viernes, 23 de abril de 2010

Análisis de la dependencia ARGENTINA (4)


por José María Rosa

CAPITULO III

ROSAS (30)


Un ejemplo de lo que habría de ser la personalidad y la política económica del Restaurador, puede encontrarse ya en el joven Rosas. En 1809 se dijo que el libre comercio con los ingleses favorecería a los hacendados nativos (e invocando la representación de éstos actuó el abogado nativo de los comerciantes británicos), que podrían vender a Inglaterra, en gran escala, sus productos pecuarios. Se arruinarían las provincias del interior, preponderantemente artesanales; pero se beneficiaría Buenos Aires, casi exclusivamente ganadera. No ocurrió así, porque eso de que el precio lo fija una ley de oferta y demanda no ocurre en todos los casos. Tratándose de una economía fuerte (como era la inglesa) contra una economía débil (como la de los estancieros bonaerenses), el precio lo pone el fuerte, y el débil se aguanta. Los exportadores ingleses formaban un monopolio comprador de cueros y sebos (únicos productos exportables) y fijaban la “ley” que los hacendados debían aceptar, o dejar que sus productos se pudrieran en las barracas.
Pero hacia 1818 la acción de los productores criollos marcha coordinada. Frente al monopolio comprador han levantado un monopolio vendedor, llamado Unión de Estancieros, que pretende fijar la “ley”, negándose a malvender los cueros y sebos. Para no depender exclusivamente de los exportadores ingleses de cueros y sebo han industrializado la carne (antes un subproducto que, colmado el abasto interno, se tiraba a los caranchos), ayudándose mutuamente para construir saladeros. Como los ingleses ni compran ni quieren trasportar la carne salada, la Unión fleta buquecillos que la lleva a Estados Unidos y Brasil, principalmente. No dependen, por lo tanto, exclusivamente del monopolio comprador inglés y pueden fijar el “justo precio” de los cueros y del sebo: si los ingleses no los compran a la “ley” criolla, que los dejen no más, que éstos sacan ganancias de otra parte. Esta dura y difícil guerra económica se desenvolvió entre 1818 y 1820, valiéndose los exportadores de todos sus recursos (en 1817 el director Pueyrredón ordenó el cierre de los saladeros), pero los ganaderos criollos acabaron por triunfar. A su frente se movió Juan Manuel de Rosas, apenas de 20 años en 1818, pero ya de enérgica y magnética, personalidad.

l. El Primer Gobierno de Rosas (31)


Rosas fue al gobierno en 1829 como hombre “de orden”. No era político, y llegaba a las posiciones públicas como consecuencia de sus actividades privadas. Era el hombre serio, de trabajo y de acción, de quien se esperaba restauraría el imperio de “las leyes” tan conculcadas hasta entonces. Sabíase que el “Restaurador de las leyes” no toleraría ninguna infracción a ellas, de la misma manera que el estanciero de “Los Cerrillos” no aceptaba tergiversaciones a sus reglamentos camperos.
Pero Rosas era algo más que un hombre de orden. Era argentino por excelencia, en quien se encarnaban todas las virtudes y todas las posibilidades de la raza criolla. Al elegirlo gobernador en las difíciles circunstancias del año, presentíase al único defensor posible de la nacionalidad; Rosas era el polo opuesto de Rivadavia, hasta en lo físico: si éste fue hacedor de proyectos, aquél, en cambio, construyó realidades; mientras uno soñaba con una Argentina europeizada, el otro trataba de salvar la Argentina de siempre. Sí reforma fue palabra rivadaviana, restauración constituyó el lema rosista. Ambos términos son sobradamente expresivos: la restauración se opuso a la reforma como lo nacional a lo extranjero, como el propio Rosas, hombre de tierra, a Rivadavia, hombre de especulaciones foráneas.
La política económica de Rosas tenía que diferir fundamentalmente de la de Rivadavia. Rosas no era tan ingenuo como para creer en el desinterés de la ayuda extranjera, ni tan escéptico que no tentara desenvolver, con recursos propios, las posibilidades del propio país. Argentino de cuerpo y alma, creyó firmemente en la capacidad y competencia de su raza. ¡ Si él mismo era un ejemplo de las grandes cualidades de trabajo y de progreso que tenía el criollo! Hombre de empresa, había llenado la pampa con magníficas estancias productivas, fundado saladeros, y dispuesto de una flota de barcos que transportaban sus productos hasta el mercado consumidor. Y todo ello sin la ayuda del crédito o la dirección técnica extranjera. Al contrario, llevándose por delante la oposición de ésta.
En cuanto al programa administrativo de Rosas en 1829, consistía nada más que “en cumplir las leyes”. Nada más, ¡ pero nada menos! Cumplir las leyes no significaba ajustarse a la literatura legal rivadaviana, en mal momento importada y pésimamente traducida. “Las leyes”, en la acepción popular, no eran los textos escritos que podían anular por simple capricho de los detentadores del gobierno todo el “ser” de una nación: eran justamente las tradiciones, las costumbres, las peculiaridades que daban a la Argentina su propia fisonomía y que constituían precisamente ese ser no escrito, pero real y vivo. Y defender esa realidad autóctona contra “cuzcos ladradores y doctores” fue el programa de la Restauración.
Buenos Aires ha encontrado, ¡ por fin!, a su caudillo. El litoral y el interior hacía años que tenían los suyos: López y Quiroga. Y el formidable triunvirato se aprestaba a batir los últimos restos del unitario – la liga encabezada por el general Paz – y construir la república en base a las realidades provinciales, es decir federalmente. Esa política llevó al Pacto Federal del 4 de enero de 1831.

2. Efectos de la libertad de comercio.


Veintiséis años de liberalismo económico habían producido el efecto imaginable. En 1825, época de Rivadavia, las exportaciones (cueros, carne salada, sebo), totalizaban cinco millones de pesos fuertes, mientras las importaciones (tejidos, alcoholes, harinas), pasaban de ocho, la mitad provenientes de Gran Bretaña.
La diferencia entre los ocho millones importados con los cinco exportados se cubría en metálico. Claro está que eso producía un drenaje continuo de oro y plata (en barras solamente salieron del país en 1822 por valor de 1.850.000 pesos fuertes), pagados principalmente por el interior, que carecía de productos que exportar. Debe tenerse en cuenta, también, que el valor de las importaciones no revela su volumen real, pues las mercaderías inglesas vendíanse a bajo precio con el objeto de liquidar totalmente la competencia autóctona. “Dudamos muchísimo – dirán los hermanos Robertson – que la mercadería enviada a Sud América haya producido a sus cargadores ganancias adecuadas”.
No es la industria manufacturera la única riqueza autóctona que barre el empuje extranjero. Las harinas de Río Grande y de Norteamérica van desalojando a sus similares criollas. Parish nos dice cómo la harina yanqui se vende en Buenos Aires a 10 reales la arroba a fin de desalojar la mendocina (Mendoza era el gran centro harinero de la época), cuyo precio, debido al transporte por tierra, no podía ser inferior a 11 ó 12 reales. Lo mismo sucedía con el vino o los alcoholes cuyanos, o con el azúcar que el obispo Colombres industrializara en 1821 por vía de ensayo.
En 1816, según cuenta Alvarez (32), los viñateros de Cuyo se presentaron al Director de las Provincias Unidas solicitando la prohibición de importar caldos extranjeros porque “ni les era posible disminuir los gastos hasta la plaza de Buenos Aires, ni con tales gastos podría hacerse competencia a los productos similares a los del interior”. En la sesión del Congreso Nacional de mayo 19 de 1817 se daba cuenta de una petición semejante del Cabildo de Mendoza.
Pero todo inútilmente, pues la política de la libertad de comercio era sostenida en aquellos años con todo el fervor que merecía un dogma liberal. Las Heras, al abrir el Congreso del 24, en oficio del 16 de diciembre de ese año, colocaba el librecambio junto a los más sagrados derechos individuales: “Al lado de la seguridad individual, de la libertad de pensamiento, de la inviolabilidad de la propiedad, poned señores – decía – la libre concurrencia de la industria de todos los hombres en el territorio de las Provincias Unidas”.
Agréguese a esto el control financiero operado por el Banco Nacional, dominado por accionistas ingleses y los efectos del empréstito que daba en garantía las tierras públicas y que pendía como una espada de Damocles sobre cualquier gobierno, y se tendrá una idea aproximada del estado económico de nuestro país cuando llega Rosas al poder.

3. La Ley de Aduanas de 1835.


El 18 de noviembre de 1835, en uso de la suma del poder público, Rosas dicta por su propia autoridad, la Ley de Aduana que regiría desde el lº de enero de 1836. Rompe con ella el esquema liberal.
Un doble propósito tenía dicha ley: la defensa de las manufacturas criollas, perseguidas desde 1809, y el renacimiento de una riqueza agrícola, casi extinguida desde la misma fecha .
La ley tenía diversas escalas de aforos: la prohibición absoluta aplicábase a aquellos artículos o manufacturas, cuyos similares nacionales se encontraban en condiciones de satisfacer el consumo, sin mayor recargo de precio. Se gravaban en cambio con un 25 por ciento aquellos otros cuyos precios era necesario equilibrar con la producción nacional para permitir el desarrollo de ésta; así como los sucedáneos extranjeros (café, té, cacao, garbanzos) de productos argentinos. Con el 85 por ciento se aforaban aquellos cuyos similares criollos no alcanzaban a cubrir totalmente el mercado interno, pero que podrían lograrlo con la protección fiscal. Y con el 50 por ciento, finalmente, algunos productos (como las sillas inglesas de montar), tratados como artículos de lujo, por no llenar necesidades imprescindibles.
Esto en cuanto a las importaciones. Las exportaciones sufrían en general, la módica tasa del 4 por ciento a los solos efectos fiscales, que no se aplicaba a las manufacturas del país, a las carnes saladas embarcadas en buques nacionales, a las harinas, lanas y pieles curtidas. Pero los cueros, imprescindibles a la industria extranjera y cuyo mercado casi único era el Río de la Plata, abonaban el fuerte derecho de ocho reales por pieza, que equivalía más o menos a un 25 por ciento de su valor.
Los productos sacados para el interior eran librados, como lo había pedido Ferré en 1881, de todo gravamen.
La ley no se limitaba a favorecer los intereses argentinos. De acuerdo con la política de solidaridad hispanoamericana, que es uno de los rasgos más notables de la gestión internacional de Rosas, los productos de la Banda Oriental y Chile se favorecían directamente: las producciones pecuarias del Uruguay se encontraban libres de derechos y no se recargaban tampoco los reembarcos para “cabos adentro”; de la misma manera no eran imponibles las producciones chilenas que vinieran por tierra.
A la marina mercante nacional se la beneficiaba por dos circunstancias: la carne salada transportada en buques argentinos no pagaba derecho alguno de exportación; y la leña y carbón de Santa Fe y Corrientes, en las mismas condiciones, también se hallaban exentos de impuestos. Pero si eran traídos en buques extranjeros oblaban el 10 por ciento, no pudiendo competir por lo tanto con el carbón de piedra importado, cuyo aforo apenas alcanzaba al 5 por ciento.
La Ley de Aduana – que rigió con algunas modificaciones hasta la caída de Rosas – sirvió para muchas cosas buenas: a) quitar los recelos del interior contra Buenos Aires; b) crear una considerable riqueza industrial (por supuesto, aún en su fase artesanal, aunque en 1845 – gobernaba Rosas – se estableció la primera máquina a vapor); y c) no hacer tan vulnerable al país a un bloqueo de las potencias marítimas, si se hubiese dependido exclusivamente de la exportación e importación. La ley de Aduana fue completada el 81 de agosto de 1837 con la prohibición – provisional, pero que duró hasta 1852 – de exportar oro y plata en cualquier forma que fuere. La continua evasión de metálico, ya mermada por la ley de Aduana al restringir las importaciones, quedó completamente detenida. Los importadores de aquellos artículos no prohibidos debieron llevar en productos del país el valor de sus transacciones.
La ley del 35 significó en gran parte la recuperación económica de la Argentina. En el mensaje del lº de enero de 1887 el gobierno daba cuenta a la Legislatura que “las modificaciones hechas en la ley de Aduana a favor de la agricultura y la industría han empezado a hacer sentir su benéfica influencia... Los talleres de artesanos se han poblado de jóvenes, y debe esperarse que el bienestar de estas clases aumente con usura la introducción de los numerosos artículos de industria extranjera que no han sido prohibidos o recargados de derechos... Por otra parte, como la ley de Aduana no fue un acto de egoísmo, sino un cálculo generoso que se extiende a las demás provincias de la Confederación, también en ellas ha comenzado a reportar sus ventajas”.

4. Política Económica de Rosas.


a. Expropiación del Banco: El segundo – y tremendo – golpe contra el imperialismo dominante fue la incautación del Banco “Nacional” el 30 de mayo de 1836, “árbitro de los destinos del país y de la suerte de los particulares, (que) dio rienda suelta a todos los desórdenes que pueden cometerse con una influencia poderosa”, dice el mensaje de gobierno, dando cuenta de la medida.
Usando de la suma de poderes, Rosas hizo de la entidad extranjera una dependencia de gobierno: la Casa de Moneda, también llamada “Banco de la Provincia de Buenos Aires”, que emitiría el papel circulante, recibiría los depósitos fiscales o particulares y descontaría documentos.
b. Administración pública: “En la hacienda pública no hay suma de poderes”, diría Rosas en la sala legislativa al reorganizar, en 1835, las funciones de la Contaduría. Seguía en esto la honrosa tradición de las autoridades españolas, que todo lo podían menos gastar un ochavo sin rendir cuentas.

La política administrativa de Rosas consistió en los tres postulados que expuso en su mensaje inicial de 1835: estricta economía en los gastos, eficiencia en la administración, correcta recepción de la renta.

c. Tierra pública: Rivadavia había hipotecado la tierra pública en garantía de la deuda externa; por eso no la pudo vender y debió movilizarla entregándola en enfiteusis. No fue una medida de progreso, como dicen algunos despistados: las concesiones de enfiteusis fueron en extensiones de cien leguas o más, y nunca se cobró el arrendamiento.

Rosas dictó varias leyes sobre tierras públicas. La Ley Agraria del 10 de mayo de 1836, que restableció la propiedad de la tierra (pasándose por alto la garantía del empréstito, como si no existiera): se daba opción de compra a los enfiteutas que poseían la tierra, pero pagando sus alquileres atrasados y abonando un “justo precio” por cada legua; si no lo hicieran, se la vendería en suertes de estancia (media legua por legua y media) a quien pagase mejor precio. Como la mayor parte de los enfiteutas no quisieron comprar, Rosas les anuló sus concesiones, el 28 de mayo de 1838, y puso en venta las “suertes de estancias”, con aviso de remate en los periódicos. La respuesta de los enfiteutas fue la revolución de los estancieros del sur (que algunos llaman de “los libres del sur”) de noviembre de 1839.
En marzo de 1838 había empezado el bloqueo francés y los negocios rurales no prosperaban. No hubo, por lo tanto, mayores compras de tierras. Entonces Rosas resolvió donarla “a quien quisiese trabajarla”; por decreto del 9 de noviembre de 1839 (dos días después de la victoria sobre los “libres del sur”, en Chascomús) la repartió entre militares y civiles en fracciones que iban de seis leguas a tres cuartos. Como nadie, o muy pocos, tenían capital para poblar, la Casa de Moneda les abriría un crédito suficiente, con la garantía del juez de paz del partido.
“Rosas malbarató la tierra pública”, han dicho los antirrosistas; era un “régimen arbitrario”, agrega Vicente Fidel López, “porque sólo sus partidarios políticos podían gestionar la garantía del juez de paz”. Es cierto. Se colonizó la tierra en pequeñas fracciones, y encima se les dio plata a los pobladores, y, desde luego, el enemigo político o el indiferente no pudieron optar a ella. Pero debe comprendese que la única garantía posible era la conducta personal, porque no se podía hipotecar la tierra, que nada, o muy poco, valía. El juez de paz del partido garantizaba con su palabra que el peticionante era buen federal y en esa garantía política estaba todo. Si no cumplía por sequías o epidemias, un testimonio del juez bastaba para prorrogar la letra; si era por otros motivos, el juez debería explicarle al gobernador por qué había llamado buen federal a un tramposo. Y mejor era para éste escaparse a Montevideo.
d. Comercio exterior: En 1825, en tiempos de la “Reforma”, se importaban artículos extranjeros por valor de ocho millones de pesos fuertes aproximadamente, exportándose productos nacionales tan sólo por cinco millones de la misma moneda, lo cual dejaba un saldo de tres millones contra nuestro país. A partir de la ley de Aduana de 1836 las exportaciones van a ir subiendo vertiginosamente, mientras las importaciones lo harán en una proporción inferior. En 1851, en las vísperas de Caseros, el monto de aquéllas sobre éstas es ya favorable a la Argentina: 10.550.000 de artículos extranjeros importados para 10.688.525 de productos nacionales exportados. La balanza comercial había sido nivelada. Este aumento notable del valor de las exportaciones, se encuentra lejos de acusar su real crecimiento en volumen, pues el precio a que se pagaban en 1851 los productos pecuarios en los mercados europeos era más o menos la mitad del pagado en 1825. De allí que, en líneas generales, puede calcularse que la Argentina cuadruplicó la cantidad de sus exportaciones, mientras aumentaba solamente en un 20 %, poco más o menos, sus importaciones.
Si analizamos el rubro y la procedencia de estas importaciones, encortramos que mientras los tejidos y lozas inglesas han prosperado poco, los géneros finos, sedas y vinos franceses se han quintuplicado, así como las especialidades de quincallería y comestibles del norte de Europa. Más o menos estacionarios, o acusando lígeras disminuciones, encontramos los productos alimenticios de Brasil, Cuba, España y la manufactura ordinaria norteamericana. Como se ve, la mayor parte de las importaciones son artículos de lujo, o por lo menos de prescindible necesidad. Lo cual, si demuestra por una parte el grado de bienestar económico alcanzado por la población, por la otra revela que en lo necesario la Argentina se abastecía a si misma. Como lo había supuesto Rosas en su transcripto mensaje de 1836, “el bienestar de las clases industriales aumentaría con usura los numerosos artículos de industria extranjera que no habían sido prohibidos o recargados de derechos”.
Además de este comercio marítimo por la aduana de Buenos Aires, existía el terrestre, que se efectuaba a lomo de mula con Chile, Bolivia y hasta el Perú. Las exportaciones por Mendoza de ganado en pie, jabones, cobre, frutas secas y sebo, eran considerables. Bolivia compraba también en Salta, Tucumán y Jujuy, ganados, artículos manufacturados de talabartería, tabaco y jabón. Ambos transportes dejaban margen de ganancias a la producción argentina, sobre todo el de Bolivia, que inundó de plata potosina – los bolivianos – nuestro mercado monetario.

5. Las intervenciones extranjeras


Después de las medidas de liberación económica y financiera tomadas por Rosas entre 1835 y 1837, era cuestión de tiempo la intervención inglesa, y el Restaurador se preparó a resistirla. En lo que se equivocó fue en suponer que todos los argentinos, sin distinción de divisas partidarias estarían con su patria: no creyó – ya se desengañaría – que algunos compatriotas antepondrían las conveniencias partidarias o de clase a la nacionalidad misma.
No llegó de inmediato la esperada intromisión británica. Vinieron los franceses a sacarles las castañas del fuego a los ingleses; la Francia del rey Luis Felipe y la Inglaterra de la reina Victoria estaban unidas por la llamada entente cordiale y actuaban juntas en las empresas coloniales, repartiéndose el producido; Francia muy patriotera – muy chauvin, usando el término corriente entonces – buscaba la “gloria de la tricolor”, bastante menguada después de la caída de Napoleón; Inglaterra, más práctica, ventajas comerciales.

6. El conflicto con Francia (1838-1840)


El 30 de noviembre de 1837 el vicecónsul francés en Buenos Aires, Aimé Romper, presentaba por orden de su gobierno una insolente reclamación al gobierno argentino: que pusiera en inmediata libertad al litógrafo suizo César Hipólito Bacle, detenido en su casa particular, por haber vendido planos del Estado Mayor argentino al gobierno de Bolivia, con el que se estaba en guerra; que igual se procediera con un cantinero francés acusado de un delito común; y que no se llamase a los franceses residentes en el país al servicio de milicias, como lo disponía la ley para los extranjeros con propiedades y familia aquí. Invocaba, para esto último, que los ingleses estaban exceptuados del servicio de milicias por su tratado con Rivadavia. Después agregaría otros cargos, amenazando con “tomar las medidas consiguientes al honor de Francia”, si no se le satisfacía “con urgencia”. Roger obraba en cumplimiento de instrucciones del gobierno francés del 7 de julio, que un día antes – el 6 – había ordenado al contralmirante Leblanc “apoyase coercitivamente” las reclamaciones del vicecónsul.
El gobierno argentino no se negó a darle a los franceses “el mismo trato que a los ingleses”, pero siempre que se concluyese un tratado de obligaciones recíprocas como con aquéllos; de ninguna manera a título de imposición (8 de enero de l838). Roger pidió, entonces, audiencia a Rosas, concedida para el 7 de marzo. El gobernador “con cortesía, pero con firmeza” (informa el francés) insistió en “no aceptar imposiciones”. Como Roger, con escaso tacto, habló de que Francia “desataría la lucha de partidos, imponiéndose a los enemigos del federalismo”, Rosas lo trató a los gritos (el ministro inglés Mandeville, en antesalas, oyó los gritos y “malas palabras”), asegurando que “los argentinos no se unirían al extranjero”, y si la escuadra de Leblanc pretendía imponerse por la fuerza, tal vez lo conseguiría pero “debería contentarse con un montón de ruinas”. Sobrevino entonces la ruptura. Leblanc quiso dar “una última oportunidad” a Rosas para que “reflexionase sobre las consecuencias” que traería “al país que os ha escogido para gobernarlo” (24 de marzo). Rosas le contestó que “exigir sobre la boca del cañón privilegios que sólo pueden concederse por tratados, es a lo que este gobierno, tan insignificante como se quiera, nunca se someterá” (27 de marzo). En consecuencia el contraalmirante declaró el riguroso bloqueo (28 de marzo).
¿Qué buscaban en 1837 los franceses con sus pretensiones? Ningún provecho importante; apenas una victoria diplomática “que pusiese bien en alto el prestigio de Francia”, aunque fuese contra un país pequeño e indefenso como era la Confederación Argentina. Nadie creía – ni el premier francés Molé, ni su colega inglés Palmerston – que Rosas dejaría de allanarse. Francia tendría su “triunfo” para orgullo de los Chauvins burgueses de Luis Felipe, y a Inglaterra le sería fácil arremeter a un Rosas dolido y quebrado.
El bloqueo fue tremendo. No hubo recursos públicos, y no pudieron pagarse los sueldos (rebajados a la soldada de un milico). Los profesores no cobraron (los unitarios se negaron a dictar clase en esas condiciones), pero no obstante la universidad no se cerró: los maestros fueron pagados por las familias de los alumnos, y hubo que repartir los huérfanos del Asilo entre las señoras de la Sociedad de Beneficencia. No había pan (la mayor parte de la harina se traía de Río Grande), y tampoco mercaderías extranjeras. Pese a todo el pueblo aguantó estoicamente junto a su jefe, pero la “clase principal” puso el grito en el cielo. Quedó demostrada la paradoja de que los bloqueos molestan a quienes se privan de lo superfluo, pero los toleran quienes carecen de lo indispensable. Mariquita Sánchez, hasta entonces amiga de Rosas, se distanció de éste porque “no hay jabones de olor en Buenos Aires”; en cambio los humildes, sin pan y con poca yerba, se sintieron cada vez más solidarios con el Restaurador.
No se limitó Leblanc al bloqueo del litoral argentino. Quiso disponer de Montevideo como base de operaciones, y así lo pidió al presidente Oribe, que se negó cortésmente: el Uruguay era neutral en el conflicto. Entonces los franceses financiaron una revolución de Fructuoso Rivera, y Oribe fue sustituido por éste (28 de octubre); Montevideo quedó convertida en base de operaciones contra la Argentina y don Fructuoso, muy seriamente, firmó una declaración de guerra contra Rosas, que le llevó Aimé Roger (24 de febrero de 1839).
Después de vencer la resistencia de algunos patriotas (entre ellos Lavalle), se formó en Montevideo un gobierno argentino en el exilio encargado de insurreccionar todo el país. Se lo llamó Comisión Argentina y estaba integrado, entre otros, por Florencio Varela, Salvador María del Carril y Julián Segundo de Agüero.
Los franceses no harían la guerra directamente a la Argentina; se valdrían de auxiliares (el término les pertenece) que armarían generosamente. Uno de ellos – que en gran parte los burló –, fue Rivera; los otros fueron el ejército libertador de Lavalle, los “libres” del sur, la Coalición del Norte, que ensangrentaron el país entre 1839 y 1840. No es un secreto que la Comisión Argentina los financiaba con dinero que le daban los franceses. ¿Cómo se sabe esto?... Los documentos han sido publicados. (33)
Inglaterra, por su ministro en Buenos Aires, Mandeville, había tratado que Rosas se allanase a las pretensiones de Roger en marzo de 1838. Claro está que si Rosas se achicaba a los franceses, con más razón tendría que hacerlo con los ingleses. No lo hizo, y el ministro guardó una actitud aparentemente neutral, porque a una sola guiñada de la escuadra inglesa, la francesa hubiera debido abandonar el bloqueo.
Los ingleses, cuyo comercio se perjudicaba con el bloqueo, lo aceptaron con la esperanza o promesa verbal de que no se prolongaría más de un año, suficiente para que Rosas se doblegase o cayese. Los comerciantes de Buenos Aires y los productores de Inglaterra podrían sacrificar durante un año sus ganancias en beneficio de los intereses superiores del Reino Unido. Cuando pasó el año, y Rosas se mantenía incólume, empezaron las protestas en Londres y el canciller Palmerston fue conminado a definirse. Como le aseguraban que Rosas estaba por caer, dice – 28 de abril de 1839 – al ministro argentino Manuel Moreno que la actitud francesa “no está desprovista del todo de fundamento” porque era excesivo que los extranjeros sirviesen en la milicia. Rosas, por Moreno, le hizo saber “que el gobierno (argentino) prefería la desolación del país a su avasallamiento” (22 de julio), y “era preferible la dominación española antes que someterse a imposiciones de otros extranjeros” (25 de septiembre).
En 1840, la situación de Palmerston se torna angustiosa. Los intereses perjudicados por el bloqueo promueven interpelaciones en los Comunes, que el canciller sortea dificultosamente. Ya van dos años de financiaciones y guerras, y Rosas no ha caído. Para peor las cosas se complican en el Cercano Oriente, donde chocan los intereses ingleses (que apoyan a Turquía) con los franceses sostenedores de Egipto. Thiers, el más belicoso de los chauvins franceses, es ahora premier francés y se oyen gritos guerreros en las calles de París: hay que acabar con Rosas – le monstre sudamericain –, pero también imponerse a Inglaterra. Se prepara una gran escuadra con 6.000 hombres de desembarco para concluir de una buena vez “la question del Plata”: a su frente irá el almirante Baudin, el “héroe” que bombardeó el fuerte de San Juan de Ulúa en México. Ya no se trata de secundar las conveniencias inglesas: se trata del “honor francés” ultrajado por le Gauchó. Se habla libremente de notre protectorat de Montevideo, y a veces de notre colonie. Si a Inglaterra no le gusta, peor para ella: tanto en Egipto como en el Plata se pondrá “bien en alto” la tricolor. Por pronta providencia se transporta a Lavalle hasta las cercanías de Buenos Aires.
Todo no pasa de un gigantesco bluff. Cuando Palmerston se pone severo, Luis Felipe amaina lastimosamente. Mehemet Alí es abandonado en Egipto, y Lavalle en las puertas de Buenos Aires. En vez de Baudin con sus marinos de desembarco, llegará Mackau con plenipotencias diplomáticas a hacer la paz como quiera Rosas (29 de octubre de 1840). Es cierto que el honor francés ha quedado malparado y las conveniencias inglesas no han sido satisfechas quedándose Rosas en el gobierno con su Ley de Aduana, su Casa de Moneda y sobre todo su prestigio de triunfo. Pero todo se evolucionará cuando arregladas las diferencias de ingleses y franceses, puedan volver juntos a enfrentarse con el difícil Restaurador.

7. La intervención anglo-francesa (1845-1850)


El convenio Mackau fue un gran triunfo argentino: Francia reconoció la soberanía de la Confederación y se avino a tratar de igual a igual con sus autoridades. Por esto, y nada más que por esto, se había luchado más de dos años. Desde la primera nota con Roger en 1837, Rosas aceptó que daría a los franceses lo que en justicia pudiera corresponderles (trato igual con los ingleses, pago de sus créditos contra el gobierno), pero cuando llegase un diplomático con poderes en forma para concluir un tratado de obligaciones recíprocas. Lo que no aceptaba – “aunque nos hundiéramos entre los escombros” – era la prepotencia de Roger, la escuadra de Leblanc y las letras de cambio de Baradére. Luchaba por la soberanía, y ganó la guerra cuando vino Mackau con poderes formales para firmar un tratado.
Alejados los franceses, quedaban los “auxiliares”. Rosas aceptó una amnistía para civiles y tropas, que entendió sólo se extendería a los generales y comandantes de cuerpo que hubiesen guerreado contra su propia patria cuando por “sus hechos ulteriores se hagan dignos de clemencia y consideración del gobierno”. Mackau quiso salvar a Lavalle y le ofreció dinero en efectivo y un grado en el ejército francés: Lavalle rechazó indignado la oferta, y tal vez entonces comprendió dónde estaba la patria y sus deberes de patriota trastrocados por los doctores (Varela, Carril) que lo sacaron de su retiro. Porque la patria no premia a sus servidores con dinero francés y grados de los ejércitos extranjeros.
Lamadrid tampoco pudo hacer pie en Mendoza, y debió interponer la cordillera, refugiándose en Chile; Paz, que por un momento y debido a sus buenas condiciones de táctico, consiguió imponerse a Echagüe en Caaguazú el 29 de noviembre de 1841, vio su tropa desmoralizada y desbandada y debió escapar a Montevideo.
No obstante, Rivera y Ferré, unidos al santafesino Juan Pablo López disgustado con Rosas porque no le dio el mando del ejército, y a los revolucionarios farrapos de Río Grande, quisieron mantener la resistencia. ¿Por qué? Porque nadie creía – y Rosas menos – que el tratado Mackau terminaba en forma definitiva la intervención extranjera. Francia había debido retirarse, pero quedaba Inglaterra. Que con Francia, o sin Francia, haría lo posible para que el sistema americano no cristalizara en la soberanía de las pequeñas hijuelas de la herencia española.
Los buenos resultados obtenidos por Inglaterra y Francia en su guerra contra China (guerra del opio), fortaleció la alianza anglo-francesa en el Plata. Palmerston había actuado en América, como en China, con demasiadas contemplaciones, y la mejor política ultramarina sería llevarse todo por delante. Así les pareció a Peel y Aberdeen. Y desde luego, al francés Guizot.
Derrotado Rivera por Oribe en Arroyo Grande (Entre Ríos) el 6 de diciembre de 1842, el ejército aliado oriental-argentino de éste se dispuso a cruzar el Uruguay y arrojar a Rivera y los suyos de Montevideo (que habían sido puestos allí por los interventores franceses en octubre de 1830). Y aquí viene la coercitive mediation anglo-francesa “para hacer cesar la guerra”, dispuesta por Aberdeen y Guizot invocando las indispensables razones de humanidad. El representante inglés en Buenos Aires había recibido – desde antes de Arroyo Grande – la orden de presentar juntamente con su colega francés De Lurde, un pedido de que “cesara la guerra en justa consideración por los intereses comerciales”; si Rosas “persistiera”, se le haría saber que “el gobierno de S. M. (británica) y de S. M. el rey de los franceses podrían recurrir al empleo de otras medidas” (12 de marzo de 1842). Mandeville recibió la nota, y conociendo a Rosas trató de almibararla rebajando la mediación coercitiva a simple pedido de buenos oficios (30 de agosto). Que Rosas, por pluma de Arana, desechó “hasta concluirse la guerra a satisfacción de argentinos y orientales” (18 de octubre). Y ese año 1842 hizo festejar – por primera vez desde 1810 – la Reconquista el 12 de agosto de 1806, oyéndose en Buenos Aires algunos gritos – que alarman a Mandeville y éste transmite a Aberdeen – de ¡mueran los ingleses!
La cautela de Mandeville no gustó a Aberdeen, que le ordenó (5 de octubre: es decir sin saber aún la respuesta argentina) “aconsejase a Rosas un allanamiento inmediato, porque era intención de ambos gobiernos (Inglaterra y Francia) adoptar las medidas que consideren necesarias”. La instrucción le llegó a Mandeville ya producida la batalla de Arroyo Grande y disponiéndose Oribe a cruzar el Uruguay con el ejército aliado. Con el representante francés De Lurde intimó a Rosas que el ejército no atravesase el río bajo la “prevención de las medidas consiguientes” (16 de diciembre). Rosas dio la callada por respuesta a los diplomáticos “porque en las cosas argentinas y orientales sólo intervienen los orientales y argentinos”, y reiteró la orden de cruzar el Uruguay. Oribe así lo hizo y el 16 de febrero de 1848 empezaba el sitio de Montevideo, defendida por los cañones y marineros del almirante inglés Purvis.
El gran talento político de Rosas se revela en esta segunda guerra contra el imperialismo europeo: su labor de estadista y diplomático fue llamada genial por sus enemigos extranjeros, aunque por razones obvias no ha encontrado en su patria el reconocimiento que merece.
Analicemos la táctica de Rosas, empezando por comprender que el gobernante de 1842 no es el mismo de 1829, ni siquiera de 1838, cuando la intervención francesa. Ahora ha comprendido al imperialismo y sabe los medios de que se vale; también que no puede contar con todos los argentinos, y una buena parte de ellos – precisamente los de mayor gravitación social y económica – estarán con el invasor y con sus libras esterlinas y francos formarán ejércitos libertadores, libres del sur, del norte, etc. , invocando la "humanidad”, la “constitución” o lo que se quiera. ¿Cómo vencer a los interventores y sus auxiliares en una situación tan desventajosa? ¿ Cómo imponerse un país chico y desunido contra otro grande (en este caso dos grandes) con fortísimos auxiliares internos... ? Es posible, pero a condición de cumplirse ciertas reglas: 1) Presentar un frente interno unido, sin resquicios para las libras y francos del enemigo; y 2) trabajar con habilidad las contradicciones internas de éste.
Lo primero lo logró con un buen sistema policial, único medio posible en un país tan dividido. Conseguida la unión interna, Rosas trabajó las contradicciones del adversario. Empezó por formar el mejor cuerpo diplomático jamás tenido por la Argentina: Sarratea en París, Manuel Moreno en Londres, Guido en Río de Janeiro, Alvear en Nueva York. Más que enviados ante los gobiernos, cumplieron la misión de atraerse las grandes fuerzas económicas y obrar sobre la opinión pública por medio de la prensa. Una bien montada oficina de propaganda, cuyo eje era el Archivo Americano redactado por Pedro de Angelis con correcciones del mismo Rosas, distribuía por el mundo entero lo que interesaba se publicase, y un bien provisto fondo de reptiles subvencionaba los periódicos extranjeros. Como la guerra que nos hacían los gobiernos inglés y francés no era una guerra nacional movida por el odio, la rivalidad o la defensa, sino una guerra imperialista – “comercial” la llama Rosas – y ni ingleses ni franceses nos odiaban, bastaría mostrarle al público las cosas como eran para que éste, que siempre está con el débil contra los fuertes, apoyase a Rosas. Así sucedió.
Sobre todo estaban los intereses económicos. El bloqueo de Buenos Aires perjudicaba a muchos extranjeros: los exportadores e importadores de aquellos productos permitidos por la ley de aduana; los propietarios ingleses y franceses de tierras argentinas; en Francia los manufactureros de tejidos finos, vinos caros, sederías, Que no tenían símiles en la fabricación criolla; los banqueros que les daban crédito, etc. Todos esos intereses, hábilmente coordinados por Sarratea y Manuel Moreno, jugaron a favor del triunfo argentino.
Una gran arma a favor del país fue la constituida por los tenedores de títulos del empréstito inglés contratado en tiempos de Rivadavia, cuyos servicios no se pagaban. Hasta que Rosas, con criterio político, reanudó el pago de una parte (5.000 fuertes mensuales) en mayo de 1844 “mientras pudiere hacerlo” (es decir: mientras no le bloquearan el puerto). El gesto de Rosas fue saludado con entusiasmo por los bonoleros (así llamaba Rosas a los bondholders, “tenedores de bonos”), que creyeron ver en su actitud un ejemplo para los gobiernos morosos. Y apreciarse un papel que no valía nada. Cuando llegó la intervención y se bloqueó Buenos Aires en septiembre del año siguiente, Rosas dejó de pagar a los bonoleros, que reaccionaron contra el gobierno conservador de Peel y Aberdeen. Como tocar a un ahorrista es tocar a todos los ahorristas – igual que dañar a un obrero es dañar a todos – la Bolsa entera de Londres se puso contra el bloqueo arrastrando al diario Times, no obstante su militancia conservadora, porque ante todo quería seguir siendo el órgano de los ahorristas.
Ese desbarajuste interno fue aprovechado en Inglaterra por los liberales, esperanzados en recobrar el gobierno. Para remachar el clavo, Rosas atinó a usar el empréstito, que había sido concertado como arma de dominación, empleándolo como arma de liberación. Hizo suponer a los bonoleros que se les podía pagar totalmente si Inglaterra indemnizaba la agresión cometida contra las Malvinas: hubo gestiones del Committee of Bondholders ante Aberdeen, naturalmente rechazadas. Los bonoleros, la Bolsa, el Times se movieron con más encono que nunca contra el gabinete, el que acabó por perder las elecciones, reemplazado por los liberales que hicieron la paz con Rosas.
Algo semejante – con características propias – pasaría en Francia. No fue poca la intromisión de Sarratea en el estado de cosas que produjo en febrero de 1848 la caída de Luis Felipe; siendo el ministro argentino el primero en reconocer la Segunda República. (34)
Además de todas esas medidas diplomáticas, Rosas tomó las prevenciones militares correspondientes. Aunque resistir una agresión de la escuadra anglo-francesa formada por acorazados de vapor, cañones Peyssar, obuses Paixhans, etc. , parecía una locura, Rosas lo hizo. No pretendía con su fuerza diminuta – cañoncitos de bronce, fusiles anticuados, buques de madera – imponerse a la fuerza grande, sino presentar una cumplida resistencia, que “no se la llevasen de arriba los gringos”. Artilló la Vuelta de Obligado, y allí dio a los anglo-franceses una hermosa lección de coraje criollo el 20 de noviembre de 1845. No ganó, ni pretendió ganar, ni le era posible. Simplemente enseñó – como diría San Martín – que “los argentinos no somos empanadas que sólo se comen con abrir la boca”, al comentar precisamente la acción de Obligado.
Cuando los interventores comprendieron que la intervención era un fracaso, que fuera de las ocho cuadras fortificadas – y subvencionadas – de su base militar en Montevideo, no podían tener nada más; cuando los vientos sembrados por los diplomáticos de Rosas en París y Londres maduraron en tempestades; cuando el mundo entero supo que los países pequeños y subdesarrollados pueden ser invencibles si una voluntad firme e inteligente los guía, ingleses y franceses se apresuraron a pedir la paz.
En 1847 vinieron Howden y Waleski para envolver a ese “gaucho” en una urdimbre diplomática. Se fueron corridos, porque Rosas resultó mejor diplomático que ellos. En 1848 llegaron Gore y Gross; ocurrió lo mismo. Hasta que en 1849 Southern por Inglaterra, y en 1850 Lepredour por Francia, aceptaron las condiciones de Rosas para terminar el conflicto. Incluso la cláusula tremenda de humillar los cañones de Trafalgar y Navarino ante la bandera azul y blanca – que de esta manera se presentó al mundo asombrado –, reconociendo haber perdido la guerra.
“Debemos aceptar la paz que quiere Rosas, porque seguir la guerra nos resulta un mal negocio”, dijo Palmerston en el Parlamento al pedir la aprobación del tratado Southern. Y el Reino Unido no se estremeció por ello. Algo distinto pasaría en la patriotera Francia, pero finalmente Napoleón III debió resignarse a la derrota.
Así Rosas dio al mundo la lección de cómo los pequeños pueden vencer a los grandes, siempre que consigan eliminar los elementos internos extranjerizantes y atinen a manejar con habilidad y coraje sus posibilidades.

8. Caseros.


En 1850 Rosas parece más fuerte que nunca. En el orden externo ha rechazado la ingerencia imperialista de las naciones europeas. Manuel Oribe en la Banda Oriental, recupera Montevideo y estrecha los lazos entre ambas márgenes del Plata. En Bolivia, Manuel Isidoro Belzú se había impuesto al aristocratismo de Ballivián y formalizaba con Rosas una firme alianza. Hasta Chile y Perú llegaba la sombra del Restaurador.
El “sistema americano” del Restaurador argentino, uniendo a los pequeños estados del Nuevo Mundo contra la prepotencia de las “naciones comerciales” y sus auxiliares nativos, estaba próximo a dar sus frutos. En el orden interno la paz había sucedido al estruendo de la expedición libertadora de Lavalle diez años atrás, y pasada la reacción de abril de 1842 – y sobre todo, levantado el bloqueo por los ingleses en 1847 – la Confederación crecía en calma y trabajo por las sabias medidas de la ley de Aduana. “Buenos Aires está en un pie de prosperidad admirable; en un auge y preponderancia que sorprende”, confesaba en marzo de 1849 el ministro de la Defensa de Montevideo, Herrera y Obes. La mayor parte de los emigradoa políticos habían vuelto, acogidos por la amnistía. Pero quedaba frente a Rosas el más enconado y hábil de los enemigos: el Brasil. No todo Brasil, desde luego, sino la aristocracia esclavista que gobernaba con Pedro II, recelosa del eco argentino en los círculos republicanos y senzalas de esclavos. “O Rosas, o el Brasil”, había sido la voz de orden de las elecciones de 1848 que dieron el poder a los conservadores. Si el “sistema americano” llegaba a unir a Sudamérica en una confederación de estados populares sin clases dominantes ni ataduras imperialistas ¿qué ocurriría con la aristocracia brasileña, sus recuas de esclavos y su café barato? Si la política de Rosas unía a la Argentina, República Oriental y Bolivia en un nuevo Virreinato del Plata, ¿qué quedaría de la expansión brasileña? Brasil había querido unirse en 1844 a los interventores anglo-franceses, pero no pudo hacerlo. Todos sabían que a Rosas “quien se la hace, se la paga” (expresión suya), y que el gobernante argentino subvencionaba periódicos republicanos, antiesclavistas o localistas, y agentes suyos alentaban a los riograndenses del sur y pernambucanos del norte a revoluciones “emancipadoras”. Al fin y al cabo pagaba a los brasileños en la misma moneda usada por ellos al proteger la segregación del Uruguay y Paraguay. En 1850 no era un misterio para nadie – y menos para los sagaces políticos del Imperio – que apenas la Asamblea francesa aprobase el tratado Lepredour (concluyendo por lo tanto el subsidio que mantenía a Montevideo, y Oribe pudiese entrar en su capital), Rosas y sus aliados se lanzarían a una guerra definitoria – y definitiva – contra el imperio vecino. Una guerra ganada de antemano. Dos fuertes ejércitos estaban preparados desde 1850 para alentar la insurrección republicana, segregacionista y antiesclavista que bullía en Brasil: el de Operaciones con 8 a 10 mil hombres, al mando de Urquiza en Entre Ríos, y el Aliado de Vanguardia que, con otros tantos, sitiaba Montevideo, comandado por Oribe. Era tropa veterana con jefes de capacidad probada y excelente armamento, porque terminado el bloqueo en 1847 el dinero entró a raudales en las arcas públicas, y la Ley de Aduana creó una considerable riqueza interna.
En 1850 era evidente para todos que Brasil con su ejército de 8 a 10 mil enganchados bisoños, 4 mil reclutados alemanes sin moral ni escrúpulos, no resistiría la invasión de Rosas que dictaría la paz en Río de Janeiro después de liberar a los esclavos y apoyar gobernantes “americanistas” amigos.
Firmado el 81 de agosto el tratado Lepredour que le aseguraba la paz con Francia, Rosas ordenó a Guido – ministro en Brasil – romper relaciones, preliminar de la guerra; sobraban los motivos, porque la conducta del gobierno brasileño no había sido precisamente amistosa durante la intervención anglo-francesa. Así lo hizo Guido el 30 de septiembre. “El pobre Brasil – confiesa el canciller Brasileño Paulino Soares de Souza ese día – teniendo tantos elementos de disolución, tal vez no pudiese resistir una guerra en el Río de la Plata” (nota al ministro Amaral, en París, de 30-11-1850). Sólo le quedaba un recurso: trabajar los elementos de disolución argentinos, antes que Rosas acabare de valerse de los brasileños.
Justo José de Urquiza, gobernador de Entre Ríos desde 1841, y comandante en jefe del Ejército de Operaciones de la Confederación, era el mejor hombre de armas de Rosas: sus victorias en India Muerta, Laguna Limpia y Vences, y la eficaz salvación del ejército federal después de la derrota de Echagüe en Caaguazú, lo acreditaban sobradamente. Desgraciadamente – dejo la palabra al gran historiador brasileño Pandiá Calógeras – “no obstante ser inmensamente rico tenía por el dinero un amor inmoderado... Brasil resolvió servirse de él” (Formacao Histórica do Brasil, pp. 277 y 282).
La primera tentativa brasileña de captación del jefe de Operaciones ocurrió en abril de 1850, antes de la ruptura de relaciones, y fue un fracaso. El ministro brasileño en Montevideo, Rodrigo de Silva Pontes, hizo preguntar a un agente comercial de Urquiza, Antonio Cuyas y Sampere, “si en el caso de una guerra entre Brasil y la Argentina, el Ejército de Operaciones podría permanecer neutral” (9 de abril). La indignada respuesta de Urquiza fue publicada en su periódico El Federal Entrerriano: “¿Cómo cree, pues, el Brasil, como lo ha imaginado por un momento, que permanecería frío e impasible espectador de la contienda en que se juega nada menos que la suerte de nuestra nacionalidad o de sus más sagradas prerrogativas, sin traicionar a mi Patria, sin romper los indisolubles compromisos que a ella me unen, y sin borrar con esa ignominiosa mancha todos mis antecedentes?” (20 de abril de 1850).
El canciller Paulino, tenaz y astuto, no perdió por eso su optimismo; “Deixemos-lo (a Urquiza) é esperemos”, alentó al atribulado Silva Pontes.
Rotas las relaciones con Brasil, la guerra debería demorarse seis meses conforme al Convenio de Paz de 1828. Durante ese lapso la actitud del Comandante en Jefe del Ejército de Operaciones argentino, no pareció clara. Sus periódicos, en vez de entusiasmarse con la próxima contienda y la gloria del triunfo, desconcertadamente hablaron de constitución. Eso era sospechoso, porque como Rosas no quería una constitución escrita en el orden nacional, cada vez que se enzarzaba en una guerra internacional no faltaba algún general argentino que se aliaba patrióticamente al extranjero para darles una constitución escrita a los argentinos. Así lo hizo Lavalle en 1839, Paz en 1845, y parecía que quería hacerlo Urquiza en 1851.
No era un afán constitucionalista lo que movía a Urquiza; eran propósitos de otro orden. Su posición como gobernador de una provincia limítrofe, y sobre todo como general de! ejército de Operaciones, le daba una situación decisiva en la guerra inminente. Los brasileños habían querido adquirirlo, y se negó; ¿no podría recompensárselo por eso permitiéndole introducir mercaderías a Buenos Aires contra la ley? Lo había pedido a Rosas, y éste – muy estricto en tales cosas – se lo negó (julio de 1849).
Desde poco después de escribirse en La Regeneración sobre constitucionalismo, Urquiza había entrado en inteligencias con el enemigo. El 24 de enero su agente privado, Cuyas y Sampere, que acaba de llegar de Entre Ríos, entrevista “a altas horas” (dice éste) al ministro brasileño en Montevideo, Silva Pontes. Viene a proponer – “como cosa suya, y en el más sepulcral secreto” – un plan para “neutralizar” al ejército de Operaciones. El brasileño un tanto asombrado (“O general dos exercitos de Confederacao Argentina....¿ com pretencoes que podería ter un Governante independiente e reeonhecido como tal!” dice en el informe a su gobierno del 25), a quien no se le oculta que el agente habla en nombre de Uzquiza, lo retrasmite al Canciller Paulino con toda urgencia. Este le manda el 11 de marzo las instrucciones “para entenderse con Urquiza”, aceptándole las condiciones que quiera, pero siempre “que se declare y rompa con Rosas de una manera clara, positiva y pública... Es necesario mucha brevedad y decisión en todo eso”. Urquiza acepta pronunciarse contra Rosas con su ejército cuando “se le aseguren los elementos”, mientras tanto – y “no le custodiasen los ríos” con la escuadra brasileña – “no daría la cara de frente” (correspondencia de Cuyas y Sampere, obrante en el Archivo Urquiza). En los primeros días de mayo la escuadra brasileña ocupa el río de la Plata, y él o Urquiza – como gobernador de Entre Ríos y no como jefe del ejército de Operaciones – da estado público a un documento redactado el l asumiendo “las facultades inherentes a su territorial soberanía... , quedando en aptitud de entenderse con todos los países del mundo. ” El 29 de mayo Cuyas, como Encargado de Negocios del Estado de Entre Ríos, firma la alianza con Brasil, que venía elaborándose desde el 16 de abril.
Lo triste no es tanto la conducta de Urquiza (al canjear este tratado, dice el canciller Paulino: “En él confiesa Urquiza que su pronunciamiento fue, por imposición nuestra, y sólo se pronunció cuando tuvo segura nuestra protección”), ni la “independencia”, aunque momentánea, de Entre Ríos, que era y sería irrevocablemente argentina. Es que el Ejército de Operaciones dejaba de ser argentino, y ahora como fuerza militar de un Estado ficticio se pasaba al enemigo con su general a la cabeza.
La ocupación de los ríos argentinos por la escuadra brasileña motivó la formal declaración de guerra al Brasil el 18 de agosto de 1851 (la Historia Argentina “oficial” está tan tergiversada, que oculta nada menos que guerras internacionales). Urquiza invadió el Uruguay por el oeste, mientras el ejército brasileño le hacía por el norte. Oribe, imposibilitado de presentar resistencia, debió capitular (8 de octubre). Cuatro días más tarde (12 de octubre) Brasil se hacía dar el premio de la victoria: dominación política, militar, financiera y económica sobre el Uruguay, y se quedaba con gran parte de su territorio. También se incorporaba las Misiones Orientales, argentinas de derecho.
Urquiza, después de Caseros, lo ratificaría en nombre de la Argentina (35).
Los dos ejércitos de Rosas habían desaparecido: uno por traición (no encuentro palabra más suave), otro por capitulación. No obstante no quiso “que los brasileros se la llevasen de arriba” y preparó como pudo un tercer ejército con reclutas, donde lo único efectivo era la artillería y su regimiento Escolta. Que puso al mando de dos jefes unitarios, pero que antes que unitarios eran patriotas: los coroneles Martiniano Chilavert y Pedro José Díaz.

Notas:


(30) Para toda la época de Rosas se sigue en general la obra del autor, Rosas, nuestro contemporáneo.

(31) Tomado de Defensa y Pérdida de nuestra Independencia Económica.
(32) Alvarez, J. Estudio sobre las guerras civiles argentinas, p. 115.

(33) Ver Rosas, Nuestro Contemporáneo, p. 80.

(34) “Lo que hay de cierto – afirmó el diputado socialista francés Laurent de l’Ardéche el 8 de enero de 1850 – es que el poder de Rosas se apoya efectivamente en el elemento democrático, que Rosas mejora la condición social de las clases inferiores, y que hace marchar a las masas populares hacia la civilización dando al progreso las formas que permiten las necesidades locales... La guerra de los gauchos del Plata contra los unitarios de Montevideo representa en el fondo la lucha del trabajo indígena contra el capital y el monopolio extranjeros, y encierra para los federales una doble cuestión: de nacionalidad y de socialismo”. Publicado en “La Gaceta Mereantil” del 20-IV-50, tomada de “La Republique”, de París del 9-1-50.

(35) Urquiza fue subvencionado con 100.000 patacones mensuales (cerca de dos millones de francos oro) para llevar la guerra a su patria. No es un documento secreto: es la cláusula 6ª del tratado del 21 de noviembre de 1851, que puede encontrarse en cualquier recopilación oficial.

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