jueves, 29 de abril de 2010

EL DESTINO DE UN CONTINENTE (4)


por Manuel Ugarte


CAPÍTULO III
EL PEÑÓN MEJICANO

ÁNGULOS SALIENTES DEL CARÁCTER MEJICANO. — LA ILUSIÓN DEL PRESIDENTE MADERO. — INTRIGAS PALACIEGAS. — OPINIONES NORTEAMERICANAS Y OPINIONES MEJICANAS. — LA AGITACIÓN POPULAR. — POLÍTICA INTERNACIONAL. — UNA CONFERENCIA PACÍFICA. — EL VIAJE DE SEÑOR KNOX. — LA FUERZA VITAL DE UN PUEBLO

Antes de embarcarme para México, tuve la revelación de las proporciones y el alcance que adquiría la gira, sin que yo mismo lo quisiera, por simple gravitación de las circunstancias. Las noticias telegráficas recibidas en Cuba, las referencias de los periódicos y las resoluciones votadas por importantes centros de la capital mexicana, se hacían eco de tanto entusiasmo que comprendí que tendría que ir mucho más lejos de lo que había previsto. En México no esperaban ya al literato, y sí lo recordaban algunos, sólo era como antecedente ilustrativo. El pueblo y la juventud se preparaban para recibir al obrero de una doctrina de resistencia. La idea encontraba terreno maravillosamente propicio en aquella patria mutilada. Lo que en realidad iba a llegar, era una idea, y sólo así se explican las avalanchas que se desencadenaron en los días de lucha a que dio lugar la obcecación de algunos políticos.
Lo que empezó siendo pensamiento se transformó en acción. Confieso que vacilé un instante. El teórico iba a tener que trocarse en orador y en político. A la mansa aprobación que le rodeaba, sucedería la controversia estridente. ¿Tendría yo fuerzas para llevar hasta el fin la campaña? Pero las consideraciones personales desaparecieron ante la urgencia de realizar una obra, que todos los dictados del deber, que todas las intimaciones del instinto de conservación hacían impostergable. Y fue a sabiendas de lo que exponía y de lo que me aguarda, que acepté esta nueva faz del viaje.
Desde el puerto de Veracruz se tiene la sensación de originalidad y de fuerza que es la distintiva de la nación mejicana. No hay en América un grupo más homogéneo, ni más singularizado por el tipo y las costumbres. Aun en medio de la civilización moderna y del auge que han difundido allí las más altas formas de vida y cultura europea, subsiste y se acentúa una orgullosa corriente autóctona, que viene desde los orígenes de la civilización azteca.
El resultado no fue el mismo en los dos núcleos indígenas poderosos que la conquista española halló en el Nuevo Mundo. La fusión racial, la comunión indohispana se hizo en el alto Perú sobre la base del invasor, en México sobre la base del invadido. Al margen de la dominación política, en la conglomeración lenta que debía determinar la vida futura, se sobrepusieron allá los elementos nuevos y aquí los antiguos, arrastrando en su marcha a cuanto debía llegar después.
Esta disyuntiva, más que étnica espiritual, ha dado a México mayor diferenciación y arraigo. A ello ha contribuido la constante amenaza extranjera, aunando en el peligro la voluntad colectiva de perdurar como núcleo distinto. Completado todo ello por un carácter recio, altivo y soñador, un fuerte orgullo, cierta feliz predisposición a las artes, y el espíritu combativo e irreductible que se ha evidenciado en oportunidades tan diversas, ha surgido ese áspero peñón mejicano que el imperialismo viene azotando desde hace tanto tiempo, sin lograr derribarlo, ni cubrirlo, gigantesca atalaya de los demás pueblos de nuestra América.
Los tres días que pasé en Veracruz los empleé en recorrer la próspera y pintoresca ciudad, en visitar los Centros obreros y Ateneos populares, y en discurrir la mejor manera de llegar a México al margen de los partidos políticos, sin que nada pudiera dar lugar a que se me atribuyesen preferencias o simpatías en un sentido o en otro. No era tarea fácil conseguirlo en un país agrietado por la discordia, donde aun repercutían los ecos de una revolución reciente, y donde, a pesar de la momentánea estabilización, se prolongaban las divergencias iniciales y nacían, dentro del mismo bando victorioso, antagonismos nuevos. Los telegramas que recibía de la capital, los comisionados que llegaban para acompañarme, confirmaban estos temores. Claro está que como extranjero legal nada tenía que ver en luchas que sólo me interesaban desde el punto de vista de la mayor o menor capacidad defensiva del país ante las pretensiones extrañas. Pero la suspicacia partidista podía versen el acto más anodino una inclinación. En el ambiente todo era política, situación que encontré repetida después en la mayor parte de las repúblicas latinoamericanas. Estar con éstos, era fatalmente estar contra aquéllos. Los que no han visto de cerca parecidas situaciones, no pueden hacerse una idea de la vibración nerviosa y la susceptibilidad que electriza el ambiente. De aquí mi contrariedad al verme en el caso de aceptar para el viaje la compañía de dos diputados delegados del gobierno del señor Madero. Uno de ellos, el señor Cutberto Hidalgo, ha sido después, en 1922, ministro de Relaciones Exteriores, bajo la presidencia del general Obregón, del cual hablaremos en otro capítulo, al final de este libro. Recuerdo que en el trayecto, mientras el tren corría bordeando precipicios por el portentoso encadenamiento de laderas y recodos inverosímiles que va desde la costa hasta la meseta central, tuve ya la sensación de lo que debía ocurrir al llegar a México. En algunas estaciones, especialmente en Orizaba y en Córdoba, esperaban el paso del tren numerosas delegaciones juveniles y populares que, al notar la presencia de los parlamentarios en cuestión, dejaron ver claramente su desagrado. En estas condiciones llegué a la capital de la república el 3 de enero de 1912. En la estación había música, flameaban banderas y se pronunciaron discursos; pero el ambiente era de confusión y desconfianza. "Se ha vendido al presidente" — dijo textualmente un pelao a mi paso—. Un núcleo de intelectuales jóvenes se retiró en silencio. Y cuando entré al hotel, me encontré rodeado de gente oficial.
La maniobra consistía en aislarme, hacerme hablar ante alguna pequeña asamblea de fieles del gobierno, y dejarme salir del país sin establecer contacto con la opinión pública, que tan maravillosamente coincidía con lo que yo iba sosteniendo.
La conmoción revolucionaria que, después de treinta años de paz ininterrumpida, acababa por aquel tiempo de experimentar la república mejicana, ha sido considerada, generalmente, como una simple reacción de la democracia contra la dictadura del general Díaz. Y claro está que, en su faz popular e interna, no podía ser sino una reacción de la savia joven y de la opinión independiente contra la inmovilidad electoral y la asfixia política; todo ello prueba de salud y de vitalidad nacional. Pero desde el punto de vista exterior, el asunto cambia de aspecto. ¿Cómo se hizo posible ese movimiento? Todos los resortes del país estaban en la férrea mano del tirano y nada lograba moverse sin su venia. Madero no gozaba de especial prestigio. Para que el levantamiento llegase en tan poco tiempo a arrollar todas las fuerzas y a imponerse en un país tan vasto, fueron necesarias circunstancias especiales, que los mismos insurrectos ignoraban seguramente; pero que aun sin quererlo ellos, pesaron de una manera decisiva en el desenlace del conflicto.
La entrevista del presidente de México con el presidente de los Estados Unidos, señor Taft (1), realizada en El Paso, tuvo, como ya dijimos, por consecuencia inmediata una ruptura. El arrendamiento de la Bahía de la Magdalena, un tratado secreto con el Japón y la protección prestada a un presidente de Nicaragua, pusieron en pugna al viejo dictador de México con las crecientes exigencias del imperialismo. Y hay una coincidencia que alguien dilucidará mañana con ayuda de documentos: a la tardía reacción intentada por el general Díaz contra la política de acatamiento, correspondió de una manera casi simultánea el auge de la insurrección maderista. Los revolucionarios, absorbidos por la lucha interior, no advirtieron este hecho. La pasión política, exasperada por largos años de silencio forzado, lo cubría todo. Pero del otro lado de la frontera se afirmaba la esperanza de obtener, en medio de las luchas civiles, lo que había negado un último escrúpulo de la dictadura.
Por convicción, recelo o condescendencia, el gobierno del señor Madero fue desde su iniciación gran amigo del panamericanismo y de la política de Washington.
La juventud, el pueblo, las energías sanas, tienen un misterioso instinto que las orienta. No es fuerza que las guíen, no necesitan razonar siquiera; ignoran de dónde viene la luz, pero ven. Y algo de esto debe ocurrirle al pueblo mejicano. Estaba en masa con la revolución que le devolvía sus derechos, se envanecía del triunfo y aclamaba a sus caudillos; pero consecuente con su tradición, vigilaba sus límites. Por encima de los diferentes gobiernos, en la sucesión de toda su historia, a través de los conciliantes desfallecimientos o las imprudentes irreflexiones de algunos de sus mandatarios, siempre ha mantenido su actitud desconfiada, porque un instinto obscuro le hace sentir el acecho en la sombra.
Observando detalles de la vida a través de los periódicos durante los días que me recluyó en el hotel una breve enfermedad, empecé a atar algunos cabos sobre la verdadera situación del país. El general Orozco mostraba su descontento en el Norte; en el Sur se extendía la insurrección de Zapata, y el general Reyes, representante de las supervivencias del régimen anterior, acababa de ser encarcelado. El hombre más impopular de la ciudad era un hermano del presidente, don Gustavo Madero, a quien se atribuían negocios escandalosos. La prensa hacía gala de una gran libertad, como si quisiera resarcirse del silencio de tantos años. Una compañía minera norteamericana, cuyo capital era de 2.250.000 dólares, pagaba ese año 1.800.000 en dividendos. En Chiapas, un norteamericano obtenía una concesión de 600.000 acres de tierra. El enorme teatro en construcción y todas las obras públicas, habían interrumpido sus trabajos. El típico traje de la Guardia Rural caía, substituido por el uniforme kaki: copia exacta del que lleva el ejército norteamericano (2). Las asociaciones obreras alcanzaban particular desarrollo y ejercían influencia creciente. El recuerdo del atentado de Tejas estaba presente en el ánimo de la juventud (3). Se advertía una rara multiplicación de partidos. El comercio y la industria se mostraban recelosos. Y en todos los órdenes, por encima de las declamaciones y los entusiasmos de un pueblo que inauguraba, por decirlo así, una vida nueva, se advertía una profunda desorientación, un hervidero confuso, muy explicable después de tan vasta y fundamental conmoción. En medio de este estado de incertidumbre y nerviosidad pública, predominaba, como he dicho, la desconfianza. Fue el mayor enemigo que tuve que vencer en la ciudad. De los otros, hablaremos después.
La primera visita tenía que ser, naturalmente, para el jefe del país. Intervino en el asunto don Juan Sánchez Azcona, secretario por entonces de la Presidencia, a quien yo había conocido en mi primer viaje. Después de algunas vacilaciones, me hizo saber que el jefe del Estado me recibiría en el Palacio Nacional.
El señor Madero era un hombre de escasa estatura, grandes ojos y tez morena. Gesticulaba con abundancia. Aun creo estarle viendo, de pie, en medio del amplio salón, con una rodilla apoyada, sobre una silla, declamando los beneficios de la revolución. Tenía algo de iluminado y mucho de testarudo. Como su ascensión al poder había sido una aventura de cinematógrafo, conservaba de la brusca improvisación un orgullo recién pintado que se pegaba a todas las cosas.
Cuando traté de orientar la conversación hacia la política internacional, se tornó monosilábico. "El panamericanismo... el progreso. . . la civilización". Pero ¿el caso de Cuba? ¿El de Panamá? "Imposiciones geográficas". . . México era una nación "tradicionalmente amiga de los Estados Unidos"... "el Nuevo Mundo"... "el progreso sobre la vetusta Europa". . . No faltó un solo lugar común de lo que llamaremos, con ayuda de una locución que es aún familiar en Francia, el derrotismo hispanoamericano. Sánchez Azcona trató de apartar al presidente de fórmulas que, por prescripción, han caído en el dominio público. Pero el caudillo se mantuvo inflexible. Había en aquel carácter, a la vez ingenuo y combativo, una indomable energía.
Yo escuchaba con el mayor respeto al mandatario y le acompañé, al final de la entrevista, en el inocente juego de dominó, que después hube de repetir con tantos otros presidentes durante el curso del viaje.
La Argentina progresa maravillosamente.
—México se halla en plena prosperidad.
Fichas que se correspondían siempre;
—Es aquél un gran país.
—No lo es menos éste.
Pero salí del Palacio Nacional con la sensación de que, a pesar de todos los convencionalismos, aquel hombre tan insuficiente, tan limitado, era sincero. Para él no había en su país más problema que derrocar al "tirano" e implantar la "democracia". La realización de lo que esta palabra encierra aparecía semivelada por la bruma, y no estaba él muy seguro tampoco de cómo alcanzaría tan alto ideal. Sin embargo, "esa era su misión". Y a ella se aferraba, sin admitir que pudieran asomar otros problemas. Un poco por desconocimiento de la política internacional, y otro poco por aparatosa prudencia de neófito en tan complicados asuntos, entendía que la táctica mejor era la inmovilidad de palabra ante los hombres y la inmovilidad de acción ante los hechos. Como se creía un gran político, estaba seguro de poder improvisarlo todo llegado el caso. Idealista y soñador, ignoraba que el trust del petróleo y la Standard Oil C (4) tienen hoy, desgraciadamente, más importancia para nuestra América que la revolución francesa y la Declaración de los Derechos del hombre. La controversia ideológica, el problema palpitante, estaba aún para él entre los girondinos y los dantonístas. La vida no podía haber seguido rodando después. El error de Madero fue suponer que su plataforma y su teatro eran los libros que había leído aturdidamente y sin plan antes de lanzarse a capitanear guerrillas. Tenía la superstición de la Marsellesa. Y en la realidad de un Continente huracanado, su doctrinarismo anacrónico sólo podía encontrar consagración en el martirio, porque todos los que fracasan entre sangre son mártires. Así fue resbalando suavemente hasta la tumba el demagogo de biblioteca, sobre quien el escritor cubano Márquez Sterling ha escrito bellas páginas, no siempre verosímiles. El film terminó en algo que recuerda las carretas de la Convención o la aventura de Varennes. Desde el punto de vista interior, su romanticismo no resultó vano, porque fue el pórtico franqueado al despertar de un pueblo. Desde el punto de vista exterior, dio origen a una agravación de todos los peligros.
La visita protocolar no detuvo la hostilidad de los hombres de la situación. Se acumulaban ante mí los obstáculos, y en apariencia se me brindaban las mejores facilidades. Así se anunció que el ministro del Gobierno cedía para una conferencia el teatro Arbeu, en los propios momentos en que yo comprobaba que, ni pagándolo de mi peculio, podía obtener ningún local para ese fin. El diario oficial Nueva Era publicó un editorial en el cual, después de ensalzarme, declaraba que yo venía a defender la "unión entre las dos Américas", obligándome así a una primera rectificación(5). Me invitaron oficialmente a una conferencia del diputado Jesús Urueta, y cuando llegué al teatro me hallé en el palco del señor Gustavo Madero, colocándome ante el dilema de retirarme, cometiendo una descortesía, o de aceptar, indisponiéndome con la opinión pública, dado el desprestigio que rodeaba a este hombre público. En la portería del hotel se declaró a cuantos periodistas vinieron que yo "había dado orden de no recibirlos, porque no quería ser molestado por la Prensa". Se llegó hasta hacer correr soto voce la especie de que yo había recibido del Gobierno mejicano una suma considerable. Y fue tal el descrédito que empezó a gravitar sobre el viajero a causa de estas sutilezas, que me ví en la necesidad de provocar una explicación pública.
Había un precedente que no era posible olvidar. Cuando Rubén Darío fue a México para asistir a las fiestas del Centenario de la Independencia, una influencia se interpuso para sustraerle a las ovaciones que le esperaban. Estaba presente en todos los espíritus la trabazón de silencios y contraórdenes que detuvo al poeta en la costa y le impidió llegar hasta la capital. Era entonces ministro de Instrucción Pública el señor don Justo Sierra, y sobre las maniobras que se multiplicaron, algo podría decir el pintor mejicano Ramos Martínez, que acompañó a Darío en tan difíciles momentos. No era Rubén un hombre de palabra elocuente que pudiera amotinar a las muchedumbres en las calles; pero había escrito el Canto a Roosevelt, había hablado de "los cachorros sueltos del león español". Su nombre podía servir para exteriorizar resistencias nacionales. El Gobierno deseaba evitar explosiones de entusiasmo que contrariaban su política. De aquí el esfuerzo para impedir su presencia, haciendo caer sobre el propio poeta las responsabilidades y las culpas de los que con una mano le invitaban y con otra le detenían.
Aleccionado por la experiencia, aproveché una circunstancia feliz. La Asociación de Periodistas de México inauguraba, el 11 de enero de 1912, su nuevo local, y me presenté sin previo anuncio, acompañado de dos amigos, el periodista don Rodrigo de Llano y el poeta don José de J. Núñez y Domínguez. Presidía el señor Ignacio Herrerías. Después de oír la lección de una moción, según la cual se acordaba no apoyarme en ninguna forma a causa de mi pretendida descortesía con la Prensa, pedí la palabra y expliqué llanamente la situación. Ajeno a toda tendencia política, independiente de todos los bandos, sólo venía a coincidir con las aspiraciones superiores del pueblo mejicano, defendiendo una tesis de acercamiento y de resistencia al imperialismo. La sinceridad es siempre más fuerte que las intrigas, y la asamblea me acompañó en corporación hasta el hotel, quedando así sellado el pacto que unió a los periodistas y a la juventud hasta el fin de la campaña. Sólo refiero estas incidencias para dar una idea del ambiente, y porque arrojan luz sobre la situación internacional del Gobierno. El lector tendrá paciencia para acompañarme en esta involuntaria autografía hasta el fin.
Desde aquel momento, la Prensa estuvo de mi parte, con excepción del diario Nueva Era, que publicó las opiniones de algunas personalidades norteamericanas residentes en México(6), a lo cual contestó otro diario reproduciendo el pensamiento de la mayoría de los diputados mejicanos(7).
El señor Justo Sierra me declaró abiertamente que el tema que me proponía abordar podía ser origen de una reclamación por parte del país vecino, insinuándome que ése era no solamente su sentir, sino el del ministro de Relaciones, y que esperaba de mi patriotismo que renunciara a dar la conferencia, para evitar una humillación a México. Yo contesté que la única humillación para un pueblo era no poder hablar con libertad dentro de sus fronteras, Y corno al hacer pública la conversación, tratara de rectificar el señor Sierra, invoqué el testimonio del señor Ibarrola, secretario de la Escuela de Ingenieros, que me acompañaba en la entrevista, quien corroboró de una manera absoluta la exactitud del diálogo. Coincidió el incidente con la publicación de una carta abierta firmada por varios estudiantes.
"No creemos que usted sea capaz, decían, de vender su silencio; al menos, así lo esperamos. ¿Sería posible que un hombre de la ilustración y del criterio de usted, merecidamente prestigiado, quede en semejante ridículo? Si así fuera, no habría entonces nada que hacer. Si así procediesen las personas que son por su posición insospechables y por la misma razón inatacables, que se dicen apóstoles de la unión, no habría ya nada que esperar: la sumisión latinoamericana sería un hecho."
La respuesta fue: "Tengan confianza en mí, como yo la tengo en ustedes."
Esa misma tarde dije toda la verdad a los reporteros que vinieron a entrevistarme. Colocado en la situación incómoda de que unos me reprocharan mi silencio y otros me impidieran romperlo, no quedaba más camino que entregar la causa al pueblo. La opinión pública sólo necesitaba una situación clara para pronunciarse, y la primera observación de carácter general y durable que se desprende de estos incidentes, es la impetuosidad patriótica de la juventud mejicana.
Al día siguiente, muy temprano, resonó un clamor bajo las ventanas del hotel. Un grupo numeroso de estudiantes subió hasta mis habitaciones. ¡Al balcón! Y me empujaron hasta la barandilla. La calle estaba obstruida por una masa juvenil, a la cual se habían sumado núcleos obreros. Eran los estudiantes de ingeniería que, al conocer la noticia, se habían negado a entrar a clase y venían a ofrecer su apoyo al viajero. De la muchedumbre surgió, sobre los hombros de los demás, una silueta que, con ademán enérgico, ofreció la manifestación. Fue imposible oír lo que decía. En aquel momento desembocaban de la calle Plateros los estudiantes de Bellas Artes, y poco después aparecían los grupos compactos de medicina, derecho y preparatoria, seguidos por grupos que cubrieron totalmente la avenida interrumpiendo el tráfico. Predominaba el grito de: ¡Viva México libre! Una bandera argentina surgió y fue saludada con ovaciones. Varios estudiantes tomaron la palabra desde mi propio, balcón, haciendo declaraciones entusiastas en favor de la unión latinoamericana. Cuanto más violentos eran los párrafos, cuanto más claramente desafiaban, mayor era la aclamación con que la asamblea los acogía. Cuando al agradecer, emocionado, la demostración, empecé diciendo: "En mi calidad de extranjero. . .", una formidable protesta se levantó de todas partes. "No, gritaban; usted no es extranjero; usted es mejicano, porque viene a defender a nuestra patria". Cuando cité los nombres de Bolívar y San Martín, se descubrieron todas las cabezas. Nunca he sentido una emoción semejante. Era el desborde de todos los instintos patrióticos que encontraban al fin la válvula de escape en una explosión contra la intriga de los políticos y en un juramento de fidelidad a los idealismos batalladores.
Rotas las vallas, todos los elementos del país exteriorizaron su protesta, desde la Sociedad de Abogados, hasta el último Centro obrero. El ministro de Instrucción Pública creyó calmar la agitación cerrando los Centros universitarios, pero sólo consiguió enconar los espíritus. Un incidente inesperado aumentó la agitación. El presidente del partido constitucional maderista, que se había singularizado por su hostilidad a la campaña, formuló en el diario oficial algunas declaraciones hirientes para los estudiantes, reprochándoles que se dejaran guiar por un recién llegado. Con esta publicación coincidió la de un editorial de Nueva Era, briosamente escrito por un literato extranjero que, por entonces, se hallaba en el país, pero completamente inadmisible desde el punto de vista mejicano(8). Estas dos manifestaciones acabaron de desquiciar la situación.
"No se guarda memoria —decía un periódico (9)— de que haya ocurrido alguna vez caso semejante al de ayer; en el corto espacio de ocho o nueve horas, las declaraciones del jefe de un partido por una parte, y un editorial de un periódico gobernista por la otra, determinarán la más enérgica de las protestas entre las masas estudiantiles, secundadas por elementos populares." Otro diario titulaba su editorial: "Dos Gobiernos contra un hombre". Sabiendo que las escuelas se hallaban clausuradas, la juventud afluyó instintivamente al local de una Sociedad de alumnos ubicada en el callejón de la Condesa, y después de un mitin tumultuoso, en que se fustigó al ministro de Relaciones y al órgano oficial, la ola juvenil, entre la cual surgían, en fraternal unión, los típicos sombreros del pelao, se derramó por las calles de la ciudad dispuesta a ejercer sus represalias.
No me corresponde referir la escena significativa que se desarrolló en el Palacio de Gobierno. Dejo la palabra a los diarios locales. La Comisión de estudiantes que subió hasta el despacho presidencial, llevó al señor Madero hasta el balcón, y, ante la enorme muchedumbre que llenaba la plaza, el estudiante de leyes, don Luis Jaso, formuló en nombre de todos las siguientes preguntas, que transcribo de El Imparcial, de 27 de enero de 1912.
"Señor presidente: ¿Se hace usted solidario de las declaraciones de hoy de Nueva Era? ¿Se trata de impedir que hable Ugarte? ¿Opina usted como el presidente del Partido Constitucional sobre la conducta y el valer de la clase estudiantil y del Profesorado?"
En medio del silencio, el presidente tomó la palabra en la forma que reproduzco, textualmente también, con acotaciones y todo, del diario El Imparcial, de la misma fecha.
"Señores: no me hago solidario de las opiniones, y lamento que se haya producido de esa manera; no tratamos de impedir que hable Ugarte; me duele sobremanera que un extranjero haya venido a hacerme ese reproche y que engañe a ustedes. (Protestas. ¡No! ¡Viva Ugarte! ¡Viva la América Latina!) Tampoco es cierto que vacilemos en defender la integridad del territorio. . . (Gritos: ¡Abajo Calero!)"
El presidente se retiró del balcón y fue en su despacho donde contestó a los delegados señores Jaso, Buenabad y Muñoz(10). Era el señor Madero, como he dicho, un hombre recio, que no se dejaba intimidar. Pero esa misma cualidad le perjudicó.
Su cólera le llevó a lanzar dos afirmaciones imprudentes: que no podía autorizar manifestaciones contra un pueblo amigo "que había apoyado la revolución", y que la frase reprochada a Nueva Era era una simple transcripción de un libro mío, El porvenir de la América Latina, en la cual sólo faltaban las comillas.
La confesión de que el enemigo tradicional había auspiciado la conmoción interna, y la absurda inexactitud de la última acusación, fruto todo de un carácter desorbitado e irascible, fue el golpe de gracia. El estudiante señor Buenabad salió de nuevo al balcón, acompañado por los estudiantes Enrique Soto Paimbert y Gay Fernández; refirió irónicamente al pueblo el final de la entrevista, y la muchedumbre, irritada, se puso en marcha hacia la redacción del diario oficial. Alguien arrojó desde un balcón una bandera española, y fue una aclamación en honor de la madre patria. Desde una tienda de la avenida central, un desconocido distribuyó banderas hispanoamericanas y japonesas. La manifestación amenazaba tomar un carácter agresivo. Pero los estudiantes son en todos los países los primeros guardianes de la cultura, y uno de ellos se levantó de nuevo para calmar los ánimos. Si la manifestación revistió después otro carácter y llegó a gestos extremistas, fue por obra de nuevos elementos.
Pero, ¿no había en todo esto un poco de política también? Al formular la pregunta, entiendo ampliar la visión del cuadro para ayudar a la mejor comprensión del medio que estamos estudiando. Mientras la juventud patriota se adueñaba de la calle, llegaban a mí hotel delegaciones y visitas de los que, llevados por apasionamientos sectarios, trataban de convertir el movimiento en campaña de oposición contra el Gobierno. Por alta que fuera la personalidad de los mensajeros, contesté invariablemente que sólo podía tomar parte en actos que tuvieran por fin el acercamiento hispanoamericano y que no hablaría en manifestaciones hostiles a las autoridades, así fueran ellas dirigidas contra el presidente o el ministro de Relaciones, no por vano acatamiento a los hombres, sino por respeto al país y a la opinión pública, que, pasada la impresión de los primeros momentos, sería la primera en encontrar fuera de lugar esa actitud.
Los movimientos tomaron así un carácter ampliamente nacional, y el desfile realizado pocos días después por el Partido Democrático Antirreeleccionista, Partido Nacionalista Democrático, el Club Antirreeleccionista Obreros libres, el Club Obrero Santos Degollado, el Club Obreros Filomeno Mata, el Club Derecho y Trabajo, el Club Antirreeleccionista Melchor Ocampo y numerosas agrupaciones, adictas unas al Gobierno y otras contrarias a él, fue un homenaje a la fraternidad de las repúblicas hermanas, sin mezcla alguna de partidismo.
Un incidente reveló la temperatura de la atmósfera. Los estudiantes, que eran el alma de esta sacudida, recibieron un telegrama de adhesión del Colegio Militar. Las autoridades se conmovieron al saberlo, y resueltas a aplicar sanciones en nombre de la disciplina, hicieron formar esa misma tarde a la Escuela en el patio del cuartel. Después de una arenga, el jefe ordenó: "Que los culpables den dos pasos al frente". Y toda la Escuela avanzó. El sentimiento ganó la república entera, y las manifestaciones de Guadalajara, Puebla, Guanajuato, Jalisco, etc., se sucedieron en una rebelión unánime de las almas mejicanas.
Rememoro estos hechos al margen de toda vanidad, para mostrar el estado del espíritu público. ¿Cómo podría envanecerse un hombre de haber creado sentimientos o entusiasmos que, rozando apenas la corteza, encontramos en el fondo de todos nuestros pueblos? No fui en México como en los demás países que recorrí después, más que una voz humilde del conjunto. El único mérito que podría reclamar sería el de haber tenido la entereza de decir lo que pensaba.
En realidad, yo era un desconocido(11). Pero, descorazonada la masa por el eterno juego de los que le piden su voto o su sangre para medrar en los cargos públicos, se entregaba entera a quien le hablaba a fin de patria sin interés alguno, al margen de los honores, sin más propósito que la salvación general. En ello entraba, además, la oposición que me hacía el Gobierno. El visitante era "la piedra de toque" para descubrir "a plena luz", como decía un diario, la situación del nuevo presidente ante los problemas internacionales. Lo que no había salido aún a la superficie en medio de las luchas internas, saltaba de pronto a los ojos. Una voz extraña a la brega local, un idealismo viajero, bastaba para evidenciar vacilaciones y poner de relieve procedimientos que la nación en bloque repudiaba.
Cuanto más se extremaban las sutilezas, más se encrespaba la corriente. Después de haberme negado el Gobierno el teatro Arbeu, hizo presión sobre el señor Carlos Peralta, que por intermedio del señor Zaldívar, me había ofrecido el teatro Hidalgo para que retirase el ofrecimiento. Igual cosa ocurrió con otros locales, cuyos propietarios, después de ensayar un gesto de independencia, acababan por inclinarse.
El ministro de Relaciones desmentía, sin embargo, la presión y afirmaba su prescindencia(12). El presidente mismo, tratando de despistar a la opinión, declaraba en una interviú que encargó a su secretario particular, señor Sánchez Azcano, que fuera a asegurar al señor Ugarte que en México podía dar todas las conferencias que quisiese, y que si sus ocupaciones no se lo impedían, él (Madero) asistiría con gusto a la primera(13), cosa que era absolutamente inexacta, pues nadie me habló en ninguna forma del asunto.
Pero la opinión pública sabía a qué atenerse. Los diarios de los Estados Unidos, que publicaban diariamente largas informaciones sobre el conflicto, no empleaban eufemismos para declarar que el Gobierno del señor Madero hacía cuanto estaba de su parte para impedirme hablar. Esas informaciones eran transmitidas en síntesis a los diarios de México, y en el mismo número de La Prensa en que hacía el presidente sus declaraciones, se podía leer un despacho de Nueva York que decía todo lo contrario(14).
Dos estudiantes trajeron por fin la buena nueva de que el propietario del teatro Mexicano, don Francisco Cardona, amigo del Gobierno, pero hombre independiente, ofrecía su teatro a la juventud. "Sabe a lo que se expone —me dijeron—; está dispuesto a pagar todas las multas, a sufrir todas las molestias, a desafiar todas las responsabilidades". El acto quedó fijado para el 3 de febrero, a las ocho de la noche. Y el director de La Prensa, don Francisco Bulnes, publicó un editorial semioficioso anunciando que quedaba abandonada la partida(15).
Pero, ¿tan terca oposición había emanado en realidad del Gobierno? Madero era un demagogo idealista, que gustaba de los aplausos como un torero, y toda su táctica, hasta entonces, había consistido en adular a las muchedumbres, llegando hasta prometer cosas que, como la repartición de la tierra, sabía de antemano irrealizables. Le constaba que en la conferencia que yo debía pronunciar no había nada que pudiera parecer agresivo contra otro país. Como mejicano, compartía seguramente los sentimientos generales con respecto al invasor de 1847. ¿Era admisible que, por simple obstinación orgullosa, sin que estuviera en juego una grave cuestión internacional, se lanzara contra toda la corriente y se expusiera a los primeros silbidos, él, que había ido siempre a buscar la popularidad hasta en los mítines de plaza pública que celebraban los huelguistas? Al examinar estos incidentes, buscando comprender con ayuda de ellos el estado de la república, tropezamos con este primer contrasentido aparente. En Cuba, donde la Enmienda Platt ha creado una atmósfera difícil, yo había podido dar, sin contratiempo, la misma conferencia en la Universidad Nacional. En Santo Domingo, en un momento grave de la vida de aquel país, a raíz de la muerte de un presidente, en medio de un tumulto de partidos, hablé con absoluta libertad sobre el mismo asunto, designado desde la tribuna, por la ventana abierta, los acorazados anclados en la bahía. En ninguno de los dos casos se llegó a pensar, ni menos a decir, que un simple estudio sobre la situación de nuestros pueblos con relación a la América anglosajona pudiera dar lugar a conflictos internacionales. En los Estados Unidos se pronuncian todos los años cien requisitorias sobre la necesidad de contrarrestar la acción del Japón, sin que éste se sienta herido. ¿Por qué hemos de tener que mirar nosotros medrosamente hacia el norte antes de decir dos palabras serenas sobre la conveniencia de coordinar la acción de las repúblicas hispanas del Nuevo Mundo? ¿Cuál era la razón especial que cambiaba en México el valor de las cosas? Yo no tenía derecho a interrogar al Gobierno. Pero ¿asomaba entre el humo de la revolución la sombra de alguna secreta Enmienda Platt, más grave que la anterior, puesto que establecía un derecho de censura sobre las ideas dentro del territorio mejicano?
Los adversarios de la situación, fieles del antiguo régimen o descontentos del nuevo, afirmaban que la metamorfosis se había realizado de acuerdo con los Estados Unidos. Pero en México está siempre despierta la inquietud patriótica, y de ella, por desgracia, se ha hecho uso frecuente en las luchas civiles, acusándose los partidos entre sí de pactar con el extranjero, sin que nunca pase el reproche de ser expediente de polémica. El mismo señor Bulnes, en el editorial citado (16) decía: "El Gobierno del señor Madero debe indirectamente parte de su existencia a los Estados Unidos", añadiendo que "está en la consciencia de todo el mundo, comprendidos todos los maderistas, que el general Díaz cayó por tres voluntades: la del pueblo mejicano, la del pueblo norteamericano y la muy especial del señor Taft". El señor Bulnes hacía así la política de hostilidad amistosa, tan frecuente en nuestras turbulentas democracias, donde, usando la locución vulgar, los polemistas sostienen a menudo a los Gobiernos como sostiene la cuerda al ahorcado. No he creído nunca que el señor Madero, ni la mayoría de los que le acompañaron, se prestaran a sabiendas a esas combinaciones. Y conste que al hablar así defiendo la memoria de un hombre que llegó hasta usar contra mí el procedimiento de prestarme palabras que no había pronunciado.
El error del presidente Madero no consistió en entenderse con los Estados Unidos, cosa que hubiera sido y será en todo tiempo, no sólo una mala acción, sino un suicidio para cualquier mandatario mejicano; consistió, por el contrario, en no tener en cuenta a los Estados Unidos, en no comprender el partido que podían éstos sacar de la nueva situación, en no prestar a la política exterior una atención vigilante, abstraído como estaba por el remolino de una situación interna y de un conflicto civil superior a sus capacidades. Más vidente que él, la política imperialista aprovechó la confusión de la lucha para afirmarse.
Para Madero, como para muchos otros mandatarios de nuestra América imprudente, no había más problema que el problema interior. Implantar una democracia principista, que todavía no había sido preparada por la vulgarización de la instrucción pública; gobernar el país, antes de preservar sus fronteras materiales y morales; adornar la casa, antes de poseerla realmente. Olvidaba que para nuestros pueblos los problemas se presentan en otra gradación: primero el de la integridad territorial, étnica, política, económica, etc., es decir, la posesión real e indiscutible de la nación por la nación misma; después el de la paz interior, acabando con el caudillaje y la violencia para dar estabilidad al conjunto; y, por último, el de la organización de la actividad y explotación de la riqueza. Alterar el orden, es anular todo esfuerzo fecundo.
El teoricismo imprudente que había hecho exteriorizar al señor Madero un criterio de montonera, sectario y unilateral, se despertó de pronto, con asombro ingenuo, ante la situación brusca que revela una sujeción. La desatinada serie de intrigas fue así resultado de aturdidas improvisaciones ante un hecho inesperado que provocaba la confusión del hombre impresionable que se hallaba al frente del Gobierno. ¿Cómo? ¿Los Estados Unidos, que habían ayudado a "derrocar la tiranía", se aprestaban ahora para imponerla en el orden internacional? Esto subvertía todas sus nociones sobre la "gran democracia", sobre Washington, sobre Monroe y sobre la "obra generosa de la independencia cubana".
Pero los Gobiernos de ciertas regiones de nuestra América, parten a menudo de la base del individuo, dejando en último término a la colectividad. Y lo que urgía, sobre todo para el caudillo de la revolución, era mantenerse a la cabeza de los asuntos públicos, fueran cuales fueran los procedimientos a que tuviera que recurrir para complacer al embajador que reclamaba una actitud. En los capítulos siguientes veremos aparecer, de una manera más palpable, la curiosa contradicción entre los principios de la democracia norteamericana y su acción sobre los países en los cuales pretende ejercer influencia. Ahora sólo quiero puntualizar que mi viaje era completamente ajeno a toda finalidad de política inmediata. No entraba en mi propósito realizar, sino sembrar ideales, en un plano exclusivamente ideológico. Pero la autodecisión que me llevó a emprender la gira sin presentir la repercusión que podría tener en las esferas oficiales, me permitió comprobar hasta qué punto se había desarrollado la enfermedad continental.
Previa una escaramuza de corriente eléctrica cortada (restablecida por la Comisión de estudiantes), la conferencia se realizó como estaba anunciada, el 3 de febrero(17), con éxito que no fue obra de las capacidades del orador, poco habituado a esas lides, sino de la consonancia entre la vibración de los corazones y la idea que se defendía.
La hoja del Gobierno, que pidió la aplicación del artículo 35 de la Constitución referente a los extranjeros perniciosos, tuvo que convencerse de que no había en aquellas palabras nada que pudiese parecer hiriente para una nación extranjera. Hice una simple enumeración de antecedentes peligrosos y un llamamiento a la solidaridad, sin provocaciones inútiles, reconociendo, por el contrario, que nuestra situación deriva más que de la avidez del imperialismo, de nuestras propias faltas nacionales, de las cuales debemos redimirnos para realizar plenamente los ideales de la independencia.
La juventud se creyó al frente de un gran movimiento y fundó Asociaciones y Centro latinoamericanos destinados a desarrollar una acción de propaganda y a mantener vivo un ideal de resistencia a las influencias extrañas. ¡Cuántas ilusiones ciframos en ese empuje vivificador! Nadie soñaba las complicaciones que debían producirse después bajo la acción desmoralizadora que encona los conflictos, exalta la pasión y perpetúa la discordia para que todo converja a las rivalidades de los hombres y quede libre el campo a la invasión gradual.
Por una coincidencia curiosa, a raíz de esta campaña, salió de los Estados Unidos el secretario de Relaciones Exteriores señor Philander C. Knox, para hacer a su vez una gira por todos los países hispanoamericanos, empezando por la Argentina y terminando por México.
Saltaba a los ojos que el carácter fraternal de la visita era una apariencia diplomática. Sólo en un mundo de égloga se molestaría un ministro para ir a llevar desinteresadamente de pueblo en pueblo blandos mensajes de ternura. El fin real fue estudiar sobre el terreno el ímpetu de solidaridad que se anunciaba.
El señor Knox pudo ganarse en el camino, por artes diversas, la adhesión de algunos presidentes, pero no llegar al alma de nuestros pueblos. Sin embargo, su gira tuvo una influencia grande sobre la orientación política de los Gobiernos del sur, como veremos en los capítulos siguientes.
Y no es que falten hombres capaces en nuestra América. Pocas regiones pueden ofrecer mayor abundancia de talentos naturales, agudos, perspicaces, preparados para todas las situaciones. Pero no son ellos precisamente los que gobiernan. La gerencia de los asuntos públicos no pertenece todavía al pensamiento, sino a la acción. Y ese es el mal de la América latina, y especialmente de México, cuyo ambiente general hemos tratado de bosquejar a través de una anécdota.
El señor Madero cayó al poco tiempo herido en la espalda por la misma diplomacia que lo había exaltado, víctima expiatoria que tuvo su hora de utilidad.
Buena parte de la juventud que me acompañó en la defensa del ideal continental fue diezmada en las complicadas revoluciones que se sucedieron. Dos invasiones, una por Veracruz y otra por el norte, se desencadenaron en breve plazo, aprovechando el vértigo de los desórdenes civiles. Y la descomposición iniciada desde la caída de la dictadura porfirista se acentuó gradualmente hasta el advenimiento de don Venustiano Carranza, que encabezó una reacción y pereció trágicamente. . . Pero de todo ello hablaremos al final de este libro. Continuemos ahora el itinerario que nos permitirá dominar el panorama general, para poder deducir de la observación del conjunto las verdades que sintetizan nuestra situación.
Al salir de México llevé la impresión de un pueblo valiente, animoso, inteligente, capaz de sobreponerse a la misma fatalidad y de luchar contra el destino. Pero ese cuerpo de oro estaba roído por las ambiciones políticas, por los caudillos expeditivos, por la tendencia a la discordia, por los pronunciamientos interminables, por el remolino de pasiones que tenían que anemiarlo fatalmente. El odio, la avidez, la falta de reflexión de ciertos caudillos, originaba movimientos anárquicos, catástrofes comerciales, ejecuciones sumarias, tanta ruina y tanta sangre, tanto desgaste de audacia y de vida, que ninguna salud podía resistir. El peñón mejicano estaba ahí como raza, como núcleo popular intacto, Pero el confusionismo sembrado por la noticia artera, la ambición febril, la jactancia de los jefes, la atracción de la guerrilla, eran su piqueta demoledora. Y el duelo trágico de las dos razas en las márgenes del río Bravo se me aparecía en forma de un gigante, provisto de todas las armas modernas, auxiliado por todos los conocimientos humanos, conocedor de todos los ardides, contra un niño ingenuo que, en vez de aprestarse a la defensa, se desgarraba enloquecido las propias entrañas.
A estos males, que México ha sobrellevado porque tiene una salud a prueba de cataclismos, hay que añadir los dos errores principales del señor Madero y de muchos de los políticos que continuaron su obra: disolver el fuerte ejército creado por el general Díaz y olvidar que los intereses económicos de Francia, España e Inglaterra superan en conjunto a los de los Estados Unidos. Pero todo ello obedecía, por encima de las mismas ofuscaciones de momento, a una filosofía disociadora, a un humanismo engañoso, que daba poca importancia al idioma, a la religión, al origen, como fuerzas de resistencia nacional, que confiaba acaso en la patria universal anunciada. Y ésta es, en última síntesis, el peligro supremo para toda la América latina.

Notas

1 Hay en nuestra América la costumbre de anteponer a los nombres norteamericanos una Mr., como si el tratamiento no tuviera traducción en castellano; pero parece preferible mantener nuestras fórmulas, dentro de nuestro medio y de acuerdo con nuestro idioma.
2 Este detalle me hizo faltar, en cierta ocasión, a la obligada prescindencia en las cosas interiores. En medio de los debates que sobrevinieron, dije un día desde un balcón, en un discurso: "Podrán arrancar a nuestros soldados sus trajes históricos, pero juramos que a nuestras almas no les pondrán nunca el uniforme extranjero". Esta apreciación sobre asuntos locales, nació espontáneamente de un entusiasmo: y aunque no levantó la menor protesta, antes bien, fervorosos aplausos, la cito como indicio del sentimiento superior que me ha llevado siempre a identificarme con la suerte de México.
3 Conviene recordar la síntesis del asunto en fechas. Desde 1912 intriga el imperialismo para apoderarse de ese territorio. Bajo la presidencia de Adams (1827), trata de obtener su cesión. Bajo la de Jackson (1828), reanuda sin éxito las gestiones. En 1830 provoca un levantamiento revolucionario. En 1835 consigue, con ayuda de algunos descontentos, constituir en ese territorio una engañosa república independiente. Y en 1844 esa república paradoja! es anexada a los Estados Unidos.
4 No es este el momento de averiguar cuáles eran las esperanzas que había puesto en el la Standard- OH Company, competidora de El Águila. favorecida por el general Díaz poco tiempo antes de su caída.
5 Señor director de Nuestra Era: "En el artículo que hoy publica sobre mí ese periódico, se ha deslizado un error que me veo en la necesidad de rectificar, porque parece dar a mi campaña una significación que podría sorprender a muchos. "No he emprendido ninguna 'obra en favor de la unión de las dos Américas'. Creo, por el contrario, que los intereses de las dos Américas son diferentes, y esta convicción es el punto de partida de la conferencia que me propongo dar con el título de 'Ellos y nosotros'." Nueva Era, 11 de enero de 1912
6 El director del Anglo-América, dijo: "Me parecería algo extraño que México, una nación amiga, con la cual los Estados Unidos han cultivado las relaciones más cordiales, llegara a permitir la pública expresión de conceptos tales como los que han sido emitidos por ese señor." El capitán L. W. Mix añadió: "Es mi opinión la de que el Gobierno de México tratará al señor Ugarte de acuerdo con las leyes." El señor Charles F. Yaeger, corroboró: "Yo considero a! señor Ugarte algo imprudente, porque procura fomentar enemistades entre los pueblos de dos naciones amigas, que son también vecinas, y especialmente en vista de que la amistad que las liga es mutua, habiendo tenido el pueblo de los Estados Unidos siempre las mejores intenciones para con México, sin amparar el menor deseo de intervenir en sus asuntos interiores, sino al contrario, que han procurado el progreso, prosperidad
7 Manu eyl tUragnaqruteil eidsatád edne seus tma ánsa acmiópnl,í oa dlae rveeczh oq uael dreasr pae ctaorn eonc etro dsuos s iudse adse.r eEcnh oésp.o"c a de libertad sería odioso tratar de ajustar una mordaza a un hombre que tiene un punto de mira: la confraternidad, la completa armonía, el estrechamiento de las relaciones de la noble, grande y fuerte raza latinoamericana. Diputado TALAVERA No sólo estoy conforme, sino que aventuro más: deseo que sea ampliamente escuchado Ugarte. Su idea no puede ser más noble. Para nosotros, los mejicanos, no tiene precédeme. Diputado CHAPITAL Ugarte está asistido por el más completo derecho de hacer uso de la palabra, desde el momento en que de México, en nuestros días, se puede decir que es un país de libertad. Diputado MELGAREJO Dada la sobriedad y la discreción que hacen las constituyentes primordiales de Ugarte, es de esperar que no acarreará con su discurso ningún conflicto internacional. Diputado ASPE Creo sinceramente que Ugarte puede fácilmente, sin premisa alguna, externar sus conceptos. Dada su personalidad, puede esperarse que no turbará la tranquilidad del territorio. Diputado TORRES TORIJA
8 E! artículo tenía párrafos como éste: "Toda la América pertenecerá políticamente a los yanquis, porque éstos son más civilizados; porque ya en México y en la América Central preponderan o están a punto de preponderar prácticamente, positivamente, con su comercio, capitales, industrias, etc.; ya no les falta nada sino trasladar una flamante bandera de las barras y de las estrellas entre un ejército uniformado de gran parada, para sustituirla al águila mejicana o al quetzal guatemalteco, convirtiéndose así, con toda felicidad, en soberanos políticos.'
9 El Imparcial, 27 de enero de 1912.
10 El Imparcial, El Diario, etc., de 27 de enero de 1912.
11 El director de El País, don Trinidad Sánchez Santos, hizo la psicología de la situación en un editorial: "Manuel Ugarte, el esclarecido poeta argentino, no ha hablado aún, y ya se le aplaude, ya se le quiere, ya se le defiende, ya se le respeta, hasta entre las clases populares más ajenas a la gran política internacional. ¿Por qué? ¿Cuál es la causa oculta de que tal simpatía se demuestre a un hombre que aún no ha comenzado a dar sus anunciadas conferencias? "Vamos a tratar de explicar tan extraño fenómeno, aunque sea en breves líneas. Manuel Ugarte se ha presentado como el intérprete de una gran idea, latente en el alma de los latinoamericanos desde que la concibió el gran Bolívar: la unión de todos los países de América que tienen Sangre latina. Pero esta idea, con ser tan hermosa, no lleva en sí los elementos de una popularidad arrolladora, de esa popularidad que llega hasta las masas analfabetas y las sacude fuertemente, haciéndolas despertar de la inercia en que viven. "¿Qué ha visto el pueblo detrás de los ideales del escritor argentino? ¿Qué ha adivinado el infalible instinto popular a través de las gallardas teorías de Ugarte? "El pueblo ha deducido, con esa lógica de las multitudes, que es inflexible y certerísima que el ideal de la unión latinoamericana envuelve la idea grandemente popular del antiyanquismo, idea que podríamos decir llevan en sus tradiciones todos los países de habla española en el Continente americano y que en México ha venido a formar parte de nuestro patriotismo más rudimentario. "El hecho es que Ugarte no ha hablado, y ya es popular en México; el hecho verdaderamente inaudito es que Ugarte ha venido a México para dar conferencias a fin de convencer al pueblo respecto de determinada tesis, y antes de que hable por primera vez, ya el pueblo le está dando conferencias a Ugarte para persuadirlo de la tesis misma que trae en cartera. No recordamos un caso semejante en la historia." El País, de México, 30 de enero de 1912.
12 "Me veo en la necesidad de decir que la buena fe del señor Ugarte ha sido sorprendida. El Gobierno actual es profundamente respetuoso de la libertad de pensamiento y de la libertad de palabra, y puede el público estar seguro de que ni la Secretaría de Relaciones Exteriores ni yo hemos intervenido directa ni indirectamente en lo relativo a las conferencias del señor Ugarte." La Prensa, 29 de enero de 1912.
13 La Prensa, 24 de enero de 1912.
14 "Nueva York, enero 23.—The New York Sun está publicando informaciones de México, en las que se comenta la oposición política que se ha suscitado para evitar que Manuel Ugarte celebre conferencias sobre la unión latinoamericana. Añade que Ugarte es tal vez el campeón más apasionado de la alianza latinoamericana en contra de los Estados Unidos. Se cree que la Embajada americana ha hecho uso de su influencia cerca del Gobierno mejicano para crear obstáculo al conferencista. En la noche en que llegó a México el poeta, muchos periodistas, escritores y estudiantes organizaron una manifestación, concurriendo a la estación del ferrocarril para recibirle; además, un número de políticos prominentes fue a Veracruz a darle la bienvenida.

No hay comentarios: