viernes, 20 de enero de 2012

EL PROBLEMA DE LA TIERRA


por Jorge Eliécer Gaitán

Nos queda por analizar, y ahora vamos a hacerlo, el asunto social que en Colombia ofrece un grado de evidencia menos discutible. Se trata de la tierra, de la vida de nuestros labriegos, de la forma en que es explotado ese elemento de la producción, que es la tierra, y de los proventos que en el reparto corresponden a los trabajadores y a los propietarios.
Decir que nuestro problema social adquiere mayores caracteres desde el punto de vista agrario es afirmar, como lo demostraremos, que la condición de las clases trabajadoras es más deplorable y por ende más necesitada de remedios definitivos, que lo estuvieran las clases proletarias de los países por antonomasia llamados industriales. Allí donde predomina el sistema capitalista, por razones económicas evidentes y factores sico-sociológicos demostrados, la situación de las clases humildes es más lamentable y cruel que en parte alguna.
Si, pues, logramos esto, habremos conseguido evidenciar como cierto que, precisamente, el hecho de no ser Colombia un país esencialmente industrial, sino eminentemente agrícola, hace que el problema en vez dé anularse, como lo pretenden la mayoría de nuestros hombres, se presente con caracteres más desastrosos para las clases trabajadoras, dada en primer lugar la menor base de equidad en que se sustenta el pretendido derecho de las clases pudientes y la especial modalidad de explotación que el capital presenta en el desenvolvimiento agrícola.
Se ha visto que la injusticia social tiene un desenvolvimiento entre nosotros igual que lo presenta en países de una más avanzada industria. Pues bien; por cloróticas y vadeantes podrían darse tales razones, y, sin embargo, no se lograría con ello demostrar la inoportunidad del sistema socialista, pues siendo como es evidente que en Colombia la mayoría del proletariado se halla dedicada a la agricultura, tendríamos todavía por analizar esta especial modalidad de producción.
Para que en un país se hallen justificados y tengan los remedios que el socialismo propone en el anhelo de redimir a la gran mayoría de los hombres de una miseria indebida no es esencial, ni mucho menos, que el país donde tales ideas pretenden aplicarse sea industrial o gran capitalista; pues, volvemos a recordarlo, sólo se trata de inhibir un sistema que en su totalidad se considera absurdo.
Tanta pobreza y extorsión es la que sufre el obrero que consagra sus energías, sin hallar el debido equivalente de éstas, al manejo de una máquina, como lo es la del labriego que tasaja los surcos de la tierra.
Todo se reduce a cercioramos de si aquel labrador es un esclavo del capital, igual que el trabajador de la fábrica, O más bien, si el propietario emplea sistemas iguales a los sistemas empleados por el industrial, para el efecto de la producción.
Porque eso de afirmar que no existe el problema social por no ser éste un país industrial, y reconocer al mismo tiempo que es agrícola bajo el régimen de la propiedad privada, tendría la misma fuerza que negar la criminalidad de un determinado país, fundados en el hecho de que no se cometen asesinatos sino solamente estupros. Esto sería bárbaro. Lo que hay de cierto es que el delito toma diversas formas, sin por eso dejar de ser delito. Como lo que hay de exacto en la vida económica de los pueblos es que el régimen individualista adquiere diversas formas de aplicación, pero sin perder sus caracteres de sistema. Y por lo tanto, si el socialismo no va contra la aplicación A o la aplicación B, sino contra el sistema en sí, hallaremos que él tiene una necesaria aplicación en Colombia, aun cuando no poseyéramos una sola fábrica, ni grande, ni pequeña. Y una necesidad aún más premiosa que en los países grandemente industriales, porque la importancia de las luchas igualitarias crece en proporción directa de la miseria de las clases oprimidas.
Y no se diga que en Colombia existen inmedibles cantidades de tierra sin cultivar, dispuestas para quien desee pedirlas, pues ya estudiaremos cómo este argumento revela una caricatureada perspicacia que envidiaría la ingenuidad del famoso pastelero de Madrigal.

I
Evolución de la Propiedad Territorial

No es necesario un largo esfuerzo para comprobar el hecho de que en los comienzos de la sociedad no existió la propiedad territorial. La gran abundancia de tierras, por un lado, y lo escaso de la población, por otro, hacían imposible el interés económico que pudiera llevar a los hombres a considerar como propio, en la acepción actual del vocablo, la tierra. Por el contrario, la faz primitiva de la sociedad —período de la caza— imponía a los hombres la necesidad de cambiar de sitio; y ninguna ventaja podría traerles la apropiación, y consiguiente defensa de un pedazo de tierra, sabiendo que en otras partes encontraríanlo sin que nadie lo impidiese y con un mejor rendimiento a sus labores.
Fue indudablemente con la agricultura, y no en sus principios, cuando hubo de aparecer no digamos la propiedad territorial, sino una forma de fijación del individuo que muy mas tarde daría nacimiento a lo que entendemos hoy por propiedad de la tierra. Como la tierra existiera en cantidades enormes, con escasos pobladores, el hombre agricultor podía y debía abandonarla una vez que la ya trabajada no le prestaba todas las ventajas que le darían otras aún sin cultivo. Ejercía su trabajo sobre ella y le extraía sus frutos, mas nada le obligaba a considerarse dueño de ella y así nos tenemos sabido que sobre lo único que en realidad adquiría propiedad era sobre los frutos, hecho del cual hallamos comprobaciones aún en tiempos relativamente recientes. Un texto de Tácito habla de que los hombres “cambian de tierra todos los años” (“Arva per annos mutant”).
Pero el espíritu de sociabilidad tiene por fundamento dos hechos opuestos que conducen a un mismo fin. A la constitución de organismo social son llevados los hombres de un lado por la semejanza de sus necesidades, y de otro por la diferencia de sus necesidades. La semejanza de necesidades hace que los hombres busquen la solidaridad unos con otros, para mejor satisfacerlas. La diferencia de necesidades los conduce a la misma sociabilidad, pues que el esfuerzo realizado por uno, para el cual tiene una aptitud de que carecen otros, e permitirá complacerlos a éstos haciendo a su turno que ellos lo complazcan en aquello para cuya laboración no es apto, por medio del cambio en el cual por igual entre ambos hallarán ventajas.
Un interés económico, un instinto subconsciente y necesario tenía que llevar a los hombres a la sociedad y no los pretendidos pactos roussonianos— y más tarde a la sociabilidad, pues no hay que confundir lo que es sociedad con lo que es sociabilidad. En el primer caso, como lo observa Garófalo, el hombre a pesar de estar en sociedad puede vivir perfectamente aislado, conservando ese espíritu que Spencer llama ego-altruísmo; en el segundo, nace lo que llamamos altruismo para convertirse en una ley fundamental en la vida de relación. Primero nació la sociedad y luego la sociabilidad. El primero es un hecho físico-social; el segundo es un hecho psico-social.
Estas necesidades gradualmente fueron aniquilando la vida nómade de los hombres y fijándolos a un especial sitio de la tierra. Y de igual modo que obraban como una fuerza de fijación individual, obraban como un poderoso elemento de aglutinación colectiva. Viene la tribu. No es ya el clan trashumante que procura llenar sus necesidades por la rudimentaria y esporádica cooperación colectiva, es la célula social propiamente dicha con sus condiciones fundamentales completas: interdependencia social sistematizada en un espacio fijo. Pero esto no da todavía nacimiento a la apropiación individual de la tierra. Cada familia goza de una especial parcela de tierra que trabaja.
Y si es verdad que tiene el jus fruendi y el jus utendi le falta todavía el elemento característico de la propiedad individual, el jus abutendi, pues que los dos primeros se presentan en formas jurídicas donde no existe la propiedad. El arrendatario en el derecho actual tiene el jus u tendí y no es propietario. El usufructuario tiene el jus fruendi y tampoco lo es. Lo que en evidencia caracteriza el derecho de propiedad es la facultad de disponer de la cosa, el jus abutendi.
La tierra en tal período es considerada como propiedad social; y los jefes de la familia la tienen repartida, pero no de un modo absoluto. Ella es sometida a una formación jurídica de repartos periódicos que al principio se miden por la necesidad de las labores agrícolas, un año, creciendo en lapso a medida que los tiempos avanzan.
Tal sistema de repartos periódicos aún tuvo sus repercusiones en recientes fechas en pueblos como Rusia bajo la forma del Mir, y en determinados cantones suizos conocidos con la denominación de allmend.
Dados los múltiples inconvenientes que debían presentar estos repartos transitorios, nacidos de una forma jurídica embrionaria, se llega a la asignación fija. Cada familia posee su terreno especial donde tiene su casa y cultiva lo que es necesario a la subsistencia. Es la propiedad familiar, distinta de la propiedad individual. Sus miembros no pueden disponer de este bien. Aún hoy en la Europa occidental, especialmente en Bulgaria y Croacia, existen restos de esta propiedad familiar.
En Roma misma, donde la propiedad rural adquiere caracteres completos, está demostrado que en los primeros tiempos no se podía extender más allá de la casa y a una superficie que no pasaba de media hectárea, como propiedad exactamente individual.
En este período de las tribus ya fijas con su propiedad familiar, conservada eso sí la propiedad eminente por parte del Estado, entra en juego un fenómeno que también veíamos al tratar del capital: las guerras. Entablada la guerra de tribu a tribu y más tarde entre pueblos de una avanzada civilización, el vencedor ocupa las tierras del vecino, y, naturalmente, las enumera en el botín de guerra. Viene la ocupación de facto. Aquí encuentra su origen la propiedad individual propiamente dicha o monopolio de la tierra. El vencedor es aquel que considera de su propiedad aquello que consiguió por virtud de la fuerza. Así para la propiedad territorial, la superioridad militar se convierte en la razón suprema, suprema ratio. El pueblo o la tribu más débil se hallan despojados. El vencido es el esclavo del vencedor, pero el esclavo no tiene derechos y mucho menos el de la propiedad territorial. El no trabaja ya por cuenta propia; trabaja por cuenta del amo sobre una tierra que ya no le pertenece.
Estudiábamos anteriormente la diferencia de clases y su origen, el cual es económico. Dentro del mismo pueblo conquistado hay ya lo que se llama nobles y lo que se llaman clases bajas. Los derechos de éstas han sido absorbidos por aquellas. Las tierras conquistadas tampoco son para el pueblo vencedor. Son para los nobles y las clases bajas no adquieren otro derecho que el de trabajar la tierra de los patrones. No es sólo ya la esclavitud, es también la servidumbre la que existe.
Así atravesando los tiempos y partiendo de esta base es como llegamos a encontrar perfeccionados en la sociedad tres formas de la explotación de la tierra: una consistente en la propiedad exclusiva de los potentados que la hacen trabajar por esclavos. Otra, la servidumbre, donde el hombre trabaja en una tierra que no le pertenece, y por cuyo uso, nada más que por el uso, paga de los frutos que recoge de su trabajo, un censo, una cantidad llamada renta, como tributo al que ha monopolizado un elemento de producción que antes era de la sociedad. Y por último, el pequeño propietario territorial, que día a día irá siendo absorbido, y que por razón de las relaciones entre el capital y la tierra se verá cada vez más imposibilitado para trabajar independientemente la tierra, siendo, pésele a su precaria propiedad, tributario del gran propietario.
Igual que lo veíamos para el capital con la llamada libertad económica, queda consagrado el régimen del monopolio, la propiedad individual de la tierra, donde el monopolizador, por virtud de un derecho que trae su origen de la usurpación, cobra del rendimiento del trabajo una cantidad que no representa ni servicios de trabajo, ni servicios de capital, sino el uso de la tierra que antes era de todos. Más tarde la libertad económica trae el ensanche y aumento del capitalismo. Ya nada es posible sin el capital acumulado. Los pequeños propietarios no pueden resistir la competencia de los grandes capitalistas, y el hecho de concentrarse los medios de producción en un reducido grupo de individuos imposibilita a los propietarios en pequeño para producir beneficiándose. Los grandes terratenientes que al mismo tiempo son los poseedores del capital, producen enormes cantidades a bajos precios por virtud de la maquinaria y demás elementos de que disponen y con el fruto del trabajo de quienes no reciben sino una participación injuriante. La pequeña propiedad va desapareciendo, y, como es lógico, la gran propiedad se ensancha. El pequeño propietario es absorbido por el gran propietario, y cuando logra sostenerse sus frutos de trabajo se hacen exiguos, al mismo tiempo que crecen ilimitadamente los beneficios del gran propietario; en realidad y a pesar de su pequeña propiedad es un tributario del gran terrateniente. Por eso la mayoría de los hombres en los pueblos agrícolas se convierten en asalariados.
Igual que lo veíamos en el desarrollo de la producción industrial, en la agrícola, y con relación a la tierra la producción de individual se troca en social. Antes el pequeño propietario tenía su pedazo de tierra, o el de su familia, lo cultivaba y recogía directamente el fruto de su trabajo. Pero como entre el capital y la tierra y en el desarrollo conjunto de ambos hay una relación mutua de causa a efecto que no se puede olvidar, aquel pequeño propietario va desapareciendo, o va siendo imposibilitado para sostenerse con el fruto de su individual trabajo, y ya la producción agrícola, sólo es benéfica en grande escala. Son las grandes haciendas que laborean cientos y cientos de trabajadores. En sus productos hay no ya la labor individual, sino representa estrictamente una labor social. La producción se hace social, pero la repartición, la apropiación es individual.
Se nos dirá que en Colombia existen muchos labriegos —claro que son la minoría si se les compara con los que trabajan por cuenta de otros —que tienen su pequeña propiedad y que ellos personalmente la trabajan, que por lo tanto no es un hecho evidente que el gran hacendado absorba poco a poco al pequeño propietario. Adelante estudiaremos en especial con nuestro país la división de la tierra, pero desde ahora hagamos valer estas observaciones: no se niega que todavía hay pequeños propietarios, pero ello no impugna en nada las afirmaciones sentadas, sino que, por el contrario, las cimenta de un mejor modo. Porque si de un lado vemos a estos pequeños labriegos batiéndose heroicamente sobre el surco desde que el sol alumbra hasta cuando a platear comienzan las constelaciones, y sin embargo, tal esfuerzo apenas sí llena, y no las llena, las exigencias primarias de su miserable vida física, del otro observamos que quienes no trabajan esa tierra, ni hacen un esfuerzo, o los realizan en forma insignificante pueden llevar una vida de bienestar envidiable, tenemos planteado el mismo problema, y comprobada una honda injusticia. Porque según lo hemos dicho, esto sólo nos demuestra cómo sólo el capitalista, el gran propietario, está en el terreno de las abultadas ganancias y los ausentes esfuerzos, a la par que el pequeño labriego tiene los abultados esfuerzos y las ausentes ganancias. ¿Y no es esto precisamente lo que sostenemos? ¿Y no es esto ofrecernos una situación donde la injusticia realiza sus más retorcidas concupiscencias? ¿No vive aquí, precisamente, toda la crueldad del actual sistema? ¿No aparece aquí el mismo desequilibrio repulsivo que veíamos con relación al capital? ¿No es la aplicación del mismo sistema con todas y mayores crueldades? El hombre que trabaja y que se esfuerza sometido al que ni trabaja ni se esfuerza; el bravo labriego obligado a pagar al amo un monopolio indebido.
Gide relata una anécdota que vale por todos los razonamientos: “Un pastor irlandés —refiere— en un sermón decía a un auditorio de modestos arrendatarios, con intencionado lúbilo: Paseándome por un terreno privado fui detenido por un landlord, que me dijo: — ¡Fuera de aquí!— ¿Por qué? ¿De quién le ha venido a usted esta tierra? —De mi padre. —,Y a su padre de quién? —De su abuelo. —,Y a aquel abuelo?
—Se batió para adquirirla. — ¡Ah right! ¡Nosotros también vamos a batirnos!”
Sin embargo, la propiedad territorial ha llegado a convertirse en la propiedad tipo, a ser la mejor defendida y más augustamente intocable, como se advierte a través de nuestra legislación y de todas las legislaciones.
Resumiendo, tenemos: que las fases del origen de la propiedad territorial pueden sintetizarse así: lo. La tierra no tenía dueño. 2o. Ocupación de la tierra colectivamente sin derecho de propiedad. 3o. Ocupación de la tierra por los grupos sociales. 4o. Reparticiones periódicas bajo un orden periódico embrionario. 5o. Determinación de la apropiación de la tierra por la familia, sin propiedad individual. 6o. Apropiación de la tierra de unas tribus o pueblos de las tierras pertenecientes a otras tribus o pueblos por razón de la conquista. 7o. Individualización de esta propiedad por las clases dominantes. 8o. Consiguientes regímenes de explotación agrícola por la esclavitud y la servidumbre. 9o. Concentración y explotación capitalística de la propiedad territorial.

II
Renta de la Tierra

Se trata aquí de un concepto que es necesario precisar. Vimos ya que los elementos que entran en la producción son tres: tierra, capital y trabajo. Lo que pertenece en el reparto a cada uno de estos elementos, respectivamente, se llama renta, salario e interés. Por lo tanto, es menester no confundir en ningún caso, ya que es tan frecuente hacerlo, el interés con lo que exactamente es renta. La renta la constituye exclusivamente el valor del uso de la tierra. En el concepto vulgar es costumbre no establecer diferencia entre lo que se paga por el uso de las mejoras y lo que se paga por el uso de la tierra propiamente dicho, pero tal concepción no puede admitirse en el campo científico.
Por lo tanto lo indispensable por ahora es averiguar si hay una parte de la producción que se reserva únicamente para el pago por uso de la tierra.
Cuando, por ejemplo, uno mismo es el individuo que posee la tierra y que la trabaja, allí hay renta, pues ésta representa por la parte que el propietario recogería si la arrendara. Igualmente cuando se compra una tierra; el precio o valor que se paga por el derecho de uso perpetuo es lo que constituye la renta. El individuo que compró en Bogotá hace cien años una tierra que entonces tenía un mínimo valor y que hoy viene a quedar situada en el perímetro central de la ciudad, puede no haberla cultivado, ni mejorado en lo más mínimo, y, sin embargo, a nadie se escapa que en el día de hoy él o sus herederos se han enriquecido a virtud de esa propiedad. Esa riqueza no proviene del trabajo, porque no se ha trabajado, ni del capital, porque allí no se ha invertido ninguno. ¿Qué ha sucedido entonces? ¿Cómo se llama este aumento de valor y de dónde proviene? De la renta, contestamos. Es decir, de aquello que no se debe a ningún esfuerzo del hombre, sino sólo y exclusivamente al derecho consagrado por la actual organización social para que individualmente pueda ser monopolizada la tierra. La renta es aquello que se paga por un monopolio nacido de la reducción de la tierra a propiedad individual. Toda vez que la tierra adquiere un valor en cambio, allí hay renta.
Y es claro que este precio o renta no puede nacer sino del monopolio. Es algo que no representa fruto ninguno del trabajo; es solamente la parte de la producción que aquel que trabaja y produce tiene que dejar a quien ni trabaja ni produce, para el pago de un monopolio.
Imaginad que en un país hay tierras de una calidad igual por razón de fecundidad, sitio, etc., a las que posee una determinada persona, y que se dan en balde a quien las desee trabajar. ¿No es claro que en este caso nadie se resolvería a pagar una renta o valor de uso al individuo que ha monopolizado una parte de ellas? Esto es de una evidencia axiomática. Puede un individuo tener muchas tierras y sin embargo no producirle ninguna renta, mientras haya otras igualmente servibles que sean dadas de balde. Es decir, que conforme a lo ya señalado, la renta es el tributo que se paga por el uso de la tierra, nacido del monopolio.
Los fisiócratas Juan Bautista Say y Adam Smith, estuvieron siempre de acuerdo en que el beneficio que recibían los dueños de la tierra se debía al monopolio. Es verdad que ellos tratan de justificar este monopolio con pretendidas razones de utilidad social que luego analizaremos.
Como se advierte, hasta aquí hemos hecho caso omiso de las cualidades de la tierra en relación con su valor; es decir, no hemos localizado el valor de la tierra y menos hemos precisado sus graduaciones, su poder de acrecentar la renta con relación al individuo que la detenta. Hemos investigado tan sólo esta pregunta: ¿De dónde proviene que la tierra haya adquirido valor? Y hemos contestado: del monopolio, de una determinada formación jurídica que permite la apropiación individual de la tierra.

III
La Ley de la Renta

Como lo dejamos advertido este es ya otro problema. No se trata de saber si hay una parte de la producción que se retira para pagar exclusivamente el uso de la tierra. Al contrario de la hipótesis que considerábamos de que la tierra no hubiese sido monopolizada, ahora supongamos que la tierra no tuviese sino un solo dueño. ¿Qué sucedería entonces? Que éste podría fijar el precio que a bien tuviera por el uso de ella. Pero como no sucede así, como la tierra se halla en poder de diversos poseedores, esa diversidad de propietarios hace que el precio que por su uso se cobra no pueda ser arbitrario, sino que indudablemente debe estar sujeto a especiales normas económicas que fijen la cantidad de este precio.
En el primer caso que examinábamos se trataba de una cuestión general, a saber, que el uso de la tierra tiene un valor que se llama renta. En este segundo se averigua un hecho de cantidad, es decir, cuánto es lo que se debe pagar por ese uso. En el primer caso se considera la tierra en general, sin relación a propietario determinado; en el segundo, se averigua el desenvolvimiento de la actividad de los propietarios. En el primer caso no se toman en cuenta las cualidades de la tierra; en el segundo se trata de averiguar cómo influyen estas cualidades sobre su precio. En el primer caso, se estudia un hecho en sí; en el segundo, se averigua el funcionamiento de este hecho. Y por último, en el primer caso se averigua el género valor, y en el segundo la especie: determinado valor.
Averiguar el precio de la renta habida relación con el tiempo y el espacio bajo el régimen de la libre concurrencia, es lo que constituye la ley de la renta.
La ley de la renta puede decirse que es universalmente reconocida. Por lo menos en lo que se refiere a los maestros de la Economía. En veces se le da el nombre de Ley de la Renta de Ricardo, por ser éste quien primero la éxpuso de una manera completa. Conforme a las investigaciones de Mc. Culloo, fue enunciada antes que por Ricardo por James Anderson y simultáneamente con Ricardo por West y Malthus.
Esta ley de la renta se enuncia así: “La renta de la tierra se determina por el exceso de su producto sobre el que la misma aplicación puede alcanzar de la tierra un uso menos productivo”.
No es necesario entrar, para la comprobación de esta ley en el minucioso examen histórico que Ricardo le atribuía como base. Los primeros hombres, decía él, ocuparon las mejores tierras. Dada la bondad de la tierra a pocos esfuerzos correspondían grandes resultados. A medida que aumentaba la población era necesario ocupar otras tierras que, naturalmente, eran de una inferior calidad. Los esfuerzos para hacerla producir tenían que ser mayores. Luego unas terceras tierras de inferior calidad a las precedentes, que necesitaban un gasto mayor para el cultivo; y así sucesivamente. ¿Cuál entonces el resultado? Tratemos de explicarlo por un ejemplo. El dueño del primer terreno produce diez cargas de trigo con un gasto de $ 100. Es lo natural que el segundo para producir las mismas diez cargas necesitará, digamos, $ 1.50. Y así sucesivamente. Pues bien; el individuo que posee unas mejores tierras, mejoras que él no ha realizado, sino que son fruto o de la naturaleza misma o de los esfuerzos en conjunto de todos los asociados, recibirá al vender o arrendar esa tierra un precio crecido, al mismo tiempo que para los demás irá disminuyendo.
De lo cual se desprenden varias consecuencias: lo. El valor de los frutos se elevará continuamente en perjuicio de los consumidores y en beneficio de los propietarios, porque es claro que tales frutos tomarán en el mercado el precio que fije aquel propietario a quien haya costado más el cultivo. Es evidente que habiéndole costado al productor de las tierras de primera clase $ 10 la producción de la carga de trigo; a los de segunda, $ 15, a los de tercera $ 20, este último no podrá vender su artículo a menos de $ 20 y el primero dará su artículo a este mismo precio, pues que no estará resuelto a perder lo que puede ganar. Y ganará en definitiva algo que no ha trabajado ni representa un esfuerzo. Este exceso o renta nace del monopolio individual de la tierra. 3o. Es el sistema de la libre concurrencia o de la libertad económica el que da asiento a esta extorsión de la sociedad consumidora por parte de la clase rentista, pues que si el individuo estuviera obligado a producir con una mira de cooperación social, y no de enriquecimiento individual ilimitado, tal caso no podría presentarse, como no se presenta hoy en Rusia, donde el problema de la tierra era más agudo que entre nosotros mismos; y, 4o. Este crecimiento de la renta y consiguiente perjuicio de los consumidores tiende a ser progresivo en los países de régimen individualista.
Bien sabemos que este orden señalado por Ricardo ha sido duramente combatido, llegándose hasta afirmar que el cultivo comenzó de manera contraria a lo señalado por el gran economista. Pero a esta objeción nada mejor se puede oponer que el razonamiento acerado de un ilustre economista. “Mas —dice éste— ¿qué importa? Si hay que desechar el orden histórico de los cultivos, el hecho esencial de esta hipótesis no hace sino ponerse cada vez más de manifiesto: el aumento espontáneo y en cierto modo fatal del valor de las tierras en capital y en renta, sigue siendo una verdad. Si, en efecto, se tiene en cuenta que la tierra, riqueza sui generis, presenta tres caracteres que no reúne en igual grado ninguna otra riqueza: lo. El responder a las necesidades esenciales y permanentes de la especie humana. 2o. El de estar en cantidad limitada. 3o. El de durar eternamente, es fácil explicarse que el valor de la tierra y de sus productos vaya creciendo con el tiempo —cuando menos en una sociedad progresiva— y que casi todas las fuerzas del progreso económico y social se aúnan para elevarlo”.
Veamos los argumentos presentados para desvirtuar las fatales consecuencias que esta ley evidencia en perjuicio de las clases no propietarias. Dice Leroy-Beaulieu, que las resume todas, y que parece ser el autor preferido de la mayoría de nuestros hombres: “Es indiscutible que en las observaciones de Ricardo hay cierto núcleo de verdad. En una ciudad en un país los nuevos sobrevivientes están dispuestos a pagar a los primeros poseedores una renta por la superioridad de situación o de fertilidad de los inmuebles que ocupan. Pero, admitido este punto indisputable, las consecuencias que se han sacado de la ley de Ricardo son absolutamente falsas, sobre todo en el período del mundo que atravesamos”.
Examinemos cómo trata de probarse lo absolutamente falso de las consecuencias que se desprenden de la ley de Ricardo, ya que el principio en sí no es negado, ni podría serlo. “Los socialistas —dice-— que se han armado de esta teoría para deducir de ella la ilegitimidad actual de la propiedad territorial y la necesidad de que el Estado se apodere de ella cn o sin indemnización para los poseedores, olvidan tres hechos: el primero es que el mundo, y falta mucho, no está aún completamente poblado; el segundo es que las vías de comunicación se perfeccionan sin cesar y que la civilización reduce constantemente los precios de transporte, lo que destruye o aminora el privilegio de las tierras mejor situadas; el tercero, en fin, es que los progresos de la técnica agrícola, permitiendo sobre tierras en otro tiempo reputadas como medianas o malas, obtener por una buena apropiación de los cultivos rendimientos notables, atenúan también en un gran número de casos la superioridad de rendimientos de las tierras en otro reputadas las mejores”.
Analicemos separadamente estos tres argumentos, que son los universalmente presentados para impugnar el hecho claro de que la renta de la tierra aumenta fatalmente en beneficio de las clases propietarias y en perjuicio de las clases desheredadas. Para el tiempo en que esto escribía Leroy-Beaulieu era evidente la gran cantidad’ de tierras sin cultivar; hoy aquella cantidad ha disminuido notablemente, pero aún aceptando que fuera la misma, esa cantidad de tierras sin cultivo, preguntamos, ¿impugna en algo las consecuencias de la ley de Ricardo? Ni mucho menos; tal argumento sólo sirve para darle una confirmación más estricta. El cultivo de una nueva tierra podrá disminuir momentáneamente el avance de la renta en los países viejos o cultivados; pero esto sólo sirve para demostrarnos lo exacto de la ley en sí, pues deja comprender que se necesita un hecho accidental como es el cultivo de una nueva tierra para detener los efectos de una ley invariable; efectos que, pasada la circunstancia transitoria que los interrumpe, volverán a normalizarse. Además, puede que este cultivo de nuevas tierras haga disminuir un tanto la renta en los países ya cultivados, pero, en cambio, ¿qué sucederá en los países nuevos, en los que recientemente se han dado al cultivo? Pues sencillamente que en éstos se presentará el mismo fenómeno o ley de la renta que ya hemos visto; es decir, que en vez de anularse el problema se extiende; habrá nuevos países sometidos al mismo sistema. Con razón observa Herckenrath que si es cierto que la colonización y perfeccionamiento de los transportes provoca una baja en la renta rural de los países viejos, al mismo tiempo hacen subir considerablemente el monto de la renta en los países nuevos. Luego si por una parte disminuye, y claro está que la disminución sólo es transitoria, por otro aumenta. Ahora, el problema social debe ser analizado en relación con la influencia que él tenga respecto de los habitantes de determinado espacio y tiempo. Consideremos cualquier país de nuestra América. Es evidente que a medida que son cultivados, la renta de la tierra aumenta. Cada día sube este precio y por lo tanto los productos que ayer se conseguían a bajo costo experimentan paulatinamente un alza incontrastable. Es para ellos, digamos para Colombia, para quienes se presenta ese problema. ¿Qué le importa a este país entonces que la renta haya disminuído una mínima proporción en Inglaterra? ¿Esa disminución ha acabado con las fatales consecuencias de la ley? ¿Se ha resuelto por eso el problema en el fondo, como hay que resolverlo? Cuando mucho se podría decir que momentáneamente ha disminuido en proporción tan ínfima que apenas si será percibida la disminución de apropiadas, como las del Caquetá, Putumayo, etc., lo lleguen a ser en forma individualista.
Diariamente las tierras cultivadas aumentan, y, sin embargo, el precio de ellas crece e igualmente el de los frutos. Y es porque a medida que la población aumenta, los propietarios encuentran una mayor demanda y como inversamente los propietarios de tierras cada vez se hacen más reducidos, relativamente al aumento de población, es natural que en un régimen como el individualista subirá el precio de la tierra ilimitadamente, pues hay mayor demanda y consiguiente aumento en el precio de los frutos.
El segundo argumento que veíamos oponer a la ley de la renta, era el del progreso. Las máquinas, las fáciles vías de comunicación hacen que a la tierra se le pueda hacer producir más a pesar de su no natural bondad, y que los gastos de transporte decrezcan, tendiendo a igualar en cierto modo la situación de las diversas tierras.
Indudablemente las modernas maquinarias, los métodos científicos de explotar la tierra logran que dé mayores rendimientos. Esto es lo que se llama cultivo intensivo de la tierra. ¿Pero ese cultivo intensivo de la tierra puede ser ilimitado, y por lo tanto presenta una posibilidad para sustraer la renta de la tierra al crecimiento ascensional que hoy tiene por razón de los hechos que hemos analizado? Ni mucho menos. Ese cultivo intensivo de la tierra, debido a los modernos abonos, etc., tiene un límite. Hay en Economía Política una ley evidente que es la del rendimiento no proporcional. La ley del rendimiento no proporcional se enuncia así: “Más allá de cierto punto todo aumento de rendimiento exige un aumento más que proporcional de fuerza”. Cualquier individuo puede hoy hacer producir su tierra más de lo que produce, pero hay un momento en que los resultados del trabajo no compensan los gastos invertidos. Y si esto es así, tenemos que esta causa que se señala como atenuante de las consecuencias de la ley de la renta hace más agudo el problema. Porque ¿esas tierras de ínfima calidad, no necesitarán grandes gastos para producir siquiera como las de segunda? ¿Y en ese caso, las tierras de primera no serán también abonadas y trabajadas científicamente, como en realidad lo son, pero con la circunstancia de que con menores abonos darán mayores resultados? Y entonces tenemos planteada la misma desproporción, si no mayor que antes.
Este argumento mejor que ningún otro nos confirma en lo grave del problema social y lo injusto de la actual organización económica. ¿Quiénes podrán hacer uso de esas grandes maquinarias, de esos refinados cultivos, de esos eficaces abonos? ¿Serán por ventura aquellos dueños de tierras de inferior calidad y posición a. los cuales su trabajo apenas sí deja una exigua ganancia? ¿Serán aquellos que por no tener capitales se han visto precisados a buscar tierras distantes y baratas? No, serán aquellos privilegiados propietarios que por una injusta ganancia han logrado formar gruesos capitales, serán los propietarios en grande los que vendrán a adquirir un nuevo privilegio haciendo más aguda la desproporción.
Por lo que hace a la facilidad en las vías de comunicación es argumento que para nuestro país tiene muy débil fuerza. Y además, ¿ No vemos que precisamente allí dondequiera se tiende un riel las tierras aumentan en un valor nunca pensado? En definitiva sacamos que la única consecuencia de estos argumentos sólo sirven para evidenciar nuevas desproporciones, aumentando el enriquecimiento de los privilegiados, no por el fruto de su trabajo, sino por el esfuerzo de la sociedad en general, sin que ésta sea la beneficiada, pues que el provecho será recogido individualmente.
Reconocida, como la reconocen, hasta los más tozudos defensores de la actual forma económica que la base en que sustenta esta ley es evidente, y desvencijados los argumentos que según ellos aminoran los efectos de esa injusticia, nos queda como lógica conclusión que existe respecto de la tierra una organización perjudicial, causa indisputable de la situación azarosa de tres millones, por lo menos, de colombianos, que viven una vida en nada superior a la vida de los esclavos.
Correspóndenos ahora analizar la ley de la renta desde un punto de vista que hace relación a otros elementos económicos. La ley de la renta es una consecuencia de la libre concurrencia. No sólo comprende las tierras dedicadas a la agricultura, sino también todas aquellas como las minas y las tierras de ciudad o de sitios dedicados a las construcciones. Es necesario no perder de vista que son dos los aspectos que integran el problema: la ley de la renta como efecto de la competencia de unas tierras a otras, y la misma ley como derivación de la concurrencia entre la renta de los propietarios y los capitales de un país. Este es para nosotros el gran error del socialismo llamado agrario, que olvida que entre el capital y la renta hay una dependencia mutua, una compenetración constante y correspondiente que no permite la separación, ni la solución del problema social por la reforma en uno nada más de sus dos extremos, o sea simplemente el de la renta.
En cuanto a lo primero, es bien sabido que en un mercado a artículos semejantes corresponden siempre precios iguales. Sea el caso de llegar a nuestra plaza de mercado para averiguar por el precio de la papa, y allí encontraremos que el valor es de X. Es su valor comercial, igual siempre en una misma plaza; así vemos también que de New York se comunica que el café está a tanto la libra. Pero bien; ¿Cómo se ha llegado a esa uniformidad de precio? Y sobre todo, ¿quién fijó el precio?
El precio lo fija precisamente aquel a quien más costó el cultivo; y así tendremos que por el monopolio territorial será perjudicado el público consumidor en gracia de los propietarios. Es decir, que conforme al principio ya enunciado, la renta se determina por el exceso del producto de las tierras privilegiadas sobre las tierras menos productivas.
En cuanto dice relación al segundo aspecto en la manera como Henrique George enuncíaba la ley de la renta, encontramos las conclusiones: el economista americano precisaba tal ley en esta forma: “La propiedad de un agente natural de producción dará el poder de apropiarse toda aquella parte de riqueza producida al aplicarse el esfuerzo del trabajo y capital que exceda de la ‘utilidad que la misma aplicación del trabajo y capital pueda obtener en la ocupación menos productiva a que se dediquen, en lo cual lo harán con libertad”.
Esto es perfectamente claro. En evidencia, si en un país —como sucede en Colombia— la mayor parte de los capitalistas se dedican a emplear sus recursos en el cultivo de la tierra, no se debe a un prurito de su voluntad; es que la competencia les muestra un mayor rendimiento en las labores agrícolas. Si las manufacturas, si la industria, dieran un rendimiento mayor, allí se polarizaría el capital. ¿Pero qué sucede? Que el hombre tiende a consagrar sus esfuerzos a aquello que mejor se los remunere. Luego si Colombia es un país más agrícola que industrial, se debe a una ley indefectible de las relaciones sociales, pero ello no destruye en ningún caso el problema social. Todo lo contrario: por el hecho de encontrar los capitales en la apropiación de las tierras y su cultivo una ganancia más productiva, es por lo que concentra allí sus mayores actividades. Los capitales no se consagran en Colombia a la industria porque allí la explotación presta menos rendimientos y marchan hacia la agricultura porque allí unidos a la ganancia injusta de la renta hacen mayores ganancias. Esto nos evidencia como más agudo el problema social, y sobre todo más peligroso, ya que por la disgregación de los trabajadores éstos son menos capaces para advertirlo y mucho menos para defenderse.
El capital se concentra allí donde halle mejores rendimientos, y por lo tanto el que un país sea industrial o agrícola no niega el problema, sino que tan sólo obliga a estudiarlo con relación al plano de su desarrollo.
Hasta aquí hemos venido hablando de las tierras propiamente productivas, de las consagradas a usos agrícolas; pero hay algo que muestra todavía de manera más clara lo absurdo del actual sistema; esto se advierte cuando llevamos nuestra consideración a los terrenos no productivos, a las tierras de la ciudad, a las que sirven para la construcción de casas, fábricas, etc., porque si en el primer caso podría concebirse que aquella renta tenga en una mínima parte sU explicación por el trabajo, ¿Qué decir de éstas que día a día aumentan exorbitantemente en precio, sin el menor esfuerzo de los propietarios, por un esfuerzo común de los asociados, quienes vienen a ser las primeras víctimas del producto de sus esfuerzos?
Tomad un terreno cualquiera de una ciudad, enmarcadlo entre cuatro paredes, dejad correr el tiempo, sin hacerle el menor trabajo. Así que la ciudad vaya progresando, es decir, que los asociados vayan trabajando, aquel terreno subirá de precio. El propietario impondrá más tarde un precio a quienes le han dado ese valor que vendrá a convertirse en su enemigo. ¿Cómo puede explicarse un sistema que tiene estas consecuencias de obligar a los que producen la riqueza de un país a sacrificarse en aras de quienes no han tenido la menor influencia en la producción de esa riqueza?
Inglaterra, la nación a quien se toma por modelo de instituciones conservadoras, ha reaccionado contra hechos de esta naturaleza; allí, como en todas partes, muchos propietarios procuraban no cultivar sus tierras; naturalmente mientras mayores tierras se sustraigan al cultivo, el precio de las restantes, por ser menores en cantidad y mayor el número de quienes las reclaman, aumentan en precio. ¿Qué se hizo allí? Obligar a los propietarios a cultivarlas. En Colombia, donde se niega el problema social, ni siquiera existen estas restricciones, lo cual es otra confirmación de que nuestros problemas son más agudos. Pensemos en que mañana el Estado obligue a los propietarios colombianos a cultivar las tierras urbanas. Esto, claro está, no sería resolver el problema, pues seguirán existiendo hombres que ganan lo que no han trabajado, pero si por lo menos se hiciera esto, tendríamos el escándalo de nuestros romanistas predicando el derecho absoluto de la propiedad, el jus abutendi del propietario.
Pasead por el territorio de nuestro país y observaréis cuánta tierra sin cultivar, cuyos propietarios la mantienen en descanso indebido, mientras multitud de hombres que nacieron con el mismo derecho sobre ella no tienen un solo rincón donde refugiar sus vidas maceradas. Preguntad a los dueños de ciudad por qué no construyen y encontraréis que ellos esperan que la tierra se valorice para venderla.
Pero ya está dicho: no bastaría el cultivo, sería necesario impedir la concentración ilimitada de las tierras en unas solas manos, acabar con la injusta renta de las tierras y no permitir que mientras haya hombres que por lo extenso de sus propiedades ni siquiera las conocen, haya otros que no puedan poseerla, sino que sean sus esclavos. Cada ciudad nuestra, cada población, es un ejemplo que no admite contradicción sobre el crecimiento indebido de la renta.
Por eso que la injusticia de la renta que tiene relación íntima con la propiedad haya sido impugnada no tan sólo por quienes profesan ideas socialistas, sino aún hombres separados profundamente de ellas. Individualistas de la talla de Spencer sostienen el dominio eminente p6r parte del Estado sobre la tierra, lo que equivale a desconocer la propiedad de la tierra. Y a la verdad que examinando las cosas, salta la desproporcionada sinrazón de la propiedad irrestricta de la tierra. Porque si a la propiedad sólo se puede llegar por el trabajo, porque si sólo es dable considerar como de nuestra propiedad aquello que es fruto de un esfuerzo, no hay justificación para la propiedad individual de la tierra. Allí no hay propiedad resultante de un esfuerzo. Si ella no puede ser producida por nadie, no hay derecho para que por nadie sea monopolizada, y debe permanecer en el único carácter que le corresponde, a saber, un instrumento de trabajo para todos los hombres. Ella como el aire, como los demás elementos naturales, no debe ser monopolizada, pues ello redunda en cruel injusticia para los seres sin fortuna.
Es verdad que se han tratado de formular razones para vindicar este monopolio. La tierra, se dice, no es tan sólo el fruto de una usurpación. Hay que tener en cuenta: lo. El capital acumulado sobre esas tierras, los grandes esfuerzos realizados sobre ella, todo lo cual representa un trabajo; 2o. Aún cuando no se puede negar el carácter primitivo de despojo que la tierra haya tenido en sus principios, es evidente que hoy representa un fruto del trabajo individual. “Esta pretensión —dice un tratadista refiriéndose al despojo— es insostenible y ridícula. La usurpación primitiva es de tal modo lejana, ha sido rescatada por el trabajo de tantas familias sucesivas; la tierra que conocemos hoy con sus abonos, sus plantaciones, sus construcciones, sus arreglos diversos es tan distinta, que se necesita tener un espíritu de singular sutileza para buscar bajo las capas de las ochenta o cien generaciones de trabajadores que se han sucedido en ella, la huella de la conquista”. Y además, agrega otro economista: “La propiedad de la tierra es hoy legítima, porque toda la tierra ha sido comprada a precio de dinero, y por consiguiente, la renta de la tierra no es sino el interés del dinero así colocado”; 3o. No hay por qué impugnar este estado de cosas, ya que si la tierra adquiere un valor no es por la tierra misma, sino por razón del trabajo, según lo enseña la escuela de Bastiat, aplicado a ella; esa propiedad de la tierra se explica por el trabajo; y 4o. La concurrencia social, la tranquilidad de los individuos —al decir de los fisiócratas— justifican esta apropiación individual. Bajo un régimen socialista, de usufructo individual de la tierra y propiedad de la misma por la sociedad, , Podría encontrar el hombre estímulo para el trabajo? Claro está que nó, responden ellos.
Analicemos, aun cuando sea en modo somero, estas objeciones. Hablar de las mejoras, de los capitales invertidos en el cultivo de las tierras, es algo que no viene al caso, y por tanto no puede justificar el dominio sobre la tierra. Y no tiene valor, sencillamente porque nace de una confusión a todas luces anticientífica.
Ya hemos demostrado que hay en la repartición de la riqueza una parte que corresponde a la tierra en sí y nada más que por el derecho de usarla, la cual se llama renta. Lo que hace relación a las mejoras es asunto que cae bajo las leyes del capital, ya estudiadas también.
Si se está discutiendo, precisamente, la renta, si ella se refiere nada más que al uso de la tierra, ¿Cómo es que se quiere justificar con las mejoras, que están sometidas a otras leyes, al juego económico del capital? Bien decíamos que era menester no confundir la tierra con el capital, y aquí tenemos una muestra de la importancia de tal distinción que sin embargo tan a menudo es olvidada por los mismos economistas que la predican. Son dos cosas distintas la tierra y su provecho, la renta y el capital o mejoras y su provecho interés. Esas mejoras justificarían —si lo justificaran— los provechos del capital, pero nunca la renta que nace de la apropiación de la tierra y que es problema distinto. Y no se hable tampoco del trabajo sobre la tierra ejercido, pues que bajo la concepción socialista se aspira, precisamente, a que sean los frutos del trabajo sobre la tierra y no la tierra por sí misma los que justifiquen el derecho a su tenencia.
No es precisamente el propietario de tierras quien pueda aducir con mejor provecho el argumento del trabajo, porque casi unánimente él no lo efectúa, sino que lo realizan, bajo un sistema de salario ya estudiado, quienes no poseen la tierra. Estos argumentos, como se ve, vuélvanse en contra de los mismos que lo formulan para justificar un derecho injustificable. Estas razones del propietario equivaldrían a las que diera un amo para justificar su dominio sobre el esclavo: la propiedad de ese esclavo —diría el dueño— se justifica perfectamente, porque las cadenas con que lo tengo sujeto me pertenecen.
Además, por grandes que hayan sido los trabajos sobre la tierra, ella no puede haber sido nunca el producto del trabajo; habrá .sido- -un instrumento, cosa perfectamente distinta. La tierra es preexistente a todo trabajo.
No más fuerte es la segunda objeción. Querer vindicar el despojo por el transcurso del tiempo, dándole al problema un sentido de grosera objetividad, para den strarnos que las tierras que se hallan hoy en las sabanas de Bogotá son muy distintas de las que en los mismos sitios existían hace doscientos años, es cosa que no resiste el análisis. Bien sabemos que en otras partes hasta se ha puesto el ejemplo de los labradores de Valais y de los Pirineos, para argumentar que ellos han tenido que llevar sobre el terreno rocalloso grandes cantidades de tierra donde cultivar sus labranzas. Y no por menos notificados nos damos del hecho evidente de que esas tierras hoy en cultivo no son física, ni químicamente exactas a las de los primitivos tiempos. Pero a fuer de hombres que no podemos analizar estas cosas con el análisis imposible y fuera de lugar de los paleontólogos, tenemos que concluir en que el problema por eso no ha cambiado de aspecto. Porque, ¿De dónde han salido esas nuevas tierras? ¿Es que el hombre las ha creado? El hombre habrá logrado transformarlas, o mejorarlas, pero esas mejoras se deben al trabajo y al capital y no tienen relación ninguna con lo que ya hemos demostrado que debe entenderse por renta de la tierra, renta que nace de su propiedad y que para su aniquilación necesita la abolición del monopolio individual. La misma contestación debe darse al argumento de que esa tierra ha sido comprada a precio de dinero. A más de que, como acertadamente lo anota un economista, esto no es sino caer en un círculo vicioso. Porque el hecho de que una tierra haya costado $ 1.000, por ejemplo, no explica que produzca $100 de renta. Lo que sucede es precisamente lo contrario: porque esa tierra producía $100 de renta independiente de todo trabajo, fue por lo que se compró en $1.000. Y aquí se trata de averiguar por qué producía esa renta.
Cuando se compra una tierra el precio que se da a cambio de su dominio perpetuo es renta capitalizada, renta que aumentará diariamente, sin que ese aumento represente trabajo ni capital; esa tierra sin necesidad de trabajarla subirá en precio diariamente, y ese aumento indebido es precisamente renta.
En cuanto a la tercera objeción sostenida por la escuela de Bastiat, de que la renta o valor de uso de la tierra nace del trabajo, no es menos inexacta. Hablar de valor es hablar de cambio. Una cosa tiene valor precisamente, porque puede cambiarse por otras. Es entonces cuando las cosas adquieren un precio. Por eso se dice que el precio es un valor en cambio. Y de cambio no puede hablarse sino en sociedad. En la formación de la sociedad es donde se encuentra al mismo tiempo la división del trabajo, nacida de la diversidad de las necesidades.
Si la tierra no hubiera sido apropiada individualmente no tendría valor, puesto que ella por sí misma no produce nada, y sólo puede hacerlo cuando se le aplica un trabajo. Ahora, si toda la tierra pudiera conseguirse de balde, claro está que nadie querría pagar un especial tributo a determinada persona. Un individuo puede tener tierra muy buena y sin embargo no encontrar quien le ofrezca un centavo por ella mientras haya tierra de igual calidad que se pueda conseguir de balde. Luego la tierra empieza a tener un valor sólo por la monopolización de ella y no por el trabajo. Dará frutos y esos frutos tendrán un precio, pero aquí no se trata del valor de las cosas que produce la tierra por el esfuerzo humano, sino de la renta o valor de uso de la tierra.
Esto nos muestra, igualmente, que tampoco depende su precio de su calidad intrínseca, pues que en el ejemplo propuesto, a pesar de la buena calidad de la tierra del poseedor ella no adquiriría precio. Ese precio nace solamente de la comparación entre las tierras que se pueden conseguir de balde y las que están monopolizadas.
¿Si el valor de la tierra sólo puede concebirse en el cambio y ese cambio sólo es posible en sociedad, a qué traer el ejemplo que ponía Bastiat de las tierras vírgenes? Se ve claramente, argumentaba Bastiat, que el valor de la tierra nace del trabajo, pues que aquellas tierras, tan fecundas o más fecundas que las ya trabajadas, no tienen ningún valor. Por los principios que hemos sentado es fácil descubrir el sofisma. Esas tierras si no tienen valor no es por su virginidad, sino porque no están en sociedad, y no estando en sociedad no pueden entrar en el juego del cambio, y no siendo cambiables no pueden tener valor, ya que el valor es consecuencia necesaria del cambio. Henkerlith proponía un argumento que es definitivo: “Pasad decía, las tierras hoy sin cultivar a sitios donde haya sociedad, e inmediatamente esas tierras habrán adquirido un valor”. Y esto es más que evidente; si parte siquiera de esos terrenos vírgenes fueran incrustados en una de nuestras ciudades, adquirirían un gran valor. ¿Pero esto no se vuelve contra la apropiación individual de la tierra? Suponed una de dos hipótesis: o esas nuevas tierras eran traídas para ser apropiadas individualmente, o todo lo contrario, se dejaban de balde a quienes desearan trabajarlas. En el primer caso, veríamos que por su virginidad y natural fecundidad adquirirían un gran valor en provecho de sus dueños. ¿Ese valor sería nacido del trabajo? No, se lo da la sociedad, cuyo progreso y formación es obra de todos los hombres, y sobre todo de los trabajadores. Veríamos la injusticia de una sociedad —según hoy pasa— donde el esfuerzo de todos sólo sirve para arruinarlos, enriqueciendo a unos pocos. Y en el segundo caso, claro está, que nadie iría a pagar tierras a los propietarios individuales, sabiendo que había otras de fácil consecución gratuita. Las tierras de propiedad individual perderían su renta, y de ellas sólo podría sacarse el valor de los frutos, es decir, sólo darían como ganancia aquello que produjera el trabajo. Luego si en sociedad llegan las tierras a adquirir un valor específico, a ser base de la explotación de la minoría contra la mayoría, dé bese al monopolio individual.
Aquí conviene que tratemos el argumento que en Colombia se formula para negar el problema de la tierra.

IV
Los Baldíos y el
Problema de la Tierra

Desde el principio hemos anotado la objeción que en Colombia se opone contra la evidencia del problema social nacido de que en nuestro país existen ingentes cantidades de tierras sin cultivo. Parécenos que el estudio que precede resuelve por entero la dificultad.
Existen esas grandes cantidades de tierra, pero esto en vez de aminorar o negar el problema lo agrava. Para la clase proletaria, para los labriegos sin fortuna, aquellas tierras nada significan, ni pueden presentárseles como una redención. ¿Por qué? Porque sencillamente ellas nada valen. Ya lo hemos visto que no estando esas tierras en sociedad no pueden tener valor. ¿Y qué significaría para esas clases entregarles una cosa sin valor, cuando precisamente su deplorable situación nace de la ausencia de valores? ¿Es que basta la posibilidad de ser propietario para adquirir las ventajas de tal? Claro es que el problema social nace de un desequilibrio donde la minoría de los hombres gozan de todos los valores, en tanto que la mayoría se halla sometida a la miseria. Y tiene una evidencia axiomática el hecho de que la existencia de esas tierras en nada han de solventar las miserias del recio y sufrido labriego de Boyacá, del campesino expoliado, macerado e ignorante de Cundinamarca, del santandereano altivo y generoso, del hijo dulce del Tolima, del nervioso costeño, o el creyente nariñense. ¿Qué significa para esa legión de hombres en desgracia el que existan selvas en el Caquetá y el Putumayo?
Pero hay más; esas tierras agravan día a día el problema en Colombia, porque en vez de constituir una base de redención para las clases proletarias constituye un mayor peligro de desequilibrio social. ¿Quiénes serán los hombres capacitados para adquirir esas nuevas tierras? Por ventura serán los actuales siervos de la tierra, los hombres sin capital, es decir, los que necesitan ese elemento de producción que se llama la tierra? No. Serán precisamente los que tengan un capital, los que estén en capacidad de explotar esa tierra por medio de sus riquezas, es decir, los que no la necesitan. Luego el problema en vez de aminorarse se agravará.
Y es que entre el capital y la tierra hay una estrecha relación de causa a efecto. Si un hombre, sobre todo en los países agrícolas como el nuestro, logra engrosar desmedidamente su capital, es porque el monopolio de la tierra se lo ha permitido. Y al contrario, si es posible que la tierra sea monopolizada, es porque los capitales lo facilitan. En esto como en todos los órdenes de la vida la dialéctica hegeliana se presenta como un postulado evidente. En este sentido es que tomábamos la concentración agrícola atrás enunciada. No es que pretendamos que esa concentración de las tierras en unas solas manos se hace en forma extensiva, pues hay que reconocer que la tierra por el contrario físicamente se ha dividido; lo que sucede es que tal concentración se hace intensivamente, lo que es más deplorable para las clases proletarias, pues entonces la clase pudiente cuenta en sus manos no sólo el elemento físico tierra, sino que goza de la compenetración, de la coalición de los dos elementos: tierra y capital, que obran conjuntamente contra los intereses del trabajador. La concentración extensiva primitiva era mucho menos peligrosa que la concentración intensiva presente.
Esa compenetración profunda que hay entre la tierra y el capital en el presente orden económico es lo que nos muestra la incompetencia del llamado socialismo agrario para la resolución del problema. Para ese socialismo que ha sido expuesto y predicado meor que por nadie por Enrique George (“El Problema Socil”), (“Progreso y Miseria”), todo se reduce a la simple abolición de la renta por el sistema de un impuesto único y progresivo, dejando en el libre juego presente los otros medios de producción, porque según ellos la actual injusticia social encuentra su única causa en la renta de la tierra. Miguel Eluerscheim va un poco más allá para demostrar que el interés no es como se pretende un producto natural, y señala cómo la mayoría de los capitales no son reales, sino ficticios, no son productivos sino especulativos, hallando que las ganancias indebidas del capital son otras tantas cargas que sufre la clase proletaria. Pero al fin y al cabo y a pesar de sus discordancias con George, él se mantiene en el terreno del agrarismo.
Este sistema es incompleto: lucha contra una de las manifestaciones del actual desequilibrio, pero deja intactos los otros factores, y ya hemos visto que precisamente la tierra es hoy una fuerza social más opresiva no por su concentración extensiva, sino intensiva, es decir, por los capitales acumulados en ella, sin los cuales es al presente imposible su explotación, explotación que se realiza con los mismos sistemas del capitalismo. No se puede establecer tal diferencia porque, lo repetimos, entre capital y tierra hay una compenetración tal que para explicarnos el uno necesitamos del otro y para acabar con las injusticias del uno es necesario cambiar la organización actual de ambos.
Luego esto de afirmar que dada la gran cantidad de tierras sin cultivo en Colombia no hay problema, es inoficioso y vano. Imaginad que un hombre ofrece a otro regalarle todo un tesoro: tesoro o riqueza tan grande que todas las habitaciones de una casa apenas han sido capaces a contenerlos. Llegado a la casa el obsequiado se le ordena penetrar en ella y recoger los frutos del obsequio. El obsequiado penetra por los pasillos y encuentra que todas las puertas se hallan cerradas. Las llaves no le serán entregadas por ningún motivo. Ahí tenéis esas inmensas cantidades de tierra, se les dice a nuestros hombres sin fortuna. ¿Qué más queréis? ¿Por qué gritáis que hay un problema de la tierra si os ofrecemos, precisamente, esas grandes cantidades de tierra? Pero aquí vendrá otra pregunta por parte de los desheredados: ¿Y las llaves indispensables, el capital necesario, sin las cuales ellas nada valen ni significan? Esas, se les responderá, esas no irán a vuestras manos. ¡Cruel ironías ¡Bárbaro argumento!

V
Consideraciones Generales

Hemos venido hablando de la renta de la tierra y de su propiedad en el caso de que sea trabajada o siquiera administrada por el propietario, de la misma manera que al estudiar el capital sólo nos referimos al capital productivo y no al especulativo, cuya injusticia es mayor y que sin embargo en el actual orden social facilita la más decisiva influencia. Pero el caso general en relación con la tierra es el contrario. Tal vez, podría decirse, el trabajo directo sobre la tierra justificaría su propiedad; pero cuando nunca el hombre la trabaja, cuando son otros los que la laboran y el propietario recibe las ganancias, ¿Cómo es posible que esa tierra que otros trabajan le otorgue derechos?
Nuestros grandes propietarios o hacendados son hombres que muchas veces ni siquiera conocen sus tierras y que en la totalidad de los casos no las trabajan; son otros los dedicados a su laboreo, mientras el propietario se enriquece con el fruto del esfuerzo ajeno.
De aquí nacen dos aspectos del problema que conviene analizar separadamente: uno que hace relación a los propietarios y otro a los trabajadores. En cuanto dice relación al primero, debe considerarse el caso de la explotación directa y el de explotación por arriendo.
Al propietario que directamente ve por sus fincas —caso excepcional— hay que aplicarle en primer lugar los principios generales ya estudiados de la ilegitimidad de la renta, por ser ella producto ajeno a un esfuerzo individual. El valor de la tierra, tengámoslo en cuenta, no depende propiamente de sus cualidades intrínsecas, pues ellas en la mayoría de los casos no representan cantidad alguna en el juego de los valores cambiables. Una tierra situada en la ciudad o cerca a un centro poblado tiene un valor diez o más veces superior al de las tierras en despoblado, por buenas que ellas sean; y ya hemos visto como otras, las sin cultivar, a pesar de su virginidad es decir, de su mayor fecundidad, no valen nada. ¿Quién produjo ese aumento de valor de las primeras? La sociedad, pues fue ella quien labrando todo lo que constituye el. progreso elevó, y aún más, le dio el valor a esas tierras. ¿Es la sociedad la que recibe el beneficio? No; es el propietario y por razones ajenas a su trabajo, sin existir motivo que justifique esa apropiación individual. Lo segundo que debe advertirse es el salario concedido por el patrón a aquellos que sí trabajan la tierra. Este se rige por el sistema que señalamos atrás y cuya desproporción y absurdo ya dejamos estudiado.
Y hay condiciones peculiares que agravan el problema. El dueño territorial —lo que no pasa con el patrón industrial— conserva en sus relaciones con los labriegos un método feudal, absolutamente feudal. Cualquiera de los colombianos sabe la manera inicua como al trabajador de los campos se le trata. A él no se le considera como humano; es el siervo en la más dolorosa acepción. El propietario manda sobre el labriego, sobre su mujer, sobre sus hijos, en forma absoluta, y nada le está vedado. En el pueblo tiene toda la autoridad, y es conforme a sus deseos como todo se falla y reglamenta. ¿Habrá que describir la vida del propietario territorial? ¿Y habrá que hacer consideraciones sobre los ningunos derechos sociales, ni políticos del labriego? No, todos conocemos esta situación, todos hemos sentido brincar la indignación ante el Estado medioévico de nuestros labriegos. El amo todo lo recoge para sí. todas las ganancias le pertenecen, todos los favores y todos los privilegios. Cuando no administra directamente, arrienda las tierras. Su vida corre tranquilamente en Bogotá o en cualquiera otra ciudad, y mensualmente los hombres que trabajan le envían el fruto de su trabajo, para que complazca su opulencia y muchas veces sus orgías. Nunca un esfuerzo, una fatiga de su parte.
Y por lo que hace a los labriegos, sería una irrisión ‘siquiera llamarlos ciudadanos; no lo son. ¡Qué vida más desgraciada la que arrastran estos parias de Colombia, que son por lo menos tres de los seis millones de habitantes que tiene la República.
La ignorancia en que se les tiene les hace inconscientes de su derecho. Hombres que desde las cuatro de la mañana a las seis de la tarde luchan en las más duras faenas. ¿Su alimento? El más miserable que pueda concebirse. Los cinco centavos, cuando más hasta treinta, que se les pagan, no les alcanzan para comer. Vestidos, mucho menos han de tenerlos. Las enfermedades los minan sin la menor ayuda científica. La dispersión en que se encuentran no les permite asociarse para la defensa. Sus mujeres son obligadas a iguales trabajos. Sus hijos son esclavos a quienes también toca trabajar a pesar de su edad débil y su constitución naturalmente enfermiza. Sus hijas son la carne victimada, de la que los patrones, como decía O’Coneill, hacen un instrumento de voluptuosidad. Su vivienda, su casa, es pocilga destartalada donde se albergan las más odiosas miserias. Entre tanto el hombre de ciudad, el potentado, dilapida, y en las burbujas del champaña bebe la angustia de sus esclavos, el pan de los hijos de la gleba, el fruto del trabajo de los zapadores del surco. Indudablemente la vida del obrero de ciudad es vida de potentado ante la miseria escalofriante de nuestro labriégo. Todo esto nos confirma en la evidencia de que entre nosotros el problema social por su índole agraria es más agudo.
Nadie, sin embargo, se acuerda de los labriegos, porque tanto se les oprime y en tal miseria se les mantiene, que ni siquiera son capaces de reclamar ni comprender que hay derecho para ese reclamo. Son las víctimas propiciatorias de la guerra utilizada para que los hombres de arriba hagan triunfar por la fuerza sus apetitos y sus concupiscentes ambiciones, mientras, llegada la paz, son convertidos en los esclavos del silencio.
Ante este problema del labriego, que como lo hemos indicado no se le puede resolver con simples reformas adjetivas, sino destruyendo la raíz cancerosa, la monopolización de la tierra por los individuos, nuestro labio se inmutiliza y nuestra pluma se resiste a diseccionarlo en todos los aspectos que cada uno de los colombianos conoce, pues nos basta señalar las causas económicas fundamentales que determinan esa miseria espantable; ahí en la propiedad individual, en el monopolio de la tierra se encuentran. ¿A qué describir las consecuencias de esas causas? Las tenéis delante; nosotros y vosotros conocéis todo esto. Recogeos como nosotros en el fondo abismado del espíritu; rumiad con la razón esta venenosa raíz de crueldades, y habéis encontrado de sobra evidenciada la necesidad de una fundamental transformación en la vida económica, de la cual dependen todas las restantes manifestaciones de la actividad humana. Nuestra labor tenía que limitarse a señalar las causas científicas; lo demás es obra de quienes deben forjar las leyes y constituir las relaciones sociales.
Mientras la propiedad de la tierra siga siendo individual, mientras por lo tanto la renta de la tierra esté sometida a la ley ya señalada, no hay esperanza de mejora. Esa propiedad es injusta, esa renta es indebida, esa vida social que ella engendra es un crimen, y los hombres que la explotan a virtud de una inversión de los verdaderos valores sociales, marchan, como decía Ferri, por las pautas blancas del Código Penal.
¿En Colombia existe el mismo sistema de la propiedad individual que en otras partes? Sí; por lo tanto, los efectos de las causas económicas señaladas tienen que ser y son exactamente los mismos que en todas partes, y aún más, tienen el agravante de las características nacionales señaladas. Los labriegos de todas partes están en una mejor situación que lo está en nuestro país. El problema, dolorosamente, es extremo: por un lado la base fundamental de la propiedad individual de la tierra que trae el alza creciente de la renta y el subido costo de los frutos en perjuicio de las clases consumidoras, o lo que es lo mismo, el hambre y miseria de la mayoría; y por otro, las extorsiones mayores que en parte alguna, que los propietarios imponen al labriego, no ya propiamente en su condición de labriego, sino como miembro de la sociedad política o jurídica, uniendo a todo esto la mayor ignorancia y la ninguna posibilidad de solidarización, hechos que sitúan nuestro problema en condiciones más duras que las de ningún otro proletariado.


CAPITULO III de LAS IDEAS SOCIALISTAS EN COLOMBIA

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