lunes, 30 de mayo de 2011

LA HERMANDAD HISPÁNICA


por Miguel Unamuno

SE HA comentado, y seguirá todavía comentándose por algún tiempo, el mensaje que, como la flecha que lanzaba el parto al retirarse del campo de batalla, puso el señor conde de Romanones(*) en manos de Su Majestad el Rey en el Consejo de ministros en que se terminó la última crisis política ministerial.
No vamos aquí a comentarlo sino en una parte de permanente interés. El mensaje nos parece, en general, bien, muy bien. Lo único malo de él es que sea de quien es, porque hasta a los más identificados con el sentido del documento se nos hace muy cuesta arriba creer en la sinceridad de quien lo redactó, y nos tememos que no pase de ser una habilidad más.
Pero vamos al caso que ahora y aquí nos importa. Dice, entre otras cosas, el documento:
“Pesa en mi ánimo otra consideración. España es depositaria del patrimonio espiritual de una gran raza. Aspira históricamente a presidir la Confederación moral de todas las naciones de nuestra sangre. Y esa aspiración se malogrará definitivamente si, en hora tan decisiva para lo futuro como la actual, España y sus hijas aparecieran espiritualmente divorciadas”.
Podemos asegurar que estos párrafos no serán leídos con simpatía allende los mares, en la América hispánica, en aquellas naciones de nuestra lengua —de ellos y de nosotros—, ya que lo de la supuesta comunidad de sangre implica muchas veces un problema peliagudo. Quedémonos, pues, con lo de la lengua, que es claro y es histórico, y aseguremos que no serán recibidos con general simpatía esas palabras entre aquellas naciones a que nos obstinamos en tratar de hijas y no de hermanas.
Y en civilidad, que es lo que importa, esa filiación es más que dudosa.
“Ingratos —nos decía una vez un compatriota refiriéndose a los portorriqueños—, después que descubrimos y conquistamos y poblamos aquello!” “Cómo —le replicó el que esto escribe— que descubrimos y conquistamos y poblamos aquello nosotros? Pues yo no me acuerdo de haber tomado parte en tales proezas”. Y él entonces: “Bueno, nosotros no; pero nuestros abuelos”. Y yo, a mi vez: “Los nuestros no, caballero, sino los de ellos!”. Porque es indudable que los actuales hispanoamericanos, criollos y aun mestizos, descienden tanto o más que nosotros de los que descubrieron y poblaron sus tierras. Estos descubridores, conquistadores y pobladores fueron padres de sus abuelos y tíos de los nuestros. Del mayorazgo, que se quedó aquí, descenderemos nosotros, o del que no pudo irse; pero del segundón, del aventurero que se fue, descienden ellos.
Y esto conviene no perderlo de vista.
España es depositaria del patrimonio espiritual de una gran raza. Pero ese patrimonio espiritual no es ningún inmueble, ninguna dehesa, ningún coto que esté ligado al solar en que nacieron los abuelos. El patrimonio espiritual puede muy bien atravesar los mares y nadie le tiene en depósito. Y hasta pudiera ocurrir que tengamos un día que ir a buscar civilidad hispánica, esto es, verdadera españolidad, espíritu de libertad y de independencia y de dignidad civiles encarnados en nuestra lengua, allá, a aquellas tierras de allende el Océano, donde las conciencias nacionales se fecundan mejor que aquí en conciencia internacional.
No; podemos asegurar que los más dignos y más conscientes espíritus de aquellos pueblos no reconocen eso del depósito del patrimonio espiritual de una gran raza en poder de la llamada madre España. Ese patrimonio, en cuanto queda, es comunal; lo disfrutamos en común con las naciones americanas hermanas —no hijas— de lengua de la nuestra. Y en lo que hace a la lengua misma, no admiten, y en ello hacen muy bien, monopolios de castidad. Hasta se da el caso de que entre los sabios, los verdaderos sabios de nuestra común lengua, figuren americanos, como Bello, Cuervo, Suárez, etc., en primera línea.

Nuevo Mundo, Madrid, 18 mayo, 1917, en:
Obras completas, IV: pp. 1019-1020.

(*) Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones (1863-1950), servía varias veces como presidente del gobierno español bajo Alfonso XIII.

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