jueves, 23 de junio de 2011
Manifiesto de Carupano
Simón Bolívar, Libertador de Venezuela y General en Jefe de sus ejércitos. A sus conciudadanos.
Ciudadanos:
Infeliz del magistrado que autor de las calamidades o de los crímenes de su Patria se ve forzado a defenderse ante el tribunal del pueblo de las acusaciones que sus conciudadanos dirigen contra su conducta; pero es dichosísimo aquel que corriendo por entre los escollos de la guerra, de la política y de las desgracias públicas, preserva su honor intacto y se presenta inocente a exigir de sus propios compañeros de infortunio una recta decisión sobre su inculpabilidad.
Yo he sido elegido por la suerte de las armas para quebrantar vuestras cadenas, como también he sido, digámoslo así, el instrumento de que se ha valido la providencia para colmar la medida de vuestras aflicciones. Sí, yo os he traído la paz y la libertad, pero en pos de estos inestimables bienes han venido conmigo la guerra y la esclavitud. La victoria conducida por la justicia fue siempre nuestra guía hasta las ruinas de la ilustre capital de Caracas, que arrancamos de manos de sus opresores. Los guerreros granadinos no marchitaron jamás sus laureles mientras combatieron contra los dominadores de Venezuela, y los soldados caraqueños fueron coronados con igual fortuna contra los fieros españoles que intentaron de nuevo subyugarnos. Si el destino inconstante hizo alternar la victoria entre los enemigos y nosotros, fue sólo en favor de pueblos americanos que una inconcebilidad demencia hizo tomar las armas para destruir a sus libertadores y restituir el cetro a sus tiranos.
Así, parece que el cielo para nuestra humillación y nuestra gloria ha permitido que nuestros vencedores sean nuestros hermanos y que nuestros hermanos únicamente triunfen de nosotros. El Ejército Libertador exterminó las bandas enemigas, pero no ha podido exterminar unos pueblos por cuya dicha ha lidiado en centenares de combates. No es justo destruir los hombres que no quieren ser libres, ni es libertad la que se goza bajo el imperio de las armas contra la opinión de seres fanáticos cuya depravación de espíritu les hace amar las cadenas como los vínculos sociales.
No os lamentéis, pues, sino de vuestros compatriotas que instigados por los furores de la discordia os han sumergido en ese piélago de calamidades, cuyo aspecto solo hace estremecer a la naturaleza, y que sería tan horroroso como imposible pintaros. Vuestros hermanos y no los españoles han desgarrado vuestro seno, derramando vuestra sangre, incendiando vuestros hogares, y os han condenado a la expatriación. Vuestros clamores deben dirigirse contra esos ciegos esclavos que pretended ligaros a las cadenas que ellos mismos arrastran; y no os indignéis contra los mártires que fervorosos defensores de vuestra libertad han prodigado su sangre en todos los campos, han arrostrado todos los peligros, y se han olvidado de sí mismos para salvaros de la muerte o de la ignominia. Sed justos en vuestro dolor, como es justa la causa que lo produce.
Que vuestros tormentos no os enajenen, ciudadanos, hasta el punto de considerar a vuestros protectores y amigos como cómplices de crímenes imaginarios, de intención, o de omisión. Los directores de vuestros destinos no menos que sus cooperadores, no han tenido otro designio que el de adquirir una perpetua felicidad para vosotros, que fuese para ellos una gloria inmortal. Mas, si los sucesos no han correspondido a sus miras, y si desastres sin ejemplo han frustrado empresa tan laudable, no ha sido por efecto de ineptitud o cobardía; ha sido, sí, la inevitable consecuencia de un proyecto agigantado, superior a todas las fuerzas humanas. La destrucción de un gobierno, cuyo origen se pierde en la oscuridad de los tiempos; la subversión de principios establecidos; la mutación de costumbres; el trastorno de la opinión, y el establecimiento en fin de la libertad en su país de esclavos, es una obra tan imposible de ejecutar súbitamente, que está fuera del alcance de todo poder humano; por manera que nuestra excusa de no haber obtenido lo que hemos deseado, es inherente a la causa que seguimos, porque así como la justicia justifica la audacia de haberla emprendido, la imposibilidad de su adquisición califica la insuficiencia de los medios. Es laudable, es noble y sublime, vindicar la naturaleza ultrajada por la tiranía; nada es comparable a la grandeza de este acto y aun cuando la desolación y la muerte sean el premio de tan glorioso intento, no hay razón para condenarlo, porque no es lo asequible lo que se debe hacer, sino aquello que el derecho nos autoriza.
En vano, esfuerzos inauditos han logrado innumerables victorias, compradas al caro precio de la sangre de nuestros heroicos soldados. Un corto número de sucesos por parte de nuestros contrarios, ha desplomado el edificio de nuestra gloria, estando la masa de los pueblos descarriada por el fanatismo religioso, y seducida por el incentivo de la anarquía devoradora. A la antorcha de la libertad, que nosotros hemos presentado a la América como la guía y el objeto de nuestros conatos, han opuesto nuestros enemigos la hacha incendiaria de la discordia, de la devastación y el grande estímulo de la usurpación de los honores y de la fortuna a hombres envilecidos por el yugo de la servidumbre y embrutecidos por la doctrina de la superstición: ¿Cómo podría preponderar la simple teoría de la filosofía política sin otros apoyos que la verdad y la naturaleza, contra el vicio armado con el desenfreno de la licencia, sin más límites que su alcance y convertido de repente por un prestigio religioso en virtud política y en caridad cristiana? No, no son los hombres vulgares los que pueden calcular el eminente valor del reino de la libertad, para que lo prefieran a la ciega ambición y a la vil codicia. De la decisión de esta importante cuestión ha dependido nuestra suerte; ella estaba en manos de nuestros compatriotas que pervertidos han fallado contra nosotros; de resto todo lo demás ha sido consiguiente a una determinación más deshonrosa que fatal, y que debe ser más lamentable por su esencia que por sus resultados.
Es una estupidez maligna atribuir a los hombres públicos las vicisitudes que el orden de las cosas produce en los Estados, no estando en la esfera de las facultades de un general o magistrado contener en un momento de turbulencia, de choque, y de divergencia de opiniones el torrente de las pasiones humanas, que agitadas por el movimiento de las revoluciones se aumentan en razón de la fuerza que las resiste. Y aun cuando graves errores o pasiones violentas en los jefes causen frecuentes perjuicios a la República estos mismos perjuicios deben, sin embargo, apreciarse con equidad y buscar su origen en las causas primitivas de todos los infortunios: la fragilidad de nuestra especie, y el imperio de la suerte en todos los acontecimientos. El hombre es el débil juguete de la fortuna, sobre la cual suele calcular con fundamento muchas veces, sin poder contar con ella jamás, porque nuestra esfera no está en contacto con la suya de un orden muy superior a la nuestra. Pretender que la política y la guerra marchen al grabo de nuestros proyectos, obrando a tientas con sólo la pureza de nuestras intenciones, y auxiliados por los limitados medios que están a nuestro arbitrio, es querer lograr los efectos de un poder divino por resortes humanos.
Yo, muy distante de tener la loca presunción de conceptuarme inculpable de la catástrofe de mi Patria, sufro al contrario, el profundo pesar de creerme el instrumento infausto de sus espantosas miserias; pero soy inocente porque mi conciencia no ha participado nunca del error voluntario o de la malicia, aunque por otra parte haya obrado mal y sin acierto. La convicción de mi inocencia me la persuade mi corazón, y este testimonio es para mí el más auténtico, bien que parezca un orgulloso delirio. He aquí la causa porque desdeñando responder a cada una de las acusaciones que de buena o mala fe se me puedan hacer, reservo este acto de justicia, que mi propia vindicta exige, para ejecutarlo ante un tribunal de sabios, que juzgarán con rectitud y ciencia de mi conducta en mi misión a Venezuela. Del Supremo Congreso de la Nueva Granada hablo, de este augusto cuerpo que me ha enviado con sus tropas a auxiliarlos como lo han hecho heroicamente hasta expirar todas en el campo del honor. Es justo y necesario que mi vida pública se examine con esmero, y se juzgue con imparcialidad. Es justo y necesario que yo satisfaga a quienes haya ofendido, y que se me indemnice de los cargos erróneos a que no he sido acreedor. Este gran juicio debe ser pronunciado por el soberano a quien he servido; yo os aseguro que será tan solemne cuanto sea posible, y que mis hechos serán comprobados por documentos irrefragables. Entonces sabréis si he sido indigno de vuestra confianza, o si merezco el nombre de Libertador.
Yo os juro, amados compatriotas, que este augusto título que vuestra gratitud me tributó cuando os vine a arrancar las cadenas, no será vano. Yo os juro que libertador o muerto, mereceré siempre el honor que me habéis hecho, sin que haya potestad humana sobre la tierra que detenga el curso que me he propuesto seguir hasta volver segundamente a libertaros, por la senda del occidente, regada con tanta sangre y adornada de tantos laureles. Esperad, compatriotas, al noble, al virtuoso pueblo granadino que volará ansioso de recoger nuevos trofeos, a prestaros nuevos auxilios, y a traeros de nueva la libertad, si antes vuestro valor no la adquiere. Sí, sí, vuestras virtudes solas son capaces de combatir con suceso contra esa multitud de frenéticos que desconocen su propio interés y honor; pues jamás la libertad ha sido subyugada por la tiranía. No comparéis vuestras fuerzas físicas con las enemigas, porque no es comparable el espíritu con la materia. Vosotros sois hombres, ellos son bestias, vosotros sois libres, ellos esclavos. Combatid, pues, y venceréis. Dios concede la victoria a la constancia.
Carúpano, septiembre 7 de 1814. 4º.
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