jueves, 14 de enero de 2010

EL DESTINO DE UN CONTINENTE (2)


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por Manuel Ugarte
CAPÍTULO PRIMERO
EL LOBO Y LOS CORDEROS
MI PRIMER VIAJE A NUEVA YORK. - INDICIOS DEL PROBLEMA. - LOS ERRORES DE UNA RAZA. - EL SENTIMIENTO DE PATRIA. - ALGUNOS RASGOS DEL CARÁCTER NORTEAMERICANO. - EXTRAÑO PODER DE CAPTACIÓN. - MÉXICO, BAJO PORFIRIO DÍAZ. – UNA CAMPAÑA DESDE EUROPA. -LA GIRA POR AMÉRICA.
Para encontrar el origen de mi convicción en lo que se refiere al peligro que el imperialismo norteamericano representa con respecto a los pueblos de había española y portuguesa en el Nuevo Mundo, tendría que remontarme hasta el año 1900, cuando, apenas cumplidos los veinte años, hice el primer viaje a Nueva York.
En el fondo de mi memoria veo el barco holandés que ancló en el enorme puerto erizado de mástiles, ennegrecido por el humo. Las sirenas de los barcos aullaban en jauría alrededor de una gigantesca Libertad, señalando el mar con su brazo simbólico. Los rascacielos, desproporcionadamente erguidos sobre otros edificios de dimensiones ordinarias, las aceras atestadas de transeúntes apresurados, los ferrocarriles que huían en la altura a lo largo de las avenidas, las vidrieras de los almacenes donde naufragaban en océanos de luz los más diversos objetos, cuanto salta a los ojos del recién llegado en una primera visión apresurada y nerviosa, me hizo entrar al hotel con la alegría y el pánico de que me hallaba en el pueblo más exuberante de vida, más extraordinario de vigor que había visto nunca.
Yo llegaba directamente de Francia, después de dos años pasados en París, y el viaje, que no obedecía a ninguna finalidad concreta, a ninguna idea preconcebida, era exclusivamente de turista curioso, de poeta errante que busca tierras nuevas y paisajes desconocidos. Después de publicar en París varios libros, sentí la curiosidad de conocer la vida y las costumbres del portentoso país que empezaba a asombrar al mundo, y algunos artículos publicados en pequeñas revistas reflejaron, en su tiempo, mis primeras admiraciones.
Como viajero, llevaba dos puntos de arranque o de comparación: Buenos Aires, donde he nacido, y París, donde acababa de iniciar la carrera como escritor. Añadiré que mi cultura era exclusivamente literaria, ajena a toda sociología y a toda política internacional. Ignoraba el imperialismo, no me había detenido nunca a pensar cuáles pudieron ser las causas y las consecuencias de la guerra de los Estados Unidos con España, y estaba lejos de adivinar el drama silencioso y grave que se desarrolla en el Nuevo Mundo, partido en dos por el origen y por el idioma. De suerte que no cabe imaginar antipatía, prejuicio u hostilidad previa. El pueblo norteamericano no era para mí, entonces, más que un gran maestro de vida superior, y celebré sin reservas el inaudito esfuerzo desarrollado en poco más de un siglo. Las comprobaciones penosas para nuestro patriotismo hispanoamericano, las inducciones inquietantes para el porvenir, las pruebas de las intenciones que abriga el imperialismo en lo que respecta al resto del Continente, empezaron a nacer a mis ojos en el mismo territorio de los Estados Unidos.
Yo imaginaba ingenuamente que la ambición de esta gran nación se limitaba a levantar dentro de sus fronteras la más alta torre de poderío, deseo legítimo y encomiable de todos los pueblos, y nunca había pasado por mi mente la idea de que ese esplendor nacional pudiera resultar peligroso para mi patria o para las naciones que, por la sangre y el origen, son hermanas de mi patria, dentro de la política del Continente. Al confesar esto, confieso que no me había detenido nunca a meditar sobre la marcha de los imperialismos en la historia. Pero leyendo un libro sobre la política del país, encontré un día citada la frase del senador Preston, en 1838: "La bandera estrellada flotará sobre toda la América Latina, hasta la tierra del Fuego, único límite que reconoce la ambición de nuestra raza."
La sorpresa fue tan grande, que vacilé. Aquello no era posible. Si un hombre de responsabilidad hubiera tenido la fantasía de pronunciar realmente esas palabras —me dije—, nuestros países del Sur se habrían levantado en seguida, en una protesta unánime. Cuando tras el primer movimiento de incredulidad, recurrí a las fuentes, pude comprobar a la vez dos hechos amargos: que la afirmación era exacta y que los políticos de la América Latina la habían dejado pasar en silencio, deslumbrados por sus míseras reyertas interiores, por sus pueriles pleitos de frontera, por su pequeña vida, en fin, generadora de la decadencia y del eclipse de nuestra situación en el Nuevo Mundo.
A partir de ese momento, dejando de lado las preocupaciones líricas, leí con especial interés cuanto se refería al asunto. ¿Era acaso posible dormitar en la blanda literatura, cuando se ponía en tela de juicio el porvenir y la existencia misma de nuestro conjunto? Así aprendí que el territorio que ocupaban los Estados Unidos antes de la Independencia, estaba limitado al Oeste por una línea que iba desde Quebec hasta el Mississipi y que las antiguas colonias inglesas fueron trece, con una población de cuatro millones de hombres, en un área de un millón de kilómetros cuadrados. Luego me enteré de la significación del segundo Congreso de Filadelfia en 1775; de la campaña contra los indios; de la adquisición de la Luisiana, comprada a Francia en 1803; de la ocupación de la Florida, cedida por España en 1819, y de la vertiginosa marcha de la frontera Oeste hacia el Pacífico, anexando tierras y ciudades, que llevan nombres españoles.
Estas nociones elementales, que —dada la instrucción incompleta y sin plan, que es la característica de las escuelas sudamericanas— no había encontrado nunca a mi alcance, durante mis estudios de bachiller, aumentaron la curiosidad y la inquietud. En un diario leí un artículo en que se amenazaba a México, recordando conminatoriamente cuatro fechas, cuya significación busqué en seguida. En un texto de historia descubrí que, en 1826, Henry Clay, secretario de Estado americano, impidió que Bolívar llevara la revolución de la Independencia hasta Cuba. En un estudio sobre la segregación del virreinato de Nueva España, hallé rastros de la intervención de los Estados Unidos en el separatismo de algunas colonias, esbozando la política que después se acentuó en las Antillas. Más tarde, conocí las exigencias del general Wilkinson, defensor interesado de los establecimientos de Ohio, y empecé a tener la revelación, sin comprender aún todo su alcance, de la política sutil que indujo a dificultar la acción de España, explotando el conflicto entre Fernando VII y Bonaparte.
Todavía no se había publicado el formidable libro del escritor y diplomático mejicano don Isidro Fabela, y no existía una historia general del imperialismo en el Continente.
Incompletas, sin conexión, al azar de lecturas sumarias que dirigió la casualidad en la desorientación de la primera juventud, fueron llegando así hasta el espíritu las primeras verdades basadas en hechos incontrovertibles que conocían todos los hombres ilustrados en el mundo, y que, sólo los hispanoamericanos, a quienes especialmente se referían, parecíamos ignorar, sumidos como estábamos, y como seguimos estando, en un letargo inexplicable.
Las interrogaciones se alinearon entonces las unas junto a las otras. ¿Cómo no surgió una protesta en toda la América de habla española, cuando los territorios mejicanos de Texas, California y Nuevo México fueron anexados a los Estados Unidos? ¿Por qué razón no hubo en el Continente una sublevación de conciencias, cuando los que fomentaron el separatismo de Cuba en nombre de la libertad, invocando altos principios de justicia y argumentando el derecho de los pueblos a disponer de su suerte, impusieron la Enmienda Platt y la concesión de estaciones navales estratégicas en las costas de la isla? ¿Se concilia acaso, con la plena autonomía de nuestros países, la existencia en Washington de una oficina de repúblicas hispanoamericanas, que tiene la organización de un Ministerio de Colonias? ¿No implica la doctrina de Monroe un protectorado?, etc. . . .
El mapa daba a las preguntas una significación especial. A un siglo de distancia, las trece colonias inglesas, que tenían una población de cuatro millones de hombres y ocupaban un área de un millón de kilómetros cuadrados, se habían transformado en una enorme nación compuesta de cuarenta y cinco Estados, que reúnen una población de cien millones de habitantes, y cubren un área de diez millones de kilómetros cuadrados, donde saltan a los ojos los nombres nuestros —Santa Fe, San Francisco, Los Ángeles—, como un reproche que viene desde el fondo de las épocas contra la incuria y el indiferentismo de una raza.
Lo que en realidad aparecía ante los ojos, superponiéndose a las líneas coloreadas de la carta geográfica, era el doloroso drama de un Continente, descubierto bajo la bandera de España, que fue la primera en flamear en los mares del Nuevo Mundo, ganado a la civilización con la inteligencia y con la sangre de los heroicos exploradores que hablaban la lengua castellana, fecundado por nuestra religión, anexado un momento a la plenitud de nuestra gloria, sin rival entonces en el mundo, y atacado después por influencias extrañas que hacían pie en él y se extendían omnipotentes, venciendo a los que primero llegaron y haciéndoles retroceder, no sólo en la posesión de la tierra, sino en la influencia moral, no sólo en el presente, sino el porvenir.
Falta de destreza en las lides diplomáticas, ausencia de previsión y de orden, indisciplina a la vez y anquilosamiento, acaso lógica fatiga después de largas cabalgatas en los siglos, faltas, en fin, de la voluntad o del carácter, habían agrietado y disuelto el inmenso imperio, aislando a la antigua metrópoli hispana en los picachos de sus recuerdos, y abandonando en pleno océano, a merced de las tempestades, a veinte repúblicas que no atinaban a encontrar rumbo, porque a los grandes patriotas de la independencia, que tendieron siempre a la confederación, habían sucedido los caudillos o los gobernantes timoratos o ambiciosos que, después de multiplicar durante una generación las subdivisiones para crear feudos o jerarquías, se debatían, prisioneros de los errores pasados, en el sálvese quien pueda de una muchedumbre sin solidaridad.
Del sueño grandioso de los grandes hombres que encabe-aron el levantamiento de las antiguas colonias, sólo quedaba un recuerdo lejano y un fracaso tangible: Bolívar en el Norte y San Martín en el Sur, habían iniciado vastas conglomeraciones que tendían a hacer de los antiguos virreinatos un conjunto coherente, una nación vigorosa que, por su extensión y su población, hubiera podido aspirar a equilibrar en este siglo el peso de los Estados Unidos. Pero las rivalidades mezquinas, los estrechos localismos, las ambiciones violentas, la baja envidia, todos los instintos subalternos habían anulado la acción de esos próceres, multiplicando los desmigajamientos artificiosos y haciendo de la América latina un imponente semillero de pequeñas repúblicas, algunas de las cuales tenían menos habitantes que un barrio de la ciudad de Nueva York.
Eran veintiséis millones de kilómetros cuadrados, escalonados desde el trópico hasta los hielos del Sur, con todos los cultivos, con las riquezas más inverosímiles, y en esa enorme extensión vivían ochenta millones de hombres, indígenas unos y herederos de las civilizaciones más grandes que conoció la América antes de la Conquista; españoles otros de origen o mezclados entre sí, pero unificados todos, con el aporte de inmigraciones cuantiosas, en una masa única que hablaba la misma lengua, tenía la misma religión, vivía bajo las mismas costumbres y se sentía ligada por los mismos intereses. Sin embargo, en vez de formar una sola nación, como lo hicieron las colonias anglosajonas que se separaron de Inglaterra, estaban divididas en veinte países diferentes, y a veces hostiles entre sí, sin que asomara la razón o la lógica de esas subdivisiones, que sólo servían para sancionar el desamparo y la debilidad colectiva.
Contemplando el mapa se advertía que no se habían respetado ni las antiguas divisiones de virreinatos, las únicas que hubieran podido justificar en cierto modo una organización fragmentaria del conjunto que reclamara y alcanzara simultáneamente la independencia. En el afán de multiplicar los cargos públicos para satisfacer la avidez de los que en muchos casos no tenían más propósito que dominar y obtener satisfacciones personales, se habían trazado al capricho las fronteras, sin buscar, las más de las veces, ni la precaria justificación de tradiciones locales, accidentes geográficos o intereses económicos especiales. Las patrias habían nacido a menudo de una sublevación militar, o de una diferencia de amor propio entre dos hombres. Y lo que pudo ser una gran fuerza altiva que interviniera eficazmente en los debates del mundo, defendiendo los intereses y las concepciones de un grupo realmente sólido, creado por la historia, estaba reducido a un doloroso clamorear de núcleos débiles que se combatían entre sí o se agotaban en revoluciones absurdas, sin fuerza material ni moral para merecer en conjunto el respeto de las grandes naciones.
Así fui aprendiendo, al par que la historia del imperialismo, nuestra propia historia hispanoamericana en la amplitud de sus consecuencias y en su filosofía final. Lo que había aprendido en la escuela, era una interpretación regional y mutilada del vasto movimiento que hace un siglo separó de España a las antiguas colonias, una crónica local donde predominaba la anécdota, sin que llegara a surgir de los nombres y de las fechas una concepción superior, un criterio analítico o una percepción clara de lo que el fenómeno significaba para América y para el mundo. Y con el conocimiento de la historia común, venía la amarga tristeza de comprender que nuestros males eran obra, más que de la avidez de los extraños, de nuestra incapacidad para la lucha, de nuestra falta de conocimiento de las leyes sociológicas, de nuestra visión estrecha y ensimismada, de nuestra dispersión y nuestro olvido de los intereses trascendentales.
Los Estados Unidos, al ensancharse, no obedecían, al fin y al cabo, más que a una necesidad de su propia salud, como los romanos de las grandes épocas, como los españoles bajo Carlos V, como los franceses en tiempo de Napoleón, como todos los pueblos rebosantes de savia; pero nosotros, al ignorar la amenaza, al no concertarnos para impedirla, dábamos prueba de una inferioridad que para los autoritarios y los deterministas casi justificaba el atentado.
Si cuando las colonias anglosajonas del Norte se separaron de Inglaterra, hubiera aspirado cada una de ellas a erigirse en nación independiente de las otras, si se hubieran desangrado en cien luchas civiles, si cada uno de esos grupos tuviera su diplomacia independiente, ¿se hallarían los Estados Unidos en la situación privilegiada en que se encuentran ahora? ¿Es posible escribir una historia del estado de Connecticut aisladamente de la historia de los Estados Unidos, ofreciendo a la juventud un ideal superior que cohesione y retenga? Si existieran severas Aduanas entre los diferentes Estados de la Confederación Norteamericana, ¿sería posible pensar en el estupendo desarrollo comercial que comprobamos hoy? Desde los orígenes de su independencia, cuando estipularon que las tropas que acompañaban a Lafayette volverían después de contribuir a determinar la independencia americana a su país de origen sin intentar reconquistar el Canadá, que Francia acababa de perder por aquel tiempo, desde que hicieron fracasar el Congreso de Panamá, aún en medio del desconcierto producido por la guerra de Secesión, los Estados Unidos han desarrollado, dentro de una política de perspicacia y de defensa propia, un pensamiento central de solidaridad, de autonomía y de grandeza. Nuestras repúblicas hispanoamericanas, en cambio, que han aceptado a veces el apoyo de naciones extrañas a su conjunto para hacer la guerra a países hermanos limítrofes, que han llegado hasta requerir esa ayuda extranjera para las luchas intestinas, que han entregado la explotación de sus tesoros a empresas de captación económica, que creen aldeanamente en la buena fe de la política internacional y se ponen a la zaga del resbaloso panamericanismo, ¿no son en realidad naciones suicidas? ¿No son dignas descendientes de nuestra admirable y romántica España, que, cegada por la espuma de sus infecundos debates internos, ignoraba que al enajenar la Florida en 1819, firmaba, a pocas décadas de distancia, la irremediable pérdida de las Antillas?
Así razonaba el que escribe mientras recorría las calles de Nueva York en el deslumbramiento y la gloria de la portentosa metrópoli. Ciertas palabras de Bolívar, que había releído en esos días, zumbaba en los oídos: "Primero el suelo nativo que nada; él ha formado con sus elementos nuestro ser; nuestra vida no es otra cosa que la herencia de nuestro pobre país; allí se encuentran los testigos de nuestro nacimiento, los creadores de nuestra educación; los sepulcros de nuestros padres yacen allí y nos reclaman seguridad y reposo; todo nos recuerda un deber; todo nos excita sentimientos tiernos y memorias delicadas; allí fue el teatro de nuestra inocencia, de nuestros primeros amores, de nuestras primeras sensaciones y de cuanto nos ha formado."
El lírico párrafo estaba al diapasón de los fervores juveniles. "Sí —añadía yo, hablando conmigo mismo, mientras descendía por Broadway en el estruendo indescriptible de la colmena enorme—, la patria antes que nada; todo el bienestar, todo el progreso, toda la riqueza, toda la civilización, no valen lo que vale el rincón modesto y tibio en que nacimos. Si los grandes ferrocarriles, las casas de treinta pisos y la vida vertiginosa, la hemos de pagar al precio de nuestras autonomías, prefiero que perdure el atraso patriarcal de nuestros lejanos villorrios." Y en la imaginación surgía, junto a monstruosa Babel de la desembocadura del Hudson, no la sombra de mi Buenos Aires natal, que ya era también por aquel tiempo una gran ciudad a la europea, sino el recuerdo de remotos caseríos semisalvajes que había tenido ocasión de visitar en América. En medio del mareante remolino del barrio de los negocios, donde hasta las piedras parecían trepidar con una actividad humana, los evocaba con especial satisfacción. Aquello podía ser absurdo, aquello podía ser incómodo, aquello podía ser la barbarie; pero aquello era mío.
A medida que crecía mi admiración por los Estados Unidos, a medida que sondaba la poderosa grandeza de ese pueblo, que indiscutiblemente eclipsaba cuantos progresos materiales había soñado yo en Europa, se afirmaban y acrecían mis temores. La bandera norteamericana ondeaba en las torres, balcones y vidrieras, aparecía en los avisos, en los libros, en los tranvías, reinaba en el escenario de los teatros, en las páginas de los periódicos y hasta en los productos farmacéuticos, en un delirio de nacionalismo triunfante, como si se abriera una nidada de aguiluchos, dispuesta a transportar a los hechos las previsiones de Mr. Stead en un libro: La americanización del mundo en el siglo XX.
¡Cuán poderosos eran los Estados Unidos! Mi España tumultuosa y populachera, con sus grandes multitudes oleosas que invaden al atardecer las calles estrechas entre el rumor de los pregones y las charlas ruidosas de los grupos; mi buen París flaneur de los bulevares alegres, cubiertos de mesas rumoreantes en las grises divagaciones de los crepúsculos; mi Italia coloreada, evocadora y, meridional, hecha de languideces y de rayos, de odios y de amores, toda la vieja latinidad, triunfadora en otras épocas, quedaba tan eclipsada, que en las interminables avenidas cortadas en todas las direcciones por locomotoras jadeantes que escupían humo sobre los vidrios y ensordecían al transeúnte con el fragor de sus ruedas, en las calles obstruidas de automóviles y transeúntes, por donde se abría paso a veces, anunciada por una campana febril, la fuga infernal de los carros de los bomberos, tuve la sensación de haber salido de la órbita de mi destino para explorar edades desconocidas, en la vaga lontananza de épocas que no hubieran llegado aún.
Al mismo tiempo que mis admiraciones, aumentaban mis desilusiones.
¡Oh, el país de la democracia, del puritanismo y de la libertad! Los Estados Unidos eran grandes, poderosos, prósperos, asombrosamente adelantados, maestros supremos de energía y de vida creadora, sana y confortable; pero se desarrollaban en una atmósfera esencialmente práctica y orgullosa, y los principios resultaban casi siempre sacrificados a los intereses o a las supersticiones sociales. Bastaba ver la situación del negro en esa república igualitaria para comprender la insinceridad de las premisas proclamadas. Expulsado de las universidades, los hoteles, los cafés, los teatros, los tranvías, sólo parecía estar en su sitio cuando en nombre de la ley de Lynch le arrastraba la multitud por las calles. Y era que si en los Estados Unidos existe una élite superior capacitada para comprender todas las cosas, la masa ruda, autoritaria, sólo tiene en vista la victoria final, como todos los grandes núcleos que han dominado en los siglos. Excepción hecha del grupo intelectual, la mentalidad del país, desde el punto de vista de las ideas generales, se resiente de la moral expeditiva, del cowboy violento y vanidoso de sus músculos que civilizó el Far-West, arrasando a la vez la maleza y las razas aborígenes en una sola manotada de dominación y de orgullo. Se sienten superiores, y dentro de la lógica final de la historia, lo son en realidad, puesto que triunfan. Poco importa que para contestar a la burla sobre nuestras revoluciones, nuestras mezclas indígenas, nuestros gustos meridionales y nuestras preocupaciones literarias, forcemos al llegar a Nueva York una sonrisa para satirizar la tendencia yanqui, a bautizar las malas acciones con nombres atrayentes, rejuveneciendo la ingenua habilidad del personaje de la novela francesa, que llamaba besugo al conejo para ayunar, sin dejar de comer carne, en Cuaresma. El hecho indestructible es que los Estados Unidos, sacrificando las doctrinas para preservar sus intereses, creen cumplir hasta con su deber, puesto que preparan la dominación mundial, para la cual se creen elegidos.
Un supremo desprecio por todo lo extranjero, especialmente por cuanto anuncia origen latino, y una infatuación vivificante, un poco parvenu, pero sólidamente basada en patentes éxitos, da al carácter norteamericano cierta tosca y brutal tendencia a sobrepasar a otras razas, cierto exclusivismo diabólico que dobla y humilla al que llega. Más de una vez tuve que hacer una réplica severa o que interrumpir un diálogo para no oír apreciaciones injuriosas sobre la América Latina. Nosotros éramos los salvajes, los fenómenos ridículos, los degenerados para la opinión popular. En los núcleos cultos se evitaba cuanto podía ser personalmente modesto, pero nadie ocultaba su desdén olímpico por las "republiquetas de aventureros" que pululaban al sur de la Confederación Norteamericana. Los grandes diarios hablaban sin ambages de la necesidad de hacer sentir una "mano fuerte" en esas "madrigueras" y acabar con las asonadas y los desórdenes que interrumpían el sagrado business del tío Sam. Los políticos prodigaban en el Senado las más inverosímiles declaraciones, como si la Casa Blanca ejerciera realmente jurisdicción hasta el cabo de Hornos y no tuviera la más vaga noticia de la autonomía de nuestras repúblicas. Y estaba tan cargado el ambiente, que en un gran mitin electoral, donde triunfaba en todo su esplendor el prestigio de la nueva democracia, oí, entre aplausos, afirmaciones que preparaban la frase histórica que tantos comentarios levantó después: "Hemos empezado a tomar posesión del Continente."
¡Hemos empezado a tomar posesión del Continente! Un político notorio pudo lanzar esa afirmación en una asamblea pública, y toda la América Latina calló. ¿Qué sopor, qué ceguera, qué perturbación mental inmovilizaba a nuestros pueblos en el carro despeñado que nos llevaba a todos al abismo? Los gobernantes hispanoamericanos, obsesionados por el pequeño círculo en el que viven, ceñidos por preocupaciones subalternas, sin visión general del Continente y del mundo, tienen de la diplomacia una concepción ingenua. No se atienen a los hechos, sino a las palabras. ¿Pero, ¿por qué no tomaban nota de aquellas palabras?
Así ha venido anemiándose durante un siglo la América latina, y así ha venido robusteciéndose la América inglesa al amparo del candor de los unos y de la suprema habilidad de los otros. Los Estados Unidos se han mostrado creadores en todos los órdenes, y han tenido la ciencia de transformar leyes y procedimientos, principios y sistemas, desde la enseñanza hasta el periodismo, desde la agricultura hasta la edificación.
Un sabio desarrollo de la iniciativa y una tendencia experimental han dado a esa nación la capacidad necesaria para subvertir y perfeccionar lo conocido, sobrepasando cuanto existió en las civilizaciones que al principio imitaron. Sería vano suponer que estos progresos no han tenido un pendant en la diplomacia. La elevación material no ha sido un hecho aislado y mecánico, sino el resultado de una mayor capacidad mental que se manifiesta en todos resortes. A los edificios de cincuenta pisos, corresponden ideas de cincuenta pisos también.
De Nueva York, por Chicago, Omaha y Salt Lake, llegué a San Francisco, donde, sea dicho al pasar, abundan los míster Pérez y míster González, que, después de haberse afeitado las barbas y el origen, hablan con singular desdén de sus ex hermanos del Sur.
La prodigiosa fuerza de atracción y de asimilación de los Estados Unidos está basada, sobre todo, en las posibilidades (u "oportunidades", como allí se les llama) de prosperidad y de acción que ese país ofrece a los individuos. La abundancia de empresas, el buen gobierno, los métodos nuevos, la multiforme flexibilidad de la vida y la prosperidad maravillosa, abren campo a todas las iniciativas. Alcanzado el éxito, éste sería motivo, suficiente para retener al recién llegado por agradecimiento y por orgullo, aunque no surgiera, dominándole todo el contagio de la soberbia que está en la atmósfera. Algunos hispanoamericanos que emigran de repúblicas pequeñas, empujados por discordias políticas, y logran labrarse una pasable situación en las urbes populosas del Norte, se desnacionalizan también, llevando la obcecación en algunos casos al extremo de encontrar explicables hasta los atentados cometidos contra su propio país. Suele ocurrir, en otro orden, que estudiantes muy jóvenes que partieron de nuestro seno para seguir una carrera en universidades de la Unión, se dejan marear por el ambiente nuevo o por las comodidades materiales que él ofrece, y vuelven a su patria desdeñosos y altivos, proclamando en inglés la necesidad de inclinarse, auxiliares inconscientes de la misma fuerza que debe devorarlos. En esta blandura está acaso el peor síntoma de nuestra descomposición y de nuestra vulnerabilidad. Podemos admirar el progreso y la grandeza que ha llevado en un siglo de vida a ese país hasta las más altas cúspides, podemos ser partidarios de que las naciones hispanoamericanas cultiven con los Estados Unidos excelentes relaciones comerciales y diplomáticas, podemos desear ver aclimatadas en hispanoamérica todas las superioridades de educación: orden, confort y prosperidad; pero ello ha de ser sin ceder un ápice de la autonomía de nuestras naciones, tratando de país a país, de potencia a potencia, sin abdicación ni sometimientos, salvaguardando distintivas, idiomas, altivez, bandera, presente y porvenir.
La América latina, próspera y en pleno progreso en algunas repúblicas, retardada en su evolución en otras, tiene todo que aprender de los Estados Unidos y necesita la ayuda económica y técnica de ese gran pueblo. Pero ¿es fuerza que para obtenerla renuncie a sus especiales posibilidades de desarrollo, a su personalidad claramente definida, a sus antecedentes imborrables, a la facultad de disponer de sí misma? En este estado de espíritu, seguí por la costa hasta Los Ángeles y San Diego. Desde la última de estas ciudades, por ferrocarril, llegué a la frontera de México, deseoso de conocer ese país, que había sufrido tantas injusticias de parte de los Estados Unidos, y que, limítrofe con ellos, en el extremo norte de la parte hispanoamericana del Continente, representa algo así como el común murallón y el rompeolas histórico que, desde hace un siglo soporta los aluviones y defiende a todo el Sur.
En la época en que se desarrollaba este primer viaje, del cual sólo hablo a manera de antecedente, se hallaba a la cabeza de la república el general don Porfirio Díaz, rodeado de un grupo de hombres particularmente inclinados a contemporizar con el peligro, haciendo la part du feu.
Se extremaban por entonces en aquella república los métodos de mansedumbre, bondad y obsequiosa deferencia que hoy siguen empleando la mayor parte de los países del Sur, sin advertir que cuanto más grandes son las concesiones, más crecen las exigencias, en un engranaje que acostumbra a un pueblo al sometimiento y engríe al otro fatalmente. Es la carretera que lleva a dos abismos: a la anulación total de la nacionalidad, determinada gradualmente por sucesivas abdicaciones, o a una última resistencia desesperada, que obliga a afrontar en peores condiciones el mismo conflicto que originariamente se deseaba evitar.
Desde la frontera surge viva y patente la oposición inconciliable entre los dos conjuntos. El anglosajón, duro, altivo, utilitario, en la infatuación de su éxito y de sus músculos, improvisa poblaciones, domina la naturaleza, impone en todas partes el sello de su actividad y su ambición, auxiliado y servido como lo fueron los romanos de las grandes épocas por razas sometidas —indios, chinos, africanos—, que recogen las migajas del festín, desempeñando tareas subalternas. Frente a él, el mejicano de pura descendencia española o mestizo, prolonga sus costumbres despreocupadas y acepta las presentes del suelo, fiel a tendencias contemplativas o soñadoras que le llevan a ser desinteresado, dadivoso y caballeresco, susceptible ante el igual, llano con el inferior, dentro de una vida un tanto patriarcal, donde el indio no está clasificado por su raza, sino como los demás hombres, por su ilustración y su cultura.
Los rastros de la tenaz, ininterrumpida infiltración, los encontramos, desde el puente sobre el río Bravo, que separa los dos territorios, en todas las manifestaciones de la actividad, empresas, hoteles, transportes, como si la sombra de los Estados Unidos se proyectara fatalmente sobre las comarcas vecinas. El ferrocarril que me condujo por Chihuahua, Zacatecas, Aguas Calientes y Guanajuato, hasta la capital, pertenecía por aquel tiempo a una empresa norteamericana, y los revisores y empleados de todo género hablaban casi exclusivamente el inglés, con grave perjuicio para los viajeros, que no podían hacerse entender en su propia tierra.
Algo de esto ha sido corregido después por la revolución mejicana de 1913, que, desde el punto de vista internacional, representa una reacción. De ellos nos ocuparemos a su tiempo en otro capítulo.
La política del general Díaz estaba hecha, como ya dijimos, de genuflexiones que empezaban en los ferrocarriles del Norte y acababan en el arrendamiento de la Bahía de la Magdalena, pasando por los resortes más importantes del país. Era la hora en que los Estados Unidos desarrollaban la "penetración pacífica", y el "partido científico" de México empleaba la táctica de las "concesiones hábiles". Hasta que llegó el momento en que, por oportunista y conciliante que fuera, el Gobierno de México no pudo hacer más concesiones. La entrevista celebrada en El Paso entre el general Díaz y el presidente Taft, dio por resultado la ruptura silenciosa. Una negativa para reforzar la jurisdicción norteamericana en la Baja California; la protección prestada al presidente de Nicaragua, don José Santos Zelaya, que escapó a las represalias en un cañonero mejicano, y un hipotético Tratado secreto con el Japón, fueron las razones propaladas oficiosamente. Acaso mediaron otras. El caso es que desde ese momento inició el viejo autócrata mejicano su tardía resistencia al imperialismo. Y por coincidencia singular desde ese día fue también posible la primera revolución, encabezada por don Francisco Madero.
Cuando llegué por primera vez a la capital de México, en 1901, era aquélla una próspera ciudad de más de medio millón de habitantes, donde se respiraba un ambiente de cultura y bienestar. Recuerdo el derroche de lujo, las fiestas frecuentes, el progreso urbano, y, como nota especial y pintoresca, el pomposo desfile del presidente por la calle de Plateros, en una gran carroza seguida por un regimiento de aquella "guardia rural", tan típica y tan airosa que llenaba las funciones de la gendarmería en Francia o de la Guardia Civil en España, cuerpo selecto que, con sus trajes de charro mejicano y sus briosos caballos enjaezados a la moda del país, daba una extraña sensación de bizarría.
Lo primero que se notaba al llegar, era la falta de libertad interior. No había más partido político que el que estaba en las alturas; no asomaba un solo diario de oposición; no se celebraba un mitin que no fuera para ensalzar al Gobierno inamovible, que enlazaba sin accidente un período con otro, en la serena continuidad de una monarquía. El poder central tenía la destreza de atraer a los unos con prebendas y de amedrentar a los otros con sanciones, estableciendo en la apariencia una unanimidad adicta. Sin embargo, se adivinaba en la sombra, como contraposición al sometimiento, la rebelión desorientada que debía dar nacimiento a la anarquía futura.
Desde el punto de vista de la prosperidad, el país se hallaba aparentemente en excelentes condiciones. Grandes trabajos públicos, empresas poderosas, ferrocarriles en construcción, edificios monumentales sorprendían al viajero que había oído hablar en los Estados Unidos con tan irrevocable desdén del país vecino. Pero horadando esa apariencia de desenvolvimiento financiero y auge nacional, se descubrían los hilos de oro que ponían en movimiento desde el extranjero todos los resortes. Económicamente, el país estaba, en realidad, en poder de los Estados Unidos.
Durante esa permanencia en México, conocí y frecuenté a la intelectualidad joven del país, que se agrupaba alrededor de una publicación sin precedente y sin continuación en la América latina. Me refiero a la Revista Moderna, que dirigía don Jesús Valenzuela, espíritu superior que murió poco tiempo después, dejando más anécdotas que obras realizadas. Allí conocí a Luis G. Urbina, que fue después secretario de la Embajada de México en España; a Ciro Ceballos, director de la Biblioteca Nacional; a Amado Nervo, que murió cuando iba a tomar posesión de su cargo de ministro en la Argentina; a Juan Sánchez Azcona, embajador en España; a Jesús Urueta; al dibujante Julio Ruelas, que murió en París; a Alfonso Cravioto, Rubén Campos y muchos otros que han ocupado u ocupan altas posiciones oficiales. Nunca hubo en nuestra América una floración conjunta de brillantes espíritus como la que en aquel momento se levantaba, en la que con orgullo llamaban todos la capital azteca.
Además de los citados, recuerdo al pintor Ramos Martínez, que obtuvo en París señalados éxitos; a José Juan Tablada, que representó más tarde a su país en Colombia; a los escultores Guerra y Nava, levantados también para la consagración europea; a Bernardo Conto, que murió muy joven, y a don Justo Sierra, que, por su fama, edad y situación política, era el padre espiritual del grupo.
A los hombres políticos que llevaban por entonces el timón del país, no tuve ocasión de conocerlos. Oí citar a un financista, un general y un diplomático como personas aptas y perspicaces; pero es casi seguro que la política interior, el mantenimiento del régimen, la conservación de las situaciones adquiridas, nuestra bambolla oficial de siempre, retenían por completo su atención. El descuido y la falta de ideales han sido la distintiva de nuestros gobiernos. Y como en aquel tiempo no existían muchas de las causas tangibles de inquietud que hoy arremolinan los espíritus, el olvido tenía que ser más hondo y el sueño más completo.
En el pueblo, sin embargo, y especialmente entre la juventud, existía un vivo resentimiento y una hostilidad marcada contra el gringo[1]. En el hotel, en el café, en el teatro, se advertía el claro antagonismo que nacía, como nacen los grandes sentimientos colectivos, sin reflexión ni lógica, del recuerdo confuso y de la instintiva adivinación. La manera despectiva y autoritaria de los turistas norteamericanos tenía su parte en el asunto, pero las grandes corrientes no nacen de incidentes individuales y callejeros. Había algo más grave que venía de año en año en la honda tradición verbal del pueblo que no lee periódicos ni forma parte de los corrillos en las ciudades, algo que era como un inextinguible rencor por la guerra abusiva y las expoliaciones de 1845 y 1846, algo que traducía la imborrable cólera de un conjunto valiente desarmado ante la injusticia, algo que parecía hacer revivir en los corazones el grito del último cadete de Chapultepec al rodar al abismo, ante la invasión triunfante, sin separarse de su bandera.
El pueblo sabía que la mitad del territorio de su patria le había sido arrebatado por el país vecino; sentía la influencia creciente que ese mismo país venía ejerciendo sobre la tierra que aún le quedaba, y adivinaba en el porvenir las nuevas agresiones que debían producirse. Una voz del pasado y una voz del porvenir murmuraban al oído del pelao perdido en la llanura y del adolescente que apenas entraba en la Universidad, que el extranjero invasor estaba siempre en las ciudades, si no en forma de soldados, en forma de empréstitos, en forma de intrigas diplomáticas, en forma de influencia a veces sobre los propios gobiernos, y la eterna presencia de aquella sombra en el suelo ensangrentado y mutilado por ella, mantenía latente la irritación y la cólera a pesar de la prédica de los periódicos y las manifestaciones oficiales. No era fruto ese estado de una propaganda agitadora. Nadie hablaba en público del asunto. Pero en el mutismo y en la inacción, aislados los hombres los unos y los otros, de una manera simultánea, isócrona, surgía el mismo pensamiento contra el intruso que, después de haberles despojado de la tierra, les suplantaban en la riqueza; contra el gringo, que abusaba de la superioridad de su poder y su malicia para explotarles en todas las ocasiones, para engañarles en todas las encrucijadas, para humillarles en todos los momentos con el refinamiento de crueldad, de parecer siempre, inocente y hacer caer la culpa y la vergüenza sobre los mismos sacrificados.
Cuanto más humilde era la situación social, más diáfano aparecía ese sentimiento, como si la incultura y la falta de intereses económicos y compromisos sociales acentuara, con la sinceridad, la libre expresión de una palpitación general; cuanto mayor era la juventud, se exteriorizaba la corriente con más ímpetu, como sí a medida que transcurría el tiempo y se alejaban las épocas de sacrificio y de dolor, se afirmara más y más en las nuevas generaciones el rencor causado por la injusticia.
No se ha comprendido aún el alcance de esa brusca anexión de un territorio de dos millones de kilómetros cuadrados, que va del golfo de México a la costa del Pacífico. Desde los apellidos de los primeros exploradores —Camillo, Alarcón, Coronado, Cabeza de Vaca— hasta los nombres de las ciudades —Los Ángeles, San Francisco, Santa Bárbara—, todo indica el franco origen hispano. Pertenecían a México desde la independencia por la Geografía, por el idioma, por la raza, y no había la sombra de un litigio que pudiera justificar reclamaciones. Sin embargo, en un momento dado, se desencadenó la invasión, los ejércitos llegaron hasta la capital, y México tuvo que firmar cuanto le exigieron. No se alzó una voz en la humanidad, para condenar el atentado. Los pueblos permanecieron impasibles. Los nobles humanitarios, que sin ser franceses han llorado la suerte de la Alsacia-Lorena, que sin ser poloneses se han conmovido ante los sufrimientos de Polonia, no tuvieron una palabra de simpatía para la víctima. El atentado se consumó en la sombra, y el olvido cayó tan pronto sobre él, que cuando lo evocamos hoy, algunos llegan hasta ponerlo en duda.
Ha sido hasta ahora el destino de nuestra raza. El derecho, la justicia, la solidaridad, la clemencia, los generosos sentimientos de que blasonan los grandes pueblos, no han existido para la América latina, donde se han llevado a cabo todos los atentados —violaciones de territorio, persecución de ciudadanos, mutilación de países, ingerencia en los asuntos internos, coacciones, despojos, desembarcos abusivos—, sin que el mundo se conmueva ni surjan voces compasivas; de tal suerte parece establecido que la integridad de nuestras patrias, la libertad de nuestros compatriotas, la posesión de nuestras riquezas, todo lo que constituye nuestra vida y nuestro patrimonio, deben estar a la merced de cuantas tropas persigan una aventura, de cuantos gobiernos quieran fomentar disturbios para deponer a los presidentes poco dóciles; de cuantas escuadras tengan el capricho de obligarnos a recibir sus visitas. Para nosotros no existe, cuando surge una dificultad con un país poderoso (y al decir país poderoso me refiero no sólo a los Estados Unidos, sino a ciertas naciones de Europa), ni arbitraje, ni derecho internacional, ni consideración humana. Todos pueden hacer lo que mejor les plazca, sin responsabilidad ante los contemporáneos ni ante la historia. Desde que las antiguas colonias españolas dispersaron su esfuerzo, los gobiernos imperialistas no vieron en el confín del mar más que una debilidad. Así se instalaron los ingleses en las islas Malvinas o en la llamada Honduras Británica; así prosperó la expedición del archiduque Maximiliano; así nació Panamá; así se consumó la expoliación de Texas, Arizona, California y Nuevo México. Estamos asimilados a ciertos pueblos del Extremo Oriente o del África Central, dentro del enorme proletariado de naciones débiles, a las cuales se presiona, se desangra, se diezma y se anula en nombre del Progreso y de la Civilización, y los atentados que se cometen contra nosotros no levantarán nunca un clamor de protesta, porque los labios del mundo están sellados por la complicidad o por el miedo.
Esta situación se echa de ver, especialmente, en el caso de México. Hábilmente preparada por una información engañosa que desacredita a ese país, y fiel a su áspero indiferentismo, que sólo se conmueve cuando ello puede ser útil para las tres o cuatro naciones-caudillos que se reparten el predominio del mundo, la opinión universal ha asistido impávida a los atropellos de que viene siendo víctima desde hace un siglo, y la única vez que Europa intentó detener el empuje imperialista, no fue para beneficiar al país dolorido, sino para imponer una nueva sangría en su propio beneficio, con la expedición austro-francesa de 1864. Para no sucumbir, México hubiera tenido que defenderse solo contra las asechanzas de los demás y contra su propia inexperiencia, sofocando la guerra civil, burlando los lazos que le tendían, manteniendo en jaque, después del desastre, a la misma fuerza que le había arrollado, sin apoyo de nadie ni de nada, ni aún de la América latina, ni aún de las repúblicas hermanas del Sur, que tanto por solidaridad racial como por analogía de situación, debían hacer suyos los conflictos, por lo menos en la órbita de las representaciones diplomáticas.
¡Pero estamos tan lejos de tener en la América latina una noción exacta de nuestros intereses y nuestros destinos! En vano sabemos que la injusticia que a todos nos lastima es un resultado de nuestra propia dispersión. Se multiplican las divergencias para batirnos en detalle, y nosotros nos seguimos dejando burlar con la misma ingenuidad de los galos ante César, o de los indios ante Hernán Cortés, sin llegar a advertir la demarcación lógica y natural que nos distingue y nos sitúa en el Continente y en el mundo.
Así iban las reflexiones al embarcar de nuevo para Francia, después de haber pasado algunas semanas en aquella tierra, donde tantas pruebas quedaban de la grandeza colonial de España, donde tantos monumentos había dejado el esplendor de los aztecas, donde se reunían dos pasados y estaba el vértice del porvenir. Mis veinte años entusiastas medían la magnitud de la obra a que parecían predestinadas las nuevas generaciones: trabajar en favor de un Continente moralmente unido hasta rehacer por lo menos diplomáticamente el conjunto homogéneo que soñaron los iniciadores de la independencia, reconquistar con ayuda de la unión el respeto y la seguridad de nuestros territorios, y hacer a cada república más fuerte y más próspera dentro de una coordinación superior, garantía suprema de las autonomías regionales.
Penetrado de ese propósito, y aprovechando la difusión que tiene en nuestra América una voz lanzada desde Europa, emprendí, al regresar a París, una campaña periodística que duró largos años, utilizando todas las tribunas: El País, de Buenos Aires, que dirigía por entonces el doctor Carlos Pellegrini, después presidente de la Argentina; La Época[2], de Madrid, diario conservador y gubernamental, que tenía positiva influencia en los círculos políticos; La Revue Mondiale, de París, que dirigía M. Jean Finot. Hablé de los engañosos Congresos Panamericanos, de la guerra comercial que hacía ganar a los Estados Unidos todos los mercados de América en detrimento de otras naciones, de la mentalidad latina de las repúblicas del Sur, de la acción de la intelectualidad francesa en nuestros países, de cuanto podía contribuir a sacudir la somnolencia de los grandes núcleos del viejo Continente y a determinar una acción capaz de contrarrestar el avance del imperialismo. En París Journal [3], que bajo la dirección de M. Gerault-Richard, era por aquel tiempo el diario mejor escrito y mejor leído, completé luego en una docena de editoriales la dilucidación del problema.
En Francia, nadie rehuía la verdad. Los periódicos se referían constantemente al asunto, y polemistas del prestigio de Paul Adam declaraban sin ambages: "Los yanquis acechan el minuto propicio para la intervención. Es la amenaza. Un poco de tiempo más y los acorazados del tío Jonathan desembarcarán las milicias de la Unión sobre esos territorios empapados de sangre latina. La suerte de esas repúblicas es ser conquistadas por las fuerzas del Norte." Esto lo decía el gran escritor en uno de sus prestigiosos artículos de Le Journal, a raíz de una "intervención amistosa". M. Charles Boss insistía, por su parte, en Le Rappel: "Vamos a asistir, porque en Europa somos impotentes para oponernos a ello, a la reducción de las repúblicas latinas del Sur y a su transformación en regiones sometidas al protectorado de Washington." Muchos altos espíritus, como Mr. Jean Herbette [4], corroboraban esta convicción, nacida de la observación imparcial. Sin embargo, en algunas de nuestras repúblicas se seguía poniendo en duda la realidad de la situación. ¡Singular miopía! Todos comprobaban en torno el atentado y clamaban contra él; el único que ni lo veía ni protestaba era la víctima. Y esta actitud era tanto más paradojal cuanto que en los Estados Unidos mismos se levantaban voces valientes contra el imperialismo, y más de un norteamericano espectable discutía la actitud de su país con respecto a las repúblicas hispanoamericanas.
Movido por el deseo, si no de hacer compartir la convicción, de empujar por lo menos a discutir estos asuntos, escribí entonces El porvenir de la América Latina, cuya primera edición apareció en 1910[5].
No me corresponde decir cuál fue la suerte de este volumen, que Rubén Darío calificó en un artículo de "sensacional"[6], ni recordar lo que sobre él se escribió en España y en América. Pero si Max Nordau dijo en La Nación, de Buenos Aires, que "el programa expuesto en ese libro era grandioso"; si Enrique Ferri escribió: "yo también he planteado ese problema en una conferencia y he llegado a ideas completamente concordantes"; si Francisco García Calderón declaró que yo "entregaba a América, presa de la anarquía, una idea directora", algunos diarios de ciertas repúblicas hispanoamericanas tacharon la obra de inexacta y alarmista.
De nada valía que el Evening Mail [7] de Nueva York, declarase que el libro era "excelente, lógico y completo", o que el New York Times [8] le dedicara una atención inusitada en un largo estudio con títulos a seis columnas. Cuando este último diario consultó sobre el asunto la opinión de "un diplomático argentino residente en Nueva York", éste contestó que "el autor era muy joven y que, por lo tanto, su modo de pensar no era el mismo que el de los argentinos viejos y de criterio maduro". Ante lo cual argüía maliciosamente el articulista: "Todo esto puede admitirse; pero el que los espíritus moderados piensen así, no implica que la juventud americana se deje influir por ellos más que por Ugarte, que goza de gran popularidad en aquellos países."
El error que daba nacimiento en nuestra América a estas discrepancias de criterio, nacía de la concepción localista que tanto nos ha perjudicado. Cada república se consideraba —y se considera aún— totalmente desligada de la suerte de las demás, y en vez de llevar su curiosidad y su inquietud más allá de sus fronteras inmediatas, dentro de la lógica geográfica, diplomática y económica de su destino, veía como extraños a sus preocupaciones los peligros que podían correr las otras. Se llegó hasta hacerme el reproche de interesarme demasiado por "países extranjeros". Olvidaban las palabras de José Enrique Rodó: "Patria es, para los hispanoamericanos, la América española. Dentro del sentimiento de la patria cabe el sentimiento de adhesión, no menos natural e indestructible, a la provincia, a la región, a la comarca; y provincia, regiones y comarcas de aquella gran patria nuestra, son las naciones en que ella políticamente se divide. Por mi parte, siempre lo he entendido así. La unidad política que consagre y encarne esa unidad moral —el sueño de Bolívar— es aún sueño, cuya realización no verán quizá las generaciones hoy vivas. ¡Qué importa! Italia no era sólo la expresión geográfica de Metternich antes de que la constituyeran en expresión política la espada de Garibaldi y el apostolado de Mazzini. Era la idea, el numen de la patria; era la patria misma, consagrada por todos los óleos de la tradición, del derecho y de la gloría. La Italia, una y personal, existía: menos corpórea, pero no menos real; menos tangible, pero no menos vibrante e intensa que cuando tomó contorno y color en el mapa de las naciones."
La necesidad, cada vez más clara, de contribuir a salvar el futuro de la América latina, mediante una prédica que despertase en las almas ímpetus superiores y nobles idealismos, capaces de preparar a distancia, si no una unidad como la de Italia o como la de Alemania, por lo menos una coordinación de política internacional, llevó así al pacífico escritor a desertar su mesa de trabajo para subir a las tribunas y tomar contacto directo con el público.
La primera conferencia sobre el asunto la dicté en España. El Ayuntamiento de Barcelona celebraba el centenario de la República Argentina el 25 de Mayo de 1910, y fue en el histórico Salón de Ciento donde expuse las "Causas y consecuencias de la Revolución Americana"[9]. Recuerdo el hecho porque representa el punto de partida de la campaña emprendida después por toda América.
He pensado siempre que España debe representar para nosotros lo que Inglaterra para los Estados Unidos: el antecedente, el honroso origen, la poderosa raíz de la cual fluye la savia primera del árbol. En medio de la desagregación política y en una etapa de cosmopolitismo inasimilado, para mantener el empuje y la hilación de nuestra historia, conviene no perder de vista ese glorioso punto de partida, esa espina dorsal de recuerdos.
En ese antecedente está el eje de la común historia en América. Por otra parte, hablar de la independencia de una de las repúblicas hispanoamericanas como si se tratara de un hecho exclusivo y regional, es dar prueba de limitación de juicio. Con la misma razón, cada provincia, dentro de cada república, podría aspirar a tener una historia independiente, multiplicando las subdivisiones hasta el infinito. En movimientos de ese orden debemos llegar al fondo de las simultaneidades y las repercusiones, abarcando hasta los horizontes, viendo el fenómeno en toda su amplitud, comprendiendo, en fin, más que los hechos aislados, el ritmo de una vasta corriente. Las hojas caen y revolotean en la atmósfera, pero es el viento el que las lleva.
En esa conferencia sostuve que, como el levantamiento de las diversas colonias se produjo casi en la misma fecha, sólo era posible hablar de la independencia de cualquier república del Continente dentro de la orquestación general de las independencias hispanoamericanas. Añadí que, sin menguar la nobleza, el heroísmo y la gloria, los diversos movimientos separatistas de 1810, en los cuales intervinieron, aunque sea oblicuamente, intereses o esperanzas comerciales o políticas de Inglaterra y de los Estados Unidos, fueron en algunas comarcas prematuros, como lo prueba el hecho de que, aun en las regiones más prósperas, después de buscar monarcas extranjeros para gobernarnos, aceptamos reyecías ideológicas para dirigirnos, pidiendo siempre a otros lo que no era posible aun de nuestra propia sustancia.
Observando los fenómenos universales, vemos que la independencia política de los pueblos es consecuencia o corolario de diferenciaciones étnicas, capacidades comerciales u originalidades ideológicas preexistentes, y acaso estos factores no habían alcanzado todavía definitivo desarrollo en todas las zonas de nuestra América, puesto que, infantilmente débiles, después de abandonar el seno materno, tuvieron que aceptar algunas nuevas repúblicas el biberón de otras naciones, desmintiendo en la realidad los mismos fines iniciales del movimiento insurreccional.
Sin embargo, más que de falta de madurez para la vida autónoma, adoleció nuestra América hace un siglo de falta de conocimiento de la política internacional, porque el fraccionarse en dieciocho repúblicas, después de hacer abortar el épico intento de Bolívar y San Martín, no supo prever ni la imposibilidad histórica de muchas de esas patrias exiguas, ni la precaria situación en que se hallarían algunas para desarrollarse, dentro de su esfera, con tan precarios elementos, ni las acechanzas de que debían ser víctimas todas en medio de los remolinos de la vida.
Por eso es que considerando los hechos en su amplia filosofía superior y no desde el punto de vista de las pequeñas vanidades, podemos afirmar que los resultados del separatismo no han sido en todas las zonas de la América latina igualmente satisfactorios, y que si tenemos en algunas legítimas razones locales para enorgullecernos de él, en conjunto y en bloque se traduce en el balance de las grandes liquidaciones históricas, en cuantiosas pérdidas para el idioma y la civilización hispana (Texas, Arizona, California, Nuevo México, Puerto Rico, Santo Domingo, etc.), en simple cambio para algunas comarcas de la soberanía directa de la nación madre por la soberanía indirecta de una nación extraña, y, en general, para el conjunto, en un protectorado anglosajón, que tal es la esencia de la discutida doctrina de Monroe, por un lado, y de la poderosa influencia de Inglaterra, por otro.
He tenido ocasión de declarar que escribir para el público no es imprimir lo que el público quiere leer, sino decir lo que nuestra sinceridad nos dicta o nos aconseja el interés supremo de la patria. Y es la patria mía, en su concreción directa que es la Argentina, y en su ampliación virtual que es la América hispana, lo que he tratado de defender, arrostrando todos los odios. El 14 de octubre de 1911 di una conferencia en la Sorbona[10].
Al encarar el problema de América desde el punto de vista de la latinidad, era mi propósito dar mayor amplitud a la tesonera prédica, despertando el interés en países concordantes y haciendo un llamamiento a sus conveniencias materiales y morales.
Francia tiene cuantiosos intereses en la América latina, no sólo desde el punto de vista económico, sino desde el punto de vista intelectual. La difusión de sus ideas y de su espíritu en las tierras nuevas, le ha creado una especie de imperio moral que ha visto siempre con descuido, pero que tendrá que considerar al fin con interés creciente. Ideales de la revolución, tendencias filosóficas, literatura, arte en general, y con todo ello formas de vida, gustos, direcciones humanas, cuanto puede ser prolongación de un alma nacional, han dejado en las repúblicas hispanoamericanas tan profunda huella y rastro tan fijo, que casi puede decirse que Francia convive con nosotros y que la anulación de nuestro ser autónomo y de nuestras características significaría para ella una gigantesca disminución de su reflejo en el mundo. Al llamarla en auxilio nuestro, no hacíamos, en realidad, más que incitarla a defender una parte de su patriotismo espiritual.
Nos hallábamos por aquel tiempo muy lejos de prever la guerra que debía desencadenarse tres años más tarde, y era el momento en que Francia veía con disgusto el avance vertiginoso de la infiltración norteamericana en tierras que, sin ser infieles al origen, respondían culturalmente a su llamada y seguían sus inspiraciones. El trance difícil llevó después a la gran nación a no atender más que a su defensa. Pero por aquellos años, decía, Francia era acaso la nación de Europa que con más libertad censuraba la acción imperialista en América, y la campaña fue recibida con singular beneplácito. Mi asidua colaboración en diarios y revistas de París, la docena de volúmenes que había publicado y, sobre todo, la coincidencia de intereses que enlazaba nuestras reivindicaciones nacionalistas con tendencias y aspiraciones francesas, contribuyeron a dar a esta conferencia una resonancia inusitada en una capital, habitualmente sorda para las cosas de América[11].
Quince días después partía yo con el fin de realizar la gira continental, de la cual hablaré en los capítulos siguientes. Quería entrar en contacto con cada una de las repúblicas cuya causa había defendido en bloque; conocerlas directamente, observar de cerca su verdadera situación y completar mi visión general de la tierra americana, recorriéndola en toda su extensión, desde las Antillas y México, hasta el cabo de Hornos.
Las distintas zonas están tan dolorosamente aisladas entre sí, las informaciones que tenemos sobre ellas son tan deficientes, que un argentino habla con más propiedad de Corea que de Guatemala, y un paraguayo sabe más de Alaska que de Cuba. Mi propósito era romper con la tradicional apatía; vivir, aunque fuera por breve tiempo, en cada uno de esos países, para poder rectificar o ratificar, según las observaciones hechas sobre el terreno, mi concepción de lo que era la patria grande.
A este fin primordial, se unía el deseo de tratar personalmente a los gobernantes, a los hombres de negocios, a los escritores, a los publicistas, a los dirigentes del Gobierno y de la opinión, a la juventud, en fin, cuya simpatía sentía latir a lo lejos, y de la cual me llegaban ecos reconfortantes.
La América a la cual yo había dedicado mi esfuerzo desde la primera juventud, cuyos intereses políticos había defendido en todo momento, cuya literatura joven había reunido en conjunto en un volumen, con cuyos altos espíritus estaba en correspondencia, cuyas palpitaciones todas, sin que yo hiciera diferencia entre una república y otra, llegaban en París hasta mi mesa de trabajo, era, sin embargo, todavía para mí, con excepción de la Argentina, donde había nacido, y de México, donde había tenido la revelación del común problema, una zona geográficamente desconocida; y a través de las nociones adquiridas por referencias de libro y comunicaciones de todo orden, adivinaba yo vagamente líneas y detalles nuevos, ramificaciones complementarias, golpes de vista generales, color y atmósfera, cuanto escapa al texto o a la fotografía y sólo es posible comprender o abarcar en la visión directa.
Lo que más me interesaba descubrir era el estado de espíritu de la enorme zona y su disposición para la vida independiente, procediendo a lo que podríamos llamar un sondaje del alma colectiva en los momentos difíciles que se anunciaban para el Nuevo Mundo.
El hispanoamericano que se lanzaba así a recorrer un Continente sin mandato de ningún Gobierno, sin apoyo de ninguna institución, luchando por un ideal, sin más armas que su patriotismo y su desinterés, tenía que ser, naturalmente, para algunos, viajero poco grato y testigo molesto. Adivinaba las hostilidades acerbas y las rudas luchas que me aguardaban, así como presentía los entusiasmos a que debía dar lugar el gesto entre las nuevas generaciones. Fue deliberadamente, con pleno conocimiento de causa, que emprendí el viaje difícil. Sobre la base del conocimiento que esta primera gira me permitió adquirir, se han acumulado después las notas recogidas en el constante estudio de las cuestiones de América y las observaciones acumuladas en viajes posteriores. Es un panorama lo que aspiro a reflejar en este libro, en un momento en que mientras empiezan a perfilarse las líneas de la nueva política mundial, los latinoamericanos nos preguntamos: "¿Cuál será la ubicación de, nuestras repúblicas en los remolinos del futuro?
NOTAS:
1 Este calificativo se aplica en México exclusivamente al norteamericano, y no como en Argentina, a todos los extranjeros.
2 Números del 27 de octubre 1906, 8 de febrero 1907, etc.
3 Números del 13 de febrero, 5 de octubre 1911, etc.
4 "Les Latins du Nouveau Monde comprennent le danger comme le témoigne léloquent ouvrage de M. Manuel Ugarte: El porvenir de la América Latina. L'Europe se repentira peu-etre de ne pas avoir vu aussi clair." Le Siecle, de París, 1 de marzo 1911.
5 EDITORIAL PROMETEO. Valencia.
6 Mundial, Febrero de 1912.
7 The Evening Mail. 17 de febrero de 1911.
8 New York Times, 5 de marzo de 1911.
9 Mi campaña hispanoamericana (discursos y alocuciones).EDITORIAL CERVANTES. Barcelona,1922.
10 Esta conferencia fue organizada por el Comité France-Amerique y por el Groupement des Universités, y presidida por M. Paul Appel, decano entonces de la Facultad de Ciencias, quien dijo al terminar su discurso de presentación: "Este escritor es también un hombre de acción, de carácter independiente, que se mantiene al margen de la política directa de un país determinado y persigue un ideal más elevado, más vasto: el de realizar la unión en la independencia de las repúblicas latinas de América para el desarrollo de un porvenir común de civilización y de progreso."
11 Toda la Prensa, desde Le Temps y Le Fígaro, hasta los órganos exclusivamente políticos, como L'Action, L'Aurore y la Petite République, publicó largas reseñas y propicios comentarios.

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