por Jorge Eliécer Gaitán
Sería errado
pensar que a la concepción presente del socialismo la humanidad ha llegado por
un impulso de revolución momentánea y no por factores determinantes y
antecedentes del mundo físico. En cuatro grandes etapas podemos dividir la
trayectoria recorrida por la humanidad en su lucha por la equidad social. Ellas
son: Prehistoria del socialismo, Reformismo social, Socialismo utópico y
Socialismo científico. Separadamente estudiaremos la fisonomía específica que las
caracteriza.
I
Prehistoria
del Socialismo
Lo que
distingue con rasgos autónomos la lucha presocialista, es ser un fruto del
instinto. Ante la desproporción económica y social, el hombre reacciona, mas su
reacción no tiene una finalidad, ni ha sabido proporcionarse una norma. La
conciencia le ha advertido lo evidente del mal, pero la falta de examen crítico
no le ha permitido valorizar los elementos integrantes de tal estado y mucho
menos descubrir las leyes de su causación. No existiendo ésta, su método de
lucha y defensa no puede realizarse y su reacción carece de un tipo determinado
de finalidad. En algunos casos es porque evidentemente no existen los factores
económicos que autentiquen una lucha. No queremos hacer valer las luchas que
desde oriente con Cristo, en Roma con los Gracos, a través de la edad media con
los movimientos del norte itálico y de Castilla, y más tarde en el siglo XVI en
Hungría, dieron manifestaciones de este instinto de justicia. Coloquémonos más
cerca, donde el análisis encuentre elementos tangibles.
Hasta la mitad
del siglo XVIII y a pesar de los sistemas de algunos pensadores, de que más
adelante hablaremos, las masas permanecieron distanciadas de todo movimiento
social.
Más tarde estos movimientos en las masas se presentan, pero revisten dos
caracteres que imposibilitan colocarlos en las luchas propiamente sociales: o
existe en realidad el movimiento proletario con sus tendencias reivindicadoras,
pero el pueblo no tiene conciencia de ese espíritu que les corresponde, o el
movimiento de las masas no es evidentemente proletario. Los movimientos
conscientes en que las masas toman parte no tienen como causa y fin la defensa
de sus intereses económicos, que siempre han estado en pugna con los de la
clase poseedora.
Ha constituido
un fuerte desvío histórico el considerar como movimientos socialistas los
habidos en 1789, 1793, 1830 y 1848. Si analizamos los dos primeros, que
corresponden a la
Revolución Francesa, encontraremos, a pesar de las tentativas
de demostración en contrario de Delbrück y otros, que el elemento
caracterizante de la gran revolución fue eminentemente burgués. La lucha
revolucionaria entonces se hizo por la Igualdad, por la Fraternidad, por la Libertad: pero una
libertad como la que aún conservamos, una libertad como la entendía la
burguesía y para la burguesía. Una igualdad sí, pero una igualdad que se presta
a las mayores desigualdades. Además, aquella revolución se hizo por la propiedad.
¿Podría calificarse de socialista un tal sistema? Indudablemente que no.
De las ideas
triunfantes en aquella revolución nació la forma jurídica de la libertad de
contratación; forma contra la cual lucha el actual proletariado por considerar
con exactitud que el derecho vigente nacido de la revolución francesa, en sus
puntos esenciales, es el mismo de la tocatio conductio operarum del
tiempo de los romanos. Es verdad que de tal revolución salieron aniquiladas las
prescripciones del derecho germánico sobre las relaciones jurídicas de los
trabajadores y patrones. La relación del trabajo se redujo a una simple fórmula
contractual bajo los principios que informan en general esta modalidad del
Derecho Civil. Pero esta consagración de la igualdad jurídica, hizo que el
obrero perdiera la libertad de hecho que sí goza y gozaba el patrón. Sí existe
la libertad contractual, pero una de las partes contratantes, el patrón, nada
pierde con rechazar las propuestas de la otra y ésta por la necesidad tiene que
someterse. ¿Qué libertad es esta?
No hay una
coacción que la hace irrisoria? ¡Bella libertad ésta! Libertad del propietario
para enriquecer- se y del obrero para morir de hambre. Por grandes que sean los
perjuicios que el propietario reciba al no encontrar obreros, nunca podrán
compararse a los de éstos, que no tienen otros bienes de entrada que su
trabajo. Como decía alguno, a quien Trotsky cita, esta libertad es la hoja de
parra con que cubre sus desnudeces el capitalismo.
Las
características especiales del trabajo han hecho que la tan ponderada libertad
y la falsa igualdad que nos son presentadas como una gran conquista, hayan
colocado al proletario en condiciones muy peores de las que antes disfrutaba.
Dentro de toda producción de mercancías se atiende a las necesidades del
consumo, imposibilitando un superíuit por encima de las fuerzas de
consumo. Con la mercancía trabajo no sucede esto. Los hombres aumentan, llegan
a la vida necesitados de trabajar, pero como ya lo demostramos que la libre
concurrencia hace del perfeccionamiento de la técnica un factor de exclusivo
beneficio individual, tenemos, en consecuencia, multitud de obreros sin
trabajo. Quien posee una casa y la alquila, un capital y lo presta, una
mercancía y la vende, celebra los correspondientes contratos; pero quien compra
o recibe a préstamo o toma en arriendo una casa, no enajena por virtud del
contrato su independencia individual; en el trabajo todo lo contrario. El
patrón que contrata al obrero adquiere cierto dominio sobre la persona del
trabajador; luego es un absurdo la libertad del contrato de trabajo y su
equiparación con las demás formas contractuales estatuidas por la Revolución Francesa;
y por último, tal libertad ha traído la contingencia a la vida del trabajador.
El sistema individualista hace depender la vida del obrero de un patrón o
empresario que quiera ocuparlo.
Hoy las masas proletarias y asalariadas no pueden menos que señalar en sus
fines una reacción profunda contra la libertad bajo la forma presente. ¿Qué le
importa al hombre que se muere de hambre la libertad? El necesita es la
independencia, y ésta no se logra sino con la igualdad económica. No
necesitamos la libertad que hace esclavos; necesitamos la libertad que hace
hombres, en el sentido de ser el fin de sí mismos. No queremos la ley hecha para
el pueblo; necesitamos la ley hecha por el pueblo; o como decía
Carlos Arango Vélez: No queremos la igualdad ante la ley, sino la
igualdad en la ley. La primera nace de la ideología concebida en los
hombres de la clase dirigente y proyectada hacia las multitudes; la segunda
nace de los factores integrantes del desenvolvimiento del orden físico y
proyectada en la legislación que debe ser eso: la manifestación concreta de la
mecánica social.
Todas las leyes
de la revolución francesa fueron hechas por los burgueses, por los poseedores
con un fin de reacción contra los nobles para defender sus personales
intereses, pero en ellas no tuvo participación el pueblo. Su labor fue la de
defensa de la burguesía cayendo en el engaño de que los asalariados se
defendían a sí mismos. Para comprobarlo, ahí están las leyes de 20 de octubre
de 1789 sobre “motines”, la de 17 de julio de 1791 sobre “coaliciones”, y por
último, la constitución de 3 de noviembre de 1791. Todas ellas nos revelan de
manera nítida que allí no había un espíritu popular, sino burgués. Leyes como
la segunda de las nombradas apenas sí son concebibles, y ella castiga con 500 libras de multa a
todos aquellos que tomen parte en las asociaciones de defensa de sus intereses
comunes.
Y por lo que
hace al movimiento de 1793, que Sybel califica de comunista, podemos,
analizando, encontrar las mismas características burguesas.
Tampoco es
posible señalar como movimientos auténticamente socialistas la lucha de Baboeuf
de 1796, pues sabemos que las masas estaban distanciadas de él. Igual carácter
burgués se observa en las revoluciones de 1830, la inglesa de 1832 y la
francesa de 1848. Ni menos podemos darle el carácter de movimientos socialistas
a los actos de pillaje y destrucción que se inician en Inglaterra a fines del
siglo y que hallan su culminación en Suiza, Italia y Alemania. Y no tienen tal
carácter, pues que les falta el fin determinado y la organización consciente.
Y el último por
analizar es el movimiento cartista inglés de 1837 a 1848. Si es verdad
que a éste lo caracteriza una concentración obrera, no es menos cierto que
estaba ausente de toda doctrina trascendental y el espíritu que lo animó era un
espíritu grosero y cerradamente egoísta. Carecía del sentimiento humano, o
mejor digamos, socialmente universal, porque porfían las auténticas escuelas
socialistas. Su programa se reduce a una vulgar defensa sin ulteriores anhelos
de sus intereses circunscritos. Era más bien un movimiento reformista sin
proyecciones sobre la arquitectura social.
Todos estos
movimientos, corno su peculiaridad lo delata, eran luchas democráticas pero no
socialistas. Democracia burguesa, democracia de jerarquías. Era el movimiento
político indispensable que más tarde permitiría vislumbrar a las masas el objetivo
natural de sus afanes y la conciencia de sus derechos. Cuando quizá demostró
una tendencia proletaria era informe y ausente de sistema, lo que le permitió a
las clases burguesas aprovechar aquellas fuerzas en beneficio de sus intereses.
II
Reformismo Social
El análisis de
la economía individualista, cuya más perfecta síntesis la dieron Adam Smith y
David Ricardo, halló desde el último tercio impugnadores que lograron
sistematizarla, encauzándola por rumbos precisos y dándole una finalidad apropiada.
El estudio de estas diversas corrientes podemos reducirlo a dos grandes grupos.
Por un lado, admitiendo el método de Sombart, que nos parece el más acertado,
tenemos la corriente reformista y de otro lado la corriente revolucionaria.
Dentro de la primera hallamos el grupo que reconoce la evidencia de las
presentes injusticias. Mas el remedio que para ellas propone se halla vinculado
estrictamente a un alto concepto de moral religiosa. Sus más conspicuos
representantes los hallamos en Lamennais y Kingsley. Bastaría, pensaban ellos,
reaccionar contra el actual exterminio del sistema capitalista, que no reconoce
otro culto que el de Mammon para encaminar nuestros pasos por los senderos del
Evangelio. Imbuídos los hombres en auténticas normas de cristianismo, es claro
que conservando los patrones sus derechos y dulcificando la vida de los
proletarios, se hallaría una fórmula de solución para el problema. Dentro de
esta división, pero colocados en un plano no ya de ética religiosa, sino de
ética social, podemos colocar las escuelas de Tomás Carlyle y Sismondi, quienes
apelan al nuevo espíritu social que ha de animar a los hombres en el empeño de
remediar las injusticias sociales. Muy cerca de estos, y por último, debemos incluir
la corriente de quienes esperan el mejoramiento social del sentimiento
altruista de los hombres, lejos de la religión y de la moral y unidos a un
simple principio de filantropía. Allí militan Grisin, Nes y Pierre Leroux. Su
lema siempre fue este: “Amaos los unos a los otros como hombres, y como
hermanos”.
Hemos colocado
estos grupos en la iniciación del movimiento social, porque si es verdad que no
han cuajado en los perfectos moldes socialistas y tienen el pecado de olvidar
la realidad social y los valores económicos determinantes que la caracterizan,
su punto de vista no es la defensa exclusiva, solapada o franca, de la clase
burguesa.
Todos estos
sistemas o tendencias tienen dos puntos de contacto que hacen que no se les
pueda calificar de socialistas: En el fondo ellas reconocen y aceptan la
organización social presente, y segundo, piden bajo ese sistema que aceptan la
reforma de las tendencias injustas que ha originado. Su crítica se dirige no
precisamente al sistema en sí, sino a la extorsión extremada que se le ha dado.
Para el final y cuando analicemos el socialismo científico, dejamos el apuntar
la base errónea y sobre todo ineficaz de estas luchas sin doctrina y sin
acierto.
III
Socialismo
Utópico
Es con el
socialismo utópico donde se marca la primera etapa revolucionaria en las luchas
sociales. Dentro de este movimiento revolucionario podemos advertir dos grandes
corrientes.
Es el primero,
hoy abandonado, el grupo revolucionario retrospectivo. Pues que la actual
sociedad, se decían ellos, ha dado muestras de traer al seno social y por
virtud de su gran avance técnico, un malestar e injusticia desesperantes, es
menester maldecir de una civilización que sólo torturas significa para el
hombre, y volver al modo primitivo de la sociedad, al estado comunal. Sus más
famosos sostenedores fueron Leopoldo von Haller y Adán Müller, quienes si no
llegaban hasta los extremos por algunos pretendidos de la vida en común de las
primitivas repúblicas griegas, no es menos cierto que su ideal reposaba en el
sistema corporativo y en la edad feudal. Insistimos sobre el abandono absoluto
que ha recibido esta doctrina a todas luces absurda, nacida de un superficial
examen del juego de los valores sociales. Esta vida en común, vida de los
tiempos primitivos, es un imposible y volver a ella constituiría la más
vergonzosa claudicación cultural. Si quisiéramos ser exactos diríamos que
propiamente esto es lo que debe llamarse “comunismo” y no lo que hoy por tal se
entiende y apellida, pues según habrá ocasión de verse lo que hoy llaman “comunismo”
es solamente “colectivismo”.
Esta modalidad
del socialismo utópico que así merece tal denominación por el desconocimiento
de las leyes de la evolución y progreso, distínguese de las otras escuelas
utópicas de que vamos a hablar, en que éstas no tienen un sentido
retrospectivo, pero aceptando el progreso proponen métodos de realización
imposibles para el triunfo de la justicia social porque desconocen el
determinismo económico que informa las transformaciones económicas y el
desenvolvimiento social de los pueblos.
Diremos, pues,
para una mejor precisión, que dentro de los sistemas revolucionarios
—revolucionarios no en el sentido de que el vulgo le da a esta palabra, sino en
la acepción científica que tiene, a saber, una impugnación de la organización
social y económica presente para aceptar nuevos sistemas— se observa la
tendencia retrospectiva estudiada y la evolutiva que vamos a estudiar.
Como tan
variados son los sistemas propuestos y ellos obedecen a concepciones distintas
de solución, conviene siquiera sea de modo somero analizarlos, para así mejor
señalar sus características integrales y sus diferencias con el socialismo
científico. Estos sistemas son:
Roberto Owen.— Nacido en
Newton y educado conforme a los principios racionalistas del siglo XVIII.
Propietario de las grandes fábricas de New-Lanarck, estableció en ellas su
sistema basado en la reducción de la jornada de trabajo, el aumento de los
salarios, supresión de las bebidas alcohólicas y construcción de habitaciones
cómodas para los obreros. Su campaña fue recia contra el lujo y el despilfarro
mirando como una necesidad la concentración de las fuerzas de producción en los
artículos de necesidad. Sus intentos iban más allá llegando a proponer que la
“artificial moneda metálica se sustituya por una moneda representativa del
trabajo, ya que éste constituye la natural medida del valor y con la nueva
moneda el aumento de la capacidad productora de los trabajadores levanta
consigo el de su importancia como consumidores”. Los experimentos de sus
fábricas, donde imperaba un sistema de socialización en los repartos, dieron
magníficos resultados. Para él residía el fondo de la miseria en que la
producción y el consumo presuponían la ganancia sobre el precio de costo
importándole poco al capitalista el hecho esencial de que la demanda
correspondiera o no a la oferta, lo que era absurdo. A pesar de sus triunfos y
buenos resultados de sus experimentos fue derrotado y últimamente fracasó, como
era natural, en sus géneros impulsos de transformación social. Como lo
seguiremos observando en todos estos movimientos ellos no triunfaron
definitivamente por el olvido de los factores que determinan las tendencias
económicas, confiando ingenua y desmesuradamente en factores ideológicos y
subjetivos que son efecto, pero no causa.
San Simón— La escuela
fundada por el Conde de St. Simons y a la cual pertenecieron hombres de la talla de Compte, Blanqui, Carnot, se
caracteriza por un marcado espíritu religioso. Para St. Simons la religión no
debía acabarse, debía reformarse y orientarla, como él lo hizo, en un sentido
de lucha por la equidad social. Todo su fin debía ser ése. Sus prosélitos se
agrupaban en corporaciones bajo la denominación de comunidades sansimonianas.
La síntesis de sus ideas y tendencias se hallan claramente determinadas en el
manifiesto que después de muerto St. Simons dirigieron sus discípulos, Bazard y
Enfantin, al Presidente de la Cámara Francesa. Ellos creen en la desigualdad de
los hombres, pero quieren esa desigualdad a base de auténticos merecimientos y
no de arbitrarios privilegios de nacimiento. Los medios de producción, tierras,
máquinas, deben ser propiedad social, y en su trabajo los hombres deben recibir
una recompensa proporcional a sus aptitudes y esfuerzos. Su característica reside
en la lucha por la igualdad jurídica de la mujer, a quien la sociedad ha
colocado en un grado de inferioridad indebido.
“Reclaman,
decía aquel manifiesto —como los cristianos, que un solo hombre se una con una
sola mujer, pero enseñan que la esposa ha de ser igual al esposo, y que por la
gracia que Dios ha prestado a su sexo, ha de ser su compañera en el templo, en
el Estado y en la familia, de manera que la personalidad social no sea como
hoy, el hombre, sino el hombre y la mujer. La religión de St. Simons sójo
quiere acabar con aquella venta vergonzosa o prostitución legal, que con el
nombre de matrimonio, santifica hoy a menudo la horrible unión del sacrificio
con el egoísmo, de la inteligencia con la ignorancia, de la juventud con la
decrepitud” *
Karl Rodbertus.
— Para
éste todas las iniquidades existentes no nacen de las leyes naturales, cuyas
consecuencias desfavorables para el proletariado sea imposible remediar. Como
el Estado está compuesto de hombres de voluntad y de inteligencia, corresponde a
éstos modificar la actual organización, afianzándola en una retribución que
sólo el trabajo pueda otorgar, y estableciendo una libertad distinta de la
presente, cuyo carácter esencialmente político no ofrece ninguna garantía para
el proletariado por ser una libertad irrisoria. Su sistema está basado en la
necesidad de una evolución lenta y gradual; esto lo diferencia un tanto de los
demás socialistas utópicos.
Carlos Fourier. — El carácter de empleado de comercio qué tuvo en los
principios de su vida le hizo inquirir sobre las actividades comerciales,
delatándole que éstas por razón de la libre concurrencia se prestaban a los
mayores fraudes e injusticias. Para Fourier la solución del problema reside en
una gradual organización de vida socializada. Pedía él la fundación de grandes
establecimientos, donde reunidos los menores bajo el cuidado de personas
especiales, fueran adquiriendo los hábitos de la vida comunal. Hasta hoy,
decía, el trabajo se ha convertido en una odiosa carga, pero tal odiosidad reside
no en una repulsión del hombre hacia el trabajo, sino en la forma opresiva en
que se realiza haciendo trabajar al hombre más tiempo del necesario en
condiciones y medios impropios y no retribuyéndosele equitativamente. La
solución la funda en lo que llama él la ley de la atracción. En la vida no hay
fuerzas antagónicas; todos los elementos de la naturaleza se atraen mutuamente;
por lo tanto, si la economía individual es destruida y se la reemplaza por la
economía socialista, el hombre llegará con placer y entusiasmo al trabajo,
redundando todo en la felicidad humana. Así con el sistema de Owen se
desarrolló sobre la fábrica, el de Furier gira alrededor del comercio. La
economía individualista ha traído todas las desgracias a la sociedad, y por lo
tanto hay que transformarla.
L. Blanc. — El sistema de
este reposa en una organización de federaciones centralizadas y organizadas por
el Estado. Era su sistema similar al de Buchez que pedía la organización de
grandes cooperativas pero no ya contratadas por el Estado, sino libres y
pudiendo hacerse la competencia unas a otras. Para Blanc la historia es una
sucesión de luchas no interrumpidas entre la burguesía y el proletariado. La
burguesía dominadora se apoya en la economía individualista y esta es la razón
de su preponderancia; es menester acabar con tal sistema económico para que no
haya clases dominadoras sino, la necesaria armonía social. Las clases oprimidas
no debían renunciar a la lucha política; antes bien, debían hacer sentir allí con
todo el peso de su fuerza y en beneficio de sus intereses. La gran base de
redención estaba en la organización de las cooperativas.
Así podríamos
seguir dando una noción sintética de las diversas tendencias del socialismo
utópico, pero basta con las enunciadas para adquirir un concepto de sus
tendencias y la comprobación de su carácter revolucionario.
IV
Socialismo
Científico
Luego del
estudio que hemos hecho del juego de las cifras que integran la economía, no es
necesario decir cuáles son las bases primordiales del socialismo científico,
pues son las ya señaladas.
Sólo nos queda ahora por precisar el pensamiento filosófico que las resguarda,
y ello lo conseguiremos señalando sus diferencias con los otros sistemas
estudiados. Para una mejor comprensión sintetizaremos estas tendencias, a fin
de hacer el examen global del asunto.
Hemos dicho que
en las luchas sociales se observan dos grandes corrientes: reformismo y
corrientes revolucionarias.
Dentro del
primero quedan comprendidas todas las escuelas que tienden a una mejora para la
condición de los hombres en desgracia. Allí está, precisamente, el puesto de lo
que hoy se llama Acción Social Católica y sus similares.
Conforme a lo
ya dicho, todos estos sistemas aceptan el orden económico presente y su labor
se reduce a meras reformas adjetivas, Noble en verdad es el fin que las anima,
pero erróneo e ineficaz es el medio que emplean. Mientras los fundamentos
económicos sigan desarrollándose bajo un orden individualista, es de todo punto
imposible la redención de las clases proletarias. Basta refrescar un poco el
análisis que hemos hecho para comprenderlo.
Pero si de
noble tienen mucho estas escuelas, más tienen de perjudicial. Siempre nos han
dado la sensación de una morfina. Al dolor agudo y presente deparan ellas un
calmante momentáneo que deja intacto el fondo mismo de la enfermedad. Ella
persiste y los pueblos que sufren el espejismo de sus transitorias bondades
pierden la mira exacta de su verdadero camino de redención. Si ya ha sido
estudiado el problema en sus bases y se ha observado que el trabajador es un
expoliado y que su expoliación proviene de la manera como el capital, la tierra
y el trabajo se desenvuelven en el actual orden jurídico, es fácil comprender
lo inocuo de una labor que deja intactas las causas profundas del mal.
El fundamento
de estas tendencias se halla en la caridad. Y esto no es suficiente. La caridad
es una virtud proterva y peligrosa. Proterva porque humilla, peligrosa porque
no presta sus favores a base de derechos, sino a base de piedad. No queremos
caridad para los hombres que por virtud de su trabajo adquieren el derecho a la
justicia. La caridad preconstituye la desigualdad, que la hace odiosa. El
obrero que ha trabajado durante toda una vida no debe sufrir la afrenta de que
le dispensen unas monedas para que pase sus angustias bajo el tedio brumoso de
los hospitales, o para que las pasen en el orfelinato sus pequeños hijos. No,
esto es abominable. Lo necesario es que ese obrero, adquiera por razón de su trabajo
el modo de atender a su subsistencia, a sus enfermedades, a la crianza de sus
hijos sin que las manos de los amos ostenten las preseas del favor, que en el
fondo no es sino la más irritante crueldad. Al trabajador se le arrebata el
fruto de su esfuerzo y luego se le convierte en favorecido. ¡Mentida
protección, falsa bondad!
Y sobre todo la
caridad es injusta. Si en verdad algunas veces su mano llega a hombres que la
merecen, en otras, las más, sólo encarna un cultivode1osimpo- Lentes, de los
hombres que por el vicio cayeron en la total ruina. Harta razón tiene Spencer cuando
la combate acervamente.
Nunca será
motivo de halago el que las manos empurpuradas protejan los harapos de aquellos
a quienes deben la púrpura. Que el hombre sólo tenga en proporción de sus
necesidades y por razón de sus aptitudes.
Respecto de la
faz revolucionaria, o socialismo propiamente dicho, ya hemos advertido que se
observan tres corrientes: retrospectiva, progresiva utópica, y progresiva
científica.
Bien está no
olvidar que la primera propiamente nunca ha tenido próselitos, que nadie aspira
hoy a volver a los tiempos primitivos. Y en Colombia es menester advertirlo,
pues en el plano de incomprensión en que la ideología nacional rueda respecto
de estas ideas no es extraño leer, como nosotros lo hemos leído en unas
conferencias que sobre legislación se dictan en el Externado de Derecho y
Ciencias Políticas de Bogotá, absurdos tan conspicuos como aquel de que el
socialismo es la doctrina más conservadora. ¿En qué se funda esta afirmación?
Pues en que dizque el socialismo trata de volver a la sociedad a los tiempos
primitivos. Sabemos ya que esta tendencia por nadie es seguida, que el
socialismo se funda sobre el gran avance técnico, sobre el gran progreso.
Suponemos que dicho profesor enseña a sus alumnos las doctrinas actuales, pues
tenemos entendido que su cátedra no es de paleontología social. En este caso se
comete un grave error ya que, aun dado el caso de que el socialismo fuera lo
que él cree, no se le podría tachar de conservador, pues si él se revela contra
el orden existente es revolucionario, aun cuando en un sentido retrospectivo.
Conservador es aquello que quiere mantener intacto lo existente, y tal vez no
es el sistema individualista aquel que el socialismo pregona.
No está bien
que así se mistifique el criterio de las generaciones jóvenes, y mucho menos en
planteles nacidos como saludable reacción a las escuelas viejas, a los centros
educativos que todavía experimentan torturaciones de posesos ante las ideas que
no encajan dentro de los moldes rutinarios. Quizá la primera condición de los
profesores debe residir en ser demasiado humanos. Y al hombre
sólo le es permitido escandalizarse de los hombres que se escandalizan.
Llegamos a la
parte cardinal. Hemos descrito las MUESTRAS PRACTICAS del socialismo utópico.
Daremos ahora sus características fundamentales.
Hijos del gran
siglo de las luces, todos estos hombres sus predicadores, tenían que mostrarse
como grandes líricos, como extremados idealistas. Sus sistemas gozan de una
poderosa fuerza centrífuga. Es algo que va de los cerebros hacia el medio.
Impugnan el actual individualismo, pero piensan que para renovar la sociedad
basta la propaganda constante y una buena dosis de fuerte voluntad. Si las
cosas marchan como marchan, débese tan sólo a que los hombres aún no han
descubierto las nuevas rutas, no saben dónde imperan los fueros de la justicia.
Ha sido por ignorancia de los grandes principios de equidad por lo que los
capitalistas oprimen al proletario. Pero si se predica, si las nuevas ideas se
hacen conocer de todos los hombres, éstos abandonarán sus sistemas de
extorsión, y voluntariamente, sin transiciones violentas la sociedad se
transformará.
Repudian como es natural la lucha política y el empleo de la fuerza. ¿Para qué?
Es innecesaria. La idea basta, la diafanidad del espíritu sabrá imponerse
victoriosamente.
Aquí reside la
utopía: le dan valor definitivo a ideas y sentimientos que son efectos y no
causa. Para ellos es incomprensible que haya lucha de clase a clase, pues si al
presente tal enemistad existe, se debe a que estas clases ignoraban los nuevos
principios. Pero hoy conocidos es innecesaria la fuerza, pues la idea sabrá
dominar.
Hemos dicho ya
que no necesitamos analizar las ideas socialistas científicas, porque son las
mismas que se han estudiado; mas para mejor comprender el fundamento filosófico
de que hablábamos, debe compararse la anterior concepción utópica con las formas
del pensamiento actual.
A estas utopías
opone el socialismo científico una concepción distinta. No cree él, mal podría
creerlo, que el actual estado social haya sido fruto de la voluntad espontánea
de los hombres. No; hay una ley profunda que encamina y dirige siempre la
dinámica de los hombres: el interés económico. La sociedad ha llegado al estado
actual por virtud de mil factores determinantes que se hallan muy lejos del
capricho de los hombres.
No basta
predicar las nuevas ideas para que ellas se impongan a quienes usufructúan el
actual estado social. Allí hay un interés económico que no permitirá a
los que lo usufructúan abandonar sus posiciones. Desde que esto se considera se
plantean tres hechos evidentes:
los intereses de la clase pudiente y los de la clase proletaria están en
abierta pugna, hay una inevitable lucha de clases que los utopistas desconocen.
Los intereses de unos y otros son diametralmente opuestos, los unos se
contraponen a los otros. Segundo, este privilegio de la clase pudiente es
mantenido por la fuerza que el determinismo económico ha establecido.
Como hay contraposición, y las clases pudientes se sostienen a virtud de la
fuerza, es menester enfrentar la fuerza a la fuerza, hecho que también niegan
los utopistas. Sólo por la fuerza lograron los trabajadores imponer la equidad
social. Y cuando hablamos de fuerza queremos precisar el concepto. No nos
referimos a esa fuerza según la entienden ciertos especuladores de la
conciencia popular; no nos referimos a esa fuerza de la asonada y del guijarro,
de la tropelía brutal e inconsciente, a esta fuerza que es la debilidad en su
forma más inepta. Nos referimos a la fuerza organizada y consciente, a la
fuerza que deben emplear las clases oprimidas uniendo sus intereses y personas
para contener los avances procelosos del gran capitalismo. Y esto en la lucha
política, en el sindicato, en todas las actividades sociales. Tampoco a esto se
alían los utopistas, pues si es verdad que, por ejemplo, ellos favorecían los
sindicatos, no llevaban otra mira que dar con ellos una muestra de la bondad
del sistema, bondad que una vez conocida aceptarían los capitalistas. Y
tercero, tenemos como conclusión que el triunfo de las nuevas ideas sólo es
posible a base de evolución, no despreciando los factores del orden físico, las
características mesológicas y el momento histórico que atraviesa el país, sino
todo lo contrario, acompañando su ritmo necesario y fecundo. En esto tampoco se
acuerdan las nuevas ideas con las escuelas utópicas.
Piensan ellas, y lo peor es
que también lo creen algunos de los que se dicen socialistas, que la
transformación social es para una realización inmediata; este es un
desconocimiento de los valores históricos que no puede ser aceptado.
Precisamente porque se conviene en que las actividades sociales se desenvuelven
bajo el determinismo económico, es por lo que se concluye que no es obra de
momento, que no bastan los simples entusiasmos, sino que es menester darle
tiempo al tiempo.
Que las
realizaciones no pueden ser momentáneas y totales, sino progresivas y
metódicas.
Así que el
mismo Marx y los demás famosos pensadores socialistas aceptaran dentro de los
programas sustantivos la organización sindicalista, no como un fin, sino como
un medio para las posteriores y necesarias realizaciones. Y aun dentro del
efectivo triunfo proclamaba el mismo Marx, y así lo ha realizado la misma
Rusia, varias etapas: primero dictadura del proletariado, segundo socialismo de
Estado y por último, colectivismo.
Es del caso
repetir aquí lo ya anunciado, a saber, que en el día propiamente no existe el comunismo,
sino el colectivismo, porque el comunismo es la vida en común de las primitivas
ciudades.
Si algo nos
recuerda este factor indispensable de la evolución, es el otro del medio específico,
del cual es corolario.
Como los medios
son distintos, distintas han de ser las actividades de los hombres, según el
pueblo donde luchen.
Eso que nos
haga ver como una simple muestra de ignorancia, las actividades dislocadas de
quienes piensan que nada hay que adaptar con especialidad a nosotros, sino que
basta simplemente copiar del extranjero.
Hablar, por
ejemplo, del comunismo en Colombia, como parece que en las últimas épocas se ha
hablado, es hacer gala de un desvío cerebral alarmante. El socialismo y lo que
hoy se llama comunismo, no son escuelas que tengan diferencias esenciales, sino
distinciones de procedimiento, y si de procedimiento hablamos, hemos de referirnos
a especiales pueblos.
Esta distinción
entre socialistas y comunistas tiene su origen en la consideración que se
hacían los últimos de que, dada la gran labor ya realizada en pro de las nuevas
ideas, había ya un medio perfectamente apropiado para tomar el poder por la
fuerza; mas como los primeros sostuvieran que aun no se habla llegado a tal
grado de evolución y que era menester una mayor lucha, quienes opinaban por la
afirmativa resolvieron llamarse comunistas, a la par que los otros conservaron
un nombre que si los separaba en los medios, les conservaba la fraternidad de
las ideas integrales.
Y ahora
preguntamos: ¿Podrá hablarse en Colombia de comunismo? ¿Por ventura tanta ha
sido entre nosotros la labor empeñada en favor de la transformación social, que
permita sostener que ha llegado ya la hora de aprovecharse del poder por la
fuerza? Y si tal afirmación no puede hacerse, no pasa de ser una inocentada
pueril esto de hablar de comunismo en un país donde no se ha realizado ni tan
sólo la primera labor seria en beneficio de los ideales socialistas.
Somos
revolucionarios sí, y debemos serlo; pero lo que no somos es revolucionaristas.
Es el gran pecado de los pueblos que tienen algo de latinos: disfrazar con
la policromía de laca del revolucionarismo su espesa cepa conservadora.
Ser revolucionario
es ir contra el eje mismo de lo que se juzga absurdo y perjudicial; pero
seriamente, metódicamente, centralmente. El revolucionario sabe que la labor es
ardua, dura, difícil y por tanto considera que la realización no es para hoy,
que las pirámides no se comienzan por el vértice. El revolucionario de ideas no
comprende la revolución sino como la culminación de una evolución antecedente,
orgánica y formal.
El
revolucionarista grita, trepida, desplaza atmósferas de iracundia inofensiva; y
como su mirada no va al fondo, cree que basta para el triunfo total cambiar de
nombres; tomar los de sabor más acre y hacer sonar sus cascabeles de payaso
político.
Estas razones
de evolución nos han hecho pensar que en Colombia para tales labores es
necesaria una táctica discreta sin ser débil, activa sin ser desorientada,
tenaz sin ser impertinente.
No es permitido confundir la evolución con la inercia. Lucha y mas lucha, pero consciente.
Guerra y más guerra a todas las iniquidades, pero bajo la fuerza de los ideales
pulcros. Es así como comprendemos que la vida sólo es amable dentro de la
inquietud. “Demos gracias a la naturaleza —decía Kant— por haber creado genios
incompatibles, vanidades a las cuales exaspera la concurrencia, necesidades
insaciables de posesión, de dominio y de poder. Sin ellas quedarían para
siempre inactivas las mejores facultades del hombre. Este desea la paz, pero la
naturaleza sabe bien lo que la especie exige, y quiere la discordia”.
Por otro lado,
dentro del socialismo científico nada adquiere un carácter absoluto y sólo es
permanente el devenir. Sus fundamentos primarios que se encuentran en la
filosofía de Hegel y de Fuerbach, así lo enseñan. Se reconoce la existencia de
lo presente, pero ello mismo implica su negación, su necesaria decadencia, su vida
transitoria y momentánea.
Hay ideales, no
se niegan, pero en vez de traerlos de lo alto, como decía Ferri ante la tumba
de Lombroso, se extraen del fondo mismo de la tierra para lanzarlos al
infinito. Lo ideal no es otra cosa que lo real traducido por el cerebro.
El mundo sensible es la única realidad y la conciencia no es más que las
percepciones registradas por el cerebro sobre el cual el medio se refleja o se
marca como sobre blanda cera. “Las impresiones del mundo exterior en los hombres
encuentran expresión en su cabeza, se reflejan en forma de sentimientos, ideas,
inclinaciones y actos y determinaciones volitivas, en una palabra, como
corrientes ideales, y se convierten en fuerzas ideales”. (Engels, “La Filosofía de Fuerbach”).
Aquí la otra
gran diferencia con los utópicos. No se niega la existencia de las fuerzas
ideales, pero se las considera en su real acepción; no son causas últimas, sino
productos del medio, de los factores económicos. Todo está determinado dentro
del materialismo histórico.
Nada mejor al
respecto que la exposición de Engels: “La producción y el cambio de los
productos son las bases del orden social; de que en la historia la distribución
de los productos y la división en clases y estados se funda en lo que se
produce, cómo se produce y en qué forma se cambia. Por consiguiente, las causas
últimas de las transformaciones sociales y políticas no hay que buscarlas en la
cabeza de los hombres, ni en su creciente amor por la verdad y la justicia,
sino en las transformaciones d producciones y cambios; no hay que esperarlas de
la filosofía, sino de la economía de la época en cuestión. La proclamación de
que las instituciones sociales son irracionales e injustas; de que la razón se
ha convertido en absurdo y las instituciones bienhechoras en una plaga, en un
signo de que los medios de producción y de cambio han sufrido silenciosas
modificaciones que no armonizan con el orden social formado a la par de ellos.
Con ello ya queda dicho que los medios para suprimir los defectos descubiertos
han de encontrarse más o menos desarrollados en los mismos nuevos métodos de
producción. Los medios no han de inventarse en la cabeza, sino descubrirse por
medio de ella en los hechos económicos presentes” (Federico Engels: Revolución
de la Ciencia).
El análisis de
Marx, Engels y otros, sobre la concepción materialista de los fenómenos
históricos produjo una orientación fecunda de los elementos sociales, antes
casi desconocidos por completo. La forma en el desenvolvimiento de la producción
material, que siempre es una con relación a un especial tiempo y espacio,
determina las concepciones de la vida moral jurídica y religiosa. No es la
conciencia la que determina la existencia de los hombres; es la existencia
social la que determina la conciencia. Como dice Marx: “Las fuerzas productivas
materiales de la sociedad, en un momento determinado de su evolución entran en
conflicto con el sistema de producción, o usando la expresión jurídica, con el
sistema de propiedad dentro del cual se habían movido hasta entonces. Este
sistema se convierte de una forma de desarrollo de las fuerzas productoras en
sus cadenas. Entonces aparece una época de revolución social. Más o menos
rápidamente todo el edificio se adapta a sus nuevos fundamentos económicos. Al
estudiar estas transformaciones hay que distinguir siempre entre su aspecto
económico, material, científicamente comprobable, y su aspecto jurídico,
religioso, artístico y filosófico, en una palabra, las formas ideológicas por
medio de las cuales los hombres adquieren conciencia del conflicto y toman
parte en él”.
Si todas las
diversas formas de la actividad social son diferentes, y como tal deben ser
analizadas, es un hecho indisputable que ellas en sus diversas orientaciones
tienen un punto básico común, una zona única de origen: el hecho económico.
Una renovación
perfecta de las mil anomalías y los muchos dislates que ofrecen nuestras
instituciones sólo es posible removiendo la causa primaria y profunda que las
proyecta y define. ¿A qué, por ejemplo, pensar en una reforma sana, estable y
evidente de nuestro sistema representativo, mientras no se haya independizado
económicamente a las clases electoras? De lo que menos se pueden calificar los
actuales congresos y demás corporaciones públicas deliberantes, es de
acumuladores de la opinión pública, como deberían serlo. Ellas representan tan
sólo los intereses de las clases privilegiadas. Porque allí se llega por medio
del ardid doloso que fraguan los privilegiados, del soborno que ejecuta el patrón,
de la coacción que pone en práctica el elemento oficial, Y el infeliz elector
en sus nueve décimas partes en Colombia, no vota conscientemente, porque su
estado económico no le ha permitido una educación que le faculte para el
análisis, y sobre todo, porque si su voluntad se insubordina a la voluntad del propietario será
arrojado a la calle, y hambre y miseria se enseñorearán sobre sus hijos y su
esposa.
Mientras las
multitudes no se ilustren y se instruyan, y esto sólo es posible cuando el
trabajo permita a los hombres retener de la producción lo que en justicia le
corresponde, vano y fútil es pensar en la equidad representativa.
Igual sobre
todas las ramas del derecho que son el reflejo de un estado de alma colectivo.
¿A qué pensar en la transformación indispensable del actual derecho privado
subjetivo hacia la forma experimental y objetiva, mientras el hecho económico
no sea removido en sus cimientos? ¿Por ventura, dentro de una organización
individualista económica, la forma de los contratos podrá hallar su valor
jurídico con relación a un punto de vista de cooperación social? No; ellos como
la cristalización práctica del derecho de propiedad presente, serán la
imposición de una voluntad a otra, sin que hasta el presente nos hayan logrado
demostrar los juristas clásicos la superioridad real de las voluntades en
cuanto a sus transacciones comerciales.
Allí quedarán
para no decir nada todas las sutiles diferenciaciones entre causa y objeto
legales, que plantean problemas por modo pueril y complicados.
No diferente,
sino por el contrario, más cierto, es el caso del Derecho Penal. A fuer de
positivistas en esta materia, sabemos que hay tipos criminales en cuya
etiología no puede afirmarse la presencia de factores sociales o económicos.
Desde que Lombrosso diera su paso atrevido hacia la Antropología Criminal,
sabemos perfectamente que las anomalías éticas de determinados hombres se deben
a taras somáticas contra las cuales es imposible la reacción correccional. Son
los casos de los criminales atípicos o de los anómalos.
Pero éstos que
los penalistas designan con el nombre de criminales natos, son una excepción,
una mínima parte de la gran fauna criminal. Los otros, la gran mayoría, deben
su criminalidad al medio social despiadado y corruptor en que se desarrollan.
Claro está que descartamos a quienes cometen delitos pasionales o de parecido
orden. Porque en la casi totalidad de estos casos nos hallamos en presencia de
individuos que científicamente no podrían ser calificados como criminales. No siempre
el que comete un delito es un criminal. Para que exista el tipo del criminal se
necesita que su acto sea como una prolongación en el mundo físico de su
personal mundo psicológico. Pero los otros que, repetimos, son la mayoría,
llegan al crimen porque la sociedad los empujó a fuerza de injusticia y de
crueldad, o descuidándolos permitió que sus instintos perversos, que con una
sana educación hubieran logrado nZiodificarse, se desarrollaran en una forma
violenta y perjudicial. Hombres de la talla de Garófalo, impugnan la
procedencia económica de los delitos, pero esto es demasiado evidente para
negarlo. No es que la ocasión haga al ladrón, dice Garófalo, sino que lo
revela. Equivalente es el pensamiento de Lacassagne:
la ocasión es el caldo de cultivo donde se desarrolla el microbio de la
criminalidad. Sin negar esto, que en muchos casos no es del todo evidente,
podemos aceptarlo como recio argumento en favor de nuestra doctrina. Porque si
es esa ocasión, si es ese caldo o medio social el que por sus injusticias
permite que los perversos instintos se revelen, procuremos cuanto antes
purificar ese ambiente, destruir esa miseria que da la ocasión, esa crueldad
que para los desheredados usan los hombres, y tendremos casi solventado el
terrible problema. A la sociedad no le importa, porque no le perjudica, el que
existan criminales potenciales, hombres con un instinto criminal subjetivo; lo
grave y desolador para la sociedad es que esos instintos se revelen, que estas
pasiones se objetivicen; y silo que permite su floración en la vida real, según
el mismo Garófalo, es el medio, la ocasión, sanjemos el actual medio, poniendo
un poco de piedad sobre el labio sitibundo de los parias. Hemos dicho piedad y
nos equivocamos. Entronicemos en la República el Sagrado Corazón de la Justicia, para que el
trabajo valga lo que hoy sólo le está permitido valer a la haraganería de los
ricos.
Sustitutivos
penales llamaba Ferri, y sustitutivos criminales Tarde, ambas denominaciones
inexactas, a esta lucha contra la criminalidad fundada en razones sociales.
Este sí que es
un problema hondo! Pero mucho nos hemos guardado de tratarlo aquí, a pesar de
constituir uno de los soportes más firmes en favor de las luchas sociales,
porque él merece una especial atención, y además, porque no perdemos la
esperanza de concluir en breve para su publicación un estudio que ahora al
respecto elaboramos.
Y si se piensa
en el Derecho Internacional, igual criterio informa sus problemas. La última
guerra de cuyas fatalidades aún no se libra el mundo, esta lucha de insanos
apetitos que las naciones demuestran; estas impiedades diarias que ponen hielo
en el corazón; estas pugnas internacionales, no hay para qué repetirlo, juegos
de bolsa son, frutos de los dictadores de la producción. Entre las fauces
siempre insaciables del capitalismo, la felicidad humana se pierde, el Arte se
olvida, la Ciencia
se abandona, y sobre el horizonte enrojecido claman las víctimas de un
patriotismo adulterado. En nombre de la patria se obliga a los hombres a herir
la entraña de los hombres, olvidando que la única víctima es esa misma patria
que se invoca.
No es que el
socialismo vaya contra la patria. Contra ese suave ritmo de la conciencia que
nos habla del amor hacia el pedazo de tierra sobre el cual florecieron nuestros
ensueños y al arrullo de cuyos mirajes entretejimos la corona de nardos de
nuestras esperanzas, no; marcha contra un concepto distinto, avanza contra el
nacionalismo, contra ese concepto económico egoísta y brutal. Contra el egoísmo
cruel de pueblo a pueblo, que trae las guerras y dispone de la vida de los
hombres desde el ambiente de las Cancillerías, olvidando los principios de la
fraternidad humana. Cosa bien distinta, que no necesita explicación, es el
sentimiento nacional, del sentimiento nacionalista.
Fronteras deben
existir para que los hombres hagan pugna de perfeccionamiento, porque en la
vida internacional con en la nacional la división del trabajo encarna un
cuociente crecido de provechos y adelantos. Fronteras para que los hombres rivalicen
en la equidad de sus instituciones, en el refinamiento de sus capacidades
artísticas, en la continua laboración científica. Pero fronteras para que el
imperialismo se expanda, para que los fuertes puedan abusar de los débiles,
para que los pueblos capitalistas puedan encontrar vasallos en los pueblos
débiles, para que unas guerras se sigan a otras, esto nunca. Y eso es
nacionalismo. La humanidad es una y anarquizarla sembrando odios, y haciendo
ver en cada pico de frontera, —la frontera es un hecho accidental en tanto que
la especie es trascendental— una bandera a muerte, es un hecho que goza de
todos los privilegios de la ineptitud, y más inepto es aceptarlo.
Y así podría
seguirse en el análisis para la comprobación de que igual sucede en la Moral, en la Religión y en todas las
manifestaciones trascendentales del pensamiento o del sentimiento. Toda reforma
efectiva será problemática, mientras la igualdad social no sea un hecho
comprobado.
Hablar entre nosotros de igualdad es prestar margen para que se hagan mil filosofías
papandujas y badeas.
¿Pero cómo
pretendéis la nivelación por lo bajo? ¿Cómo se os ocurre que todos los hombres
sean iguales? ¿Es que’ desconocéis las leyes inmanentes de la selección?
La igualdad
concebida por las nuevas ideas no es eso que se imagina. Se trata solamente,
como lo indicaba Mallhon, de la igualdad inicial, y podríamos agregar que de la
igualdad en el desarrollo del individuo.
¿Qué sucede hoy
día? Ciertos hombres llegan a la vida favorecidos por el privilegio. Una gran
herencia que ellos nunca laboraron, que en muchas veces es el resumen de
incontadas injusticias, los coloca en un grado de superioridad social, lejos de
todo mérito, de toda inteligencia, de toda voluntad.
Y si nacen con
un privilegio absurdo, no es menos evidente que en su desarrollo esa riqueza
adquirida sin base y sin razón les presta armas de predominio también
inmerecido.
Entre tanto
otros hombres, quizá llenos de grados máximos de capacidad y de virtud, por
efecto de una organización económica absurda, se ven condenados a la
impotencia, sus talentos se malogran y con perjuicio de la sociedad se hallan
en la incapacidad absoluta para desarrollar esas cualidades que les son
peculiares. Y como tal es nuestro estado que sólo hay virtudes que apoyar,
talentos que admirar, esfuerzos que estimular, allí donde hay dinero, estos
hombres, los auténticamente fuertes, caen en el fracaso y olvido, a la par que
los otros, los débiles y torpes, recorren festejados las sendas de la victoria.
¿Dónde, pues,
al presente, el principio de la selección? No existe, o mejor, se halla
adulterado. Porque bajo este plano no son los hombres de verdaderos méritos
quienes triunfan, sino los mejor favorecidos por lo injustificable o por la
astucia ambigua y proclive. ¿Se nos podría afirmar que es el jovencito de club,
en todas partes influyente y atendido, superior al bravo muchacho de provincia
cuyo esfuerzo y talento se malogran? ¿Será éste el triunfo de los
auténticamente fuertes? ¿En el matrimonio no vemos al presente, con perjuicio
de la especie, que no se escoge a la mujer más digna, más virtuosa, ni al
hombre de cualidades intelectuales y morales, sino a aquel que ofrezca una
mejor dote?
La decantada
selección natural es hoy una mentira. Se trata solamente del triunfo no de los
hombres, sino del dinero, del más tortuoso, del dolosamente audaz. ¿Se nos ha
demostrado que es superior el especulador de la ciudad al bravo campesino, sano
y honrado?
No. El triunfo
de la selección sólo será posible cuando por la realidad de la igualdad social
todos los hombres nazcan en un mismo plano económico, y en su desarrollo
encuentren iguales ayudas. Entonces sí sabremos quiénes son los verdaderos
capaces. Con ello ganará la sociedad y será imposible el espectáculo repulsivo
del hombre adulteradamente fuerte triunfando sobre el mentidamente débil.
CONCLUSION
“Autant la science
est inattaquable
quand elle établit
des faits,
autant elle est
misérablement sujette
á l’erreur quand
elle pretend établir des negations “.
CHARLES ROCHET
Sin embargo de
todo esto, el agudo problema de seguro no tendrá para nuestros hombres otra
atención que aquella de la yana promesa o de la negación rotunda; porque parece
que a este nuestro pueblo, al igual del personaje de Poe, lo ha invadido la irremediable
cobardía de no abrir los ojos, no tanto por esquivar la visión de horribles
cosas cuanto por el fundado temor de no ver nada. Su espíritu sin puertas ni
ventanas duerme la fatiga de su impotencia y de su temor.
Y así rueda nuestra vida política en un mar de angustias. Ni una bella
idea, ni una noble pasión. Luchas exiguas, personalismos concupiscentes,
rencores malsanos, en tanto que sobre la testa agobiada de la República florece la
corona de todas la ignonias. Y nuestras pupilas jóvenes que soñaran
refrigerarse en la palestra de las ardientes luchas, tan sólo encuentran la
charca insalubre de la viscosa necedad ambiente.
Renovarse o
morir, ha dicho D’Annunzio. Morir para renovarse, digamos los hijos de las
generaciones nuevas. Es necesario que lo viejo muera para que lo nuevo nazca y
se fortifique. La tumba del pasado ha de ser la cuna del futuro. Lo que hoy
perece y se destruye es el abono indispensable para que mañana la semilla nueva
se troque en racimo.
Cada concepción
es hecha para el momento y no puede persistir más allá de su necesidad
histórica. Sólo por ese grado de trasmutación constante en la sociedad se ha
llegado al progreso. El concepto negativo —y esa es la peculiaridad de todo
derecho individualista— es imperfecto y transitorio. El individualismo civil
nació como una reacción contra la esclavitud, pero una vez aniquilada ésta, se
dibujaron en la vida social todas las iniquidades que encarnaba. El
individualismo nacional, la concentración de las grandes monarquías, fue una saludable
reacción contra la conquista; pero una vez realizado el fin histórico que la
determinara, dejó entrever su llagada vestimenta, hasta que las picas de los
desheredados comprendieron la necesidad de purificar aquel ambiente que robaba
el pan y la luz a los que eran, y aún son, caballeros en los jamelgos del
infortunio. Y así llegará el día, porque el espíritu de la naturaleza es
superior a todo convencionalismo, en que brille como una tersa gema de bondad,
la igualdad social.
Ante el avance
lento pero seguro de la justicia reparadora, la táctica primera ha sido la
negación a priori. No es por modo nuevo como se nos puede ofrecer este
recurso. Cuando las modernas doctrinas comenzaron en Europa a tomar cuerpo y
del plano de los sentimentalismos- informes pasaron a la beligerancia en las
ciencias económicas, los incondicionales del laisser faire contestaron
con la negación absoluta del problema. En su obra “La Supuesta Cuestión
Obrera”, John Prince Smith creía resumir toda la desoladora imposibilidad de cualquier
intento reformista, en esta pregunta: “¿Cómo puede mejorarse la situación
económica del trabajador, sin esperar antes la prosperidad de toda la economía
nacional?” Igualmente reafirmaban la inexistencia del problema las obras por
entonces famosas de Ure, Brougham, Bright y otros.
Sin embargo la
idea se abrió y se abre paso. El entumecimiento suicida de las masas va siendo
abandonado, y a la llamada persistente de la verdad, en los hombres que sólo
han tenido ojos de piedra para no ver y oídos de piedra para no oír, se hace el
espíritu.
Y es así como a través de tantas luchas aparecen
hoy las ideas socialistas consagrando las verdaderas leyes naturales; es así
como ellas se imponen a despecho de adulteraciones y fanatismos hijos del
tiempo y del miedo que los hombres le tienen a la noble facultad de pensar y a
la aún más eximia de sentir. Es así como los ánimos plenos de un ideal
justiciero y ávidos de una inquietud creadora, han concebido el ideárium de la
armonía social. Es así como en mitad del vivir ásimo, de desenvolverse abyecto,
del sacrificio cruento, del hambre, de las multitudes en la hierática
contemplación de la desgracia que las corroe, del eco lastimero de los que
padecen, de todo este infierno malsano que hace hoy de la vida un veneno, es
así como sobre todo ello se ha erguido el tronco nervudo del socialismo,
reverdeciendo en gajos que deparan sombra pacificante y granando en frutos de
carne purificada.
CAPITULO IV de LAS IDEAS SOCIALISTAS EN COLOMBIA
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