lunes, 2 de julio de 2012
A LA JUNTA GUBERNATIVA DEL PARAGUAY DÁNDOLE CUENTA DE LOS ACONTECIMIENTOS DE LA INSURRECCIÓN ORIENTAL
por José Artigas
Cuartel General en el Daymán, 7 de diciembre de 1811.
Cuando las revoluciones políticas han reanimado una vez los
espíritus abatidos por el poder arbitrario —corrido ya el velo del error— se ha
mirado con tanto horror y odio el esclavaje y humillación que antes les
oprimía, que nada parece demasiado para evitar una retrogradación en la hermosa
senda de la libertad. Como temerosos los ciudadanos de que la maligna intriga
les suma de nuevo bajo la tiranía, aspiran generalmente a concentrar la fuerza
y la razón en un gobierno inmediato que pueda con menos dificultad conservar
sus derechos ilesos, y conciliar su seguridad con sus progresos. Así comúnmente
se ha visto dividirse en menores estados un cuerpo diforme a quien un cetro de
fierro ha tiranizado. Pero la sabia naturaleza parece que ha señalado para
entonces los límites de las sociedades y sus relaciones; y siendo tan
declaradas las que en todos respectos ligan a la Banda Oriental del
Río de la Plata
con esa provincia, yo creo que por una consecuencia del pulso y madurez con que
ha sabido declarar su libertad y admirar a todos los amadores de ella con su
sabio sistema, habrá de reconocer la recíproca conveniencia e interés de
estrechar nuestra comunicación y relaciones del modo que exijan las
circunstancias del estado, Por este principio he resuelto dar a vuestra señoría
una idea de los principales acontecimientos en esta Banda, y de su situación
actual, como que debe tener no pequeño influjo en la suerte de ambas
provincias.
Cuando los americanos de Buenos Aires proclamaron sus
derechos, los de la
Banda Oriental , animados de iguales sentimientos, por un
encadenamiento de circunstancias desgraciadas, no sólo no pudieron reclamarlos,
pero hubieron de sufrir un yugo más pesado que jamás. La mano que los oprimía,
a proporción de la resistencia que debía hallar si una vez se debilitaban sus
resortes, oponía mayores esfuerzos y cerraba todos los pasos. Parecía que un
genio maligno, presidiendo nuestra suerte, presentaba a cada momento
dificultades inesperadas que pudieran arredrar los ánimos más empeñados. Sin
embargo, el fuego patriótico electrizaba los corazones, y nada era bastante a
detener su rápido curso; los elementos que debían cimentar nuestra existencia
política se hallaban esparcidos entre las mismas cadenas y sólo faltaba
ordenarlos para que operasen.
Yo fui testigo, así de la bárbara opresión bajo la que gemía
la Banda Oriental ,
como de la constancia y virtudes de sus hijos, conocí los efectos que podía
producir, y tuve la satisfacción de ofrecer al gobierno de Buenos Aires que
llevaría el estandarte de la libertad hasta los muros de Montevideo siempre que
se concediese a estos ciudadanos auxilios de municiones y dinero. Cuando el
tamaño de mi proposición podría acaso calificarla de gigantesca, para aquellos
que sólo la conocían bajo mi palabra, yo esperaba todo de un gobierno popular
que haría su mayor gloria en contribuir a la felicidad de sus hermanos, si la
justicia, conveniencia e importancia del asunto pedía de otra parte el riesgo
de un pequeño sacrificio que podría ser compensado con exceso. No me engañaron
mis esperanzas, y el suceso fue prevenido por uno de aquellos acontecimientos
extraordinarios, que rara vez favorecen los cálculos ajustados.
Un puñado de patriotas orientales, cansados ya de humillaciones,
habían decretado su libertad en la villa de Mercedes; llena la medida del
sufrimiento por unos procedimientos, los más escandalosos, del déspota que les
oprimía, habían librado sólo a sus brazos el triunfo de la justicia; y tal vez
hasta entonces no en ofrecido al templo del patriotismo un voto ni más puro, ni
más glorioso, ni más arriesgado: en él se tocaba sin remedio aquella terrible
alternativa de vencer o morir libres, y para huir este extremo, era preciso que
los puñales de los paisanos pasasen por encima de las bayonetas veteranas. Así
se verificó prodigiosamente, y la primera voz de los vecinos orientales que
llegó a Buenos Aires fue acompañada de la victoria del 28 de febrero de 1811;
día memorable que había señalado la providencia para sellar los primeros pasos
de la libertad en este territorio, y día que no podrá recordarse sin emoción,
cualquiera que sea nuestra suerte.
Los ciudadanos de la villa de Mercedes, como parte de esta
provincia, se declararon libres bajo los auspicios de la Junta de Buenos Aires, a
quien pidieron los mismos auxilios que yo había solicitado; aquel gobierno
recibió, con interés, que podía esperarse la noticia de estos acontecimientos:
él dijo a los orientales —“oficiales esforzados, soldados aguerridos, armas,
municiones, dinero, todo vuela en vuestro socorro”—. Se me mandó inmediatamente
a esta Banda con algunos soldados, debiendo remitirse hasta el número de 3.000
con los demás necesario para un ejército de esta clase; en cuya inteligencia
proclamé a mis paisanos convidándoles a las armas; ellos prevenían mis deseos,
y corrían de todas partes a honrarse con el belio título de soldados de la
patria, organizándose militarmente en los mismos puntos en que se hallaban
cercados de enemigos, en términos que en muy poco tiempo se vio un ejército
nuevo, cuya sola divisa era la libertad.
Permítame, vuestra señoría, que llame un momento su
consideración sobre esta admirable alarma con la que simpatizó la campaña toda
y que hará su mayor y eterna gloria. No eran los paisanos sueltos, ni aquellos
que debían su existencia a su jornal o sueldo, los solos que se movían; vecinos
establecidos poseedores de buena suerte y de todas las comodidades que ofrece
este suelo, eran los que se convertían repentinamente en soldados, los que
abandonaban sus intereses, sus casas, sus familias; los que iban, acaso por
primera vez, a presentar su vida a los riesgos de una guerra, los que dejaban
acompañados de un triste llanto a sus mujeres e hijos, en fin, los que sordos a
la voz de la naturaleza, oían sólo la de la patria. Este era el primer paso
para su libertad: y cualesquiera que sean los sacrificios que ella exija,
vuestra señoría conocerá bien el desprendimiento universal y la elevación de
los sentimientos poco común que se necesita para tamañas empresas, y que merece
sin duda ocupar un lugar distinguido en la historia de nuestra revolución.
Los restos del ejército de Buenos Aires que retomaban de esa
provincia feliz, fueron destinados a esta Banda, y llegaban a ella cuando los
paisanos habían libertado ya su mayor parte, haciendo teatro de sus triunfos al
Colla, Maldonado, Santa Teresa, San José y otros puntos: yo tuve entonces el
honor de dirigir una división de ellos con sólo doscientos cincuenta soldados
veteranos, y llevando con ellos el terror y el espanto a los ministros de la
tiranía, hasta las inmediaciones de Montevideo, se pudo lograr la memorable
victoria del 18 de mayo en los campos de Las Piedras, donde mil patriotas
armados en su mayor parte de cuchillos enastados vieron a sus pies novecientos
sesenta soldados de las mejores tropas de Montevideo, perfectamente bien
armados; y acaso hubieran dichosamente penetrado dentro de sus soberbios muros,
si yo no me viese en la necesidad de detener sus marchas al llegar a ellos, con
arreglo a las órdenes del jefe del ejército. Vuestra señoría estará instruido
en detalle de esta acción por el parte inserto en los papeles públicos.
Entonces dije al gobierno que la patria podría contar con tantos soldados,
cuantos eran los americanos que habitaban la campaña, y la experiencia ha
demostrado sobrado bien que no me engañaba.
La junta de Buenos Aires reforzó el ejército, de que fui
nombrado segundo jefe, y que constaba en el todo de 1.500 veteranos y más de
cinco mil vecinos orientales; y no habiéndose aprovechado los primeros momentos
después de la acción del 18, en que el terror había sobrecogido los ánimos de
nuestros enemigos, era preciso pensar en un sitio formal a que el gobierno se
determinaba, tanto más cuando que estaba persuadido que el enemigo limítrofe no
entorpecería nuestras operaciones, como me lo había asegurado, y porque el
ardor de nuestras tropas, dispuestas a cualquier empresa, y que hasta entonces
parece habían encadenado la victoria, nos prometía todo en cualquier caso.
Así nos vimos empeñados en un sitio de cerca de cinco meses,
en que mil, y mil accidentes privaron de que se coronasen nuestros triunfos, a
que las tropas estaban siempre preparadas. Los enemigos fueron batidos en todos
los puntos, y en sus repetidas salidas no recogieron otros frutos que una
retirada vergonzosa dentro de los muros que defendía su cobardía. Nada se tentó
que no se consiguiese: multiplicadas operaciones militares fueron iniciadas
para ocupar la plaza, pero sin llevarlas a su término, ya porque el general en
jefe creía que se presentaban dificultades invencibles, o que debía esperar
órdenes señaladas para tentativa de esta clase, ya por falta de municiones, ya
finalmente porque llegó un fuerza extranjera a llamar nuestra atención.
Yo no sé si 4.000 portugueses podrían prometerse alguna
ventaja sobre nuestro ejército, cuando los ciudadanos que le componían habían
redoblado su entusiasmo y el patriotismo elevado los ánimos hasta un grado
incalculable. Pero no habiéndoseles opuesto en tiempo una resistencia,
esperándose siempre por momentos un refuerzo de 1.400 hombres, y municiones que
había ofrecido la Junta
de Buenos Aires desde la primen noticia de la irrupción de los limítrofes, y
habiéndose emprendido últimamente varias negociaciones con los jefes de
Montevideo, nuestras operaciones se vieron como paralizadas a despecho de
nuestras tropas; y las portuguesas casi sin oposición pisaron con pie sacrílego
nuestro territorio hasta Maldonado.
En esta época desgraciada, el sabio gobierno de Buenos Aires
creyendo de necesidad retirar su ejército con el doble objeto de salvarle de
los peligros que ofrecía nuestra situación y de atender a las necesidades de
las otras provincias; y persuadiéndose de que una negociación con Elio sería el
mejor medio de conciliar la prontitud y seguridad de la retirada, con los
menores perjuicios posibles a este vecindario heroico, entabló el negocio que
empezó al momento de girarse por medio del señor doctor don José Julián Pérez,
venido de aquella superioridad con la bastante autorización para el efecto.
Estos beneméritos ciudadanos tuvieron la fortuna de trascender la sustancia del
todo, y una representación absolutamente precisa en nuestro sistema dirigida al
señor general en jefe auxiliador, manifestó en términos legales y justos, ser
la voluntad general no se procediese a la conclusión de los tratados sin
anuencia de los orientales cuya suerte era la que iba a decidirse.
A consecuencia de esto fue congregada la asamblea de los ciudadanos
por el mismo jefe auxiliador, y sostenida por ellos mismos y el excelentísimo
señor representante, siendo el resultado de ella asegurar estos dignos hijos de
la libertad, que sus puñales eran la única alternativa que ofrecían al no
vencer; que se levantase el sitio de Montevideo, sólo con el objeto de tomar
una posición militar ventajosa para poder esperar a los portugueses, y que en
cuanto a lo demás respondiese yo del feliz resultado de sus afanes, siendo
evidente haber quedado garantido en mí desde el gran momento que fijó su
compromiso. Yo entonces, reconociendo la fuerza de su expresión y conciliando
mi opinión política sobre el particular con mis deberes, respeté las decisiones
de la superioridad sin olvidar el carácter de ciudadano; y sin desconocer el
imperio de la subordinación, recordé cuánto debía a mis compaisanos. Testigo de
sus sacrificios, me era imposible mirar su suerte con indiferencia, y no me
detuve en asegurar del modo más positivo cuánto repugnaba se les abandonase en
todo. Esto mismo había hecho ya conocer al señor representante, y me negué
absolutamente desde el principio a entender en unos tratados que consideré
siempre inconciliables con nuestras fatigas, muy bastantes a conservar el
germen de las continuas disensiones entre nosotros y la corte del Brasil, y muy
capaces por sí solos de causar la dificultad en el arreglo de nuestro sistema
continental.
Seguidamente representaron los ciudadanos que de ninguna
manera podían serles admisibles los artículos de la negociación: que el
ejército auxiliador se tornase a la capital, si así se lo ordenaba aquella
superioridad; y declarándome su general en jefe, protestaron no dejar la guerra
en esta Banda hasta extinguir en ella a sus opresores, o morir dando con su
sangre el mayor triunfo a la libertad. En vista de esto el excelentísimo señor
representante, determinó una sesión que debía tenerse entre dicho señor, un
ciudadano particular y yo; en ella se nos aseguró haberse dado cuenta de todo a
Buenos Aires, y que esperásemos la resolución, pero que entre tanto estuviésemos
convencidos de la entera adhesión de aquel gobierno a sostener con sus auxilios
nuestros deseos; y ofreciéndose nos a su nombre toda clase de socorros, cesó
por aquel instante toda solicitud. Marchamos tos sitiadores en retirada hasta
San José, y allí se vieron precisados los bravos orientales a recibir el gran
golpe que hizo la prueba de su constancia: el gobierno de Buenos Aires ratificó
el tratado en todas sus panes; yo tengo el honor de incluir a vuestra señoría
un ejemplar, por él se priva de un asilo a las almas libres en toda la Banda Oriental , y
por él se entregan pueblos enteros a la dominación de aquel mismo señor Elio,
bajo cuyo yugo gimieron. ¡Dura necesidad! En consecuencia del contrato, todo
fue preparado, y comenzaron las operaciones relativas a él.
Permítame vuestra señoría otra vez que recuerde y compare el
glorioso 28 de febrero, con el 23 de octubre, día en que se tuvo noticia de la
ratificación: ¡qué contraste singular presenta el prospecto de uno y otro! El
28, ciudadanos heroicos haciendo pedazos las cadenas y revistiéndose del
carácter que les concedió la naturaleza, y que nadie estuvo autorizado para
arrancarles; el 23, estos mismos ciudadanos unidos a aquellas cadenas por un
gobierno popular... Pero vuestra señoría no está instruido de las
circunstancias que hacen acaso más admirable el día que debiera ser más aciago,
y temo que en alguna manen me será imposible dar una idea exacta de los
accidentes que le prepararon. Puedo sólo ofrecer en esta relación que usando de
la sinceridad que me caracteriza, la verdad será mi objeto: hablaré con la
dignidad de ciudadano sin desentenderme del carácter y obligaciones de coronel
de los ejércitos de la patria con que el gobierno de Buenos Aires se ha dignado
honrarme.
Aunque los sentimientos sublimes de los ciudadanos
orientales en la presente época, son bastante heroicos para darse a conocer por
sí mismos, no se les podrá hallar todo el valor entretanto que no se comprenda
el estado de estos patriotas en el momento en que, demostrándolo, daban la
mejor prueba de serlo. Habiendo dicho que el primer paso de su libertad era el
abandono de sus familias, casas y haciendas, parecerá que en él se habían
apurado sus trabajos: pero éste no era más que el primer eslabón de la cadena
de desgracias que debían pesar sobre ellas durante la estancia del ejército
auxiliador; no era bastante el abandono y detrimento consiguiente; esos mismos
intereses debían ser sacrificados también. Desde su llegada, el ejército
recibió multiplicados donativos de caballos, ganado y dinero; pero sobre esto
era preciso tomar indistintamente de los hacendados inmenso número de las dos
primeras especies; y si algo había de pagarse, la escasez de caudales del estado
impedía verificarlo: pueblos enteros habían de ser entregados al saco
horrorosamente, pero sobre todo, la numerosa y bella población extramuros de
Montevideo se vio completamente saqueada y destruida; las puertas mismas y ventanas,
las rejas fueron arrancadas; los techos eran deshechos por el soldado que
quería quemar las vigas que le sostenían; muchos plantíos acabados; los
portugueses convertían en páramo los abundantes campos por donde pasaban, y por
todas partes se veían tristes señales de desolación. Los propietarios habían de
mirar el exterminio infructuoso de sus caros bienes cuando servían a la patria
de soldados; y el general en jefe se creía en la necesidad de tolerar estos
desórdenes por la falta de dinero para pagar a las tropas; falta que ocasionó
que desde nuestra revolución y durante el sitio, no recibiesen los voluntarios
otro sueldo, otro emolumento que cinco pesos, y que muchos de los hacendados
gastasen de sus caudales para remediar la más miserable desnudez, a que una
campaña penosísima había reducido al soldado; no quedó en fin, alguna clase de
sacrificios que no se experimentase, y lo más singular de ellos era la
desinteresada voluntariedad con que cada uno los tributaba, exigiendo sólo por
premio el goce de su ansiada libertad; pero, cuando creían asegurarla, entonces
era cuando debían apurar las heces del cáliz amargo: un gobierno sabio y libre,
una mano protectora a que se entregaban confiados, había de ser la que les
condujese de nuevo a doblegar la cerviz bajo el cetro de la tiranía.
Esa corporación respetable, en la necesidad de privarnos del
auxilio de sus bayonetas, creía que era preciso que nuestro territorio fuese
ocupado por un extranjero abominable, o por su antiguo tirano; y pensaba que
asegurándose la retirada de aquél, si negociaba con éste, y protegiendo en los
tratados de los vecinos, alivianaba su suerte, si no podía evitar ya sus males
pasados. Pero acaso ignoraba que los orientales habían jurado en lo hondo de su
corazón un odio irreconciliable, un odio eterno, a toda clase de tiranía; que
nada era peor para ellos que haber de humillarse de nuevo, y que afrontarían la
muerte misma antes de degradarse del título de ciudadanos, que habían sellado
con su sangre; ignoraba sin duda el gobierno, hasta dónde se elevaban estos
sentimientos, y por desgracia fatal, no tenían en él los orientales un
representante de sus derechos imprescriptibles; sus votos no habían podido
llegar puros hasta allí, ni era calculable una resolución que casi podría llamarse
desesperada; entonces el tratado se ratificó y el día 23 vino.
En esta crisis terrible y violenta, abandonadas las
familias, perdidos los intereses, acabado todo auxilio, sin recursos,
entregados sólo a sí mismos, ¿qué podía esperarse de los orientales, sino que
luchando con sus infortunios, cediesen al fin al peso de ellos, y víctimas de
sus mismos sentimientos mordiesen otra vez el duro freno que con un impulso
glorioso habían arrojado lejos de sí? Pero estaba reservado a ellos demostrar
el genio americano, renovando el suceso que se refiere de nuestros paisanos de la Paz , y elevarse gloriosamente
sobre todas las desgracias: ellos se resuelven a dejar sus preciosas vidas
antes que sobrevivir al oprobio e ignominia a que se les destinaba y llenos de
tan recomendable idea, firmes siempre en la grandeza que los impulsó cuando
protestaron que jamás prestarían la necesaria expresión de su voluntad pan
sancionar lo que el gobierno auxiliador había ratificado, determinan gustosos
dejar los pocos intereses que les restan y su país, y trasladarse con sus
familias a cualquier punto donde puedan ser libres, a pesar de trabajos,
miserias y toda clase de males. Tal era su situación cuando el excelentísimo
poder ejecutivo me anunció una comisión que pocos días después me fue
manifestada, y consistió en constituirme jefe principal de estos héroes,
fijando mi residencia en el departamento de Yapeyú; y en consecuencia se me ha
dejado el cuerpo veterano de blandengues de mi mando, 8 piezas de artillería,
con tres oficiales escogidos y un repuesto de municiones. Verificado esto,
emprendieron su marcha los auxiliadores desde el arroyo Grande para embarcarse
en el Sauce con dirección a Buenos Aires y poco después emprendí yo la mía
hacia el punto que se me había destinado. Yo no seré capaz de dar a vuestra
señoría una idea del cuadro que presenta al mundo la Banda Oriental
desde ese momento: la sangre que cubría las armas de sus bravos hijos recordó
las grandes proezas que, continuadas por muy poco más, habrían puesto fin a sus
trabajos y sellado el principio de la felicidad más pura: llenos todos de esta
memoria, oyen sólo la voz de su libertad, y unidos en masa marchan cargados de
sus tiernas familias a esperar mejor proporción para volver a sus antiguas
operaciones: yo no he perdonado medio alguno de contener el digno transporte de
un entusiasmo tal; pero la inmediación de las tropas portuguesas diseminadas
por toda la campaña, que lejos de retirarse con arreglo al tratado, se acercan
y fortifican más y más; y la poca seguridad que fian sobre la palabra del señor
Elio a este respecto, les anima de nuevo, y determinados a no permitir jamás
que su suelo sea entregado impunemente a un extranjero, destinan todos los
instantes a reiterar la protesta de no dejar las armas de la mano hasta que él
no haya evacuado el país, y puedan ellos gozar una libertad por la que vieron
derramar la sangre de sus hijos recibiendo con valor su postrer aliento. Ellos
lo han resuelto, y yo veo que van a verificarlo: cada día miro con admiración
sus rasgos singulares de heroicidad y constancia: unos quemando sus casas y los
muebles que no podían conducir, otros caminando leguas a pie por falta de
auxilios, o por haber consumido sus cabalgaduras en el servicio: mujeres ancianas,
viejos decrépitos, párvulos inocentes acompañan esta marcha, manifestando todos
la mayor energía y resignación en medio de todas las privaciones. Yo llegaré
muy en breve a mi destino con este pueblo de héroes y a la frente de seis mil
de ellos que obrando como soldados de la patria, sabrán conservar sus glorias
en cualquier parte, dando continuos triunfos a su libertad: allí esperaré
nuevas órdenes y auxilios de vestuarios y dineros y trabajaré gustoso en
propender a la realización de sus grandes votos.
Entretanto, vuestra señoría, justo apreciador del verdadero
mérito, estará ya en estado de conocer cuánto es idéntica a la de nuestros
hermanos de esa provincia la resolución de estos orientales. Yo ya he
patentizado a vuestra señoría la historia memorable de su revolución; por sus
incidentes creo muy fácil conocer cuáles puedan ser los resultados; y
calculando ahora bastante fundadamente la reciprocidad de nuestros intereses,
no dudo se hallará vuestra señoría muy convencido de que sea cual fuere la
suerte de la Banda
Oriental , deberá transmitirse hasta esa parte del norte de
nuestra América, y observando la incertidumbre del mejor destino de aquélla se
convencerá igualmente de ser éstos los momentos precisos de consolidar la mejor
precaución. La tenacidad de los portugueses, sus miras antiguas sobre el país,
los costos enormes de la expedición que Montevideo no puede compensar, la
artillería gruesa y morteros que conducen, sus movimientos después de nuestra
retirada, la dificultad de defenderse por sí misma la plaza de Montevideo en su
presente estado, todo anuncia que estos extranjeros tan miserables como
ambiciosos, no perderán esta ocasión de ocupar nuestro país; ambos gobiernos
han llegado a temerlo así, y una vez verificado nuestro paso más allá del
Uruguay, a donde me dirijo con celeridad, y sin que el ejército portugués haga.
un movimiento retrógrado, será una alarma general que determinará pronto mis
operaciones; ellas, espero, nos proporcionarán nuevos días de gloria y acaso
cimentarán la felicidad futura de este territorio.
Yo no me detendré en reflexiones sobre las ventajas que
adquirirían los portugueses si una vez ocupasen la plaza y puerto de
Montevideo, y la campaña oriental. Vuestra señoría conocerá con evidencia que
sus miras entonces serán extensivas a mayores empresas, y que no había sido en
vano el panicular deseo que ha demostrado la corte de Brasil, de introducir su
influencia en tan interesante provincia; dueños de sus límites por tierra,
seguros de la llave del Río de la
Plata , Uruguay y demás vías fluviales, y aumentando su fuerza
con exceso no sólo debían prometerse un suceso tan triste para nosotros como
halagüeño para ellos, sobre ese punto, sino que cortando absolutamente las
relaciones exteriores de todas las demás provincias y apoderándose de medios de
hostilizarlas, todas ellas entrarían en los cálculos de su ambición, y todas
ellas estarían demasiado expuestas a sucumbir al yugo más terrible. Después de
la claridad de estos principios y de las sabias reflexiones que sobre ellos ha
escrito el editor del Correo Brasilense, entiendo que nada resta decir, cuando
de otra parte la conocida penetración de vuestra señoría llevará a cabo estos
apuntamientos, teniendo también presente que las operaciones político—militares,
que impulsa el sistema general de los americanos, demasiado expuestas a
entorpecimientos fatales por las violentas, continuas alteraciones del
diferente modo de opinar, influyen bastante sobre conservar la intención de
nuestros enemigos; de consiguiente deben conciliar toda nuestra atención,
excitar toda nuestra vigilancia y apoyarla en la mayor actividad De todos modos,
vuestra señoría puede contar en cualquier determinación con este gran resto de
hombres libres, muy seguro de que marcharán gustosos a cualquier parte donde se
enarbole el estandarte conservador de la libertad; y que en la idea terrible,
siempre encantadora para ellos de verter toda su sangre antes que volver a
gemir bajo el yugo, sólo sentirían exhalar sus almas al único objeto de no ver
sus grillos; ellos desean no sólo hacer con sus vidas el obsequio a sus
sentimientos, sino también a la consolidación de la obra que mueve los pasos de
los seres que habitan el mundo nuevo.
Yo me lisonjeo que los tendrá vuestra señoría presentes para
todo, y hará cuanto sea de su parte porque se recoja el fruto de una resolución
que, sin disputa, hace la época de la heroicidad.
Dios guarde a vuestra señoría muchos años.
Señor presidente y vocales de la Junta Gubernativa
de la Provincia
del Paraguay.
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