por Rufino Blanco Fombona
LOS SEÑORES que me han precedido en este ciclo de conferencias organizadas por la Cámara Oficial del Libro han realizado obra amena, instructiva y práctica. Con el mayor acierto han discurrido, profesionales doctos, sobre la fabricación del papel (don Nicolás Urgoiti), sobre la confección técnica del libro, sobre la industria editorial, sobre autores españoles (don Ramón Pérez de Ayala), sobre las bibliotecas del Estado (el conde de Vallellano), sobre las bibliotecas de Cataluña y, por último, sobre las relaciones de la prensa y el libro (don J.M. Salaverría).
Ya está el libro español en la calle. Sabemos cómo nació, cómo se desarrolló, cómo se hermoseó. Ha entrado en contacto con el público. ¿Cuál será su destino? ¿Por lo menos su destino inmediato? El libro español, encontrando estrechos los límites de su patria nativa, pasa el mar, glorioso emigrante, y llega a América. Mi tema será, pues, el libro español en América.
Olvidaré, mientras hablo, que mi profesión es la de escribir libros propios; pensaré sólo que también me ocupo en publicar los ajenos. Editor de libros, os hablaré como editor; es decir, como industrial.
Honrado inesperadamente con la invitación a hablaros, expondré mis ideas, sin entrometerme a inquirir, y menos a lisonjear, las del auditorio. A espíritus libres, se les debe hablar libremente. Esa, además, es la manera más digna de corresponder al honor que me hacéis invitándome a vuestra magnífica ciudad, a esta gran Barcelona, emporio del Mediterráneo, que sorprende a cada visita con nuevo encanto sugestivo y que, más feliz que las mujeres, embellece madurando.
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El libro, en cuanto negocio, es un producto comerciable como cualquier otro producto. Su desarrollo y decadencia, en cuanto objeto de comercio, obedecen a las mismas razones que cualquier otro efecto de la industria humana.
El libro español va a América porque en América, en la América de lengua castellana, tiene su mercado más extenso. Más feliz que el libro ruso o que el libro holandés, se produce en una de las más gloriosas –y cada vez más difundidas– lenguas de la civilización. Más feliz que el libro alemán, o que el libro italiano, o que el libro escandinavo, aguardan al libro español, apenas sale a luz, no cierto número de capitales de provincia dentro de los estrechos límites de un Estado, sino vasto conjunto de capitales de pueblos. El libro español posee un público de naciones. Una comarca árida, seca, pobre, de genio bronco y áspero, perdida en alta meseta lejos del mar civilizador e itinerante, en el extremo suroeste de Europa, ha producido la maravilla de difundir por mares y continentes su oscura lengua, hoy claro vehículo espiritual de razas y subrazas distintas.
Cien millones de lectores corresponden ya al libro español en lengua de Castilla. Dentro de medio siglo, dentro de un siglo, dentro de mayor tiempo, ¿qué ocurrirá?
La mayoría de los pueblos de idioma castellano son pueblos que nacen apenas y que crecen “quemando etapas”. Sólo a la lengua de Shakespeare sonríe porvenir tan espléndido.
Si el libro es, por uno de sus aspectos, mera mercancía como el bacalao seco o el tabaco en rama, o los tejidos de seda, es, por otros aspectos, algo más complicado. De estos otros aspectos no puede prescindirse, ni siquiera cuando se considere el libro exclusivamente como objeto comerciable.
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Al fabricar un efecto industrial, o cuando se propone fabricarlo, ¿en qué piensa, lo primero, el fabricante? Lo primero que piensa es en la utilidad de aquel objeto con relación al público a que se le destina. Si el productor se preocupa de relacionar sus productos con el público que los va a consumir, los vende; y si no, no.
Permítaseme una digresión pertinente.
Existen en Europa y en los Estados Unidos muchas industrias de objetos destinados, en modo exclusivo, para la exportación a América. Los machetes –anchas hojas de acero, largas de casi un metro–, inseparables del campesino de mi país, los fabrica expresamente Inglaterra para aquellos campesinos. Lo propio ocurre con otros útiles agrícolas, desde el arado triptolémico, ya sólo en uso en algunas regiones atrasadas del trópico americano, hasta los rudimentarios trapiches de cilíndricas muelas de hierro.
Recuerdo que un muchacho pueblerino, compatriota mío, se presentó en Nueva York, donde yo, también mozuelo, acababa de llegar. Hicimos migas. Una tarde, andando por Broadway, nos dirigimos a vistosa perfumería. Mi amigo pidió una botella de Agua Florida, un agua de tocador –suerte de Agua de Colonia yanqui– muy mala y muy popular entre la gente pueblerina de los más atrasados pueblucos nuestros.
No sabíamos expresarnos en la lengua extranjera: vino un intérprete. Y el intérprete nos explicó que aquello no existía en el comercio al menudeo de Nueva York: era un producto de exportación. La oleomargarina nociva que enlatan y nos expenden como manteca de cerdo, tampoco la consumen ellos: ahí estamos nosotros para esos y otros productos que nos exportan.
Un tiempo, quizás, comieron ellos oleomargarina hasta que intervino probablemente la higiene oficial; tal vez en alguna época los elegantes de Nueva York se lavaban con Agua Florida, hasta que se refinó el gusto o progresó la industria de la perfumería. ¿Cesaron de producirse aquellas mercancías, ya en desuetud en el país de origen? No. Aquellas mercancías obsoletas eran nuestro encanto; y los yanquis continuaban, laboriosamente –¡aún recuerdo aquellos prospectos en el tocador de las criadas!– cultivando nuestro mal gusto, apestándonos con su Florida y envenenándonos con su oleomargarina. Eran comerciantes, no filósofos ni moralistas; hacían bien.
En ciertas repúblicas de tierras cálidas americanas, acostumbran las mujeres pobres –que son la inmensa mayoría de villorrios y campos– vestirse con una tela muy ligera que nombran, no sé por qué, zaraza. Hacíase y hácese gran comercio de esos géneros sutiles y vistosos.
Mientras no fueron de fabricación nacional, Inglaterra los surtía. Pero Alemania se interpuso. Los viajantes alemanes recorrían los más desiertos y ásperos territorios andinos; iban hasta los más remotos pueblos orinocenses, y con la sonrisa en los labios y en muy comprensible español, enterábanse no sólo del consumo corriente, sino de las preferencias del consumidor. Pertrechados de conocimientos prácticos, encaminábanse a Hamburgo los viajantes y encargaban lo que habían menester. ¿Qué sucedía luego? Sucedía que de retorno en América, ya podían esos viajantes ofrecer –y ofrecían a ínfimo precio– la tela con que soñaran las aldeanas para seducir a los hombres en las vueltas y compases del joropo, para enganchar al novio vacilante, o para rivalizar, en las mañanas del domingo, al salir de la iglesia, con las burguesas de otro burgo o las campesinas de otro campo.
El reverso de esta medalla lo ofrece el francés.
Los franceses, con su aguda manía eterna e incorregible de sindicar de mal gusto lo que no es del gusto francés, y víctimas del empeño anticomercial de imponer lo suyo a todo trance, sin consultar la conveniencia ajena, operan de otro modo y, naturalmente, con éxito a veces mediocre, a veces nulo. Preséntase el commis voyageur, hablando en su pulcro y delicioso idioma que nadie le entiende a derechas en aquellos ignorados e ignorantes pueblecitos de la cordillera andina, o de la costa del Pacífico, o de los Llanos tórridos o de los cauchales bárbaros; y pueblecitos de los cuales se burla porque no tienen cafés cantantes, ni Ópera Cómica, ni grandes almacenes, ni grandes bulevares –pas même de grands boulevards–, ni casas de muchos pisos, ni se parecen a París. ¿Qué quiere vender? Perfumería de marca, sedas de Lyon, cuando no pieles de marta y abrigos de Astrakán. Quiere vender, en suma, artículos por allí inútiles.
Y este proceder comercial, llamado al fracaso en la competencia con más sagaces agentes de expendición, me recuerda el caso de algunos vendedores españoles en el siglo XVIII.
Entonces no existía, en lo que toca a América, la concurrencia. El colono debía comprar por fuerza lo que ofrecía la metrópoli. Y ¿adónde se llegó? Se llegó, por una parte, a vivir del contrabando; y, por otra, se llegó a la revuelta primero y, más tarde, a la revolución. Tan se vivía del contrabando en América durante el siglo XVIII y hasta la época de nuestra emancipación en 1810, que los buques españoles que llegaban no eran suficientes para abastecer aquellas poblaciones. La flota salida de Cádiz en 1720 sólo alcanzó a 6.000 toneladas. Necesitábanse y consumíanse muchísimas más. Cuando se permitió que otras naciones pudiesen enviar sus buques a los puertos de América, ¿qué ocurrió? Mientras la metrópoli nos mandaba cuarenta y menos buques por año, los de otras naciones pasaban de trescientos.
¿Cómo se pudo tocar a semejantes extremos? Vais a verlo con un ejemplo. Y este ejemplo os servirá asimismo para haceros ver cómo la ineficacia y la tiranía comerciales, económicas, pudieron conducir, aliándose con factores de orden político, a la revuelta.
En 1780 se levantó en armas contra los dirigentes españoles del virreinato peruano un descendiente de los incas, llamado Tupac Amarú. Este indio y su revuelta de aborígenes fueron fácilmente vencidos, y luego castigados con extremo rigor. ¿Qué razones aduce el nieto de los incas, ya preso y procesado, para explicar su rebelión?
Aduce, entre otras razones de mucha cuenta –de tanta cuenta como la esclavitud política y social de su raza india–, la tiranía comercial que los encorva y arruina. Se les obliga a los indígenas a comprar al mercader y al encomendero –oíd– “terciopelos, medias de seda, encajes, hebillas, ruan, como si nosotros los indios usáramos estas modas españolas”.
Ya conocéis, pues, uno de los motivos de aquella inorgánica revuelta.
En nuestros días, aunque se conquisten a cañonazos los mercados, nadie impone a cañonazos la compra de tales o cuales mercancías.
La concurrencia, por lo menos con respecto a la América de lengua castellana, queda abierta a todas las actividades.
Y ahora volvamos al libro español.
¿Ha sido extemporánea esta larga digresión? Quizá no. Hemos querido ver y hemos visto con ejemplos –y no con razonamientos– que si el productor se preocupa de relacionar sus productos con el público que los va a consumir, los vende; y si no, no. O sólo los vende, cuando puede, a palos, y ésta es pésima política comercial que, al fin, arruina.
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Estamos considerando el libro como una mercancía, como objeto comerciable. Conviene preguntar: ¿ha pensado alguna vez el autor español en los gustos y preferencias del público que va a leerlo en América, del mercado en donde vende en mayor escala su producto, su libro?
Debemos adelantarnos a contestar que no.
Y ahora preguntamos de nuevo: ¿un autor español o de donde sea, debe, puede, al sentarse a escribir, pensar en el público o los públicos que van a leerlo y escribir, en consecuencia, de tal o cual manera?
Debemos adelantarnos a contestar rotundamente: no. Y agregaremos que si tal hiciera no sería un escritor digno, sino un canalla con la pluma en la mano.
Y hemos llegado a otro aspecto de la industria del libro: al aspecto psicológico de la producción.
El libro es una mercancía en cuanto negocio, un objeto comerciable; pero es algo más, como vehículo directo del espíritu de un hombre –el autor– y de una raza: la raza a que ese autor pertenece.
El fabricante alemán puede pintar la zaraza y enrarecer el tejido o adensarlo, según exija el remoto comprador tropical; pero el autor de una obra no puede consultar el espíritu de otros pueblos, sino obedecer a su propio temperamento de autor y dejarse llevar –siempre se deja llevar subconscientemente– por los oscuros y eficaces impulsos de su alma y del alma de su raza.
En el negocio de exportación de libros debemos, pues, contar, como en todo negocio de exportación, con el público que va a consumir lo que exportamos. Debemos asimismo darnos cuenta de que la mayoría de los productos de la industria puede amoldarse y se amolda al capricho del cliente: este producto libro, no. El champaña –insístase– podemos dulcificarlo o convertirlo en extra dry; los tejidos podemos asombrarlos o pintarlos de colorines; pero el producto libro no puede encargarse al gusto del consumidor.
Para vender libros es necesario que entre el autor y el público existan simpatías de orden psicológico. Estas simpatías me parece que pueden existir entre un pueblo de tal o cual idioma y autores de lengua diferente; y que pueden no existir entre autores y pueblos de la misma lengua.
Si los hispanoamericanos tenemos y demostramos profunda simpatía por la cultura –y en especial por las letras de Francia–, y si esta simpatía perdura al través de los tiempos y las vicisitudes de la vida de relación internacional, no será por capricho ni por moda –que cambiarían de una generación a otra–, sino porque esa simpatía corresponde a ciertas necesidades psicológicas.
En este sentido creo, y lo expongo con lealtad, que toda aquella producción intelectual española que tiende a continuar la tradición de la España negra –de la peor España: católica, monárquica, académica–, está llamada a ir mermando cada vez más su influencia y su negocio en los países hispánicos del Nuevo Mundo. Porque la escisión entre ese espíritu y el espíritu de América es evidente; y la comunidad de lengua no sirve sino para demostrarlo mejor.
Por el contrario, la España nueva, la España que anda, la España del porvenir, la España socialista, la España de grandes valores intelectuales vivos y activos, el espíritu rejuvenecido de España se encuentra en fraterna alianza con el espíritu de América. Por sus instituciones, por sus costumbres y por su ideología, América es, quiere ser, un continente de vanguardia revolucionaria. Un país de la Edad Media no podría interesarle.
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Resumamos, pues, antes de exponer algunas cifras que pueden enseñarnos con su elocuencia escueta, si antes las vivifica y les da sentido el comentario.
Para la venta de libros, como para la venta de cualquier objeto, debe existir relación de inteligencia, de tácita inteligencia, entre el productor y el consumidor. Esta relación de inteligencia, ligerísima cuando se trata, pongo por caso, de botones de búfalo o de cestos de mimbre, llega a ser profunda, llega a estrecha simpatía psicológica, cuando se trata de libros. El productor de libros, el autor, no puede, si es hombre de valer y de sinceridad, producirlos de esencia diferente de como los produce, porque no está en manos de nadie cambiar lo más sincero y hondo en el espíritu de las razas.
Los hijos de América compran y comprarán tanto más las obras españolas cuanto más cerca esté el espíritu de los americanos del espíritu español que las inspira y crea.
Esto lo sienten, hasta por mero instinto, todos los hombres libres y cultos de España. Esto lo sienten con vehemencia aquellos patrioteros españoles que, considerando el libro sólo por su aspecto cultural, desearían imponernos a los americanos el libro español por los mismos procedimientos que imponía el encomendero de antaño las medias de seda fina y los jubones de terciopelo a los indios de Tupac Amarú.
El camino es otro. El camino es descubrir el fenómeno psicológico para estudiar luego y comprender mejor el fenómeno económico.
El camino es acercar al pueblo fundador y a los pueblos que de él nacieron. Y ver hasta qué momento del futuro, hasta qué recodo del destino podemos andar juntos. Para mí el problema es claro. España penetrará en la nueva América en la medida en que se modernice tanto en instituciones políticas, como en estética, en ciencias, en filosofía, en economía y en procedimientos industriales[1].
El acercamiento moral de dos pueblos, de los cuales uno es hijo del otro, existe siempre en mayor o menor grado. Se parece al de ciertos árboles alejados en el espacio, a la vista del hombre; pero que entrelazan y confunden sus raíces bajo la misma tierra que los nutre de la misma sustancia. Este acercamiento de España y sus hijas, las repúblicas de América, tiene, como el subterráneo contacto de los árboles, ocultas raíces firmes que se estrechan en los silos de donde nacen.
Pero el américohispano ya no es el eurohispano, por el cruce con distintas razas americanas y europeas y, aun en ciertas zonas, con elementos del África. Aunque se hubiera conservado puro, sin injertos, el español sería hoy en América muy otro de como es en Europa: lo habría transformado la acción, durante cuatrocientos años, de influencias mesológicas, telúricas, diferentes de las de la España originaria.
Este español de América, este hombre nuevo, el hispanoamericano, carece hasta ahora de una vernácula cultura nacional. Su cultura es refleja. Pero queremos crearnos una cultura propia, empezamos a creárnosla y –estad seguros– la crearemos. Esa cultura tendrá como factor principalísimo la cultura de la Europa latina, y por fundamento indestructible la secular, la gloriosa, la enérgica, la magnífica cultura del pueblo que nos dio la mejor de nosotros mismos, que nos transmitió su sangre, su lengua, su fe, de ese gran pueblo con el cual convivimos por espacio de siglos y del cual no podemos ni queremos hablar sino con afecto y veneración.
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Veamos lo que está ocurriendo al presente en el orden económico.
España vende libros a América –todos los editores lo sabéis– por valor de ocho a diez millones de pesetas al año.
Esta cifra sería mucho mayor si España centralizase todo el comercio de libros españoles –o mejor dicho, en lengua española– con la América latina; y si Francia, Estados Unidos, Alemania –y ahora Inglaterra e Italia– no le estuvieran disputando el terreno. Para que se alcance la importancia de esta concurrencia, diré que una sola de las casas extranjeras competentes, la casa Garnier, de París, realizaba hasta hace poco –y digo hace poco porque no tengo informes de la reciente postguerra– un comercio americano que ascendía a dos millones de francos oro por año.
La mayoría de las casas españolas anda muy lejos de tales cifras.
La librería extranjera de lengua castellana perjudica, pues, enormemente, en el mercado de América, a la edición española. En España gritan, sin enterarse a derechas del asunto, y dicen que la cultura española padece, que los extranjeros venden malas traducciones, llenas de erratas, etc. No hay tal. Las traducciones extranjeras que preparan esos rivales de la edición española no son, con raras excepciones, mejores ni peores que las de aquí; y, en cuanto a presentación, puede afirmarse otro tanto. Las ediciones de Garnier son generalmente buenas; y las de Ollendorff, aún mejores.
No será por las erratas que venden sus libros, ni porque salgan en guirigay. ¿Por qué los venden? ¿Qué facilidades dan para la venta? ¿Cómo divulgan sus obras? Y, principalmente, ¿qué venden? Eso es lo que debe inquirirse. Fijémonos de preferencia en esto último. ¿Qué venden? Se dice que libros españoles. En esto se comete una anfibología. No venden, por lo común, obras españolas, aunque vendan obras en lengua española. Yo invitaría a que se repasase, con el lápiz en la mano, el catálogo de Garnier o el de Bouret o el de Ollendorff, para no salir de Francia, que es, hasta ahora, la mayor concurrente de España en punto a libros. Se verá que venden, relativamente, muy pocos libros de autores españoles. Garnier vende clásicos castellanos y algunos autores modernos, pocos buenos, la mayor parte de segundo y tercer orden; Ollendorff no tiene escritores españoles, viejos ni nuevos; Bouret muy pocos. ¿Qué venden, pues? Venden traducciones del francés y venden libros americanos.
Nadie en España supo ver que se podía explotar con provecho al autor en América… por lo menos en América. Se creía y se cree, se decía y se dice, que allí no existe nada que valga. Y yo respondo que el editor español, por lo general, carece de sentido de adivinación; y, a veces, de sentido común. Y el librero español en América –inmigrante ignaro o patriotero vulgar–, es peor aún. Para él un libro de Montalvo, o de Martí, o de Sarmiento, o de Baralt, o de Caro, maestros del idioma español, es y debe ser inferior a una novela asquerosa y mal escrita de cualquier oscuro pornógrafo peninsular. Con un criterio absurdo desdeña el libro americano –que honra la lengua materna– y exalta el del pornógrafo o mediocre productor europeo que deprime esa lengua y deshonra el espíritu nacional. Así obra el estrecho patriotismo de algunos bárbaros.
Yo mismo, que os hablo en este momento, y que estoy lejos de imaginarme un águila, pero que tengo dos ojos en la cara –y acostumbro emplearlos para ver–, advertí, apenas llegué a España en 1914, que en España había un filón por explotar con el libro de América. Y me convertí en editor. He publicado, sólo de libros americanos, cientos de volúmenes de 1915 a la fecha; y he podido comprobar que el libro americano se vende tan bien como el de otra nacionalidad y, en muchos casos, mejor.
Diréis que esto no es hablaros del libro español en América, y yo me permito responderos que sí, y que hay que relacionar las cosas para comprenderlas a cabalidad.
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La guerra lo trastornó todo en Europa y América, unas cosas en bien, otras en mal. El comercio de libros en lengua española entra en el número de los trastornos beneficiosos para España y para la misma América.
Antes de la guerra existía en París un centro poderoso de irradiación del libro en idioma castellano hasta la América de ese idioma. Revuelta y ensangrentada Europa, los yanquis aprovecharon las circunstancias y centuplicaron su producción de libros en lengua de Castilla. Pero el centro de irradiación no pasó de París a Nueva York, sino de París a Madrid. Madrid y Barcelona tendieron a ser las metrópolis únicas del libro en castellano. El comercio de libros se intensificó, nuevas y poderosas casas nacieron –algunas con capital extranjero, pues el capital extranjero supo ver claro–, las obras se presentaron con más lujo y más gusto, fueron más dignamente remunerados los autores y salieron a la luz más y mejores libros. Asistimos a un renacimiento de las artes mecánicas del libro, que ha coincidido, por fortuna, con un renacimiento del espíritu hispano.
España había abierto los ojos. Pero también los abrió América. Y si en España se fundaron casas editoras, en América también se fundaron. Aunque sólo citáramos una de cada país, pudiéramos contar una larga lista: la Cultura Argentina, Ediciones de México Moderno, Ediciones de Cuba Contemporánea, la Cultura Venezolana, Arboleda y Valencia, de Bogotá; y otras casas en Lima, Montevideo, San José de Costa Rica, Santiago de Chile, etc.
Estas empresas publican obras de autores nacionales y libros europeos favoritos de aquellos públicos. Esas empresas que cito mantienen su actividad dentro de los límites del decoro profesional, hacen concurrencia al libro de España. Las ediciones fraudulentas, práctica abusiva, también compiten y compiten alevosamente con el editor de la Península. De las ediciones fraudulentas hablaré dentro de un instante.
Las circunstancias en que se desenvuelve la reciente industria del libro americano no le son del todo propicias todavía; y favorecen, en consecuencia, la industria y propaganda del libro español en América y del libro extranjero traducido y divulgado por el editor de España.
La mano de obra, que es cara en América; el alto precio del papel importado, mientras no se reduzcan en su obsequio, como elemento de cultura, las tarifas aduaneras, y siempre subido aun cuando el papel se produzca en el país que lo consume; el permanecer localizado en ciertos centros el hábito, el amor de la lectura, la geografía de aquel enorme continente, la carencia de vías múltiples y rápidas de comunicación y el no abundar países lo bastante populosos para consumir ellos solos y en corto tiempo la mayor parte de las ediciones, son causas –unidas a otras concausas– de que no haya prosperado en América, hasta ahora, en la debida proporción, la industria editora.
Como semejantes dificultades no pueden removerse de la noche a la mañana, la industria española del libro no tiene por qué alarmarse. Más tarde, quizá tampoco tenga por qué dar en la inquietud: si cambiasen las condiciones del mercado en América –que sí cambiarán– a la industria española del libro le bastaría con cambiar ella también de procedimientos, con mudar de sede, o bifurcar su actividad, convirtiéndose en industria del libro español en España y del libro americano en América; o con más latitud, convirtiéndose en industria del libro español y americano en España y del libro americano y español en América.
Esta mera suposición repugnará en España –estoy seguro– a los espíritus pétreos y conservadores, enemigos de revoluciones y aun de evoluciones. Las evoluciones y aun las revoluciones, sin embargo, se cumplen automáticamente, a despecho de aquellos que las repugnan, las niegan y hasta las combaten.
La industria americana del libro tropieza con serias y persistentes dificultades: los obstáculos geográficos parecen los más difíciles de dejarse vencer. Pero lo difícil no es lo imposible. La palabra imposible tiende a desaparecer del lenguaje humano. La voluntad del hombre es más granítica que el granito, más honda que los mares, más leve que la atmósfera, y puede salvar las distancias y colmar el vacío. Lo ha hecho; ¿por qué no seguirá haciéndolo? Ya el avión, en pocos años, acerca a los países americanos entre sí, más que el caballo de vapor durante un siglo.
El libro español se difunde por todas las repúblicas: abraza un área inmensa; y esa área inmensa le es necesaria para abarcar toda la población lectora esparcida y dispersa por aquel continente. El libro producido en América no puede competir, todavía, en difusión extensiva, con el libro español.
Vamos a explicar por qué.
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Las repúblicas americanas, como sabéis, forman distintos grupos. Los pueblos que integran cada uno de estos grupos sostienen entre sí relaciones más o menos estrechas; pero ya las relaciones de un grupo a otro grupo son, por las distancias, más dificultosas, y en algunos casos, nulas.
Argentina, Chile, Uruguay y Paraguay, por la vecindad y medios de comunicación, forman un grupo.
La América del Centro, que no es lo que suele llamarse aquí anfibológica y tudescamente “Centroamérica” –Mittelamerika–, confundiendo la geografía física con la geografía política de nuestras repúblicas, la América del Centro y México forman otro grupo.
Venezuela, Cuba, Colombia, República Dominicana, Puerto Rico, Panamá, otro. Ecuador se vincula por el Norte con Colombia, por el Sur con Perú. Bolivia y Perú constituyen bloque. No hablo –entiéndase– de vinculaciones políticas.
Los países que integran cada grupo comunícanse entre sí con facilidad, por lo menos relativa: ya se expuso; pero es menos corriente la comunicación entre los distintos bloques de pueblos, o mejor dicho, entre los pueblos que integran uno de estos bloques con los pueblos que integran otro. Las relaciones del grupo argentino-chileno, etc., con el grupo colombo-cubano-venezolano o del grupo méxico-centroamericano con el bolivio-peruano, son hasta ahora, por la naturaleza del continente y por escasez de vías de comunicación, bastante dificultosas. No trato desde luego de relaciones políticas ni de relaciones afectivas, relaciones que en América, mientras más distan unos pueblos de otros, mejor se conservan.
Y la razón de esas dificultades de comunicación a que me refiero estriba en lo siguiente: produciendo casi todos aquellos pueblos materias semejantes, tienen poco que traficar entre sí, mientras que todos encuentran en la Europa industrial lo que les falta y quien les compre lo que ellos cultivan o crían.
Pero las producciones, si semejantes a veces, no resultan siempre idénticas: algo tienen que venderse unos a otros. Únase a éstos, motivos de más complicado orden económico y de trascendental orden político, y se comprenderá por qué esos pueblos hermanos tienden más y más a unirse y comunicarse. No es raro leer en la prensa de esas repúblicas avisos por el estilo: “Los señores X. X., exportadores (de tal casa) solicitan relaciones en la República (otro país) con casas importadoras”.
Las comunicaciones materiales entre las distintas repúblicas de América tienden a mejorar; y vosotros, editores de España, debéis abrir los ojos por lo que os importa. Ya existen –y seguirán en aumento– comunicaciones aéreas entre países muy distantes uno de otro. Al ferrocarril interamericano, que atraviesa el continente de Norte a Sur, le faltan pocos entronques de unos con otros caminos de hierro nacionales, en países limítrofes, para convertirse en viviente realidad. Una compañía chilena de navegación comunica a casi todas las repúblicas del Pacífico: Chile, Perú, Ecuador, Colombia; ya toca en Panamá, y pronto arribará hasta México.
Todo esto influye e influirá decisivamente en el negocio de libros españoles en América y amenguará la venta de esos libros, si continúa haciéndose como hasta ahora. Pero no hay mal que por bien no venga. Si la industria española del libro, negándose a adaptarse a nuevas circunstancias, resultase perjudicada, España, con la más íntima y cohesiva unidad de América, sale a la postre gananciosa, no sólo por razones de economía sino por razones más trascendentales, que no es aquí oportuno tratar.
El editor español no debe desesperar. Aun en las peores hipótesis, siempre quedará mercado inmenso para el libro español, para el libro español selecto, que pueda competir no sólo con el libro americano sino con el libro francés, italiano, inglés, alemán, por América muy difundidos, máxime el primero. Los demás, por el orden en que se citan.
Pero desde ahora conviene abrir los ojos a la evidencia y hacerse cargo de las circunstancias. América, hasta ahora consumidora de libros, está cambiándose de país consumidor en país productor.
Llegará un día, lejano aún, en que la situación de España con respecto a nosotros y en punto a libros sea igual a la de Inglaterra con respecto a los Estados Unidos. En los Estados Unidos se publican más libros y más revistas que en Inglaterra; sin embargo, el libro inglés sigue vendiéndose, cuando es bueno, en la América sajona.
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¿Os parece que exagero? Lo veremos con números. A pesar de las dificultades ya expuestas: mano de obra cara; enormidad de las distancias, aun dentro de cada república; deficientes comunicaciones nacionales e internacionales, ¿no se nota hoy mismo en España la incipiente actividad editora de aquellas repúblicas? ¿No se percibe esa actividad de reflejo en el negocio español del libro? Contestaré con las cifras que os he prometido.
Y para no fatigaros consideremos el caso en sólo dos países: uno del Sur, Argentina, y otro del Centro, Cuba, aun descartando voluntariamente a tan gran comprador de libros como México. Las cifras que aduciré y que hablarán por sí, las creo inéditas, y proceden –debo decirlo desde ahora para que les deis crédito– de fuentes oficiales: del Consulado de España en Buenos Aires, unas; del Consulado de España en La Habana, otras.
En Argentina se importaban de España, en 1916, 724.424 kilogramos de papel impreso. En el primer trimestre de 1920 se importaron sólo 85.107 kilogramos. Lo que daría, para los cuatro trimestres, 340.428; es decir, menos de la mitad que en 1916. Pero como estos dos años, tomados aisladamente, no dicen todo lo que pueden decir, os formaré un cuadrito donde se palpe, año por año, la disminución.
1916 ...... 724.424 kilogramos de papel impreso
1917 ...... 606.877 ” ” ” ”
1918 ...... 548.028 ” ” ” ”
1919 ...... 447.662 ” ” ” ”
1920 ...... 340.428 ” ” ” ”
Por lo que respecta a Cuba, las cifras no son menos decidoras.
En Cuba se importó de España en el año 1917-1918 papel impreso por valor de medio millón de pesetas; con exactitud, 94.961 dólares. Al año siguiente, 1918-1919, el valor de esa importación disminuye: sólo llega a 93.706 dólares.
En La Habana, además –y lo digo para que se percate el público de los adelantos editoriales que hacen concurrencia a los envíos de España–, se publican revistas en las cuales se emplea, por el pintor cubano Massaguer, un procedimiento patentado para fotograbar, cuyos resultados superan a los que usan las mejores revistas de los Estados Unidos. La revista ilustrada Plus Ultra, de Buenos Aires, no envidia a las mejores de la Península. Los magazines de Santiago de Chile son excelentes; las revistas, y en general los libros de México, compiten o pueden competir en presentación con lo más selecto, dentro de lo corriente, de la librería en Europa.
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Otro enemigo, y enemigo el más desleal y odioso de la industria española de libros, es el libro fraudulento, el libro español o de publicación española reeditado clandestinamente en América. Todos hemos sido víctimas de semejante felonía. ¿Cómo combatirla?
Tratados internacionales para garantizar la propiedad intelectual no quieren celebrar la mayoría de aquellas repúblicas. Las induce a negarse la idea de que no existe paridad entre su producción exigua y la de cualquier país europeo; y la creencia de que necesitan evitar trabas a la cultura y su principal agente, el libro; la creencia de que el libro no es mero pasatiempo sino factor de civilización, y de que todo cuanto sea civilizador debe acogerse y difundirse con el menor expendio. Gente poco escrupulosa, explota semejante estado de espíritu oficial –enemigo de los tratados respecto a propiedad literaria–; y nace, a la sombra de una idea protectora, nacionalista, el libro espúreo, la obra de fraude.
Ya sabemos cuál es el origen de que el fraude se produzca. Veamos cómo se produce.
El editor de Madrid o de Barcelona envía a un librero, digamos de Santiago de Chile, cinco, o diez o veinte o cien ejemplares de los títulos que publica. Por cualquier circunstancia, alguno de aquellos libros corre con fortuna. El librero vende sus cinco, o diez, o veinte, o cien ejemplares. El público continúa solicitando el libro. El librero no pide a España nueva remesa de aquella obra. Sabe que pasarán uno, quizá dos meses, antes de que llegue, y ya el entusiasmo del público puede haberse localizado en otro objeto. Entonces aparece el defraudador, saca a luz una edición y realiza negocito bastante innoble, pero bastante productivo. Otras veces el libro de fraude va de la misma Europa.
¿Qué hacer para evitar a la industria honesta semejantes puñaladas traicioneras?
Establecer en los grandes centros depósitos bien surtidos, es lo primero que se ocurre. Después recapacitamos y advertimos la ineficacia del procedimiento, máxime para los editores modestos, que son desvalijados al igual de los más opulentos. Mantener grandes almacenes de libros en varias capitales de Ultramar para aprovecharse de la venta eventual de un título que corra con fortuna, parece desproporcionado, por cuanto equivale a inmovilizar mucho dinero.
Queda el medio más económico de amparar la producción española con las respectivas legislaciones nacionales, inscribiendo los libros que se pongan a la venta, según las leyes de propiedad intelectual en cada república. El tiempo dirá si todos los editores de España acuden a este procedimiento y si este procedimiento, en la práctica, produce alguna eficacia.
Debo terminar. El deseo de enfocar algunos de los múltiples aspectos del asunto, el libro español en América, me ha hecho ser poco lacónico. Temo haberos fatigado. Os pido perdón[2].
NOTAS
1. Esto es precisamente lo que repitió, años más tarde, el médico español de Buenos Aires, don Avelino Gutiérrez.
2. Ulteriormente ha estudiado con sumo acierto el problema del libro español el secretario de la Cámara madrileña del Libro, don Leopoldo Calvo Sotelo. También el publicista don Pedro Sáinz Rodríguez ha tratado el asunto.
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