4. El origen del mando: la voluntad de poderío social
Por un lado, pues, desigualdad de los individuos que forman la “materia prima” humana de todo grupo social y, por otro, necesidad de que uno o varios de dichos individuos manden a los demás. El problema parece sencillo de resolver sin recurrir a ninguna metafísica. Se reduce a establecer cierta relación entre la realidad biopsíquica individual y la exigencia social. Estarán encargados de las funciones de mando los hombres más capaces de dirigir una colectividad determinada.
Desgraciadamente, no se ha inventado aún la máquina de descubrir jefes, y parece poco probable que semejante instrumento algún día vea la luz. Por eso, la indispensable selección se encuentra demasiado a menudo falseada, como lo veremos en el capítulo VI, por sistemas institucionales erróneos. No se realiza espontáneamente sino en los pocos momentos históricos de la formación de una nueva sociedad sin bases anteriores estables; pero el análisis del proceso de jerarquización que se desarrolla entonces resulta particularmente revelador del origen real del mando.
Tomemos dos ejemplos. En primer lugar la alta Edad Media europea. La jerarquía romana se ha desmoronado. Las autoridades locales que han sabido resistir la descomposición del Imperio corresponden al orden civil y al religioso. No son capaces, por tanto, de cumplir eficazmente su papel cuando la anarquía deja campo abierto a las tribus bárbaras y a las bandas de salteadores. Por eso vemos, en todo el Occidente, afirmarse hombres fuertes y audaces, acostumbrados al ejercicio de las armas, que se ponen a la cabeza de las comunidades que protegen, y alrededor de los cuales se reagrupan las comunidades en busca de protección, creando así la nueva jerarquía, de base militar, del feudalismo. No siempre son los más inteligentes ni los más honestos, sino aquellos que poseen el don de mando y las cualidades peculiares que exigen las condiciones momentáneas de la existencia social.
Más cerca de nosotros, la conquista y colonización de
En ambos casos, vemos a hombres de cualidades excepcionales y adaptadas a las circunstancias imponerse, sin designación de ninguna especie, a sus semejantes y apoderarse del mando, a veces no sin resistencia, rivalidades y lucha. No hay, pues, en ellos, simplemente superioridad, sino también una voluntad de poderío social que marca la elección entre los dos caminos que se abren al hombre superior: el encierro en sí mismo o en un grupo reducido – familia o convento –, y la exaltación de su personalidad en la identificación con su medio social.
El jefe no es el superhombre de Nietzsche, desdeñoso de la sociedad de la que ha nacido y sin la cual, sépalo él o no, no podría vivir, sino el conductor integrado en el grupo o en
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