por Jaime María de Mahieu
36. Los
antagonismos sociales
Hemos estudiado, en el curso de nuestros tres
primeros capítulos, la naturaleza, el origen y la estructura del Estado.
Tenemos que analizar ahora su dinámica, vale decir, su modo de funcionamiento
en relación con los individuos y los grupos que forman la Comunidad.
Nos encontramos, en efecto, frente a dos
aspectos, difícilmente conciliables a primera vista, de la duración social cuyo
creador es el Estado: la complejidad de sus elementos constitutivos y su unidad
esencial. ¿Habrá que ver en tal dualidad una contradicción fatal e insoluble,
que pesa sobre la sociedad humana entre, por una parte, las innumerables
tendencias egoístas de los individuos y los grupos y, por otra parte, la Comunidad animada y
dirigida por una fuerza misteriosa e inefable de la que el Estado sólo seria
agente? Esto supondría olvidar que la vida social no se superpone a los seres
que en ella se desarrollan, sino que, por el contrario, es inherente a su
naturaleza.
Pero la oposición individual a las necesidades
colectivas no por eso es menos natural en el hombre. Los individuos tienen
existencia, necesidades y aspiraciones propias. Bien pueden depender de la
sociedad, pero no por eso dejan de tener una actividad que no se puede reducir
sintéticamente a la actividad social, como tampoco esta última se puede reducir
analíticamente a datos individuales. Igual ocurre con los grupos constitutivos
de una sociedad cualquiera, cada uno de los cuales posee su vida privada.
Las Comunidades más homogéneas presentan en su
seno profundos antagonismos de naturaleza muy variada. El marxismo ha llamado
la atención sobre la lucha económica de las clases, que predomina, en efecto,
en la sociedad contemporánea. Pero el reinado del capitalismo es relativamente
reciente y localizado: durante milenios las sociedades se desarrollaron sin que
relaciones de clases hayan pesado sobre su duración histórica. En realidad los
antagonismos sociales son tan variados como la naturaleza humana. Económicos y
religiosos, étnicos y culturales, se entrelazan en una complejidad tal
que su análisis siempre es difícil, Intereses y sentimientos chocan en una
interacción continua pero cambiante, de la cual sólo es posible, en el mejor de
los casos, captar algunas constantes esenciales o momentáneas.
Lo que es seguro es que todo intento reducir a
la simplicidad el complejo que descubrimos dentro de la duración social
tropieza con la realidad profunda de la misma naturaleza de la sociedad. ¿Qué
hay de más unitario, si se la encara desde lo exterior, que una asociación de
productores agrupados en la empresa? La obra que crean exige en cada instante
un concurso de fuerzas. Nos da la prueba de la vitalidad del taller. Sin
embargo, la más ligera observación revela los poderosos antagonismos que
oponen, no sólo a los individuos, sino también a los grupos que se reparten el
trabajo. Ahora bien: el taller no estalla por el efecto de semejante guerra
intestina y multiforme. Por el contrario, produce. Vale decir que las
divergencias y oposiciones de los factores sociales están constantemente
dominados por su unidad, y no una unidad que se impone desde el exterior, como
la de una cuadrilla de presidiarios, verbigracia, sino que surge de la
confrontación misma de los individuos y los grupos y de la necesidad de su
actividad común.
Nos encontramos pues ante la siguiente
disyuntiva : o bien la complejidad social de que nacen los antagonismos debe
considerarse una tara de la
Comunidad, lo que no tiene sentido, puesto que la
sociabilidad es inherente al hombre, que sólo existe, por lo demás, en la
diversidad ; o bien debemos reconocer que no hay por una parte complejidad y
por otra parte unidad del cuerpo social, sino unidad de su complejo esencial,
vale decir que los antagonismos no son nocivos sino, por el contrario,
indispensables para la vida de a Comunidad.
La interpretación unitaria, que niega las
contradicciones sociales o, por lo menos, las considera anomalías accidentales,
y la interpretación pluralista, que las hipostasía, son dos aspectos de la
misma impotencia para captar lo real en su conjunto.
37. El Estado, órgano de la síntesis comunitaria
La evolución histórica de la Comunidad es, por tanto,
de naturaleza dialéctica. Procede de una superación continua de los
antagonismos múltiples en que se afirman y oponen las duraciones individuales y
colectivas que se desenvuelven en su seno. Dicho con otras palabras, la unidad
comunitaria es el resultado de la síntesis de las diversas fuerzas sociales
constitutivas, síntesis en constante elaboración por ser repuesta sin cesar
sobre el tapete por la evolución misma de los individuos de los grupos.
Pero no hay que olvidar que tal proceso nada
tiene de mecánico. La síntesis social no es necesaria, en el sentido filosófico
de la palabra, y la historia nos da numerosos ejemplos de Comunidades
que se descompusieron y desaparecieron por estallido anárquico. Sin duda el
hombre tiene instinto social. Pero dicho instinto es tanto más eficaz cuanto
que la exigencia de solidaridad que representa se manifiesta en un círculo más
limitado e inmediato. Vale decir que el interés de los grupos básicos y el de
las federaciones que los abarcan en segundo grado priva en la mente del ser
social sobre el de una Comunidad lejana, cuya utilidad sólo se le presenta de
un modo episódico, mientras que las cargas que de ella proceden constituyen una
preocupación cotidiana.
La superación unitaria de los
antagonismos internos no puede, por tanto lograrse, por un movimiento
espontáneo. Es el resultado de un esfuerzo de dominación por el cual se
impone a los individuos y a los grupos, en escala comunitaria, la
solidaridad sinérgica, y dicho esfuerzo supone un órgano especializado.
Tal órgano, evidentemente no es sino el Estado, puesto que sabemos
que es el creador de la duración histórica unitaria, cuya naturaleza dialéctica
conocemos ahora.
El Estado es, por tanto, muy distinto del
árbitro conciliador que nos pintan los teóricos liberales y el mismo Maurras.
No se limita a suavizar los choques entre fuerzas antagónicas, ni a intervenir
como juez supremo en los conflictos que arriesguen perjudicar la unidad
preestablecida. No se trata, en efecto, de conseguir un equilibrio que sólo
sería estancamiento.
La Comunidad debe progresar en el tiempo,
vale decir, afirmarse siempre más en un ímpetu positivo por definición. Por
eso, el Estado se apodera de las fuerzas antagónicas realiza su armonía más
allá de su contradicción. El compromiso obligaría a los grupos a abandonar en
provecho de la paz social una parte de sus reivindicaciones, luego a renunciar
a una parte de su poderío. La síntesis, por el contrario, permite a cada uno de
ellos una completa realización, constriñéndolo a adaptarse y no a
abdicar.
La antigua imagen del carro del Estado
toma aquí su pleno sentido: los caballos sólo alcanzan cada uno su total
eficacia porque el cochero los obliga a formar un tiro homogéneo en lugar de
pelearse o de ir cada cual por su lado. La síntesis de las fuerzas, por tanto,
es comunitaria, pero no se logra sino en la medida en que el Estado tenga, en
cuanto grupo autónomo especializado, la capacidad, el poderío y la voluntad de
desempeñar sus funciones.
No olvidemos, sin embargo, que el Estado es uno
de los grupos constitutivos de dicha colectividad, que no existe sin él ni
fuera de él. Sería erróneo, pues, creer que el Estado supera a la Comunidad. Es la Comunidad la que supera
sus antagonismos internos por obra del Estado.
Se puede concebir, por tanto, apoyándose en
innumerables datos de la historia, una Comunidad cuyos grupos constitutivos
sean fuertes, menos el Estado, y también una sociedad de grupos decadentes,
menos el Estado. El poderío de este último no está ligado, por tanto, al de los
grupos cuya síntesis realiza, pero es de dicha síntesis que depende el poderío
efectivo de la
Comunidad. Dicho de otro modo, una sociedad cuyas fuerzas
antagónicas son vigorosas pero cuyo Estado es débil resulta virtualmente
poderosa y efectivamente débil. Los ritmos ascendentes de sus elementos
constitutivos se con- tradicen en lugar de superarse: la Comunidad se desintegra.
Por el contrario, una sociedad orgánicamente débil pero tomada sólidamente en
sus manos por un Estado fuerte puede invertir el sentido negativo de su ritmo
vital.
Por supuesto el Estado no es todopoderoso en
este dominio. La síntesis comunitaria depende sin duda de él, pero ante todo de
las fuerzas de las cuales él la hace surgir. Y dichas fuerzas dependen de
factores diversos que no siempre el Estado domina. Puede actuar sobre su
estructura y hasta sobre su dinamismo; pero es impotente para dar a su
materia prima humana las posibilidades raciales que no posea.
38. El orden social.
Hemos notado más arriba el carácter permanente
del esfuerzo por el cual rea]iza el Estado la síntesis comunitaria. Esta
comprobación nuestra contradice directamente la concepción tradicional del
orden social.
En efecto, los historiadores persisten
generalmente, a pesar del aporte positivo aunque demasiado sistemático hecho en
este campo por Hegel y los marxistas, en considerar la historia de una
colectividad organizada como una sucesión de largos períodos de equilibrio y de
breves sacudidas revolucionarias. La norma de la vida social, por tanto, seria
estática. El Estado mantendría, por la persuasión o por la fuerza, un conjunto
de relaciones fijas entre los elementos constitutivos de la Comunidad, y sólo su
deficiencia momentánea permitiría a fuerzas anárquicos perturbar la armonía así
conseguida. La sociedad sería comparable a una montaña que un temblor animara
de vez en cuando, pero que siempre volvería rápidamente a su inmovilidad
normal.
En realidad, los conflictos sociales no son ni accidentales ni espasmódicos. No vienen a
quebrantar un equilibrio. No son en sí factores de desorden. No resultan de
errores o crímenes cometidos por individuos o grupos que olvidaran así, por
momentos, su deber de solidaridad. Constituyen,
por el contrario, la norma de la vida social y proceden de la misma autonomía
de los elementos de que está formada la sociedad unitaria, autonomía que supone
la lucha por el poderío.
Por cierto que existe una estática
social. Pero sólo está hecha de las constantes de la interacción de los
individuos y de los grupos, vale decir, en última instancia, de la naturaleza
humana y de la naturaleza del medio cósmico que condiciona la evolución. El
orden social no es, por tanto, un estado, sino una creación continua. No es un
equilibrio en el cual se anulan mutuamente las fuerzas internas, sino una
armonía dinámica constantemente elaborada por superación de los antagonismos
normales. Y ya sabemos que tal superación es obra del Estado.
Debemos, pues, rectificar aquí casi todas las
comparaciones que hemos empleado en el curso de los anteriores capítulos. Nos fueron
útiles en un momento dado de nuestro análisis para hacernos comprender mejor
tal o cual función del Estado. Pero son insuficientes porque prescinden
sistemáticamente de la naturaleza dialéctica de la evolución comunitaria. El
Estado no es verdaderamente la clave de bóveda del edificio social, a pesar de
que mantiene la armonía solidaria de los individuos y de los grupos,
puesto que actúa sobre los elementos constitutivos de un conjunto fluente. No
es verdaderamente el piloto de un buque, a pesar de que dirige a la Comunidad hacia su
realización, puesto que domina fuerzas cambiantes. Ni siquiera es
verdaderamente el cerebro de un cuerpo individual, a pesar de que unifica un
conjunto de órganos, puesto que supera, no sólo diferencias, sino también
oposiciones.
Sólo permanece valedera sin retoques nuestra
comparación del director de orquesta. El Estado crea, por síntesis de elementos
diversos que abandonados a sí mismos tocarían cada uno su parte, tratando de
dominar a los demás, una melodía social unitaria y armoniosa. Utiliza
las contradicciones instrumentales para elaborar un orden esencialmente
móvil, un orden que no tendría sentido y ni siquiera existencia si no fuera
cambiante: un orden dialéctico.
Sin embargo, el Estado no es el creador de la
duración social porque imponga a las fuerzas internas de la Comunidad una intención
histórica preestablecida que las unifique y oriente. Su papel es más
importante: improvisa en función del pasado y con vistas al porvenir una
armonía de fuerzas autónomas que sólo puede modificar en reducida medida.
Armonía inestable, ya lo hemos dicho, orden a merced de un conflicto imprevisto
y, a veces, imprevisible, de una voluntad de poderío incontrolable en un
momento dado de la historia o, más sencillamente, de una deficiencia accidental
del mismo Estado.
Ocurre entonces la crisis que exige un anormal
esfuerzo de síntesis, pero sin que la naturaleza del proceso dialéctico sea
puesta otra vez en el tapete. Como lo veremos más adelante, la revolución
verdadera no es sino la solución difícil de un conflicto excepcional. Como
corolario, y si consideramos sólo la naturaleza del fenómeno y no su
intensidad, el Estado es el instrumento de una revolución permanente.
39. El Estado, exigencia de la duración dialéctica
El análisis por el cual acabamos de establecer
la naturaleza dialéctica de la evolución comunitaria confirma nuestras
conclusiones del Capítulo II en cuanto nos prohíbe ver en el Estado sólo una
entidad exterior a los materiales dinámicos de la duración social.
La síntesis, en efecto, nunca se impone a
fuerzas hostiles como una jaula a pájaros peleadores. Constituye, por el
contrario, un nuevo estado de los datos que realiza el solo hecho de
superarlos. Sin duda la síntesis social es muy distinta de lo que creía Hegel.
Ya lo hemos dicho: no es de ningún modo el producto de una necesidad inmanente
a los grupos en conflicto. Nace, por el contrario, de un esfuerzo humano. Pero
no por eso es arbitraria. Los antagonismos sociales la llaman por el solo hecho
de existir dentro de la
Comunidad, puesto que esta última no puede subsistir sino en
la medida en que se produce la superación unitaria de sus
contradicciones internas.
El Estado, instrumento de la síntesis, no está
sobreañadido por tanto, a los elementos constitutivos de evolución. Si lo
estuviera, por lo demás, habría que reconocerle una realidad autónoma anterior
a su objeto, vale decir, sólo considerar su intervención como accidental o, por
o menos, secundaria. Ahora bien: ¿qué sería el Estado así aislado de su campo
de acción? Un funcionario sin función, puesto que su razón de ser, desde
el punto de vista dinámico, es la superación de las fuerzas antagónicas.
Dicho con otras palabras, el Estado es inconcebible sin las contradicciones
sociales.
Pero por otra parte, los antagonismo inherentes
a la vida misma de los grupos sociales y sin los cuales la Comunidad no existiría,
son impensables por lo menos como factores positivos de la duración, sin una
resultante armoniosa que son por sí mismos incapaces de producir, puesto que
chocan en virtud de su naturaleza esencial. Exigen la síntesis que no pueden
realizar, y por lo tanto un instrumento, exterior a ellos, de dicha
síntesis.
Decimos adrede: exterior a los antagonismos,
pero de ningún modo exterior a las fuerzas
antagónicas. Éstas, en efecto, constituyen, como ya lo hemos precisado, los
respectivos dinamismos de los individuos y grupos que dependen, en su existencia
o, por lo menos, en las modalidades de su existencia, de la Comunidad de que son
partes integrantes, y en cuyo seno, en general, han nacido y, en todo caso, se
han desarrollado. Por su historia, pues, tales fuerzas están impregnadas de
duración comunitaria, y necesitan que dicha duración prosiga para poder
continuar también ellas evolucionando en condiciones semejantes a las que las
han modelado en el pasado, y a las cuales están preadaptadas, por tanto,
en cierta medida. Dicho de otro modo, han sido condicionadas por el Estado y
hasta, en algunos casos, determinadas por él, y quedarían desamparadas, o
desaparecerían, si la intervención del Estado les faltara.
Por cierto, el órgano de conciencia y de mando
de la Comunidad
es distinto de los demás grupos sociales, pero actúa sobre ellos y no por
ellos. No los cubre: los penetra, y su penetración es natural en la medida en
que lo es la misma duración comunitaria, vale decir, en que la Comunidad responde a sus
propias condiciones históricas. Esto no quiere decir por supuesto, que cada
grupo solicite necesariamente ni acepte siquiera siempre de buen grado una
acción que bien puede parecerle una intrusión indebida en su vida privada :
si los elementos constitutivos de la colectividad tuvieran una conciencia
perfecta del bien común y la voluntad de respetarlo siempre, el Estado
precisamente se tornaría inútil, puesto que no habría más contradicciones
sociales o, por lo menos, éstas se resolverían por sí solas.
Significa simplemente que la duración comunitaria
que nace de los antagonismos no tiene más realidad sin el Estado que el Estado
fuera de ella, y que los individuos y los grupos que exigen la duración que los
supere exigen por eso mismo el Estado, tengan o no plena conciencia de ello.
Ahora vemos mejor hasta qué punto es exacto que
la historia crea el Estado, puesto que la historia no es sino dicha duración que, por naturaleza, implica y por lo tanto suscita
el instrumento de su propia continuidad.
40. EL Estado, objetivo de las fuerzas sociales.
Repitámoslo, sin embargo: no hay en la
perpetuación unitaria de la duración ningún automatismo idealista. Los hombres
que componen el Estado no están inspirados por una voluntad hipostática
que los utilice como agentes de su propia afirmación. No están determinados por
la historia, sino que sólo son conscientes, en una medida por lo demás
variable, de las condiciones planteadas por dicha historia a una acción
funcional que supone la continuidad comunitaria.
El proceso dialéctico de la evolución social no
respeta en ninguno de sus aspectos el esquema hegeliano, que, en razón de su
carácter simplista, tiende demasiado fácilmente a imponerse a nuestra mente.
Por una parte, ya lo hemos visto, las fuerzas antagónicas son innumerables y la
síntesis final sólo se realiza entre resultantes que son ellas mismas de
naturaleza sintética, luego como culminación de una dinámica piramidal
correspondiente a la estructura que hemos analizado en el capítulo anterior.
Por otra parte, la superación comunitaria no implica la desaparición de sus
datos, que permanecen subyacentes a la duración que constituyen. Por fin, no se
produce ni realización mecánica de las fuerzas en conflicto ni supremacía
necesaria de una de ellas señalada por su posición en el seno del proceso
histórico.
El Estado actúa, en efecto, no como una
máquina de superar, sino como un órgano humano que evalúa la
importancia comunitaria de los grupos y otorga a cada uno de ellos un coeficiente
de realización que no depende exclusivamente de su poderío sino de una relación
variable entre dicho poderío y el bien común. Esto es decir que el Estado está
en condiciones de otorgar a uno de los términos de la contradicción una
primacía de que no gozaría si la síntesis se hiciera automáticamente y, por
tanto, estuviera determinada sólo por el juego de las fuerzas antagónicas.
Ahora bien: dicho Estado no es infalible: puede
equivocarse en su apreciación. Pero tampoco es insensible a las presiones que
se pueden ejercer sobre él. La tentación es grande, pues, para las fuerzas sociales
suficientemente poderosas, de utilizarlo de tal suerte que el proceso de
superación sea desviado en su favor, prevaleciendo así, en cierta medida, su
interés particular sobre el interés comunitario. El Estado se convierte, a sus
ojos, en un arma decisiva en sus conflictos, un arma de la cual basta disponer
para que esté asegurada la victoria.
De ahí un aspecto imprevisto del movimiento
dialéctico: no sólo las fuerzas sociales se oponen unas a otras sino que
también cada una de ellas se opone al Estado, sea por mera resistencia pasiva a
la síntesis o, más exactamente, a la acción coercitiva sin la cual la
superación no tendría lugar, sea por un ataque directo al órgano del poder.
Ni una ni otra e las dos actitudes implica una
intención anarquista. La
Comunidad no se rechaza, como lo demuestra la unión
espontánea que se produce normalmente en caso de guerra, pero cada ente social
busca sacrificarle lo menos posible, a expensas de sus adversarios menos
poderosos. Todo ello es muy natural, ya lo hemos visto. Cada uno de los
individuos o grupos posee su vitalidad propia y tiene conciencia de sus
condiciones inmediatas de existencia, y por tanto de afirmación, de una manera
más clara que de las condiciones comunitarias, que son más lejanas y, sobre
todo, le parecen aseguradas.
Oponiéndose al Estado, no se da cuenta en
absoluto, por lo general, que lo perjudica: busca simplemente inclinar a su
favor una relación de fuerzas que nunca encuentra plenamente satisfactoria. De
ahí la necesidad de que el Estado tenga poderío suficiente para resistir las
presiones que sufre e imponer su autoridad a los individuos y a los grupos
normalmente rebeldes, vale decir, un poderío proporcional a cualquier coalición
posible de las fuerzas sociales cuyo conflicto tiene por función superar.
41. La crisis revolucionaria
De la relación del Estado con las fuerzas
sociales constitutivas depende, pues, la síntesis evolutiva de que surge la
duración comunitaria. Si los grupos, o algunos de ellos, ven debilitarse su
vitalidad, sea en razón de su disociación estructural, sea por la degeneración
de sus miembros, sus rivalidades naturales se suavizan, y ellos tienden a la
falsa armonía de una mediocridad vegetativa. Si el Estado ve disminuir su
poderío o si no lo aumenta en proporción a as nuevas fuerzas, que se
afirman, si por tanto pierde el dinamismo propio que le permitía adaptarse, en
cada instante, a las situaciones que se le presentaban, ya no es sino un órgano
fosilizado, capaz sin duda de prestar, a pesar de todo, numerosos servicios,
pero que no actúa sino por rutina.
Está entonces a merced de un fuerza más audaz y
más conquistadora que las demás, en cuyo instrumento se convierte. Conserva su
estructura. Sigue desempeñando, en cierta medida, su papel de órgano de
síntesis, pero ya no está libre. Ya no actúa en provecho de la Comunidad sino en el e
uno de sus componentes, que se excluye del proceso dialéctico y se enriquece,
de aquí en adelante, con una duración social que, normalmente, debería
superarlo. La reciente historia nos ofrece dos ejemplos perfectos de semejante
subversión del orden comunitario: en l789, cuando la burguesía francesa ocupa
el Estado tradicional debilitado; en 1917, cuando el proletariado ruso se
adueña del poder en idénticas condiciones.
Hasta es posible que el Estado mismo, en cuanto
grupo autónomo, se independice de la Comunidad de que es órgano, hipertrofiándose a
sus expensas. Cualquiera sea, pues, la razón por la cual la indispensable
síntesis social ya no se efectúe según la intención directriz de la Comunidad, hay crisis
revolucionaria, y ésta proviene de una ruptura funcional entre el Estado y el
resto del cuerpo social. Se hace entonces necesario recurrir a un procedimiento
excepcional que restablezca las condiciones naturales de la síntesis: la revolución.
Ésta, por tanto, sólo tiene sentido dialéctico
en cuanto resuelve el problema planteado por la crisis vale decir, devuelve al
Estado una independencia y un poderío que le permiten intervenir eficazmente en
la evolución comunitaria, sea restituyéndole sus posibilidades perdidas, sea
liberándolo de las fuerzas que lo ocupan, sea también reduciéndolo a sus
proporciones legitimas y a su actividad histórica.
Es, por consiguiente, tan erróneo definir la
revolución por las manifestaciones exteriores – motines, persecuciones,
desórdenes accidentales – que generalmente la acompañan pero que no forman
esencialmente parte de ellas como por las transformaciones ideológicas y
estructurales que son sus consecuencias y no su fin. Con mayor razón – pero
aquí el error roza una mala fe de orden pragmático – es inadmisible hablar de
revolución o de contrarrevolución según que los resultados del fenómeno social
así calificado responden a tal o cual doctrina.
La revolución se debe estudiar en su esencia,
independientemente de cualquier idea preconcebida. La única base sólida de
muestro análisis nos la suministra la definición que hemos establecido de la
crisis revolucionaria y de la cual dimana lógicamente la necesidad de una
solución de los problemas planteados. Desde ahora sabemos que la revolución se
sitúa en la duración histórica como factor de restablecimiento del Estado en su
papel comunitario. Nos queda por ver cómo lo hace.
42. La revolución
La imprecisión habitual del término y del
concepto de revolución, por lo general aplicados a la subversión del orden
natural, hace muy a menudo que se considere una catástrofe repentina, provocada
por alguna contingencia exterior a la evolución de la colectividad, lo que
constituye en realidad una fase estrictamente lógica del movimiento
comunitario.
La revolución no es un accidente, lamentable o
feliz, que viene a quebrar la duración histórica, ni con mayor razón una
enfermedad del cuerpo social. Lejos de ser causa de perturbación, marca, por el
contrario, el final de una crisis que resuelve. Por una mutación análoga en
alguna medida a la mutación biológica, y cuyos factores tenemos que buscar en
la anarquía o el desequilibrio de las fuerzas en presencia, adapta la
estructura de la sociedad existente a las condiciones del desarrollo
comunitario. Vale decir que no puede ser considerada en ningún caso ni un hecho
casual ni el resultado de la voluntad de poderío lisa llana e un hombre o un
grupo.
A la revolución la hace necesaria cierta
relación de las fuerzas y de las instituciones. Es suscitada por la crisis que
nace de una situación social inaguantable. La podemos comparar, mejor aún que
con la mutación biológica, con el fenómeno psíquico de la conversión. La
sociedad reencuentra su armonía y su fidelidad a sí misma mediante una
aceptación repentina de su ser hasta entonces mal conocido. Elige entre la vida
y la muerte, entre la duración y el hundimiento. No es más libre de rechazar
las nuevas condiciones de su permanencia que el alma a la que se impone, en una
revelación fulgurante, su verdadera naturaleza de rechazar la certidumbre
inesperada. Puede vacilar, tantear, cometer errores, porque es humana: no le
está permitido hacer una buena o una mala revolución.
Semejantes juicios de valor no tienen sentido.
Hay o no hay revolución según que la Comunidad restaure o no el Estado en sus
funciones de superación dialéctica, resolviendo así por una acción excepcional
la crisis excepcional que la llevaba a su fin. Decimos adrede: crisis
excepcional. Es normal, en efecto, que el Estado, en cada momento de la
evolución histórica, se encuentre frente a nuevas situaciones que necesita
superar. Es éste su papel natural, que no puede desempeñar sino adaptándose a
las circunstancias, vale decir, reformándose.
La crisis revolucionaria sobreviene,
precisamente, por una incapacidad de reforma del Estado. Orgánicamente
demasiado débil para efectuar la síntesis de las fuerzas que se confrontan, o
convertido en el instrumento de alguna de ellas, ¿cómo podría cambiarse por sí
solo? El Estado incapaz de adaptarse a las nuevas condiciones de su misión sólo
se sobrevive a sí mismo abandonando la síntesis por la componenda. Ahora
bien: no es posible admitir componendas entre movimientos que no se realizan
sino en la medida en que su oposición se vuelve inaguantable y cuyo valor
dialéctico es, por tanto, función de su in- transigencia.
La síntesis de que nace la duración social no
es un acuerdo entre dos opiniones ni un promedio entre dos fuerzas, sino el
enriquecimiento de los factores antagónicos en su común superación. La
componenda marca, por el contrario, un empobrecimiento de las fuerzas en
presencia, puesto que resulta del abandono por cada una de ellas de una parte
de su devenir.
La síntesis es afirmación de Comunidad; la
componenda es decadencia. Es ésta la razón por la cual el auténtico sistema
liberal de gobierno fundado en la componenda no es viable y acaba
necesariamente en la revolución.
43. Sentido comunitario de la revolución.
El fenómeno social que estamos estudiando no
es, por tanto, una eventualidad entre otras, que encontramos deseable en
circunstancias dadas y podemos aceptar o rechazar según nos dé la gana. Es el
término de un proceso de evolución, y no podemos elegir ni su marco ni su obra.
La lucha de los individuos y los grupos no se desenvuelve en el seno de una
sociedad ideal sino en el de la
Comunidad histórica que abarca las fuerzas rivales y da un
sentido a su conflicto. Sólo, en efecto, una Comunidad histórica, vale decir,
una colectividad dueña de su duración, tiene, por eso mismo, el privilegio de
la superación sintética, por el cual se afirma y perpetúa.
Toda revolución es comunitaria y,
recíprocamente, toda Comunidad dura por un movimiento dialéctico que participa
de la esencia de la revolución. Dicho con otras palabras, entre el
funcionamiento normal del Estado y la revolución no hay diferencias de
naturaleza sino solamente de grado: la superación revolucionaria responde a una
crisis excepcional de la
Comunidad, mientras que la síntesis que podríamos llamar
organísmica no es sino la solución permanente de los antagonismos habituales
que el Estado es normalmente capaz de superar.
La revolución es, por tanto, una afirmación de
la sociedad que sus contradicciones internas ponían en peligro porque el Estado
ya no lograba resolverlas, una victoria de las fuerzas comunitarias presentes
en el seno mismo de los grupos antagónicos. Por ella, la lucha se supera por la
toma de conciencia de una solidaridad necesaria entre los elementos del
conflicto, más poderosa que su rivalidad. La contradicción dialéctica se
resuelve en el restablecimiento de la armonía comunitaria, resultado de la
acción de un Estado restaurado. La revolución es, por tanto, el producto de la
historia, de esta misma historia que la Comunidad va creando según las necesidades de su
existencia.
Desde el momento en que se puede discernir un
embrión de superación de antagonismos que, llevados a su paroxismo, se vuelven
inaguantables, la sociedad posee vida propia. Se crea un pasado que pesa sobre
su devenir al modelarla en su presente pero también en su futuro por las
condiciones que le impone.
Es exacto, pues, decir que la Comunidad es forjada por
la historia, pero por una historia que es la suya, la de su propia evolución.
La sociedad, en tanto que histórica, sólo comporta, pues, un valor de hecho. No
necesita ser justificada, pero no puede ser rehusada. Su historia da a la Comunidad las
posibilidades entre las cuales puede elegir, pero sin poder apartarse de ellas.
Es por la elección que haga que expresa su voluntad de vivir, vale decir, la
positividad de la relación entre su poderío de superación y los antagonismos
que tiene que dominar.
La revolución representa la elección más
decisiva, puesto que, por ella, se resuelve una situación de decadencia;
mientras que su fracaso marcaría la impotencia de la Comunidad para proseguir
su esfuerzo histórico en el sentido de su afirmación. Por la revolución la
sociedad vuelve a sus constantes y se reencuentra a sí misma, vale decir,
adopta otra vez un modo de vida conforme a su ser y a sus necesidades. La
historia, por tanto, pesa con todo su poderío sobre las fuerzas cuyo
antagonismo, frente al Estado inútil o nocivo, constituye la crisis
revolucionaria, para realizar su síntesis y darles el sentido comunitario que
las hará valederas.
La historia es aquí la estructura de la
sociedad tal como se ha formado a lo largo de los siglos, el instinto de
solidaridad, las costumbres y tradiciones en que se expresa la subconciencia
del ser social, y por fin la intención directriz encarnada que se rebela contra
la decadencia de la
Comunidad.
44. Proceso de la revolución
Es evidente la revolución no puede proceder del
Estado mismo, puesto que precisamente sólo es útil y posible cuando este último
ha perdido su eficacia comunitaria y se convierte en el objeto inmediato de la
necesaria acción.
Cuando se habla de revolución desde
arriba se quiere simplemente decir que las fuerzas revolucionarias
victoriosas ya han devuelto su valor social al Estado y que éste ha tomado otra
vez en sus manos el trabajo de síntesis que le es propio y se impone, vale
decir, que desempeña de nuevo su papel natural.
En caso contrario, el Estado no haría sino
recuperarse en un esfuerzo de apariencias revolucionarias, pero que no
modificaría esencialmente relaciones de fuerzas que sólo constituirían una
apariencia de crisis. La reconquista de su armonía por la Comunidad debe lograrse,
pues, con ayuda de fuerzas independientes del Estado debilitado, ocupado
o hipertrofiado y que se opongan a él para devolverle su ser histórico.
No es, por tanto, la sociedad la que lucha por
su vida, puesto que la conciencia comunitaria reside orgánicamente en el Estado
incapaz de desempeñar su función, sino una parte espacial y temporal de la Comunidad que sufre por
el desorden y aspira a remediarlo, uniendo así su interés propio, al del
conjunto de que forma parte.
Pero la solución de la lucha contra el Estado
incapaz no puede, por cierto, resultar de un mero acaparamiento del poder por
la minoría revolucionaria, sino de la subordinación de su victoria a la
intención histórica de la
Comunidad. En caso contrario no habría revolución, sino
avasallamiento del Estado por una fracción. La crisis revolucionaria
subsistiría, en una forma más o menos diferente. El éxito y, por consiguiente,
la existencia misma de la revolución dependen, pues, de la solución dialéctica
dada a los problemas cuya permanencia y acuidad creaban la crisis.
No hay revolución parcial ni revolución más o
menos lograda, sino solamente una apariencia o una realidad revolucionaria. La
revolución es necesariamente total, puesto que el Estado nuevo que ha salido de
ella hace la síntesis de todas las fuerzas en juego. Es permitido, por tanto,
en este sentido, aplicar al Estado el adjetivo de totalitario, sin por eso
subentender ninguna concepción estatista del orden comunitario, vale decir,
ninguna confusión entre la función del Estado y la de sus grupos constitutivos.
Un Estado es total por definición en cuanto es
el instrumento de la duración social, que está hecha de todas las fuerzas
existentes que él pliega a la intención histórica de la Comunidad. No es
posible, pues, confundir dicha intención, tal como surge del pasado, con las
fuerzas cuyo choque engendra la revolución. La minoría operante sólo es uno de
los términos igualmente necesarios de la contradicción dialéctica y no puede,
por tanto, pretender representar a toda la Comunidad ni, por consiguiente, tomar el lugar
del Estado. A lo más, puede convertirse en el Estado, aun antes de ocupar su
posición, pero al precio de una transformación fundamental por la que se supera
a sí misma. Recordemos que la revolución consiste en devolver a la Comunidad su orden
funcional, y no en imponerle una autoridad cualquiera.
La reestructuración del Estado es indispensable
para la transformación necesaria de la Comunidad, pero sólo tiene permanencia y valor
por las modificaciones que acarrea en las relaciones entre las fuerzas que
constituyen la duración social. De tal interdependencia revolucionaria del
Estado y de la Comunidad
a que pertenece dimana la prioridad del factor propiamente político en la
evolución y solución de la crisis.
Si el Estado sólo fuera una resultante pasiva,
de las fuerzas comunitarias, la expresión inerte de una voluntad social de que
emanara, la transformación de la sociedad misma determinaría su regeneración.
Pero, puesto que es, por el contrario, como ya hemos visto, el creador de la
síntesis que se opera en él, y el organizador de la Comunidad según la
intención histórica de que es depositario, la revolución no puede realizarse
sino en él y por él.
Prioridad del estadio político, mas no
primacía, por supuesto; la revolución, tensión excepcional, no tiene valor
social sino por la armonía y la eficacia comunitaria que restaura al
restablecer al Estado en sus funciones. No puede limitarse a paliar la falta de
organización con su dinamismo esencialmente momentáneo. Debe resolver los
problemas planteados, cuya consecuencia es la crisis, vale decir, modificar en
sus causas las relaciones de fuerzas incompatibles con el orden social.
45. Dinámica de la estratificación social
Entendemos ahora cuán equivocado sería estudiar
la dinámica del Estado prescindiendo del principio de legitimidad tal como lo
hemos definido en el capítulo Il.
En efecto, lejos de proceder de un juicio
cualquiera de preferencia, el respeto de la intención histórica de la Comunidad se confunde
con el funcionamiento natural de su órgano de síntesis, y la perfección
dialéctica de la evolución social es su resultado positivo.
Sin duda es posible y legítimo mostrar que
subversión y revolución se reducen a un cambio repentino, técnicamente
idéntico, de minoría dirigente, cambio éste que constituye el instante crucial
de una substitución de capa dirigente. Hasta podemos, con Ernesto Palacio,
trazar el esquema de tal movimiento: presión de las fuerzas populares sobre la
capa dirigente y de esta última sobre la minoría que de ella ha nacido pero que
adquiere con respecto a ella, por el mismo hecho de su función, cierta
independencia. También podemos agregar la presión, en el seno de la minoría
dirigente (a la que Palacio llama, a nuestro parecer de un modo demasiado
estricto, poder personal ), de la administración sobre el
gobierno.
En período de estabilidad relativa sólo resulta
de todo eso un ascenso social progresivo por selección. En período de
perturbación por el contrario, el desplazamiento es repentino y violento.
Semejante análisis, sin embargo, es puramente formal. Enfocado desde este solo
punto de vista, en efecto, el Estado siempre permanece en su lugar, aun cuando
su personal cambie de vez en cuando. Su estructura sigue invariable, así como
también la estratificación política de la Comunidad (Estado, capa dirigente, pueblo).
Palacio llega así a considerar igualmente naturales y valederos los regímenes
aristocrático, oligárquico y democrático, cuya necesaria substitución cíclica
no cambiaría en nada el orden social.
Ahora bien: hemos visto que el Estado, según
qué minoría lo anima, cumple su función de síntesis comunitaria o falsea más o
menos la duración social en provecho de una de las fuerzas que tiene por misión
superar. Tenemos que reconocer, por tanto que su funcionamiento, dejando a un
lado cualquier problema cualitativo, no depende sólo de su estructura, sino
también de la intención que orienta su política; intención que no está ligada a
la buena o mala voluntad , ni menos aun al nivel moral de la minoría dirigente,
sino a la naturaleza social, vale decir, a su posición dentro de la Comunidad y con respecto
a ella.
Es ésta a razón por la cual un mismo movimiento
de estratificación toma un carácter positivo o negativo si lo consideramos
desde el punto de vista de la duración histórica.
Nuestras conclusiones nos apartan, pues, tanto
del indiferentismo de Palacio como del mesianismo de Marx. El primero considera
el orden social como un equilibrio de fuerzas periódicamente quebrado por una
revolución que marca el acceso al poder de una nueva capa dirigente. El segundo
lo define como un antagonismo de fuerzas periódicamente superado por una revolución
que marca la conquista del Estado por una nueva clase dominante. Para uno, la
historia se reduce a un torbellino, a un movimiento rotativo sin intención
directriz. Para el otro, procede por una serie de saltos que constituyen las
etapas, siempre positivas, de su realización. Pero en ambos casos el Estado no
es sino un instrumento de dominación que las fuerzas sociales se pasan de una a
otra.
Sabemos, por el contrario, que la duración
histórica evoluciona según una curva sinusoidal compleja, y que el Estado, su
órgano, actúa más o menos eficazmente según su poder de síntesis, poder éste
que depende en primer lugar del grado de especialización comunitaria de la
minoría dirigente.
46. Egoísmo y función comunitaria del Estado
El término especialización comunitaria, que
implica un contenido intencional, supone igualmente la diferenciación orgánica
de que hemos hablado en varias oportunidades en el curso de nuestro estudio.
Dicho con otras palabras, el Estado sólo desempeña su función organísmica en la
medida en que posee vida propia, vale decir, autonomía de existencia y
actividad. Constituye un grupo social, tan caracterizado como es posible, que
si bien no está desprovisto de antagonismos internos (por ejemplo, el que opone
a gobierno y administración) los supera por el juego natural de la solidaridad
que nace no sólo de una colaboración constante sino también de un interés
común: el de por lo menos conservar el poder y las satisfacciones morales y
materiales que da a quienes lo tienen en sus manos. De tal superación procede
la duración propia que expresa su unidad, su continuidad y su voluntad de
poderío.
Pero sabemos que el poder del Estado se ejerce
sobre las fuerzas constitutivas de la Comunidad. Tenemos,
pues, que proseguir el análisis que hemos empezado más arriba: si bien es
cierto que las fuerzas sociales se oponen al Estado para limitarlo y hasta
conquistarlo, no lo es menos que el Estado se opone a las fuerzas sociales para
dominarlas. El órgano de síntesis se inserta, por tanto, en el proceso dialéctico,
no como un instrumento inerte que actúa por mera posición, sino como una fuerza
cuya misión peculiar con respecto a las demás
no excluye la actividad antinómica, y que, por el contrario, la exige, puesto
que su trabajo depende de su voluntad de poderío. Dicho de otro modo, el
egoísmo orgánico del Estado, lejos de contradecir su naturaleza funcional
organísmica, resulta ser su condición.
Por eso comprobamos que, en el curso de la,
historia, los Estados constituidos por derecho de conquista se comunitarizan
por el solo hecho de su interés. Pero también comprobamos que los EstacIos
electivos adquieren, por el solo desempeño de las funciones que les están
confiadas, una autonomía que los diferencia de las fuerzas de que han nacido.
Nada más normal que este doble fenómeno: para
el Estado, conservar el poder es conservar su función; y desempeñar su función
es afirmar su poderío. Un Estado que renuncia a imponerse se elimina por
sí solo; bien se lo vio en Francia en 1789 y en Rusia en 1917. Luis XVI y Nicolás
II eran soberanos que amaban a sus pueblos, y tan bien intencionados como era
posible: les faltaba la voluntad de poderío; les faltaba el egoísmo de Estado.
Esto no significa, por supuesto, que el egoísmo
sea el único motor de la síntesis comunitaria, sino simplemente que el
altruismo no es eficaz en el estadista sino en la medida en que se confunde con
la voluntad de mando, vale decir, de dominación. Pero entonces, ¿cómo es
posible que, en ciertas circunstancias, el Estado se hipertrofie dentro de la Comunidad y absorba las
fuerzas que tiene por misión superar, es decir, ante todo, respetar?
Parece, en efecto, a primera vista, que
semejante fenómeno es inconcebible, puesto que el Estado nunca tiene interés en
debilitar el organismo de que forma parte. Se produce, sin embargo, no por
expansión de un Estado superpoderoso, como lo cree Jouvenel, sino como
consecuencia de una anomalía dialéctica. Un Estado débil, y por tanto
ilegítimo, un Estado que por naturaleza (como
ocurre cuando una ocupación), por insuficiencia institucional o
simplemente por incompetencia política se siente incapaz de dominar las fuerzas
sociales, se esfuerza naturalmente, salvo que abdique, en destruirlas una
después de la otra. Un Estado fuerte que se encuentra en la imposibilidad de
realizar una síntesis comunitaria que corresponda a su voluntad de poderío
propio, porque las fuerzas sociales de que dispone son débiles con
respecto a él, tiende a tomarlas en su mano para vigorizarlas.
Aquí también el carácter positivo o negativo de
un mismo hecho social no puede determinarse sino en función de la legitimidad
del Estado. Se admitirá sin mayor dificultad que no hay nada de común entre la
actividad del Estado liberal, ocupado por la burguesía, que suprime las
corporaciones y se encarniza con la familia (especialmente con el régimen de
sucesión), y el Estado fascista que reconstituye los gremios y se esfuerza en
restablecer el orden familiar; entre el Estado tecno-burocrático que hace de
los sindicatos meros instrumentos de coacción y el Estado justicialista que
hace de la confederación obrera la fuerza más importante del país.
47. Dirigismo y estatismo
La tesis del Estado-Minotauro, del órgano que
por el mismo efecto de su voluntad de poderío tendería ineludiblemente a
absorber el organismo, proviene de una confusión habitual en los liberales,
entre concentración y dirigismo por una parte, y centralización y estatismo por
la otra.
Se trata sin embargo aquí de conceptos bien
diferenciados. Para desempeñar su función comunitaria el Estado necesita la
integridad del poder político. Si no la posee, tiende a adquirirla
despojando de su autoridad abusiva a órganos de mando que no son sino
supervivencias de Comunidades soberanas históricamente superadas, o también
excrecencias sociales puramente parasitarias. Así los Estados dinásticos del
antiguo régimen absorbieron poco a poco los poderes políticos feudales. Así los
Estados confederales tienden, por su misma existencia, a convertirse en Estados
federales, y los federales en unitarios. Así los Estados restablecidos en su
independencia por una revolución eliminan los partidos de clase que detentaban
una parte del poder. Dicho con otras palabras, el Estado concentra en sus manos
toda la autoridad política, y es éste un proceso indispensable.
Puesto que, por otra parte, el Estado debe, por
función, dominar el conjunto de las fuerzas constitutivas de toda naturaleza y
penetrarlo de intención comunitaria, su campo de acción político abarca todos
los órdenes de la actividad social. El dirigismo, pues no supone en absoluto
una intrusión del Estado en la vida privada de los grupos y de las
comunidades especializadas, sino el desempeño normal de sus funciones de mando
y de síntesis.
Al dirigir la economía, verbigracia – y es éste
el punto crucial para los liberales – el Estado no sale de su papel político,
puesto que las fuerzas económicas forman parte de la polis vale decir,
de la Comunidad,
y deben concurrir como las demás a la imprescindible síntesis, lo que, por
cierto, no harían por sí mismas.
Muy distinto es el asunto cuando el poder
central absorbe los poderes que corresponden por naturaleza a las fuerzas
sociales, atribuyéndose de este modo funciones que son de éstas.
Luis XIV aseguraba la federación, vale decir,
la síntesis comunitaria, de las provincias francesas por intermedio de
gobernadores e intendentes reales que él designaba, pero cada comunidad
histórica conservaba su vida propia, su legislación particular y sus fueros:
sólo se trataba, pues, de una concentración de poder político. Por el
contrario, la llamada Revolución Francesa sustituye las provincias naturales
por departamentos arbitrariamente trazados, meras entidades administrativas sin
vida orgánica, y Napoleón, completando su obra, promulga un código civil único
para el conjunto de la nación: ya se trata de una centralización abusiva. El
Estado fascista constreñía a las distintas fuerzas económicas a colaborar con
vistas al interés general y orientaba su actividad: dirigismo. El Estado
soviético se convierte en jefe de empresa y comerciante: estatismo.
Los dos procesos de concentración y de
centralización podrán tener algunas apariencias comunes, pero no son por eso
menos antinómicos. Pues la concentración del poder político permite a los
grupos y comunidades internas llevar libremente su vida orgánica sin que surja
por eso peligro alguno de disgregación para el todo de que forman parte,
mientras que la centralización tiende a suprimir toda vida intermedia entre la
del individuo y la del Estado. El dirigismo procede del mismo funcionamiento
del orden social. El estatismo es el producto de una macrocefalia patológica
que perjudica la vitalidad de dicho organismo.
Esto aclarado, precisemos que la salud y la
enfermedad nunca son absolutos y que, por otra parte, el Estado constituye un
grupo humano y por consiguiente sujeto a error. No está excluido, por tanto,
que el estatismo se mezcle, por crisis, al dirigismo, y ni siquiera que siempre
esté un poco presente en el seno de la actividad legítima del Estado, del mismo
modo que la tendencia a usurpar el poder político siempre está un poco presente
en el seno de la actividad legítima de las grandes fuerzas sociales. Todo eso
es muy normal.
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