miércoles, 26 de mayo de 2010

I. EL ESTADO, ÓRGANO COMUNITARIO (5)

por Jaime María de Mahieu

5. El origen de la obediencia: la necesidad de ser mandado


Tal necesidad de mandar evidentemente sólo puede satisfacerse si existe en contrapartida la obediencia. No es, repitámoslo, que los hombres se dividan en dos categorías, una de jefes y la otra de pasivos. Aun en las razas dominadoras, los jefes integrales y exclusivos son muy pocos. La exigencia de autoridad suprema procede, en efecto, no sólo del don de mando y de la ambición social, sino también de un haz de cualidades excepcionales. Asimismo, en una sociedad sana, los receptivos puros, incapaces de ninguna autoridad sobre sus semejantes o, ¿por qué no?, sobre los animales, y que eluden todo mando, constituyen una ínfima minoría de anormales.

La separación no se establece entre amos y esclavos, sino entre hombres que, cualesquiera sean su jerarquía y función, no soportan o soportan difícilmente ser mandados y buscan siempre y en todas partes afirmarse en la iniciativa personal y la responsabilidad, y la masa de aquellos a los que su naturaleza predestina a integrarse en una jerarquía preestablecida y a desempeñar en ella un papel subordinado, luego a obedecer y mandar al mismo tiempo y en proporciones variables según los individuos. La obediencia fastidia a los primeros. Los segundos la buscan fuera del campo limitado en que se aplica su capacidad de mando.

La obediencia puede, por tanto, ser el producto de la fuerza de las cosas, o de la fuerza sin más, cuando un jefe debe someterse, en contra de su voluntad, a órdenes que no reconoce valederas para sí, o cuando un hombre cualquiera sufre una presión irresistible en el dominio en que le corresponde ser el amo; pero no es ésta su auténtica naturaleza, puesto que, fuera de casos accidentales, no sólo es aceptada sino también deseada.

Basta considerar la relación fundamental de autoridad en que se funda el orden del grupo familiar para comprobar que la conciencia sólo es aquí un fenómeno secundario. El niño se rebela a veces contra su estado de subordinación. No por eso es menos indispensable la obediencia para su desarrollo y hasta para su supervivencia. Es para él una necesidad que procede de su inferioridad relativa. Esto no es exacto solamente para el niño. Cualquier ser humano, consciente o no de su insuficiencia personal, que no sea capaz de dirigirse plenamente a sí mismo y de actuar sobre su medio social con el objeto de adaptárselo para no verse constreñido a adaptarse a él, sólo se realiza en la medida en que un jefe compensa sus lagunas trazándole el camino por seguir y obligándolo, cuando hace falta, a respetarlo.

A la necesidad de mandar corresponde pues, la necesidad de ser mandado, que no resulta menos natural puesto que ambas expresan a la vez realidades biopsíquicas y las consecuencias sociales de su comparación.

La obediencia no es por tanto, en absoluto, un efecto de la vida social. No procede, en su principio, ni de una opresión ni de una enajenación voluntaria por contrato, aun cuando, en tal o cual caso, así ocurra de hecho. Es sencillamente la otra faceta de la jerarquía inherente a la naturaleza social del hombre, naturaleza ésta que constituye la causa de la organización social. Vale decir que no consiste de ninguna manera en una disminución, en provecho del jefe, de la autonomía del ser relativamente débil, sino que condiciona, por el contrario, su afirmación.

La obediencia es un derecho más ineludible que el que nace de la necesidad de mandar. El jefe, ignorado o rechazado, puede en efecto replegarse en sí mismo, permitiéndole su fuerza personal aislarse en alguna medida de su medio social mientras que el débil es impotente fuera de los marcos que lo orientan y protegen. Sin jefe, el niño no puede vivir, ni el obrero producir, ni el soldado combatir. Los campesinos vandeanos se llevaban por la fuerza a los nobles liberales que no querían ponerse a su cabeza, y los obreros italianos que ocupaban las fábricas después de la primera guerra mundial raptaban en la calle a técnicos sin los cuales no les resultaba posible trabajar. Unos y otros reivindicaban así instintivamente su derecho a ser mandados, aun cuando fueran totalmente incapaces de formularlo. Hasta en el caos de la guerra civil y de la guerra social la necesidad de jefes se imponía.

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