martes, 18 de mayo de 2010

LA AMERICANIZACIÓN DEL MUNDO


por Rufino Blanco Fombona


(*)

A los periodistas de España y de la
América Latina dedico este folleto.
R.B.F.
Ámsterdam, 1902.

CIRCULA desde hace poco un libro de mucho interés para los aficionados a estudios de política. El título de la obra es La americanización del mundo(1). Este libro merece leerse y meditarse por los periodistas, publicistas y hombres de Estado, por todos cuantos influyan en la opinión pública, así en Rusia como en Alemania y los pueblos latinos.
Su autor es el Sr. W.T. Stead, inglés, hombre de ingenio y cierta sans-façon espiritual, utopista en apariencia,
utopista a la inglesa, que arriba al remoto país de Utopía no volando en alas de quimeras, sino por el camino llano y seguro de la estadística. De esta obra se desprende una grande enseñanza, a saber: primero, en general, que los pueblos de la misma raza y lengua tienden en el día a la unión; segundo, y en particular, que Inglaterra hace y hará cuanto pueda por merecer las buenas gracias de los Estados Unidos, hasta llegar a una alianza.
El autor llama esa futura alianza: “el imperio del mundo por los pueblos angloparlantes”. Veamos de qué mañas se vale el Sr. Stead para sembrar en su pueblo y en el de los Estados Unidos la idea de la alianza.
Sus métodos son dos. Consiste el primero en lisonjear la vanidad de los EE.UU. hasta el colmo, hasta exponer que “siendo ya imposible la reunión de los pueblos ingleses bajo la Unión Jack, por nuestra propia culpa ¿por qué no buscaríamos la reunión bajo las estrellas y las listas?”. Es decir, bajo el pabellón de rayas y constelaciones de los Estados Unidos. El otro método consiste en herir el orgullo tradicional de la Gran Bretaña, con el ejemplo de los yankees, en turbar a John Bull su laboriosa digestión del Transvaal con presagios tristes, hasta el punto de augurarle, si permanece en su splendid isolement, su no lejana reducción a la categoría de una pequeña Bélgica. Para que se tenga idea de esta propaganda, que es mi principal objeto, y también para refutar un poco al Sr. Stead, diré cómo está dividida la obra; y de toda ella deduciré algo que veo como sola salud de los pueblos españoles de ambos hemisferios. Así como el anatómico acuesta el cuerpo sobre el mármol de la plancha para diseccionarlo y estudiarlo, así expondré yo sobre estas páginas el cuerpo del libro, para enseñar sus órganos y el fin o la función de cada uno de esos órganos.
La obra se divide así:
Primera parte: Los Estados Unidos y el Im. Británico.
Segunda parte: El resto del mundo.
Tercera parte: Cómo América americaniza.
Cuarta parte: Resumen.

I

El Sr. Stead comienza la primera parte de su obra con el recuento de lo que ha hecho sobre la tierra la raza inglesa. Este recuento es un himno, a la manera un poco de los himnos de Castelar a la raza latina. A vuelta de algunas cifras en que el Sr. Stead expone que los países de raza inglesa tienen más población, blanca y de color, más millas cuadradas de territorio, más ferrocarriles, más marina, y más oro que ninguna otra raza, empieza el aleluya del Sr. Stead. Después de la canción de los números, la canción lírica. “Nosotros tenemos más escuelas en nuestras millas cuadradas, más colegios en nuestros condados, más universidades en nuestros estados que todos los otros pueblos. Nosotros imprimimos más libros, más periódicos y poseemos más bibliotecas que ellos. Nuestras iglesias son más numerosas, etc. (¡qué honor para la familia!). En nuestros pueblos la mortalidad disminuye mientras que los nacimientos aumentan, y nuestras estadísticas criminales descienden consoladoramente.”
Como el autor no se olvida de nada se acuerda hasta del whisky, y en alarde espiritual, y acaso espirituoso, agrega: “Si se nos compara con otras razas, nosotros somos los más borrachos del mundo; y los mayores fariseos”.
El orgullo de la raza inglesa tiene sin disputa fundamento. Los pueblos de raza inglesa han culminado en esta modalidad actual de civilización, que le ha sido propicia a su carácter cartaginés, como ayer culminó España, cuando el imperio del mundo era de los audaces por el valor, como culminaron un día Grecia e Italia por el esfuerzo intelectual, cuando la palma de victoria correspondía a las más límpidas y nobles manifestaciones del pensamiento. Pero esta modalidad actual de civilización industrial y comercial, ¿será eterna? ¿Conservarán per secula seculorum los pueblos de raza inglesa el ápice a que han alcanzado? ¿Escaparán a aquella ley por la cual las sociedades nacen, crecen, desarróllanse, culminan, declinan y mueren?
“Nosotros imprimimos más libros, más periódicos y poseemos más bibliotecas” ...dice el Sr. Stead. Aquí de Remy de Gourmont para recordar al autor que, en ciertos casos, “la estadística es el arte de despojar a las cifras de toda la realidad que contienen”(2). En efecto, ¿cree el Sr. Stead que los Estados Unidos e Inglaterra juntos, con sus millones de magazines, diarios, libros, colegios y universidades, ejercen hoy en el mundo una influencia espiritual semejante a la que ejercen Francia o Alemania? Cuanto a las iglesias de que tan envanecido se muestra el Sr. Stead, baste recordar aquella nota de Schopenhauer: “No hay iglesia que tema tanto la luz como la inglesa, precisamente porque ninguna tiene en juego intereses pecuniarios tan grandes como aquella, cuyos ingresos ascienden a cinco millones de libras esterlinas, ingresos mayores que los de todo el clero cristiano de ambos hemisferios”. Los ingleses tienen razón de pagar caro su iglesia. Schopenhauer olvidaba que la Iglesia ha sido en Inglaterra el mejor aliado de la conquista. Inglaterra manda sus inmundos y libidinosos pastores a que evangelicen, violando mujeres, extorsionando pueblos, incendiando cabañas, hasta provocar el odio talionario de los “salvajes” a quien se quiere “evangelizar”. El odio lincha, a la postre, una o dos parejas de estos fascinerosos; y entonces Inglaterra manda sus cañones, sus acorazados, sus perros de presa, fusila a todo el mundo y se apropia la tierra que no ha querido “evangelizarse”. Inglaterra hace bien, repito, en pagar muy caro a sus curas.
El Sr. Stead continúa quemando el orobias de su admiración ante los Estados Unidos, y plantea el problema, no ya de una alianza, pero de unión íntima de Inglaterra con el pueblo norteamericano. “Se preguntará –dice– si son las instituciones republicanas las que deban desaparecer o modificarse ante la idea monárquica, o si es la monarquía quien se dejará moldear por el pensamiento democrático.” Y el Sr. Stead concluye en sentido liberal: “Que el poder haya pasado de Westminster a Washington, la querella es fútil si se quiere pensar en la cuestión más alta, que es la de asegurarnos la dominación del mundo”.
Pero todo esto es música celestial. El Sr. Stead, simpático, hábil y aun taimado escritor, en todo piensa, menos en sacrificar a Inglaterra para gloria y provecho de los Estados Unidos. De toda la obra se desprende precisamente lo contrario; y de esta primera parte se desprende, entre líneas, para el que sepa leer, que el Sr. Stead teme, por Inglaterra, una guerra de este país con los Estados Unidos, a propósito del Canadá y las Antillas inglesas, ya que el apetito yanqui se ha despertado con el aperitivo de Puerto Rico y el hors d’oeuvre de Cuba.

II

Así como en la “Primera parte” el autor hace hincapié sobre la influencia de los Estados Unidos en Irlanda, Canadá, Terranova, la Colonia del Cabo, y otras porciones o posesiones británicas, en apariencia para encomiar el poder expansivo del pueblo yankee, y en realidad para abrir los ojos de Inglaterra, así en la “Segunda parte” de la obra el Sr. Stead trata de la influencia actual y futura del Uncle Sam en Asia, Hispanoamérica, y Europa, con segundas y torcidas intenciones, por supuesto.
Del Sr. Stead podría opinarse como un admirable e irónico poeta, Campoamor, opinaba de un irónico y admirable crítico, Valera: “el autor, sin duda por la excesiva bondad de su carácter, siempre que levanta una razón es con vistas a la razón contraria”.
Véanse cuáles son, en este caso, las segundas intenciones del autor.
Respecto de Europa, el Sr. Stead, que a fuero de genuino y buen inglés odia a Alemania, insinúa, no sin habilidad, cómo el peor enemigo de los Estados Unidos, el enemigo mortal de la futura yanquización del mundo, es el Kaiser Guillermo. “El centro de la resistencia a los principios americanos, asegura paladinamente, está en Berlín.” Cuanto a Italia y a Francia, el Sr. Stead rememora opiniones y frases de un antiguo ministro italiano de Relaciones Exteriores y del publicista francés Leroy-Beaulieu, ambos desamorados de los Estados Unidos. El Sr. Stead quisiera, además, que los EE.UU. metiesen baza en Turquía, bajo cualquier pretexto; quiere oír en Washington el grito de: ¡A los Dardanelos! ¡A los Dardanelos! ¿Y por qué no? ¿Qué hace Dewey? ¿Qué hace Sampson? ¿Qué hacen los invencibles acorazados que, en dos batallas, barrieron de sobre el mar el pabellón de España? Respecto del Asia, al preconizar su yanquizamiento, es a Rusia a quien visa el escritor inglés.
Así, resumiendo, el Sr. Stead, quisiera contrarrestar la influencia rusa en Asia con la de los Estados Unidos; siembra, como puede, la cizaña entre este país y los pueblos latinos de Europa; anhela complicar el conflicto turco con la inmiscuencia de los Estados Unidos, para beneficio de Inglaterra y daño de otras potencias; y pavimenta la vía de una probable desavenencia entre el pueblo de Washington y el de Federico el Grande.
Todo esto, así, desenmascarado, brutalmente, no parece importante; lo es, sin embargo, y de mucha trascendencia, en la pluma diplomática del Sr. Stead; con sus opiniones de trampa y sus pinturas de señuelo.
Queda Hispanoamérica. El Sr. Stead manifiesta que, si bien parece una paradoja, es una gran verdad el que existen pocos rincones del mundo menos americanizados que la América del Sur. El semblante de paradoja no existe aquí, siempre que se dé a los términos su genuino significado, y no se tome, como no debe tomarse, la parte por el todo, a los Estados Unidos por América. La opinión del autor quedaría formulada así: “hay pocas partes del mundo menos yanquis, o yanquizadas, que la América del Sur”, lo que no es una paradoja, sino una verdad monda y lironda. Advierte el Sr. Stead que el comercio hispanoamericano tiende a otros pueblos que no al de los Estados Unidos; “que éstos hacen menos negocios con la América del Sur que con los 5.000.000 de canadienses de la frontera septentrional”. No se duela mucho tiempo de tal. Con la apertura del canal dominarán comercialmente los EE.UU. los pueblos que baña el Pacífico, no sólo en América, sino aun en Asia; y la influencia política de ese país se acrecerá sin límites en los pueblos adyacentes del canal. Echa el Sr. Stead su cuarto a espadas, como es de ley, respecto de la Doctrina de Monroe, con admirable casuística, y se lamenta de que el gobierno de los Estados Unidos imite en territorio de Hispanoamérica al perro del hortelano que, ni deja comer ni come. Prevé el autor futuras querellas de los Estados Unidos con Italia y Alemania, ya que “Alemania e Italia consideran el vasto continente a medio poblar de la América del Sur como la natural Hinterland donde se refugia el sobrante de su población”.
La natural Hinterland sería más bien para ambos países la nación norteamericana, ya que los Estados Unidos cuentan más italianos y alemanes que todo Suramérica.
Por lo que respecta a Italia no manifestó nunca hasta ahora intenciones de señoreo en territorio de América.
Ella se contenta con enviarnos sus emigrantes que se adineran por allá, viven en la abundancia, casan luego y procrean americanos; ella se contenta con vendernos sus vinos, sus quesos, sus pastas; y por eso, y por ser un pueblo de raza latina la queremos nosotros. Cuanto a Alemania, parece que tiene pretensiones en el Brasil(3), por la circunstancia de que 250.000 o 350.000 polacos, víctimas de Prusia, huyendo del sable teutón, de la patria en cruz, de la ignominia, de las vejaciones, del hambre, han corrido tras de los mares a buscarse en tierra de América, en el continente generoso de las repúblicas, pan, familia, reposo, la libertad y una patria, cuanto no tenían, cuanto les arrebató una pandilla de césares.
Pero de los patrioteros lirismos de la prensa alemana y de las indiscreciones del neurótico imperial, no se desprende que el Brasil caiga en el casco de Guillermo como una fruta podrida. El Brasil cuenta 16.000.000 de habitantes; no es un campo de azoradizos conejos donde el Sr. Guillermo Hohenzollern puede entregarse a cacería cuando le dé la gana.
Habría que contar, además, con la América Latina, que por instinto de salvación tiene, o debe tener, el de solidaridad; y con la América sajona cuya Doctrina de Monroe impide en el Nuevo Mundo la inmiscuencia de Europa. Esta Doctrina de Monroe nosotros la aceptamos en lo que ella tiene de bueno. Si los Estados Unidos nos ayudan, en caso de conflicto (para que el imperio de una potencia europea no rivalice en el continente con el de la nación norteamericana), bendita sea la Doctrina de Monroe, ya que el interés del pueblo que la proclama camina paralelo al nuestro; pero si la Doctrina de Monroe significa, a más, el protectorado de los Estados Unidos en América, nosotros rechazamos esa Doctrina. Apreciada así, como intenta la golosina de algunos yankees, la Doctrina de Monroe sería un medicamento no menos peligroso que el mal que dice curar. Pero ¡cómo agria el gesto de las potencias filibusteras de Europa la Doctrina de Monroe! La verdad es que, sin la Doctrina de Monroe, Venezuela hubiera perdido la Guayana, e Inglaterra sería: primero, ribereña del Orinoco, y bien pronto su ama y señora. Hay un triunfo más fresco de la Doctrina de Monroe. Alemania, que no tuvo el valor de ir sola a vengar la muerte de su embajador en Pekín, está muy satisfecha del éxito que obtuvo la cuadrilla de pueblos criminales que ella comandó en China. Así, alentada por el antecedente, acaba de proponer a Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, una expedición a Venezuela para poner orden en aquel desordenado país. Francia e Inglaterra aceptaron a toda prisa; pero los Estados Unidos, que se reservan la policía del continente, han negado su apoyo al proyecto, en nombre de la Doctrina Monroe. El apoyo negado de los EE.UU. es la oposición al proyecto alemán, que no se realizará por el momento, mientras los EE.UU. conserven las manos libres y el capricho de oponerse, ya que las grandes potencias de Europa, más o menos juntas o más o menos separadas, se mueren de miedo ante las complicaciones de una guerra con los EE.UU.
De donde se deduce que la política de Hispanoamérica, por el instante, debe ser ésta: valerse del monroísmo contra la voracidad y la insolencia europeas, y de la idea latina, que es necesario fomentar, contra los EE.UU.
Pero si en vez de abrir ojos continuamos en nuestros desórdenes canibalescos, el dilema de nuestro porvenir es el siguiente: ser devorados por un león o por un centenar de ratas inmundas; la suerte de Puerto Rico o la de Polonia.

III

En la tercera parte de la obra trata el Sr. Stead de cómo América americaniza.
Cree el autor que los yanquis yanquizan:
por la religión;
por la literatura y el periodismo;
por la ciencia;
por el arte;
por el teatro;
por la sociedad;
por el sport;
por los ferrocarriles, navegación y trusts.
En mi concepto los yanquis no yanquizan ni de esa ni de ninguna suerte; y no se preocupan, o no se han preocupado hasta ahora, de que sus ideas, métodos, gustos e inclinaciones, imperen en el mundo. Son los pueblos extraños quienes se ocupan en ellos y quienes estudian por descubrir el secreto del éxito colosal de aquel país. Ellos se contentan con ser jóvenes, sanos, fuertes; y de ellos se desprende, por modo natural e impreconcebido: la juventud, la salud y la fuerza, como el encanto de una armoniosa estatua, y como el rumor, del mar.
La religión no es cosa exclusiva ni creación norteamericana. Como en todos los pueblos, muchos se valen allí de las ideas religiosas para domeñar a las masas, so color de moralizarlas. El religionismo, por otra parte, es lepra inglesa; y la melancólica hipocresía de la religión les viene a los yanquis de sus padres.
Por la literatura y el periodismo no creo que los yankis hayan ejercido influencia hasta ahora en ninguna parte del mundo. El periódico yanqui, a pesar de su apariencia, colores, grabados, tamaño y cuanto halague al ojo, es el centón más ridículo que pueda imaginarse. Salvo en anuncios del extranjero, cualquier diario de Suramérica, de España o de Italia es muy superior. Aquellos retratos son de pulperos sin importancia, aquellas páginas de texto nutrido, son relatos de una cocinera que se divorcia, de un tranvía que se descarrila, o de un negro a quien linchan en Kentucky u Ohio. Lo que amerita dos columnas de prosa indigesta para el reporter de Nueva York, no pasa, en pluma de un chroniqueur parisiense, de cuatro líneas espirituales. El periódico en Europa y Suramérica es más literario y de más médula.
El diarismo en Norteamérica es, además de incoloro, anónimo. En los otros pueblos que cito las hojas llevan al pie de los artículos nombres ilustres: Angelo De Gubernatis o Matilde Serao; Rubén Darío o César Zumeta; Pablo Adam o Catulo Mendès; Joaquín Dicenta o Benito Pérez Galdós. En las noticias del extranjero superan, sí, los diarios de Chicago y de Nueva York a los periódicos de todo el mundo. El yanqui paga caro su noticia extranjera; porque aprecia la importancia de la información mundial. En Europa, por ejemplo, apenas se tienen otras noticias de Suramérica sino las que Nueva York y Washington publican y según su interés hacen circular. Así, los europeos, sin darse cuenta, y por ahorrar un cablegrama, sirven los intereses yanquis; muchas veces, cuando no siempre, contra los propios intereses europeos. En este sentido es como aceptaría la influencia de la prensa yanqui en el mundo; y si bien se examina, la influencia es del capital y de la política, no del periodismo.
Cuanto al arte, es ya un lugar común afirmar la absoluta incapacidad de los yanquis para cultivarlo y producirlo.
No se quejen. Las aptitudes se dividen en los pueblos como en los hombres. Fenicia y Cartago no rivalizan en la historia del arte con Atenas y Roma. Aun el mero apunte del Sr. Stead de la yanquización del mundo por el arte yanqui, aparece con visos de ironía.
La literatura, arte muy asociado a la propaganda; arte el que más se impone a la simpatía, a la admiración de los extraños; arte del que derivan algunos pueblos, como Francia, inmenso predominio moral y prestigio intelectual, ¿cuándo ha sido el mejor vehículo del pensamiento norteamericano? Si se exceptúa el alegato sentimental de Mrs. Beecher Stowe, destituido de mayor mérito literario, y algunos poemas de Whittier, ¿de qué asunto de interés humano y universal han formado los Estados Unidos obra de arte? Apenas dos nombres de poetas norteamericanos circulan entre los grandes nombres universales: Poe, a quien no cita el Sr. Stead, y Longfellow. Ninguno de los dos americaniza, o mejor dicho, newyorkiza. Longfellow, lector, traductor y aun reflector de poetas españoles y germanos, es, más que todo, un delicioso bardo inglés. En la Abadía de Westminster, si mal no recuerdo, existe el busto de Longfellow, entre mármoles y piedras tubulares de grandes hombres ingleses; y hasta corre en antologías inglesas como bardo británico(4). Edgar Allan Poe nació en Baltimore como ha podido nacer en Estocolmo, a la ribera del Vístula, al pie de una colina de Moravia o en el condado de Kent. Cuanto a Byron, Lowell, y algún otro, apenas son leídos sino por gente inglesa; y no se puede afirmar que hayan “americanizado” ningún país. No creo que exista, hasta ahora, una literatura americana. Si existe ¿cuál es su tendencia; cuál su característica? ¿Qué une; qué distingue a los creadores norteamericanos, en la república de las letras? Hay, sí, autores notables, pocos, aunque algunos tan brillantes como Washington Irwing, no nada yanqui, ni siquiera sajón. Americano es, sí, en cierto modo, el poderoso Whitman, el que vio
Un águila triunfando sobre una flor de lis
Pero una golondrina no hace verano. ¿Dónde están, pues, Sr. Stead, los plenipotenciarios del espíritu yanqui que yanquicen el mundo? ¿Serán Hall Caine, apreciable novelista, procedente del flamante naturalismo, y Mark Twain, filósofo de la risa que se introduce en Alemania? ¿O será la turba-multa de ambos sexos –polígrafos imbéciles e ignaros– que pulula en los Estados Unidos y hace crujir las prensas con sus volúmenes de a un real? Dudo que esos grafómanos ejerzan ninguna influencia fuera de los Estados Unidos. Dícese a menudo que los yanquis leen mucho. Es verdad, leen; ¿pero qué? Insulsos periódicos y obrillas anodinas que están, como diría Anatole France, hors de la littérature; y cuya existencia y consumo denotan la basteza del sentido estético en el pueblo que semejantes mamarrachos produce y gusta.
En otras manifestaciones de arte, ¿qué ha producido tampoco el pueblo norteamericano? Su mejor compositor de música, el mediocre Souza, es un hebreo de origen portugués y nacido en Holanda. La circunstancia de que el rey Eduardo VII haya escogido un pintor yanqui para trasladar al lienzo la ceremonia teatral y arcaica del coronamiento, no significa, según imagina el Sr. Stead, la superioridad de la pintura yanki. Puede significar, sí, muchas otras cosas; por ejemplo: la superioridad del pintor escogido, o el mal gusto del rey, o el desamor del soberano a los pintores actuales de Inglaterra. Un americano es, a lo que opina el Sr. Stead, “el más grande escultor de la época, excepción hecha de M. Rodin”. Juro que ignoraba hasta ahora el nombre de ese genio; y aún ignoro cuáles sean las obras que le merecen tan lisonjera opinión del Sr. Stead; y qué palacio, o qué jardín, o qué ciudad se adornan con sus mármoles gloriosos. Tampoco en el teatro, como se desprende del capítulo que el Sr. Stead consagra a la opinión que el crítico inglés, Mr. Archer, tiene del teatro yanqui, pueden vanagloriarse los angloamericanos de poseer, no digo ya una literatura dramática, pero ni un autor notable. A fuerza de dólares se tradujo y se montó en la escena francesa, no hace mucho, una obra de autor yanqui. Luego de representada, los críticos de París, todos, desde el mayor al más insignificante opinaban contestes que la obra no merecía los honores de la escena francesa.
En la ciencia y en las aplicaciones prácticas de la ciencia sí han culminado, a la verdad, muchos norteamericanos. Franklin y Edison pertenecen al número de nombres de los cuales puede enorgullecerse la humanidad. Payne, Emerson, Maudsley, Draper e Ingersoll hacen honor al nombre norteamericano. Los ingenieros mecánicos y electricistas de los Estados Unidos son los primeros del mundo; y los útiles industriales, en cuya invención entran por igual imaginación y ciencia, alcanzan allí su máximo perfeccionamiento.
“Entre las influencias que están americanizando el mundo, opina el Sr. Stead, que no desperdicia ocasión de lisonjear la vanidad de los yanquis, la influencia de la mujer es de las más notables y encantadoras.” Yo no lo seguiré en la enumeración de mujeres norteamericanas que se casaron con hombres culminantes de otros países; y dejo íntegra su admiración por una cierta Mrs. Hallbon, de Minnesota, que “ordeña 19 vacas en la mañana y 19 en la tarde; y que en ocasiones ordeña hasta 50 por día”. Opino como el autor que “sería monstruosa injusticia pensar que el matrimonio entre un título europeo y una rica heredera del Nuevo Mundo nunca sea cumplido por afección tan desinteresada, que los dólares no se miren como una bagatela en el contrato nupcial”; por eso no comparto el parecer algo contradictorio que expone el Sr. Stead, líneas antes, parecer según el cual “es solamente la más famosa heredera la que llama la atención; y en muchos casos motiva el matrimonio cuanto pueda imaginarse menos el sentimiento”.
En el capítulo sobre el sport se escapa al entusiasta Sr. Stead, una explicación de por qué los yanquis han ganado contra Inglaterra once veces consecutivas la “America Cup”, en carrera de yates. Esa explicación ingenua me hace pensar que, a pesar de su disfraz de yanquizante, el simpático ironista Sr. Stead es, hasta en sport, un desaforado patriota. No hay que engañarse; ese himno sin término, ese hurra constante a los Estados Unidos, no es sino una advertencia y un grito desesperado a su país. Ese hombre es, repito, un patriota. El mensaje de Cleveland, a propósito del proyectado latrocinio de Guayana, exaspera el patriotismo del Sr. Stead, que a pesar de toda su diplomacia lo trae a cuento doscientas veces. Y en alguna otra parte exclama el excelente patriota:
“John Bull tendrá que despertarse; será una dificultad de un cuarto de hora para el buen viejo; pero el resultado acaso a nadie asombre tanto como a esos americanos, que con la mayor sangre fría, parecen dispuestos a vender la piel del león antes de haberlo matado”.
Los ferrocarriles, la navegación y los trusts, a los cuales consagra el último capítulo de su tercera parte la obra del Sr. Stead, sí me parecen poderosos factores de americanización. Los trusts son una fórmula completamente nueva de la osadía colosal de los yanquis. El mundo no había visto hasta ahora nada semejante. Es natural que abra los ojos, en mueca de asombro.

IV

En el comienzo de la “Cuarta parte” de su obra el Sr. Stead se pregunta: What is the secret of American success? Él quiere saber en qué consiste la fuerza de los yanquis, con el laudable propósito de ver por beneficiar a su propio país. Según el Sr. Stead los tres primordiales factores de superioridad en el pueblo de los EE.UU. son: la instrucción; el estímulo de producción; y la democracia. Otras opiniones ajenas que cita el Sr. Stead son curiosas. Para un judío a quien alude el autor, el éxito de los angloamericanos consiste en que la religión no los embaraza ni les toma tiempo, en que no desparraman su energía en artes, como italianos y franceses; ni en ejércitos como los alemanes; ni en marina, colonias, sport, como los ingleses; sino que ellos concentran toda su energía nacional en este solo propósito: la conquista del oro. Esta opinión hebrea es tan insignificante, superficial y falsa que no merece los honores de la refutación. Mr. Choate, embajador angloamericano en Londres opina como Tocqueville, que la democracia, the absolute political equality of all citizens with universal suffrage, es el secreto del éxito americano. Y un señor Wideneos, de Philadelphia, imagina que el florecimiento de su país se debe a la inteligencia e instrucción del proletario yanqui, y al fácil acceso del pueblo a todos los honores civiles.
Pero aun cuando no se descubran las causas del fenómeno, el fenómeno existe y es necesario contar con él. Así, el Sr. Stead preconiza la unión de los pueblos ingleses bajo la bandera americana; mas como todos los ingleses no aceptarán su fórmula, el Sr. Stead despoja su pensamiento de cuanto pueda tener de irrealizable; y concluye, apoyado en las mejores autoridades inglesas, por preconizar una alianza política. Y como las alianzas entre países pueden ser de muchas suertes, el Sr. Stead propone, ya no “The United States of the Englishspeaking World”, sino La liga solemne que Mr. Stevenson propuso para entre la madre patria y sus posesiones. El Sr. Stead apunta esa Liga como base de alianza. Los compromisos cardinales de la Liga serían:
1o Obligación de garantizar, contra la conquista extranjera, los territorios ocupados por raza inglesa.
2o Garantía solidaria del derecho de neutralidad(5).
Este es el punto capital del libro. Todos sus entusiasmos y fuegos artificiales de devoción a la raza conducen al Sr. Stead a querer:
1o Que los EE.UU. olviden el consejo de George Washington, según el cual, respecto a las naciones extranjeras los EE.UU. deben cultivar las mayores relaciones de comercio y el mínimum de relaciones políticas;
2o Que los recursos de los EE.UU. entren incondicionalmente al servicio del imperialismo británico.
Bien hace el Sr. Stead en sospechar que su proyecto de alianza no despierte en los EE.UU. el mismo entusiasmo que en Inglaterra. En efecto, los EE.UU. por esa alianza renunciarían: 1o A la posibilidad de que el Canadá y las Antillas inglesas fueran un día posesiones norteamericanas; 2o A la tranquilidad de su política exterior que les permite estar a la expectativa con las manos libres y los bolsillos repletos; tranquilidad que bastaría a comprometer la torpeza o mala intención, no sólo del gabinete inglés, sino hasta de un simple Premier colonial.
Esa alianza, además, sabiamente explotada por la experiencia y sagacidad inglesas, reportaría beneficios innúmeros a la Gran Bretaña, aun con detrimento del desarrollo comercial y político de los EE.UU.; pero como Inglaterra es hábil en extremo y de una política florentina, acaso los EE.UU. consientan un día en ligarse las manos en beneficio de Inglaterra, que es lo que se propone, en último análisis, la obra del Sr. Stead.

V

Esa fraternidad de Inglaterra y los Estados Unidos duplicaría el apetito de ambas potencias; y es de preguntarse: ¿nosotros, pueblos españoles de ambos mundos, seríamos los menos afectados por esa alianza?
En el número correspondiente a julio de 1902, en la revista madrileña Nuestro Tiempo, del sesudo escritor político D. Salvador Canals, corre un estudio titulado: “Nuestra frontera con Inglaterra en Gibraltar”, obra del Sr. Maura Gamazo.
Recuerden los españoles de la Península cómo pinta la actitud invasora de Inglaterra el Sr. Maura Gamazo; y cómo ve declinar el prestigio de España. “Volviendo al Peñón, escribe el Sr. Gamazo, si la renuncia de Inglaterra a su soberanía en aquel territorio dependiese de un plebiscito, ni en el norte de Marruecos, ni en el sur de España, contaría nuestra causa con bastantes votos para vencer. Saben muy bien los ingleses que no han de tropezar con la enérgica oposición del espíritu público, y porque lo saben hace mucho tiempo que van agrandando sus dominios a costa de España.” Luego de historiar el ensanche de las rapiñas inglesas en el territorio español de Gibraltar, el Sr. Gamazo recuerda los abusos ingleses de todo género, como sondeos en aguas españolas y desembarque arbitrario en tierra de España, so pretexto de buscar un torpedo. “Todo les sirve –añade con desconsuelo el Sr. Gamazo–, porque conocedores de la fuerza que tiene en nuestra patria el precedente, el abuso de ayer se convierte en derecho de hoy y en objeto de reclamación oficial mañana.”
Se dirá que el Sr. Gamazo ha sido ministro de Estado y pudo ayer prevenir los males que hoy delata; pero lo cierto es que el mal existe; que la influencia inglesa acrece en el sur de España, y en las posesiones españolas del norte africano, y que debe tenderse a que ni una pulgada más de tierra española caiga en las redes de aquella araña de hilos sutilísimos que miró en Gibraltar el Sr. Gamazo.
Cuanto a los pueblos hispanoamericanos, viven en la zozobra del peligro extranjero. Los yankees manifiestan el deseo de que bandas de tierra a una y otra parte del canal y en toda su longitud, sean posesiones norteamericanas(6). El Sr. Stead insinúa a los EE.UU., por si ellos se olvidasen, que para guardar el canal necesitan algunas estaciones; y benévolamente se permite indicarles: “la bahía del Almirante, en Colombia; el golfo Dulce, en Costa Rica; y alguna de las islas Galápagos, islas que están lejos de la costa y pertenecen al Ecuador”. El excelente Cecil Rhodes afirmaba una vez: “si hubiera sido Foreign Minister habría ocupado la Argentina, reteniéndola como retenemos el Egipto”. El Duque de Argyll, aconsejaba a los alemanes en la Deutsche Revue, en septiembre de 1891, que pusiesen mano en la República Argentina.
Véanse las elocuentes y fervorosas incitaciones del buen duque.
“Existe un país, el único país en el cual nada es despreciable, sino los hombres, donde un nuevo trono puede ser levantado. Existe un país cuya felicidad depende de una potencia extranjera, que impida a sus habitantes que se rompan unos a otros la cabeza cada pocos años; un país con una hermosa capital, espléndido puerto, buen suelo, en el cual todo es excelente, a excepción del gobierno. Este país que sólo requiere un protectorado europeo para reducirlo al orden, y hacer de él un Dorado, es la Argentina. La dominación germana en forma de protectorado, o en cualquier otra forma, sería bien recibida, porque ella sería capaz de ayudar al país a levantarse de su actual postración”.
Este apreciable inglés Sr. Argyll, debe de haber celebrado algún contrato en la Argentina, o acaso guarde gratos recuerdos de Buenos Aires, ya que, a fuer de generoso en la gratitud, desea tanto bien para aquella tierra latinoamericana. Nobleza obliga. Sólo una cosa echa en el olvido el de Argyll, y es la manera cómo retornó a Europa, de América, Maximiliano de Habsburgo.
De todas partes nos amenazan; pero ningún peligro sería mayor que el de los Estados Unidos, asesorados de Inglaterra. De donde se sigue que ante el peligro, la ninguna solidaridad de los españoles de ambos mundos nos es perjudicial. Yo no predico a los americanos regresión al estado de feto; a respirar por el cordón umbilical que la espada de Simón Bolívar cortó hace tiempo. No olvido tampoco cierta Carta americana de D. Juan Valera, según la cual la cuna de los pueblos hispanoparlantes es apenas un total de debilidades. Puesto a un lado el buen humor en disfraz de pesimismo, un acercamiento de los pueblos de raza española, ¿sería imposible? ¿sería inconveniente? ¿De qué fórmula podría revestirse una fraternidad de los pueblos hispanos de ambos mundos? ¿En qué pudiera consistir dicha fraternidad?(7)
Somos nosotros, americolatinos, quienes más peligro corren. Nosotros vivimos en la imprevisión. Nos imaginamos solos en el mundo, sin recordar que en política, lo mismo que en el mar, hay ballenas, tiburones y hasta pesadas focas que se nutren de la pesca, es decir, que viven de los débiles.
Todo induce a creer que las guerras, que en la Edad Media fueron de religión y a fines del siglo XIX industriales y comerciales, serán en el siglo XX guerras de raza. Las unidades de pueblos homogéneos tienden a unirse, con el instinto, aun vago, de un próximo peligro. Por algo se empieza a tratar de pangermanismo, de paneslavismo, de panlatinismo. ¿Será imposible el acercamiento panhispano? No a manera de unidad nacional, según la constitución de Italia y de Alemania, sino como una fratellanza política, cuyos nexos, más o menos estrechos, pudieran estatuirse, desde la simpatía platónica hasta la solidaridad oficial(8). Y caso de que el panhispanismo sea irrealizable, no lo es de ninguna manera la alianza de las naciones lusohispanoamericanas. Un congreso de plenipotenciarios latinoamericanos reunido en alguna de nuestras capitales: Santiago de Chile, México, Río de Janeiro, Bogotá, pudiera, como ya lo intentó la previsión de Bolívar, en el Congreso de Panamá, decidir de los destinos de nuestra raza y nuestro continente. Darle forma al pensamiento de nuestra solidaridad, definir el código de los deberes y de los derechos mutuos de cada nación latinoamericana, asentar los medios para el cultivo de recíprocas relaciones de todo orden, tal sería el objeto de ese congreso. De unos países a otros los americolatinos no ventilan grandes intereses materiales del momento, es decir, gran comercio, etc. Ventilan, sí, un máximo interés de sentimiento y de vida, el interés de guardar el continente para sí, para la raza que lo posee. El descalabro de una porción de esa raza y de ese continente afecta, y afectará aun más en lo futuro, todo el continente y la raza latinoamericanos.
Ya de acuerdo nosotros en cuanto a ciertos puntos cardinales de nuestra política exterior(9), pudiéramos decidir hacia qué lado convendría más inclinarnos: hacia el panamericanismo o hacia el panlatinismo; qué garantizaría mejor nuestro porvenir: el ideal de mancomunidad de continente e instituciones republicanas, o las afinidades de raza, y la homogeneidad de cultura latina. Cada uno tiene sus personales simpatías, por supuesto; pero simpatías no son razones. Demás de que ante el beneficio máximo de la comunidad debe sacrificarse todo.
Toca a los publicistas discutir estas ideas y a los gabinetes discutirlas e informarlas.
R. Blanco-Fombona
Cónsul de Venezuela en Ámsterdam

Notas

*The Americanisation of the World, or the Trend Twentieth Century. By W. T. Stead. Published at The Revues of Revues office, Mawbray house, Norfolk street, London, W.C. 1902.
W. T. Stead. L’américanisation du monde. Paris. Félix Juven, éditeur. 122 rue Reamier. Ambas ediciones se han tenido a la vista para escribir este folleto. En la edición francesa hay muchas reducciones y mutilaciones del texto.
1. La idea de la “americanización” del mundo no es original del Sr. Stead, sino del bueno de Pécuchet. Pécuchet, que hacia el fin de su vida miraba “l’avenir de l’Humanité en noir”, previó el día en que “l’Amérique aura conquis la terre”.
2. Remy de Gourmont. La culture des Idées.
3. Las pretensiones alemanas visan ahora a Venezuela, so pretexto de unas reclamaciones más o menos quiméricas. Alemania, humilde ante el Uncle Sam, acaba de pasar una nota a los EE.UU. dándole cuenta de su futura política respecto de Venezuela. Los EE.UU. respondieron que algunas de esas reclamaciones alemanas carecían de sólido fundamento; y que los planes de Alemania atentaban a la Doctrina de Monroe.
4. (Poetic Gems from Shakespeare till present day selected by B.S. Berrington B.A. The Hague, 1900.)
5. El texto reza así: “The bond between English-speaking nations would be reduced to an obligation to guarantee the home lands of the race against foreing conquest, and a joint guarantee by each and all of the right to neutrality” (edición inglesa, p. 161).
6. Los armadores angloamericanos acaban de manifestar ante el gobierno de su país, pidiéndole que declare territorio de la Unión una zona de 10 kilómetros a ambos lados del futuro canal. Así, por esta humilde petición de los armadores yanquis, Colón y Panamá pasarían a manos de los EE.UU. No será extraño que otros buenos ciudadanos de los EE.UU. encuentren suficientes razones para pedir la anexión a los EE.UU. de los países del sur, de México a Patagonia.
7. No se olvide que es un venezolano quien habla de panhispanismo, a pesar de que Venezuela podría guardar el resentimiento del Laudo español, a propósito de nuestros límites con la hermana República de Colombia.
8. El congreso panhispano de Madrid, que fue el primer paso hacia la solidaridad de la raza, no estatuyó nada, que yo sepa. De ahí su infecundidad relativa.
9. De existir ese acuerdo no se hubieran cometido máximos desaciertos, como el de la cesión del territorio de Acre, por la República de Bolivia, a una compañía yanqui, con derechos casi autonómicos. Esa malhadada cesión estuvo a pique de escindir las buenas relaciones necesarias entre países suramericanos. A la diplomacia del Brasil y a la buena fe de Bolivia corresponde el triunfo sobre aquel yerro.

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