sábado, 15 de marzo de 2014

NACIONALISMO Y DEMOCRACIA


por Manuel Ugarte

"Si el nacionalismo es revolucionario, la revolución puede ser nacionalista sin comprometer ni disminuir la solidaridad mundial. Paralelamente al problema de la injusticia exterior, debemos enfocar el problema de la injusticia interior. . .".
(De El dolor de escribir, 1932).

PROGRAMA1 (1915)

Los PUEBLOS necesitan razones de vivir y razones de morir; las razones de morir son las pasiones, las razones de vivir son los ideales.
A raíz de la revisión de valores determinada por la guerra, al hallarnos los argentinos ante nuestra verdadera situación, advertimos que en momentos en que Europa lanza sus muchedumbres al sacrificio, empieza a surgir aquí, en las conciencias, como movimiento instintivo de conservación, el deseo vehemente de suscitar al fin la nacionalidad completa.
"La Patria" nace para ponerse al servicio de ese empuje. Un país que sólo exporta materias primas y recibe del extranjero los productos manufacturados, será siempre un país que se halla en una etapa intermedia de su evolución. Y esa etapa conviene sobrepasarla lo más pronto posible, fomentando, de acuerdo con las enseñanzas que surgen del enorme conflicto actual, un gran soplo reparador de los errores conocidos, un sano nacionalismo inteligente que se haga sentir en todos los órdenes de la actividad argentina.
Algo nos grita en estos momentos en que todos los pueblos recapacitan sobre su destino, que hemos hecho en los últimos años demasiada política y demasiada especulación, que hemos vivido más de lo que esperábamos que de lo que teníamos, que falta todavía un esfuerzo análogo al que desarrollamos en las mejores épocas de nuestra historia.
Las fuerzas de que disponemos estarán al servicio de esa causa. Intérpretes de las aspiraciones de la enorme masa ajena a los partidos, propiciaremos ante todo el desarrollo de las industrias nacionales, fomentaremos el florecimiento de las iniciativas argentinas y ayudaremos todo empuje que tienda a revelar o desarrollar fuerzas propias, subrayando el nacionalismo político con el nacionalismo económico y haciendo que las iniciativas que nacen, evolucionan y quedan en el país sustituyan por fin a las fuerzas económicas que vienen del extranjero y vuelven a él, llevándose gran parte de nuestra riqueza.
En política internacional seremos partidarios de mantener relaciones cada vez más estrechas y fraternales con los países vecinos; nos opondremos, venga de donde viniere, a todo acto de carácter imperialista que pueda lastimar los derechos de las repúblicas hermanas, y abogaremos por el mantenimiento del actual equilibrio entre los diferentes países proveedores, para evitar la influencia comercial preeminente, siempre perjudicial, de una sola bandera extranjera.
Estaremos en comunión y en contacto constante con la juventud estudiosa, eje, base y motor del porvenir, y abogaremos por las reformas educacionales que tiendan a acortar el término de los estudios, a escalonarlos en una forma logística, y a determinar una alta concepción, a la vez idealista y práctica, que haga de la escuela una cátedra de civismo y de carácter y capacite a los argentinos para encabezar y dirigir todas las fuerzas de la actividad nacional, reaccionando contra el prejuicio de ir a buscar especialistas del otro lado del océano.
Lucharemos porque se rodee de creciente afecto al extranjero arraigado y se le den toda clase de facilidades para continuar la acción fecunda que ha determinado buena parte de nuestro progreso actual, pero combatiremos los monopolios y los abusos de las compañías radicadas fuera del país, abusos que a menudo derivan, más que de la mala voluntad de aquéllas, de la incapacidad • de las autoridades para controlarlas con la severidad debida.
[Programa del diario La Patria, expuesto en el Nº 1 de La Patria del 24 de noviembre de 1915. Archivo Gral. de la Nación Argentina].

INDUSTRIAS NACIONALES (1915)

ALGUIEN ha venido hoy a verme y me ha dicho:
—Juzgue usted mismo, señor. Yo había fundado con mis ahorros y algunos pequeños capitales amigos una fábrica; paro fueron tales los impuestos y las trabas que me arruiné y tuve que renunciar a ser fabricante. Ahora vendo el mismo producto importado y gano el dinero que quiero. ¿Qué criterio económico es éste? Un argentino fracasa cuando elabora productos nacionales, cuando aumenta la riqueza común, cuando da ocupación a los. obreros del país; y ese mismo argentino prospera cuando se pone al servicio de una fuerza económica extraña, cuando contribuye a que su país sea tributario, cuando alimenta a los obreros de Londres o de Nueva York. Confieso, señor, que no comprendo una palabra. Los programas financieros, ¿se harán en el manicomio?
La protesta no puede ser más justificada. Lo que ocurre entre nosotros con las industrias nacionales es algo paradojal.
En momentos en que los pueblos llegan hasta desencadenar guerras enormes para dominar los mercados mundiales y colocar el excedente de los productos de su industria, nosotros estamos sofocando y combatiendo la vida propia que surge en el país espontáneamente. En Europa y Norteamérica se rodea a la industria de cuidados; aquí se la hostiga.
Un extraño idealismo librecambista ha llevado a ciertos hombres públicos a ahogar, por teoricismo, los brotes que surgen al conjuro de la fuerte salud de nuestra tierra, olvidando que los pueblos que no manufacturan los productos nunca son pueblos verdaderamente ricos sino pueblos por donde la riqueza pasa, puesto que, lejos de quedar ésta en el país, tiene que ir al extranjero a cambio de lo indispensable para subsistir.
"Nuestra fortuna —dicen algunos— está en la tierra y como esa ha sido la fuente de prosperidad argentina, no debemos pensar en otra cosa". Olvidan que hasta hace cincuenta años, los Estados Unidos fueron un país exclusivamente ganadero v agrícola, pero que su verdadera grandeza no empezó hasta que, después de fabricar lo que necesitaban para su existencia, derramaron los frutos de su labor y de su inventiva sobre el mundo.
En la Argentina tenemos casi todas las materias primas y ahora, con el petróleo, hasta el combustible barato. ¿Por qué hemos de renunciar al deseo de igualar a otros pueblos, al orgullo de bastarnos, a la fabulosa prosperidad que nos espera? El grado de civilización, de capacidad económica, de eficacia activa de los países se mide por su aptitud para transformar los productos de la tierra. Los que sólo exportan materias primas son, en realidad, pueblos coloniales. Los que exportan objetos manufacturados son países preeminentes. Sin dejar de fomentar la ganadería y la agricultura, base de nuestra vida, podemos, para bien de todos, ensanchar gradualmente el radio de las actividades, hasta ser al fin un país completo, digno de su pasado y de su porvenir.
No nos dejemos detener por las observaciones primarias de los economistas, que sólo ven el momento en que se encuentran y la ventaja inmediata.
Los que arguyen que aumentará el precio de los artículos olvidan que, precisamente desde el punto de vista obrero, la industria resulta más necesaria. Abaratar las cosas en detrimento de la producción nacional, es ir contra una buena parte de aquellos a los cuales se trata de favorecer, puesto que se les quita el medio de ganar el pan en la fábrica. Disminuir el precio de los artículos y aumentar el número de los desocupados resulta un contrasentido. Interroguemos a los millares y millares de hombres que hoy pululan en las calles buscando empleo a causa de las malas direcciones de la política económica; preguntémosle qué es lo que elegirían: vivir más barato o tener con qué vivir.
¿De qué sirve al obrero que baje el precio de los artículos, si no obtiene con qué comprarlos?
El temor a la vida cara es uno de los prejuicios económicos más atrasados y lamentables. La vida es siempre tanto más cara cuanto más próspero y triunfante es un país. Todo se abarata, en cambio en las naciones estancadas y decadentes. La vida es barata en China y cara en los Estados Unidos. Pero como los salarios van en proporción con la suma de bienestar de que esos grupos disfrutan, la única diferencia es que unos pueblos viven en mayúscula y otros mueren en minúscula.
Todo esto, sin contar con que las colectividades tienen intereses superiores a las conveniencias de sus miembros. Ningún estadista merece crédito, si no sabe ver a cincuenta años de distancia. Y nosotros debemos encarar estos asuntos con los ojos puestos en la Argentina de 1980, en el fabuloso foco de riqueza, de abundancia y de felicidad, que puede ser esta tierra si abandonando la política de la casualidad, entramos de lleno en la vía experimental, estudiando lo que se ha hecho en otros casos y trazando verdaderos planes de engrandecimiento.
Pese a los intereses que habrá que herir irremediablemente, la Argentina tendrá que ser cada vez más parca en sus importaciones y cada vez más abundante y magnífica en su producción industrial, en su irradiación sobre el mundo. Metales, maderas, cueros, lanas, productos de todo orden y todo género tendrán que ser trabajados y valorizados por la fuerza y el ingenio de nuestros compatriotas, hasta llegar, no sólo a suplantar a nuestros proveedores actuales, sino a competir con ellos fuera del país en uno de esos empujes poderosos y creadores de los grandes pueblos.
Aprovechando la situación especial que determina la guerra, debemos hacer, pues, lo posible para crear los resortes que nos faltan y no pasar de la importación europea a la importación norteamericana como un cuerpo muerto que no puede moverse por sí mismo y siempre tiene que estar empujado por alguien.
El país exige una política práctica. En vez de gastar millones de pesos para hacernos representar en la Exposición de San Francisco con simples fines de vanidad superficial, debimos hacer en nuestro país, con la modestia que impone la crisis mundial, una gran exposición general de productos industriales argentinos, para revelar a nuestro propio pueblo su capacidad, hacer que nuestras industrias puedan salir a la calle sin disfraz, destruir el prejuicio contra los productos nacionales y fomentar el desarrollo de las mejores fuerzas.
Basado en estas consideraciones, vengo a dar el grito de alarma. No se trata de teorías de proteccionismo o libre cambio. Se trata de una enormidad que no puede prolongarse: el proteccionismo existe entre nosotros para la industria extranjera y el prohibicionismo, para la industria nacional. Si queremos favorecer, no sólo los intereses de los habitantes de nuestro territorio, sino las exigencias superiores de la patria; si deseamos trabajar para el presente y para el porvenir, tendremos que prestar atención a lo que descuidamos ahora. Se abre en el umbral del siglo un dilema: la Argentina será industrial o no cumplirá sus destinos.
[Editorial del diario La Patria, del 29 de noviembre de 1915, diario dirigido por el propio Ugarte, Reproducido en La Patria Grande. Editora Internacional (Berlín-Madrid), 1922].

POLITICA EXTERIOR SOBERANA (1915)

HACE MÁS de quince días que el vapor argentino "Mitre" fue capturado por un barco de guerra extranjero, en medio de la sorpresa de todos los argentinos que hasta ese momento creían firmemente en la amistad de Inglaterra.
Para calmar la indignación de la juventud, nuestra Cancillería declaró que la reclamación, entablada por la vía diplomática, tendría un rápido resultado satisfactorio. Y en nombre de la reserva que siempre se invoca en estas emergencias se impuso a la opinión pública un largo y doloroso silencio.
Los días siguen pasando y no hay síntoma alguno de que se acerque la esperada satisfacción, la modesta y elemental satisfacción con la cual estamos todos resueltos a contentarnos. Parece que el gobierno inglés sólo aspira a ganar tiempo, a diluir por cansancio los enojos y a establecer una vez por todas que, proteste quien proteste, su voluntad prima sobre los derechos de los neutrales.
Para acentuar su desdén por nuestra nacionalidad, ha repetido con ligeras variantes el hecho.
Lo ocurrido con el "Pampa", el "Camarones" y el "Frisia", mientras se da curso a la reclamación provocada por el atentado del "Mitre", indica cuáles son, claras y tangibles, las intenciones de aquel gobierno. No ha tomado siquiera en cuenta nuestra protesta diplomática. No ha dado el menor alcance a lo que tanto nos hiere. Y lejos de inclinarse a reparar en lo posible la ofensa inferida, sigue deteniendo barcos y pisoteando derechos, como si de la soberanía argentina que tan brillantemente cimentaron nuestros antepasados, no quedara actualmente más que un recuerdo diluido por el cosmopolitismo reinante.
El gobierno inglés parece no creer en la realidad del sentimiento nacional argentino, cuando tan resueltamente lo lastima; parece no admitir que nuestra bandera sea digna de respeto cuando tan desdeñosamente la pospone, parece no temer que nuestro pueblo sea como el de 1806 y 1807, cuando tan audazmente lo desafía.
Y nuestro gobierno, representante global de la Nación y guardián nato de su dignidad, está obligado a llamarlo a la realidad de los hechos. Tiene que hacer sentir de una manera o de otra, su influencia decisiva o no habrá cumplido con su deber.
[Editorial del diario La Patria, escrito por Ugarte, del 18 de diciembre de 1915. Archivo Gral. de la Nación Argentina].

LA BANDERA Y EL HIMNO (1916)

CIERTA asociación acaba de formular una petición en el sentido de que se prohíba ejecutar el himno nacional y llevar la bandera argentina en las manifestaciones públicas. A pesar de las razones que se aducen y del pretendido "respeto hacia los símbolos nacionales", la simple enunciación de esta idea levantaría en cualquier país de Europa un inmediato clamor hostil.
Aquí vemos con indiferencia que en vez de la bandera nacional, ondee al viento una tela desteñida, unas veces gris, otras verde y otras completamente blanca; asistimos, sin inmutarnos, a la apología del antipatriotismo, permitiendo que se levanten tribunas desde las cuales se ridiculizan nuestras' glorias y se abomina la idea de patria; leemos, sin indignación, que hay regiones de nuestro territorio donde niños nacidos en este suelo, y por lo tanto ciudadanos argentinos, no saben articular una palabra en el idioma nacional; y estamos tan adormecidos y dispersos, que esta nueva fantasía no nos conmueve.
Sin embargo, somos hijos de un país cosmopolita, donde la nacionalidad se viene acumulando con ayuda de aportes disímiles, y a veces contradictorios, que exigen un especial esfuer2o de conglomeración; y la lógica más elemental debiera decirnos que lo que aquí se impone antes que nada es difundir y afianzar el sentimiento nacionalista por medio del razonamiento, el color, el sonido, los recuerdos y cuanto concurre a mantener en el alma esa maravillosa emoción colectiva que se llama el patriotismo.
Así vemos, por ejemplo, que Norteamérica, país de inmigración como el nuestro y colocado por los hechos ante el mismo problema, lejos de hacer de la bandera y del himno un artículo de lujo, reservado a circunstancias y clases determinadas, entrega los símbolos y las concreciones de la nacionalidad a la masa popular, que al adoptarlas y al hacerlas suyas en todas las circunstancias de la vida, les da su verdadero alcance y su significación final.
La bandera norteamericana la vemos en el escenario de los teatros, en los artículos de comercio, hasta en los cigarrillos y en los pañuelos de manos.
Quien desembarca en Nueva York no halla otra cosa en las vidrieras, en los balcones de las casas, en los tranvías y en los carteles.
Lo mismo ocurría, antes de la guerra, en Alemania y en Francia. En Buenos Aires mismo, ciertos productos extranjeros usan en su propaganda, para atraer las simpatías de los connacionales, el símbolo del país de origen.
La bandera y el himno son, en realidad, la mirada y la voz de un conjunto nacional. Aquí se pretende que nuestra nacionalidad sea sorda y ciega, o, por lo menos, que sólo recupere el uso de esos sentidos en circunstancias especiales.
Si la fantástica petición que comentamos fuera aceptada, llegaríamos a sancionar inverosímiles paradojas. Las colectividades extranjeras residentes entre nosotros podrían desfilar libremente a la sombra de sus banderas, y los únicos que no podrían desplegar la suya serían los argentinos. El himno francés, es decir, La Marsellesa, resonaría en las calles cada vez que así lo quisieran los transeúntes, pero nos estaría vedado lanzar al aire las notas del himno argentino. La bandera roja, símbolo de los ensueños internacionalistas y de la negación de la patria, podría ser levantada en todas las plazas públicas y la bandera argentina, representación de nuestro núcleo independiente, no podría salir a la calle.
Parece inútil insistir sobre las consecuencias que crearía semejante estado de cosas. Si hay núcleos políticos que abusan de los signos nacionales, el buen sentido público se encargará de hacer justicia. Pero no pongamos en el comienzo de una nacionalidad que necesita como pocas ensancharse y afirmarse por la virtud de los símbolos, la traba incomprensible y peligrosa que nos proponen.
Lo que nuestra república cosmopolita y poco coherente exige, no es que se concrete la nacionalidad en un grupo dirigente, que en ciertos momentos ha estado lejos de ser la mejor expresión de nuestro conjunto, sino que se expanda y se difunda hasta invadir todos los cerebros y todos los corazones para amalgamarlos, no ya en un simple conglomerado material, sino en un conglomerado más completo y más alto, que dé a todos un punto de partida en el pasado y un punto de mira en el porvenir, sancionando la verdadera continuidad solidaria que ha sido el secreto de las más grandes fuerzas históricas.
[Publicado por Ugarte en La Patria del 22/1/1916. Reproducido en el libro La Patria Grande, 1922].

PETROLEO (1916)

HACE COMO cosa de tres años que aquel gran laborioso y gran patriota que se llamó Luis Huergo evacuando el informe que le encomendara el gobierno sobre explotación del petróleo de Comodoro Rivadavia, producía un sabio y minucioso informe cuyas conclusiones fundamentales eran:
Que la región petrolífera patagónica es incalculablemente rica, no sólo por la abundancia del mineral sino también por su calidad insuperable.
Que el escaso rendimiento hasta ahora obtenido se debe a ciertos manejos oscuros de empresas extranjeras empeñadas en acaparar toda la zona y a la falta de capitales para efectuar una explotación eficaz.
3º Que "para empezar" la explotación en forma racional y remuneradora, se necesitaban como mínimo, doce millones de pesos.
No había en el país opinión más autorizada en la materia que la de este descubridor de nuestra riqueza petrolera, propagandista entusiasta de la explotación oficial de esa industria destinada a producir una revolución económica en el país. Demostraba Huergo el rápido florecimiento que se operaría en otras industrias nacionales, hoy estancadas o muertas por la carestía del combustible que impone fletes exorbitantes.
La primera consecuencia de esa explotación sería un considerable abaratamiento de las tarifas ferroviarias permitiendo así la explotación de nuestras enormes riquezas mineras, forestales, frutícolas y sus múltiples derivados.
Sin embargo, la palabra del sabio, que apresuró el fin de su laboriosa existencia con el enorme trabajo realizado en el terreno y en el gabinete, fue casi ridiculizada por los poderes públicos. En efecto, el ministerio sólo solicitó cuatro millones para "iniciar" la explotación, y el Congreso, ofreció un máximo de dos millones.
El ingeniero Huergo, justamente indignado ante aquella inconcebible ignorancia que malograba su más noble anhelo de patriota y de hombre de ciencia, rehuyó la oferta manifestando que esa suma sólo serviría para engrosar los presupuestos de muchas oficinas inútiles donde un ejército de técnicos y de empleados pretendían producir petróleo con papel y tinta, con notas, informes y trámites estériles.
Después de eso, varios ministros han visitado los pozos de Comodoro y han regresado encantados convencidos de la colosal importancia de esa industria inexplotada. Pero el entusiasmo nunca se tradujo en hechos, sea porque esas preocupaciones sobre el asunto no llegaron más allá, sea porque persisten las hostilidades que hicieron malograr la obra de Huergo. Recién ahora el gobierno se dispone a solicitar un crédito de quince millones de pesos para iniciar la explotación de aquel tesoro abandonado. ¿Prosperará el propósito?
Mucho tememos que las poderosas influencias extrañas a que hizo referencia el sabio, persistan todavía.
[Diario La Patria, 4/2/1916. Archivo Gral. de la Nación Argentina].

LOS FERROCARRILES EN CONTRA DE NUESTRO PROGRESO INDUSTRIAL (1916)

UNO DE LOS problemas que más nos interesa, fuera de toda duda, es el de la explotación de nuestros ferrocarriles por empresas de capital forastero, cuyos intereses, de conveniencias motivadas por su misma falta de arraigo y su origen, son fundamentalmente opuestos a los intereses de la república.
Quien no nos conozca y oiga decir que aquí las empresas ferroviarias no hacen cosa alguna, después de obtener sus utilidades, que perjudicarnos, no lo creería, por parecerle cosa inadmisible. Sin embargo, es la realidad de lo que sucede, y no se trata de pequeñeces sino de cuantiosas riquezas que huyen del país y atrasos de todo género que gravitan directamente sobre nuestro progreso industrial. Atribúyase a lo que mejor se considere, de cualquier forma, se pensará en el gobierno, el gobierno que cuando posee para su explotación una finca férrea pierde dinero y se deja robar por medio mundo. .. el mismo gobierno que entrega a una empresa extranjera esas mismas líneas y sin mayor control permite y ampara un crecido número de irregularidades, de actitudes contraproducentes para la economía nacional.
Las empresas ferroviarias son todas extranjeras: capital inglés, sindicatos ingleses, empleados ingleses. . . El capital, especialmente el inglés y el yanqui, no sólo tienen campo abierto para todas sus especulaciones, buenas, regulares o peores, si no además de ser respetado, como merece, es obedecido con ciertos visos de servilismo poco honrosos por cierto.
Una línea férrea se explota entre nosotros de manera halagüeña. Lleva la empresa noventa y ocho probabilidades de obtener pingües ganancias contra dos de obtenerlas... regulares; de perder, ninguna. Línea alguna ha dado ni dará pérdidas. Y este dato merece ser tenido muy en cuenta al ocuparse de los ferrocarriles como origen de nuestra atrofia industrial.
Una empresa ferroviaria nos dará el servicio que juzgue oportuno ofrecernos, cobrando las tarifas que tenga la ocurrencia de fijar. El monopolio de las líneas de comunicación da un enorme margen para explotar al público, aun cuando el ministerio fije tarifas máximas. Las empresas saben lo que hacen.
No les falta un abogado a sueldo que esté emparentado con políticos de volumen o que sea él mismo empleado nacional futuro o pasado.
Recientemente se repitió el caso. El gobierno no pudo evitar que las empresas aumentaran las tarifas. Se discutió mucho y encontró justa oposición de parte del público el aumento del diez por ciento. La razón que dieron para obtener permiso del gobierno es de sobra conocida. No obtenían los sindicatos la utilidad que según sus contratos con accionistas y banqueros deben dar anualmente los capitales invertidos. No fue suficiente aducir en contra de tal pretensión la crisis que soportan todos, la escasez de dinero, la época anormal en que vivimos.
Los ferrocarriles deben conseguir sus dividendos aun cuando se sepa que ningún comerciante ganadero, agricultor, industrial, no llega actualmente a cubrir sus gastos.
El aumento se llevó a cabo. Un diez por ciento más a las tarifas que, repetimos eran caras, enormemente caras. (¿Debe influir ello en que nuestros compatriotas adinerados conozcan mejor Europa que el territorio nacional?)
Los jornales.
Pero las empresas no creyeron que esto bastaba. El diez por ciento ése no podía hacer ingresar a sus cajas suficientes utilidades. El precio que se cobra por cargas está ya suficientemente subido también. Tanto que dificulta el intercambio de productos provinciales con el beneplácito de la administración nacional. Se recurrió entonces al torniquete tantas veces usado. Exprimir al obrero y obtener una mínima economía a fuerza de dejar exhaustos los estómagos de los peones y sus familias. Se suprimieron en toda la extensión de las líneas, cuadrillas de trabajadores y con el razonamiento de que el ofrecimiento de brazos es superior en un cincuenta por ciento a la demanda, se resolvió pagar a los peones el mínimo jornal. Un peso treinta centavos diarios que a duras penas darán treinta pesos mensuales descontando domingos y feriados.
En tanto una sola empresa "El ferrocarril Buenos Aires al Pacífico", y bastará como ejemplo, desde el primero de enero al veintisiete de noviembre pasado, en menos de un año, ha tenido entradas por un total de un millón seiscientos ochenta y un mil libras esterlinas mientras que en igual tiempo del año anterior fueron un millón trescientos setenta y tres libras lo que presenta un aumento a favor del año corriente de trescientas ocho mil libras esterlinas. Este año es malo, de sobra lo sabemos.
Muchísimas más cifras podríamos traer aquí, si no estuviéramos seguros de que con un solo vistazo se convence cualquiera de que las empresas de capital extranjero no pierden nunca ni un centavo.
Otro ejemplo.
Ayer mismo leíamos unos telegramas de Entre Ríos quejosos del malísimo servicio del ferrocarril de aquella provincia. Se han reducido todos los servicios, al extremo de que entre Paraná y Bajada Grande, el principal puerto para embarque de cereales, se efectúan todos los trabajos con una sola máquina, produciéndose así abarrotamiento que perjudica a los agricultores y casas acopiadoras.
Y un telegrama publicado inmediatamente después dice textualmente: "Las entradas de la empresa de ferrocarriles de Entre Ríos. en la última semana batieron el récord, superando en 17.500 libras esterlinas la mayor entrada semanal habida hasta entonces".
Los ferrocarriles, y repetimos que esto es importante, no pierden. Obtienen una compensación excelente a su trabajo y a su capital. Pero la nación se perjudica. Pagamos caros malos servicios, no hay nación donde los viajes por ferrocarril sean tan subidos de precio, pero tenemos además, el enorme flete que mata la industria que comienza, que cohíbe a infinidad de comerciantes en impulsar sus negocios en un sentido ampliamente nacional.
Volveremos a ocuparnos de este problema y hemos de probar con datos que los ferrocarriles prohíben el progreso del país.
[Editorial del diario La Patria, publicado en Buenos Aires, del día 12 de febrero de 1916. Archivo General de la Nación Argentina].

SOBRE LA NEUTRALIDAD (1917)

(Declaraciones durante la 1º Guerra Mundial)
A El Universal de México, el 30 de mayo de 1917:
"DEBE SABERSE de una vez por todas que no tengo en la guerra más partido que el que deriva de los intereses de mi América. Si los Estados Unidos se hubieran inclinado del lado de Alemania, yo hubiera estado contra Alemania. Si Alemania lastimara mañana en cualquier forma nuestra soberanía, yo lucharía contra ella. Pero en los momentos actuales, los intereses son paralelos y no habrá campaña que acalle mi expresión de verdad, porque si mi vida entera es garantía de honradez, también es garantía de firmeza".
A El Tarapacá, de Chile, el 25 de julio de 1917:
"Hasta que los Estados Unidos se mantuvieron neutrales, nadie puso en tela de juicio en nuestros países la neutralidad. ¿Cómo se explicaría, qué excusa daríamos si empezáramos a discutirla ahora a raíz de la entrada de Estados Unidos en la guerra? No sería ésta la confirmación del sutil y secreto protectorado que ninguna nación latinoamericana puede aceptar honradamente. Para decidir nuestra actitud, no debemos levantar los ojos hacia el Norte, sino consultar nuestras propias necesidades y conveniencias. Es más: debemos aprovechar la circunstancia feliz para" desligarnos del engañoso panamericanismo que ha hecho de las repúblicas libres fundadas por Bolívar, San Martín y O'Higgins, una anodina sucesión de ceros. La neutralidad es realmente indispensable. La América Latina debe permanecer irreductiblemente neutral, sobre todo desde el momento en que encima de ella se dejan sentir presiones incompatibles con su inalienable autonomía".
A El Universitario de Santiago de Chile, el 14 de agosto de 1917:
"Los choques entre los pueblos han sido originados siempre por intereses materiales de orden económico o territorial que han tomado la forma o apariencia de reivindicaciones de justicia o de instintos generosos, pero esta forma ostensible ha sido sólo la fachada con que se ha tratado de alcanzar la simpatía de los de afuera, ocultando los verdaderos móviles que llevaban a la acción. Que los listados Unidos proclamen su respeto a las nacionalidades débiles y su apasionamiento por la justicia en los propios momentos en que pisotean la libertad y la autonomía de naciones ultradébiles como Santo Domingo, Haití y Nicaragua, en los propios momentos en que presionan abusivamente sobre México, me parece realmente una ironía y un sarcasmo".
De La Patria Grande:
"Cuando estalló la guerra, fui hispanoamericano ante todo. Defendí la integridad de Bélgica porque vi en ella un símbolo de la situación de nuestras repúblicas. Pero no me dejé desviar por un drama dentro del cual nuestro continente sólo podía hacer papel de subordinado o de víctima, y lejos de creer, como muchos, que con la victoria de uno de los dos bandos se acabaría la injusticia en el mundo, me enclaustré en la neutralidad, renunciando a fáciles popularidades, para pensar sólo en nuestra situación después del conflicto. Algunos juzgaron, en el apasionamiento de aquellas horas, que porque los Estados Unidos intervenían en favor de los aliados, la política imperialista se purificaba retrospectivamente y olvidaron la situación de Nicaragua, el separatismo de Panamá, las invasiones a México, la agonía de Puerto Rico, cuanto nos hiere en nuestra propia carne. Yo no lo olvidé, porque sabía que mientras los imperialistas defendían en Europa la justicia y el derecho de" los pueblos débiles, continuaban en América la política de dominación. Para subrayarla, el 15 de mayo de 1916, mientras la opinión mundial soñaba con una equidad permanente, desembarcaron tropas en Santo Domingo y arrasaron cuanto quedaba de la autonomía de aquel país. El acontecimiento pasó inadvertido en nuestros pueblos que olvidaban sus propias reivindicaciones para defender las de Europa. Pero con ese motivo, aprovechando una invitación de la Universidad de San Carlos salí, pocos meses después, para Las Antillas y México.
Atento sólo a los intereses de la América de habla hispana, continué en plena guerra mi prédica de 1900, de 1911, ele 1913, de toda mi vida. A mí no me tocaba averiguar si el imperialismo estaba desarrollando en Europa una acción benéfica o no, lo que me concernía era la acción y el reflejo de esa política, en el Nuevo Mundo, y como todo continuaba siendo fatal para nuestras autonomías, combatí otra vez, sin cuidarme de problemas extraños, ya que los extraños se han cuidado en todo tiempo tan poco de nosotros".
[Archivo General de la Nación Argentina].

EL PUEBLO Y LA VIOLENCIA (1922)

EL ESTADO de sitio, las persecuciones, la arbitrariedad en todas sus formas, sólo sirven para vigorizar la acción de los partidos revolucionarios.
Hay cierta candidez en suponer que bastan unos cuantos decretos con firmas nerviosas al pie para contrarrestar los deseos de la masa popular y ahogar en germen sus aspiraciones. A una declaración de guerra se contesta con otra; y no es posible saber quién triunfará definitivamente si se encuentran en presencia dos fuerzas irreductibles.
La legalidad establecida es aceptada a condición de que mantenga los derechos que ella misma concede. Pero cuando el Poder los viola, rompe el tácito convenio y echa mano de armas nuevas y antojadizas; las víctimas se preguntan si la legalidad tiene dos caras: una para los de arriba y otra para los que, sin desearlo, los sostienen. Destruida la legalidad por los mismos que en ella se escudan, nada puede retener a los que la toleraron sin haber contribuido algunas veces a crearla. Sí en los comienzos pudieron sentirse cohibidos por las artificiales leyes del duelo, recuperan con la ruptura todos sus recursos, y con ellos, el derecho de rechazar la agresión como convenga. Dentro del respeto mutuo todo puede ser discutido serenamente; fuera de él se desvanecen las equidistancias y sólo queda en presencia, de un lado, la tiranía recurriendo a todas las injusticias para perpetuarse; del otro, la libertad, que, como todo lo que tiene alas, busca su salvación en la altura.
La situación creada por recientes sucesos no puede ser más clara. Si el Poder, renunciando a los propósitos conciliantes, se deja llevar a persecuciones, la democracia se hará invulnerable, dentro de su energía serena. Ni el rigor, ni las dádivas, ni las concesiones parciales, ni las leyes restrictivas pueden modificar sus propósitos y su acción. Dispuesta a discutir pacíficamente y a aprovechar las buenas disposiciones para realizar reformas y atenuar injusticias cuando la oportunidad se presenta, pero decidida también a defender su organización por todos los medios contra los que pretenden destruirla – a igual distancia de los arrebatos prematuros y de los desfallecimientos culpables— es un bloque de piedra capaz de resistir a todo. Si el rayo la hiere, ella también sabe esgrimir el rayo.
Pero el valor no consiste en lanzarse a todas las empresas, sino en sobreponerse al ímpetu v saber medir cuáles son las que tienen probabilidades de éxito. Las provocaciones suelen ser un ardid para encender las cóleras y justificar hábiles represiones. El pueblo, consciente de sus responsabilidades v de sus destinos, debe saber evitar los lazos que le preparan delimitar las fronteras entre su acción y la de ciertas agrupaciones y dar la sensación de un gran conjunto seguro de su verdad. En épocas normales todo lo espera de la eficacia de sus razones y sólo recurre a la agitación en último extremo para defender el ideal.
[ Del libro La Patria Grande, Editorial Internacional (Berlín-Madrid), 1922].

LA DEMOCRACIA EN AMERICA 2 (1925)

PARA LAS nuevas generaciones, que, ajenas a los apasionamientos y a las incidencias de cada región, examinan las corrientes que después de la guerra han empezado a difundirse en la América Latina, nada es motivo de tanto desconcierto como la tendencia a transformar en teoría política aplicable a nuestras repúblicas la política accidental de algunas naciones de Europa.
Como el movimiento entraña un peligro innegable por la misma buena fe de los que lo propician, creyendo preservar los destinos colectivos, y como los fenómenos que se advierten en algunas zonas pueden ejercer influencia sobre las demás, conviene tener presentes los fundamentos alrededor de los cuales debe girar la vida de nuestra América.
Las sociedades han pasado gradualmente de la obediencia a la libre disposición de sí mismas, del oscurantismo a la libertad, con ayuda de una evolución laboriosa que fue transformando su propia esencia. La difusión de la cultura, la inquietud de las responsabilidades, acentuaron derechos y deberes, haciendo florecer un ideal, constantemente ampliado, de elevación y de felicidad humana. Estas conquistas dolorosas y difíciles, fruto de tragedias sangrientas y memorables inmolaciones, constituyen algo irrevocable; y todo lo que tienda a volver hacia lo ya dirimido, a interrumpir el ritmo del progreso, sólo conseguirá arremolinar las aguas peligrosamente.
Lo que es aplicable a todos los pueblos resulta más categórico en nuestras democracias nuevas.
Las naciones de Europa tienen, después de todo, un punto de partida feudal. El viejo fermento autoritario ha seguido palpitando a través de las concesiones de la monarquía, que para prolongar su existencia, tomó a veces engañosos ropajes constitucionales. Mirándolo bien, la brusca crispación de un residuo persistente sólo marca los estertores del sistema que no se resigna a morir.
Pero en América ocurre todo lo contrario. Nuestras patrias jóvenes brotaron de una rebelión contra la idea dinástica. Sus cimientos fueron edificados sobre principios y Constituciones republicanas.
Toda tendencia al predominio de una minoría o al auge de un gobierno fuerte equivale a incorporar elementos discordantes que contrarían la lógica de nuestra evolución.
Esto no significa negar que ha habido en el curso de la historia latinoamericana penosos momentos en que la ley escrita fue anulada por los caudillos. Pero estos recuerdos de luto y de miseria son los que con más fuerza se oponen a toda reacción. Si hay pueblos que deben estar escarmentados del autoritarismo, son los nuestros, que tan duramente lo lloraron en el pasado o tan amargamente lo soportan aún en ciertas regiones.
Las Repúblicas de la América Latina, democráticas por las leyes y por la composición nacional, no pueden tender a crear, a destiempo, privilegios anacrónicos, sino a perseguir la ampliación de las fórmulas libertadoras, afrontando cuantos desarrollos económicos y filosóficos conducen las hipótesis nuevas. Porque no es posible olvidar que el gobierno de un hombre, o el de una minoría —que ya han existido entre nosotros en forma de trampa o de imposición—, marcaron siempre en la geografía y en el tiempo, las zonas y los momentos de más hondo atraso y de mayor infelicidad colectiva.
Al margen de los teóricos, las incidencias de actualidad pueden ser usufructuadas por las oligarquías para robustecerse y por los veteranos de la, reelección para perpetuarse, basándose éstos y aquéllas en la aparatosa necesidad de defender la salud de la patria. Conviene evitar que, bajo apariencias de interés común, recobren su vigor las fuerzas retrógradas que fueron vencidas en el origen del separatismo por las concepciones liberales, y en los debates internos por el sufragio universal.
Nadie podrá tacharme de antipatriota. Por defender el principio de patria y las bases que creo indispensables para su perdurabilidad, recorrí el continente y me distancié en la Argentina del partido que sintetiza mis ideales. Mi socialismo fue siempre moderado y nacionalista. Pero entiendo que nada puede ser tan nocivo para el progreso de nuestras Repúblicas como los Gobiernos de sorpresa y las hegemonías marciales erigidas en tribunal dosificador de la libertad.
Nuestra América ha de extraer de sí misma la vida espontánea y nueva a que la obliga su juventud.
Pero si juzgamos indispensable buscar modelos, imitemos, más bien, a Francia, donde está gobernando una coalición de fuerzas tendidas hacia el progreso; imitemos a Inglaterra que mantiene el juego normal de los partidos; imitemos a Alemania, que, a pesar de todas las dificultades tiene el oído atento a la voluntad popular; imitemos, en fin, a la triunfante América del Norte, donde ni en sueños ha llegado nadie a formular la idea de resucitar el pasado.
No cabe duda de que una de las consecuencias de la última conmoción ha sido fortificar los sentimientos nacionales. Pero esto, lejos de marcar una reacción anuncia un progreso. A medida que la nación se ha hecho democrática, la democracia se ha hecho nacional. Y los tronos caídos, la sustitución casi general de las antiguas casas reinantes por Repúblicas avanzadas, algunas de las cuales van más allá de nuestras propias convicciones, está diciendo a voces que si la conflagración ha tenido una filosofía, es la que marca el advenimiento del pueblo, el triunfo del sufragio universal.
Fulminar contra el parlamentarismo, cuya falta de eficacia consterna a los partidarios del golpe de Estado, es partir de una base inconsistente. Claro está que el régimen parlamentario no es perfecto. ¿Pero lo fue acaso el absolutismo? ¿Lo fueron las dictaduras que escalonan en la historia sus eslabones de sangre? Los errores del parlamentarismo —que sintetiza la presencia constante en el Gobierno de la voluntad colectiva— son rectificados siempre por la masa electora. ¿Quién rectificará, en cambio, los errores de los déspotas, que quedan invariablemente impunes y fueron a menudo punto de partida para empecinamientos y persecuciones que ahogaron a los pueblos bajo el silencio y el terror?
También se ha invocado injustamente la incapacidad de nuestras democracias, olvidando que dieron prueba, desde los orígenes, de especial clarividencia. Pero aún admitiendo que la democracia latinoamericana carezca de educación política, no se probará, como consecuencia de ello, que hayan alcanzado esa educación política los que aspiran a erigirse en tutores por derecho divino. Entre nosotros, los que han dejado siempre más que desear han sido los gobernantes. No es ensanchando sus atribuciones como aumentaremos sus capacidades. Y en lo que se refiere al pueblo, tan duramente juzgado por los censores, más fácil será lograr su perfeccionamiento con ayuda de la democracia, que está interesada en servirlo, que a la sombra de los dictadores, cuya preocupación eterna fue perpetuar la ignorancia para dominar.
En cuanto al bien supremo de la colectividad —que se invoca indeterminadamente, como si volvieran los sacrificios de los tiempos bárbaros y fuera necesario desarmar a los dioses adversos inmolando las libertades—, no hay razón atendible que haga depender la vitalidad de nuestros países de una mutilación de la voluntad popular.
Cuantos forman parte de un conjunto están interesados en su grandeza. Y lo que exige la prosperidad de nuestras libertades no es el Gobierno de unos pocos que demasiado se ha prolongado, con ayuda de los peores expedientes, sino la franca realización de lo que las Constituciones anunciaron, la sana igualdad que no ha llegado aún, y contra cuyo cercano advenimiento quieren levantarse las minorías para retardar la evolución inevitable.
La juventud debe pronunciarse contra todo lo arbitrario, contra todo lo que marque imposición personal o de núcleo, contra todo lo que falsee las inspiraciones y el punto de partida de nuestra vida institucional. La América Latina sólo se engrandecerá dentro del marco cada vez más moderno, cada vez más generoso de los debates a plena luz. Y cuanto tienda a cercenar las atribuciones de los Parlamentos, a reducir el campo de acción de la prensa, a limitar la espontaneidad de la palabra, a oprimir el pensamiento, a arrebatar, en fin, el cetro a las mayorías para depositarlo sobre una clase, una casta o un individuo, debe ser considerado como nocivo para la patria, para la raza y para la humanidad.
Desde el punto de vista de la evolución interior, como desde el punto de vista de las consecuencias internacionales, sería fatal para el Nuevo Mundo toda tentativa de cesarismo, civil o militar. La felicidad de cada entidad independiente, y la fraternidad entre todas ellas, depende de la fidelidad a los principios republicanos. Levantemos cada vez con mayor brío la bandera nacional. Defendamos de todo corazón a la patria. Pero no la defendamos con armas viejas y procedimientos contraproducentes, generadores de atraso, anarquía y disolución. Para defenderla bien, identifiquémosla con la felicidad de todos sus hijos, hagámosla cada vez más ágil; purifiquemos sus ideales, perfeccionemos sus instituciones, libertémosla de los egoísmos parasitarios. Así coincidirá con todas las fibras de la nación y levantará en peso a la colectividad entera, sin injusticias, sin odios, sin privilegios.
Las nuevas generaciones con el instinto seguro que las orienta, han optado por preservar los principios superiores, cuyos desarrollos futuros representan una esperanza en medio de errores que se prolongan. Ajenas a las corrientes efímeras salvaguardarán antecedentes y destinos, instituciones liberales y audacias luminosas, cuanto es nuestro pasado, cuanto será nuestro porvenir.
[Escrito en Niza, en 1925, publicado en El Sol de Madrid, el 12 de junio de 1925. Archivo Gral. De la Nación Argentina].

LA CUESTION AGRARIA EN LA AMERICA LATINA (1929)

Así COMO en el orden internacional hay para las repúblicas de la América Latina un problema superior a todos los otros —la defensa de las autonomías nacionales frente al imperialismo—en el orden interior se impone una reforma por encima de todas las reformas posibles: la que ha de dar por resultado la repartición de la tierra.
En comarcas tan vastas y tan poco pobladas que a veces sólo cuentan un habitante por kilómetro cuadrado, esta cuestión no hubiera debido plantearse siquiera si la dirección de los asuntos públicos estuviera en manos de hombres atentos a preparar los caminos del porvenir. Desgraciadamente, hemos sido gobernados hasta ahora por el privilegio, la rutina o la casualidad. El latifundio se ha mantenido o ha prosperado de una manera monstruosa. Hay hombres que poseen zonas inmensas, verdaderos estados dentro del Estado. Y un feudalismo sui géneris falsea las constituciones y los principios republicanos, aún en aquellos países que parecen más atentos a envanecerse de una legislación moderna.
Del inaudito acaparamiento de la tierra por algunos ha nacido una violenta desigualdad social y hasta una forma nueva de esclavitud: la esclavitud de los hombres que nacen, trabajan y mueren sometidos a un sistema dentro del cual la tierra, los víveres y cuanto existe pertenecen a un amo todopoderoso.
Hay lugares en la América Latina donde el déspota rural es dueño de las expendedurías y proveedor único de las muchedumbres que viven y trabajan en sus campos. Les paga con fichas que los miserables cambian por alimento y por alcohol. Les abre crédito para retenerlos. Los hijos heredan las deudas de los padres. Y de generación en generación, se prolonga la servidumbre.
Inmensas zonas en el Perú, Bolivia y hasta en el territorio argentino de Misiones, se obstinan aún en ese sistema criminal y anacrónico, dentro del cual los mismos funcionarios del estado — comisarios de policía, jueces de paz, etc.— se hallan estipendiados directa o indirectamente por el terrateniente local o por la compañía arrendataria.
Aun en aquellas zonas donde los procedimientos se han hecho menos rudos, la injusticia es flagrante y dolorosa. Las grandes propiedades rurales heredadas se han valorizado desproporcionadamente, dando lugar a fortunas cuantiosas y poniendo en manos de unos pocos la llave de la prosperidad nacional.
Por eso es que de norte a sur de la América Latina sube un clamor creciente en favor de la reforma agraria. La tierra, fuente suprema de riqueza en nuestras comarcas dedicadas a la ganadería, la agricultura, la explotación intensiva de los tesoros naturales del suelo y del subsuelo, no debe estar en manos de unos pocos que derrochan fastuosamente sus rentas en las grandes capitales. Algún derecho ha de tener sobre la tierra quien la cultiva, quien la hace fructificar. Un sentimiento nuevo de equidad y de reparación surge en las conciencias. La situación del indígena de la América Latina no puede continuar como hasta ahora. Aún aquellos que no se hallan lastimados directamente por el actual estado de cosas, se elevan contra la sinrazón evidente que las hizo nacer.
La reforma agraria tiene que ser el eje sobre el cual gire la política interior de nuestras repúblicas. Por encima de las luchas vanas entre la ambición de los políticos y de las declamaciones sobre ideas generales, hay que abordar resueltamente este problema vital. Cuanto se haga para ignorarlo o para aplazarlo, será inútil. Los fenómenos humanos no dependen de la voluntad individual. Es la voluntad individual la que se ajusta a los fenómenos humanos. Y sea cual sea la oposición que opongan ciertos elementos, la reforma agraria tendrá que hacerse.
[Publicado en la revista Monde, dirigida por Henry Barbusse, en París, el 6 de julio de 1929. Archivo Gral. de la Nación Argentina].

EL FIN DE LAS OLIGARQUIAS LATINOAMERICANAS (1931)

EN LUCHA con las Universidades, las organizaciones obreras, la prensa independiente y todo aquello que represente un reflejo de pensamiento o de conciencia libre, las dictaduras vacilantes como las de Machado en Cuba y de todos los autócratas latinoamericanos, tienen los días contados. Pero la prevista caída sólo resolverá el problema si ella conduce al fin de un régimen. Las repúblicas de origen español y portugués sufren una tiranía que sobrepasa las individualidades. En la Argentina, por ejemplo, quince familias poseen, ellas solas, 2.773.760 hectáreas, cuyo valor puede ser calculado en tres mil millones de francos. Los déspotas no se imponen sino como representantes de estas oligarquías que absorben la vitalidad nacional, bajo la protección alternada del imperialismo inglés o del imperialismo norteamericano que favorecen, sin saberlo o sabiéndolo demasiado, la funesta expansión económica. Las subversiones operadas en el personal político, por más tumultuosas que hayan sido, no consiguieron nunca transformar el fondo de las cosas. Por encima de los sacudimientos y a través de los nombres, gastados o nuevos, se ha visto perpetuarse, con ligeros matices, desde los tiempos coloniales y a lo largo de la independencia, la misma dominación semiplutocrática, semifeudal, de aquellos que se hacen la ilusión de encarnar a la nación, porque se identifican con el estado de cosas que los favorece.
La evolución económica ha sido, por este hecho, detenida en su punto de partida. El colonialismo se perpetúa a pesar de la autonomía nominal. Las repúblicas más prósperas no han hecho más que exportar los productos del suelo y comprar en el exterior los objetos manufacturados.3 Esto sin tener en vista el plan más elemental para el desarrollo y equilibrio de los intereses generales del país. A excepción de la agricultura y la ganadería —ya bien comprometidas por lo demás— todo ha sido abandonado a la iniciativa y a los capitales extranjeros.
Algunas exportaciones sólo dejan entre nosotros el precio de la mano de obra,' pagada miserablemente. Las minas fabulosas de Bolivia y de Perú se han vaciado por canales invisibles, sin que esas regiones se hayan beneficiado en forma alguna. Las repúblicas sudamericanas no son ricas, en realidad, más que para los sindicatos cosmopolitas a los cuales un grupo ínfimo de nativos acuerda para mantener su preeminencia, las concesiones más onerosas. Cada iniciativa de valorización es el resultado de la venta, a una compañía extranjera de una nueva parte del patrimonio nacional. Los ferrocarriles, el petróleo, la industria frigorífica que controla la exportación del ganado, los bancos, los seguros —en ciertos casos, las propias aduanas— todo ha sido librado al imperialismo anglosajón.
La inmensa masa de los ciudadanos trabaja para asegurar dividendos a los accionistas de Nueva York o de Londres, o para permitir llevar, a un grupo restringido, una vida fastuosa en los grandes centros de Europa. Sólo su extraordinaria riqueza ha permitido a la América Latina resistir la intoxicación, neutralizada por la vitalidad del organismo. Pero habiendo el desbarajuste mundial precipitado los acontecimientos, los productos no se venden más, el cambio se desploma y una situación angustiosa pone en evidencia las taras de un sistema.
Es lo que ha determinado el despertar de las únicas fuerzas que el imperialismo no ha tocado: el pueblo y la juventud. Es así cómo las jóvenes generaciones, salidas en parte de los grupos privilegiados, se levantan contra la injusticia, adoptan (como sucede en la víspera de grandes transformaciones) ideas avanzadas y procuran rejuvenecer a las Universidades, convertidas en los mejores focos de renovación.
Sorprendidas por palabras inesperadas, las viejas oligarquías comprenden en cierto modo sus errores pero, incapaces de reaccionar miden sobre todo el peligro que corren ante una agitación que no es ya política sino social. Han recurrido ellas a dos sistemas clásicos: la opresión violenta y las concesiones engañosas.
En el primer caso se suprimen los diarios que molestan, se procura castigar las universidades rebeldes como las de Buenos Aires y La Plata, se recluían milicias voluntarias encargadas de mantener "el orden", se fusila a los ciudadanos en las calles, como en La Habana, donde los estudiantes y obreros han debido cortar la corriente eléctrica y sumir a la ciudad en la oscuridad, para escapar a la persecución de la policía.
En el segundo caso, se intenta dar a la opinión aparentes satisfacciones. Los políticos son los mismos, pero a medida que las posibilidades se deslizan hacia la izquierda, se los ve teñirse de rojo. Como en España se pudo advertir el hundimiento inevitable de la monarquía, por la complacencia con que los antiguos cortesanos se atropellaban alrededor de una república que no existía, en América Latina se siente la inminencia de las nuevas horas, por la actitud artificialmente "liberal" de algunos conservadores de renombre.
Ni la fuerza, ni la astucia, parecen que puedan desviar, sin embargo, el impulso hacia la extrema izquierda. El se hace sentir desde la Argentina hasta México. El movimiento agrario y antimperialista inquieta a los gobiernos que se esfuerzan por echar máquina atrás, bajo la influencia de los Estados Unidos y de las fuerzas del terror. Numerosos síntomas marcan el fin de un estado de cosas. Bajo la crisis económica, las oligarquías se disgregan, así como el pretorianismo y los vanos simulacros parlamentarios. La atmósfera se rarifica también para los políticos que cultivan la paradoja y aspiran a figurar en la vanguardia, sin cortar sus vínculos con el pasado. La acusación de extremismo no espanta más a nadie. Ante la depreciación de los productos, las deudas, la desocupación, el déficit —resultados del fracaso de los dirigentes— parece evidente que no se puede remediar la confusión en que América se debate, como no sea con la ayuda de los hombres nuevos y de las ideas nuevas.
[Publicado en Monde, revista política dirigida por Henry Barbusse en París, el 1º de agosto de 1931. Reproducido en Polémica, de Buenos Aires, el 19 de septiembre de 1931. Archivo General de la Nación Argentina],

NO SOY ALIADOFILO, NI GERMANOFILO: SOY IBEROAMERICANO (1940/45)

APASIONAMIENTOS IRRAZONADOS
DENTRO DE algunos años, cuando se observe fríamente el panorama, será difícil explicar los apasionamientos unilaterales, los odios ciegos y las parcialidades estridentes que arrebataron a ciertos sectores de la opinión iberoamericana durante la guerra actual. Se extraviaron los espíritus en el campo ajeno y se alejaron hasta perder de vista su propia realidad. Conviene, pues, hacer un esfuerzo para contemplar serenamente la situación, teniendo en cuenta sobre todo los intereses de nuestra tierra.
Como sí estuviesen frente a una competencia deportiva, donde los espectadores corean a sus favoritos, la pasión se derramó en clamores, sin darse cuenta de que no se trata de un torneo. En el curso de los acontecimientos actuales no cabe gritar: "a mí me gusta esto" sino averiguar la mejor forma de salvaguardar la propia situación. No cabe optar, elegir o averiguar si esto es más justo que aquello, preocupación, por otra parte, poco frecuente en política internacional. Se trata de abarcar los horizontes y develar en medio de la tormenta sobre la suerte, no del navío ajeno, sino del navío en que navegamos.
Desde los comienzos del conflicto, cuando me preguntaban "¿es usted aliadófilo o germanófilo?" he contestado siempre: "Soy iberoamericano".
Porque si interviene el buen sentido es evidente que debemos dar preferencia a lo propio, es decir, a nuestra situación y a las consecuencias que de esa situación pueden derivar en medio de una confrontación de fuerzas superiores a nuestro volumen nacional, a la órbita de nuestros intereses y a las materiales posibilidades de intervención.
Pero la enfermedad del continente ha consistido en confundir los planos en que se mueven las cosas y en cultivar el sentimentalismo cuando se impone la reflexión.
En vez de ver en el choque una crisis resolutiva de la trágica rivalidad entre dos potencias que se disputan el primer puesto en el mundo, Iberoamérica se dejó enardecer por consideraciones de ética y de política interior que le inyectaba uno de los bandos en lucha.
El recuerdo de la guerra de 1914, que levantó parecidas llamaradas y dio lugar a tantas decepciones, no bastó para mantener la serenidad. A un cuarto de siglo de distancia, los mismos hombres, en las mismas circunstancias, cayeron en los mismos errores, arrebatados por la prédica tendenciosa de las agencias.
A los que nos mantuvimos, durante la otra guerra, neutrales, es decir, como hoy, básicamente nacionalistas, no podía sorprender la nerviosidad que se difundió de nuevo. Ya habíamos conocido "el terror". Se repetían los fenómenos. En 1940, como en 1914, no fue posible ser persona decente si no se gritaba en favor de Inglaterra y de Estados Unidos. Toda divergencia marcaba culpabilidad, soborno, ignominia. Bastaba el silencio para invalidar a un hombre. Dentro del conflicto, un bando representaba la libertad, la cultura, la civilización y el otro sintetizaba la tiranía, la crueldad, la barbarie.
Tan ingenua simplificación de los problemas mundiales podría dar una idea inexacta de la solvencia intelectual de nuestras repúblicas. Conviene puntualizar que dominó, especialmente en los círculos espumosos de las capitales o en la prensa comercializada y que buena parte de la juventud y de la masa, alcanzó, instintivamente., una concepción a la vez más universal y más nacional.
Yo no tengo razones para defender a Alemania. Pero tampoco las tengo para defender a Inglaterra o a Estados Unidos. Lo que ha de determinar mi opinión es el interés de mi América, entendiendo por "mi América" el conjunto de los países de origen hispano.
Desde principios de este siglo, antes de la guerra, he consagrado mi vida a combatir las fuerzas extrañas que han obstaculizado el desarrollo de nuestras repúblicas. Así he hablado y he escrito sin descanso contra el imperialismo inglés y contra el imperialismo norteamericano, como lo hubiera hecho contra el imperialismo alemán si se hubiera manifestado en este continente. Y entiéndase que al censurar a Inglaterra y a Estados Unidos no me baso en las actitudes que adoptaron en estos o en aquellos conflictos mundiales, sino en la acción que ejercieron directamente sobre nosotros. El punto de mira no fue el odio, la conveniencia o la razón ajena, sino los problemas y el porvenir de la entidad superior que formamos los iberoamericanos.
¿Quiénes son los que se han atravesado en nuestro camino desde los orígenes?
Hago el balance de la vida del continente y encuentro la agresión de Inglaterra desde los tiempos remotos en que los galeones de España eran atacados por piratas que solían convertirse después en gobernadores. Rememoro los desembarcos de soldados ingleses en Buenos Aires, pocos años antes de la independencia. Compruebo la ocupación de Belice, perteneciente a Guatemala. Pienso en las islas Malvinas. . . Pasando a Estados Unidos, no puedo dejar de tener presente que arrebataron a México la mitad de su territorio. Tampoco cabe olvidar las palabras del senador Preston: "La bandera estrellada flotará hasta el cabo de Hornos, único límite que reconoce la ambición de nuestra raza". Hasta el momento actual en que nos piden bases navales en nuestras costas, esa acción no se ha detenido un momento. Nicaragua, Cuba, Panamá, Puerto Rico. . .
Lo que voy a añadir ahora parecerá a algunos un despropósito, pero expresa una verdad que todos pueden comprobar: Alemania no nos dio nunca, en cambio, motivo de queja. Se halla tan saturado el ambiente que hasta cuesta trabajo hacer admitir esta verdad, pero la mejor prueba de que es una verdad innegable es que la propaganda tendenciosa no ha podido invocar un solo caso en que Alemania haya realizado algo contra nosotros y tiene que limitarse a impresionarnos con lo que Alemania podría hacer en el futuro, si llega a triunfar.
Así nos invitan a abrir de par en par las puertas a los peligros que conocemos, para prevenir peligros que no se han manifestado aún.
Esto sería suficiente para invitar a la reflexión.

EMOCIONES IMPORTADAS
Volviendo a la realidad y a la guerra en sí, basta preguntarnos, para medir la parcialidad que enrarece el ambiente, si la indignación por el avance de las tropas alemanas en Europa se hubiera manifestado en el caso de que los aliados se internaran victoriosos en territorio alemán,
Si solo resulta malo lo que va contra ciertas predilecciones, daremos la sensación de un continente supeditado a una influencia, inclinado a vivir de reflejo, sin que asome el juicio propio que lógicamente ha de sobreponerse a la propaganda para crear, de acuerdo con las conveniencias locales, una opinión autónoma. Este es, justamente, el momento de revelar la personalidad de Iberoamérica.
Al aceptar la versión tendenciosa y al entregarnos a ella, aparecemos como gente mal informada que ignora los expedientes a que recurren las naciones en lucha. Parecemos, además, no tener noticia de la ebullición que llevó en todos los tiempos a todos los pueblos a expandirse o a contraerse según las alternativas de su vitalidad. Los imperios se acumularon y se disolvieron siempre sin más regulador que la fuerza, superada al cabo de cierto tiempo por otra fuerza. Ninguno se formó por medios pacíficos y legales.
Cuando un canciller ingenuo declara que la Argentina no reconoce conquistas, se expone a que le pregunten si tan encomiable decisión se extiende hasta la conquista de América por los españoles, de los cuales somos, más o menos, descendientes. Creer que la violencia se inaugura en este siglo, es confesar completo desconocimiento de la historia.
Ninguna nación se impuso por la violencia en tan vastos territorios como Inglaterra, que simboliza ahora, para algunos, la legalidad. Basta abrir un mapa para contemplar el mayor imperio conocido. Trescientos millones de hindúes, en favor de los cuales clama Gandhi en vano, la mitad del África, Gibraltar, islas innumerables pobladas por enormes muchedumbres trabajan v sufren para que los ingleses mantengan un standard superior de vida. Esas zonas no han merecido la protesta de los sentimentales.
En cuanto a Estados Unidos, vemos que pocas veces se ha ensanchado una nación con tanta rapidez, seguridad y de manera tan implacable. En siglo y medio quintuplicaron la extensión de su territorio, absorbiendo y anexando la Florida, la Luisiana, Nuevo México, Texas, Panamá, Puerto Rico, etc.
Sorprende en este caso también que no se haya encendido el fervor puritano o la cólera justiciera en favor de pueblos débiles que son del mismo origen. Porque la indignación de ahora subraya, por contraste, que nunca estallaron apasionamientos análogos cuando se cometieron atentados contra las naciones hermanas de América.
La emoción por la suerte de Polonia o de Finlandia trae a la memoria el silencio frente a la ocupación de Belice, las Guayanas o las Malvinas, y si estos parecieran hechos antiguos, de la ocupación recientísima de la isla de Curazao, frente a las costas de Venezuela, realizada en el curso de la guerra actual. Nadie alzó la voz tampoco cuando Roosevelt se adueñó de Panamá, ni cuando los Estados Unidos quitaron a México las provincias del norte ni cuando fue sacrificado Sandino en Nicaragua.
Por curiosa anomalía, parece que el sagrado derecho que tienen las colectividades a disponer de su suerte es un postulado de exclusiva aplicación en Europa, y hasta dentro de Europa, un privilegio de las zonas donde no se perjudica a los intereses de Gran Bretaña. Porque la campaña en favor de los irlandeses nunca halló eco tampoco entre nosotros.
Es lo que debe hacernos reflexionar.
Cuando se trata de defender a ciertas naciones lejanas con las cuales no tenemos trato ni conocimiento, surge un torrente de reconvenciones caudalosas. Cuando es lo nuestro lo que está en tela de juicio, reina el silencio más absoluto. ¿Importamos del extranjero las emociones? ¿Razonamos por delegación?

EL PROBLEMA
Aquí se toca el hueso del problema.
La estruendosa parcialidad en medio de esta guerra que no nos atañe en sus finalidades ni en su desarrollo, puesto que se libra en zona lejanas y sin herirnos directamente, sólo puede responder a maniobras del bando al cual favorece.
Los supervisores de la vida iberoamericana, en la nerviosidad de la lucha, se quitan la careta, pierden la flexibilidad cautelosa de los tiempos normales y nos revelan nuestra situación. Inglaterra busca la adhesión cerrada que no alcanzó en sus propios dominios y los Estados Unidos aspiran al monopolio comercial. Lo que Inglaterra quiere impedir en Iberoamérica no es la implantación de un régimen totalitario, sino la competencia a su comercio. Lo que los Estados Unidos se afanan por preservar no son las instituciones democráticas sino su predominio. Aunque tan poderosas naciones se aprestan a defendernos en la misma forma como defendieron a Checoslovaquia, Polonia, Finlandia, Noruega, Holanda, Bélgica y Francia, Iberoamérica, que tiene el cuerpo marcado por los latigazos de la protección, recuerda las parábolas de los circos, impregnadas a menudo de amarga filosofía.
El payaso aparece, maltratando, como de costumbre, al Tony y el jefe de pista interviene: —¿Por qué le pega?
A lo cual contesta con enojo el payaso: —Nadie tiene derecho a intervenir en favor de este hombre. Usted no debe acercarse. Yo lo defiendo. . .
Y sigue dándole golpes. . .
Así como en los ejércitos hay tropas coloniales que luchan por algo que no les concierne, ¿habrá también, en el terreno de la opinión mundial, tropas coloniales del pensamiento que sostienen causas ajenas y van hasta contra sus, propios intereses, dado que al aumentar el poder de aquellos a quienes sirven aumentan la propia sujeción?

FRANCIA
Todos hemos tenido, y tenemos, profunda simpatía y gran admiración por Francia. No es éste el momento de investigar si estaban en lo cierto los políticos franceses que propiciaron una alianza de Francia con Alemania para ir contra Inglaterra, o si acertaron mejor los que, uniéndose a Inglaterra, declararon la guerra a Alemania para llegar a la situación actual. He vivido en París en los años en que se planteaba formalmente el dilema: ¿con Inglaterra o con Alemania? y he asistido a la perplejidad frente al interrogante vital.
Bastaría esa divergencia de pareceres para establecer que Francia ha sido en la lucha una fuerza complementaria, un factor concurrente y que la causa del choque, la incompatibilidad fundamental, reside en la pugna entre dos grandes potencias industriales y exportadoras que compiten en los mercados del mundo y aspiran a desalojarse mutuamente. En 1940, como en 1914, sólo se enfrentaron en realidad, por un lado Inglaterra, acostumbrada a dominar todos los mares y por el otro, Alemania, en pleno crecimiento y ansiosa de conquistar su puesto al sol.
Las dos guerras nacieron de la oposición entre una fuerza deseosa de perpetuar su hegemonía y una fuerza empeñada en abrirse paso para imperar a su vez. De un lado, las posiciones adquiridas, del otro, la inquebrantable renovación del mundo.
El camouflage ideológico y sentimental no logra borrar la línea que delimita los dos campos.
Pero para desorientar a la opinión y reclutar adeptos, en 1940, como en 1914, se explotaron hasta la inverosimilitud las simpatías que Francia despierta en el mundo y especialmente en Iberoamérica.
Francia fue la niña bonita presentada en todas las posiciones para atraer y conmover. Se jugó esa carta hasta el punto de que cuando las tropas alemanas pasaron la frontera, el voto más íntimo fue ver a París devastado por el bombardeo para capitalizar la reacción instintiva de los espectadores. Francia resultó, en suma, la careta idealista de Inglaterra, el escrúpulo romántico que detenía la opinión de muchos.
Descartada ahora Francia de la lucha, desaparece el motivo de inhibición. Es más. Si hemos de ser fieles a la tendencia francófila, no podemos menos que comprobar que Inglaterra al volverse contra la antigua aliada, dio prueba de su ingratitud. Porque Francia se lanzó líricamente a una guerra en la cual lo podía perder todo, sin llevar una finalidad precisa, fascinada por la diplomacia inglesa que deshojaba margaritas de democracia, cultura y civilización. Veamos lo que representan., siempre desde nuestro punto de vista, esos tres tópicos de propaganda tan insistentemente utilizados para movilizar los espíritus en Iberoamérica.

DEMOCRACIA
Sabemos por la enseñanza de la historia que los pueblos al gravitar sobre otros pueblos defienden la expansión de su vitalidad, pero no con las formas temporales de gobierno que han podido darse. Si estas son invocadas, sólo será con el fin de ocultar o favorecer la ambición.
Nadie conoce las intenciones de Alemania en el futuro. Pero parece aventurada la afirmación categórica de que desea difundir su sistema de gobierno. Equivaldría a suponer que tiene interés en generalizar el uso de las armas que le dieron la victoria.
Si el totalitarismo ha favorecido la potencialidad de Alemania y si la democracia ha preparado la debilidad de sus adversarios, no es presumible que Alemania esté impaciente por incubar rivales, comunicándoles el secreto de su fortaleza. Parece más verosímil que preferirá reservarse la exclusividad de los engranajes que le permitieron dominar. Si algo llega a imponer fragmentariamente será para asegurar la duración de gobiernos con los cuales pueda tratar. Pero no ha de querer transvasar la eficacia y el vigor que puede volverse un día contra ella.
Las opiniones apresuradas parten en este punto como en otros de una concepción básicamente errónea. El más claro indicio de que no se hace la guerra para imponer ideologías, es la marcha paralela y armónica de Alemania con Rusia, a pesar de las divergencias de orientación.
Existen planos diferentes y jerarquías superpuestas. La política interior no logra nunca ser base para una política internacional, ni puede desarrollarse sin tener en cuenta la amenaza de afuera. La política internacional, en cambio, más flexible y más alta, se sirve de la política interior o la ignora, porque va más lejos y tiene acción duradera. Prueba de ello es que puede existir una política internacional sin política interior, pero no alcanza a afirmarse nunca una política interior sin que la respalde una política internacional.
Todo esto es tan elemental que asombra la persistencia con que en la interpretación de los sucesos se da siempre al factor secundario más importancia que al factor esencial.
Al decir que defiende la democracia y al transformar esa afirmación en aparente objetivo de la lucha, Inglaterra no hace más que entregar al mundo una vieja bandera lírica mientras consulta las estadísticas de sus exportaciones y las compara con las de su rival. Hay una verdad primaria que no debemos olvidar: nunca se hizo en la historia una guerra por motivos ideológicos, pero siempre se dio a la guerra una apariencia espiritual.
Los que mareados por las palabras creen en Iberoamérica que se trata de una pugna entre instituciones antagónicas, entre teorías filosóficas, entre el día y la noche, entre Dios y Satán, confiesan su desconocimiento de la filosofía política y se dejan deslumbrar por apariencias. Olvidan, además, que si la democracia —alcanzada sólo por algunos pueblos privilegiados— constituye, en tiempos de paz, una de las más nobles aspiraciones de la especie, en tiempos de guerra resulta uno de los más eficaces procedimientos de suicidio. Si en estos últimos años la democracia pudo ser definida como el sueño loco de Europa, no podría ser llamada entre nosotros, desde la independencia, ¿la hipocresía de Iberoamérica? Esta crisis nos abre los ojos.
¿Dónde hemos realizado la democracia? ¿En qué ha consistido? ¿Pueden decirnos sus partidarios en qué momento trabajaron realmente para acercarse a ella?
Ha llegado la hora de abandonar ilusiones, porque si algunos países de Europa renuncian a la democracia después de haberla experimentado, nosotros corremos el riesgo de defenderla sin haberla conocido nunca.
El indígena, asociado teóricamente desde los orígenes a la esperanza de la patria, sigue viviendo, con excepción de Guatemala y México, como un ilota. A pesar de constituir la mayoría, nada ha hecho por él la democracia. En cambio, el pequeño grupo que bajo todas las etiquetas dominó siempre no ha sido desalojado ni fundido hasta ahora en el cuerpo de la nación. A pesar de ser la minoría, sigue imponiéndose dentro de la democracia. La teoría no ha favorecido tampoco la revelación de los verdaderos valores del país.
¿Qué defenderíamos nosotros al defender la democracia? ¿El derecho de seguir entregando las minas, los saltos de agua, los monopolios y las riquezas esenciales del país a los sindicatos de Nueva York y de Londres? ¿El privilegio de abandonar los beneficios que deja esa transfusión de sangre a un centenar de familias que componen la oligarquía, a otro centenar de firmas comerciales que integran la plutocracia y al turbulento batallón de políticos que suelen ser abogados de las compañías yanquis de petróleo o de los ferrocarriles ingleses?
Hay que afrontar, repito, la realidad. Si la democracia es hoy en el mundo un cadáver que se está velando desde hace varios años, entre nosotros es el cadáver de una ilusión que no se logró alcanzar.
Sin entregarnos a directivas extrañas, dentro de nuestro ambiente y con ayuda de nuestros medios, hemos de responder a la hora experimental en que entramos, distinguiendo la realidad de la ficción.

LIBERTAD
Otra de las razones que se invocan para que apoyemos a Inglaterra es la defensa de la. libertad.
Nadie nos dice si la palabra ha de entenderse en lo que atañe a las relaciones del individuo con sus compatriotas o a la iniciativa autónoma del conjunto de cada nación. Aunque de antemano sabemos que nada fue, entre nosotros, más arriesgado que pensar por cuenta propia y aunque todo gesto nacional estuvo supeditado a influencias extrañas, conviene buscar lo que pueda tener de exacto el concepto.
¿En qué ha consistido la libertad en Iberoamérica?
No es fácil establecerlo con precisión, si abandonamos las generalidades para concretar hechos.
Desde el punto de vista interior la libertad fue un principio que los políticos exaltaban desde la oposición y que ahogaban al llegar al poder. Un tablero de ajedrez sobre el cual empujaban la pieza de sus ambiciones, que a menudo acababan en el mate de los fusilamientos.
Para los fundadores de la Patria —Bolívar, San Martín, O'Higgins, Morazán— la libertad se tradujo en sacrificio. Los que esforzándose por seguir sus huellas, trataron más tarde de favorecer a nuestros países, corrieron parecida suerte. Se suicidó Balmaceda, que intentó la organización nacional en Chile, como se suicidó Lisandro de la Torre que denunció, en la Argentina, los abusos de los frigoríficos extranjeros.
Hasta los teóricos inofensivos se vieron obligados, si investigamos bien, a pasar la frontera. La muerte mísera de José Enrique Rodó en Italia más que obra de la casualidad, fue consecuencia de su libro Ariel.
Por haber emprendido hace treinta años una campaña en favor de la independencia integral de Iberoamérica quien escribe estas líneas se haya condenado al ostracismo.
En realidad, cuantos se basaron en la libertad para levantar un ideal o defender una doctrina, soñando estructurar el Estado o desligarlo de influencias extrañas, fueron anulados implacablemente. Cuantos contrariaron la influencia omnipotente de Inglaterra o de Estados Unidos no pudieron ser nada en Iberoamérica. Ni siquiera lograron editar un libro contra el imperialismo. La ilusión americana del escritor brasileño Eduardo Prado fue retirado, por orden superior, de las librerías.
Cuando hay sombras que se interponen y deciden, cuando los resortes esenciales están en manos de un poder invisible que hunde o levanta, según sea la oposición o la complacencia para colaborar con él, no puede existir libertad.
La única libertad de que realmente hemos disfrutado ha sido la libertad de no ser. Nunca la libertad de ser.
Tuvimos la libertad de emprender guerras inútiles con naciones limítrofes para favorecer a los fabricantes de armamentos, la libertad de arrojar al mar el café o de quemar el trigo en las locomotoras para mantener el beneficio de los intermediarios, la libertad de multiplicar las agitaciones políticas que entretienen credulidades locales mientras nos desangra la metrópoli del Hudson o del Támesis.
Pero esa no es la libertad de servir nuestros intereses. Es la libertad de servir los intereses de otros. Si Inglaterra y Estados Unidos se afanan por defender la libertad en nuestras naciones será para prolongar el sistema que nos entrega a su conveniencia, remachando las cadenas de la autonomía nominal. Será porque temen que desaparecida la libertad, volvamos a ser libres.

CIVILIZACION
Al culto de las palabras, aceptadas sin examen en su vaga sonoridad, tiene que suceder una tendencia investigadora que nos lleve a aquilatar lo que contienen. Con párrafos que terminaban en "igualdad" y "constitución" entretuvieron los políticos iberoamericanos al pueblo durante más de un siglo sin lograr remediar con ello el hambre o la servidumbre. Entre protestas de patriotismo se enajenaron las mejores riquezas de la patria. No correspondió siempre el vocablo a la realidad. Por eso, ha de hacernos reflexionar también el entusiasmo con que nos empujan a defender la civilización
Sabemos que civilización significa adelanto intelectual y moral, cultura, estado superior de los pueblos. ¿Quién puede estar contra ella?
Para construir nuestras patrias, nosotros hemos sacado elementos de civilización de todas las grandes naciones. Por eso no se alcanza a ver como hemos de defender ahora la civilización atacando a naciones que nos han favorecido con su enseñanza o con su ejemplo.
No es razonable admitir que civilización conquista común de las colectividades adelantadas— pueda ser invocada como argumento para hostilizar arbitrariamente a determinados representantes de esa misma civilización.
En el bando contrario a Inglaterra está Alemania cuyo aporte es enorme en la industria, la ciencia, el arte y la filosofía. Está también Italia, cuna de la latinidad y de la cultura en el Mediterráneo, lista virtualmente España, origen y raíz de nuestras repúblicas de Iberoamérica.
Es difícil admitir que Alemania, Italia y España sintetizan la barbarie y que la civilización, considerada hasta ahora como europea, resulte un secreto exclusivo de las islas británicas.
Cada vez que se debilita una preeminencia política no se derrumba una civilización. Si cae Inglaterra, caerá una fuerza preeminente, pero la cultura, el conjunto de conocimientos o de conquistas espirituales que el hombre ha acumulado a lo largo de los siglos seguirá siendo, con ella o sin ella, el haber común de la humanidad.
La plutocracia británica, el sistema supercapitalista, la conjunción de circunstancias que otorgaron a ese pueblo de 40 millones de habitantes el privilegio de gobernar a 400 millones de súbditos no establece en ninguna forma una condición esencial para la elevación de la especie.
Numerosos imperios cayeron en los siglos y el mundo siguió adelante, con más fuerza a veces, porque al renovarse se vigorizaba. Muchos sistemas políticos fueron desplazados por fórmulas que temporalmente resultaban más adecuadas dentro de la evolución sin término de los grupos humanos.
Cuando estalló la Revolución Francesa y empezaron a rodar las monarquías, muchos creyeron también como ahora que llegaba el fin del mundo. El hombre continuó, sin embargo, su trayectoria, hacia la superación. Y lo que ahora puede parecer a algunos indispensable para que la civilización subsista, es precisamente lo que hace un siglo y medio, a juicio de los timoratos de entonces, debía hacerla zozobrar.

LA QUINTA COLUMNA
Esta expresión, nacida durante la guerra civil española, designó como todos sabemos, al grupo emboscado en el seno del bando rojo para favorecer a los nacionalistas.
Pero si la quinta columna se hallaba integrada en Madrid por franquistas que preparaban la llegada de su caudillo y si por extensión, esas palabras, señalan a los elementos divergentes que trabajan dentro de uno de los grupos por la victoria del grupo contrario, nos damos cuenta en seguida de que nada tiene que ver con nosotros.
De acuerdo con el significado admitido puede haber una quinta columna inglesa en Alemania y en Italia y una quinta columna germana en Inglaterra. Pero siendo las repúblicas iberoamericanas neutrales, no se comprende como existiría en ellas algo parecido, dado que toda quinta columna presupone una beligerancia del conjunto dentro del cual se produce.
Entre nosotros, desde luego, hay grupos que usando de sus prerrogativas simpatizan con uno o con otro de los bandos que luchan en Europa. Pero sólo aceptando la identificación de nuestras repúblicas con uno de esos beligerantes, sólo presuponiendo una absoluta fusión política y moral con él, se podría establecer que los simpatizantes de la tendencia contraria constituyen una quinta columna, es decir, un núcleo cuya divergencia resulta peligrosa dentro de la colectividad.
Hay iberoamericanos que simpatizan con Inglaterra. Hay otros que simpatizan con Alemania. Ambas actitudes son lícitas y respetables, porque tanto derecho tienen éstos, como aquéllos.
En cuanto a los extranjeros que habitan en nuestras repúblicas es natural que los ingleses deseen el triunfo de Inglaterra y que los alemanes quieran el triunfo de Alemania. Los primeros, como los segundos, cumplen con su deber trabajando en favor de su país de origen siempre que no comprometan la tranquilidad del que los hospeda.
Por nuestra parte, los iberoamericanos hemos de velar por los intereses iberoamericanos, porque, por definición, somos neutrales.
En esta fábula de la quinta columna sólo ha de inquietarnos que se ponga en circulación la fórmula, girando en blanco sobre nuestra actitud futura y considerándonos como vagones atados a otras locomotoras. No hay que dejar que sirva de pretexto para imponer una manera de ver o para perseguir a los que tienen preferencias contrarias a los intereses de determinada nación. Si esto se llegara a comprobar, el verdadero peligro vendría de los que, jugando con las palabras, tratan de embanderarnos a la fuerza. La quinta columna sería entonces para nosotros la intriga procedente del extranjero que nos empuja a hacer lo que conviene a otros.
En vez de repetir por pereza o por costumbre lo que nos sugieren, tratemos de ver a través de las intenciones para llegar a crear una verdadera conciencia iberoamericana. En medio de tantos males, esta guerra puede tener la virtud de revelarnos nuestro verdadero estado y de abrirnos los ojos para abarcar la obra que urge realizar.
En vez de medir las contingencias a que se hallan sometidos los demás, pensemos en los problemas propios que tan bruscamente asoman y se perfilan al resplandor de los acontecimientos actuales.
[Escrito por ligarte en Chile durante la segunda guerra mundial. Inédito. Archivo General de la Nación].

capitulo III de La Nación Latinoamericana

NOTAS

1 Para valorizar debidamente este "Programa", así como los restantes textos de este capítulo, debe tenerse en cuenta lo siguiente:
Las ideas que prevalecen en esa Argentina de 1915 -que son las de la clase dominante- se pueden rotular como liberalismo oligárquico y expresan los intereses de la oligarquía porteña (estancieros bonaerenses y burguesía comercial de Buenos Aires) y del imperialismo inglés. Ese liberalismo oligárquico propugna la división internacional del trabajo (Argentina la granja, Inglaterra el taller) con la consiguiente libertad de importación y exportación, de entrada y salida de capitales y significa la justificación ideológica de la Argentina Agraria dependiente del Imperio. En función de esa estructura semicolonial se sostiene como mitos inatacables: a) la inconveniencia de tarifas aduaneras protectoras porque crean "industrias artificiales", defendiendo así los intereses de los fabricantes extranjeros y los importadores nativos y asegurando la existencia de una desocupación permanente, b) la necesidad imprescindible de la moneda sana o sea una política monetaria deflacionaria que impida la formación de un mercado interno propio que a su vez pueda generar el desarrollo de industrias, c) el destino exclusivamente agrario de la Argentina en razón del cual no interesa descubrir si posee recursos minerales ni posibilidades hidroeléctricas, d) el condigno desprecio por todo tipo de enseñanza técnica y en general por todo sistema educativo que tienda a revelar la realidad nacional, e) el predominio de una cultura extranjerizante, simple remedo de la europea, que desarraigue las mentalidades respecto del país y su pasado, quebrando su continuidad histórica, f) un complejo de inferioridad nacional, publicitario a los efectos de que los argentinos no pretenden llevar a cabo las actividades que tan "eficientemente'' desempeña e¡ capital extranjero, g) un destino europeizado, de potencia blanca y civilizada, que el país debe buscar dando la espalda al resto de América Latina y acercándose a Europa.
A partir de estas pautas el imperialismo y la oligarquía introdujeron reproductores ingleses y trazaron los ferrocarriles en abanico hacia el puerto de Buenos Aires, construyeron en su punta los frigoríficos, instalaron compañías de servicios públicos, contrataron empréstitos y proclamaron a la faz de la tierra que estaba constituido "el granero del mundo". Se vivían los principios del siglo, el intento nacional del roquismo había fracasado y el mitrista Quintana, abogado de compañías inglesas, asumía la presidencia. El pobrerío de las provincias —los hijos de los viejos montoneros— y los inmigrantes, tanto en el campo como en las ciudades, que quedaban marginados de esta estructura, configuraron una alianza con Yrigoyen a la cabeza, que enfrentó al régimen con la bandera del sufragio libre. Sin embargo, la ideología del radicalismo -elaborada bajo la presión oligárquica y expresión de clases sociales que pedían su lugar bajo el sol, pero no llevaban el propósito de romper el sistema semicolonial- resultó sumamente ambigua y no postuló la quiebra de la dependencia ni el desarrollo de las fuerzas productivas. La ideología del radicalismo puede definirse como nacionalismo agrario, expresión de las clases medias en ascenso, que reclamaban la coparticipación de la renta agraria, pero que no planteaban el desarrollo industrial, ni la explotación de los recursos naturales, ni la nacionalización de las compañías extranjeras, ni el reemplazo de la cultura vigente por una cultura nacional. Apenas hubo vagos atisbos en estos terrenos, pero la inexistencia o debilidad de una burguesía nacional condujo el empleo de meros paliativos (alza del salario real, leyes protectoras del trabajo, intentos de crear la marina mercante y controlar las empresas inglesas, defensa del petróleo, política exterior independiente).
Frente al liberalismo oligárquico y al nacionalismo agrario, existía en ese año 1915, una ideología que expresaba aparentemente los intereses de la clase obrera: la del Partido Socialista. No era así, sin embargo. Ni ella era socialista, ni había tal clase obrera. En la semicolonia sin industrias, sólo existía un proletariado artesanal -que en gran medida apoyaba por entonces a los anarquistas- y sólo parte de ese sector social, junto a sectores de clase media urbana, se expresaban en el curioso engendro que dirigía Juan B. Justo, cuyas postulaciones estaban mucho más lejos de cuestionar al sistema que las del nacionalismo agrario de Yrígoyen. El socialismo justista recubrió con fraseología izquierdista los anhelos de pequeño burgueses fuertemente influidos por el liberalismo oligárquico y así se constituyó en el ala izquierda del sistema. Al igual que el liberalismo oligárquico: a) sostuvo la división internacional del trabajo y el libre cambio (con el argumento del "internacionalismo proletario), b) propugnó como ejemplo a Australia y Nueva Zelanda oponiéndose pertinazmente a las tarifas aduaneras protectoras de la industria (con el argumento de que el producto importado era más barato y no encarecía la vida del obrero, de ese mismo obrero al cual condenaban, al impedir el desarrollo de industrias dentro del país, a la desocupación), c) propició una educación enciclopedista y desarraigada de la realidad argentina, compartiendo la historia y la cultura oficial (bajo la advocación de Sarmiento y la concepción universalista que deducían, erróneamente en una semicolonia, del internacionalismo proletario), d) atacó los intentos estatales por desplazar a las empresas extranjeras (aduciendo que la administración estatal no era eficiente, se caracterizaba por vicios y corruptelas y llegando a diferenciar entre un "capitalismo sano y eficiente", el de las empresas extranjeras y un "Capitalismo incapaz" el nacional), e) rechazó toda política nacional manifestando absoluta indiferencia frente a los atropellos imperialistas, porque, en definitiva, todos los hombres somos hermanos y llegando incluso a justificar, como factor de "civilización y progreso", las invasiones imperialistas sobre los pequeños países. (No resultará extraño entonces que ese partido se haya alineado junto a la oligarquía y contra los dos movimientos nacionales más importantes de este siglo en la Argentina, irigoyenismo y peronismo, en los años de batallas cruciales: 1930, 1945, 1955).
Así, pues, si entendemos por izquierda aquella posición históricamente más progresiva que enfrenta al orden conservador y tiende a modificar las relaciones de producción provocando un avance social resulta que el partido de Justo sólo está a la izquierda de la oligarquía, coincidiendo con ella en muchos de sus postulados. El radicalismo, por su parte, se coloca de frente al régimen como movimiento nacional que disputa el poder a la clase dominante, aunque tampoco plantea transformaciones de fondo. Y en este espectro político, el programa nacional-democrático de Ugarte se ubica, a su vez, a la izquierda del radicalismo, en el campo antimperialista, de modo que su programa, que defiende públicamente a la propiedad privada, tiene paradojalmente un significado — para la Argentina de 1915— peligrosamente revolucionario al cuestionar la estructura semicolonial del país. Al proponer tarifas aduaneras, créditos a la industria, explotación de los recursos naturales y lucha contra los monopolios extranjeros, Ugarte ataca en sus raíces la estructura agraria dependiente. Y al sostener la necesidad de una cultura nacional, golpea duramente a la superestructura cultural creada por el imperialismo como reaseguro del coloniaje.
El nacionalismo democrático, antimperialista e industrialista con connotaciones socializantes, sostenido por Ugarte, resulta de esta manera el programa más avanzado para esa Argentina agraria que carece prácticamente de proletariado y en la cual, recién cuarenta años después, el nacionalismo democrático mostrará sus limitaciones, al par que la historia crea condiciones para un socialismo nacional.
2Este es uno de los tantos artículos publicados por Ugarte en esa época del veintitantos para refutar el auge de ideas cesaristas, totalitarias, nacidas como consecuencia del desprestigio de las prácticas democráticas en América Latina y de los vientos que soplan ya desde Europa y que tuvieron su mayor resonancia en el discurso en el cual Leopoldo Lugones proclamó, en Lima, "la hora de la espada".
3Obsérvese como Ugarte replantea el elogio de sus primeros artículos respecto a los países del sur de América Latina, a quienes juzgaba antes "en franco progreso y prosperidad ' y de los cuales afirma ahora que aún ellos "no han hecho más que exportar materias primas e importar artículos manufacturados", revelando así la situación semicolonial en que se encuentran.

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