jueves, 16 de junio de 2011
SARMIENTO
por Rufino Blanco Fombona
Carácter del personaje (1)
SARMIENTO pasa por el primer escritor de la República Argentina y el Facundo por la mejor obra de Sarmiento.
Ignoro hasta qué punto exista unanimidad en semejante apreciación; pero a no dudarlo, la mayoría de argentinos letrados considera a Sarmiento como el escritor nacional por excelencia, y el Facundo como la obra capital de ese escritor. Anche io sono pittore, podría exclamar, si viviese, y repitiendo al Corregio, otro polígrafo argentino: Alberdi. En todo caso, hay puesto en la historia para Corregio y para Rafael, para Alberdi y para Sarmiento.
Fuerte prosista, en realidad, el de Facundo. Posee del escritor de raza la luminosidad, la frase espontánea, armoniosa y de relieve; la pasión, que presta calor a los períodos; la memoria, para que acudan a la pluma sin rebusco, la anécdota pintoresca, la cita oportuna, el recuerdo vívido. Posee también la virtud más valiosa en literatura, después del don de pluma: la sinceridad, aunque con los años ésta se hará cada vez menor, hasta llegar en su última obra, Conflicto, a adulterar adrede la historia de América. Pero en Facundo es sincero, verídico. No disimula con velos o paráfrasis ni su pensamiento ni su expresión. Dice lo que piensa, y lo dice con audacia.
Como es el suyo temperamento sanguíneo, habla con fuego, con vigor, a veces con grosería. El hombre de la provincia, mal desbastado por roces ciudadanos, descúbrese en este Hércules que en mangas de camisa grita de voz en cuello cuanto le pasa por la cabeza. ¿Qué lo escuchan damiselas remilgadas, jamonas pudibundas, doctores académicos, señoritos de mírame y no me toques? Se le dan tres pitos. Dice lo que tiene que decir con sus bramidos y sus fuerzas de toro. Pueden aplicársele aquellas palabras que aplicó él a Facundo Quiroga: “Es el bárbaro que no sabe contener sus pasiones”. En el instante que opina cree lo que opina y lo externa sin miramientos a su país, a su partido, a sus antiguos pareceres. “Si levantáis un poco las solapas del frac con que el argentino se disfraza –dice– hallaréis siempre al gaucho más o menos civilizado, pero siempre el gaucho.”
Mañana rectificará lo que hoy piensa, si mañana piensa distinto, y andando.
“La idea sola del disimulo me indigna”, asegura en los Recuerdos de provincia. Pero no se crea que este ímpetu de escritor, esta sinceridad literaria colide en Sarmiento con el oportunismo político. No colide. Así, por ejemplo, cuando en 1840, pobre, desvalido, emigra por segunda vez a Chile, buscando vivir de lo único que posee, la pluma, se aboca con los liberales de Santiago, vencidos. Estos le ofrecen una plaza de redactor en un órgano de oposición. Sarmiento exige ocho días para reflexionar. Entretanto se entiende con los gobernadores conservadores y empieza a servirlos en la prensa contra los liberales. De entonces datan sus relaciones con don Manuel Montt, el estadista conservador, que lo acogió con benevolencia, lo protegió con largueza y supo estimarlo en lo mucho que Sarmiento valía. La grave figura de Montt, el emigrado la abocetará más tarde, en los Recuerdos de provincia.
Rebosante de salud y con exceso de sangre, de vida, Sarmiento, hombre de pasiones sueltas, fue contradictorio, excesivo, fuerte, vital.
Mentiroso a veces, por exagerado, afirma en sus Recuerdos que aprendió el francés en cuarenta días, con un soldado de Napoleón, “que no sabía castellano y no conocía la gramática de su idioma”. “Al mes y once días –agrega–, al mes y once días de principiado el solitario aprendizaje, había traducido doce volúmenes.”
En cuanto al inglés, asegura que lo estudió “en Valparaíso, en 1833, mientras servía como dependiente en un comercio y ganaba una onza mensual”. Lo aprendió “después de mes y medio de lecciones”.
Y no se crea que su aptitud para las lenguas lo convirtiese en fenómeno. Porque, “catorce años –confiesa luego en el mismo libro– he puesto después de aprender a pronunciar el francés, que no he hablado hasta 1846, después de haber llegado a Francia”(2).
Naturaleza de extremos, Sarmiento perora, escribe, habla con exageración. Ese entusiasmo, ese exceso de vitalidad, esa fuerza que no mide su empleo, constituyen a Sarmiento, como a todo el que posea semejante stock de potencia, en fogoso energético.
“Las cosas hay que hacerlas, aunque salgan mal”, exclamó una vez; y poniendo por obra su apotegma, siempre escribió, cuando tuvo que escribir, aunque del árbol brotasen más bien hojas que frutas, o sólo frutas pintonas. Por eso escribió tanto. Por eso en las obras de este polígrafo existen tantas páginas efímeras, tantas páginas de periódico. Por eso tan gallardo prosador cae a veces en lo cursi: “Antes de tomar servicio, penetra tierra adentro a visitar a su familia, a su padre político, y sabe con sentimiento que su cara mitad ha fallecido”.
Sus contradicciones ideológicas son de mucha cuenta, ¿no resulta este escritor positivista, cuando menos se piensa, providencialista anacrónico? “Algo debe haber predestinado en este hombre”, exclama de un jefe argentino; y de Facundo: “La destrucción de todo esto le estaba encomendada de lo Alto...”, y otra vez: “La Providencia realiza las grandes cosas por medios insignificantes e inadvertidos”. Y otra vez: “No se vaya a creer que Rosas no ha conseguido hacer progresar a la república que despedaza, no; es un grande y poderoso instrumento de la Providencia, que realiza todo lo que al porvenir de la patria interesa”. “Este suceso, que me ponía en la imposibiidad de volver a mi patria, por siempre, si Dios no dispusiese las cosas humanas de otro modo que lo que los hombres lo desean...”
Así este hombre que parece un sociólogo de la pampa, un Buckle del desierto, un Taine de Gauchópolis, un hombre de ciencia, un positivista, concluye por pensar como De Maistre y escribir como Bossuet.
Andando el tiempo, ya en vejez querrá seguir las huellas de Spencer; pero no abandonará su providencialismo ni aceptará la teoría evolucionista de Darwin.
En cambio, ¡cuántos relámpagos adivinatorios! Su espíritu no procede por raciocinios lentos, ni por deducciones lógicas, sino que presiente la verdad y exclama: “Allí está”. Procede como el perro cazador que olfatea la presa y se embosca en la espesura, obediente al instinto, latiendo, latiendo; y por allí, en efecto, anda aquella pieza que busca, y que no ha visto.
En la época de Sarmiento pocos hombres recibían en América sólida instrucción universitaria. Él no fue excepción. Tampoco vivía en capital con bibliotecas y otros medios de cultivar su espíritu.
Hasta salir de su San Juan nativo, no había leído, lo confiesa, sino los tristes libros de una triste biblioteca, en una triste capital de provincia. Como fue aprendiendo a la ventura, según le iban cayendo libros en las manos, y como siempre opinó sin vacilaciones, ni dudas, ni medias tintas –obediente a su naturaleza bravía–, lanzó absurdos aforismos de una ignorancia que se ignora a sí misma: “Las novelas han educado a la mayoría de las naciones”. Era la época del romanticismo y sus novelones.
Y Sarmiento fue un romántico; un romántico temperado, eso sí, por tremendas realidades de la vida argentina en aquella época: tiranía sangrienta de Rosas, incultura ambiente, destierro, miseria, lucha por la libertad y por la vida. Buen romántico, fue improvisador; pero como tuvo la curiosidad intelectual, Sarmiento iba nutriendo su espíritu, aguijoneado por deseo de saber y por deseo de enseñar, es decir, de desbarbarizar a su pueblo. Un hado benéfico hizo que en 1838 enseriara sus flacas lecturas primerizas, deparándole a Pierre Leroux, entonces muy a la moda; Jouffroi, Villemain, quizás Tocqueville, al través del cual conoció y admiró a los Estados Unidos.
Es necesario insistir en esto: siempre tuvo el ansia de saber por saber y por enseñar, y una maestrescolía aguda, que en ocasiones lo empuja a los bordes del ridículo. Así multiplica, aun en sus mejores libros, lecciones de este jaez: “Las columnas de Hércules (Gibraltar hoy); Libia (África); Verónica quiere decir verdadera imagen”; “el sánscrito, que es la lengua que hablaron los dioses de la India”; “la alhucema, de que se extrae el agua de lavanda”; “penumbra, que señala el límite de la luz y de la sombra”; “Stanley, el heroico repórter del Herald, diario por excelencia de Norteamérica”; “la propiedad, que es la base de la sociedad”. Podrían citarse mil ejemplos.
Ese mismo Sarmiento que asegura que las novelas han educado a las naciones, se preocupó, como nadie, de la instrucción, repito; fue durante mucho tiempo maestro, representa en la cultura argentina uno de los más macizos pilares de la educación popular; y cuando no enseñó desde la cátedra del maestro, divulgó desde la tribuna del periodista.
Empleó siempre su vitalidad superabundante en divulgar, en cultivar, en enseñar. Político, guerrero ocasional, propagandista constante, no fue con todo, por vocación, sino maestro: maestro de escuela en los planteles de educación y maestro de escuela nacional en los periódicos.
Fue, de veras, el maestro de escuela de la república Argentina.
No tuvo la paciencia del sabio, sino la vehemencia del apóstol. Pedagogo, fue el combatidor que en nuestros días, y mayormente en las democracias americanas del siglo XIX, urgidas de enseñanza, en nuestras sociedades en embrión, suele llamarse periodista. No busquéis en él obras de meditación, de largo aliento; aunque las ensayó, no pudo escribirlas: trabajó siempre improvisando, vertiendo en la noche la experiencia de la tarde y la lectura de la mañana, tras un rápido proceso de asimilación.
¿Qué son sus libros sino enormes editoriales? El mejor de ellos, Facundo, ¿no apareció día a día en un periódico de Chile? Su obra entera ostenta un sello de efímero diarismo. Hasta cuando fue presidente de la República escribió para los periódicos, a semejanza de Bolívar, que, César de medio mundo, enviaba muy a menudo su editorial a las gacetas como un simple gacetero.
Obedecían ambos al afán de redimir por el pensamiento. ¡Varones apostólicos!
* * *
Sarmiento declara, sin tapujos femeniles y ridículos, que le faltó una cultura fundamental desde el principio de su carrera. “Si me hubiese preguntado a mí mismo entonces (1840-41) si sabía algo de política, de literatura, de economía y de crítica, habría respondido francamente que no.” Aunque, en rigor, lo que Sarmiento confiesa no es el ser ignorante, sino haberlo sido.
Pero aunque no dispusiésemos de esta sincera confesión de los Recuerdos, tampoco nos llamaríamos a engaño. El más superficial espíritu de conmprensión bastaría para orientarnos.
En una reciente biografía de cuarenta y ocho líneas, leo: “Nació en San Juan el 15 de febrero de 1811. Aprendió primeras letras en la Escuela de la Patria; en 1821 no consiguió una beca para el Seminario de Loreto, de Córdoba; circunstancias adversas impidiéronle continuar sus estudios... En 1826 se dedicó a enseñar”. Lo que vale decir, recordando al clásico: “Deja fray Gerundio los estudios y se mete a predicador”.
Sarmiento, como fray Gerundio, abandona los estudios para endoctrinar a los demás. Toda su vida hará lo mismo. Pero, en resumen, ¿fue ignorante Sarmiento? No; todo lo contrario: supo demasiadas cosas, como buen periodista. Pero a menudo aprendió a la carrera y mal. Su talento suplía a las deficiencias y rellenaba los vacíos con suposiciones, a veces felices. Tipo del criollo bien dotado, asimilador y brillante, su saber fue la ciencia del hispanoamericano durante casi todo el siglo XIX: superficial, de relumbrón, ciencia que se asimila a maravilla exterioridades de la cultura extranjera, sin crear una original cultura propia.
Sarmiento comprende desde temprano que español sólo, por único vehículo intelectual, no basta a su hambre de saber y a su curiosidad de espíritu. Y se puso a aprender lenguas.
Bien o mal, estudia, no sólo francés para leer, sino algo de inglés. Con semejantes instrumentos de cultura en la mano empieza a abrirse camino y a apacentar su espíritu en fértiles lecturas. Lo va descubriendo todo con ingenuos ojos de niño; todo lo revela y lo comenta, como si él solo estuviese en autos. Es verdad que discurría ante un público de animales: gauchos cerriles, araucanos de guayuco en el cerebro, bachilleres intonsos, ahítos de latín y de estupidez: la Argentina de la época, el Chile de ese tiempo, nuestra América pintoresca, que no ha hecho hasta entonces en letras, sino dormir y aprender demagogia o teología.
Cuando va a los Estados Unidos lee, si ya no lo conoce, a Tocqueville y a los políticos y pedagogos angloamericanos. Se vuelve un yancófilo entusiasta.
Los Estados Unidos fueron hasta la primera guerra de México un pueblo sin ambiciones militaristas ni imperialistas, el modelo y el hogar de la libertad civil. Toda la América del Sur los admiraba con el mismo fuego con que hoy los detesta por sus elecciones fraudulentas, por sus trusts, por su Tammany Hall, por su liviandad en las costumbres femeninas, por la mala fe de su comercio, por su ridículo palabrero y simbólico coronel Roosevelt, por su diplomacia en mangas de camisa, por sus profesores de universidad que escriben sobre cosas de Hispanoamérica con supina ignorancia, por su voladura del Maine, por su secesión de Panamá, por su captación de las finanzas de Honduras, por su adueñamiento de las Aduanas de Santo Domingo, por la sangre que vertieron y la independencia que anularon en Nicaragua, por las revoluciones que fomentan en México y su desembarco en Veracruz, por su reclamación de bolívares 81.500.000 a Venezuela, cuando en realidad no se le debían sino 2.281.253, que le reconoció un árbitro extranjero, por su reclamación Alsop a Chile, por sus mal encubiertas miras sobre las islas Galápagos del Ecuador y las islas Chinchas del Perú, por su afirmación diaria de que las estadísticas argentinas no merecen crédito, por la pretensión de impedir que el Brasil valorice como a bien tenga sus cafés, por el acogotamiento de Puerto Rico, por su enmienda Platt a la Constitución de Cuba, por haber convertido adrede sus cables y sus periódicos en oficina de descrédito contra todas y cada una de las repúblicas de América, por su imperialismo agresivo, por toda su conducta, con respecto a la América, de medio siglo a esta parte.
Pero en tiempos de Sarmiento, los liberales de América y muchos conservadores volvían los ojos al Norte, con un candor, con una incompresión, con una miopía que manifiestan más entusiasmo que buen juicio. El educador argentino fue de ese número. Le faltó el genio para sondear el porvenir y conocer el peligro yanqui. No comprendió el odio de esa raza a la nuestra. No penetró que el problema de ambas Américas se reduce a esto: un duelo de razas. Leyó y citó a mucho angloamericano. En 1883 hasta se le acusó, no sin visos de verosimilitud como se verá adelante, de haber coincidido más de lo deseable con una obra de autor estadounidense. Murió yanquizante furibundo.
La vanidad también fue flaqueza de Sarmiento.
Se creía capacitado para descubrir la clave del destino de América con sólo la lectura del algunos autores de cuenta, el viaje por varias capitales del continente y sus famosas amistades de primo-cartelo. Así escribe en sus últimos años:
“Podría un suramericano presentar, como una capacidad propia para investigar la verdad, las variadas y extrañas vicisitudes de una larga vida, surcada su frente por los rayos del sol esplendente de la época de la lucha por la independencia o las sangrientas de la guerra civil; viviendo tanto en las capitales de Suramérica como al lado de la cúpula del Capitolio de Wáshington; y en la vida ruda de los campos, como viajero soldado; y en los refinamientos de la vida social más avanzada, con los grandes caudillos y con los grandes escritores y hombres de Estado; y lo que es más, nacido en provincia y viviendo en las cortes, sin perder, como se dice, el pelo de la dehesa, como se preciaba.”
En esta hora, en esta página de senectud, sólo arrogancia y vanidad quedan en pie; pero hasta el lenguaje ha perdido su fulguración, su filo, su ímpetu. El viejo león se arrastra.
Sin embargo, casi casi se declara genio. Lo han creído bajo la fe de su palabra.
A cada momento nos encocora, cuando no con citas de autores extranjeros, cuyos nombres escribe a menudo con ortografía disparatada, con sus amistades de personajes. En los Recuerdos de provincia, en su carta a la vieja esposa de un pedagogo yanqui, en artículos, cada vez que la ocasión se presenta, nos abruma, el cándido, con sus relaciones, que parece exhibir como una condecoración. Era una especie de rastacuerismo; el rastacuerismo en esa forma sui generis, más humilde en el fondo que orgulloso.
Sus recuerdos personales de vanidad hasta los interpola en paginas de obra seudocientífica como Conflicto (3).
Petulante, siempre lo fue Sarmiento: mientras menos supo, más gala hizo de saber. Andando el tiempo, la fácil ciencia de las citas fue abriendo plaza a pretensiones más universitarias. Ya en Chile trató de rivalizar con Bello. En su madurez hasta quiso escribir una filosofía de la historia americana: era hombre para tanto, de poseer base más sólida de adecuados conocimientos previos.
Como aprendió francés de mozo, la influencia francesa, en tal período juvenil, máxime la de escritores románticos, fue soberana, si bien se conoce que leía con más facilidad en lengua de Castilla y que ahondó en los clásicos de nuestro idioma, a quienes nunca menciona.
¡Qué odio a España el suyo! ¡Qué odio a todo lo que huela, en instituciones, costumbres, letras, a español!
¡Qué odio tan irreductible, tan inapelable, tan agresivo, tan injusto, tan tremendo, tan odio!
Se calla, desaparece en ocasiones para emerger –como ciertos ríos que corren un trecho bajo tierra– un poco más adelante.
Conflicto y armonías de las razas en América, es en este punto un monumento: un monumento de abominación. Para Sarmiento la inteligencia se ha atrofiado en el español, por falta de uso. Ni en materia de arte le da cuartel a España. Es una guerra a muerte, peor que la de 1813 y 1814.
“Uno de los más poderosos cargos –dice– que como publicistas argentinos hemos hecho siempre a la España, ha sido habernos hecho tan parecidos a ella misma (Conflicto).”
Sin embargo, su prosa, aunque bajo el influjo francés, tiene abolengo español.
Facundo
El Facundo, la biografía de Juan Facundo Quiroga, por Sarmiento, no puede tal vez parangonarse, dentro de la literatura americana de promedios del siglo XIX, sino con la Biografía del general José Félix Ribas, por Juan Vicente González.
Ambos escogieron como centro del cuadro de barbarie que pintan la figura de un hombre: el argentino, la de Facundo; el venezolano, la de Ribas. Y no sabe uno con qué cuadro quedarse, si con aquel de los beduínos de la pampa, donde se ven las campiñas del Sur nadando en sangre, o con el que describe las blancas pirámides de osamentas que dejó la guerra a muerte en los campos del Norte.
Temperamentos románticos, ambos fueron juguete de sus pasiones, y por cálidos chorros de elocuencia manaba la pasión de su pluma. Ambos fueron diaristas y maestros toda la vida. Ambos pronunciaron tremendas palabras; ambos combatieron contra la tiranía y lucharon por desbarbarizar a sus respectivos pueblos. Hombre más práctico, Sarmiento figuró más en la política; hombre de miras más vastas, trabajó mejor por la cultura de su país; hombre de más ideas, le fue superior. Juan Vicente González, en cambio, en cuanto prosador, supera con mucho a Sarmiento. Hasta en las mejores obras de Sarmiento resalta a veces, la pedestría del periodista; hasta en los más efímeros editoriales de Juan Vicente González surge siempre el Júpiter de la expresión.
Confieso que nunca leí novela que me interesase comoFacundo, de Sarmiento. Ignoro si en los europeos producirá la misma impresión. Este libro cautiva tanto más a un americano por cuanto representa aspectos de nuestra vida que tienden a extinguirse y conserva retratos de tipos que se van.
Me refiero mayormente a la primera parte, a aquella donde evoca Sarmiento con pluma de maravilla la pampa, la pampa inmensa con sus figuras características.
Y tal vez la circunstancia de ser yo venezolano, es decir, nativo de un país de pampas, de un país con cientos de leguas de llanuras, y aun el haberlas cruzado en parte, contribuye al encanto que me produce esta primera parte de Facundo.
¡Qué semejanza, no sólo en la estructura física del terreno, sino en los hombres que produce!
El baquiano: así también se llama entre nosotros este hombre brújula que conoce rumbos ignotos, ya en la inmensidad de la pampa, ya en el laberinto de los bosques; el cantor –creí que se llama payador en Río de la Plata– equivale a nuestro cantador venezolano de corridos y galerones. Corrido, ¿no se nombra en uno y otro pueblo al poema narrativo de andanzas llaneras?
Y ¿qué viene a ser el gaucho argentino sino el llanero de nuestra patria, aquel llanero épico de las Queseras que en número de ciento cincuenta lancea y destroza a mil jinetes europeos, en presencia del ejército de Bolívar y del ejército del Rey? ¿Qué viene a ser el gaucho sino el llanero venezolano en que río Arauca y en el Caura tomó embarcaciones a caballo; el centauro prodigioso con la lanza y el potro, cuyas catorce cargas consecutivas en la sabana de Mucuritas contra las infanterías recién llegadas de Europa asombraron a los jefes españoles? El gaucho de Sarmiento, el gaucho del valiente Quiroga y del cobarde Güemes, el gaucho argentino, aunque en los días de la independencia no realizó como elemento organizado de un ejército regular o irregular las múltiples proezas fabulosas de nuestro llanero, es el hermano gemelo, el hermano del Sur de aquellos pampeanos nórdicos de quien el general Morillo, el héroe de Vigo, del Bidasoa, que penetró un día con sus legiones triunfadoras en tierra de Francia, exclamó: “Dadme cien mil llaneros y me paseo por Europa en nombre del rey de España”.
El sitio donde el gaucho del Sur y el llanero del Norte se esparcen y emborrachan lleva el mismo nombre americano: la pulpería. El propio cuchillo, inseparable de los gauchos, la trompa del elefante, como dice Sarmiento, ¿no equivale a la ancha hoja de acero de tres cuartas, al machete, que no abandona jamás, ni para dormir, el campesino de Venezuela? Ese gaucho malo que en su caballejo pangaré se pierde, huyendo en la pampa, sin que los mejores jinetes logren alcanzarlo, me recuerda una página que he leído en las Memorias de alguno de aquellos oficiales de la legión británica de Bolívar.
Cuenta el inglés que en San Fernando de Apure, un día, frente al ejército acampado, trajeron a un oficial español preso. Páez lo iba a poner en libertad; pero quiso antes divertir a su público. Entregó el mejor caballo al prisionero, y montando él la bestia despeada del europeo, le dijo a éste:
—Bueno, señor oficial, queda usted libre; váyase a reunir con su gente. Pero trate de huir pronto, porque yo mismo voy a perseguirlo dentro de un rato, y si vuelve a caer en nuestras manos, aquí se queda.
Partió el oficial en su caballo, veloz como una ráfaga. Momentos después salió Páez en el cuartago maltrecho. Al cabo de una hora o dos regresaba al campamento, trayendo al oficial prisionero.
Destreza de jinete semejante a la destreza del gaucho malo de Sarmiento.
* * *
¿Y Facundo? ¿Qué es el Facundo? Es una obra de odio político realizada por pensador instintivo de talento máximo, que sobre lo pasajero del hombre y del sistema a quienes clava en la picota estudia el medio físico y social donde sistema y caudillo florecían como producto natural de aquella tierra y de aquella sociedad.
Tal resplandece hoy a nuestros ojos el mérito de Facundo. Y ese mérito elévase en potencia cuando uno recuerda que Facundo apareció en 1845, en un extremo de la América cerril y caudillesca, y que foe obra de un simple periodista, de un hombre que salía de una provincia mediterránea.
Como obra política, diatriba interminable. Empieza denigrando a Quiroga y termina conminando a Rosas.
Como obra exclusivamente literaria, nada más viviente, más bello, más feliz que las pinturas de la pampa, con sus tipos característicos. Son páginas, en su género, clásicas. Pasarán los años; la modalidad de civilización o el aspecto de barbarie que ellas esbozan habrá desaparecido, y esas páginas de Sarmiento quedarán en pie, como blancas estelas de mármol que señalan el sitio donde reposaron un día despojos humanos que el tiempo convirtió en ácido carbónico, en agua, en polvo, en humus, y ya no existen. La pintura de la naturaleza tucumana “el edén de América, sin rival en toda la redondez de la tierra”, mezcla sus tonos sombríos y majestuosos a tonos claros y alegres en la más graciosa sinfonía de colores. Nos tropezamos a veces con un jardín donde el mirto de Venus crece entre apolíneos laureles; a veces con bosquecillos de tanto hechizo como aquellos solemnes bosques de Tucumán, en donde los cedros odorantes abovedan las copas, entretejiendo sus ramas con las elásticas frondas del caobo y del nogal.
Como obra histórica es demasiado pintoresca y demasiado pasional, carece de documentación básica, y las mentiras, las exageraciones, las omisiones se cuentan por las páginas.
Como biografía, aunque interesantísima, amena, reveladora. Flageladora, epopeya y novela a un tiempo, es tan absurda y monstruosa como aquellos tiarados animales de Persia con cuerpo de toro y alas de cóndor.
Divídese la obra en tres partes; la primera, que esboza el aspecto físico de la pampa argentina y sus tipos; la segunda, única en donde se trata de Facundo Quiroga, y la tercera, que no tiene nada que hacer con el héroe malvado y se contrae a Rosas, al desgobierno de Rosas, a proyectos de revolución contra Rosas y a planes de gobierno reivindicadores.
Muere Facundo Quiroga en la segunda parte, queda muerto y enterrado, ajusticiado el matador del bandolero, cree uno que va a terminar la obra; en realidad concluye, y Sarmiento continúa, continúa, continúa. ¿Con Facundo? No. Con Rosas. Es otro libro, otra biografía, otro libelo, otro proceso. Es la continuación, en páginas pedestres, del volumen sobre Quiroga: es el Rosas después del Facundo.
Eso prueba dos cosas: abundancia, es decir, talento; mal gusto, es decir, falta de medida. En la parte consagrada a Rosas el estilo decae, la declamación estorba, el odio ciega. Paletadas y paletadas de vacua literatura de editorial opocisionista reemplazan los maravillosos cuadros del verdadero Facundo.
Acaso las tres partes de la obra se juntan entre sí por hilo sutilísimo: en la primera parece el medio físico y social que produce al hombre de la segunda parte, a este hombre, no casualidad, sino exponente de barbarie, síntoma de una enfermedad social que se agrava y culmina en aquel Rosas del fin.
Considerado así el Facundo con un poco de buena voluntad, nos encontramos en el disparadero. Hay que tomarlo como ensayo sociológico.
¿Es obra de sociología? No. Todo allí es subjetivo histórico, fantástico, pasional; todo pasa por tamices de odio. Nada aparece impersonal, genérico, científico.
Pero ¡cuántos atisbos de zahorí!
Lo primero que proclama Sarmiento es que Rosas y Quiroga no son dos sujetos tales o cuales aparecidos a la ventura, sino exponentes del medio, representantes típicos de los campos bárbaros, en lucha contra las ciudades europizadas. El caudillismo, la anarquía, la dictadura, significan en la Argentina de la época del triunfo del ruralismo ignorante, el triunfo de la barbarie, en un medio propicio que Sarmiento describe, sobre la ciudad y sus minorías civilizadas.
Sin embargo, no puede admitirse íntegra esa interpretación de la historia. O mejor, debe explicársela. Ese conflicto entre la barbarie y la civilización, entre los campos y las ciudades, fue provocado en la Argentina por las ciudades. Si Rivadavia, aquel presuntuoso ideólogo, destituido de sentido práctico, aquel hombre que se empeñó en acogotar a las provincias, en obsequio de Buenos Aires, hubiera tenido el talento de Sarmiento, habría contribuido a soldar y no a precipitar la ruptura. Dada la geografía política y económica de la Argentina, con Buenos Aires, puerta y puerto del país, pulpo y succívoro de la nación, mano que tenía agarrada a la república por el estómago, la política de Rivadavia, ¿fue la mejor? Rosas, si bien se examina, es obra de Rivadavia provocó la reacción federal, el caudillismo, la tiranía. La inteligencia humana cuenta por algo en el gobierno de las sociedades; no la descontemos por manera tan absoluta en la interpretación de hechos históricos.
A Sarmiento, por lo demás, le sobra razón, aunque Facundo no representa sino una de las faces de la medalla, que tiene dos.
Se explaya Sarmiento en la apreciación del medio físico argentino; pero olvida el problema étnico.
La barbarie la achaca a la ignorancia; de ahí su afán apostólico de educador. Pero no recordó bastante o no recordó ni un momento, que el hombre civilizado de las ciudades, el hombre anheloso de civilización, era el hombre de raza caucásica, el hombre blanco, y que el bárbaro de los campos era el descendiente de aquellos aborígenes nacidos en los desiertos –el hombre de color, el negro, el indio, el zambo, el mestizo–, un representante de razas inferiores, en suma. Olvidó, por tanto, que la lucha entre los campos y las ciudades era, en su último análisis, no sólo lucha de civilizaciones, sino lucha de razas.
No lo culpemos a él, sino a la ciencia incompleta de su época, de la época del Facundo (1845). Si Sarmiento hubiera sido de veras un genio, como ahora se pregona, habría descubierto la incógnita, abriendo horizontes nuevos a la cultura humana. No lo hizo. Sin embargo, ya otro americano, treinta años atrás, había puesto el dedo sobre la llaga.
Capítulos I y II de la monografía “Domingo Faustino Sarmiento”, en Obras selectas, pp. 987-1001.
NOTAS
1. El año de 1908 conocí, en Amsterdam, a Augusto Belin Sarmiento, cónsul argentino, y a su hermana Eugenia, nietos del prohombre y civilizador ríoplatense. Los lunes nos reuníamos, en casa de los Belin Sarmiento, mi hermana Isabel, dos hermanos míos y yo. Otro día de la semana venían los Belin a nuestra casa. El culto de Sarmiento se mantenía vivo en aquel hogar argentino. En el salón de nuestros amigos admiré un retrato del leonino apóstol, hecho por la nieta. En el despacho de Augusto ocupaban toda la estantería las obras de Sarmiento, en edición oficial, si no me engaña el recuerdo, y dirigida por el propio nieto. Eran cuarenta o más volúmenes en 4o Belin Sarmiento viajaba tranquilamente con aquella formidable librería. ¡Milagros del afecto! Belin nos leía a menudo deliciosas y vigorosas páginas del abuelo, y sazonaba su abundante y amena charla con anécdotas y ocurrencias del prócer, o respecto a él. Entonces conocí las obras del formidable polígrafo ríoplatense, aunque con franqueza confieso no haberlas leído ni oído leer todas. ¡Lo siento ahora que estoy rindiéndole este homenaje, y sé, por experiencia, cuán difícil es, fuera de la Argentina, dar con ellas!
2. Las citas de los Recuerdos de provincia son tomadas de la edición popular de La Nación, Buenos Aires.
3. D.F. Sarmiento. Conflicto y armonías de las razas en América, ed. De Buenos Aires, 1915, p. 314.
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