca una verdadera posibilidad de igualdad. Todo lo que no se legisla, se legisla implícitamente a favor del fuerte. La igualdad teórica es una desigualdad práctica a favor del poderoso.
Cuarto.- Principio de la comunidad de la riqueza natural, porque la propiedad es una delegación de la fuerza de la organización colectiva que la hizo posible y la mantiene.
Quinto. - Principio de la utilidad colectiva del provecho, para que nadie tenga derecho a obtener beneficios de actividades perjudiciales o inútiles para la sociedad y por lo tanto toda ganancia o lucro del ingenio ajeno o de la retención infructuosa de un bien, deben ser considerados nulos e ilícitos en la parte que no provienen del trabajo o del ingenio propio.
Durante ya casi un siglo nuestra sociedad estuvo en servidumbre del capital y de la propiedad, privilegiados aquí con prerrogativas que jamás tuvieron en país ninguno del mundo. Formulo mis votos más fervorosos de ciudadano y de patriota para que bajo la égida del General Perón constituyamos una sociedad organizada en base al respeto del hombre, de sus trabajos y de sus sueños. La patria presente y la patria futura sobre la que influirán nuestras determinaciones, nos lo agradecerán.

Noviembre 24 de 1948.

Nota: La numeración de páginas se refiere a la edición de "La Cultura Popular" de "Sistema Económico Rentístico de la Confederación Argentina".

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