lunes, 10 de marzo de 2014

América en la conciencia europea


21. América como creación utópica de Europa

Ya hemos dicho que América es una creación europea. América surge como realidad dentro de la vida cultural europea en una de las grandes crisis que sufre esta cultura. El descubrimiento del Continente Americano se origina en la ineludible necesidad que siente el europeo de un mundo nuevo. El azar no cuenta para nada en esta aventura. Europa necesita de América, por esto la descubre. Colón no se ha tropezado con ella debido a un azar, la encuentra porque buscaba una tierra donde podrían ser realizados todos los sueños y esperanzas del hombre del cual era él mismo un prototipo.
Antes de su descubrimiento América existía ya, aunque su existencia jamás antes había preocupado al europeo. Estaba aquí, en este mismo lugar geográfico en que fue descubierta. Pero antes no se le había ocurrido al europeo buscar tierras distintas a las suyas. Nunca antes había sentido el afán de desparramarse por tierras desconocidas. Antes de este momento histórico el europeo había mostrado un gran respeto por lo desconocido. Le bastaba su fe, por la fe le era todo conocido, no tenía necesidad de comprobar nada. Sin embargo, en un momento que se semeja mucho al nuestro, dicha fe no le bastó ya. Un buen día se encontró flotando en el vacío. Falto de fe todo su mundo se derrumbaba, entraba en crisis. El ideal situado en lo alto se desvanecía, se alejaba tanto que se hacía inalcanzable. Era menester buscar nuevos ideales, nuevas creencias, rehacer el mundo. Pero también era menester buscar nuevos lugares donde colocarlos (1). Ya no podían ser colocados en el cielo. Gracias a la nueva física el cielo dejaba de alojar ideales para convertirse en algo frío e ilimitado; en un infinito muerto, mecánico. Ahora tendrían que situarse los ideales en otro lugar. Y este otro lugar no iba a ser más que la tierra, el mundo.
Así, en tierras antes desconocidas, en tierras por las cuales el hombre occidental no había antes sentido interés, se colocaron los nuevos ideales. Todo lo que el europeo necesitaba, todo lo que anhelaba, todo aquello de que carecía, fue colocado en esas tierras desconocidas. El europeo se lanzó a la búsqueda de estas tierras de promisión. Viajeros y navegantes daban fe de su existencia. Y es que éstos, como europeos, no veían ahora sino aquello que querían ver (2).
El Continente Americano fue la tierra que mejor se prestó a servir de alojamiento de los ideales del europeo. América surgió como la gran utopía. América era la tierra nueva anhelada por el europeo cansado de su historia. En América el europeo podía volver a hacer su historia, borrar todo su pasado, empezar de nuevo. Europa necesitaba desembarazarse de su historia para hacer una nueva. Era menester hacer una historia bien planeada, bien medida y calculada, en la que nada faltase ni sobrase. Era necesario un mundo nuevo sin liga alguna con el pasado.
En América podría realizar el hombre aquello que anhelaba cuando hablaba por boca de Descartes diciendo que no sería en verdad sensato que un particular se propusiera reformar toda una cultura, cambiándola desde sus cimientos. En verdad, tal cosa no era sensata, sin embargo, todo hombre la anhelaba; se quería reformar todo, transformarlo hasta sus cimientos. Había que derribar todo lo existente y empezar de nuevo. Pero tal cosa sería insensata si se proponía abiertamente. Había que buscar un subterfugio. Éste lo fue América. América se presentó como tabla salvadora. En ella se podía construir, aunque fuese idealmente, todo aquello que se quisiese. Tal acto no era insensato. América se presentaba como tierra nueva, esto es, sin historia, sin pasado.
La imaginación del europeo colocó en estas tierras ciudades fantásticas, diseñadas conforme al ideal de un solo ingeniero. Legislaciones, Estados, costumbres y religiones ideales fueron colocados en este Continente; todo a la medida de sus no menos fantásticos moradores. América no era otra cosa que el ideal de Europa. En ella se veía lo que el europeo quería que fuese Europa. Fue el modelo conforme al cual había que rehacer al mundo occidental.
América surgió así, como la suma de todas las perfecciones, como tierra de promisión. Sin embargo, tales perfecciones le eran ajenas, no eran sino lo que el europeo había imaginado en ella. La realidad americana era muy otra. El europeo, atraído a estas tierras por la leyenda, pronto se estrelló contra una realidad que le era difícil comprender. De aquí surgió la decepción, y con la decepción la inadaptación del hombre que se formó en estas tierras. Sin embargo, para Europa esta América siguió siendo tierra de promisión, tierra nueva. La fantasía europea siguió bordando fantasías sobre América. Ésta fue la más perfecta creación utópica de Europa.

22. Una aventura de la conciencia europea

Descartes al preguntarse sobre las causas de la desigualdad que reinaba en todos los campos de la cultura exclamaba: "¡Cuán difícil es hacer cumplidamente las cosas cuando se trabaja sobre lo hecho por otros!". En lo hecho por otros se encontraba el origen de todas las desigualdades: políticas, sociales, religiosas, morales y de opinión cultural. Desigualdades que habían dado origen a sangrientas y largas guerras, apoyadas por la historia, la tradición y las costumbres.
Frente a estas desigualdades la conciencia haría patente la accidentalidad de las mismas, accidentalidad que los hombres habían convertido en algo permanente. Pero había algo permanente y natural al hombre: "la razón o buen sentido". Ésta era "naturalmente igual en todos los hombres", decía el propio Descartes. La desigualdad tenía su origen en algo remoto, pero accidental. En algo que le había sucedido al hombre debido a una serie de diversas circunstancias. A estas circunstancias se referirán todos los filósofos modernos, desde Descartes a Juan Jacobo Rousseau.
Decía Descartes: la desigualdad, "la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que otros sino tan sólo de que dirigimos nuestros pensamientos por derroteros diferentes y no consideramos las mismas cosas". Esto es, la desigualdad tiene su origen en el hecho de que los individuos toman diversos caminos orientados por una serie de prejuicios: educación, costumbres, etcétera, de donde nace también ese considerar las cosas desde puntos de vista diferentes; tan diferentes como los prejuicios impuestos. A estos prejuicios impuestos se refería el filósofo francés cuando decía: "pensaba yo que, como hemos sido todos nosotros niños antes de ser hombres y hemos tenido que dejarnos regir durante mucho tiempo por nuestros apetitos y nuestros preceptores que muchas veces eran contrarios unos a otros, ni unos ni otros nos aconsejaban siempre acaso lo mejor, es casi imposible que sean nuestros juicios tan puros y tan sólidos como lo fueran si, desde el momento de nacer, tuviéramos el uso pleno de nuestra razón y no hubiéramos sido nunca dirigidos más que por ésta". Los apetitos y "los otros", como preceptores, son así, la causa de las desigualdades humanas. Cicerón había llamado a lo hecho por los otros, a la historia, "maestra de la vida", pues bien, era esta manera, una de las principales causas de los males que tenía su origen en la desigualdad.
¿Cómo acabar con las desigualdades y, con ello, con todas las miserias que provocan? Rompiendo con el pasado y la sociedad, rompiendo con lo hecho por otros, o, aceptándolo sólo provisionalmente, a reserva de hacer algo nuevo. Pero esta vez algo creado por la razón, que une al igualar. Descartes expresa esta aventura que se halla patente en la convivencia del hombre europeo de esa época. Ya otros hombres se habían lanzado a los mares y a continentes desconocidos para hacer realidad este Nuevo Mundo, Descartes tratará de realizarlo en su propia conciencia. Va a ofrecer las bases de esta nueva aventura. Una aventura a la cual podrán o no concurrir todos los espíritus. Una aventura personal, nacida de la propia convicción que no imita a otros ni invita a ser imitada. Aventura en la propia soledad de la conciencia. Descartes previene diciendo: "Mis designios no han sido nunca otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que me pertenece a mí solo. Si, habiéndome gustado bastante mi obra os enseño aquí el modelo, no significa esto que quiera yo aconsejar a nadie que me imite. Los que hayan recibido de Dios mejores y más abundantes mercedes, tendrán, sin duda, más levantados propósitos; pero mucho me temo que este mío no sea ya demasiado audaz para algunas personas. Ya la mera resolución de deshacerse de todas las opiniones recibidas anteriormente no es un ejemplo que todos deben seguir". En el llamamiento de Descartes existe el mismo espíritu de aventura que apenas ayer había hecho posible el descubrimiento de América. Colón, Cortés y todos los grandes capitanes del descubrimiento y la conquista había hecho invitaciones semejantes. En sus expediciones sólo podían tomar parte los voluntarios, aquellos individuos cuya imaginación desbordada se sentía insatisfecha con su propia realidad. Individuos que anhelaban un mundo nuevo creado por cada uno de ellos de acuerdo con su imaginación y su fantasía.
El espíritu de aventura caracterizará las diversas formas de expresión del hombre moderno. Formas que a su vez harán patente las diversas e individuales actitudes del hombre europeo que habrán de dar origen a las no menos diversas nacionalidades de este Continente. Espíritu de aventura es espíritu de evasión. El nuevo hombre hastiado de un mundo que no ha podido hacer, que encuentra hecho, busca la forma de eludirlo para crear otro. Abandona la seguridad que ofrece lo conocido y se lanza a la aventura del inseguro desconocido. España lanza a sus hijos a la aventura mística y a la aventura del descubrimiento y conquista de un nuevo Continente. Inglaterra a esa aventura que ha hecho posible el mundo capitalista. Y Francia, siempre precavida, a la aventura de la conciencia que ahora recordamos encarnada en Descartes. Aventuras, todas ellas, en las cuales sólo cuenta la voluntad de los individuos. Empresas personales en las que se juega todo para ganarlo todo. Aventureros que queman sus naves para encontrar a Dios, un Imperio, un gran mercado o la más segura de las certezas. En estas aventuras no hay intermediarios y todos los medios son válidos. No hay póliza contra riesgos y el que a ellas se lanza se juega el alma, la fortuna o la seguridad del conocimiento.
Y lo primero que se juega, a lo primero que se renuncia es al pasado. Éste se presenta al hombre como lo que es, sin más, sin posibilidad de ser otra cosa; esa otra cosa que él quiere ser. El pasado se presenta como el ser que ha consumido todas sus posibilidades. Es lo realizado, lo que no permite posibilidad alguna de realización. El hombre europeo se encuentra con un mundo hecho, un mundo en el que siguen mandando los muertos. Éstos imponen sus leyes y conductas. Ellos son la fuente de todas las desigualdades. La situación del hombre que se encontraba dentro de ellas como un condenado.
"Esas viejas ciudades —agregaba el filósofo francés—, que no fueron al principio sino aldeas, y que, con el transcurso del tiempo han llegado a ser grandes urbes, están, por lo común, muy mal trazadas y acompasadas, si las comparamos con esas otras plazas regulares que un ingeniero diseña, según su fantasía, en una llanura". De eso se trataba, de construir un nuevo mundo de acuerdo con la fantasía, diseñado en una llanura sin obstáculos, es decir, sin historia, sin tradición, sin comunidad, sin compromisos con los otros. Este mundo sólo podía estar en el futuro. En éste el hombre podía ser aquello que no había podido ser. El futuro es el campo de la fantasía, la imaginación, lo que aún no es y, por lo mismo, puede ser en infinitas posibilidades. Para hacer posible este mundo de la conciencia rompe Descartes con la realidad mediante la famosa duda metódica. Y una vez que ha roto con toda la realidad que le circunda, una vez que ha roto con los compromisos que ella le imponía, reinicia su construcción. Empieza todo como si nada estuviese hecho, como si todo tuviese que ser sacado nuevamente de la nada, de esa nada, precisamente, que se llama el futuro. La imaginación del hombre toma aquí el papel del Creador e inicia la más audaz de las aventuras de la humanidad.

23. América como tierra de evasión

El hombre moderno, del cual es Descartes una de sus expresiones, verá en América el campo ideal para situar sus fantasías. La realidad europea, por insuficiente, empuja a este hombre al descubrimiento de una tierra que, por desconocida llena su imaginación y fantasía. América es una tierra que nada tiene que ver con la historia, la tradición y el pasado europeos, ese pasado del cual trata el nuevo hombre evadirse. Por irreal, América posee todas las posibilidades. En esta tierra también hay hombres, pero hombres de una naturaleza muy especial. No poseen historia, no tienen compromisos que asumir. El pasado, es decir, el pasado de Europa, nada tiene que ver con este hombre y, la historia de éste nada dice al europeo, no le comprometen. El Continente Americano y sus hombres son vistos como blanda materia, la materia de todas las fantasías. El hombre de América es "el buen salvaje", el hombre natural, el hombre bueno por naturaleza. Esto es, la nada por excelencia para la historia. Sólo la historia podía extraviar al hombre. La historia había extraviado al europeo. Mirando en esta forma al americano el europeo se proyectaba a sí mismo, reflejaba su imaginación, su fantasía.
Ésta es la actitud que ha hecho posible el descubrimiento de América. Ésta surge en medio de una de las más grandes crisis que ha sufrido la llamada cultura occidental. Crisis que provocará la caída de las viejas formas de la cultura cristiana y el asentamiento cultural de lo que se ha llamado la modernidad. El descubrimiento de América es el fruto de la nueva conciencia. En ella se proyectarán los ideales del Nuevo Mundo, de ese mundo que aspira a imponer en Europa el hombre que ha surgido a partir del Renacimiento. El nuevo europeo que había perdido la fe en el Viejo Mundo cristiano busca un lugar donde colocar sus nuevos ideales una vez que ya no existía un cielo donde colocarlos. Aquí estaba el mundo que quería realizar a reserva de cambiar el Viejo Mundo que acepta sólo a título de provisional.
El paso de la Edad Media a la Edad Moderna será uno de los pasos más difíciles de la historia de la cultura occidental. Los viejos poderes medievales se resistían a dejar el campo a los nuevos puntos de vista del hombre que había surgido como reacción contra ellos. Se entabla entonces la lucha entre estos poderes y las fuerzas de la modernidad que han surgido en la historia. La Iglesia y el Feudalismo se niegan a dar paso a las nuevas formas sociales. En esta lucha aparecen las nuevas monarquías que acaban con el Feudalismo dando lugar a las nacionalidades modernas. Surge también el movimiento de Reforma frente al imperialismo de la Curia Romana. A la guerra contra los señores feudales siguió la guerra de religiones. La violencia y el crimen se adueñaron de Europa, esa violencia de que fuera testigo el propio Descartes. A la intransigencia se contestó con la intransigencia, a la violencia con la violencia, al fanatismo con el fanatismo. Los monarcas vencían a los viejos autócratas feudales para convertirse en autócratas nacionales. Los reformistas que reclamaban la libertad en materia religiosa se convirtieron en feroces perseguidores de quienes no seguían sus creencias. Si Roma quemaba a un Giordano Bruno, Calvino en Ginebra hacía quemar a un Miguel Servet. Descartes sabía también de esto y se cuidaba mucho de caer en manos de uno o de otro de los fanatismos que se disputaban el mundo moderno.
Esta realidad había hecho sentir en el hombre europeo la necesidad de establecer un mundo nuevo. Un mundo en el que deberían ser eliminados todos los antagonismos, limadas todas las desigualdades de criterio. Para ello era menester desembarazarse del pasado, de ese pasado que dividía y originaba todas las violencias. Era necesario empezar otra historia, una historia sin contratiempos, sin obstáculos. Una historia limpia de compromisos. Una historia planeada y calculada desde el principio, en la cual cupiesen los sueños de todos los individuos, sus fantasías y proyectos. Sin embargo, este ideal no podía ser declarado abiertamente. Los viejos poderes tenían aún suficiente fuerza para estrangular cualquier proyecto que los amenazase directamente o al menos para dilatarlo. Por esto Descartes, consciente de lo peligrosa que es su filosofía para el Viejo Mundo, dice: "no sería en verdad sensato que un particular se propusiera reformar un Estado, cambiándolo todo, desde los cimientos, y derribándolo para enderezarlo". "Esos grandes cuerpos políticos —agrega—, es muy difícil levantarlos, una vez que han sido derribados, o aun sostenerlos en pie cuando se tambalean, y sus caídas son necesariamente duras". No, a este mundo habría que derribarlo de retache. Antes había que imaginar un mundo donde todos los sueños del nuevo hombre pudiesen ser realizados y, después, atacar la propia realidad. Así, lo que el europeo no podía realizar mediatamente en Europa, lo realizaría con la imaginación en América.
América se presentó así como el Nuevo Mundo por excelencia. El Nuevo Mundo al que aspiró el hombre renacentista, el hombre que quería volver a nacer como historia. En América situará el europeo todas sus utopías, los mundos que imaginaba crear, los mundos que anhelaba construir. América era la nueva tierra de promisión. Tierra de promesas, de posibilidades. La perfección de que se le rodeó fue el reverso de la realidad que se quería destruir. En su perfección ideal se hacía patente la crítica a insuficiencia expresada por la realidad europea. Las cualidades de que se dotaba a la América eran defectos que se señalaban en Europa. La imaginación del nuevo hombre dibujó en América la imagen de lo que quería fuese el futuro de Europa. América era el ideal a realizar por Europa, el modelo conforme al cual debería rehacerse. En otras palabras, América no vino a ser otra cosa que otra Europa. Esto es, su futuro, una nada como realidad. En América pudieron evadirse los inconformes con la realidad europea. Evasión real, pero aun dentro de esta realidad, evasión imaginaria. Se hizo de América una Nueva Europa.
América vino así a ser la piedra de toque de la justificación de una serie de ideas nuevas con las cuales el hombre moderno se enfrentaba a su pasado. Todo lo que el hombre había hecho hasta ayer adquiría un carácter accidental. Había hecho eso, pero podía haber hecho otra cosa. Por esta razón el pasado, lo hecho, no podía imponerse al nuevo hombre. La aceptación de este pasado, su vigencia, dependía del hombre que vivía. Los muertos dependían de los vivos y no al revés. De aquí la relatividad de costumbres, religión, política, sociedades, etcétera. De esta relatividad daba buena cuenta el mundo descubierto. "Bueno es saber —decía Descartes—, que de las costumbres de otros pueblos, para juzgar las del propio con mejor acierto, y no creer que todo lo que sea contrario a nuestras modas es ridículo y opuesto a la razón, como suelen hacer los que no han visto nada". "Es cierto —agregaba— que, mientras me limitaba a considerar las costumbres de los otros hombres, apenas hallaba cosa segura y firme, y advertía casi tanta diversidad como antes en las opiniones de los filósofos. De suerte que el mayor provecho que obtenía, era que, viendo cosas que, a pesar de parecernos muy extravagantes y ridículas no dejan de ser admitidas comúnmente y aprobadas por otros grandes pueblos, aprendía a no creer con demasiada firmeza en lo que sólo el ejemplo y la costumbre me había persuadido". En estas mismas ideas había abundado Montaigne haciendo concreta referencia a la diversidad de costumbres entre los "caníbales" de América y los cultivados europeos que se despedazaban para imponer sus opiniones. Todo ese mundo que parecía seguro y firme no era, en realidad, sino algo relativo y, por ser relativo, posible de cambio. "No todos los que piensan de modo contrario al nuestro son por ello bárbaros y salvajes —repetía Descartes—, sino que muchos hacen tanto o más uso que nosotros de la razón". Todo era un problema de educación, de formación. La diversidad de ideas y actitudes provenía de ese haber tenido diversos maestros en la vida. "Un mismo hombre, con su mismo ingenio —sigue diciendo—, si se ha creado desde niño entre franceses o alemanes, llegará a ser muy diferente de lo que sería si hubiese vivido siempre entre chinos o caníbales". De ahí la relatividad de las opiniones y la inutilidad de todas esas discusiones y matanzas a las que se había entregado Europa. Lo más firme, lo más seguro, estaba en la razón, esto es, en lo que hace de un hombre un hombre. Todo lo demás, por relativo y accidental, dependía de la elección del hombre, de su libertad. Era en nombre de esta libertad que se ponía entre paréntesis la vigencia del mundo dado. Al nuevo hombre le tocaba negar o refrendar su vigencia. Aceptarlo o negarlo.
Consciente de esta su máxima posibilidad, la de su libertad de elección, el hombre moderno aceptaría el mundo dado con el carácter de provisional, a reserva de cambiarlo parte por parte, de acuerdo con sus posibilidades materiales. Aun esta aceptación provisional iba a tomar un signo distinto. Se le aceptaba racionalmente. Como algo necesario para no permanecer "irresoluto" había dicho Descartes. Pero la vigencia de esta provisionalidad dependía ahora del individuo. Para su vigencia no contaba más el pasado. La Iglesia, el Estado, que hasta ayer se apoyaban en todo un pasado religioso y místico, dependían ahora de una voluntad individual que, convertida en voluntad general, podía poner fin a su poder cuando así lo decidiese.
La conciencia de su libertad llevaría al individuo, en una primera etapa, a la pura evasión de su realidad. La evasión que realiza Marco Polo que viaja por ver, por conocer otros pueblos y otras costumbres. La evasión que estimula a los voluntarios que siguen a Colón y la de los que seguirán a los grandes capitanes de la Conquista de América. Puro afán de ver y entregarse a un mundo desconocido, mundo de maravillas. Ese mundo que ya se dibujaba en los libros de Caballería en donde se inspirarían los futuros aventureros del descubrimiento y la conquista. Otros serán los afanes que lleven a los pasajeros del "Mayflower" a la nueva tierra. Éstos también se evaden de la realidad europea para construir en América una Nueva Europa. Una Europa también de acuerdo con sus sueños y fantasías. Una Europa planificada, realizada conforme a los lineamientos de la razón. Esa misma razón conforme a la cual Descartes trata, en la propia Europa, de rehacer la conciencia del hombre occidental.

24. "Utopía", ejemplo de Europa

En América se reflejarán los proyectos que en su afán de nueva libertad imagina el europeo. Los críticos de la Vieja Europa sitúan en América el tipo de vida que anhelan para una Europa Nueva. No basta evadirse, es menester, además, reconstruir ese mundo con el cual se sienten insatisfechos. Se debe establecer un nuevo orden; pero ya no el orden de la autoridad que se apoya en la tradición, el tiempo o la historia, sino un orden que tenga como base la propia libertad del hombre. Una libertad, que a sí misma ha de decir limitarse dando así origen a un nuevo tipo de sociedad. Libertad que se autolimita y que es fuente de ese "Contrato Social" de que hablará más tarde Juan Jacobo Rousseau. Idea que ya se anuncia en Descartes cuando dice: Imaginaba que esos pueblos que han ido civilizándose obligados por las circunstancias no pueden ser tan perfectos como los que "desde que se juntaron, han venido observando las constituciones de algún prudente legislador".
Leyes, costumbres y formas de política que tienen su origen en una planificación racional y no en el amontonamiento circunstancial. Orden racional aceptado libremente por la mayoría. Orden por el cual ha de pugnar, siglos más tarde la Revolución Francesa. Tal era el ideal de "nuevo orden" perseguido por los peregrinos del "Mayflower" y los que les siguieron en América. Un orden que pondría fin a las sangrientas disputas que sobre opiniones de todos los tipos se planteaban en Europa. Antes de que estas expediciones se realizasen los utopistas del Renacimiento hablaban ya de este ideal y lo situaban en esas tierras desconocidas recién descubiertas. Para estos utopistas lo fantástico, lo maravilloso, no se encontraba ya en el posible encuentro de monstruos mitológicos, sino en el encuentro de sociedades bien gobernadas, sin violencias, por la pura voluntad de los gobernados.
Dice Tomás Moro en su Utopía: "Después de una expedición de muchos días encontraron fortalezas, ciudades y repúblicas admirablemente gobernadas". A estos imaginarios expedicionarios no les sorprende ya, como pudo sorprender a conquistadores hispanos, el encontrar monstruos. "Tales monstruos —dice Moro— no tienen novedad alguna `ya que los Escilas, los rapaces Celenos, los Lestrigones devoradores de pueblos y otros terribles y semejantes portentos, casi en ningún sitio dejan de encontrarse, mientras no es tan fácil hallar ciudadanos gobernados recta y sabiamente'". En estas ciudades podría encontrarse los modelos para corregir los errores de otras ciudades, naciones y pueblos. Esto es, de esa Europa que merecía ser reformada. La Europa a la cual se refiere Moro concretamente comparándola con esa serie de ciudades ideales que se encuentran en ese nuevo mundo hasta ayer desconocido. "Utopía" es bien diferente de Europa. "Es un país que se administra con tan pocas y eficaces leyes, que aunque se premie la virtud, por estar niveladas las riquezas, todo existe en abundancia para todos". Aquí todos conocen las leyes, porque son pocas y fáciles de interpretar. Porque tienen la "claridad y distinción" de que hablaría Descartes. Y Campanella, otro de los utopistas, ha dicho: "Las leyes de la Ciudad del Sol son pocas, breves y claras".
Respecto a la misma formación de las ciudades de "Utopía", Moro las describe de acuerdo con ideal de ciudad bien construida de que más tarde hablaría Descartes y al cual nos hemos referido antes. Todas son ciudades planificadas, hechas de acuerdo con un plan, de acuerdo con la fantasía de un solo arquitecto. "Conocer una de sus ciudades es conocerlas todas, dice Moro; hasta tal punto son semejantes entre sí, en cuanto la naturaleza del lugar lo permite". La planificación de las ciudades es semejante a la planificación de las costumbres, religión, leyes, etcétera; por esto son perfectas. Todas están hechas de acuerdo con un plan, no interviene en ellas el azar. Una solamente, una sola razón las ha hecho, por esto no hay la imperfección de lo que se va acumulando.
En la "Utopía" se hace transparente el mismo ideal de Descartes: la negación de la historia, la negación de lo que sólo puede considerarse como un accidente. Aquí todo ha sido construido de acuerdo con un plan racional. De ahí su perfección y sencillez. Nada ha sido olvidado, ni el trazo de las ciudades, ni las leyes, ni las costumbres. Todo es aquí uniforme, tan uniforme como lo es la razón o buen sentido de los hombres. De ahí viene la uniformidad y, con ella, el acuerdo de todos los que forman estas sociedades. Cada cosa está en su lugar, de acuerdo con este plan. Por esto "Utopía" es una ciudad maravillosa, sencilla, firme. La claridad y distinción le caracteriza.
Utopía es tanto más sencilla por cuanto está más cerca de lo natural al hombre. Allí no rige más tradición que la de la mente que la planificó. No hay historia, porque la historia es la fuente de todas las complicaciones y desdichas. Los hombres de "Utopía" son felices porque son naturales. En todos sus actos es su razón la que legisla. La razón es, para Moro, el instrumento de la naturaleza que apetece lo que conviene al hombre y desecha lo que le daña. "Afirman los utópicos —dice Moro— que la naturaleza misma nos prescribe una vida agradable, es decir, el placer como meta de todas nuestras acciones, y definen la virtud como la vida ordenada de acuerdo con los dictados de la naturaleza". "Llaman placer a todo movimiento corporal o anímico con el cual, obedeciendo a la naturaleza, se experimente un deleite; en ese concepto incluyen, y no sin motivo, los apetitos naturales. Los sentidos y razón aspiran, en efecto, a lo naturalmente agradable y a lo que se consigue sin detrimento ajeno ni ocasionar la pérdida de otro placer mejor ni acarrean molestia alguna". Todo lo contrario de los europeos que buscan placeres contrarios a la naturaleza por lo cual no pueden alcanzar la felicidad: el hacer de la ropa un distintivo o el acumular riqueza no causa más que infelicidad.
Frente a la intransigencia religiosa, "Utopía" es también un ejemplo para Europa. Aquí se encuentran juntas diversas religiones aunque la mayor parte de los habitantes de Utopía crean en un solo Dios, eterno, inmenso e inexplicable. El planificador de Utopía ha decretado "que cada ciudadano puede seguir la religión que desee e, incluso, hacer prosélitos; pero procediendo con moderación, dulzura y razones, sin destruir brutalmente las demás creencias ni recurrir a la fuerza ni a las injurias". Él mismo, "juzgó tiránico y absurdo exigir a la fuerza y con amenazas que todos aceptasen una religión tenida por verdadera, aun cuando una lo sea en efecto y falsas las restantes". Aquí sólo ha sido detenido un cristiano que se puso a predicar públicamente sobre su religión condenando a las otras sin distinción y amenazando con el fuego eterno a los que no la siguiesen. Este cristiano, dice Moro, fue aprendido y desterrado, no por ultraje a la religión, sino por alboroto público. Porque una de las leyes de la ciudad establece que nadie puede ser molestado por sus creencias.
En esta forma "Utopía", ese país situado en las tierras hasta ayer no conocidas, sirve al europeo para criticar una realidad con la cual no está ya de acuerdo. Sobre el ruinoso edificio de un mundo que se desmorona, agrietado con sus múltiples contradicciones, se quiere levantar un mundo nuevo. La crítica se hace cada vez más atrevida. Pronto este ideal de reconstrucción dejará de dar rodeos para encararse directamente con su realidad. Descartes realiza este primer y más poderoso esfuerzo de reconstrucción. También, como los utopistas, se evade de su realidad negándola; pero, a diferencia de ellos, ha encontrado en esta evasión el método más seguro para reconquistar su realidad, transformándola una vez que ha sido apresada. Descartes aspira también a rehacer su realidad. Al igual que los críticos anteriores pone en evidencia la imperfección del mundo con el cual se ha encontrado; pero hace también patente la accidentalidad de estas imperfecciones. Lo perfecto, lo firme y lo seguro está en el mismo hombre. La crítica debe hacerse a este hombre. Él es el que tiene que ser puesto en crisis. Pero esta crisis debe ser obra del hombre mismo. Del hombre como individuo único y libre. La reconstrucción del mundo debe empezar en el hombre. Antes de cambiar el Estado, la religión y las costumbres debe encontrarse la base sobre la cual ha de ser realizado este cambio. Y ésta es una obra personal. Tan personal como lo es el método que Descartes muestra a sus contemporáneos, sin pretender por esto, que sea necesariamente adoptado por ellos. Es ésta una aventura en la que sólo voluntarios pueden tomar parte. Para cambiar el aspecto de una ciudad no es necesario que se obligue a todos los habitantes a realizar esta transformación, basta con que algunos de éstos manden "echar abajo sus casas para reedificarlas" y, si luego son imitados por la mayoría, la ciudad podrá ser plenamente transformada. "Mis designios —agrega Descartes— no han sido nunca otros que tratar de reformar mis propios pensamientos y edificar sobre un terreno que me pertenece a mí solo. Si habiéndome gustado bastante mi obra, os enseño aquí el modelo, no significa esto que quiera yo aconsejar a nadie que me imite".

25. América y la aventura moral de Europa

Ésta es, pues, la mentalidad del hombre europeo que había de hacer posible la realización de un nuevo método como el de Renato Descartes, así como el descubrimiento, la Conquista y colonización de América. Una y la misma es la conciencia de este hombre respecto al Nuevo Mundo y el sistema filosófico que se inicia con el antiguo escolar de la Fléche. Tanto América como el sistema cartesiano son una creación de la conciencia europea. Creación de un hombre que en alguna forma trataba de escapar a las responsabilidades, cada vez más apretadas, que le imponía el Viejo Mundo.
Un nuevo humanismo se hace patente lo mismo en la filosofía cartesiana como en el hombre que se ha lanzado al descubrimiento y Conquista de América. Este humanismo se apoya en el individuo, es el eje en torno al cual construirá un nuevo mundo. El individuo es el único y seguro responsable del mundo que va a formarse. De aquí ese carácter de aventura que le señalábamos. La responsabilidad ha dejado de ser social, no corresponde a la comunidad, convirtiéndose en moral. Ese tipo de moral propio del hombre moderno: moral autónoma en oposición a una moral heterónoma cuyos mandatos y obligaciones quedan fuera del individuo. El nuevo hombre no responde ya ante poderes tradicionales o divinos, sino ante sí mismo. El nuevo tipo de sociedad se apoya en esta moral, su fuente es la voluntad autónoma del individuo. Las limitaciones a que éste se somete tienen su fuente en esta voluntad. No hay ya fuerza exterior que le constriña e imponga sus leyes. La voluntad del individuo se limita a sí misma.
Aventura moral. Por vez primera el hombre abandona toda justificación externa a sus actos y asume la responsabilidad de los mismos. Pero, como toda aventura, su resultado será imprevisible. La misma voluntad que libremente había creado este mundo podía también destruirlo. El sentido de responsabilidad podía cambiarse libremente en irresponsabilidad. El nuevo hombre, abandonado a sus propias fuerzas, podía, si así lo quisiese, falsificar ese mundo de autenticidad que se perfilaba. Las obligaciones morales que había adquirido podrían ser fácilmente transformadas en derechos. Fácil sería crear, así, un mundo de justificaciones trascendentales, apoyadas en una idea abstracta del hombre, las cuales, por haberse originado en el propio individuo, no vendrían a ser otra cosa que refinadas formas de la hipocresía.
Parece ser que ahora nos encontramos al final de esta aventura en la que tanto ha significado América. Un severo análisis de esta aventura podría mostrarnos sus fallas y sus errores. Pero éstos no podrán hacerse patentes sino ante una conciencia que tenga ya otro sentido de lo existente. Para la aventura, dentro de su más justo sentido, no hay fallas ni errores porque no hay meta definida. Cualquiera que sea el lugar a donde se llegue, éste será la meta natural a toda aventura. Por esta razón no tiene sentido hablar de éxito o fracaso sino simple y puramente del fin de la aventura. Ya decía Descartes: "Mi segunda máxima fue la de ser en mis acciones lo más firme y resuelto que pudiera y seguir constante en las más dudosas opiniones, una vez determinado a ellas, como si fueran segurísimas, imitando en esto a los caminantes que, extraviados en algún bosque, no deben andar errantes dando vueltas... sino caminar siempre hacia un sitio fijo... aun cuando en un principio haya sido el azar el que les haya determinado a elegir un rumbo; pues de este modo si no llegan precisamente a donde quieren ir, por lo menos acabarán por llegar a alguna parte..."
En esta aventura América será sólo el estímulo de Europa. Su ser cambiará de acuerdo con las ideas o ideales del hombre del Viejo Continente. "Es un país —dirá Hegel— de nostalgia para los que están hastiados del museo histórico de la Vieja Europa". Unas veces servirá para mostrar lo que debe ser Europa, otras para destacar lo positivo de la misma. Europa la idealizará unas veces y la condenará otras. Como ideal representará la suma de todas las perfecciones, como realidad la suma de todos los defectos. Unos verán en ella el ideal de la nueva humanidad, otros la infrahumanidad. Para unos será la meta de todo progreso, para otros el mundo que se encuentra fuera de todo progreso. El racionalista europeo de los siglos XVII y XVIII le negará dimensión histórica para dibujar en ella el tipo de hombre que quiere crear; el historicista del siglo XIX la condenará a la nada que es el futuro, por carecer de esta historia. En cada uno de los casos Europa no hará sino justificarse a sí misma. Frente a estas proyecciones propias de la cultura europea América irá tomando conciencia de su propia realidad en una larga y penosa marcha.

Notas
1. Véase Alfonso Reyes, Ultima Tule, México: Imprenta de la Universidad Nacional de México, 1942.
2. Marco Polo, El Millón.


capitulo cuatro de AMÉRICA COMO CONCIENCIA

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