lunes, 6 de junio de 2011

LOS SISTEMAS, LAS LEYES Y EL MEDIO


por Jorge Eliécer Gaitán

OBSERVACIONES PRELIMINARES

Por causas diversas nos hemos visto precisados a suprimir muchas partes del presente estudio, cuidando sí de la integridad ideológica. La oportunidad se presentará de hacer una publicación completa y relacionada con varios otros puntos que aquí no aparecen.
Con preconcebida intención hemos titulado este nuestro pequeño trabajo — que habrá de servirnos para recibir el doctorado en Derecho y Ciencias Políticas de la Facultad Nacional— “Las Ideas Socialistas “y no “El Socialismo en Colombia “. Tal distinción se explica plenamente si ha de tenerse en cuenta que apenas ha sido nuestro propósito estudiar estas ideas por su aspecto científico, bajo la modalidad técnica del sistema económico que el socialismo presenta.
Hemos intentado resolver estas preguntas: ¿Cuál de los dos sistemas económicos, el individualista o el socialista, consulta mejor los intereses de la justicia, las necesidades del progreso y los sentimientos de humanidad? ¿Nuestro país está preparado, habida consideración de su medio específico, para la implantación del sistema socialista?
Nuestro estudio no podía tener un carácter sectario o banderizo, en el sentido político de la acepción, en primer lugar, porque no pertenecemos a partido socialista ninguno, o a eso que entre nosotros se apellida como tal. En Colombia hay valiosas unidades que profesan estas ideas, pero quienes han tratado de dotarlos de una dinámica de organismo autóctono, quizá no han sido los más afortunados en su interpretación, ni en los medios, ni en la apreciación de las características peculiares a nuestra vida política; y segundo, porque siempre hemos creído, que antes de concluir en las aplicaciones se necesita el estudio técnico, el examen científico, la valuación abstracta de las causas que autorizan esas realizaciones en concreto. El empirismo ha sufrido, ya va para luengos tiempos, una trascendental derrota en las ciencias sociales, y no se explicaría la lógica de quienes se empeñaran en aplicar medicinas sin antes haber evidenciado científicamente la bondad de estas, y, sobre todo, la índole orgánica del sujeto a quien han de ser aplicadas.
Profesamos, pues, con marcado convencimiento y empinado entusiasmo, las ideas que corren a través de estas páginas, mas no podríamos considerarnos como militantes en nuestro país de un partido socialista, entre muchas otras razones, por la muy sencilla de que tal partido no existe. No es destrozando la corriente política que en Colombia representa el partido avanzado o de oposición. como mejor se labrara por el triunfo de los altos principios que guían hoy los anhelos reformadores de los pueblos; pensamos que es muy mejor luchar porque las fuerzas progresistas de Colombia inscriban en sus rodelas de batalla la lucha integral por las ideas nuevas, por la salud del proletariado y por la reivindicación necesaria de los actuales siervos del capital, en la forma que se leerá.

CAPITULO 1
LOS SISTEMAS, LAS LEYES Y EL MEDIO

Ha sido brindando hasta la fatiga y acicateando por el desecho el pegaso nervudo de Montesquieu, como nuestros hombres llegaron a la formulación del primer argumento contra la posibilidad de las ideas socialistas en Colombia.
Por nadie —dicen— puede ser desconocido el principio evidenciado antes que por otros por Montesquieu, de que las leyes y los sistemas sociales y políticos deben consultar la idiosincrasia del medio en que han de ser aplicados. Un grave error de los conductores de pueblos ha sido el pensar que la fisonomía sociológica de un determinado conglomerado de individuos pueda ser transformada o modificada con las disposiciones de una ley. En la formación de la individualidad social entran factores de muy diversa índole que están siempre más allá de toda volición humana: factores de atavismo, de herencia, factores de medio y factores telúricos. No es lo mismo legislar para la rubia parsimonia de los nórdicos de Europa que para la inquietud desorbitada de los hijos del trópico.
La pretensión de implantar el socialismo entre nosotros nace de esa singular modalidad de los pueblos incipientes: el mimicismo. Es un simple caso de imitación. Ha bastado —subrayan los impugnadores— que el vientre fatigado de Europa pariese tan descabelladas doctrinas, para que nos creyéramos en la necesidad de prestarles nuestra propaganda y nuestra ayuda.
Pero los sistemas y las leyes han de ser algo más que una pueril imitación. Es auscultando nuestro organismo como podremos mejor determinar nuestras enfermedades y formular sus remedios.
Hasta aquí la síntesis del tan repetido argumento. Nunca pretenderíamos negar la base de verdad que sustenta el hecho enunciado. Aún más, pensamos que en su desconocimiento se halla uno de los capítulos de nuestras más tristes andanzas de pueblo independiente.
Ya saliendo del campo estrictamente jurídico para llegar al histórico, Macaulay señalaba el mismo proceso de adaptación. Ni las leyes, ni sus forjadores, los hombres, podrán nunca transformar arbitrariamente el alma de los pueblos. Los hombres providenciales dejan de serlo en cuanto traten de crear en contra de la idiosincrasia mesológica. Los sistemas o leyes que llamaremos radio-activos —en lo humano están representados por el Héroe de Carlyle— que dan de sí las cosas, que tienen un ritmo centro-periférico, son sistemas condenados al fracaso. Las leyes han de ser, igual los hombres, acumuladores de fina sensibilidad, donde el medio, obrando sobre el centro, registre sus necesidades, lleve sus anhelos, formule sus instintos.
No negamos, pues, el principio. Afirmamos sí, que se le ha dado una significación inexacta y superficial. Apoyándonos precisamente en él, es como vamos a encontrar a través de nuestro estudio, un argumento más en favor de las transformaciones sociales que impone la hora de ahora.
Dividía Benthan las leyes, y hoy es universalmente admitida tal división, en sustantivas y adjetivas o de procedimiento. Son las primeras aquellas que consagra la justicia de un derecho o la necesidad de una obligación; es ley sustantiva, por ejemplo, la que declara poseedor regular al que goza de la tenencia de una cosa con ánimo de señor o dueño (animus domini).
Es ley adjetiva no ya la que establece el derecho en sí mismo, sino la manera de hacer efectivo ese derecho. Es la que reglamenta los órganos jurisdiccionales encargados de favorecer un derecho preexistente, y establece los requisitos necesarios para lograr la protección por parte del Estado.
Por eso que las sentencias de los tribunales no constituyan derechos, sino que los declaren. Su misión es la de precisar la forma o denominación jurídica que corresponde a determinadas relaciones sociales.
Las primeras deben consultar la justicia, entendiendo por tal la conformidad de la ley con los dictados de la naturaleza. Las segundas deben consultar la comodidad, la viabilidad. Una ley procedimental que se excediera en la reglamentación, haría por la dificultad, nugatorio el mismo derecho que se quisiera favorecer. O como dice Montesquieu: “Las formalidades de la justicia son necesarias para la libertad, pero tántas pudieran ser que se opusieran al fin mismo de las leyes que las hubieran establecido; los procesos no tendrían fin, la propiedad de los bienes quedaría incierta, se daría a una de las partes la hacienda de otra sin examen, o quedarían arruinadas ambas a fuerza de examinar”.
El análisis no puede ser suspendido aquí. El fenómeno requiere profundizarlo más. Si continuamos en la investigación hallaremos que las leyes llamadas sustantivas sólo lo son de un modo relativo; que ellas se trocan en adjetivas en relacionándolas con principios más fundamentales de un orden biológico-social. Las leyes llamadas sustantivas no pueden ser sino la interpretación, errada o exacta, de una tendencia en las relaciones de los individuos. Son la concreción en fórmulas de fenómenos que se realizan más allá de todo código y de toda ley. Cuando el legislador, en lo que llamamos leyes sustantivas, consagra, por ejemplo, la libertad de contratación, no hace sino reconocer un hecho inevitable del orden social presente, cual es el del cambio, que a su turno nace de la división del trabajo. El legislador que le dice al cafetero que puede vender su café y comprar con su producto los artículos que le son necesarios a la subsistencia y a sus negocios, no consagra propiamente un derecho; se limita a reconocerlo. El fenómeno comercial enunciado se realizaría sin necesidad de una ley y aún a despecho de su prohibición. La única misión de la ley en este caso es la de establecer condiciones que faciliten el intercambio de los productos, reglamentar las relaciones.
Y aquí se nos aparece claramente cómo las leyes sustantivas sólo lo son de una manera relativa en cuanto las relacionamos con las que se ha convenido en llamar adjetivas.
Pero si las comparamos con los principios fundamentales de la vida de relación, serán a su turno adjetivas, pues apenas les corresponde como misión facilitar los fenómenos inmanentes del orden social.
Y es que en puridad de verdad la única base de los derechos reside en la sociedad y nace del hecho de vivir en ella. Imaginan un Robinson Crusoe en su isla. ¿Existirían para él derechos? ¿Habría ley capaz de creárselos? No. Lo único que da y consagra ese derecho es la sociedad y por creaciones que son ajenas a toda voluntad individual. Esto dice relación a los decantados derechos individuales, como el de la propiedad, que no pueden ser violados porque dizque son derechos naturales. El hecho evidente y claro es que el individuo no llega a la sociedad con derechos que individualmente le pertenezcan. Por eso ya Comte decía que el único derecho que el individuo tiene es el de cumplir exactamente con su deber. Es decir, respetar las normas que la vida de sociedad le impone. Pero, repitámoslo, no es que el individuo se desprenda de ningún derecho para entrar en sociedad, es, por el contrario, que la sociedad le dispensa derechos que él no tenía, y que, por consiguiente, no pueden revestir el carácter de inviolables. Cuando aparezca por lo tanto una colisión entre el derecho del individuo y el derecho de la gran masa que constituye la sociedad, debe primar éste sobre aquél. O, mejor, es que en el primer caso no hay propiamente derecho, sino una gracia concedida por la sociedad para el mejor funcionamiento de la misma. Y cuando esa rectitud de funcionamiento pida la abolición de un derecho individual, ese derecho debe desaparecer, ya que ha desaparecido la única base que lo explicaba, a saber, el recto funcionamiento de la vida social.
León Duguít sintetiza admirablemente estos principios de la siguiente manera: “El derecho no es un conjunto de principios absolutos e inmutables, sino, por el contrario, un conjunto de reglas que cambian y varían con el tiempo.
Porque un hecho o una situación se consideren como lícitos durante un período de tiempo, por largo que sea, no se puede afirmar que lo sean siempre. Cuando la ley nueva los prohíbe, los que vivían conformes con la legislación anterior no pueden quejarse del cambio, porque la ley nueva no hace más que afirmar la evolución del derecho” (Derecho Constitucional).
La misión del Estado debe, pues, orientarse a diseñar la fisonomía social de un organismo que se desarrolla y evoluciona sujeto a leyes profundas. Tanto más exactamente sean interpretadas dichas leyes, mejor y más fácil será el desenvolvimiento y relaciones de un pueblo.
Pero, esas relaciones sociales ¿en dónde encuentran su base? ¿Hay en las relaciones sociales factores comunes a todos los pueblos y a todas las razas? ¿Cómo obra al mismo tiempo sobre las relaciones sociales? ¿En qué consiste la adaptabilidad de un sistema social o de una ley?
La observación de los fenómenos sociales, de su evolución, de su etiología y de las leyes que aquellos mismos fenómenos evidencian, nos revelan un funcionamiento de organismo completo, con leyes autóctonas y determinadas. Al hablar de organismo social no queremos significar que el ente sociedad adquiera, como lo ha pretendido Schaffle (“Estructura y Vida del Cuerpo Social”) sensibilidad, cerebro, médula espinal, etc. Entendemos por organismo social, solamente, la precisión inconfundible de determinadas formas funcionales.
Un examen atento de dichos fenómenos nos hará ver que las leyes que rigen la dinámica social encuentran
Y por último nos queda la característica nacional, la que distingue una nación de otra, aún por sobre la igualdad de los factores anteriores. Esta, pensamos, nace de la posibilidad que los medios materiales existentes en un determinado país prestan para el desarrollo de esa capacidad biológica y racial de que hemos hablado. Es un factor no fundamental, sino adjetivo y mudable, es una manera de poder obrar, es un modus operandi. Es como si dijéramos el instinto de comodidad y rapidez en la locomoción que para todos los tiempos y pueblos existe, pero que según los medios tendrá que realizarse por la rudimentaria balsa, o la canoa, o el moderno barco.
Resumiendo, tenemos: Que en la vida social se pueden observar tres elementos: lo. Elemento biológico, común a todos los hombres y los pueblos en sus bases propiamente constitutivas; 2o. Elemento de raza, proveniente de factores telúricos, que no tienen influencia fundamental sobre el tipo histórico-social, pues éste es resultado del desenvolvimiento de ese estrato biológico enunciado, y por lo tanto se resuelve en factor secundario; y, 3o. Elemento nacional proveniente del medio social, propiamente dicho.
La ley de la evolución que encarna un perfeccionamiento continuo, obra sobre todos esos elementos para someterlos a su filtro purificador y constante.
Ahora, puede que un país llegue a poseer los elementos —en su más alta perfección— que hemos señalado en el tercer grupo, y sin embargo, aún teniendo los otros caracteres de identidad biológica y racial, no logre el estado de progreso de otro en igualdad de circunstancias. ¿Si a un pueblo de Centro-América, por ejemplo, se le dota de todos los elementos de que dispone un pueblo como Italia, llegará, por la posesión de dichos elementos, a la misma capacidad en ciencias, artes, industrias? No, respondemos. Entonces se dirá, hay un elemento sustancial distinto que imposibilita a unos pueblos para seguir la trayectoria de otros, puesto que existiendo todos los elementos en igualdad de circunstancias, no se produce el mismo resultado.
Al formular este argumento se olvidaría una noción que es preciso recordar: El atavismo, la herencia y aún si queremos darles la importancia que tienen los estudios de Sergi, el que él llama “atavismo prehumano”! Todos estos factores obran como una poderosa fuerza de inercia. Un pueblo criado en la desidia, en la indigencia, en la penuria, se irá haciendo incapaz. La carencia de medios atrofia la aptitud. Pero esa herencia no es fatal; por el momento será imposible una igualación de capacidades, pero en igualdad de medios, el tiempo dari la igualdad de capacidades. Y precisamente esa posibilidad de vencer tales resistencias muestra claramente que no hay un hecho esencial que separe a unos pueblos de otros como se ha querido siempre sostener en el empeño de frustrar una cooperación de lucha que haría más rápido el triunfo de los anhelos igualitarios.
Claro es que nos hemos venido refiriendo a los pueblos en el estado medio de civilización. No sería el caso de formular argumentos con el ejemplo de los que no han entrado aun en la escala de los valores culturales presentes; pues estos casos, como sucede en el orden individual, son anómalos. Estos son los pueblos atípicos, es decir, inmovilizados en un grado de la natural escala evolutiva.
Con estas nociones podemos ya plantear el problema en concreto. ¿Cuáles leyes y cuáles sistemas son adaptables de un pueblo a otro? ¿Cuándo un sistema es inadaptable?
Quien haya leído con atención los anteriores principios verá desprenderse la conclusión de la manera más lógica y más sencilla.
Sólo las leyes o los sistemas sociales que desconozcan esos fundamentos esenciales de la existencia biológica, o contradigan los elementos del medio creado por la naturaleza, son inaceptables, son absurdos y son imposibles. Pero aquellos que se refieren, no ya a estos elementos fundamentales, sino a los caracteres adjetivos, en países de una cultura media, son posibles, y aun son necesarios, cuando consultan más exactamente los dictados de la justicia. Su única condición reside en la ley de la relatividad. Puesto que los elementos cambian de un país a otro, es necesario que los sistemas se adapten a esos medios. Es decir, hay una discrepancia cuantitativa, que no cualitativa. La adaptación no implica la negación. Reconocer que una cosa debe adaptarse es reconocer que debe existir. Es muy distinto decir que una cosa es inadaptable a decir que es imposible. La imposibilidad implica la inadaptabilidad, pero no al contrario.
Y ya hemos visco, lo repetimos que sólo aquellos sistemas que contradicen las tendencias fundamentales de la vida son imposibles.
Reclamar que el hombre pueda gozar del fruto de su trabajo. Reclamar que al hombre por el hecho de ser hombre no se le trate como bestia. Que no basta asegurarle la subsistencia física, sino que es necesario facilitarle los medios de cultivar su espíritu. Pedir que los hombres mientras quieran y puedan trabajar no pueden ser sometidos a la miseria. Pedir que los hombres que dieron su salud y su vida al trabajo no tengan que morir sobre la tarima doliente de los hospitales. Pedir que mientras existan mujeres que acosadas por la necesidad tengan que oficiar en el tabernáculo pustuloso de la prostitución; y que mientras haya niños que arrojados a la inclusa hayan de ser luego los candidatos del presidio, no es humano que otros puedan hacer vida de dilapidación y de regalo. Decir que a los hombres no se les puede pedir virtud mientras no tengan los medios de vivir, porque, como decía aun el mismo Santo Tomás de Aquino, “para la práctica de la virtud se necesita un mínimum de bienestar temporal”. Decir que es necesaria la lucha constante porque termine la carnicería de pueblo a pueblo, donde aquéllos que la fraguan ritman la danza en el salón, a la par que los humildes que la sufren brindan su corazón a la metralla como tributo a una patria que nunca conocieron. Decir que al patriotismo es necesario darle un sentido de cooperación internacional y no de agresividad fratricida. Decir que la selección es necesario hacerla, pero a base de capacidades y virtudes auténticas. Decir que al triunfo sólo debe llegarse por los caminos del personal esfuerzo. Decir todo esto, y demandarlo con el entusiasmo que reclaman los grandes ideales, no es pedir nada que esté fuera de las condiciones esenciales de la vida, ni que deba ser patrimonio exclusivo de éste o del otro pueblo, ni de ésta o de la otra raza, sino algo que pertenece a la conciencia universal, algo que es y tiene que ser de todos y cada uno de los hombres, de todos y cada uno de los pueblos.
Y demostrar, como demostraremos, que esta orientación noble y justa de la vida es imposible dentro de la actual organización rígidamente individualista de la sociedad, de su libre concurrencia, de su Estado como representante de la clase pudiente, del privilegio absurdamente concedido al capital en el desarrollo económico de la nación, del concepto secundario en que se ha colocado al trabajo, es entonces plantear las cosas en un terreno absolutamente científico cuyas funciones se cumplen por igual en todos los países.
Pero, ¿cómo se explica que los sostenedores de la actual organización social argumenten en la forma que vimos al principio? ¿Por ventura ellos crearon un sistema especial para el país? El sistema que ellos implantaron es el mismo sistema de los otros países sin adaptación ninguna. La ciencia tiene principios que se predican respecto de las relaciones sociales universalmente consideradas. Y, precisamente, esas relaciones en cuanto nacen del juego de los valores económicos tienen un igual desarrollo en todas partes, puesto que sus factores son los mismos cambiando tan sólo la cantidad.
Sin embargo, los celosos del principio del medio dieron al país leyes copiadas de otros pueblos, cuando esas leyes escritas sí necesitan cierta fisonomía característica de la nación en que van a aplicarse, por tratar, aún las sustantivas, como ya lo demostramos, de cuestiones simplemente adjetivas, es decir, de caracteres esenciales de medio, caracteres que no se presentan en los sistemas que obedecen a normas universales, a guarismos que cambian en el tiempo, pero que no pueden cambiar sino relativamente en el espacio.
Para cuando el socialismo esté en Colombia en capacidad de legislar se le podrá pedir la adaptación al medio; pero hoy, en su faz doctrinaria, es pueril pretenderlo; y más pueril si se piensa que quienes tratan de formular este argumento no han sabido cumplirlo en donde sí es indispensable: la ley escrita.
El sofisma es claro: se ha tomado la imposibilidad de la parte para demostrar la imposibilidad del todo. Puesto que, se afirma, el socialismo de Alemania, Rusia e Inglaterra es imposible en Colombia, también, se concluye, es una imposibilidad el socialismo. Serán, contestamos, imposibles los medios allá presentados para resolver la miseria de las clases oprimidas, puesto que el medio social es distinto, pero no las doctrinas en sí, el sentimiento profundo que las anima, que es idéntico en todas partes, ya que en Inglaterra como en Colombia hay clases, la mayoría, sometidas a la más deplorable miseria, miseria que el pensamiento socialista cree, con innegables fundamentos, que es debida a una injusta organización económica.
Las leyes, pues, no deben salir de la sola mente del legislador, sino que deben conformarse al recto funcionamiento de la Naturaleza. Y esa naturaleza es esencialmente dinámica y mudable. Pues que el medio cambia es necesario que la ley cambie, porque como decía Croiset en su discurso de la Sorbona, de 1910: “toda ciencia perece el día en que se cristaliza en fórmulas intocables”. Y si la naturaleza, en su grado de perfección actual, nos muestra las injusticias del presente sistema individualista, acusando una mayor suma de equidad y felicidad bajo el concepto socialista, no sólo no es una imposibilidad reclamarlo, sino que es un deber imponerlo.
El espíritu misoneista de nuestro pueblo —mahometanamente misoneista— temeroso de toda reforma, inventó ya va para luengo tiempo la muralla china que le defienda de todo impulso de modelación, de todo impulso hacia horizontes de dadivosa fecundidad espiritual y material. Esa muralla es el medio, nuestros caracteres de raza.
Así se trate de una misión pedagógica, como adininistrativa, financiera, o do cualquier otro orden, allí encontraremos la valla insalvable. Es un absurdo, se dice; la raza, el medio, no permiten la implantación de tales sistemas traídos por extranjeros. Y nuestros próceres del atraso, empinados sobre la barraca de un patriotismo o nacionalismo incomprensivo, creen que en nombre de las tradiciones debemos seguir envenenándonos en los pezones de la rutina los vástagos de la nueva generación.
Pero si bien se examinan las cosas y se estudia un tanto el asunto, hallaremos que esa imposibilidad racial es un invento, y que las cuestiones del medio deben reducirse a la simple adaptabilidad dentro del criterio adjetivo que para ella hemos señalado.
Nuestra personalidad de pueblo es algo muy relativo y no puede tener el matiz integral que se le ha querido atribuir.
Hoy no se puede hablar de sociedades homogéneas y todas deben ser consideradas como heterogéneas, porque las relaciones sociales que existen no son exclusivamente objetivas —como los hábitos de asociación, que eran los únicos existentes en los grupos sociales primitivos— sino que por razón de la facilidad en las comunicaciones, de la imprenta y demás progresos, son también subjetivas; unos pueblos a otros están ya ligados por las ideas, los sentimientos y un interés común, que es precisamente lo que las diferencia de las sociedades de animales. Es decir, hoy de pueblo a pueblo, no sólo hay sociedad, como en las formas primitivas, sino que hay sociabilidad.
Y en lo referente a nuestra personalidad social debemos haber hincapié en el hecho de que descendemos de un pueblo, España, que no tenía ni mucho menos esa integridad racial de que hemos hablado. Nacido de los Celtas y los Galos. Cruzado con la sangre de los Romanos, invadido por los bárbaros norteños, mezclado con los moros, a los cuales aún los miembros de las clases nobles se entregaban, revolucionado en mil andanzas y conquistas, era imposible que bajo el impulso de tanto pueblo y tan diversas razas, u personalidad se conservara intacta y no presentara por el contrario, esa característica de grupo heteróclito, que por haber perdido su fisonomía fundamental y autónoma, tiene que oponer menos resistencia, o mejor ninguna, a los sistemas extraños.
Y fue un pueblo de tan débil homogeneidad personal quien se cruzó con un pueblo como el nuestro, al cual tampoco podemos considerar como una raza homogénea en el sentido estricto del vocablo, sino lo contrario; pues en ella se habían elaborado mil intercambios, antes de la conquista de los españoles, aniquiladores de sus relieves de pueblo, o mejor, de raza estrictamente homogénea.
En toda la América poblada unas razas y pueblos se habían sucedido a otros, mucho antes de haber sido conquistado. Algunos han llegado a la conclusión, después de muy detenidos estudios, de que en el Perú había, antes de la conquista, una población organizada muy superior a la que hoy habita todo el continente sudamericano. Todo induce a creer que grandes naciones habían hecho ya su carrera en este continente antes de la conquista, antes de que los españoles llegasen a este “nuevo mundo que es el viejo”. En medio de los bosques de Yucatán y de la América Central se han encontrado vestigios de grandes ciudades olvidadas antes de la conquista. Méjico, cuando Cortés la descubriera, daba señales de ser una raza que había tenido una era de florecimiento ante la cual el tipo encontrado por los españoles era tipo de decadencia y degeneración. En las minas de cobre del Lago Superior de los Estados Unidos se hallan también vestigios de civilizaciones superiores a las existentes al tiempo de la conquista.
Muchos caracteres anatómicos incontrastables comprueban que estos países de América habían sufrido la inmigración asiática y de otras razas, antes del arribo de los españoles.
Claro está que al llegar los españoles encontraron una raza autónoma, con relación a ellos, pero no una raza homogénea en la acepción sociológica. Ella había sufrido sus intercambios con pueblos anteriores del mismo continente y con extraños pueblos de diversa idiosincrasia. Y estos intercambios tenían que aminorar sus caracteres de raza autónoma, sus caracteres de individualidad permanente.
Una raza casi despersonalizada como la española, cruzada con una raza que también había sufrido intercambios como la indígena, uniendo a esto los factores modernos de promiscuidad intelectual y comercial con todos los pueblos de la tierra, no puede dar ese tipo antagónico y reacio a los sistemas extranjeros, puesto que hay entre ellos elementos de similitud. Es nuestra raza un tipo híbrido sin la fuerza de repulsión hacia lo extraño que sólo presentan los tipos de homogeneidad racial hoy desaparecida.
Esto se hace tanto más evidente si consideramos que basta ese factor de intercambio intelectual y comercial para acabar con el antagonismo de unos pueblos a otros aún por sobre la diferencia propiamente racial. ¿No tenemos a la vista el caso de pueblos con el Japón, que aún teniendo, él sí, caracteres no contaminados de raza específica, sin embargo han hecho su civilización y progreso apropiándose los sistemas y cultura europeas?
La resistencia que un pueblo opone a los sistemas de otro va en razón directa de su homogeneidad racial e inversa de su heterogeneidad.
Si bien valoramos, pues, este problema tan decantado de la raza, encontraremos que no hay esos caracteres esenciales, que son los únicos imposibles de vencer momentáneamente, sino que, por el contrario, se reducen a simples diferencias adjetivas que sólo reclaman la adaptación en la forma y alcance que hemos estudiado.
Son todos estos argumentos del medio, nacidos del problema de las razas, vallas que el espíritu misoneísta escalona como obstáculos al progreso, y que tan juiciosamente ha analizado Juan Finot en su obra El Prejuicio de las razas.


Capítulo primero de Las Ideas Socialistas en Colombia

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