lunes, 2 de julio de 2012

A LA JUNTA GUBERNATIVA DEL PARAGUAY DÁNDOLE CUENTA DE LOS ACONTECIMIENTOS DE LA INSURRECCIÓN ORIENTAL


por José Artigas

Cuartel General en el Daymán, 7 de diciembre de 1811.

Cuando las revoluciones políticas han reanimado una vez los espíritus abatidos por el poder arbitrario —corrido ya el velo del error— se ha mirado con tanto horror y odio el esclavaje y humillación que antes les oprimía, que nada parece demasiado para evitar una retrogradación en la hermosa senda de la libertad. Como temerosos los ciudadanos de que la maligna intriga les suma de nuevo bajo la tiranía, aspiran generalmente a concentrar la fuerza y la razón en un gobierno inmediato que pueda con menos dificultad conservar sus derechos ilesos, y conciliar su seguridad con sus progresos. Así comúnmente se ha visto dividirse en menores estados un cuerpo diforme a quien un cetro de fierro ha tiranizado. Pero la sabia naturaleza parece que ha señalado para entonces los límites de las sociedades y sus relaciones; y siendo tan declaradas las que en todos respectos ligan a la Banda Oriental del Río de la Plata con esa provincia, yo creo que por una consecuencia del pulso y madurez con que ha sabido declarar su libertad y admirar a todos los amadores de ella con su sabio sistema, habrá de reconocer la recíproca conveniencia e interés de estrechar nuestra comunicación y relaciones del modo que exijan las circunstancias del estado, Por este principio he resuelto dar a vuestra señoría una idea de los principales acontecimientos en esta Banda, y de su situación actual, como que debe tener no pequeño influjo en la suerte de ambas provincias.
Cuando los americanos de Buenos Aires proclamaron sus derechos, los de la Banda Oriental, animados de iguales sentimientos, por un encadenamiento de circunstancias desgraciadas, no sólo no pudieron reclamarlos, pero hubieron de sufrir un yugo más pesado que jamás. La mano que los oprimía, a proporción de la resistencia que debía hallar si una vez se debilitaban sus resortes, oponía mayores esfuerzos y cerraba todos los pasos. Parecía que un genio maligno, presidiendo nuestra suerte, presentaba a cada momento dificultades inesperadas que pudieran arredrar los ánimos más empeñados. Sin embargo, el fuego patriótico electrizaba los corazones, y nada era bastante a detener su rápido curso; los elementos que debían cimentar nuestra existencia política se hallaban esparcidos entre las mismas cadenas y sólo faltaba ordenarlos para que operasen.
Yo fui testigo, así de la bárbara opresión bajo la que gemía la Banda Oriental, como de la constancia y virtudes de sus hijos, conocí los efectos que podía producir, y tuve la satisfacción de ofrecer al gobierno de Buenos Aires que llevaría el estandarte de la libertad hasta los muros de Montevideo siempre que se concediese a estos ciudadanos auxilios de municiones y dinero. Cuando el tamaño de mi proposición podría acaso calificarla de gigantesca, para aquellos que sólo la conocían bajo mi palabra, yo esperaba todo de un gobierno popular que haría su mayor gloria en contribuir a la felicidad de sus hermanos, si la justicia, conveniencia e importancia del asunto pedía de otra parte el riesgo de un pequeño sacrificio que podría ser compensado con exceso. No me engañaron mis esperanzas, y el suceso fue prevenido por uno de aquellos acontecimientos extraordinarios, que rara vez favorecen los cálculos ajustados.
Un puñado de patriotas orientales, cansados ya de humillaciones, habían decretado su libertad en la villa de Mercedes; llena la medida del sufrimiento por unos procedimientos, los más escandalosos, del déspota que les oprimía, habían librado sólo a sus brazos el triunfo de la justicia; y tal vez hasta entonces no en ofrecido al templo del patriotismo un voto ni más puro, ni más glorioso, ni más arriesgado: en él se tocaba sin remedio aquella terrible alternativa de vencer o morir libres, y para huir este extremo, era preciso que los puñales de los paisanos pasasen por encima de las bayonetas veteranas. Así se verificó prodigiosamente, y la primera voz de los vecinos orientales que llegó a Buenos Aires fue acompañada de la victoria del 28 de febrero de 1811; día memorable que había señalado la providencia para sellar los primeros pasos de la libertad en este territorio, y día que no podrá recordarse sin emoción, cualquiera que sea nuestra suerte.
Los ciudadanos de la villa de Mercedes, como parte de esta provincia, se declararon libres bajo los auspicios de la Junta de Buenos Aires, a quien pidieron los mismos auxilios que yo había solicitado; aquel gobierno recibió, con interés, que podía esperarse la noticia de estos acontecimientos: él dijo a los orientales —“oficiales esforzados, soldados aguerridos, armas, municiones, dinero, todo vuela en vuestro socorro”—. Se me mandó inmediatamente a esta Banda con algunos soldados, debiendo remitirse hasta el número de 3.000 con los demás necesario para un ejército de esta clase; en cuya inteligencia proclamé a mis paisanos convidándoles a las armas; ellos prevenían mis deseos, y corrían de todas partes a honrarse con el belio título de soldados de la patria, organizándose militarmente en los mismos puntos en que se hallaban cercados de enemigos, en términos que en muy poco tiempo se vio un ejército nuevo, cuya sola divisa era la libertad.
Permítame, vuestra señoría, que llame un momento su consideración sobre esta admirable alarma con la que simpatizó la campaña toda y que hará su mayor y eterna gloria. No eran los paisanos sueltos, ni aquellos que debían su existencia a su jornal o sueldo, los solos que se movían; vecinos establecidos poseedores de buena suerte y de todas las comodidades que ofrece este suelo, eran los que se convertían repentinamente en soldados, los que abandonaban sus intereses, sus casas, sus familias; los que iban, acaso por primera vez, a presentar su vida a los riesgos de una guerra, los que dejaban acompañados de un triste llanto a sus mujeres e hijos, en fin, los que sordos a la voz de la naturaleza, oían sólo la de la patria. Este era el primer paso para su libertad: y cualesquiera que sean los sacrificios que ella exija, vuestra señoría conocerá bien el desprendimiento universal y la elevación de los sentimientos poco común que se necesita para tamañas empresas, y que merece sin duda ocupar un lugar distinguido en la historia de nuestra revolución.
Los restos del ejército de Buenos Aires que retomaban de esa provincia feliz, fueron destinados a esta Banda, y llegaban a ella cuando los paisanos habían libertado ya su mayor parte, haciendo teatro de sus triunfos al Colla, Maldonado, Santa Teresa, San José y otros puntos: yo tuve entonces el honor de dirigir una división de ellos con sólo doscientos cincuenta soldados veteranos, y llevando con ellos el terror y el espanto a los ministros de la tiranía, hasta las inmediaciones de Montevideo, se pudo lograr la memorable victoria del 18 de mayo en los campos de Las Piedras, donde mil patriotas armados en su mayor parte de cuchillos enastados vieron a sus pies novecientos sesenta soldados de las mejores tropas de Montevideo, perfectamente bien armados; y acaso hubieran dichosamente penetrado dentro de sus soberbios muros, si yo no me viese en la necesidad de detener sus marchas al llegar a ellos, con arreglo a las órdenes del jefe del ejército. Vuestra señoría estará instruido en detalle de esta acción por el parte inserto en los papeles públicos. Entonces dije al gobierno que la patria podría contar con tantos soldados, cuantos eran los americanos que habitaban la campaña, y la experiencia ha demostrado sobrado bien que no me engañaba.
La junta de Buenos Aires reforzó el ejército, de que fui nombrado segundo jefe, y que constaba en el todo de 1.500 veteranos y más de cinco mil vecinos orientales; y no habiéndose aprovechado los primeros momentos después de la acción del 18, en que el terror había sobrecogido los ánimos de nuestros enemigos, era preciso pensar en un sitio formal a que el gobierno se determinaba, tanto más cuando que estaba persuadido que el enemigo limítrofe no entorpecería nuestras operaciones, como me lo había asegurado, y porque el ardor de nuestras tropas, dispuestas a cualquier empresa, y que hasta entonces parece habían encadenado la victoria, nos prometía todo en cualquier caso.
Así nos vimos empeñados en un sitio de cerca de cinco meses, en que mil, y mil accidentes privaron de que se coronasen nuestros triunfos, a que las tropas estaban siempre preparadas. Los enemigos fueron batidos en todos los puntos, y en sus repetidas salidas no recogieron otros frutos que una retirada vergonzosa dentro de los muros que defendía su cobardía. Nada se tentó que no se consiguiese: multiplicadas operaciones militares fueron iniciadas para ocupar la plaza, pero sin llevarlas a su término, ya porque el general en jefe creía que se presentaban dificultades invencibles, o que debía esperar órdenes señaladas para tentativa de esta clase, ya por falta de municiones, ya finalmente porque llegó un fuerza extranjera a llamar nuestra atención.
Yo no sé si 4.000 portugueses podrían prometerse alguna ventaja sobre nuestro ejército, cuando los ciudadanos que le componían habían redoblado su entusiasmo y el patriotismo elevado los ánimos hasta un grado incalculable. Pero no habiéndoseles opuesto en tiempo una resistencia, esperándose siempre por momentos un refuerzo de 1.400 hombres, y municiones que había ofrecido la Junta de Buenos Aires desde la primen noticia de la irrupción de los limítrofes, y habiéndose emprendido últimamente varias negociaciones con los jefes de Montevideo, nuestras operaciones se vieron como paralizadas a despecho de nuestras tropas; y las portuguesas casi sin oposición pisaron con pie sacrílego nuestro territorio hasta Maldonado.
En esta época desgraciada, el sabio gobierno de Buenos Aires creyendo de necesidad retirar su ejército con el doble objeto de salvarle de los peligros que ofrecía nuestra situación y de atender a las necesidades de las otras provincias; y persuadiéndose de que una negociación con Elio sería el mejor medio de conciliar la prontitud y seguridad de la retirada, con los menores perjuicios posibles a este vecindario heroico, entabló el negocio que empezó al momento de girarse por medio del señor doctor don José Julián Pérez, venido de aquella superioridad con la bastante autorización para el efecto. Estos beneméritos ciudadanos tuvieron la fortuna de trascender la sustancia del todo, y una representación absolutamente precisa en nuestro sistema dirigida al señor general en jefe auxiliador, manifestó en términos legales y justos, ser la voluntad general no se procediese a la conclusión de los tratados sin anuencia de los orientales cuya suerte era la que iba a decidirse.
A consecuencia de esto fue congregada la asamblea de los ciudadanos por el mismo jefe auxiliador, y sostenida por ellos mismos y el excelentísimo señor representante, siendo el resultado de ella asegurar estos dignos hijos de la libertad, que sus puñales eran la única alternativa que ofrecían al no vencer; que se levantase el sitio de Montevideo, sólo con el objeto de tomar una posición militar ventajosa para poder esperar a los portugueses, y que en cuanto a lo demás respondiese yo del feliz resultado de sus afanes, siendo evidente haber quedado garantido en mí desde el gran momento que fijó su compromiso. Yo entonces, reconociendo la fuerza de su expresión y conciliando mi opinión política sobre el particular con mis deberes, respeté las decisiones de la superioridad sin olvidar el carácter de ciudadano; y sin desconocer el imperio de la subordinación, recordé cuánto debía a mis compaisanos. Testigo de sus sacrificios, me era imposible mirar su suerte con indiferencia, y no me detuve en asegurar del modo más positivo cuánto repugnaba se les abandonase en todo. Esto mismo había hecho ya conocer al señor representante, y me negué absolutamente desde el principio a entender en unos tratados que consideré siempre inconciliables con nuestras fatigas, muy bastantes a conservar el germen de las continuas disensiones entre nosotros y la corte del Brasil, y muy capaces por sí solos de causar la dificultad en el arreglo de nuestro sistema continental.
Seguidamente representaron los ciudadanos que de ninguna manera podían serles admisibles los artículos de la negociación: que el ejército auxiliador se tornase a la capital, si así se lo ordenaba aquella superioridad; y declarándome su general en jefe, protestaron no dejar la guerra en esta Banda hasta extinguir en ella a sus opresores, o morir dando con su sangre el mayor triunfo a la libertad. En vista de esto el excelentísimo señor representante, determinó una sesión que debía tenerse entre dicho señor, un ciudadano particular y yo; en ella se nos aseguró haberse dado cuenta de todo a Buenos Aires, y que esperásemos la resolución, pero que entre tanto estuviésemos convencidos de la entera adhesión de aquel gobierno a sostener con sus auxilios nuestros deseos; y ofreciéndose nos a su nombre toda clase de socorros, cesó por aquel instante toda solicitud. Marchamos tos sitiadores en retirada hasta San José, y allí se vieron precisados los bravos orientales a recibir el gran golpe que hizo la prueba de su constancia: el gobierno de Buenos Aires ratificó el tratado en todas sus panes; yo tengo el honor de incluir a vuestra señoría un ejemplar, por él se priva de un asilo a las almas libres en toda la Banda Oriental, y por él se entregan pueblos enteros a la dominación de aquel mismo señor Elio, bajo cuyo yugo gimieron. ¡Dura necesidad! En consecuencia del contrato, todo fue preparado, y comenzaron las operaciones relativas a él.
Permítame vuestra señoría otra vez que recuerde y compare el glorioso 28 de febrero, con el 23 de octubre, día en que se tuvo noticia de la ratificación: ¡qué contraste singular presenta el prospecto de uno y otro! El 28, ciudadanos heroicos haciendo pedazos las cadenas y revistiéndose del carácter que les concedió la naturaleza, y que nadie estuvo autorizado para arrancarles; el 23, estos mismos ciudadanos unidos a aquellas cadenas por un gobierno popular... Pero vuestra señoría no está instruido de las circunstancias que hacen acaso más admirable el día que debiera ser más aciago, y temo que en alguna manen me será imposible dar una idea exacta de los accidentes que le prepararon. Puedo sólo ofrecer en esta relación que usando de la sinceridad que me caracteriza, la verdad será mi objeto: hablaré con la dignidad de ciudadano sin desentenderme del carácter y obligaciones de coronel de los ejércitos de la patria con que el gobierno de Buenos Aires se ha dignado honrarme.
Aunque los sentimientos sublimes de los ciudadanos orientales en la presente época, son bastante heroicos para darse a conocer por sí mismos, no se les podrá hallar todo el valor entretanto que no se comprenda el estado de estos patriotas en el momento en que, demostrándolo, daban la mejor prueba de serlo. Habiendo dicho que el primer paso de su libertad era el abandono de sus familias, casas y haciendas, parecerá que en él se habían apurado sus trabajos: pero éste no era más que el primer eslabón de la cadena de desgracias que debían pesar sobre ellas durante la estancia del ejército auxiliador; no era bastante el abandono y detrimento consiguiente; esos mismos intereses debían ser sacrificados también. Desde su llegada, el ejército recibió multiplicados donativos de caballos, ganado y dinero; pero sobre esto era preciso tomar indistintamente de los hacendados inmenso número de las dos primeras especies; y si algo había de pagarse, la escasez de caudales del estado impedía verificarlo: pueblos enteros habían de ser entregados al saco horrorosamente, pero sobre todo, la numerosa y bella población extramuros de Montevideo se vio completamente saqueada y destruida; las puertas mismas y ventanas, las rejas fueron arrancadas; los techos eran deshechos por el soldado que quería quemar las vigas que le sostenían; muchos plantíos acabados; los portugueses convertían en páramo los abundantes campos por donde pasaban, y por todas partes se veían tristes señales de desolación. Los propietarios habían de mirar el exterminio infructuoso de sus caros bienes cuando servían a la patria de soldados; y el general en jefe se creía en la necesidad de tolerar estos desórdenes por la falta de dinero para pagar a las tropas; falta que ocasionó que desde nuestra revolución y durante el sitio, no recibiesen los voluntarios otro sueldo, otro emolumento que cinco pesos, y que muchos de los hacendados gastasen de sus caudales para remediar la más miserable desnudez, a que una campaña penosísima había reducido al soldado; no quedó en fin, alguna clase de sacrificios que no se experimentase, y lo más singular de ellos era la desinteresada voluntariedad con que cada uno los tributaba, exigiendo sólo por premio el goce de su ansiada libertad; pero, cuando creían asegurarla, entonces era cuando debían apurar las heces del cáliz amargo: un gobierno sabio y libre, una mano protectora a que se entregaban confiados, había de ser la que les condujese de nuevo a doblegar la cerviz bajo el cetro de la tiranía.
Esa corporación respetable, en la necesidad de privarnos del auxilio de sus bayonetas, creía que era preciso que nuestro territorio fuese ocupado por un extranjero abominable, o por su antiguo tirano; y pensaba que asegurándose la retirada de aquél, si negociaba con éste, y protegiendo en los tratados de los vecinos, alivianaba su suerte, si no podía evitar ya sus males pasados. Pero acaso ignoraba que los orientales habían jurado en lo hondo de su corazón un odio irreconciliable, un odio eterno, a toda clase de tiranía; que nada era peor para ellos que haber de humillarse de nuevo, y que afrontarían la muerte misma antes de degradarse del título de ciudadanos, que habían sellado con su sangre; ignoraba sin duda el gobierno, hasta dónde se elevaban estos sentimientos, y por desgracia fatal, no tenían en él los orientales un representante de sus derechos imprescriptibles; sus votos no habían podido llegar puros hasta allí, ni era calculable una resolución que casi podría llamarse desesperada; entonces el tratado se ratificó y el día 23 vino.
En esta crisis terrible y violenta, abandonadas las familias, perdidos los intereses, acabado todo auxilio, sin recursos, entregados sólo a sí mismos, ¿qué podía esperarse de los orientales, sino que luchando con sus infortunios, cediesen al fin al peso de ellos, y víctimas de sus mismos sentimientos mordiesen otra vez el duro freno que con un impulso glorioso habían arrojado lejos de sí? Pero estaba reservado a ellos demostrar el genio americano, renovando el suceso que se refiere de nuestros paisanos de la Paz, y elevarse gloriosamente sobre todas las desgracias: ellos se resuelven a dejar sus preciosas vidas antes que sobrevivir al oprobio e ignominia a que se les destinaba y llenos de tan recomendable idea, firmes siempre en la grandeza que los impulsó cuando protestaron que jamás prestarían la necesaria expresión de su voluntad pan sancionar lo que el gobierno auxiliador había ratificado, determinan gustosos dejar los pocos intereses que les restan y su país, y trasladarse con sus familias a cualquier punto donde puedan ser libres, a pesar de trabajos, miserias y toda clase de males. Tal era su situación cuando el excelentísimo poder ejecutivo me anunció una comisión que pocos días después me fue manifestada, y consistió en constituirme jefe principal de estos héroes, fijando mi residencia en el departamento de Yapeyú; y en consecuencia se me ha dejado el cuerpo veterano de blandengues de mi mando, 8 piezas de artillería, con tres oficiales escogidos y un repuesto de municiones. Verificado esto, emprendieron su marcha los auxiliadores desde el arroyo Grande para embarcarse en el Sauce con dirección a Buenos Aires y poco después emprendí yo la mía hacia el punto que se me había destinado. Yo no seré capaz de dar a vuestra señoría una idea del cuadro que presenta al mundo la Banda Oriental desde ese momento: la sangre que cubría las armas de sus bravos hijos recordó las grandes proezas que, continuadas por muy poco más, habrían puesto fin a sus trabajos y sellado el principio de la felicidad más pura: llenos todos de esta memoria, oyen sólo la voz de su libertad, y unidos en masa marchan cargados de sus tiernas familias a esperar mejor proporción para volver a sus antiguas operaciones: yo no he perdonado medio alguno de contener el digno transporte de un entusiasmo tal; pero la inmediación de las tropas portuguesas diseminadas por toda la campaña, que lejos de retirarse con arreglo al tratado, se acercan y fortifican más y más; y la poca seguridad que fian sobre la palabra del señor Elio a este respecto, les anima de nuevo, y determinados a no permitir jamás que su suelo sea entregado impunemente a un extranjero, destinan todos los instantes a reiterar la protesta de no dejar las armas de la mano hasta que él no haya evacuado el país, y puedan ellos gozar una libertad por la que vieron derramar la sangre de sus hijos recibiendo con valor su postrer aliento. Ellos lo han resuelto, y yo veo que van a verificarlo: cada día miro con admiración sus rasgos singulares de heroicidad y constancia: unos quemando sus casas y los muebles que no podían conducir, otros caminando leguas a pie por falta de auxilios, o por haber consumido sus cabalgaduras en el servicio: mujeres ancianas, viejos decrépitos, párvulos inocentes acompañan esta marcha, manifestando todos la mayor energía y resignación en medio de todas las privaciones. Yo llegaré muy en breve a mi destino con este pueblo de héroes y a la frente de seis mil de ellos que obrando como soldados de la patria, sabrán conservar sus glorias en cualquier parte, dando continuos triunfos a su libertad: allí esperaré nuevas órdenes y auxilios de vestuarios y dineros y trabajaré gustoso en propender a la realización de sus grandes votos.
Entretanto, vuestra señoría, justo apreciador del verdadero mérito, estará ya en estado de conocer cuánto es idéntica a la de nuestros hermanos de esa provincia la resolución de estos orientales. Yo ya he patentizado a vuestra señoría la historia memorable de su revolución; por sus incidentes creo muy fácil conocer cuáles puedan ser los resultados; y calculando ahora bastante fundadamente la reciprocidad de nuestros intereses, no dudo se hallará vuestra señoría muy convencido de que sea cual fuere la suerte de la Banda Oriental, deberá transmitirse hasta esa parte del norte de nuestra América, y observando la incertidumbre del mejor destino de aquélla se convencerá igualmente de ser éstos los momentos precisos de consolidar la mejor precaución. La tenacidad de los portugueses, sus miras antiguas sobre el país, los costos enormes de la expedición que Montevideo no puede compensar, la artillería gruesa y morteros que conducen, sus movimientos después de nuestra retirada, la dificultad de defenderse por sí misma la plaza de Montevideo en su presente estado, todo anuncia que estos extranjeros tan miserables como ambiciosos, no perderán esta ocasión de ocupar nuestro país; ambos gobiernos han llegado a temerlo así, y una vez verificado nuestro paso más allá del Uruguay, a donde me dirijo con celeridad, y sin que el ejército portugués haga. un movimiento retrógrado, será una alarma general que determinará pronto mis operaciones; ellas, espero, nos proporcionarán nuevos días de gloria y acaso cimentarán la felicidad futura de este territorio.
Yo no me detendré en reflexiones sobre las ventajas que adquirirían los portugueses si una vez ocupasen la plaza y puerto de Montevideo, y la campaña oriental. Vuestra señoría conocerá con evidencia que sus miras entonces serán extensivas a mayores empresas, y que no había sido en vano el panicular deseo que ha demostrado la corte de Brasil, de introducir su influencia en tan interesante provincia; dueños de sus límites por tierra, seguros de la llave del Río de la Plata, Uruguay y demás vías fluviales, y aumentando su fuerza con exceso no sólo debían prometerse un suceso tan triste para nosotros como halagüeño para ellos, sobre ese punto, sino que cortando absolutamente las relaciones exteriores de todas las demás provincias y apoderándose de medios de hostilizarlas, todas ellas entrarían en los cálculos de su ambición, y todas ellas estarían demasiado expuestas a sucumbir al yugo más terrible. Después de la claridad de estos principios y de las sabias reflexiones que sobre ellos ha escrito el editor del Correo Brasilense, entiendo que nada resta decir, cuando de otra parte la conocida penetración de vuestra señoría llevará a cabo estos apuntamientos, teniendo también presente que las operaciones político—militares, que impulsa el sistema general de los americanos, demasiado expuestas a entorpecimientos fatales por las violentas, continuas alteraciones del diferente modo de opinar, influyen bastante sobre conservar la intención de nuestros enemigos; de consiguiente deben conciliar toda nuestra atención, excitar toda nuestra vigilancia y apoyarla en la mayor actividad De todos modos, vuestra señoría puede contar en cualquier determinación con este gran resto de hombres libres, muy seguro de que marcharán gustosos a cualquier parte donde se enarbole el estandarte conservador de la libertad; y que en la idea terrible, siempre encantadora para ellos de verter toda su sangre antes que volver a gemir bajo el yugo, sólo sentirían exhalar sus almas al único objeto de no ver sus grillos; ellos desean no sólo hacer con sus vidas el obsequio a sus sentimientos, sino también a la consolidación de la obra que mueve los pasos de los seres que habitan el mundo nuevo.
Yo me lisonjeo que los tendrá vuestra señoría presentes para todo, y hará cuanto sea de su parte porque se recoja el fruto de una resolución que, sin disputa, hace la época de la heroicidad.
Dios guarde a vuestra señoría muchos años.

Señor presidente y vocales de la Junta Gubernativa de la Provincia del Paraguay.

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