jueves, 8 de septiembre de 2011

EL DESTINO DE UN CONTINENTE (8)

por Manuel Ugarte

CAPÍTULO VII
LOS PROBLEMAS DEL PACIFICO

LA SITUACIÓN DE GALÁPAGOS. - EL ESPÍRITU PÚBLICO EN EL ECUADOR. - AUSENCIA DE INTERCAMBIO ENTRE LAS DIFERENTES REPÚBLICAS. – ECOS DE UN DISCURSO DEL SEÑOR MADERO. - EL PRESIDENTE BILLINGHURST. - DE CÓMO TRANSMITIÓ EL TELÉGRAFO UNA CONFERENCIA AL ECUADOR Y A CHILE. - QUINCE DÍAS EN LA PAZ. -EL MUNDO OFICIAL Y LA DEMOCRACIA CHILENA. - UN PUNTO DE VISTA LATINOAMERICANO.

Desde que nos alejamos de Panamá y entramos con rumbo al Sur en el Océano Pacífico, nos sentimos oprimidos por un debate que aparece, como una idea fija, en todos los actos o manifestaciones; por un problema que regula movimientos y esfuerzos; por una enconada preocupación que se sobrepone a todo amago conciliante, a todo equilibrio prescindente, a todo golpe de vista general. Hay que tomar partido en el pleito de Tacna y Arica, y hay que declararse en favor de Chile o del Perú.
El carácter de mi viaje y la amplitud del criterio que lo había determinado, me ponía, naturalmente, al margen de toda preferencia. Para un latinoamericano que cultiva un patriotismo de conjunto y cree que el bien de ese conjunto depende en el porvenir del acercamiento o la conglomeración de los grupos que lo componen, las desavenencias del Pacífico sólo pueden ser consideradas como un dolor del Continente que urge atenuar o borrar con ayuda de la equidad, el estudio y la conciliación. Para una diplomacia parsimoniosa y experta, inspirada en ideales superiores, no ha de haber dificultades infranqueables cuando se trate de armonizar en el futuro y teniendo en cuenta todos los derechos, la marcha de dos grupos tan estrechamente ligados en la historia y en el porvenir. No discuto los agravios. Respeto las razones que se invocan y los legítimos sentimientos que hacen vibrar los patriotismos locales; pero por encima del derecho, de las ambiciones, de las mismas ofensas, asoma la visión del beneficio que otros pueden sacar de la pugna, al utilizar distanciamientos para hacer prosperar intereses que están en contradicción con los nuestros. Dentro de este criterio, que puede ser motejado de lírico, pero no de parcial, no caben menguadas exclusiones. Fue con el más amplio sentimiento de fraternidad hacia el Perú y hacia Chile, con la más escrupulosa equidistancia ante el litigio y con el anhelo ardiente de que se solucionase la dificultad con beneplácito de todos, que proseguí el viaje, difícil desde los comienzos, y cada vez más sembrado de asechanzas, a medida que avanzaba hacia el Sur.
Una compañía de navegación japonesa, una peruana y una chilena —estas dos últimas integradas en parte, según me dijeron, por capitales ingleses o norteamericanos—, aseguran la comunicación entre los puertos de la costa, desde Buenaventura, salida extrema de Colombia en el Sur, hasta el lejano estrecho de Magallanes. Es visible que tanto el Perú como Chile tratan de asegurar su influencia en las regiones ligadas a su radio de acción con ayuda de esas líneas marítimas, las primeras que vemos circular arbolando banderas nuestras desde el principio de la gira.
Así llegamos hasta Guayaquil, próspera ciudad comercial y vigoroso centro de actividad y de cultura, al cual reserva seguramente el porvenir, dada la situación geográfica, el más brillante desarrollo.
En 1913, la opinión sensata del país, la que no se deja deslumbrar por la política interna, se hallaba preocupada por dos grandes problemas nacionales: el proyectado saneamiento del puerto de Guayaquil y los rumores de enajenación del archipiélago de Galápagos. Ambos asuntos llegaban hasta lo más hondo del alma ecuatoriana, y una emoción profunda removía los orgullos ante presiones que se hacían sentir desde el extranjero. La juventud, los intelectuales, las clases pudientes, la masa popular, comprendían el alcance de las decisiones que se anunciaban; y una nerviosidad oculta arremolinaba los espíritus. Todos conocemos las razones que se invocan en estos casos. La "higiene inevitable" y la "necesidad de un punto de apoyo para Panamá en el Pacífico", eran los fines confesados. Pero los ecuatorianos no podían dejar de pensar en las consecuencias que tendrían, para su país joven y poco desarrollado, la acción de una Comisión sanitaria extranjera en las costas y la cesión más o menos velada del archipiélago que las domina.
Es Galápagos, por su situación, una de las llaves del Pacífico, y en buena ley, dentro de un criterio sereno, el amago de ocupación de esas islas por una nación extraña a nuestro conjunto, hubiera debido ser causa de inquietud, no sólo para el Ecuador, que perdería con ello una parte de su territorio, sino para las repúblicas que se escalonan hasta el Sur, porque para todas resultaría una amenaza la cercana irradiación de las nuevas bases navales.
Dentro de la concepción localista que da carácter a nuestra diplomacia, nadie encontró, sin embargo, nada que decir sobre el asunto, y el Ecuador se encontraba solo ante la dificultad, como se han encontrado solas siempre nuestras repúblicas en los momentos supremos, dada la desunión que las dispersa.
El mal deriva también del diletantismo que nos induce a no advertir los problemas hasta que éstos nos son revelados por una brusca exigencia que los resuelve. Así como España, al enajenar la Florida, debió pensar en los destinos de Cuba, nosotros, al tener noticia de la apertura del Canal, debimos comprender el papel de Galápagos. Fue aquél el momento de negociar y prevenir. Acaso hubiera podido llegar a ser el archipiélago un oblicuo punto "de apoyo ante el imperialismo, favoreciendo dentro de él una floración de intereses europeos deseosos de evolucionar cerca del Canal. Quizá se hubieran encontrado en la misma América del Sur las fórmulas equidistantes y satisfactorias para todos, con ayuda de las cuales se podía asegurar al mismo tiempo la soberanía del Ecuador y la seguridad común. Pero nuestras cancillerías no han conocido nunca los terrenos en los cuales deben librar batalla, y no han podido, por lo tanto, preparar jamás una acción. Descubrirnos en Buenos Aires que las islas Malvinas existían cuando nos las quitaron, y las consecuencias de la guerra de los Estados Unidos contra España, no supo preverlas México hasta que fueron irremediables. Ha faltado siempre la serena inducción que ayuda a medir las prolongaciones de los hechos antes de que éstos se produzcan, la perspicacia que permite explorar con el espíritu los caminos del porvenir. Por eso, en el caso de Galápagos, se encontraba sorprendido el Ecuador y por eso faltaba en torno el interés de las demás repúblicas.
El equilibrio del mundo está hecho de influencias que se anulan, de fuerzas divergentes, de mareas contrarias. En América no ha habido nunca más que una influencia, una fuerza, una marea: la que viene del Norte. Ésta no ha sido contrarrestada nunca, ni por la acción de la voluntad nuestra, acaparada por debates inferiores, ni por el esfuerzo de Europa, obsesionada por agrias rivalidades. Sin vacilación ni contrapeso, el imperialismo ha podido siempre proceder en el Nuevo Mundo, como si en realidad fuera dueño de él, multiplicando los caminos estratégicos y los puestos avanzados, lejos de toda oposición y toda lucha. La autoridad creciente de los Estados Unidos, que ha cerrado el ciclo de la hegemonía mundial de Europa, habrá sido así favorecida más que por la ineficacia de la acción latinoamericana, por las discordias del mismo mundo viejo, que ante el ímpetu avasallador de la república del Norte, no supo preservar su influencia.
Esta desatención, generadora de catástrofes, se hace sentir igualmente en Asia, donde los Estados Unidos evolucionan sin recordar la doctrina de Monroe, y en América latina, donde intervienen a la sombra de ese postulado. Como la política del mundo se hacía antes en Europa, le cuesta ahora trabajo a Europa admitir que su política se tenga que hacer en el mundo. No atina a ampliar la gradación ele sus horizontes. Y sólo esta inmovilidad de perspectiva pudo explicar antes de la guerra ciertas actitudes. Después de la guerra, la imposición de las circunstancias ha puesto el fiel de todas las balanzas en Washington. Pero de esto hemos de hablar en otro capítulo.
El destino de Galápagos está ligado al de Panamá. Si el Ecuador no vende, surgirá un discípulo de Roosevelt que lo ocupe sin debate, ni explicación, obedeciendo a la lógica de un avance general. Si el Ecuador accede, ese mismo centinela avanzado de su territorio servirá de punto de partida para nuevas pretensiones expansionistas. En los dos casos tendrá que afrontar el Ecuador, y con él la América latina, innúmeras dificultades derivadas, sobre todo, de la conexión de este asunto con el saneamiento de Guayaquil, Todas las hipótesis políticas que pudieron parecer viables hace veinte años, y todas las combinaciones imaginadas sobre la base de los intereses europeos, se han derrumbado. No hay hoy una coalición que pueda contrarrestar la primacía de la influencia norteamericana en el Sur del Pacífico. Y como el problema de Galápagos, con ser grande, no es suficiente para, determinar movimientos de esa amplitud, sólo se puede esperar un cambio de acontecimientos que se desarrollen en la órbita mundial y determinen nuevos equilibrios. El puerto de Guayaquil está lejos de hallarse en la situación sanitaria que se ha denunciado 73. La cuarentena impuesta en Panamá a los barcos de esa procedencia es de carácter político. Con ayuda del boicot marítimo se presiona al país. La venta de Galápagos mejoraría inmediatamente la situación del puerto, cuya fama obedece a cálculos de política internacional. Porque por encima de los hechos aislados, cuando se entra en el ambiente del Pacífico, hay que abarcar la concepción de conjunto, el plan superior, el enlace de los diversos movimientos que se desarrollan en medio de la inacción de las repúblicas latinas, sin que asome en el horizonte más oposición o disidencia que la del lejano Japón, enigmático e impenetrable, bajo la serenidad de las estrellas asiáticas.
La actitud del Ecuador respondió a la de Colombia. Guayaquil dispensó a la idea de solidaridad latinoamericana una recepción calurosa74, que se amplificó después, con motivo de la conferencia que di en un teatro de la ciudad75. La visita de las delegaciones obreras, las invitaciones de los Centros sociales, la adhesión de la prensa y los telegramas que llegaban del interior de la república76 abonados por firmas prestigiosas, revelaban el estado de la conciencia nacional.
En Guayaquil conocí a hombres representativos de la política, las letras, la enseñanza y el trabajo, como don Ricardo Cornejo, don Vicente Paz Ayora, don Manuel J. Calle, don Luis F. Lazo, don Virgilio Drouet, don Aurelio Falconi, don Emilio Gallegos del Campo, don B. Taborga, don Carlos Alberto Flores, don Camilo Destruge, don José Vicente Trujillo, don Félix Valencia, don César Arroyo, don M. Romero Terán y muchos más que conservo en la memoria, pero que es difícil citar en una enumeración rápida. Fui honrado por invitaciones de los clubes, entidades superiores del ejército, centros de empleados, asociaciones estudiantiles, y en todas partes encontré igual atmósfera de entusiasmo.
Lo mismo ocurrió en Quito, adonde llegué después de un viaje maravilloso por regiones agrestes y pintorescas que se escalonan hasta la cúspide de los Andes.
El presidente, general Plaza, había contestado a mi saludo al llegar al país con un telegrama de cortesía 77. Parece inútil subrayar que estas atenciones de algunos mandatarios, formuladas en vista de contemporizar con la opinión pública, no eran obstáculo para que en la mayor parte de los casos hicieran indirectamente cuanto estaba de su parte para disminuir la acción de la propaganda emprendida.
En realidad viajé, de Norte a Sur, en medio de la hostilidad de todos los gobiernos y todos los círculos oficiales. Presionados por el ambiente popular y juvenil, podían parecer a veces prescindentes o corteses; pero en el fondo maldecían contra el importuno que venía a interrumpir el ritmo de la política local. A esto había que añadir las maniobras de los agentes imperialistas, que me motejaban de "agitador" y de "aventurero", y la hostilidad del gobierno de mi propio país, cuyos representantes, al ser presentidos, declaraban que el viaje era una "fantasía de escritor" y que se trataba de un "joven sin representación ni significación alguna dentro de la vida argentina". Casi todos se abstuvieron de retribuir la visita que les hice, y así como de asistir, no ya a las conferencias (que en ese punto estaban en su papel), sino a los agasajos sociales, banquetes, veladas, bailes, etc., que se multiplicaban en torno del intelectual viajero. Este alejamiento extensible de las fuerzas oficiales, acrecía, desde luego, la adhesión de los pueblos y de las juventudes, y fue ungido moralmente por esas fuerzas sanas, que me acerqué a los que mandaban, no para pedir apoyo, sino para conocer el estado de espíritu de los dirigentes y completar una visión general sobre la situación de nuestras patrias.
El presidente del Ecuador era un hombre enérgico, pesado y cauteloso que orientó la conversación en el sentido habitual. Había leído libros míos; la Argentina progresaba mucho y el Ecuador se felicitaba de la visita del escritor. Largos años de vida en Europa y la costumbre de pesar el alcance de las palabras, me han dado suficiente prudencia en el diálogo para evitar la desafinación. El general Plaza no podía temer desatinados comentarios. Sin embargo, cada vez que traté de hacer alusión a los problemas vitales de América, le encontré deseoso de abandonar el terreno para volver a asuntos menos difíciles. Ignoro el prestigio de que gozaba este político en su país, y he olvidado cuanto sobre él me refirieron los opositores, que siempre abundan en nuestras repúblicas; pero en las cosas de la política internacional, leyendo a través de sus silencios, me pareció muy lejos de dominar los horizontes. Más allá del movimiento de defensa local que le llevaba a estar con Chile y contra el Perú en el pleito del Pacífico, no le atraía ni le preocupaba nada.
Esa limitación de perspectivas que hace que la política internacional se reduzca a tener en jaque a los hermanos vecinos, en un campo diminuto, colocado, al parecer, fuera del planeta, la encontramos en casi todas las repúblicas del Sur, donde la brega local, el pleito de fronteras y la cotización de los frutos del país acaparan las inquietudes. Se diría que nuestras regiones se consideran extrañas a las contingencias generales y aisladas por un muro que las pone al margen de todas las corrientes, buenas o malas, que agitan a la humanidad. Si consienten en admitir la existencia de otros factores, es sólo desde el punto de vista de la influencia favorable o contraría que ellos pueden ejercer sobre los litigios que las fascinan. Si tienen ejército o escuadra, es en vista de la nación hermana y limítrofe X o Z, dejando las puertas abiertas de par en par a todas las agresiones que pueden venir de las naciones realmente extranjeras.
Nuestra América, que se ha desangrado abundantemente en las luchas civiles y en las guerras entre sus diversas subdivisiones, no ha soñado nunca en la emergencia de tener que resistir a las presiones que grandes potencias de América, Europa o Asia, pueden hacer pesar sobre esos territorios. Una estrecha visión les hace considerar como acontecimientos de gravedad suma un ligero desacuerdo entre pueblos que hasta hace un siglo formaron parte de los mismos virreinatos; pero no les inquieta que Inglaterra, que defiende la tesis de que el Río de la Plata es un mar libre, siga haciendo flotar su bandera en las Malvinas y domine en la Honduras británica; ni les asusta que los Estados Unidos, que ocupan territorios en Santo Domingo, Nicaragua y Panamá, aspiren a extender sus posesiones hacia el Sur. Se diría que en la parodia infecunda de una petite Europe, sólo existen patriotismos locales, y que, salvado cierto límite, se pierde la visión de toda política y todo plan.
Algo análogo ocurre desde el punto de vista económico, no por rivalidades financieras, porque lo que precisamente distingue a nuestras repúblicas es la falta casi absoluta de comercio entre ellas. La tradición colonial de enviar directa- mente los productos a las naciones fuertes, para que ellas los manufacturen y los repartan, hace ley todavía, después de un siglo de independencia. Se ha tratado de explicar tan extraño fenómeno con la versión especiosa de que todas ellas venden lo mismo. Como consecuencia de ello —se afirma—, el intercambio es inútil. Pero la simple lógica nos dice que los cultivos no pueden ser idénticos en zonas tórridas, templadas y frías. Basta, además, una ojeada sobre las importaciones y exportaciones de las diferentes repúblicas, para comprender que pueden completarse en muchos órdenes. La comunicación está obstaculizada en unos casos por la dificultad o carestía de los transportes; en otros, por la ignorancia de la producción, y más a menudo aún, por la simple desidia de los gobiernos. Así nos mandan de nuevo nuestros propios productos después de pasar por otras naciones que regulan su precio y controlan su circulación, quedándose con el mejor beneficio. El sisal de México, el azúcar de Cuba, las carnes congeladas de la Argentina, el café de Colombia, vuelven a menudo a diversas regiones de la América latina, pagando cuantiosos tributos a exportadores, importadores y transportes terrestres y marítimos de otras naciones.
A ello se añade la carencia de industrias de transformación, que nos obliga en países donde abunda el cuero a importar arneses, maletas y zapatos; en regiones donde existen las mejores maderas del mundo, a traer muebles desde muy lejos, etcétera, poniéndonos en el caso de comprar lo que salió de nuestro propio terruño con el aumento de precio de las manufacturas, los seguros, las Aduanas, etc., dentro de un sistema económico paradojal que nos reserva todos los gravámenes y nos priva de todos los beneficios.
Lo que yo aspiraba a definir y a estudiar durante el viaje, no eran sólo las posibilidades de levantar la nacionalidad desde el punto de vista moral e ideológico, sino también y, sobre todo, las perspectivas en el orden de la organización económica, base primera sin la cual nada es posible. Y las comprobaciones no podían ser más dolorosas. Países productores de oro, importaban alhajas del extranjero. Pueblos que vivían del producto de la tierra, tenían que hacer venir las máquinas agrícolas de otros países. Naciones poseedoras de los más ricos yacimientos de mineral, estaban cubiertas de deudas y acribilladas de empréstitos. Las colectividades no parecían existir más que para empujar hasta los barcos los productos del suelo y recoger de esos barcos los artículos necesarios para su vida. Y hasta dentro de la existencia tributaria, ese comercio de importación o exportación estaba casi exclusivamente en manos de extranjeros, que acopiaban los frutos para revenderlos fuera, o hacían llegar al país los objetos manufacturados, cobrando, por así decirlo, un impuesto de entrada y de salida sobre la producción y sobre el consumo.
De más está decir que al hablar así no me refiero especialmente a las repúblicas que estamos recorriendo, sino al conjunto, con excepción acaso de dos o tres regiones, donde empieza a cobrar vida una tendencia a llenar las necesidades locales con el esfuerzo propio. Dedicados los latinoamericanos a las tareas del gobierno, profesiones liberales, milicia, empleos, cuanto parece función directora, se han olvidado de crear una nacionalidad en su volumen palpable, no han tomado posesión de su patria, y se envanecen de mover engranajes que funcionan en el vacío, puesto que los motores y los ejes están sujetos a otras aspiraciones. Salvado el radio de las cosas inmediatas, falta en el orden económico la libertad de movimientos, porque no hemos asumido la gerencia de nuestra riqueza, y en el orden internacional falta la iniciativa, porque nos hemos dejado encerrar en el límite de las desavenencias regionales. Pero esta situación puede ser transitoria dentro de la evolución de un pueblo, si se modifican las orientaciones. Por eso ponemos los males en evidencia, convencidos de que para remediarlos conviene empezar por conocerlos.
Quito es una ciudad agradable y cultísima, de aspecto severo, que retiene por la serenidad de su clima y el encanto de sus calles soleadas bajo el cielo azul. Durante mi corta permanencia tuve oportunidad de apreciar la vitalidad, el progreso y el patriotismo de esta capital que, erguida sobre las montañas, parece evocar en el encadenamiento de los Andes las cabalgatas gloriosas de Bolívar. La conferencia se realizó ante un público entusiasta que me acompañó después hasta el hotel. Y como el tiempo urgía, porque el viaje había durado ya más de un año, volví hacia la costa para embarcar de nuevo hacia el Sur, llevando el más grato recuerdo de la patria de Montalvo.
También me empujaba a continuar la gira la noticia de un incidente ocurrido entre la Argentina y México y la presunción fundada de que marcaba el comienzo de una nueva serie de ardides para multiplicar distanciamientos y anular la obra que tan penosamente se iba realizando.
El presidente Madero, en un discurso oficial, reprochó a la juventud de México el entusiasmo con que había respondido a mis palabras, calificándome de "aventurero, hijo de una nación que no había tenido ninguna guerra gloriosa", y que sólo podía vanagloriarse de haber "oprimido en compañía de otras al indefenso Paraguay" 78. El gobierno de la Argentina no protestó contra las apreciaciones que herían al viajero, sino contra los temerarios juicios sobre la nacionalidad, y tras un complicado cambio de notas, quedó zanjada la desavenencia.
Pero esta escaramuza era un síntoma de la campaña de confusión y de anarquía, con ayuda de la cual se buscaba derribar cuanto se había levantado en los cerebros y en las almas. Obedeciendo a influencias nebulosas, Madero trataba de barrer con la misma frase, no sólo un ideal que florecía vigorosamente en las nuevas generaciones, sino el pensamiento de la armonía entre nuestras repúblicas, a riesgo de suscitar un conflicto más. No cabe suponer que un jefe de Estado cometiese conscientemente esas faltas. Sin embargo, la misma imprevisión asoma en otro hecho de carácter completamente diferente. A raíz de la agitación creada en México, la juventud, cediendo al ímpetu más noble, había organizado batallones, para defender, llegado el caso, el territorio nacional contra las acechanzas imperialistas, y el presidente no trepidó en volcar esas fuerzas sanas en la guerra civil.
Madero purgó sus errores al caer abandonado por el mismo imperialismo cuyos intereses sirvió sin darse cuenta de ello. El señor Márquez Sterling, ministro de Cuba en México por entonces y testigo ocular de los acontecimientos, deja constancia en su libro Los últimos días de Madero de la complicada trabazón de sutilezas y calculadas abstenciones con ayuda de las cuales fue llevado insensiblemente hasta la tumba el desgraciado soñador. Al evocar las incidencias a que dio lugar su carácter, hay que reconocer que en este caso, como en todos los que han lastimado a nuestras repúblicas, la mayor parte de los yerros derivan de la ausencia de una vasta concepción continental.
Lo primero que se percibe al llegar al Perú, es la obsesión de la revancha. La guerra del Pacífico, cuyos antecedentes y móviles no vamos a recordar ni a juzgar aquí, ha dejado en esa República, particularmente predispuesta por su vibración fina y su cultura superior a las emociones extremas, un deseo perseverante y una voluntad ansiosa de recuperar los territorios perdidos y la situación anterior. Este anhelo supremo, que desde hace varias décadas es el eje de todos sus movimientos en el orden interno y en el orden internacional, parece alejarla momentáneamente de cuanto no concurra al fin patriótico que persigue. Sin embargo, en pocas ciudades halló la prédica tan favorable ambiente como en Lima (79).
La alegre ciudad moderna, orgullosa de su alcurnia y de los tesoros de su fastuoso pasado colonial, unida al puerto por una amplia avenida bordeada de árboles frondosos y cercada de prósperos balnearios, es una de las poblaciones más evocadoras y atrayentes que me ha sido dado visitar.
Era en 1913 presidente del Perú el señor Billinghurst, hombre sencillo e independiente, que simpatizaba con la clase obrera y se apoyaba en ella para salvar las dificultades crecientes de su gobierno. De pequeña estatura, macizo, nervioso —a la vez débil y autoritario según decían—, se defendía vigorosamente a pesar de su edad, evolucionando en medio de una situación espinosa con rara fortuna y hasta con autoridad innegable, a pesar de la falta de plan superior que le llevaba a hacer de su gobierno un mosaico de improvisaciones. Al margen de la política local y sin preferencias posibles, dado mi desconocimiento del carácter y de los antecedentes de esas luchas, no pude dejar de observar, sin embargo, el contraste entre aquel honesto burgués, un poco Louis Philipe y la arrogancia un tanto cuartelera de algunos de los presidentes con los cuales había conversado antes. Ignoro lo que significó el señor Billinghurst dentro de la política peruana; pero dentro de la América latina cobraba a mis ojos la significación de un intento para imponer normas europeas a las febriles agitaciones del Continente.
Nuestra conversación fue en prosa corrida y llana. El mandatario no asumió actitudes graves, ni trató de aparecer como superhombre. Habló con el que venía después de viajar diez años por Europa y dos por América, con la ecuanimidad de un espíritu curioso que se informa. Le interesaba conocer detalles sobre la agitación democrática en Francia, Inglaterra e Italia. Quería hacerse una idea clara de la situación de las repúblicas del Norte. Reclamaba anécdotas sobre las personalidades oficiales observadas en el trayecto. Y en lo que se refería al porvenir de la América latina, me pareció tener una visión justa de lo que debe ser su independencia integral. Me sorprendió, sobre todo, cierta modalidad curiosa de su espíritu. En su conversación abundaban más las preguntas que las afirmaciones. Y esa inclinación era la más significativa de la personalidad y del momento. Aquel hombre no aspiraba a mandar, sino a dirigir. Apreciable progreso en nuestra América, donde alrededor de casi todas las presidencias había un reflejo de dictadura.
La ascensión a la presidencia de los Estados Unidos del señor Wilson, anunciada en nuestras repúblicas como generadora de un cambio en la política exterior de aquel país y utilizada en forma de emoliente para tranquilizar los espíritus, me indujo a escribir, en medio de los remolinos del viaje, una “carta abierta”80 que se publicó en los principales órganos de la prensa latinoamericana. Los acontecimientos que se han desarrollado después en Cuba, Santo Domingo, Nicaragua, etcétera, han establecido el fundamento de las reservas que hicimos, poniendo de manifiesto el error de dar crédito a las promesas en cuestiones internacionales, y subrayando el engaño de esperar el bien de los demás en vez de buscarlo en nosotros mismos.
Por esos días recibí la noticia de que el partido socialista de la Argentina me había hecho candidato a senador por la capital 81. La campaña de orden internacional en que me hallaba empeñado me alejaba en cierto modo de toda acción política estrechamente local. Mi deseo era mantenerme al margen de las luchas internas para poder continuar con más autoridad el esfuerzo comenzado.
Existían, por otra parte — y de esto hablaré con más detenimiento en el capítulo siguiente—, ciertas divergencias de doctrina que me impedían aceptar con plena conciencia un mandato. Bien sé que en la política de América se sacrifican más a menudo los principios a los puestos que los puestos a los principios, y sobre el ambiente que predomina en nuestras democracias pueden servir de indicación las interpretaciones a que dio lugar la renuncia. Según unos, decliné el ofrecimiento porque no tenía confianza en el triunfo. Según otros, lo hice porque no me juzgué preparado para tan alto cargo. Pareció difícil admitir que una cuestión de conciencia, y la prosecución de una campaña lírica que tantos sinsabores traía aparejados, me impidieran ocupar un sillón de senador a los treinta años. A mi escrúpulo ante el dilema de tener que forzar mis convicciones o de no corresponder a la confianza del partido que me elegía, contestaban los prácticos con una frase sugerente: "Se evoluciona". Y, detalle revelador, para el estudio de la vida pública sudamericana, el momento importante de mi actuación sigue siendo para muchos aquel en que estuve a punto de ocupar un puesto en la alta Cámara, es decir, la incidencia que pudo darme rótulo dentro de la política local, y no el empuje con ayuda del cual intenté influir sobre las direcciones y sobre el porvenir de la América latina.
En Lima punto de conjunción y enlace de las dos grandes tentativas unionistas, fui una mañana a depositar coronas al píe de las estatuas de Bolívar y San Martín; visité la célebre biblioteca dirigida con autoridad por González Prada; y conocí a un grupo particularmente numeroso de talentos brillantes, entre los cuales citaré, al azar de la pluma, a Ricardo Palma, que debía morir poco después cargado de años y de renombre; su hijo Clemente, Alberto y Luis Ulloa, Mariano H. Cornejo, Augusto Duran, Abraham Valdelomar, Luis Fernán Cisneros, de la Riva Agüero y tantos otros que he recordado después leyendo el estudio sobre el Wilsonismo, de Francisco García Calderón, donde encuentro esta frase: "¿Quién vigilará al formidable tutor? ¿Dependerá un mundo tumultuoso de la buena voluntad de este hermano mayor, inclinado a bruscas agresiones y peligrosos monopolios?".
Mi conferencia se realizó sin tropiezo en medio de la más auspiciosa simpatía 82. Estas manifestaciones que traducían algo nuevo en la vida de América, sólo tenían eco telegráfico en forma capciosa, para crear dificultades. Fue así como las palabras de fraternidad 83, en las cuales la más artera suspicacia no podía descubrir la sombra de una preferencia, palabras de concordia y de idealismo, provocaron una reacción hostil en el Ecuador y en Chile.
Sólo el atraso en la salida de un vapor, me permitió tener conocimiento de la versión malévola y desmentiría. La maniobra estaba calculada de tal suerte, que yo debía ignorar las rudas críticas de la prensa ecuatoriana y el ambiente hostil que se había formado en Chile. Ya he tenido ocasión de repetir que abundaron destrezas análogas en el curso del viaje. Pero nunca se había hecho gala de tanta alevosía. Los que prestaron fe a la versión malévola, habrán podido comprender después, leyendo el texto del discurso, hasta qué punto fueron engañados.
La noticia que se cablegrafió al Ecuador se refería al asunto de Galápagos. Según el cable, yo había sostenido la tesis de que, en caso de que se enajenase el Archipiélago, el Perú debía intervenir en el Ecuador. Basta enunciar la idea para comprender el efecto producido, dada la susceptibilidad general de nuestras repúblicas y la situación especial de los dos países puestos en causa. Prestando fe a la noticia y en vista del telegrama recibido, la prensa me reprochó mi pretendida actitud. No faltó quien aprovechase la natural protesta patriótica para deslizar su gota de veneno. Y no sé aún sí bastó la rectificación 84 para restablecer la verdad en el ánimo de todos.
El ardid tomó en Chile una forma más peligrosa. Se telegrafió que yo había dicho lo siguiente: "Parece que Chile estuviera condenado a oponer siempre sus intereses a los grandes intereses continentales, a servir de rémora al avance de las civilizaciones en este suelo americano. Tuvo ya la honra de inaugurar el régimen de la conquista en el Continente, incorporándolo como principio en su derecho público, según lo proclamó, en no lejana ocasión, uno de sus geniales diplomáticos; ha tenido después la felicidad de ser la única nación a la que no conviniera suscribir el arbitraje general obligatorio, y tiene hoy la suerte de ser la única también a la que no puede beneficiar, más aún, a la que sin duda perjudica la apertura del Canal interoceánico. Pero sin duda los perspicaces políticos de la Moneda no se han hecho cargo todavía del alcance que puede tener esta oposición de conveniencias, pues de otra suerte no se explica por qué en lugar de encaminar sus esfuerzos a una posible y racional conciliación de intereses chilenos con los grandes intereses continentales, ha preferido entrar en desatentada campaña contra éstos."
La inaudita acumulación de desafinaciones hubiera debido bastar para revelar el fraude. Sin embargo, El Mercurio, de Chile, en su número del 25 de marzo de 1913, publicó un editorial titulado: "Manuel Ugarte contra Chile", en el cual, después de citar las frases anteriores, me incitaba a renunciar a mi visita y afirmaba gravemente que yo me había expresado así en Lima "para obtener éxitos de boletería en medio de una gira comercial". Con esto vine a saber que mi gira desinteresada, de conferencias absolutamente gratuitas, durante la cual rehusé el alojamiento que me brindaron algunas ciudades y llegué hasta pagar de mi peculio el alquiler de algunas de las salas en que tomaba la palabra, era presentada por las agencias telegráficas como un negocio vulgar.
Yo había renunciado a las ambiciones políticas y a las oportunidades que se me presentaban, para no tener intereses pequeños, para seguir siendo ciudadano de toda la América latina, y bastaba un cable anónimo para condenarme. Al margen de la inexactitud, que tenía que desvanecerse ante la evidencia de mi proceder, me afectaba la situación creada por la incidencia, porque de ninguna manera podía yo renunciar al viaje a Chile. Los telegramas eran terminantes: "Creemos que no le conviene venir", aconsejaban los amigos. Los diarios del Perú publicaron un despacho que decía: "Coméntase en los Círculos intelectuales las declaraciones de Ugarte y estímaselas suficientes para que suspenda su proyectada gira a Chile". Sin embargo, era preferible afrontar las manifestaciones hostiles, antes que sancionar con la ausencia tan monstruosa suposición. Mi respuesta fue: "Iré, a pesar de todo". Por intermedio de la Agencia Hawas, envié un desmentido a la prensa. Pedí al cónsul general de Chile en el Perú que transmitiese al Gobierno de su país la versión taquigráfica de mi discurso. Y esperé con confianza el resultado, porque en los trances más difíciles triunfa siempre el buen sentido del pueblo y de la juventud.
Previo un telegrama al presidente 85, seguí para Bolivia.
El viaje por Mollendo hasta La Paz es un, deslumbramiento para los ojos y un descanso para el espíritu. Hasta la Naturaleza tiene color de metales y de piedras preciosas. Montañas de oro y de amatistas deslumbran bajo la luz brutal. Los Andes cobran magnificencias, insospechadas hasta llegar a los grandes lagos superiores, y el viajero se siente dominado por la estupefacción ante la apoteosis de la grandeza de un Continente. Algo extrahumano levanta y serena a los seres ante el espectáculo de las cumbres azules y las aguas quietas, que a millares de metros de altura sobre el nivel del mar dan la sensación de un mundo recién abierto, bajo un sol que parece nuevo también.
La impresión que produce La Paz es inolvidable. Tiene esta ciudad un gran parentesco con Quito y Bogotá, sin dejar de exhibir un carácter que la distingue de sus hermanas. Luz radiosa, calles anchas y empinadas, carruajes de alquiler arrastrados por cuatro caballos, casas limpias y airosas, grandes plazas doradas por el sol, vida sana, sencilla y fuerte, todo infunde a la población no sé qué soplo matinal que conforta el ánimo.
La cordialidad con que recibió la prensa al propagandista 86 no llegó a esconder cierta corriente de desconfianza hacia las naciones del Sur. Los políticos, comprendiendo el problema general de América, admitían, con una rara independencia de criterio, la necesidad de resistir la infiltración del imperialismo.
Pero no hacían misterio tampoco de que ante ellos se presentaba otra dificultad, acaso menos grave, pero indudablemente más inmediata, originada por la actitud de ciertas naciones del Sur. Colocada por la geografía y por su propia debilidad en situación de ser presionada y disminuida por repúblicas limítrofes, Bolivia comprendía el peligro general, pero no podía desentenderse tampoco del riesgo inmediato. Fue el pensamiento que sintetizó don Alfredo Sanjinés G. en un artículo 87, en el cual decía: "El gran problema por resolver está, pues, en aniquilar de raíz esas eflorescencias sombrías que de vez en cuando, y apenas hemos podido reunir unos cuantos cañones y unos cuantos barcos de guerra, surgen, para que estallen guerras fratricidas dentro de la misma casa. Que en Sudamérica las naciones fuertes no hagan presa de las débiles; que las grandes no miren con celos sus progresos; que no se rasguen las hijuelas que les legaron España y Portugal, hermanas ambas; que no se debiliten perdiendo sus energías en guerras intestinas; que sean leales para interpretar y cumplir sus pactos internacionales, para que, ya que reconocemos que vive en nosotros una alma sola, un solo cuerpo también, tan grande y poderoso como el de la gran nación del Norte, pueda surgir en el Sur y al oponer la fuerza, consiga afirmar y hacer triunfar el derecho y la justicia, la gran finalidad humana”.
Esta aspiración flotaba en las conversaciones de políticos e intelectuales de fuste como los señores José Carrasco, Juan T. Camacho, Alfredo Ascarrunz, Carlos Calvo, José S. Quinteros, Eduardo Díez de Medina, Néstor Jerónimo Otazo, O'Connor d'Arlach, Rosendo Villalobos, Abel Alarcón, Juan Francisco Bedregal, Franz Tamayo, Raúl Jaimes Freire, Benigno Lara, Humberto Muñoz Cornejo, Enrique Finot, José Antezana, Celso Borda y el propio presidente, doctor Villazón, hombre sagaz y prudente que me pareció uno de los políticos más seguros y mejor inspirados de nuestra América.
No cabe duda de que el origen principal de toda debilidad colectiva ha derivado siempre del recelo originado por la presión que han pretendido ejercer algunos elementos de un conjunto sobre otros. Si antes de la Unidad de Italia llegaron los austriacos a Trieste y los franceses a Roma, fue aprovechando la pugna dentro del componente nacional, y a favor del instinto de resistencia de ciertos núcleos nacionales, obligados a determinadas actitudes por la preeminencia excesiva de sus hermanos. En este sentido se puede decir que el instinto de dominación parcial de una subdivisión; sobre otra, dentro del mismo grupo, ha dado siempre en la Historia como resultado la sujeción a fuerzas extrañas. El ensimismamiento egoísta de ciertas fracciones ha podido hacerlas prosperar durante algún tiempo, pero a largo plazo se ha traducido indefectiblemente en catástrofe general.
Bajo el empuje de naciones fuertes de otro origen, el proceso de descomposición es conocido. Sacrificado el temor de la amenaza lejana a la atracción del cercano interés, se abre una era en que lo inmediato se sobrepone al instinto de perdurabilidad. El mismo trato y convivencia envenenan la discordia. Surge en el sacrificado la natural comparación entre el gesto airado del hermano y la aparente simpatía del extranjero. Y se va preparando gradualmente el conflicto que conduce a la disminución común. Acaso es ese el sentimiento que inspiraba al señor Sanjinez al añadir en su artículo: "Víctimas también hemos sido y somos aún de esas violencias prácticas, y no de otra raza, sino de parte de nuestros propios hermanos latinos. Nunca se inspiraron en la justicia las deliberaciones que sobre nuestro país se tomaban en la Moneda, en el Palacio de Itamaraty y la Casa Rosada, cuando se trató de arrebatarnos nuestro único puerto sobre el pacífico, nuestras regiones de la goma y el territorio de Yacuiba, no obstante los clamores, protestas y el alto espíritu de justicia que como una condición de raza debía primar entre los sudamericanos."
El reproche, dirigido al mismo tiempo a Chile, al Brasil y a la Argentina, sale de los límites de la cuestión del Pacífico y se transforma en problema de orden general. Ya no es la reivindicación directa dentro de un asunto y una zona, sino la invocación de un principio en el vasto ambiente de la política hispanoamericana. Y en ese plano, podemos referirnos en conjunto a la tendencia y a sus inconvenientes. Ya hemos tenido ocasión de insinuar que en política internacional no ha habido nunca, no habrá, ni puede haber más norma de conducta que el servicio de los propios intereses. Cuantas palabras, reglas o doctrinas se invocan, no son más que el biombo vistoso que esconde los movimientos reales. No es, pues, teniendo en vista la ética que condenaremos acciones de todos los tiempos y de todas las latitudes. Es en nombre de direcciones prácticas y aplicables a la situación de nuestros países, es invocando intereses reales y no teorías o sentimientos, que repudiamos una política, acaso más nociva para los que la esgrimen que para los que por imposición de las circunstancias tienen que soportarla.
Cada una de nuestras repúblicas, por grande que sea el auge adquirido, tiene dentro de sus fronteras motivos suficientes de preocupación en la gerencia de sus intereses, descuidados a menudo hasta el punto de que las compañías extranjeras regulan, diezman y hasta se insurreccionan contra las leyes de los Estados. Nuestro suelo es explotado aun con ayuda de máquinas y útiles importados del exterior. El subsuelo, que contiene minerales, petróleo, carbón, productos múltiples que pueden ser origen de fastuosas prosperidades, duerme en la sombra como si el Continente acabase de ser descubierto. La explotación por nosotros mismos de las vías de comunicación locales, barcos, ferrocarriles, tranvías, teléfonos (que nos hacen pagar cuantiosos tributos), bastaría para entretener todas las actividades sin iniciar luchas vanas para ampliar la extensión de las respectivas repúblicas. Si de este orden de idea pasamos a examinar la hipótesis de manufacturar los productos y llenar en lo posible las necesidades locales, afrontando la tarea de crear vida completa en los países nacientes, comprendemos la colosal amplitud del esfuerzo que urge desarrollar dentro de cada país, para empuñar realmente el timón de la prosperidad nacional y poner al fin en circulación la propia savia. Toda ampliación de territorios sólo equivale en el estado presente, a multiplicar las concesiones a las compañías extranjeras que desde hace un siglo han asumido la gerencia de nuestra vida económica. Hay que reaccionar contra el culto a las apariencias, contra el empirismo social. No somos fuertes porque paseamos por las calles algunos cañones comprados en Essen o en Creusot. Enorgullecernos de las importaciones, es tomar el desangramiento como índice de grandeza. No hay que confundir tampoco las excoriaciones del país con las de las compañías extranjeras establecidas en él. No es sensato movilizar la diplomacia para abrir mercados a las manufacturas de los frigoríficos norteamericanos que amenazan la prosperidad de la propia industria ganadera. El problema para nosotros no consiste en hacer humo, sino en echar raíces; no estriba en parecer, sino en cimentar. La nacionalidad no reside en multiplicar resortes, sino en adueñarse de ellos. La grandeza de las naciones no se mide por su extensión en el mapa, sino por su concentración, su solidez, su impermeabilidad en medio de los temporales de la vida internacional. Y en la etapa de florecimiento y de victoria en que han entrado las repúblicas del Sur, lo importante es nacionalizar la riqueza y el progreso, haciendo que, en lo posible, emanen y queden dentro del país; lo urgente es reducir desgaste de un mecanismo que funciona a menudo con fuerza extraña y en beneficio de otros.
A estas razones que desaconsejan toda acción susceptible de ser interpretada como un imperialismo del Sur, se añade la consideración de que, si lo miramos bien, nuestras repúblicas más fuertes sólo disfrutan de una fuerza relativa que puede parecer decisiva comparada con la debilidad de algunos vecinos; pero que resulta precaria si nos colocamos en un plano universal, frente a la pujanza de los grandes pueblos. Las imposiciones que se han hecho sentir en diferentes oportunidades, han utilizado, precisamente, además de la legendaria desunión, los motivos especiales de resentimiento y desconfianza de países limítrofes que entre dos riesgos se pronunciaban instintivamente por el más remoto. Así han llegado a pesar en debates locales que sólo a nosotros nos incumben determinadas influencias ajenas a la región, influencias que persiguen fines especiales, no siempre propicios para nuestro porvenir. En algunos casos cumple reconocer que si los débiles desertaron el campo de la solidaridad racial, fue porque los fuertes habían olvidado antes las consideraciones que esa circunstancia impone. Pero el hecho de que un error justifique el otro, no índica, que sea favorable el sistema. Para desarrollarse en una atmósfera de confianza y para ponerse en lo posible a cubierto de las contingencias del porvenir, las repúblicas del Sur necesitan, ante todo, rodearse de un ambiente de amistades locales, y crear un encadenamiento de intereses comunes en lo que respecta a la autonomía y a la intangibilidad de América.
Una simple mirada superficial sobre la política del mundo, revela a los más profanos que una de las prácticas frecuentes de los, conjuntos dominadores consiste en crear dificultades a unos pueblos, por intermedio de otros, que al perseguir sus fines directos sirven por encima de todo los propósitos superiores de quienes los empujan. Francia hostiliza a Alemania y se cubre con ayuda de la petite entente, Inglaterra defiende contra los turcos su dominación marítima por intermedio de los griegos, etc. Tan familiar es el expediente que parece inútil recordarlo. En el ajedrez mundial hay que considerar más que las jugadas aparentes, las intenciones, las consecuencias, el propósito final que se persigue a través del movimiento parcial de cada pieza. Y nuestra América no es, pese a algunos de nuestros políticos, un planeta aislado. Forma parte de un mundo roído por corrientes dominadoras que después de repartirse el África, han sometido en Asia a los centros más antiguos de la civilización y empujan su ola de fuego por mares y continentes, creando y devorando, como la vida misma. El instinto de perdurar que alienta en cuanto existe, calmará las reyertas familiares. No quiero decir con esto que en momentos difíciles deban estar los núcleos más vigorosos pendientes de decisiones unánimes. Limitar el papel de la iniciativa y de la resolución, es inmovilizar el progreso del mundo. Pero Prusia y el Piamonte sólo pueden perseguir en forma fraternal y federativa los propósitos de utilidad general. Y es en la ampliación de los fines, en la elevación de los programas y en el altruismo de las actitudes, donde pueden manifestarse, dentro de nuestra América destinada a idénticas vicisitudes, las preeminencias cordiales que aspiren a asegurar la felicidad común.
En Bolivia encontré un ambiente nacionalista desligado de influencias extrañas. Cuando los ministros de Relaciones Exteriores y de Instrucción pública, así como las diversas instituciones culturales me ofrecieron banquetes y demostraciones, nadie tembló ante el espectro de una reclamación. Por el contrario, habiéndome atacado el ministro de los Estados Unidos, señor Knowles88, el mismo diario que publicó el discurso vino a recoger mi opinión89, estableciendo en forma perentoria la independencia de la prensa del país. En este ambiente se realizó la conferencia anunciada90. Pocos días después me alejé de aquella república que no tiene ya puerto sobre el mar. Sus productos exportables, goma, maderas, coca, estaño, bismuto, wolfran, deben atravesar por territorio de otra nación para llegar a los barcos. Sin invocar derechos ni remover antecedentes, basta enunciar la situación para juzgarla. Una de las formas de atenuar los viejos rozamientos entre el Perú y Chile podría consistir en evitar que sigan siendo limítrofes. ¿Por qué no ofrecer a Bolivia, sin grave perjuicio para nadie, la salida al mar, que es la condición primera de su progreso futuro? Formular una hipótesis, no es aconsejar una solución. Pero ofreciendo a este país el oxígeno que reclama su vitalidad, se serenaría acaso la atmósfera de América y contribuiríamos a resolver uno de los problemas del Pacífico.
Desde que pisé tierra chilena comprendí que el buen sentido de ese pueblo fuerte, práctico, investigador, tendría que sobreponerse al estado de espíritu hostil, creado artificialmente por las intrigas. La prensa del Perú había traído la versión exacta de mis palabras, y aunque según el adagio popular siempre queda algo de lo que nos hiere, asomaba la reacción favorable. Es Antofagasta una ciudad nueva, de gran actividad comercial y ágil espíritu, que no acepta las ideas sin examinarlas. Un diario local inició la corriente91 y otros siguieron en un hermoso movimiento de veracidad.
Sin embargo, al llegar a Valparaíso, flotaba aún en la sombra la temeraria afirmación. Obsesionados por el viejo litigio con el Perú, no alcanzaban muchos a concebir que se mantuviese el viajero equidistante entre las dos tendencias. Inútilmente argumentaban los espíritus más ponderados92. En vano aproveché la oportunidad de algunos reportajes93 para tratar de destruir el error. La susceptibilidad había sido herida y en más de un caso se interpretaron las francas explicaciones como palinodias oportunas. Hasta que me oyeron hablar en un teatro y palparon por decirlo así, el punto de vista en que me colocaba, no se produjo claramente el reflujo. Pero las mismas características nacionales que habían inspirado el primer movimiento, determinaron la amplitud del segundo, y pocas veces hubo un estallido más clamoroso.
Ascendencias vascuences, características inglesas y un temperamento recio y metódico, han dado al pueblo chileno un alma a la vez desconfiada y entusiasta, que pasa del recelo a la cordialidad. En la sonriente y laboriosa ciudad cambió el tono así que se supo de una manera perentoria que no había tomado partido en favor del Perú. Los telegramas que empezaron a llegar94 denunciaban un movimiento auspicioso de las fuerzas más sanas. Frescos los recuerdos del "Baltimore", y de la reclamación Alssop, la altivez del pueblo, el patriotismo de la juventud, la reflexión de los intelectuales se sobreponían a la preocupación inmediata, para abarcar las verdaderas perspectivas, saltando por sobre todas las apariencias engañosas.
En contraste absoluto con la resuelta actitud del Gobierno de Bolivia, todo fue en Chile abstención y silencio en las regiones oficiales. El presidente no contestó a mi telegrama y no conseguí hacerle la visita habitual. Tampoco tuve oportunidad de conocer a ninguno de los políticos que componían por entonces el Ministerio. Sólo estuve en contacto con la prensa, los partidos avanzados, las clases populares y la Universidad. Fue de la conjunción de esas fuerzas que nació el formidable movimiento. A él se unieron algunos hombres de representación política e intelectual como los señores Roberto Huneeus, Galvarino Gallardo Nieto, Enrique Tagle Moreno, Francisco Zapata Lillo, Misael Correa, Félix Nieto del Río, Armando Donoso, Eduardo García Guerrero; los directores del grupo estudiantil Alejandro Quesada, Pedro L. Loyola, Humberto Gacitua, Arturo Meza y numerosos miembros del partido democrático, del partido liberal y del partido socialista, como don Guillermo Bañados, Artemio Gutiérrez, Alejandro Bustamante, Manuel Hidalgo, Luis Correa, Luis M. Concha, Diego Escamilla y tantos otros de seguro prestigio.
Las relaciones entre Chile y la Argentina no eran en aquel momento tan cordiales como ahora, y el viajero encontraba en ciertos círculos, además de las resistencias al ideal latinoamericano, cierta reserva a causa de su nacionalidad. Sin embargo, el ímpetu popular y estudiantil lo arrolló todo95: los estudiantes de Chile se pusieron en comunicación con los de la Argentina96; los centros obreros enviaron mensajes a los de Buenos Aires, y por la primera vez se oyó en las calles de Santiago el himno argentino cantado por labios chilenos.

Se sobreponía el buen sentido popular al obstruccionismo quisquilloso de algunos dirigentes. Porque ¿cuáles fueron, en realidad, por aquel tiempo las razones de distanciamiento entre la Argentina y Chile? ¿Dónde se hallaba el origen de las dificultades que habían sembrado tantas inquietudes en el Continente? ¿Qué divergencia grave separaba a los dos pueblos? Si un médico difundiese las enfermedades para presentarse después a curarlas, sería menos culpable que los políticos de ambos lados de la frontera que prolongaron durante largos años una nerviosidad artificial con ayuda de conciliábulos tan misteriosos como estériles. Entre la Argentina y Chile no pueden existir más, que las relaciones fraternales que todo aconseja entre dos repúblicas unidas más que separadas por la cordillera de los Andes. Cada uno de esos países tiene su campo de evolución: el primero el Atlántico, el segundo el Pacífico. Y sólo subvirtiendo todas las leyes de la sensatez podrían llegar a un choque, los grupos de visión limitada que persiguieron en la Argentina una salida al Pacífico o buscaron en Chile un puerto sobre el Atlántico, conspiraron sin saberlo contra la grandeza de su propio país. En la paz y en el estrecho enlace de los intereses de ambas repúblicas está la condición primera de la perdurabilidad común. Tan distintos son los productos corno la zona de irradiación la política primaria que consistió en la Argentina en sonreír al Perú contra Chile, y en Chile en hacer señas al Brasil contra la Argentina, nació del encerramiento y la falta de experiencia de los que se encaraman hasta nuestras cancillerías sin más fuente de inspiración que un grupo exiguo dentro de la ciudad. La concepción anticuada de que la diplomacia consiste en sacar ventaja de los vecinos, multiplicando sin discernimiento una tarea mecánica de desunión entre los mismos que dentro de concepciones más vastas se verán quizá obligados a auxiliarse en el porvenir, ha paralizado dolorosamente muchas de nuestras mejores fuerzas. Y, sin embargo, con sólo abrir los ojos comprendemos que la tarea de velar conjuntamente sobre el estrecho de Magallanes, bastaría para destruir las pretendidas divergencias y enlazar las voluntades en torno de un movimiento de preservación. Esa paridad de intereses supremos que aparecían bruscamente ante las conciencias, reaccionando contra el monótono hermetismo de los augures oficiales, era lo que arrebataba los entusiasmos. La masa descubría instintivamente los horizontes verdaderos a través de los errores rituales de la diplomacia criolla.
Los pueblos de nuestra América son, en general, más clarividentes que los grupos que pretenden conducirlos; Sienten las exigencias nacionales desde el punto de vista internacional y se revelan contra la enajenación sistemática que los coloca, en la propia tierra, en la situación de auxiliares al servicio de otras fuerzas. Lo que algunas veces se ha hecho pasar como protesta de la barbarie contra la civilización, no ha sido, la mayor parte de las veces, mas que el grito angustioso de un nacionalismo sacrificado. La reacción no era en favor del atraso, sino en contra de las abdicaciones que nos llevan a imprimir direcciones falsas a la política exterior o el desarrollo nacional, interpretando como una victoria el resplandor engañoso de las prerrogativas que entregamos.
El ambiente en que se desarrolló la conferencia fue en Santiago de Chile, acaso más favorable que en cualquiera de las capitales visitadas anteriormente97, a pesar de ciertas resistencias tan exageradas como inútiles. El mismo encarnizamiento con que se había tratado de desvirtuar la verdad, la hizo aparecer más radiosa cuando se impuso rompiendo las confabulaciones. Cuanto ha sido en la república chilena motor de actividad y de fuerza, cuanto ha determinado el esplendor de ciertos centros y el auge general del país, juventud, pueblo, elementos avanzados, unido a lo que representa una tradición sana de los orígenes, dentro de las fuerzas realmente sustentadoras de la nacionalidad, que no pueden ser confundidas con los que de ellas se sirven, exteriorizó su voluntad de superiorizar la acción colectiva, saliendo de la pugna estéril entre vecinos para abrir campos más amplios a la evolución.
No faltó, sin embargo, una nueva tentativa de fraude. Era aquél un momento en que los estudiantes de la Universidad Nacional luchaban en favor de ciertas reivindicaciones, y habiéndose detenido una manifestación ante mi alojamiento, me limité a formular un saludo. ("No sé dónde van ustedes ni cuál es el fin que persiguen. Dada mi situación de extranjero legal, tengo que ignorarlo. Pero como la juventud sólo puede animar generosos ideales, como sé la nobleza y la altura de miras de los que han sido desde que llegué mis amigos, me atrevo a decir que estoy de corazón con ustedes.") Alguien desfiguró las palabras y llevó hasta el Centro de estudiantes católicos una versión reñida con los antecedentes y con mis propias convicciones en materia religiosa. Lo cierto es que al día siguiente, al regresar al hotel, me hallé ante una demostración opuesta a la primera. Eran los estudiantes de la Universidad Católica, que levantaban los puños hacia las ventanas detrás de las cuales me creían escondido. Cuando me vieron avanzar hacia ellos, se arremolinaron en torno, y desde lo alto de una silla expliqué la verdad, quedando terminado el incidente. Pero no dejó de causar extrañeza la frecuencia de las equivocaciones. Desde el comienzo del viaje, durante casi dos años, se había erigido en sistema de mala interpretación y el falseamiento de las palabras y los actos. La simple fuerza de la verdad desbarataba a menudo las combinaciones hostiles. Pero si esto ocurría en los casos en que yo tenía conocimiento de la versión inexacta, no era posible decir lo mismo cuando ignoraba la intriga. No han de ser pocas las contraverdades que circularon impunemente. Sirva este libro que escribo con la serenidad del tiempo transcurrido para desmentirlas.
El episodio sirvió para poner de manifiesto la profunda división social que es una de las características de Chile. No es éste el lugar de discutir principios de política interior, y si anotamos el hecho, es al margen de toda idea sectaria, considerándolo sólo desde el punto de vista de la situación general. La existencia de una oligarquía formada por terratenientes, viejas familias, y extranjeros aliados a ellas, es un fenómeno común a la mayoría de las repúblicas latinoamericanas, donde a raíz de la independencia se formó un núcleo aristocrático, dentro del cual, por ironía del destino, los descendientes de los que encabezaron esa independencia apenas figuran como excepción, dispersados o anulados como han sido por la miseria o las alianzas populares. Este núcleo, transformado en fuerza gobernante, se halla en pugna cada día más clara con una burguesía inmigrada o autóctona y con la masa inclinada a reivindicaciones extremas. El auge de ciertas ideas demoledoras en algunos de nuestros grandes centros, deriva a menudo de una reacción provocada por esos círculos que, creados artificiosamente alrededor de circunstancias pasajeras, no tienen un arraigo en el pasado como los de Europa. Supervivencias que carecen de aplicación dentro de la vida actual, sólo alcanzan a entorpecer la evolución del país y a exasperar las tendencias contrarías. Una de las razones de que en los Estados Unidos no se hayan difundido las ideas comunistas proporcionalmente al número de la población y a la formidable intensidad de las industrias, reside en la sustitución de este núcleo, ilógico en países nuevos, por una plutocracia que puede ser aceptada o condenada (no discutimos principios, juzgamos hechos), pero que deriva de una realidad local y no de una tendencia ideológica a la imitación. Aunque acaparadora y tiránica, esa plutocracia evoluciona alrededor de principios modernos y ágiles, que la hacen ser parte realmente del cuerpo de la nación, atenuando por su improvisación constante los ángulos duros de la desigualdad. La fortuna y la situación de un Rockefeller, de un Morgan o de un Ford, no han derivado de la posesión de vastas tierras que no cultivaron nunca, ni de una alianza con otro apellido prestigioso, sino de la energía, de la emulación, de la perspicacia, de la preponderancia abusiva del capital, si queréis (y contra esto tendrán que reaccionar seguramente los Estados Unidos), pero en todo caso de una actividad directa que ha beneficiado siempre al conjunto, difundiendo el progreso, dando empleo a millones de hombres y aumentando el poder de la nación. La influencia absorbente de esta élite creadora podrá ser combatida dentro de la política interior en nombre del ideal igualitario y temida en la política exterior, a causa del imperialismo que fatalmente determina, pero no hay duda de que es una florecencia de la fermentación propia, un brote directo del árbol nacional. No es posible decir lo mismo de fuerzas parasitarias que, si llenaron en los orígenes la función de mantener un legado de cultura, sobreviven hoy, a su primitiva utilidad en medio de la elevación conjunta, y hasta la contrarían por haberse inmovilizado en una concepción retardataria.
El problema interior de Chile, como el de toda la América latina, consiste en realizar la democracia después de haber obtenido la Independencia. Con ayuda de esta evolución se solucionarán muchas dificultades externas, que tratadas de pueblo a pueblo, recobrarán sus justas proporciones, dentro de una concepción amplificada de las necesidades del Continente.
Es en tal sentido, que podemos hablar, no del problema del Pacífico, sino de los problemas del Pacífico, entre los cuales figura el pleito entre el Perú y Chile, no como base excluyente o eje principal, sino como factor correlativo para contribuir a despejar una incógnita que tiene, geográficamente, las dimensiones del Océano, que pone en tela de juicio desde Panamá hasta el estrecho de Magallanes, nuestra jurisdicción sobre las propias costas, que dibuja en el confín del horizonte la masa formidable de dos grandes escuadras, hostiles entre sí, y que puede decidir para los siglos futuros la suerte de la mitad de la América latina. Lo que está en tela de juicio en nuestro siglo, no es la cuestión limitada entre dos repúblicas limítrofes, sino la hegemonía global sobre el más vasto de los mares. Abierto el Canal de Panamá, la sombra imperialista se refleja hasta el Sur. Más lejos, como una nube o como una aurora, ondea la bandera del Japón. Toda la vida y riqueza de la parte oeste del Nuevo Mundo de habla española, tiene por único vehículo esa inmensidad. Nuestras costas se extienden desde Panamá hasta el cabo de Hornos, completamente indefensas, porque los ejércitos y las escuadras han sido concebidas en vista de querellas locales, sin considerar un momento la eventualidad de tener que defender el territorio en medio de dificultades más vastas. Colocándonos ante los verdaderos horizontes, vemos que el problema del Pacífico no es el de saber a cuál de las dos repúblicas en pugna pertenecerán ciertos territorios, sino el de salvar en conjunto el libre juego de nuestras posibilidades futuras en medio de las presiones y las sorpresas de la política mundial. El Canal ha sido un progreso para el mundo; pero es lástima que ese progreso tenga cañones de tan largo alcance. Hay un pleito antiguo entre los Estados Unidos y el Japón; pero en tan grave asunto los latinoamericanos tienen también una palabra que decir. Desde al Archipiélago de Galápagos hasta el cabo de Hornos, ya se llamen las costas colombianas, ecuatorianas, peruanas o chilenas, se trata de un solo conjunto igualmente amenazado. Y ese es el criterio esencial y durable que pudiera inspirar los movimientos en el porvenir.

NOTAS

74 "La presencia de Ugarte en América ha atraído todas las simpatías. Sus conferencias han tenido una grata resonancia y han producido un sacudimiento nervioso en el espíritu indolente de nuestros pueblos." — (El Grito del Pueblo Ecuatoriano, 16 de enero 1913.) "Ugarte es una voz simbólica que se hace eco de todos los anhelos y de todas las ambiciones de las repúblicas sudamericanas”.— (El Guante, 16 de enero 1913.)
75 “Más de tres mil concurrentes llenaban el teatro Edén. En la parte de afuera había una gran muchedumbre que no pudo entrar por la estrechez del teatro, pero que se entusiasmaba con los delirantes aplausos y sentía vehementes deseos de ovacionar al orador." — (El Ecuatoriano, 20 de enero 1913.) "Fue un éxito; pero un éxito formidable, grandioso, estupendo. Pocas veces, quizá nunca, hemos escuchado una palabra tan cálida, tan enérgica, tan viril y razonadora como la del gran predicador de la unión para salvar a los pueblos de Suramérica."— (El Telégrafo. 20 de enero de 1913.) "La enorme concurrencia, enorme para el lugar donde el acto tenía lugar, acreció con otro núcleo mayor que aguardaba a las puertas, formando larga cola, y cuatro o cinco mil personas acompañaron al orador a su alojamiento."— (El Guante, 20 de enero 1913.)
76 Cuenca, 18 de enero de 1913. Saludamos a usted en nombre del Azuay, felicitámosle por su generosa campaña en pro de los intereses e ideales de la raza latina en América y le deseamos prosperidad y éxito cumplido en su misión. — Honorato Vázquez. Remigio Crespo Toral, Rafael Arizaga, Alberto Muñoz Venaza. Roberto Crespo Toral, Arcesio Pozo, director de La Voz Obrera, director de El Tren, director de La Voz del Sur. Quito, enero 18 de 1913. La Sociedad Jurídica Literaria se complace en saludar a usted a su llegada al trozo de patria americana llamado Ecuador y le desea grata permanencia. — Presidente, Tovar Borgoño. Guaranda, 23 de enero 1913. El Consejo municipal a su nombre y al de la ciudad de Guaranda, saludan efusivamente a Manuel Ugarte, ilustre propagandista de la causa América Latina. Que su estancia en el Ecuador sea grata y feliz, pues representa el alerta de los pueblos cuya autonomía peligra. El presidente, /. G. Camacho; concejales, V. M. Arregui, Ángel M. López, Pablo R. León, G. D. Veintimilla, Luis del Pozo; procurador síndico, A. P. Chávez; el secretario, P. D. Calero. Babahoyo, 20 de enero 1913. Por resolución de la Sociedad de Artesanos "Luz al Obrero", os envío un cordial saludo de bienvenida por vuestro feliz arribo a la perla del Pacífico, y en su nombre y en el mío hago votos porque sea correspondida por el éxito vuestra desinteresada como noble labor en pro de los países latinoamericanos durante la permanencia en la tierra de Olmedo y Rocafuerte. — El presidente, J. M. Cabrera.
77 Quito, 15 de enero 1913. Correspondo al atento saludo del notable escritor argentino, dándole una afectuosa bienvenida y deseándole en mi patria una feliz permanencia y muchos éxitos en su alta carrera literaria. --Plaza.
78 La Prensa mejicana juzgó con severidad la actitud del presidente. Bajo la firma de don José Antonio Rivera, decía El Tiempo, del 8 de julio de 1912: "El señor Madero, en su discurso, dijo o dio a entender para, atacar a Manuel Ugarte, que la. Argentina carece de historia guerrera, y que en sus páginas figura como principal la agresión que, aliada a dos países poderosos, hizo a un estado débil; es decir, una guerra odiosa. ". . .La relación que puede existir entre los propósitos personales de Ugarte, al hablar en México en favor de la unión de todos los Estados latinoamericanos, para contrarrestar la política invasora, y el hecho de ser el conferencista "hijo de un país que únicamente ha tenido una guerra con el extranjero, una guerra en que aliado con dos potencias formidables, atacó a un pueblo débil, al pueblo del Paraguay", no la vemos por forzada y por distante de toda razón lógica. "Donde no hay dolo no hay delito, y seguros como estamos de que el jefe del Ejecutivo no tuvo la idea de ofender a una nación amiga, esperamos de la sensatez y cultura del Gobierno argentino, que sabrá reducir el caso a las modestas proporciones de un lapsus linguae, o de un error histórico a que nos tiene acostumbrados nuestro apreciable orador democrático en los inevitables desbordamientos de su palabra rebelde y poco castiza."
79 "Este es el principal mérito de la campaña de Manuel Ugarte, dejar vibrante un anhelo ante la posible irrupción de un mal. Ha vislumbrado la amenaza en el horizonte, y antes de que se produzca la tempestad y caiga el daño, sale armado caballero, dice su profesión de fe y procura reanimar a los desalentados y ennoblecer a los Sanchos." — La Crónica, febrero 21 de 1913. "Oyendo a Ugarte nos sentimos más americanos, más latinos y más dueños de nuestra propia fortaleza. La palabra del propagandista suscita admiración y afecto, que en nosotros han de ser duraderos." — La Prensa, 21 de febrero de 1913. "Hubo soñadores e idealistas que más allá de la horda y de las tribus concibieron las ciudades, y más allá de las ciudades, las provincias, y más allá de las provincias, las naciones, y más allá de las naciones, esas grandes confederaciones que originan las grandes naciones portaestandartes del progreso en el mundo civilizado. Todos esos triunfos del ideal se realizaron por medio de la unión. Esa es la que nosotros procuraremos, para hacer efectivo nuestro nombre. Esa es la que Manuel Ugarte, en su gira por América, viene recomendando." — Editorial de La Unión, 23 de febrero de 1913.
80 La Patria Grande (obra en piensa).
81 Buenos Aires, marzo 7 de 1913. - 10,58 p. m. Manuel Ugarte, Lima. Nombre Comité, particípole designación candidato senador elecciones 30 de marzo; necesario su presencia en ésta para asegurar éxito. — Mario Bravo.
Mario Bravo, Buenos Aires. Imposible aceptar candidatura. No llegaré a Buenos Aires hasta mayo. Agradezco honroso recuerdo compañeros.— Manuel Ugarte. Buenos Aires, marzo 8 de 1913. - 10,51 p. m. Manuel Ugarte, Lima. Recibimos telegrama. Asamblea eligióle. Pedímosle aceptar designación. Siendo posible conviene su presencia. — Mario Bravo. Mario Bravo, Buenos Aires. Lamento imposibilidad interrumpir viaje, impídeme aceptar candidatura. Después Buenos Aires seguiré Uruguay, Brasil, Paraguay. De corazón con ustedes.—Manuel Ugarte.
82 “Terminó la conferencia en una ovación atronadora, impresionada de un entusiasmo desbordante. El público de pie no se movía de sus asientos, y Ugarte salió varias veces a agradecer visiblemente emocionado." — (La Crónica, 5 de marzo 1913-) "Cuando el señor Ugarte hubo terminado su brillante disertación, retumbaba en el recinto de nuestro coliseo el eco de una portentosa ovación, entablándose en ese momento casi una verdadera lucha entre los concurrentes, que se esforzaban por ser los primeros en abrazarle y felicitarle."—(La Acción Popular, 4 de marzo 1913.) "Ante un público numerosísimo que se acercaba a cuatro mil personas, dejó escuchar su palabra de alarma y de esperanza el ilustre conferencista argentino. La platea, palcos y galerías del teatro Municipal, estaban ocupados por catedráticos de la Universidad, distinguidas personalidades de nuestros Círculos sociales e intelectuales, alumnos universitarios, etcétera."— (El Comercio, 4 de marzo 1913.) "Insinuada por el poeta Gálvez, la idea de acompañarlo hasta su domicilio, todos pidieron que el .recorrido se efectuara a pie. Fue para el propagandista, camino de triunfo, renovación constante de sin par efecto. Las manifestaciones se repetían, acreciendo el entusiasmo a tal punto que, a pesar de lo avanzado de la hora, muchas familias que habitan en el barrio de la Unión salieron a los balcones a presenciar la intensa y sincera manifestación de simpatía que en pocos instantes había despertado Ugarte con la virilidad de su palabra."— (La Prensa, 4 de marzo 1913.)
83 Este discurso, tomado de la versión taquigráfica que publicó La Prensa, de Lima, figura en mi libro Mi campaña hispanoamericana. — (EDITORIAL CERVANTES, Barcelona.)
84 Señor director de El Grito del Pueblo Ecuatoriano, Guayaquil. Acabo de leer el editorial que publicó El Grito del Pueblo, el 16 de marzo, y aunque debo seguir viaje dentro de unas horas, trazo precipitadamente estas líneas. Durante mi gira no me ha sido posible rectificar la mayor parte de las interpretaciones erróneas a que han dado lugar las conferencias; peto tratándose de un periódico de la importancia de El Grito del Pueblo, y de un país que está tan cerca de mi corazón, quiera desvanecer esta vez el malentendido que asoma en algunos párrafos del artículo citado. La información, telegráfica que han recibido ustedes, ha estado lejos de reflejar mis palabras y mis pensamientos. Yo no he dejado encender jamás que el Perú deba ó pueda intervenir en los asuntos ecuatorianos, ni oponerse en ninguna forma a lo que el Ecuador resuelva en pleno goce de su autonomía. Toda la propaganda que vengo haciendo es de concordia y de acercamiento, de reacción contra la mala política de disgregación que nos libra a la influencia extranjera. Lo que yo he dicho es que, en el caso de que una nación extraña a nuestro conjunto quisiera apoderarse de Galápagos contra la voluntad de la opinión ecuatoriana, todos tenemos que protestar en la América Latina, añadiendo que, a pesar de las divergencias momentáneas, el Perú debe unir, llegado el caso, su voz a la de las demás repúblicas, porque el asunto nos interesa fundamentalmente a todos. El carácter general de mi propaganda y el respeto que tengo por la dignidad de cada una de nuestras naciones, me impide aconsejar actos que puedan molestar en cualquier forma las más legítimas susceptibilidades. Lo que yo deseo es que preservemos en conjunto nuestros territorios, y para ello es necesario vencer, ante todo, la indiferencia: lo que hiere a una de nuestras repúblicas, nos hiere a todos. — Manuel Ugarte.
85 Su Excelencia doctor Eliodoro Villazón, presidente de Bolivia, La Paz. Antes de emprender viaje con rumbo a esa noble y generosa república hermana, me es grato enviar al jefe de la Nación la expresión sincera de mi más alto respeto y simpatía. — Manuel Ugarte. La Paz, marzo 1-5,45 p. m. Vía Eastern. Manuel Ugarte, Lima. Recibí con agrado su telegrama por el que me anuncia su venida a esta ciudad. Muy agradecido a esta atención y salutaciones, correspondo deseándole todo género de felicidades en el curso de su viaje. — Villazón.
86 "Ugarte combate el imperialismo yanqui, y al combatir tal tendencia peligrosa para las naciones jóvenes, no hace otra cosa que provocar la unión de las naciones sudamericanas para detener esa ola amenazadora." — (El Comercio, 2 de abril 1913.) "Desde hace mucho tiempo esperaba ansiosa la juventud intelectual la llegada de la culminante figura americana que representa la persona de don Manuel Ugarte, para las jóvenes repúblicas latinas."— (El Diario, 2 abril 1913.) "Resumiendo así el significado de la propaganda de Ugarte, escuchemos su palabra con veneración, porque nos habla en nombre de nuestros propios intereses, que son solidarios para todos los países latinoamericanos”— (La Tarde, de La Paz, 2 de abril 1913.) "Campeón de una raza, personero de veinte naciones, es, desde ayer, huésped de la nuestra."— (El Ferrocarril, de Cochabamba, 3 de abril.)
87 El Norte, de La Paz, 7 de abril 1913.
88 El Diario, de La Paz, 6 de abril 1913.
89 A propósito de las frases vertidas por un diplomático extranjero en un discurso, creímos oportuno ir a ver a Manuel Ugarte. El escritor argentino nos recibió amablemente. "—No ha dejado de sorprenderme —nos dijo— el extraño olvido de las conveniencias que ha dado lugar a las palabras descorteses y agresivas de que usted me habla; pero yo, por mi situación, tengo que ser más reservado y parsimonioso. Además, nuestra cortesía latina nos impide levantar la voz en la casa ajena. Lo que cabe comprobar una vez más, es la diferencia que existe entre ciertos pueblos y nosotros. Podremos estar atrasados materialmente; pero moralmente, desde el punto de vista de la educación y el tino, seguimos a la cabeza. Y desde el punto de vista del buen humor cambien, porque tenemos una sonrisa para cada resbalón."— (El Diario, de la Paz, 9 de abril de 1913.)
90 "Habíase difundido por toda la ciudad el anhelo de escuchar la conferencia del apóstol de los latinoamericanos, y al levantarse anoche las cortinas que cabrían el escenario del teatro Municipal, una ovación saludó la presencia del pensador argentino."— (El Diario, 10 de abril 1913.) "A la salida del teatro continuó el público aclamando a Ugarte, y lanzando vivas a Bolivia y a la Unión Americana, lo acompañó hasta su alojamiento del Gran Hotel."— (El Norte, de La Paz, 10 de abril 1913.) "Al terminar las frases anteriores, el auditorio se puso delirante e incontenible en sus ovaciones, produciéndose una verdadera confusión." — (La Tarde, de La Paz, 10 abril 19130 "La propaganda de Ugarte es sana y bien intencionada. No se inspira en odios inconscientes de raza, ni en sentimentalismos platónicos. Palpita en la realidad de los hechos y significa la voz de alarma a pueblos indolentes y desprevenidos”— (La Verdad-, de La Paz, 10 de abril 1913.)
91 "Hay que enmendar los errores cometidos con respecto a Ugarte, estableciendo que hubo calumnia o mala información cuando se dijo que se había expresado malamente de nuestra patria."—- (La Prensa Ilustrada, de Antofagasta, 16 de abril 1913.)
92 "Hablar de un justo arreglo entre Chile y el Perú, como fue todo lo que dijo Manuel Ugarte en la vieja ciudad de los virreyes, no es para escandalizar a nadie y podría repetirse lo mismo en la capital trazada por don Pedro de Valdivia."— (Editorial de El Chileno, de Valparaíso, 30 de abril.)
93 El Día, de Valparaíso, 23 de abril 1913. El Mercurio, de Valparaíso, 29 de abril 1913
94 Santiago, 25 abril. Estudiantes tienen confianza en su misión simpática de confraternidad. Ruégole comunicarnos día viene a Santiago. — Alejandro Quesada, presidente Federación. Santiago, 24 abril. Bienvenido sea el poeta que lucha por la unión de nuestra América Latina. — Samuel A. Lillo. Santiago, 22 abril. La Razón, salúdalo, pónese incondicionalmente a su disposición. — Director, Carlos Rivera. Iquique, 18 abril. Socialistas Tarapacá felicítanle, lamentando no haberle escuchado. — Recabarren.. Iquique, 17 abril. Anoche, nombrado por mí en conferencia, público aclamó su nombre. Compláceme interpretar sentimientos simpatía a su persona e ideales. — Víctor Domingo Silva.
95 "Revélase este distinguido americanista, si no tan grande como el proyecto que sustenta, por ser un tanto utópico, al menos digno de patrocinarlo con su tenacidad, convencimiento, entusiasmo y criterio para buscar los rumbas convenientes a su consecución."— (La Unión, de Santiago de Chile, 7 de mayo 1913.) "El hombre, no se deja tentar por los halagos de la fortuna; el ciudadano, declina todos los honores cívicos que le han ofrecido sus compatriotas, y el intelectual, prefiere ir de pueblo en pueblo cantando como aquellos legendarios trovadores y poniendo en las notas de su discurso el sabor arcaico pero humano del hidalgo caballero de la Mancha."— (El Diario Ilustrado, de Santiago, 6 de mayo 1913.) "Ugarte, apóstol de la más hermosa de las causas, es comparable a los grandes hombres que tuvieron un ideal de sudamericanismo. Su patriotismo, es indiscutible; su ideal, sagrado; su obra, inmensa."— (La Mañana, de Santiago, 30 de abril 1913.)
96 Santiago, 18 de mayo 1913. Federación Universitaria, Buenos Aires. Estudiantes chilenos tributan homenaje simpatías confraternidad latinoamericana persona Manuel Ugarte, saludando fraternalmente compañeros argentinos. — Alejandro Quesada, presidente Federación.
97 "Imposible nos sería seguir al señor Ugarte en su brillante conferencia. Los aplausos llovían sobre el orador, quien era interrumpido a la terminación de cada período."— (El Diario Ilustrado, de Santiago, 20 de mayo 1913.) "Terminada la conferencia, todos los estudiantes y la mayoría de los asistentes lo acompañaron hasta el hotel, donde se vio obligado a hacer uso de la palabra en plena calle, porque se le impidió usar de los balcones del establecimiento, cuya puerta principal aparecía custodiada por la Policía."— (El Mercurio, de Santiago, 20 de mayo 1913.) "Desde mucho antes de que el señor Ugarte llegara al teatro, la sala del Municipal se veía desbordante de un público distinguido que nerviosamente aguardaba."— (La Mañana, de Santiago, 20 de mayo 1913.) "Al terminar, la muchedumbre, de pie, lo aclamó cariñosamente y lo esperó a su salida para acompañarlo hasta el hotel. Aquí el señor Ugarte no pudo hablar desde los balcones y bajó a la calle, donde fue elevado en hombros, y desde esa tribuna pronunció enérgicas frases que le valieran delirantes manifestaciones."— (La Razón, de Santiago, 20 de mayo 1913.)



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