martes, 4 de mayo de 2010

DESARRAIGO DE LA CLASE ALTA


por Arturo Jauretche

EL "AUSENTISMO" DE LA ALTA CLASE


Se ha visto que el nuevo siglo, encontró en el mismo grupo a la alta clase porteña y las figuras provincianas del roquismo. Había terminado también el "luto social" im­puesto a las familias rosistas recalcitrantes.

La Argentina entraba triunfalmente en el mercado mundial y se abandonaba la pretensión de una economía integrada nacionalmente, de más largo alcance, pero in­convenientes para la prosperidad inmediata. La política manchesteriana estaba acreditando su eficacia en los bol­sillos de los propietarios de la tierra y aun en los de mu­chos inmigrantes.

La conquista del desierto, los ferrocarriles, la inmi­gración, el alambrado, el Registro de la Propiedad, el me­joramiento de las razas y, enseguida, el frigorífico, rea­lizaban de hecho el unitarismo, concentrando en el lito­ral y en sus grupos afincados, todo el destino de la Re­pública, en una estratificación social que garantizaba —por el poblamiento por gringos— la perdurabilidad del siste­ma sin el riesgo de la "chusma incivil" de que hablaba Sarmiento.

Para los propietarios de la tierra estábamos en Jauja y ésa era también Jauja para muchos en la ola inmigra­toria.

Esa Jauja de la alta clase, hija de la divisa fuerte, permitió un ausentismo casi permanente de gran parte de la misma, que vivía más en Europa que en su propio país; allí educaron sus hijos y entroncaron con algunas ramas de la nobleza europea, y allí las niñas porteñas disputaron los títulos a las hijas de los Vanderbilt o los Morgan.

Del "rastacuero" de los primeros viajes pasamos al retiramiento de los salones de París; refinamiento que se traslada luego a Buenos Aires y de cuya existencia dan testimonio los lujosos palacios a la francesa del barrio Norte, hoy en trance de demolición, pero de los cuales bastan como testigos de época las residencias Anchorena y Paz, que subsisten como bienes del Estado (Ministerio de Relaciones Exteriores y Círculo Militar) en la plaza San Martín. Los amoblamientos y decoraciones y la increíble importación de objetos de arte que permite que hoy Buenos Aires sea un importante proveedor en los remates de Sotheby.

La colonia argentina en París tiene una significación especial y Buenos Aires adquiere de reflejo la importan­cia que ahora ha perdido y que nuestros comentaristas económicos atribuyen a una decadencia, cuando es el producto de un mejor equilibrio de su sociedad(1).

Todo el pensamiento liberal, toda la enseñanza, todos los medios culturales tienden a lo mismo: desamericanizar el país —"este es un país blanco"— desvinculándolo además de lo español y afirmándolo en la doble línea en que lo estético es francés y lo económico británico.

Si el estilo de los palacios y los modos de los salones se afrancesaban vertiginosamente con la introducción de “cultura” por millones y millones de pesos, las misses y mademoiselles se encargaban de la educación de los niños, completada en los high schools y en los colegios religiosos de categoría –una letra sacre-coeur es imprescindible para las mujeres— e integrada después en Eton y Oxford, en muchos casos, para obtener el gentleman, o en el internado francés o suizo para lograr la madame que asombraría a la abuela porteña convertida en gran mère y al padre o al abuelo transformado en dady.

La palabra argentino, en Europa, era un “sésamo ábrete”. No había llegado todavía el turismo en serie de las clases modestas ni exportábamos la “picaresca porteña” que se fue tras el prestigio del tango. Excepcionalmente merodeaba por Europa algún artista pobre, pero escritores o pintores se acomodaban en general, en los consulados y cargo de la diplomacia o gozaban de becas (con 500 pesos argentinos hubo quien tuvo a la vez atelier en Florencia y en París).

La gama de los “metecos” argentinos era muy amplia, desde los “guarangos” que daban los primeros pasos en el mundo europeo y los snobs que cumplían su momento de tilinguería, a los que ya se estabilizaban en las buenas maneras de la sociedad europea. Pero lo mismo para romper unos espejos en la Bute Montmartre o en Place Clichy e indemnizar, comprar un cuadro a un marchand, un vestido en Faubourg Saint Honoré, una joya en Place Vendôme o firmar una adición en Maxim´s, la palabra argentino bastaba. Una anciana dama exiliada hoy en Buenos Aires por la caída de la divisa, cuenta:

Cuando vivíamos en Europa, yo creía que llevar dinero era un signo de pobreza; nosotros no lo usábamos, pues firmábamos siempre; en Niza o en Carlsbad, en París o en Londres. Ni los taxis pagábamos porque lo hacían los conserjes.

¡Magníficos tiempos que añora la dama!... ¡y también los conserjes!

Si el inglés era el lenguaje de los negocios, el francés era el lenguaje del espíritu y el placer, porque París era a la vez la Atenas y la Síbaris(2).

Los ricos argentinos con la divisa fuerte contaban en­tre los ricos del mundo; ellos dieron la imagen interna­cional que la alta clase asimilaba confundiendo su propia riqueza con la del país —la concentración en sus manos de toda la capacidad de consumo superfluo—es una idea pa­recida a la que pudo tener el maharajá de la India o el sheik árabe, que encontraban de paso en ese mundo inter­nacional que constituye la clientela de los grandes hoteles, estaciones termales y balnearios europeos, y que identifi­caba casi como una nacionalidad a estancieros argentinos, banqueros e industriales norteamericanos o fazendeiros brasileños, barones letones, príncipes rusos, con artistas, jugadores y aventureros: un abigarrado conjunto en que el volumen de la pour boire establecía las jerarquías, a ojo de conserje.

Era el apogeo de la belle époque y Buenos Aires realizaba, en el Teatro Colón, en la Ópera y el Odeón, en la importación de amantes franceses, juntamente con muebles, porcelanas, marfiles pinturas, es­culturas, un remedo parisino; y uno británico en las grandes tardes de Palermo, su Ascot, con la presencia de "colores", cuidadores y jockeys que alternaban entre los hipódromos del Río de la Plata y las pistas europeas. (Domingo Torterolo lucía los colores de don Saturnino Unzué lo mismo en Palermo que en Deauville o Longchamps).

Era una forma de prestigio internacional que aun añora mu­cha gente a quienes repugna ese otro que trajeron los Firpos, Suárez, Pascualito Pérez, Accavallos, Fangios y los equipos de fútbol de carácter populachero y que sólo ha llegado a compensar en parte el éxito del polo argentino(3).

De reflejo, aun la misma parte de la alta clase que no practicaba ese ausentismo habitual, iba adquiriendo el tono europeo correspon­diente y alejándose del país real, el que iba quedando atrás: el de ce­pa criolla, y el nuevo que surgía con la fuerte impronta del inmigrante.

Como consecuencia de la ideología que se practicaba como dogma, la idea de la grandeza era puramente crema­tística, se vinculaba a las cifras de las exportaciones e im­portaciones, considerando la riqueza en términos de in­tercambio y no de producción y consumo general; corres­pondía una imagen estática de las clases cuya única movi­lidad concebible consistía en el triunfo individual de los nuevos en el comercio de campaña y la especulación en tierras.

Las características de permeabilidad de la alta clase subsistían, y vencida una leve resistencia, los Devoto y los Soldati, eran admitidos como lo habían sido poco antes los Santamarina o los Pereda, y lo son hoy los Fano. Pero ahora la incorporación de la alta burguesía tenía que ha­cerse por las puertas de la Sociedad Rural, no por el mos­trador o la industria; ya se había olvidado definitivamen­te el origen comercial de la alta sociedad porteña: se entra­ba a la "sociedad" como en la "exposición", llevando el toro del cabestro.

EFECTO POLÍTICO DEL DESARRAIGO

La alta sociedad se fue aislando de la vida cívica. La jefatura de los partidos conservadores salió de las figuras tradicionales y los grandes apellidos sólo se prestaban oca­sionalmente como bandera, pasando su dirección a rangos más bajos y aun a caudillos de barrio o de pueblo, y su representación a jóvenes de las otras clases, preferente­mente de provincias, promovidos por su talento como in­térpretes eficaces. También se desvinculó de la milicia, donde sólo por excepción aparecían sus apellidos, pues se la consideraba peyorativamente hasta por los propios descendientes de quienes se habían elevado por el camino de la espada, y preferían ahora la imagen del landlord, y aun la del gentleman farmer, a la del soldado.

Aislada la alta sociedad del resto del país fue comple­tando su desconocimiento del mismo, que pasó a ser como un país extranjero en colonización, o a lo sumo en tute­la, que delegaba en sus políticos profesionales. En ocasio­nes alguien señalaba la desnaturalización que iba produ­ciendo la inmigración extranjera y la eliminación de la tra­dición —consecuencia de la sustitución demográfica— co­mo elemento formativo del país(4).

Fueron excepciones —como Sáenz Peña e Indalecio Gómez— los que se propusieron adecuar lo político a la nueva realidad.

Para el grueso de la alta clase que no percibía la extranjerización, ésta sólo se notaba cuando las ideas sembradas por la misma se proyectaban al campo social y amenazaban el "orden sagrado" de sus intereses, confundiendo con una reacción nacionalista lo que sólo era la defensa de su situación de privilegio. Del incendio de la Protesta a la Liga Patriótica, ese es el nacionalismo de la juventud dorada que se cobija bajo los pliegues de la azul y blanca frente a la bandera roja de los "gringos" (Muchos años después se verá, cuando la protesta social enarbole la bandera argentina cómo la reacción contra ésta se acogerá a la de las barras y estrellas, Braden mediante, lo que nos ahorra mayores demostraciones sobre la naturaleza de ese nacionalismo que entonces se llamaba patriotismo).

El carácter de las conmociones sociales era ciertamente extranjero en cuanto a su ideario y estilo y en eso no se equivocaba la alta clase; no lo era en cuanto a la naturaleza de sus demandas. Aquella extranjería era el producto natural de la superposición masiva de los inmigrantes como hecho demográfico, y de la incapacidad de la intelligentzia para producir un pensamiento propio, pues la procedencia extranjera de los dirigentes se unían periódico, universidad, libro y escuela, todos orientados hacia la reproducción simiesca del modelo europeo y a la negación de cualquier originalidad, o mejor a su detracción sistemática.

Así, la formación de un pensamiento social revolucionario o reformista no podía apoyarse en bases nacionales inexistentes y era sólo el reverso de la extranjería mental de la alta clase. El dirigente revolucionario era la otra cara de la misma medalla: extranjero o nativo, transfería al país una visión tan importada de sus problemas y soluciones, como la de la supuesta élite; aun en terrenos opuestos, ambos eran el producto del colonialismo mental. Pero éste, es tema para más adelante.

CULTURA EUROPEA Y RITUAL CRIOLLO

Esta sociedad ausentista —y que aun en Buenos Ai­res seguía ausente reproduciendo en lo posible la vida eu­ropea—, no constituía toda la alta clase pero le daba el signo. Subsistía un sector de la clase alta que conservaba los modos de la vieja sociedad porteña, tal vez porque sus recursos no le permitían el ausentismo. Participaba de la misma extranjería ideológica que la otra, como se ha señalado, pero un poco “a contrapelo” de sus gustos criollos que se traducían en una vida más sencilla y tradicional y en su relación patronal directa con la clase inferior, como consecuencia de la convivencia en el país. Todavía estaba ligada a la “gran aldea” con su carga de gazmoñería y de prejuicios.

Tal vez por esto el desarraigo de la alta clase no impedía la práctica de ciertos rituales tradicionales. La Presidencia de la Sociedad de Beneficencia siguió siendo durante muchos años el más alto símbolo de figuración social, y la ceremonia de la distribución de premios a la virtud en el Teatro Colón abría anualmente un paréntesis tradi­cional en la temporada de abono. En esta las grandes noches estaban al nivel de los primeros teatros europeos, tanto en el espectáculo del escenario —facilitado por un invierno correspondiente al verano euro­peo que permitía disponer de las primas donnas, tenores y barítonos de fama mundial— como por el de los palcos y la platea donde se lu­cían los primores de la haute couture y la joyería parisina, y el esmero de los sastres de Saville Road. Además se conservaba vigente la cazue­la, desde donde viudas y viejas solteronas vigilaban al dedillo cualquier transgresión a un tan contradictorio código de convenciones, hijas de ese hibridismo cultural. Así, esta sociedad, descreída en materia religiosa, practicaba un catolicismo formal que se resolvía en una dicotomía familiar en que la religión era buena sólo para las mujeres con lo que la fe era cuestión de sexo.(5)

(Aquel sector ausentista de la sociedad argentina era indiscutiblemente snob, pero su snobismo se había inspirado en buenos modelos y el aprendizaje había sido rápido, lo que revela, que el material hu­mano era apto. Si la cocina francesa había reemplazado a la criolla, esto no significaba, como ya veremos cree el "medio pelo" que la alta sociedad se alimentase sólo de champagne y caviar. Si utilizaba con preferencia el francés y el inglés en lugar de su idioma, hay que convenir que cualquiera de los tres era bueno, sin la ridícula afectación de sus imitadores actuales).

También era posible la subsistencia de ciertas relaciones patriarcales con los descendientes de la negra esclava o la mulata que amamantó a los abuelos, con el peón que le había redomoneado el primer “pingo” y también con el bolichero de barrio y con los dependientes de comercio, con quienes se cambiaba los buenos días en un idioma común, en la comunidad de ciertos valores entendidos; en fin, en todo eso que hace que los seres humanos se reconozcan como connacionales.(6)

Duró bastante tiempo la coexistencia de dos grupos; era una diferencia de matiz en las costumbres y en los gustos, más que en otra cosa. La misma Plaza San Martín, cuyos palacios franceses se han recordado antes, nos la mostraba arquitectónicamente con dos estilos distintos: la vieja casa de los Obligado en la calle Charcas y su colin­dante, la de Romero, ambas desaparecidas hace pocos años, haciendo contraste con los palacios ya mencionados de Anchorena y Paz.

El país, tal como lo ve esa clase, está vigente en la escena de la gran estancia, con "las casas" transformadas en manors de estilo Tudor y la subsistencia de los ran­chos de los puesteros o del galpón donde duerme el perso­nal; del peón de bombachas y alpargatas, obligado al misoginismo,(7) coincidentemente con la visita del “niño” —breeches y botas inglesas— con la francesa de turno, o la prole numerosa, si se trata de los "patrones", al regre­so de la season londinense, de París o de la temporada en la Riviera, en la oportunidad de una yerra.

Asados humeantes, revoltijo de pialadores, guampas y potros y mayordomo inglés, de gritos guturales, múscu­los tensos, lazos vibradores, chuscadas paisanas, que dan a las visitas distinguidas, a los invitados extranjeros —mi­llonarios de Europa y EE.UU., literatos y filósofos de mo­da, venidos de París—, la nota exótica que inútilmente habían buscado en los palacios de sus huéspedes, en los salones de conferencias de Buenos Aires —"Una ciudad tan europea..." como le han dicho al dueño de casa con irónica reserva y para su íntimo regodeo de hombre cul­to—. A falta de cacerías de elefantes o tigres de Bengala es necesario que el viajero se lleve una imagen siquiera aproximada a la que puede mostrar el Aga Kahn, pero también es posible, por esos matices que ya he señalado en la clase, que a algún “niño” le salte el gaucho que lleva adentro —como la custodia lleva la hostia— y se le “siente a un redomón” o se luzca en un "pial de volcao". Pero esto es muy de excepción; en el fondo un gauchismo bue­no para mostrarlo a los visitantes, malo, en cuanto expre­sa una aptitud indígena. Para esa época, los padres estancieros cuidaban que sus hijos no se agauchasen. ¡Era ca­si como que le salieran militares!

A la hora del té, el orden europeo ya está restable­cido. Llegan muy lejanamente —a través de las pelouses y el frondoso parque de coníferas— los mugidos de las ha­ciendas y los gritos atiplados(8) de los peones en sus úl­timos trabajos del día. Todos se han "cambiado" y la conversación amable y trivial ha recuperado el nivel idiomático del inglés y el francés, displicentemente como en Mayfair, salpicada con un poco de español y modismos criollos, pero muy apocopado ligerito, como si se hablara en "puntas de pie", haciendo "pininos" sobre el idioma ver­náculo.


DE BURGUESÍA A ARISTOCRACIA DEPENDIENTE



La alta clase había olvidado por completo el origen comercial de su posición y con el boom de la prosperidad, el manejo del comercio internacional se le fue de las manos, lo mismo que el de la banca para pasar a las corpora­ciones extranjeras que instalaban sus sucursales en la city porteña y concentraban en manos imperiales —lógicamente de Gran Bretaña en su mayor parte— la exporta­ción, la importación, el flete y el seguro.

Ya hemos visto que la prosperidad momentánea pudo dar las bases de la formación del capitalismo nacional que, consolidado sobre los márgenes que dejaba la producción argentina, entre su costo chacra percibido por el productor y el resultante de la venta en el exterior, permitiese el desarrollo de un proceso de integración económica, tal como se había aprovechado en los EE.UU., que capitalizó los frutos del comercio exterior —en mucha parte cerealero— para desarrollar las bases de la expansión interna.

Pero la riqueza territorial era un regalo de los dioses no el producto del esfuerzo y la aptitud capitalista de esa clase. Aun la misma modernización de las razas ganaderas, donde la clase territorial cumplió una tarea efectiva, careció los fines típicos del capitalismo y correspondió más a la preocupación estética de reproducir el estilo de la clase territorial europea en cabañas y estancias paralelas a los modelos propuestos, con parques y cascos que rivalizaban con los castillos y "manors", provocando el asombro de los viajeros de primera clase.

El aprovechamiento comercial —en el nivel internacional— de la producción agropecuaria, era por completo ajeno a esa clase, y así la estancia moderna fue más que nada una prolongación del frigorífico que demandaba esa transformación de las razas, y el frigorífico una prolonga­ción del único mercado posible y estimable: el británico.

El progreso nacional debió ser otro: mercado, nave, seguro, frigorífico, ferrocarril, como prolongación de la chacra y de la estancia.

Vender, comprar, fabricar, navegar, asegurar, bancar, disputar clientes, abrir mercados, son cosas de burgueses: los ricos argentinos se han propuesto como modelos a los príncipes rusos, los nababs, y los lores ingleses, no a esos groseros norteamericanos que se jactan de serlo, hinchas de baseball, que casan la hija con un noble y publican a gritos el precio de la dote y utilizan el título para una marca de fábrica y que en lugar de imitar el inglés de Oxford se envanecen en su idioma norteamericano. (No saben ver la realidad detrás del aire displicente del lord que disimula sus actividades burguesas que le permiten mantener el costoso castillo)(9).

Si Buenos Aires fue el puerto de la riqueza argentina, los ricos argentinos sólo conocieron del mismo el desembarcadero de la Dársena Norte, en tránsito a los camarotes de la Mala Real o los paquebotes franceses. (10)

Buenos Aires será un puerto típicamente colonial, porque lo que distingue esencialmente al coloniaje es que la colonia vende F.O.B. y no C.I.F., que es como venden las metrópolis.

El comprador está aquí y no en el puerto de destino. Así la exportación no se diversifica hacia los posibles mercados de compra, como ocurre cuando el país productor tiene sus vendedores en el destino de la mercadería; no se va a la conquista de mercados sino que el comprador exterior conquista el mercado productor, unifica la demanda y lo hace suyo obstaculizando la diversificación y la competencia internacional; es el comercio de factoría que el genio político de Gran Bretaña ha descubierto que es más importante que la conquista imperial que seguían practicando las demás metrópolis europeas empeñadas en la disputa del remanente de posiciones ultramarinas. El comercio de importación sigue la misma suerte como complemento de esa política comercial que no necesita el manejo de los territorios, pues basta con el control económico de los puertos y que es pronto control de la política y la cultura. (Ver nota en el Apéndice).

El grupo económico-político extranjero organiza correlativamente el sistema de transporte dirigiendo sus inversiones para crear una geografía económica adecuada: la red afluente al puerto concebida en función de su producción para esos fines, como la ha demostrado hasta la saciedad Scalabrini Ortiz en si “Historia de los ferrocarriles argentinos”, que documenta, además, el carácter minoritario de esa inversión, que en su mayor parte salió del propio esfuerzo nacional. Cosa parecida ocurre con la banca que permite a las filiarles de los bancos extranjeros –y aun a los bancos nacionales- capitalizar los ahorros del país dominado para hacerlos instrumentos de la colonización en lugar de factores de desarrollo interno: el ahorro nacional es puesto al servicio de la importación y en contra de la promoción interna.

Del dominio económico surge el dominio cultural. La gran prensa es el instrumento más efectivo para sembrar entre la "gente culta" el ideario conveniente que es faci­litado por las comprobaciones del éxito inmediato, que pa­rece evidente, de la teoría del progreso ilimitado a lograr por esos carriles; sólo se necesita mantener como dogma indiscutible los enunciados liberales impuestos después de Caseros, y que constituyen el fondo común del pensa­miento ilustrado de la Universidad, la escuela y el libro. Ya veremos cómo la falsificación de la historia es una complementación útil al mantenimiento de esa dogmática.

La alta clase se ha imbuido de una concepción aris­tocrática a la que repugna cualquier actividad burguesa ajena a la única forma digna de la riqueza; además, si al­guno de sus miembros supera el complejo cultural que ti­pifica a la clase, el manejo de los medios económicos se encargará de acreditar con el fracaso y la ruina de sus ne­gocios, que los argentinos no hemos nacido para eso —como también lo dijo Sarmiento— y su ejemplo servirá para la irrisión de los que no se apartan de la actividad tradi­cional: será a lo sumo "un loco lindo" que se mete en lo que no entiende.

En cambio hay un destino reservado para la alta clase, cuando los patrimonios entran en decadencia, o cuando no se está en los niveles más elevados: la Facultad de Derecho provee de abogados a las empresas de capitales extranjeros, y la guía social de Directores a las Sociedades Anónimas, que son la representación local de aquellos intereses. Abogados y directores son baratos, pues reciben como un favor el que hacen; es la mentalidad del cipayo que hasta cree estar sirviendo a su país cuando sirve directores extranjeros; el sistema se perfecciona con gobernantes, jueces y maestros de la misma mentalidad.

Ser burgués disminuye, ser cipayo o vendepatria, jerarquiza. Luego esa incapacidad aprendida se imputará también a la herencia hispánica, católica, indígena, etc.

El país ya está realizado para quienes tienen del mismo la idea do que el país son ellos, y contemplan al re­sto, como desde la metrópoli contemplan al conjunto.

LA ESCISIÓN DE LA "GENTE PRINCIPAL": POBRES Y RICOS

Esta brusca prosperidad de los propietarios de la tie­rra, refleja sus efectos en los sectores de la "gente princi­pal" que no han alcanzado los beneficios de aquella: se pro­duce en ella una solución de continuidad.

La sencillez de las costumbres y la modera riqueza de los más altos, había permitido antes una relación regular entre los distintos niveles de la "parte sana de la po­blación": las diferencias de fortuna, de jerarquía políti­ca y hasta cultural, eran atenuadas por la sensación de que todos pertenecían al "todo Buenos Aires". Las viejas amis­tades de familia y los parentescos minuciosamente recor­dados, y que no era extraño se ratificasen con nuevas alianzas a pesar de las diferencias económicas, facilitaban la comunidad de un status que venía desde la colonia, en­tre los grandes propietarios y la gente de condición más modesta constituida por profesores, magistrados, altos fun­cionarios, profesionales destacados, y más abajo, la generalidad de los empleados públicos, pequeños rentistas, profesionales, militares, pequeños estancieros, artesanos cali­ficados, maestros de escuelas, etc.

Las barreras que establecían las diferencias de rango dentro de la misma, no eran rígidas y se disimulaban bajo el manto do las costumbres patriarcales; por alto que estuviera colocado un hombre de la "clase principal", conocía a todos sus congéneres, sus apellidos les eran habi­tuales si no sus fisonomías, sus vinculaciones de familia y se estaba atento a los acontecimientos familiares, a sus celebraciones y especialmente a sus duelos. No se ignoraban recíprocamente y el perteneciente a los grados más inferiores de "gente decente", sentía que era parte de ese "todo Buenos Aires", atribuyendo las diferencias de rango exclusivamente a la situación de fortuna. Además, el lí­mite de clase establecido por la rígida separación con la "gente inferior", la "plebe", le daban la sensación del sta­tus común con sus congéneres altos de la "clase principal" que ejercían una especie de protección patriarcal auxi­liando en los apuros poniendo el hombro y la "recomenda­ción" a su servicio. Había una etiqueta de las "visitas" re­cibidas y "pagadas" rigurosamente, entre los niveles no muy diferenciados y aun las relaciones más pobres, si no tenían acceso a los "recibos", cuando el hábito se gene­ralizó, tenían entrada a las grandes casas, a las horas que no eran de cumplido, acercándose a la vida íntima de la familia. Solían ser comensales frecuentes en la mesa tra­dicional y el hábito del mate en "las visitas" de media tar­de era compartido por todos en las ruedas íntimas en que la boca de la bombilla marcaba una igualitaria considera­ción.

Se compensaba el desnivel con la intimidad.

Pero la alta clase se fue distanciando con un lujo y un boato inabordable para los que no estaban en situación y a medida que los "viejos" iban muriendo, se interrumpían las relaciones: el "todo Buenos Aires" se achicaba para reducirse a un núcleo más selecto, memos numeroso y más exigente, incompatibles para la gente de situación modes­ta y aun para las medias fortunas, cuanto más para los pobres vergonzantes que vivían “tirándole la cola al gato”.

Al mismo tiempo la ciudad crecía e interfería con nuevas promociones de origen inmigratorio en la solución de continuidad creada en los dos niveles de la "gente sana", y los más bajos de ésta se confundían con los que venían del ascenso y de los que se encontraban cerca económica­mente.

Pronto los descolocados comenzaron a tener sólo referencias lejanas del “todo Buenos Aires” por la “vida social” de los periódicos. En este distanciamiento astronómico de la alta clase, los sectores postergados de la clase principal se adecuaron al hecho, y prefirieron ser cabeza de ratón que cola de león, ubicándose como parte distinguida de la clase media que surgía. Los más tilingos no se resignaron y ellos y sus descendientes han vivido desde entonces una dura ficción de “primos pobres”, manejándose por pautas de imitación. Es la gente que Silvina Bullrich pinta en “Los Burgueses”, desacertadamente en el título, pero acertada en la descripción de esos parientes pobres de los Barros, humillados por dentro en su actitud de obsecuencia al tío remoto; y también se humillaban al cronista social –que puede ser la señorita Pérez Yrigoyen-, de cuya voluntad dependía la mención en la columna periodística, que otro, en la misma situación, leerá con la “sonrisa verde” con que las mujeres se ponderan sus vestidos. Ellos formarán el plantel básico del “medio pelo”, muchos años después, cuando aparezca una nueva burguesía ansiosa de recorrer el camino que hizo la clase alta, pero sin el desplazamiento europeo que la divisa fuerte le permitió a aquélla, y que además permitía ocultar las gaffes de los primeros pasos, a la sombra de un mundo internacional heterogéneo.

A principios de siglo ya la estructura tradicional está perimida, pero esto no era todavía perceptible para los actores de la clase alta.

UN TESTIGO DEL "900"

Dejemos que hable un contemporáneo.

Tengo delante un librito de Don Felipe Amadeo Las­tra titulado "Recuerdos del 900", cuyo autor fue mozo paseandero por aquellos tiempos (Dios lo conserve por mu­cho, y pido reciprocidad).

Su crónica podrá ser inimportante literariamente, pero además del valor testimonial, de cuya importancia he hablado en la introducción de este libro, tiene un valor especial porque no expresa la observación objetiva del so­ciólogo o del historiador, sino la subjetiva del actor y del medio a que pertenece: importa el consenso de su grupo social.

Felipe Amadeo Lastra todavía no percibe la escisión en la "gente principal", pero ésta salta a la vista para el que lee: basta comparar la larga lista da la muchachada "paseandera" que el autor trae con su excelente memoria, en la mucho más restringida de las familias que veraneaban en la Bristol de Mar del Plata y especialmente los jóvenes, los que en el mismo balneario hacían roncha dragoneando de leones...

Los más de aquellos apellidos de los "paseanderos", comenzaban ya a ser en los barrios, las cabezas sociales de la clase media.

Su descripción de la muchachada que “andaba” es bastante definitoria de lo que para esa fecha todavía se entiende por “gente principal”, “parte sana” de la población; así los apellidos que cita enumerativamente son todos tradicionales, o corresponden a descendientes de inmigrantes “situados” con dos o tres generaciones. No se trata de ricos aunque abundan entre ellos; aunque tampoco de pobres, por más que a algunos les falte sólo una pluma para volar.

Allí se ve que no es la fortuna la que define la clase sobre la base de un minimum necesario para mantener el nivel. Amadeo Lastra habla de “gente modesta” y “no modesta”, que son sus correspondientes a “inferior” y “principal”, y precisando más el concepto, hace la calificación por el factor fundamental que ya hemos señalado, la familia cuando define: gente de ascendencia culta, y la que no tiene esa ascendencia. “Cultura”, en este caso, no se refiere a la preparación filosófica ni artística ni a los estudios realizados, ni siquiera a la buena o mala letra; los conocimientos de esos “muchachos”, sobre todo de los “divertidos”, eran los imprescindibles para la generosa firma de un pagaré o un cheque “volador”.

“Cultura” es una remisión al status familiar, que es el que determina la situación por la observación continuada de las pautas definitorias de la “parte sana de la población”, principiando por la más importante, que es la filiación legítima continuada. La cultura se refleja en el género de vida, actividades económicas y prácticas sociales, cívicas, religiosas y de comportamiento de la familia que evitan el desclasamiento y no del individuo. Por el contrario, este seguía siendo “culto” a pesar de él mismo.

En la clase modesta, agrega, había los compadritos y los que no lo eran. Clase modesta es, lógicamente, un eufemismo de “clase inferior” que el autor divide en compadritos y los que no lo eran, es decir, trabajadores con una amplitud que comprende a obreros, peones, artesanos, domésticos y comerciantes minoristas, etc.

La clase alta no veía el cambio social que se estaba operando; Amadeo Lastra es terminante: Casi no existía la clase media. (Existía, sí; se estaba conformando sobre los pobres de la “clase principal” y sobre los que comenzaban a emerger con preferencia desde la inmigración. Pero esto no se percibía desde la visual de la clase alta, que no veía los entresijos de la nueva sociedad).

Dice el autor: Era común que el núcleo de personas de cierta alcurnia, es decir de “ascendencia culta”, se las denominase con el adjetivo “Bien”, que sigue vigente. Así se decía “gente bien”, “niño bien”, y respecto a estos últimos, a los que gustaban la jácara continua, refiriéndose al “niño bien”: César Viale los llamó “indios bien”, denotando con ello su pertenencia a familias de elevada clase social, por su cultura o ascendencia. Lo de “indios” deja bien precisado que no es la conducta, ni la cultura individual, lo que determina la condición de “bien”.


Notas

(1) La colonia argentina en París es tan rica que puede ejercer el mecenazgo con las primeras figuras literarias de Francia. Vincularse a ella significa la posibilidad del viaje a Buenos Aires con las conferencias bien pagas en el Jockey Club, en el Odeón, etc.; el alojamiento en grandes hoteles y hasta la temporada de estancia. Con suerte, puede obtenerse una correspondencia regular en “La Nación”. (Los pesos argentinos son muy gordos al lado de los flacuchos francos, pero a su vez el franco, débil internacionalmente, tiene un buen poder adquisitivo interno).

De Anatole France a Paul Fort, los intelectuales experimentaban esa curiosa simpatía por estos “metecos”, que es compartida por todo el periodismo. Así, la Argentina figura abundantemente en el periodismo parisino. Claro que esto duró lo que la divisa fuerte y la debilidad del franco.

Ahora los argentinos no existimos si no es con motivo de alguna revolución, que nos da una fugaz actualidad.

(2) El galicismo de nuestra clase alta que tanto padeció con los dolores de la Cara Lutecia en los momentos dramáticos de las dos guerras, e imprimió su color a nuestra cultura, fue de la misma naturaleza que el continentalismo de Eduardo VII: estético y hedónico, y duró lo que la Entente Cordiale. No puede quedarle ninguna duda a Charles de Gaulle después de su visita a Buenos Aires. En cuanto Francia intenta ser Francia, y no la prolongación continental de la isla –y con el pretexto mínimo de una supuesta coincidencia política interna--, le han dado vuelta la cara; y la misma Plaza escenario tradicional de la devoción gálica de ese grupo argentino, constató el rechazo a la Francia, ayer eterna e inolvidable, por parte de los que parecían sus inconmovibles devotos.

Es que lo francés fue siempre una simple decoración, sólo válida en cuanto lo francés completaba lo británico con una versión al paladar de consumidores eduardianos.


(3) El polo es un deporte costoso (deporte de los reyes le llaman) aunque en el medio rural es practicable por estancieros de discreta fortuna; también es accesible a los militares de caballería porque forma parte de las aptitudes que deben ejercitar.

El polo argentino es excepcional porque se generó entre jinetes que apren­dieron polo y no como en Europa por polistas que aprendían a ser jinetes; la aptitud está dada por el dominio del caballo, lograda en la práctica de tina equitación que no se adquiere en los picaderos.

El polo argentino mantiene su prestigio internacional, pero ya no es un signo de status internacional de la alta clase, como lo fue con la divisa fuerte. Los polistas criollos siguen siendo solicitados en Europa y en los EE.UU. pero son sospechados de profesionalismo porque muchos hacen paralelamente el ne­gocio de la venta de petizos y se ven obligados, para alternar en los altos niveles, a aceptar un hospedaje y atenciones que permiten a sus huéspedes considerarlos como gentleman de segunda, con la consiguiente disminución social.

Estos cambios ocurren en las mejores familias, como se ha visto en el reciente campeonato mundial de fútbol con la conducta del público y los árbitros británicos. Ingentes sacrificios y una cuidada línea de conducta le costó a Gran Bretaña imponer la imagen del gentleman y su fair play; el discutido sistema de educación de las clases altas británicas sacrificaba todo a obtener en mayorazgos y segundones, y aun de sus clases medias, la imagen do superioridad social que afirmaba el prestigio del Imperio en la actitud simiesca de los dirigentes colo­niales, y transmitía a las clases populares un signo de respetabilidad casi intangible.

El abandono del fair play tiene un significado inseparable de la decadencia económica del Imperio.

En la guerra sucede lo mismo que en deporte. El Sahib pasaba por entre las agitadas muchedumbres asiáticas, inerme, apenas con una fusta o un débil bastoncito de malaca en la mano, defendido por la supuesta invulnerabilidad del nombre blanco. Cuando los japoneses se apoderaron de la Malasia e Indochina, quedo echada su suerte, porque los "amarillos" vieron que el blanco disparaba como un amarillo.


(4) Ricardo Rojas publica "La Restauración Nacionalista" Esta ya en el primer rango literario del país y proviene de la “frente principal” de pro­vincias, pero la advertencia que contiene ha sonado mal en la euforia liberal como un intento de revisión. Se le cierran las tribunas que dan acceso al escenario público y para volver del ostracismo tiene que renunciar a insistir sobre el tema. Se fuga a un indigenismo folklórico o hacia una historia de la literatura argentina dócil a la escala de valores establecida por el mitrismo; así se le reabre el paso hacia las Academias y a la consagración. Más tarde se hará radical, después del 30, y a través de su acción política intentará de una manera difusa volver hacia aquella posición. Entonces completará su conocimiento del país con un destierro a Ushuaia que no herirá la sensibilidad de los intelectuales.

(5) Este elegante excepticismo para hombres solos y la recíproca posición religiosa de las mujeres del mismo medio, puede ser resumido en una anécdota atribuida a Don Pancho Uriburu, político conservador y director de “La Fonda”, donde todos los días se le “colgaba” una anécdota a los adversarios.

En una reunión social , una dama se dirige a Don Pancho diciéndole:

- “¿Cómo es posible que sea Ud un hereje, Panchito? ¿No ha sido bautizado?”

A lo que don Pancho contestó:

“¡Sí señora! Dos o tres veces, pero no me prende...”

(6) El libro de María Rosa Oliver ''Mundo, mi casa", de reciente aparición, es un relato sobre la sociedad de la época, escrito en lenguaje llano, coloquial, anecdótico, sin sofisticaciones y sin pedantería que contrasta con la literatura de los ausentistas, con su dilectantismo de viajes superficiales que en la búsqueda del buen tono europeo sacrifican el estilo, con la supresión de todo lo vernáculo. ¡Qué distinto a esa literatura de viajeros la narración de ese primer viaje a Europa de María Rosa Oliver con su familión porteño, a los 10 años de edad!

Una Europa vista con ojos porteños y sin esa prolijidad en ocultar asombros metecos del que adopta un tono de "estar en el ajo" (Claro que el plebeyo ajo no figura en aquellas crónicas).

Hay un episodio minúsculo que revela el contraste de pautas en la misma clase. Ocurre en un gran hotel de París: Al entrar solía ver sentada junto al gran ventanal del hall a Victoria Ocampo, ya entre las chicas grandes... conversando con el hijo de Rostand, Maurice, y suscitando el comentario de mamá: “mira aquella preciosa; ... cómo puede perder el tiempo con ése...” Maurice Rostand, con su melena oxigenada y un traje a cuadros ciñéndole la cintura estrecha y las caderas anchas, no parecía un hombre del todo."


(7) A medida que se moderniza la estancia, salvo el puestero que tiene familia, el peón debe mantenerse en lo posible en permanente soltería.

Es un misterio saber cómo resuelve sus "problemas", sobre todo después del cierre de las "casas públicas".

Un amigo estanciero a quien el tema le preocupa interrogó confidencialmente a un mensual, cosa difícil por el pudor criollo.

Este se franqueó una vez, y le dijo: -Vea, señor, yo “he hecho uso” dos veces; una vez que fui con un arreo a Laprida y otra vez que fui al dentista. No será mucho –agregó- pero tampoco es poco.

Tal vez la explicación esté en la vida casi monástica y en lo duro y agotador de las tareas diurnas, la cama dura, la falta de contacto con la excitación. Ahora debe ser más difícil con las comunicaciones, el contacto de los sexos, la radio, la televisión, las revistas...

Juan Carlos Neyra, en “Jiménez y el parejero” trae un cuento de un paisano que compra una radio en el pueblo y asocia después las voces femeninas con la vendedora idealizada; para siempre, en su piecita de célibe, estará esa mujer que le llega con las voces de la radio...


(8) Una de las prevenciones que tengo con el actor Petrone es la voz, aguardentosa, de mostrador y caña, que pone en pus gauchos, por lo demás conforme a la tradición del género en las tablas. Y el gaucho tiene voz atiplada, pues lo exigen los agudos gritos del trabajo, con que los paisanos dan los “buenos días” de legua a legua. Me gustaría verlo al gaucho Petrone pasando al galope frente a la Comisaría —por donde hay que andar al paso— golpeándose la boca provocativamente al lanzar el ¡piuhu-ju-ju! correspondiente, pero con voz caver­nosa. La verdad es que el gaucho tiene la voz "finita" impuesta por el medio.

(9) En “Prosa de hacha y tiza” reproduzco una nota periodística que escribí comentando dos reportajes al doctor Miguel Ángel Cárcano en sendos regresos de Europa, después de la revolución de 1955. En ellos el Dr. Cárcano señalaba una vergüenza nacional propia del régimen depuesto: la abundancia de negociantes argentinos que andaban por el exterior vendiendo y comprando cosas para hacer diferencias y comisiones.

Me parece que no puede decirse nada más expresivo de la pretensión aristocrática de un grupo social al que repugna la actividad burguesa y cree que vendedores y compradores perjudican la imagen “culta y distinguida” que los argentinos de su clase habían creado en Europa. Es notable la persistencia de las pautas que corresponden al fin del siglo pasado y la belle époque, y cuando prácticamente ha desaparecido la preeminencia mundial de los ricos argentinos que facilitó la deformación de la función histórica del grupo.

La aristocracia británica, que es auténtica, sabe desdoblarse burguesamente para hacer el Imperio: los gentlemen disimulaban bajo su estilo los libros de caja y los muestrarios. ¿Quiénes constituyeron la “Compañía de aventureros de la bahía de Hudson”, y cien más iguales, que acompañaron la expansión británica’ Pues bien, Cárcano califica de aventureros a los italianos judíos, turquitos y criollos aprovechados que jugaban el mismo papel para la Argentina posiblemente ante la falencia de la supuesta aristocracia en su función burguesa, que dejó al extranjero.

Recientemente con motivo de los agravios de que fue objeto el deporte argentino en el campeonato mundial, Lord Lovat salió a campear por los nuestros en la prensa británica. El periodismo porteño lo destacó, pero pasó por alto algo que contiene enseñanzas sobre el particular a que me estoy refiriendo: Lord Lovat es miembro del clan Frazer, y los Frazer son los dueños del paquete accionario más grande de la Fábrica Argentina de Alpargatas. ¿Habló el aristócrata, o el burgués, interesado en mostrar buena cara a los consumidores nativos (¡y tan nativos!) de alpargatas?

(10) Juan José Sebreli (“Buenos Aires, vida cotidiana y alienación”, Ed. Siglo Veinte, 1964), dice: la elección del lugar del nuevo barrio residencial en el norte, tampoco fue obra del azar, sino de una consecuencia más de la influencia imperialista: la instalación del Puerto Nuevo, por medio del cual la ciudad se vinculaba con Europa, llevaba a todos quienes estaban de una forma u otra vinculados al comercio de importación y exportación, a ubicar su residencia en los alrededores.

Esto desde luego es inexacto, cronológicamente, porque el Barrio Norte comienza a desarrollarse a fines del siglo pasado, como el mismo Sebreli lo señala, y Puerto Nuevo funciona desde hace 30 años. Todo el Barrio Norte de las grandes residencias estaba edificado para entonces.

Pero además esto significa atribuirle a la clase terrateniente una actividad comercial que abandonó precisamente en manos de los extranjeros o a lo sumo en la nueva burguesía para constituirse en instrumento dependiente de la burguesía extranjera como lo comprobó dramáticamente Lisandro de La Torre cuando quiso defenderla frente al aparato de comercialización. (Ver nota sobre Sociedad Rural).

Precisamente era el desarrollo de la economía imperialista la que determinaba su alejamiento del Puerto al que sólo hubiera estado vinculado si hubiera constituido un capitalismo nacional que manejase la comercialización.

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