La relación entre fe cristiana y compromiso político es el tema número uno de la reflexión teológica contemporánea. Por eso no resulta demasiado sorprendente que Oscar Cullmann, uno de los más importantes teólogos del protestantismo actual, considerando por católicos, protestantes y judíos sin distinción como el mejor exégeta tal vez, que hay hoy del Nuevo Testamento, se ocupe de la relación que existió entre el Jesús histórico y los revolucionarios de su tiempo.
Nadie ignora que a partir del Concilio Vaticano II, que con su histórica Constitución Pastoral Gaudium et Spes (La Iglesia en el Mundo Contemporáneo, 1964 y, sobre todo, con la Encíclica Populorum Progressio (1966) de Pablo VI, el tema de la relación entre la fe y el compromiso político es el que ha absorbido la atención de los teólogos y pensadores cristianos. Y el proceso se ha ido acentuando cada vez más. Basta a hojear la revista Concilium, que reúne a los más importantes teólogos renovadores europeos y comienza a darle amplia cabida al tema en sus páginas.
Es cierto que en los países llamados desarrollados, que con más precisión desde el Tercer Mundo son señalados corno subdesarrollantes, la problemática teológica es mucho más conflictiva ya que se cuestiona la esencia misma del mensaje revelado. Como decía un gran teólogo' "allí la mordedura llegó hasta el hueso". Se cuestiona no sólo la legítima pretensión de la Iglesia de ser la sucesora de los apóstoles, sino la misma divinidad de Cristo, a quien se pretende presentar como el prototipo del hombre para dos demás, pero no necesariamente como el Hijo de Dios. Al reducir a Cristo a una dimensión meramente humana, presentándolo como el hombre que llegó al fondo en la capacidad de amar, en la entrega a los hombres a través de su máxima manifestación, dando la vida por ellos, se dinamita el dogma básico de la fe cristiana: la Resurrección.
San Pablo enseña: "Si Cristo no resucitó, los cristianos somos los hombres más estúpidos de la tierra". Y tiene razón si Cristo no resucitó, no hay salida para los ciegos, paralíticos y esquizofrénicos de este mundo, por más revoluciones sociales que se propugnen. El marxismo, pienso yo, encuentra su límite más terrible en el pasado. No hay salida trascendente para los que ya murieron. Para el cristianismo, la muerte no existe. Para el cristiano no hay más que una sola vida, pero que tiene tres instancias: la histórica que podemos llamar vida uterina, luego viene el parto que es la muerte, para acceder finalmente a la vida plenamente creadora: la vida eterna, que supone entrar a compartir la existencia tremendamente fecunda y gozosa de Dios. Es entrar, por decir así a crear desde Dios, nuevos mundos. Y precisamente, por ser totalmente creadora, la existencia se vuelve totalmente dichosa.
No obstante esta preocupación constante por salvar el basamento mismo de la fe cristiana los teólogos europeos comienzan a reflexionar sobre el tema religión y política porque munchos jóvenes, hoy, en Europa, entran en crisis de fe al sentir que c' modo de presentación del mensaje cristiano y el rol que desempeña la Iglesia aparecen como sustentadores de una sociedad que agoniza del orden establecido, al que Helder Cámara llama el “desorden establecido”.
Sin duda que a nivel cristiano fue decisiva en este punto la toma de posición del Magisterio de la Iglesia y sobre todo, de Pablo VI. En la Constitución Pastoral la Iglesia en el Mundo Contemporáneo, el Concilio exhorta a los cristianos a comprometerse en la creación de una sociedad nueva y a ampliar el campo del compromiso solidario al mundo entero. La encíclica Populorum Progressio precisa más el campo de atención y de acción. Es la Carta fundamental del Tercer Mundo desde la perspectiva católica. No basta ya luchar para que desaparezcan los individuos ricos y pobres, sino que se trata de acabar con los países ricos y los países pobres. No se trata de que los pueblos ricos ayuden a los pueblos pobres sino de que los pobres dejen de ser pobres. Realizar una acción que signifique a nivel de pueblos lo que Helder Cámara quiere para el campesino miserable del Nordeste brasileño: "ayudar al hombre a ponerse de pie". No se trata de "pararlo" paternalísticamente sino de ayudarlo a ayudarse. Aceptar el surgimiento original o inédito de los pueblos del Tercer Mundo. Claro que este planteo de Pablo VI parece ingenuo. Porque para que surjan los pueblos nuevos los países dominantes deben renunciar a sus apetitos imperiales.
Esta necesidad de atender a las crisis internas de las Iglesias que corrían el riesgo de desaparecer con el cambio generacional, es la que en última instancia ha obligado a los teólogos europeos a mirar más allá de sus narices y advertir que existe un Tercer Mundo. No hay duda de que Pablo VI, con su ejemplo, ha contribuido a empujarlos. Por eso no sorprende demasiado hoy que Cullmann, el gran exégeta protestante contemporáneo, amigo personal de Pablo VI y observador en el Concilio Vaticano II, se ocupe de la relación entre fe y militancia política. Es la primera vez que lo hace, ya que hasta ahora sólo le preocupó la relación entre fe e historia desde una perspectiva más distante. Pero es indudable que él mismo ha contribuido a este "aterrizaje" de la teología católica y protestante actual. Con su Cristo y el tiempo, Cullmann fue uno de los pioneros de este siglo en señalar el sentido evolutivo de la formulación de la fe y la relación entre revelación e historia humana, mostrando que Dios no sólo se revela a través del mensaje bíblico sino también a través de la historia humana, a través de lo que Juan XXIII llamará después “los signos de los tiempos". Por eso es que hoy son muchos los teólogos que afirman que Dios se revela ante todo y principalmente a través de la Biblia pero que también lo hace a otro nivel, ciertamente, para los católicos, a través del Corán, Marx, Freud o Einstein. El Cardenal Bea, hablando a cristianos, protestantes y musulmanes, les decía: "Te hemos que compartir la porción de verdad que hay en cada una de nuestras religiones para acercarnos más al Dios que todos amamos". Y Pablo VI, en su discurso a los observadores del Concilio (Cullmann, entre ellos), dirá: "Ustedes (protestantes, ortodoxos) y nosotros (católicos) estamos en un mismo camino, y vamos hacia una novedad que debe ser engendrada".
Esto no significa que la Iglesia Católica renuncie a nada de lo que constituye su esencia, sino al contrario, que explicite su esencia, que explicite todas las virtualidades que contiene en su seno.
El acto académico de la inauguración de los cursos de 1969 de la Facultad libre de Teología protestante de París fue la ocasión para que Cullmann, a través de su trabajo Jesús y los revolucionarios de su tiempo incursionara por primera vez en el campo de la teología política. Es una obra breve, concisa, de 87 páginas, en la que Cullmann nos propone desde el Evangelio, y con el rigor histórico que el tema exige, las bases para reflexionar sobre la relación entre la fe y el compromiso político. Lo que le preocupa a Cullmann en primer lugar es cuál fue la actitud concreta de Jesús, qué fue lo que El hizo y dijo en relación al poder de su tiempo, cómo se situó el Jesús histórico frente a los factores de poder que hoy tiene que encarar un cristiano. Ciertamente que, en el mundo en que se movía Jesús ─la sociedad geográfica de Israel, donde lo religioso y lo político aparecían íntimamente fusionados─ el problema era más grave y difícil. Cullmann demuestra que Jesús de Nazaret no puede ser encuadrado en ninguno de dos principales movimientos de su tiempo. Su obediencia radical a la voluntad divina, que se asienta en su íntima comunión con Dios, y en la espera de su Reino y su justicia, no se acomoda ni a la perspectiva de los grupos que defendían el orden establecido en Palestina, ni a la de los que combatían por la violencia. Al analizar el comportamiento histórico de Jesús, Cullmann, no niega la necesidad que hoy experimenta un cristiano acerca de cómo situarse frente a las distintas manifestaciones del poder; sostiene que el resultado del análisis histórico debe crear en el cristiano la base que le permita plantear correctamente el problema, eludiendo simplificaciones reducidoras, fruto de posiciones ideológicas dogmáticas que conducen a un Cristo pacifista a outrance o a un Cristo guerrillero.
Es importante señalar que, para un cristiano, el Jesús histórico es un punto de referencia fundamental para reflexionar sobre la validez de su compromiso, pero sin olvidar nunca que Cristo sigue hoy vivo y actuante a través de la historia, a través de su Espíritu, que se expresa particularmente ‑para los católicos‑ por el Magisterio de la Iglesia.
Ubicando a Jesús en su tiempo, lo encontramos enfrentado a un movimiento de resistencia religiosa y política: el movimiento zelota. Los zelotes luchan por medio de la violencia contra la autoridad establecida, en la que ven la expresión del paganismo e imperialismo romanos, opuestos a su religión monoteísta y a su libertad como pueblo. Cuando Jesús entra en la vida pública, el problema número uno de Palestina es la resistencia al invasor romano, problema religioso y político a la vez.
Hoy en día, en que tanto se habla de teología de la revolución, se corre el riesgo de hacer de Jesús pura y simplemente un rebelde zelota. Cullmann afirma que esto se explica, dado que la condenación jurídica de Jesús no es decretada por los judíos sino por los romanos. que sólo se preocupaban de la actitud política de la gente. Esto es demostrado por Cullmann de manera indudable dable, sobre todo cuando señala que Jesús fue ejecutado al modo romano, es decir, mediante la crucifixión, y no como la pena de muerte judía, que era la lapidación.
Además, la inscripción sobre la cruz, “Jesús, rey de los judíos”, aludía claramente a la razón política de la ejecución: éste pretende ser Rey, por lo tanto, sustituir al César.
Para poder ubicar bien a Jesús en su contexto histórico y percibir la originalidad de su vida y su mensaje, es indispensable advertir ‑como lo muestra Cullmann‑ que en los evangelios hay dos categorías de textos, que aluden a palabras y gestos de Jesús: 1) por un lado, los que aproximan a Jesús al zelotismo: a) los que se refieren a la aproximación creciente de Jesús a las masas, b) sus crueles ironías hacia los gobernantes, c) el tener entre sus discípulos a tres antiguos zelotas: Simón el Zelota, Simón Pedro y Judas Iscariote; d) su condenación por los romanos que lo creían agitador zelota, etcétera. 2) Por otro lado, están los textos en que Jesús aparece como adversario de toda violencia y de toda resistencia política: a) las parábolas de la no‑violencia, b) el amor a los enemigos, c) orden de no usar la espada para defenderlo, d) rechazo enérgico de todo elemento político en su misión divina, etcétera. En esta línea se puede afirmar que la gran tentación que Jesús rechazó como satánica fue la de erigirse en líder político, en jefe revolucionario.
La raíz común de las dos series de textos contrapuestos está en la esperanza central de Jesús: la espera del Reino que va a venir. Para Jesús, el Reino que va a venir, viene por obra de Dios antes que por obra del hombre. Por eso, todos los fenómenos de este mundo deben ser relativizados lo que no quiere decir minimizados, sino orientados al Reino definitivo. Así, Jesús, al sacramentalizar al amor humano, lo relativiza, es decir, muestra que tiene relación a una instancia más profunda, en que se realiza el amor pleno y total. Esa instancia es el amor en Dios.
El temor a la afirmación de Marx, “la religión es el opio del pueblo” ‑que históricamente ha tenido validez en muchos casos─ no debe impedir el percibir la originalidad del mensaje de Cristo que es evidentemente escatológico (es decir, que mira el fin de los tiempos). Helder Cámara, Luther King, y Camilo Torres, que con su solo testimonio invalidan la objeción de Marx, si se le quiere dar un alcance universal, nunca perdieron de vista que la revolución no significa la instalación del Reino de Dios en la tierra, y que debe ser permanentemente revolucionada y criticada desde la fe, hasta que el Señor vuelva. Ciertamente, esa crítica sólo se podrá ejercer honestamente a los ojos de los hombres de nuestro tiempo, desde adentro del proceso, participando de la acción revolucionaria, aunque se la relativice en el sentido antes expuesto.
Por eso Cullmann señala que la esperanza del Reino futuro (que no es de este mundo), que totaliza la perspectiva de Jesús no lo aleja a Él de la acción en este mundo que pasa, y para este mundo que pasa.
Es evidente que Jesús se sitúa en una actitud crítica frente a todas las instituciones existentes en su tiempo. Forman parte del mundo pervertido que pasará y no tienen, por lo tanto, ningún valor eterno. Jesús es el revolucionario más ambicioso de todos los tiempos, ya que no pretende crear nuevas estructuras, no pretende acabar la explotación del hombre por el hombre, no apunta a una sociedad nueva sin injusticias, sino que pretende crear una nueva vida, un nuevo modo de existir absolutamente impensable para el hombre, e imposible de alcanzar con sus solas fuerzas: la vida divina.
Es cierto que comenzar a vivir esta nueva vida traerá, como consecuencia, cambios profundos en las relaciones humanas y posibilitará la creación de una nueva sociedad. Pero Jesús no pierde el tiempo participando en una acción que encare la destrucción de las estructuras corruptoras mediante la violencia. Él no quiere desviar los corazones de su predicación que es el Reino de Dios, que no es de este mundo. Se trata de un nuevo modo de existir, insospechable para el hombre. Fue necesaria la Encarnación del Hijo de Dios para que el hombre pudiera aceptarla. Así como el mono jamás soñó en convertirse en hombre, la vida divina que Cristo trae al hombre resulta tan desproporcionada a sus apetencias terrenas, que Theilhard llama el salto mortal en la línea de la evolución: el paso del hombre a la vida transhumana, a la vida cristificada.
Jesús cambia en el culto todo lo que se opone a su radicalismo escatológico, todo lo que atenta ya, entonces, contra la nueva vida que anuncia, vida que supone el sano desarrollo en libertad de la interioridad del hombre. Cristo acaba con el culto alienante y exige un culto a Dios que se traduzca en la liberación real del hombre. Por eso Pablo VI dice en su discurso de clausura del Concilio del 7‑12‑71: “Nosotros, los cristianos, más que nadie, tenemos el culto del hombre”. Y dice verdad. Porque en la enseñanza de Cristo, el modo no ilusorio, no tramposo de glorificar a Dios, es el amor real y comprometido al hombre: "Ustedes son mis discípulos, si se aman unos a otros".
Jesús no reniega de la tradición. Elimina de ella los elementos que impiden captar con pureza la radicalidad de su mensaje. Hoy sucede algo parecido con las corrientes renovadoras de la Iglesia, que postulan la socialización de los medios de producción y el advenimiento del socialismo. Buscan su apoyo en la auténtica tradición de la Iglesia, desvirtuada en los últimos siglos por el individualismo capitalista. Y esta auténtica tradición se refleja ante todo en el Nuevo Testamento, que asienta por escrito las vivencias de las primeras comunidades cristianas. Y allí se ve que, desde el vamos, los primeros cristianos vivieron en comunidad de bienes. Mientras resonaban con fuerza en sus oídos las enseñanzas del Maestro, prescindieron de la propiedad privada individualista. A medida que se fueron alejando de su origen, este rigor hacia la propiedad individual fue desapareciendo, aunque siempre en la historia de la Iglesia existieron comunidades de hombres que mantuvieron una distancia radical frente a la posesión de los bienes. Basta recordar a San Francisco de Asís.
La actitud profundamente trascendente de Jesús lo lleva a descartar todo lo que se oponga al mundo directo de su mensaje escatológico, y lo llevó a enfrentarse con los defensores de la letra de la ley y con los zelotes nacionalistas sectarios. Porque Jesús viene a anunciar el plan divino no sólo a Israel, aunque reconoce su peculiar ubicación en la redención, sino a todos. De ahí que su fraternal apertura hacia los paganos y samaritanos escandaliza a los judíos, y en particular a los zelotas, cuyo odio al extranjero era ilimitado.
Cuando los hombres de hoy luchan por extirpar las clases que dividen a los hombres en explotadores y explotados, y se oponen al neocolonialismo y al imperialismo, están reconociendo en la práctica, tal vez sin advertirlo, la fuerza del mensaje que Cristo trajo hace dos mil años.
Los evangelios muestran con meridiana claridad que Jesús estigmatiza sin piedad a los ricos y predica con inusitada violencia contra la injusticia social. Jesús anuncia por un lado, que a la luz del Reino que vendrá, la diferencia entre ricos y pobres es contraria a la voluntad divina. Este juicio sobre el orden social de su tiempo es, como tal, un juicio revolucionario. Pero Jesús como ya dijimos, no apunta a voltear el orden social directamente. El exige otra cosa de sus discípulos: cada uno debe aplicar individualmente desde ahora las normas del Reino futuro. Cada hombre, como individuo, debe ser cambiado por la ley del amor. Jesús se preocupa por hacer desaparecer en el individuo el egoísmo, el odio la injusticia, la falsedad.
Esta enseñanza de Jesús sigue siendo hoy indispensable. Si todos los que hoy en la Argentina nos decimos cristianos, realizáramos a fondo nuestra revolución interior, pasáramos de la injusticia al amor, ciertamente que la configuración de nuestra sociedad sería otra. Y no se daría, por ejemplo, el hecho escandaloso de que solamente en Buenos Aires haya 120.000 departamentos vacíos y más de 2.000.000 de personas viviendo en villas miseria y conventillos. Sin hablar de "cristianos" con dos o tres casas, que viven lo más “panchos”, ignorando la situación de miseria de sus hermanos en la fe.
Es cierto, como ya antes quedó señalado, que el Magisterio de la Iglesia enseña que la conversión del corazón, para no ser ilusoria, supone hoy una acción política eficaz que busque eliminar las injusticias estructurales. Y que sea natural que una profunda conversión del corazón lleve al compromiso revolucionario, que busque acabar con la explotación del hombre por el hombre como lógica consecuencia.
Ortega decía: "El hombre es él y su circunstancia”. Después de Marx, esto no puede ser ignorado por los cristianos. Y toda la enseñanza actual de la Iglesia exige atender ciertamente a la conversión personal, pero simultáneamente a “la circunstancia", que en ciertas situaciones puede ser determinante de las actitudes interiores.
Pablo VI señala en su Carta al Cardenal Roy, refiriéndose a la insensibilidad social de los grandes empresarios, fruto de su tren de vida: “Muchos involucrados en las estructuras y acondicionamientos modernos están determinados por sus hábitos de pensamiento, sus funciones, cuando no lo están, también, por la salvaguarda de sus intereses materiales”.
Es cierto, sin duda que la cuestión se resolvería por sí misma si cada individuo se convirtiera tan radicalmente como Jesús lo exige. Pero también es cierto que el condicionamiento estructural puede penetrar hasta la interioridad de la persona e imposibilitarla para el cambio profundo. De ahí que hoy resulta inseparable en el cristiano la conversión del corazón y la acción política que busca la conversión de la sociedad.
Los primeros cristianos se tomaron en serio las enseñanzas de Jesús. Por eso vivían en comunidad de bienes (Actos de Apóstoles 4,36-5,4). Y su testimonio hizo explotar la institución madre de la opresión humana: la esclavitud.
Jesús fue condenado a muerte por Pilatos como rebelde político, como zelota. Su mensaje trascendente resultó incomprensible, tanto para la mentalidad teocrática y sectaria de los zelotas como para la mentalidad pagana de los romanos, que se engañaron acerca de las verdaderas intenciones de Jesús. Su esperanza escatológica, es decir, de la realización plena del reino fuera del tiempo, llevó a Jesús a una actitud agudamente crítica frente al poder romano que lo hizo aparecer como zelota. Y los movimientos populares que suscitó su acción, indudablemente aparecían, ante los ojos de los romanos, como levantamientos contra el orden establecido.
El Sanhedrín, como lo muestra el evangelista Juan (Juan 11,48), al advertir que el movimiento popular a favor de Jesús se agranda día a día, toma la decisión de denunciarlo como rebelde político a los romanos, para que la acusación no recayera sobre él.
Cullmann demostró en su momento, en Dios y el César que Pilatos no se limita a ratificar una pena aplicada por los judíos os, sino que es el que eficazmente juzga a Jesús. En Getsemaní es la cohorte romana ‑y no los judíos‑ la que apresa a Jesús. Es cierto que la responsabilidad moral le cabe al Sumo Sacerdote y al partido del Sanhedrín (y no al conjunto del pueblo judío), pero la responsabilidad jurídica corresponde exclusivamente a los romanos.
Es cierto que Jesús es condenado por zelota, por revolucionario, pero esta acusación de ninguna manera significa que Cristo fuera realmente zelota, sino que su actitud trascendente, profundamente religiosa, escapaba a toda posibilidad de comprensión por parte de los paganos.
En los Evangelios se ve con claridad que Jesús elude los movimientos populares que suscita con su acción, sobre todo cuando el pueblo trata de hacerlo rey (Juan 6,15) y los zelotas perciben que no quiere adherirse a su partido ni hacer cansa común con ellos. Jesús se atribuye a sí mismo la profecía de Isaías, que presenta al Mesías como el siervo de Jahvé, como un varón de dolores, y considera como la tentación capital de su vida la de erigirse como líder político. Esto queda sugerido en el episodio misterioso de las tentaciones en el desierto. A la proposición del demonio de constituirlo en rey señor del mundo, Jesús contesta: "Apártate, Satán" (Mateo 4,10). Y se resiste a ser llamado Mesías. Prefiere designarse a sí mismo como Hijo del Hombre. Es realmente significativo que prefiera este título aun al de Hijo de Dios. Para los cristianos que miran a Jesús con los ojos de la fe, éste es un índice más de compromiso definitivo del Dios Hombre con los hombres. Cuando se pretende usar la violencia para impedir su detención, se opone enérgicamente. Y coherente con la afirmación de su mensaje trascendente, responde a la pregunta de Pilatos: "Mi Reino no es de este mundo.
Un elemento original de su mensaje, tal vez el más profundo, coloca a Jesús por encima de los antagonismos de su tiempo. El Amor a los enemigos. Es cierto que, de suyo, el amor al enemigo. no excluye necesariamente el enfrentamiento, incluso violento, con éste, en situaciones extremas, como se ha dado tantas veces en la historia, pero Jesús traza las líneas ideales de conducta, válidas para todos los tiempos y que suponen para el cristiano en situación de lucha o aun de guerra una permanente tensión de reconciliación.
Cuando El dice que no vino a traer la paz sino la espada, de ningún modo está recomendando la guerra santa: constata que la decisión que su mensaje exige de los hombres provoca disensiones entre ellos y puede suscitar la persecución en sus discípulos. La historia reciente y actual muestra cómo las palabras de Cristo tienen plena vigencia. Luther King, el apóstol de la no‑violencia, es eliminado violentamente. Es que el mundo no puede soportar el mensaje cristiano cuando se expresa con su fuerza original. Las palabras de Jesús: "Si a mí me persiguieron, los perseguirán a ustedes", son para siempre. Pueden dar buena fe de ellas los laicos, obispos y sacerdotes de América latina, que por su fidelidad al Evangelio sufren hoy las consecuencias de la violencia institucionalizada.
La actitud de Jesús en el Evangelio es de una profunda unidad. El quiere afirmar a fondo la trascendencia de su mensaje, su originalidad en un mundo cerrado en la inmanencia. Sin embargo, es fundamental tener en cuenta, como lo señala Cullmann, que su actitud no puede ser traspuesta sin más a nuestros días. Son muchos los teólogos que afirman hoy. Cullmann entre ellos, que en la perspectiva de Jesús el fin del mundo era inminente y, por lo tanto, poco importaba cambiar las estructuras de la sociedad. Es importante entonces, como lo dijimos antes, no absolutizar al Jesús histórico cuando lo buscamos como norma para orientar nuestra actitud frente al compromiso político y la revolución. Para los cristianos, Jesús es el Cristo resucitado que, vivo y lleno de fuerza sigue conduciendo a su pueblo a través de la Iglesia, de su Magisterio y de la Historia. El cristiano de hoy, convencido de que estructuras injustas dificultan la conversión del corazón, no debe olvidar jamás ,la necesidad de la revolución interior. En la Unión Soviética se ha realizado una revolución social y económica, qué duda cabe. Pero la burocracia parasitaria que impide al pueblo una real participación en el poder político es una realidad indudable. Por más revolución social que se propugne, y hoy es absolutamente indispensable encararla en los pueblos del Tercer Mundo, será necesario realizar el proceso interior de la conversión continua del odio al amor para buscar el poder no para dominar sino para servir. Un no cristiano genial de nuestro tiempo parece haberlo comprendido. Cuando Mao realiza la revolución cultural y habla de la necesidad permanente de revolucionar la revolución está postulando precisamente un cambio hondo del corazón, como también lo exige Jesús.
Este trabajo de Cullmann es un aporte importante para la reflexión de los cristianos, que hoy, tal vez con más seriedad que nunca, asumen el compromiso político y la lucha revolucionaria porque comprende que el Reino de Dios comienza ya en este mundo. Para no falsear su testimonio será importante “o tener vergüenza del Evangelio" (Epístola a los romanos, I, 16) que siempre, en alguna de sus dimensiones, será considerado "locura" por el mundo. Se trata de usar de las cosas de este mundo, buscando su transfiguración, pero como “si no se las usara”. Esta tensión entre estar en el mundo luchando por la liberación del hombre en todos los frentes. sin ser del mundo, sin hacer de esta instancia terrena el destino definitivo, es lo que Cristo exige hoy al cristiano, y éste es el desafío que debe asumir sin claudicaciones para ser la sal de la tierra, más allá de su fragilidad e impotencia.
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