lunes, 3 de octubre de 2011

EL PROBLEMA DEL CAPITAL


por Jorge Eliécer Gaitán

Vamos a entrar en el examen del argumento dorsal que se opone a la posibilidad de las ideas socialistas en Colombia.
Ya se demostró en el capítulo anterior cómo analizando un poco se viene en la consecuencia de que la inadaptabilidad de tales doctrinas por razón del medio, sociológicamente considerado, no es real, sino aparente. Examinemos ahora si tal imposibilidad por carencia de elementos tiene una base evidente, o si, por el contrario, todo nace de un error de apreciación.
Entre nosotros a la verdad no ha existido periódico, ni revista, ni orador, ni parlamentario, ni profesor, que no haya tenido para todos los momentos la afirmación de que Colombia no es un país capitalista. ¿Dónde, se pregunta, esas clases limitadamente poderosas que en otras partes hacen de la vida del proletariado la gruta de las más oscuras tragedias? No tenemos grandes industrias, y nunca el corazón de nuestras ciudades ha visto las angustiosas desventuras sociales extranjeras. Podrá explicarse, se agrega, la razón de tales ideas y sus consecuentes luchas en pueblos como Inglaterra, donde la superproducción, por ejemplo, provoca el cierre de las fábricas, ocasionando agudas crisis que llevan al desamparo y la tortura a mil hogares, y hacen que los sobrepujados cuadros bruñidos, con nitidez escalofriante, por Nuk Hamsun en “Hambre” sean una realidad que se arrastra sobre la ciudad del Támesis en las avenidas perfumadas de Viena o al pie de los marmóreos palacios berlineses. Pero en Colombia, no. Aquí no hemos llegado a ese desarrollo industrial, y por lo tanto el problema no tiene una base evidente. En un pueblo pobre como el nuestro, antes que favorecer, tales ideas perjudican. Luchemos por el adelanto del país, crucémoslo de ferrocarriles, implantemos las grandes empresas, facilitemos la llegada de los capitales extranjeros, que sólo así, y por virtud de esa fuerza capitalista, podremos levantar el nivel del proletariado. Empeñémonos en la concurrencia de brazos por abundancia de cápitales, y entonces el precio del trabajo subirá por una ley natural —Bastiat diría por una armonía económica— sin necesidad de absurdas contiendas.
En un país sin capitales no se pueden pedir salarios altos; y primero que pensar en esto, corresponde a los hombres de bien y de talento empeñarse en el desarrollo económico general, que será la manera única de mejorar la situación de las clases trabajadoras.
Los errores aquí contenidos son tan copiosos y de aceptación tan general, que es menester valorizarlos separada y metódicamente si queremos apropiarnos de la claridad, precisión y lógica que debe presidir este problema.

I
Naturaleza del Capital

Y ante todo: ¿qué es el Capital? Porque sin un seguro concepto de esto toda discusión es imposible.
Quizá ningún término económico se haya prestado a mayores ambigüedades y eufemismos. En muchas obras de Economía se llega en la definición a una acertada evidencia, pero en haciendo las aplicaciones a los diversos engranajes de la vida económica se cae en errores sustanciales provenientes de un olvido de los principios tal cual ellos deben ser interpretados. Diversamente son otros quienes partiendo de postulados inexactos se engolfan luego en laberintos que hacen imposible toda posterior precisión.
La evolución histórica de los pueblos ha hecho que la concepción del capital sea muy distinta cuando se la examina en las sociedades primitivas, que lo es hoy en nuestra vida civilizada y sobre todo desde la Revolución Francesa para acá.
Es un sofisma, y base de muy prolijas inepcias, analizar la naturaleza actual del capital haciendo deducciones de sus caracteres primitivos.
La característica del capital, en su modalidad primitiva, es la de ser un simple instrumento del trabajo. El silex, la red, el fuego originado por el roce de los pedernales, todos estos y otros semejantes elementos eran el capital.
Esta es la que llamaremos concepción prehistórica del capital. Este concepto naturalista no puede ser aplicado al capital presente, so pena de perderse en confusiones reprobables. El capital exige hoy que se le examine bajo la forma jurídica que ha logrado en las relaciones sociales. Lo cardinal del capital primitivo reposaba en su productividad, al tiempo mismo que el capital presente reposa, según término usado primeramente por Dühring, en la rentabilidad. Al capital hay que considerarlo —dice Kausky— como una categoría histórica.
El capital en las sociedades primitivas no podía ser explotado por el sistema que luego estudiaremos y que se denonijna con el nombre de capitalismo. Es el mismo carácter que conserva en la sociedad presente dentro del capital rudimentario. Un sastre en pequeño, un carpintero, es lo común que posean sus herramientas; sin embargo, a nadie se le ocurriría llamarlos capitalistas por el hecho de tener el formón, el banco, las agujas, etc. Es distinto tener capital y ser capitalistas. Y precisamente la sociedad ha llegado a un grado de concentración económica en que el capital nada vale, ni significa cuando no es posible explotarlo por el sistema capitalista.
El fenómeno de cómo la evolución del lenguaje es más lenta que la evolución de los hechos ha sido sobradamente estudiado —Burke y Bordeau— para que tengamos que insistir en la evidencia de que iguales palabras corresponden a una organización diversa de realidades cuando se hallan colocadas en planos distintos de la historia. Concretando: a la palabra capital corresponden en la vida presente fenómenos profundamente distintos a los que correspondían ayer.
Y aspiramos a que tal distinción no sea olvidada, pues de su olvido se han derivado sofismas que entraban toda acertada investigación. Valiéndose del capital primitivo, y de sus funciones, se le iguala al capital presente para quitarle los caracteres opresores que hoy ha conquistado.
Transcribimos aquí un párrafo del “Compendio de Economía Política” de Leroy-Beaulieu, donde se halla perfectamente evidenciada la táctica de los economistas. Y citamos a este tratadista, no porque nos parezca el mejor, sino porque su libro ha sido y es el devocionario científico de todas nuestras facultades, así avanzadas como retrógradas. Dice:
“Si se pudiese desenredar el inextricable enmarañamiento de los hechos sociales, se vería que no hay un capital en nuestra sociedad tan rica en máquinas y en reservas de todas clases, que no se remonte a la edad de piedra. El hacha de silex groseramente tallada, la flecha del primer cazador, la red o la canoa de cualquier pescador, la azada, el pico o el arado de madera del primer hombre que sembró la tierra, sin ninguna intervención y por perfeccionamientos sucesivos, se han transformado en esas máquinas ingeniosas y tan complicadas que nosotros admiramos: el martillo-pilón, la locomotora, el navío-hélice, la segadora o la trilladora de vapor”.
Y en seguida, hablando sobre la productividad del capital, y para refutar a quienes sostienen que el capital no es productivo, sino que lo único esencialmente productivo es el trabajo, agrega: “Pero nadie puede negar que un arado sea productivo, puesto que el hombre que está armado de él hace ocho o diez veces más trabajo que el que del mismo está desprovisto, e igual sucede con una carretilla, una canoa, una máquina de coser y todos los utensilios”.
Por consiguiente, es la conclusión que naturalmente se saca, nada hay por tacharle al capital, pues reviste todos los caracteres de perfección y legitimidad. En cuanto reza con la productividad del capital es asunto que adelante estudiaremos. Ahora tan sólo nos interesa demostrar el por qué de la confusión que se hace entre su forma prehistórica y la actual. Se toma el capital en su tipo primitivo, el arado, la red, la azada, se demuestra que allí no hay explotación, y luego, sin analizar sus diferencias con las modernas evoluciones sociales, se saca, en la forma que lo hemos indicado, la conclusión de su equidad.
Pero no advierten, los que tal táctica emplean, que si llegamos a esa identidad viene por su base a tierra el mismo sistema que se pretende defender? ¿Cómo no analizar ese capital primitivo en su origen y en sus funciones y comprender que él proviene del trabajo del hombre y que pertenece, precisa y únicamente, al hombre que lo trabaja? Si ellos aceptan la justicia del capital presente, valiéndose de la igualdad que creen hallarle con el capital rudimentario, entonces deben ser lógicos y concluir que las cosas pertenecen como al principio a quien las produce directamente con su trabajo.
Pero eso no podrían admitirlo. Nosotros, por el contrario, sostenemos que el capital en las formas en que ellos lo analizan para justificarlo en todas sus proyecciones presentes, es distinto del capital, en su significado social de hoy, en lo que exactamente constituye el capitalismo. El capital primitivo era producido por el directo trabajo del hombre y pertenecía a quien lo trabajaba. Dentro del régimen capitalista presente, el capital es producido por hombres a quienes no pertenecerá y va a manos de quien no lo trabaja. En una palabra, el capital en lo primitivo era un simple elemento de producción, como lo es en la actualidad su heredero legítimo el pequeño capital, en tanto que el capitalismo es un medio de especulación. Adelante dejaremos sentado de una manera precisa la distinción actual ertre capital y capitalismo, al mismo tiempo que señalaremos esta verdad que es necesario no olvidar: el capitalismo es una forma determinada de la explotación del capital que trae sus raíces de mucho tiempo atrás, pero que sólo en la sociedad presente ha adquirido una estructura de sistema completo, y es precisamente, contra tal sistema contra el que libra su batalla el idearium socialista.
Establecida esta diferencia de criterio en relación con el capital, podemos ya entrar de lleno en el asunto.
Necesitamos, primeramente, apropiarnos de un criterio que por su precisión y sencillez nos permita en todo caso evitar las confusiones. Este criterio, nos parece, no puede ser otro que el de los elementos que integran la producción. Esos elementos son tres: trabajo, capital y tierra. “Si recordamos —dice Henry George— que capital es un término usado en contraposición con tierra y trabajo, notaremos enseguida que cuando esté bien inclu(do en alguna de estas voces no puede califícarse propiamente de capital”.
Adam Smith define el capital como “aquella parte del caudal del hombre que espera le proporcione un rédito. Y el capital de un pueblo es la suma de estos caudales individuales o la parte del caudal total que es de esperarse procure mayor riqueza”.
Volviendo a los tres elementos de producción, tenemos: que la tierra no sólo comprende la superficie que en el lenguaje común se entiende por tal. En dicho término quedan comprendidos todos los elementos de la naturaleza que se ofrecen al hombre sin un esfuerzo de su parte. Una rica vertiente de agua, una mina, un terreno privilegiado, darán al hombre las ventajas otorgadas por un capital; pero hay que tener en cuenta que si dan estas ventajas, no por eso serán capital. De sucederse lo contrario, quitaríamos toda su importancia a la división establecida.
El trabajo comprende todo esfuerzo- humano tendiente a modificar los elementos de la naturaleza en forma que adquieran ya un valor de consumo, ya un valor de cambio. Por eso que encontremos errada la inclusión que Smith hace de las habilidades personales, del talento e ilustración, en el capital. Porque el talento puede lograr que esta o la otra empresa produzcan un mayor rendimiento, pero esto será debido al mayor poder del hombre y no a su capital. “La mayor velocidad —dice un economista— de una bala de cañón, puede causar el mismo efecto que un aumento de su peso, a pesar de lo cual el peso es una cosa y la velocidad otra”. Es verdad que estos conocimientos y talentos pueden ser fuente de capital, pero ese capital en ningún caso dejará de ser el fruto del trabajo. Así pues, hemos obtenido un perfecto criterio: todo lo que no sea ni tierra, ni trabajo, es capital; y este capital ha nacido del trabajo en combinación con las fuerzas de la naturaleza. Es el trabajo, obrando sobre los agentes naturales el único productor de capital.
Ahora, estos tres elementos tomados en conjunto son los que constituyen la riqueza. Por consiguiente todo capital es riqueza, pero no toda riqueza es capital. Capital es la riqueza empleada para producir riqueza.
Se ha definido la riqueza diciendo que es todo aquello que tiene un valor en cambio. Pero no olvidemos la distinción entre lo que llamamos riqueza individual y riqueza social.
Bien puede suceder, y en verdad sucede, que la riqueza individual aumente, sin que por ello se registre el menor aumento en la riqueza social. La riqueza que un patrón adquiere extorsionando a los labriegos para reducirles sus salarios, y que le da a aquél un monto crecido de riqueza, no beneficia a la sociedad, porque lo que gana el capitalista es lo mismo que pierde el labriego. Los bonos, letras y demás papeles de cambio, o los papeles de especulación, no son tampoco riqueza social, porque lo que ganan sus poseedores es igual a lo perdido por sus clientes en réditos e intereses. La riqueza adquirida por los propietarios de las casas al subir el valor de los alquileres no aumenta la riqueza de un pueblo, pues lo que gana el arrendador es exactamente igual a lo que pierde el arrendatario. Subrayemos desde ahora, sin perjuicio de las más amplias consideraciones que posteriormente hagamos, que los grandes capitales individuales no pueden ser considerados como un beneficio para la riqueza nacional; ellos, todo lo contrario, implantan un desequilibrio y una injusticia que es la fuente de la injusticia social.
Estrictamente hablando, el único sentido en que la palabra riqueza puede tomarse en Economía Política es aquel en que beneficie a la sociedad en general. Riqueza individual, bajo la concentración capitalista, es el esfuerzo de muchos hombres para el beneficio de uno solo y en perjuicio de la riqueza social. Ríqueza social es el fruto del esfuerzo humano, que no puede tener otra razón de propiedad que la proporción en que ha sido realizada.
Charles Gide dice muy acertadamente: “La característica del capital es la de ser una riqueza creada, no para sí misma, sino para crear nueva riqueza”. Es decir, que todo aquello que esté dedicado al consumo o a satisfacer nuestras necesidades no es capital. Lo que evidencia si una cosa es capital es el hecho de residir o no en manos del consumidor. Cuando la riqueza se dedica al cambio, cuando se conserva, no como fin último, sino como fin intermedio para transformarla en nuevos artículos, entonces reviste la forma de capital. Por eso que nos parezca de una admirable sencillez la definición de Boehm-Bawer: “El capital es una riqueza intermedia”. Esta definición coincide exactamente con la de George, cuando dice que es “riqueza durante el cambio”.
Sin embargo, de ser precisas y claras estas nociones, ellas han sido absurdamente enredadas por muchos economistas. Enrique C. Carey dice que el capital “es e! instrumento mediante el cual se obtiene el dominio de la naturaleza, incluyendo en él los poderes mentales y físicos del mismo hombre”. Como se ve, según lo anotábamos en la definición de Smith, aquí se confunde el trabajo con el capital. Este error, afortunadamente, ha sido corregido por todos los grandes discípulos de Smith, como Ricardo y Juan Stuart Mill. El primero definía el capital como “la parte de riqueza de un país destinado a producir”.
El profesor Perry, refutando a Carey, dice del capital que es “cualquier cosa de valor, fuera del hombre, de cuyo uso nace una utilidad o incremento pecuniario”. Pero, ¿no es esto confundir el capital con la tierra? ¿No es también la tierra una cosa de valor distinta del hombre, y de cuyo uso nace una utilidad pecuniaria?
Bastan los anteriores ejemplos para mostrar los absurdos —ya en las definiciones, ora en las aplicaciones— que reinan entre los economistas sobre el concepto del capital, por olvido de las fronteras determinadas que separan el trabajo, la tierra y el capital.
Nos queda por aclarar un concepto que no por las apariencias de verdad que presenta, deja de ser menos inexacto. En el curso de Economía Política, ya citado, de Charles Gide, se lee lo siguiente: “Como el hecho de producir una renta es el rasgo característico del capital, preciso es reconocer que no hay un solo bien que no pueda convertirse en capital si su dueño en vez de emplearlo para sus necesidades particulares hace de él un instrumento de lucro”.
De lo anterior se infiere que es la voluntad del individuo la que decide que se posean o no capitales. Si el hombre en vez de usar la única casa que posee para vivir la alquila, y en vez de usar los vestidos los vende, y en vez de comerse los alimentos los cambia, aquello que no era capital puede convertirse en él.
¿Pero no se advierte que colocar las cosas en este campo de las posibilidades es someternos a la cauda del sofisma? ¿Es que acaso depende de la voluntad humana el comer, el vestirse, el tener donde alojarse? ¿Cómo podría concebirse una hipótesis que va contra las leyes mismas de la naturaleza?
Valdría esto tanto como decir que si la ley de la gravedad no existiera —no sería el caso de objetar con la teoría de Stein que la modifica, según las vulgarizaciones que se han hecho de su obra— los cuerpos en vez de ir al centro de la tierra quedarían suspendidos en el espacio. Evidente: esos cuerpos quedarían suspendidos en el espacio si no existiera tal ley, pero como existe, no quedan. Esos artículos destinados a satisfacer las necesidades de los individuos podrían trocarse en capital si las leyes de la naturaleza no nos impusiesen tales necesidades, pero como nos las imponen, nunca podrán trocarse en capital, pues éste lo constituye, precisamente, la parte de la riqueza no indispensable a nuestras necesidades particulares. Es decir, que nunca podrá haber capital donde Gide lo considera posible.
Ya advertimos una objeción que se nos va hacer: No hay por qué colocarse en este caso extremo del hombre que sólo tiene lo indispensable para vivir. Supongamos, por el contrario, un individuo siquiera medianamente acomodado, que vende hoy lo que tenía reservado a la subsistencia, y por lo tanto lo convierte en capital. Que si tiene una casa regular la vende para comprar una de menos precio que le preste el servicio de vivienda. ¿Pero ha cambiado aquí en algo el fenómeno? Indudablemente que no. Porque siempre habrá una parte de las entradas del individuo que necesariamente tendrán que ser dedicadas a la satisfacción de las personales necesidades. Esto no podrá ser trocado nunca en capital, sino que será consumido.
Ya sentadas estas bases, podemos entrar de lleno en la refutación de los que afirman que en Colombia las ideas socialistas son innecesarias e imposibles, dizque por no ser nuestro país capitalista.
¿Existe en Colombia el capital? La pregunta es una respuesta afirmativa. En Colombia no se consume diariamente en las necesidades todo lo que se produce; hay cosas dedicadas al cambio, y por lo tanto hay capitales. Aquí, como en todas partes existen “aquellas cosas de las cuales se espera un rédito”.
En Colombia hay, pues, capitales. Esto no bastaría para vindicar la existencia del problema. Decíamos atrás que era distinto tener capital y ser capitalista. El obrero que posee sus herramientas de trabajo tiene un capital en ellas, pues que no las consume en sus necesidades personales y de una manera directa, sino que las tiene como una riqueza intermedia para producir otras riquezas. Pero ese capital del obrero es un simple instrumento de producción y su poder no va más allá de construir una mesa, unos zapatos, etc. Es un poder sin repercusión; vale lo que representa en sí, y nada mas que lo que representa. Con ese capital no será posible especular; apenas servirá para cambiarlo por los bienes necesarios al sustento. Ese capital, y es su característica genérica, es producido por quien lo trabaja directamente, y sobre todo bajo su poder, que es ninguno, no podrán ser sometidas las demás individualidades asociadas. Aquí se advierte el por qué de nuestra insistencia en repudiar el hecho de tomar este capital sencillo y fecundo para vindicar las extorsiones del capitalismo
El capital llega a ser capitalismo cuando ya no es el producto directo del trabajo personal. El capitalismo es la concentración de los capitales, socialmente producidos, para el provecho individual de quienes controlan el trabajo de los demás. Es una forma de riqueza nacida de determinada manera de explotación del trabajo. Ya no es una simple forma de ayuda para el trabajo, como en el primer caso, sino que manda omnímodamente sobre el trabajo. El trabajo se hace esclavo del capital.
Es un sistema de explotar el capital. Y conviene que vayamos tomando en cuenta cómo esto se evidencia en relación con mil pesos que se realizaría con cien mil; que por lo tanto los perjuicios residen no en la cantidad sino en el modo de explotar la riqueza. El capitalismo no produce, ni podría producir, las cosas de su pertenencia por sí mismo, sino que contrata por su cuenta hombres que trabajen para él. Y así como la característica genérica del capitalismo es la de no producir por sí mismo, su característica específica reside en que existan asalariados, en el sentido lato de la palabra, es decir, hombres que trabajan por cuenta de otros. Allí donde haya asalariados es porque hay capitalismo. Pero hay otras distinciones quizá más importantes sobre la disparidad entre el capital y el capitalismo. Bajo la forma jurídica que éste ha adquirido, logra extender una influencia decisiva en todo el engranaje que integra la vida social; da una posición, y de esa posición deriva el hecho de que la sociedad se oriente, no conforme a la voluntad de la mayoría de los hombres, sino, todo lo contrario, conforme a los intereses de la minoría.
A diferencia de la primera forma de capital, el capitalismo adquiere una influencia definitiva sobre la moral, la religión, el Estado, etc. El capitalismo consiste —para valernos de una frase de Gabriel Deville— en que “una minoría consigue eximirse del trabajo directamente productivo para dedicarse a la dirección de los negocios, es decir, a la explotación de la mayoría dedicada al trabajo”. El capital es un hecho del orden natural. El capitalismo es un hecho convencional creado por las clases dominantes y que ha logrado una forma determinada en las relaciones jurídicas impuestas por esas mismas clases. Bajo tal sistema los trabajadores han sido imposibilitados para trabajar por sí mismos, siéndoles preciso vender su trabajo. En la forma natural del capital el hombre vendía el fruto de su trabajo; dentro del capitalismo tiene que vender su persona, venderse a sí mismo.
Visto que Colombia es un país que tiene capitales, toca, después de las nociones señaladas, averiguar si es un país capitalista, no olvidando que el capitalismo consiste en un sistema especial de explotar el capital y que tal sistema lo caracteriza la existencia de hombres que trabajan por cuenta de otros, o lo que es lo mismo, que exista proletariado.
Ahora, ¿en Colombia todos los hombres que trabajan lo hacen por cuenta propia? O por el contrario, ¿la gran mayoría, la inmensa mayoría, trabaja por cuenta de otros, por cuenta de los patrones? La respuesta, como en el primer caso, no ofrece ninguna dificultad. La mayoría de los colombianos no son dueños de las cosas que directamente producen, sino que las producen por cuenta de otros de quienes reciben un salario. Los medios sociales de producción están por consiguiente monopolizados por una minoría, porque de lo contrario no se presentaría el fenómeno del salario. Y eso precisamente es lo que constituye el régimen capitalista; y es contra lo que reacciona el socialismo para evitar que esos medios de producción se hallen en unas determinadas manos, permitiendo así la esclavitud económica de la gran mayoría. Luego Colombia no sólo es un país que tiene capitales, sino que se desarrolla económicamente bajo el régimen capitalista, en el sentido estricto y científico de la palabra. Es un país de régimen capitalista, ya que el capital no es un simple instrumento del trabajo, sino que manda en el trabajo, que lo contrata y le impone condiciones. ¿O se querría negar que aquí existen los salarios y que todo el mundo es dueño de lo que produce?
Pues si no se niega, es menester aceptar que existe el capitalismo.
Bien sabido nos tenemos que las proyecciones de este argumento se refieren sobre todo a la cantidad de los capitales. Pero hemos comenzado refutándolo en esta forma, por varias razones. Primera: porque en cuestiones científicas no valen los eufemismos y es necesaria la precisión; que si hemos de partir de bases falsas, de ignorancias elementales, falsa y erróneas han de ser las conclusiones; y, segunda, porque no otra es la forma en que siempre se ha formulado este malferido argumento que todo el mundo repite: “En Colombia no puede existir el socialismo, porque éste no es un país capitalista”. Esta sinrazón ha sido el arma de todos los días y de todas las horas. Triviales nociones de sicología nos enseñan que las frases y postulados, por absurdos que ellos sean, cuando se les acompaña de una repetida afirmación, logran grabarse en la conciencia popular con caracteres de verdad, aun cuando luego el ariete de la razón intente pulverizarlas. ¿No es acaso éste un hecho confirmado en Colombia con relación al socialismo? ¿Quién ha querido averiguar el fondo de esta frase? Nadie. Cuando se intentan pregonar estas ideas, todo parece haberse resuelto, afirmando que no somos un país capitalista. Nada es más peligroso para los fueros de la verdad que el vacío de una frase consagrada por la repetición. Los pueblos, luego de apropiársela —y esto se logra con la repetición—— encuentran un campo, un vacío, donde colocar todos sus más abyectos prejuicios, que ellos toman como virtudes broqueladas. Es meditando este fenómeno como mejor se aprecia el alcance de las palabras con que Carlos Arturo Torres inicia su libro: “Bien sabido es que Bacon llama “Idolos del Foro” (Idola Fon), aquellas fórmulas o ideas —verdaderas supersticiones políticas— que continúan imperando en el espíritu después que una crítica racional ha demostrado su falsedad”.
Conclusionando, tenemos que es un error el afirmar que Colombia no es un país capitalista. En el análisis que haremos sobre la evolución del capital y nacimiento del capitalismo, encontraremos probado de una manera completa lo que una razón de método nos impide tratar aquí, a saber, que el sistema capitalista reviste una identidad integral de desarrollo en el extranjero, que entre nosotros. Por ahora conviene que tratemos el punto no ya del capital, ni del capitalismo, sino de la cantidad o proporciones de éstos.

II
Cantidad del Capital

Hemos averiguado la significación científica de lo que debe entenderse por país capitalista. Analicemos ahora lo referente a la cantidad. Se afirma que en nuestro país no existe el gran capitalismo. No hay capitalista que posea la fortuna de un Morgan, un Stines o un Ford. Y el problema nace, agregan, de la concentración de los grandes capitales. Entre nosotros, por lo tanto, no hay problema social.
Si la afirmación de que Colombia no es un país capitalista está desheredada de toda solidez, esta de que el problema depende de la cantidad, es todavía más deleznable.
Lo primero que ocurre preguntar cuando se niega el problema por virtud de no ser nuestros capitales tan poderosos como los de otros países, es lo siguiente: ¿De cuántos millones para arriba hay problema social en un país, y de cuántos millones para abajo no lo hay? Porque si no se admite que el problema nace, como nosotros lo sostenemos, de un sistema, sino de una cantidad, lo indispensable sería fijar esa cantidad de la manera misma que nosotros fijamos el sistema. De otro modo nunca sería posible estudiar el asunto. Los mismos que para impugnar la posibilidad de las ideas socialistas en Colombia sostienen que ellas pueden tener razón en otras partes por ser crecidos los capitales, estarían pisando el más falso de los terrenos; porque ¿se averiguó primero si la proporción de esos capitales en realidad no es crecida en consideración a su desarrollo?
¿A quién se le ocurriría que la clasificación de una especie botánica no nace de las peculiaridades intrínsecas de esa especie, sino del número de plantas existentes? ¿El hecho natural de que el tumor que se presente en el estómago de un niño sea más pequeño que el tumor en un adulto, nos podría llevar a la conclusión de que el niño no sufre el mal de un tumor por el hecho de no ser tan grande como el del adulto, y aún más, que su pequeñez le quitaría la igualdad de efectos nocivos?
Comprobado que Colombia se desarrolla económicamente tajo el régimen capitalista; que por tanto los medios sociales de producción (tierras, máquinas, herramientas, fábricas, materias primas, etc.), pertenecen a unas solas y determinadas personas, que son la minoría; que estos medios son puestos en capacidad de producir sólo por el trabajo de otros hombres, la mayoría, a quienes se paga un salario, tenemos por fuerza que concluir que en Colombia hay dos clases: una que es detentadora de esos medios sociales de producción, que los posee y le pertenecen, que no los hace producir directamente, sino por el trabajo de otros, y que goza de todas las prebendas que otorgan la propiedad de esos elementos; es decir, la clase capitalista. Y otra que no posee esos medios sociales de producción, que siempre se hallará sometida, por grandes que sean sus esfuerzos, a la condición de asalariada, y que, siendo mayor su trabajo, recibirá menos en recompensa; es decir, la clase proletaria. “Toda clase social —dice Werner Sombart— es el producto o manera misma que nosotros fijamos el sistema. De otro modo nunca sería posible estudiar el asunto. Los mismos que para impugnar la posibilidad de las ideas socialistas en Colombia sostienen que ellas pueden tener razón en otras partes por ser crecidos los capitales, estarían pisando el más falso de los terrenos; porque ¿se averiguó primero si la proporción de esos capitales en realidad no es crecida en consideración a su desarrollo? ¿A quién se le ocurriría que la clasificación de una especie botánica no nace de las peculiaridades intrínsecas de esa especie, sino del número de plantas existentes? ¿El hecho natural de que el tumor que se presente en el estómago de un niño sea más pequeño que el tumor en un adulto, nos podría llevar a la conclusión de que el niño no sufre el mal de un tumor por el hecho de no ser tan grande como el del adulto, y aún más, que su pequeñez le quitaría la igualdad de efectos nocivos?
Comprobado que Colombia se desarrolla económicamente bajo el régimen capitalista; que por tanto los medios sociales de producción (tierras, máquinas, herramientas, fábricas, materias primas, etc.), pertenecen a unas solas y determinadas personas, que son la minoría; que estos medios son puestos en capacidad de producir sólo por el trabajo de otros hombres, la mayoría, a quienes se paga un salario, tenemos por fuerza que concluir que en Colombia hay dos clases: una que es detentadora de esos medios sociales de producción, que los posee y le pertenecen, que no los hace producir directamente, sino por el trabajo de otros, y que goza de todas las prebendas que otorgan la propiedad de esos elementos; es decir, la clase capitalista. Y otra que no posee esos medios sociales de producción, que siempre se hallará sometida, por grandes que sean sus esfuerzos, a la condición de asalariada, y que, siendo mayor su trabajo, recibirá menos en recompensa; es decir, la clase proletaria. “Toda clase social —dice Werner Sombart— es el producto o de recto criterio: “La pobreza —dice— no es la escasez de recursos pecuniarios para la vida, sino el estado de ánimo que tal escasez engendra”. Y si quisiéramos encontrar una fórmula sintética y comprensiva, parodiaríamos a Bennek-Rousseau al hablar del anticlericalismo en la Cámara francesa. La pobreza —diríamos entonces— es un estado de alma.
La pobreza nace de una comparación; es un término relativo a otros términos. La pobreza nace de la riqueza, como no se puede concebir el dolor sin la existencia del placer. Allí donde hay miseria es porque existe riqueza. Como es claro, aquí hablamos no de la riqueza en el sentido económico de su naturaleza, sino de la desigual e injusta repartición de ella. Y allí donde haya estos dos términos que se contradicen y que pugnan el uno contra el otro, hay un problema que se llama social.
Nos referimos no a la miseria de la vida en general; nos referimos a la miseria específica, a la miseria creada por la organización económica moderna. La miseria que hace indispensable el trabajo de las mujeres y los niños, porque nunca el trabajo del padre logra subvenir a las necesidades; a la aglomeración de los trabajadores en barrios inhabitables; a la miseria del obrero que nunca podrá salir de su condición de paria; a la miseria de los hombres que caídos en una enfermedad —dada la actual organización económica— tendrán que ir al hospital; a los que llegados a la ancianidad y a pesar del rudo trabajo de todos los instantes se encontrarán en cruel desamparo, mendigando la caridad de aquellos que se enriquecieron no con su trabajo, sino con el trabajo de los que ahora imploran piedad; a la miseria, en fin, de una sociedad que condena a la mayoría de los hombres a no saber de la vida sino por sus amargas crueldades, en tanto que otros tendrán reservadas todas las mieles de sus carnosos frutos.
Pero de esto brota un estado de cosas que enunciábamos: la comparación. Al mismo tiempo que de un lado aumenta la miseria, crecen de otro lado los millones. Lo que ganan las clases poderosas es lo mismo que pierden las clases trabajadoras.
Mientras los barrios elegantes se perfeccionan, los suburbios donde vive el obrero se hacen más odiosos. Todos estos contrastes tienen que hacer brotar en la conciencia del obrero la pregunta de por qué su miseria eterna y roedora. El que tanto trabaja se encuentra ante el regalo y comodidades de los que realizan en la sociedad un menor esfuerzo que el suyo, y en veces ninguno. El proletario no ignora que hay algo más duro que esta vida miserable; y es su condición azarosa e incierta. De un momento a otro puede ser lanzado a la calle, quedando sometido a los rigores del hambre y la desnudez, aun queriendo y pudiendo trabajar. Nada le dejó su trabajo pasado; eran otros los que con él se enriquecían. ¿Por qué? ¿Cuál la razón? ¿Es que un hombre puede estar bajo estas circunstancias sometido a la contingencia? Se contestará que sí, que todos los hombres lo están, que también el rico lo está; un incendio, un terremoto, lo pueden dejar en la calle. Sí, pero esta contingencia nace de fuerzas naturales irrefrenables, en tanto que la otra tiene como base una forma arbitraria y despiadada de la actual organización social. Su causa reside en la imposición de la voluntad de unos hombres a otros hombres. “Nadie puede —dice Hegel— pretender hacer valer derechos frente a la naturaleza, pero en la vida social la privación de derechos implica inmediatamente una injusticia hecha a una y otra clase”. Sí, y no hay derecho a que mientras falta el pan en la mesa del que trabaja, haya otros que pueden ‘realizar festines; y mientras haya seres desnudos pueda ser permitido el lujo opulento y fastuoso; y mientras haya hermanos sin hogar, haya mansiones cuya esplendencia ultraja la miseria irredenta.
Ahora, cuando quiera que en una sociedad pueda establecerse esta comparación, ha nacido el problema social. ¿En Colombia podrá verificarse la existencia de este contraste doloroso?
Haced, nada más que para referirnos a Bogotá, un paseo por los barrios no estrictamente centrales. Mirad aquellos llenos de suciedad y de inmundicia; examinad si tienen algunas de las condiciones higiénicas; examinad si allí en un solo cuartucho mal oliente habitan ocho y diez personas en promiscuidad vergonzante; examinad si allí viven abandonados en el día niños de magras carnes y de desteñida piel; preguntad si ellos están abandonados porque los padres tienen que estar permanentemente en el trabajo; investigad si poseen alguna educación, y sabréis que ninguna. ¡Son los esclavos de la miseria, que han sido y serán siempre los esclavos del trabajo, los vencidos de la injusticia social! Recorred la mayor parte de la ciudad; cruzad, como nosotros lo hemos hecho, los lugares donde viven las clases humildes; encontraréis igual miseria, un inaudito desamparo, una vida que no se comprende, una ciudad que se deslíe en la más pavorosa de las ignominias. No olvidéis tampoco la tragedia silenciosa y oculta de la clase media. Pensad en sus afanes, recordad todos esos casos diarios y siniestros del hambre que allí se pasa y el abandono en que se debaten los seres condenados impiadosamente a un dolor. No os quedéis en Bogotá; visitad las demás poblaciones del país y encontraréis una similitud completa de situaciones. Y pensad todavía más allá; no olvidéis a los seres cuyo desamparo es más grande: los labriegos, de quienes más adelante hablaremos. Hallaréis entonces que las nueve partes de la población total del país son aquellos que sufren y que trabajan, y los poseedores de la riqueza una minoría exigua.
Pues bien; si ese contraste existe entre nosotros, tenemos que convenir en que tal estado de cosas tiene una causa, y ella es la organización individualista.
Ya lo sabemos que no hay en Colombia un rico que tenga la cantidad de riqueza de un acaudalado europeo o norteamericano; pero tampoco hay en aquellos países un asalariado, un trabajador que gane el sueldo misérrimo que ganan nuestros trabajadores. Luego la proporción es la misma. En otros países el capitalista tiene entradas que ninguno de los nuestros ha conocido; pero allí, a su turno, el trabajador recibe un salario en el cual verían una verdadera fortuna nuestros proletarios. Y se trata precisamente de la implantación de la justicia con relación a este medio y no a otro. El problema es el mismo, una falta de equidad en la repartición de las riquezas.
Además, es una evidencia no discutible, que el capitalista de los grandes países tiene gastos, por razón del medio social en que evoluciona, que disminuye considerablemente el monto de sus entradas; y esto en proporción que nunca alcanza al obrero de los mismos países. En su obra La Evolución Social, Muenstemberg hace notar el hecho de que en los lugares donde se le aumenta el salario al trabajador se le hacen perder luego los beneficios de esta alza por la subida en el costo de la vida. Este que es un fenómeno bien familiar, demuestra que en uno o en otro caso el problema para los obreros de todos los países es el mismo. Unas veces se le hace ganar como productor en forma de aumento del salario —en los grandes países— pero se le hace perder este aumento como consumidor, con el alza de los productos. Otras veces —países incipientes— se le hace ganar como consumidor, pero se le hace perder como productor por lo exiguo de los salarios. En definitiva, la situación es la misma, y muestra que su remedio no está en desabridas y capciosas reformas adjetivas, sino en abocar con entereza el problema, resolviéndolo en sus bases y soportes.
Hablando de la superioridad de los salarios en Norteamérica, comparados con los salarios en Europa, observa Hekner lo siguiente, que nos viene a la medida: “De esta manera en Norteamérica, en donde los jornales son dos o tres veces más altos que en Europa, el costo de la vida del obrero que se contenta con productos de la grande industria no es superior al de la vida del obrero europeo; mientras que las altas clases sociales que tienen criados y gastan productos hechos a mano han de pagar precios tan fabulosos, que se ha dicho que un dólar en manos de un señor, equivale a cuatro dólares en manos de un obrero”.
Si tomáis un hombre de metro y medio de estatura, ponemos por caso, y gastáis en él dos metros y medio de paño para vestirle, y luego tomáis otro de un metro de estatura y no gastáis sino metro y medio en su vestido, ¿negaríais que el segundo no tiene vestido porque no entraron los mismos metros de paño que en el primero? Claro que no; admitiríais que todo depende de la proporción, y que tan vestido completo es el uno como el otro. Igual pasa con el argumento de la cantidad que venimos examinando. Lo indispensable es que existan dos clases y que entre estas dos clases haya desproporción por lo que hace a la cantidad de trabajo y a la equivalencia de los frutos recogidos. Y esto se sucede en todas partes donde exista el sistema de producción capitalista.
Podríamos hasta aceptar, cosa que no sucede, que el asalariado colombiano sufriera menos expoliaciones que el europeo o norteamericano; mas esto tampoco implicaría la negación del problema mientras en ambas partes exista el régimen de producción capitalista; apenas serviría para enseñarnos que en aquellos otros lugares el problema era más agudo, pero esto ya es otra cosa. Al contrario, es fácil hacer ver que por razón de medios, el obrero y aun el mendigo de los grandes países puede gozar de muchas cosas de que no goza el nuestro, pero eso tampoco prueba ni la mejor condición del primero, y menos la del segundo. El problema está un poco más al centro: vive y se agita en el hecho de que ni unos ni otros, ni los de aquende, ni allende el mar, tienen la posibilidad, ni la aptitud —por razón del engranaje capitalista— para adquirir lo necesario a su vida, en proporción al adelanto social, habida consideración de tiempo y espacio. Lo indispensable para nosotros es saber que la vida de nuestro pueblo trabajador no aumenta con relación al poder productivo y que no hemos conseguido para las clases humildes una forma de vida sana y estable.

III
El Industrialismo

Visto ya el argumento de la cantidad del capital en sus formas generales, analicémoslo en la forma concreta en que suele exponerse corno argumentación contra la posibilidad de las ideas socialistas. No existe entre nosotros, se dice, el gran industrialismo y es casualmente por la aglomeración de trabajadores en las grandes fábricas, y el consiguiente aumento de población, que se explica la pugna encarnizada entre las dos clases. Es a saber, que en Colombia sólo podría explicarse el socialismo por la existencia del industrialismo.
¿Cuál es la posición del socialismo ante el industrialismo? Pues decir que tales ideas sólo son posibles en los países grandemente industriales, es afirmar que el socialismo nace como una reacción contra el industrialismo. Y esto no es exacto: contra lo que él lucha y se empeña es contra el actual sistema de explotación aplicado a la industria. El individualismo y el socialismo se diferencian en cuanto a la mira final de las actividades industriales. Mientras el industrialismo en la forma actual de organización sólo sirve para agravar la situación de la clase trabajadora, el socialismo ve en el industrialismo la mejor manera de favorecer la condición económica de esa clase.
Fue Carlos Marx y su compañero de luchas Federico Engels, quienes en su manifiesto de 1847 a la “Liga de los Justos”, —y sobre todo en la obra del primero “El Capital”, influido indudablemente por Lorenzo von Stein, —situaron el socialismo en un terreno de evolución histórica que los apartó de los absurdos, aun cuando nobles principios de los utópicos, quienes sólo encontraban como medida para la solución del problema la retrogradación del progreso, la vuelta de la sociedad a la forma primitiva, lo cual era revelarse contra los dictados inmanentes de la evolución y consiguiente progreso. Para el socialismo científico por el contrario, es el mayor progreso, el avance incontenido del industrialismo, el que mejor le prestará medios de aplicar sus anhelos de redención para la clase trabajadora. Pues se hace de una evidencia lógica que el incremento del maquinismo, del vapor, de la electricidad, etc., ha aumentado considerablemente la potencia productiva del hombre, disminuyendo así el tiempo necesario de trabajo. Aumentando el maquinismo y todos los demás órdenes de industrias, y por lo tanto la producción, es claro que será posible disminuir las horas de trabajo; así el trabajador dejaría de ser la bestia actual, para consagrar un mayor tiempo a su cultivo interior, a la atención de ese hombre íntimo de que habla a la atención de ese hombre íntimo de que habla San Pablo, que comprende todo lo de más sagrado que el hombre representa, lo que le eleva por sobre el nivel de los brutos. Ese fin de bonanza general, de disminución de los sufrimientos humanos, de aminoración diaria de los esfuerzos, que debería ser el único fin del progreso y el único posible de explicarlo y hacerlo deseable, ha sido tronchado por la organización capitalista, que sólo permite el disfrute de ese progreso en beneficio exclusivo de una minoría. El progreso que en justicia debería tener una finalidad de mejoramiento general, ha sido trocado en grillete torturante para los hombres; cada progreso traerá para el obrero una nueva necesidad, pero el fruto de su trabajo no crece en igual proporción, y por lo tanto su condición se irá agravando.
El remedio no puede ser otro que la socialización de los medios de producción, porque entonces el fin sería, no como al presente, especular, sino atender a las necesidades sociales. Bajo la forma presente de propiedad individual es lógico que cada propietario trate de vencer a sus competidores; y ello sólo le es posible obligando al obrero al mayor producto con las mayores horas de trabajo y el menor salario. Necesita producir la mayor cantidad posible a los más bajos precios. Igual sucede en las demás empresas que no sean fabriles. No hay sino el interés individual del propietario contra los demás propietarios. Pero cuando esa competencia individual sea imposible, por no ser los medios de producción propiedad individual, es claro que la mira de explotación del trabajador habrá perdido su causa. La producción tendrá, entonces, como único fin satisfacer las necesidades sociales. Los hombres se hallarán en la posibilidad de trabajar un menor tiempo y destinar el sobrante a embellecer un poco la estropeada y grosera vida presente. Sólo afianzando el sustento con el menor esfuerzo, será posible el cultivo de la belleza en todas sus formas, por la razón que vislumbraba el ideal estético-social de Ruskin. “Nunca —dice Ruskin— hubo arte en un país de gente pálida a causa del trabajo, y de aspecto cadavérico, en donde la juventud tuviera los labios no rosados, sino resecados por el hambre y roídos por los venenos” (Colección de Obras Escogidas).
El socialismo no es enemigo del industrialismo, del progreso industrial. Del mayor progreso el socialismo sacará un mejor beneficio para todos los hombres. Allí donde existe un industrialismo incipiente sacará también un mejor bienestar para las clases oprimidas, pues que siempre y en todas partes empeña sus intentos contra la explotación del hombre por el hombre. De lo que el socialismo es fanático enemigo es de que el progreso, que debería laborarse para beneficio de todos, sólo sirva para beneficiar a la minoría, saturando de tenebrosas congojas el corazón de los humildes.
No es la existencia del industrialismo condición indispensable para que en un país exista el problema social, y mucho menos su gran incremento, pues no sólo en la industria el hombre produce. Lo necesario es que la producción y reparto se hagan por el sistema individualista en cualquiera de sus formas. Tan precaria es la situación del proletario que trabaja en un ferrocarril, en una empresa de luz, de acueducto, en la construcción de edificios y demás obras, como la del que trabaja en una fábrica, o como la del labriego. Habrá diferencia en cuanto a las condiciones peculiares en que se realiza el trabajo, pero el hecho fundamental es el mismo: el hombre en todas esas formas será un esclavo económico. Igual en este caso el dependiente de un almacén, que el maestro de escuela, que el empleado de ínfima categoría. Todas son formas capitalistas dependientes de un mismo sistema.
Hay que tener presente, como dice el espiritual discípulo de Brentano, Alberto Lange, que “la cuestión obrera debe estudiarse en relación con la totalidad del problema social. Es preciso contrarrestar los efectos de todo un período de creciente diferenciación de la fortuna de los individuos por medio de un período de influencia niveladora lenta y constante ejercida por la legislación”.
Tan evidentes son estas afirmaciones de que la existencia del industrialismo no es la que da nacimiento al problema social que en varios períodos de la historia ha sido el mismo capitalismo el más encarnizado enemigo del industrialismo, porque así convenía a sus intereses. En Alemania fueron porfiados los esfuerzos del conservatismo para evitar la entrada del industrialismo; la explotación del hombre del campo se presentaba como más fácil —siempre ha sido más agudo el problema allí donde la explotación se desenvuelve en su forma agraria— y podía suceder, con el espíritu de solidaridad que el industrialismo desarrolla entre los obreros, que se hiciera más difícil extorsionarlos. A ello obedecían las reformas presentadas por Rau en 1821 y las luchas de Reichensperger, Hoffmann y Stahl, aun cuando con diferencias de criterio que no hacen al caso.
En Rusia sucedía otro tanto: la nobleza se mostró como enemiga encarnizada de la industria porque su conveniencia económica residía en explotar al campesino y conseguir a bajo precio los artículos de la industria extranjera. En el libro “El Problema Económico’ de Tugan-Baranowsky, se puede ver la manera formidable como se combatía la industria. Allí se lee: “El desarrollo de la industria, escribía Kirzewsky en “El Moskovita” en 1845, no depende de la vida de la ciudad tan poco en armonía con el carácter del pueblo ruso, para el cual la misma es una penosa necesidad. El pueblo ha de seguir su vida campesina, y, sin embargo, mejorar de situación”. Sólo hasta Kankrin, Ministro de Hacienda del Zar Nicolás, no se protegió la industria y esto sólo por la fuerza de los hechos.
En Prusia estas ideas fueron defendidas con mayor ahínco por Haxthausen. En Inglaterra, donde los feudos favorecían a los potentados en la forma que todos conocemos, el ataque a la industria fue tenaz. Para comprobarlo, ahí están las obras del Chalmers, quien dice que “hay que proteger a la nobleza territorial, porque allí donde hay nobles el pueblo no se envilece tanto”, y las de Malthus, quien con su teoría del aumento de la población quitaba de la cabeza de los poderosos el cetro de la injusticia para colocarlo en una naturaleza despiadada que así había repartido el caudal de miserias para unos y de venturas para otros.
También, entonces, en aquellos países, como ahora en Colombia, se trataba de negar el problema afirmando que sólo por la gran industria era que él tenía nacimiento. Mas era inepta la argumentación. Las masas tardaron un poco en comprender que se trataba de un recurso para defender los privilegios; sin embargo, la lucha se presentó, y día a día, ella se hizo más pujante; y avanzando, llegó a adquirir fuerzas imponderables, que en algunas partes han rematado ya en alentadoras culminaciones de victoria.
Decir, entonces, que en Colombia no hay razón para el socialismo porque el país no está sembrado de fábricas, es desconocer por completo el pensamiento socialista, es ignorar sus tendencias.

IV
Origen del Capital

Sólo por el análisis de ciertos principios fundamentales de la Economía podremos venir en el conocimiento de cuánta sin razón y cuánto de prejuicio esconden algunas objeciones que son formuladas contra la necesidad y conveniencia de las ideas socialistas y que aún no hemos dilucidado.
¿Qué es el capital, no ya en su naturaleza, como lo hemos visto, sino en su origen? El capital, ha dicho Carlos Marx, es “trabajo cristalizado”. En sí la definición es aceptada por romanos y numidios, prestándole todo su asentimiento. Porque, ¿no bastaría una simple mirada sobre todos los capitales habidos en la sociedad para advertir que ninguno de ellos ha podido producir- se sin el esfuerzo humano?
Mas como de la consideración del capital en sí no se obtendría ninguna consecuencia social y como su importancia sólo se advierte, precisamente, en la actividad social, en la repartición del capital, los individualistas necesitaban desvirtualizar esa noción veraz y sencilla, agregándole ciertas condiciones que permitieran explicar, de una manera acertada según ellos, el hecho de que no sea quien produce con mayor esfuerzo el que pueda gozar de las cosas en proporción justa a ese esfuerzo, sino por el contrario, aquellos que en la producción de los capitales emplean el menor esfuerzo y representan la menor importancia los que recojan e1 mayor fruto, y por parte de las leyes tengan todos los privilegios.
De aceptar, escuetamente, como en realidad sucede, que el capital es fruto únicamente de la mano del trabajador, mucha sería la desazón del espíritu inquisitivo ante los hechos actuales. ¿Por qué, se preguntaría, si el trabajo tiene el papel de señor en el momento de la producción, a la hora del reparto es un simple asalariado? ¿Por qué el capitalista goza de todas las comodidades y el trabajador sufre todas las miserias? ¿Por qué si el capital es fruto del trabajo, éste en el orden jurídico esta sometido a una capitis derninutio, y aquél adquiere todas las influencias sociales, políticas y religiosas? ¿No hay algo anómalo en una sociedad donde a mayores esfuerzos corresponden menores recompensas y a menores trabajos mayores frutos?
A todas estas inquietantes preguntas conduciría el reconocimiento del hecho exacto del origen de los capitales. Para sustentar el orden existente era menester modificar el concepto. El principio en sí se imponía de manera pertinaz, pero ya al aplicarlo a sus funciones y repartición era necesario vindicar en forma alguna el privilegio capitalista. Para ello se encontraron dos bases: la naturaleza y el ahorro.
Es verdad, se dice, que el capital proviene del trabajo, pero los socialistas olvidan el factor naturaleza. Luego ya no sólo es el factor trabajo, es que también entra allí el importante factor de los elementos naturales.
Pues bien, esta objeción ni quita ni pone rey a la significación social del capital en el concepto expresado. Hemos visto que es, precisamente, para el caso de la repartición, donde se halla toda la importancia del origen del capital. Sólo por creer que actualmente reina una injusta repartición de los capitales, es por lo que se sostiene que hay un problema de índole social. Por lo tanto, el punto sensible del asunto reside en averiguar el derecho que uno u otro de los elementos —capital y trabajo— otorgue al individuo. Se trata de precisar la posición jurídica del capitalista y del trabajador. Al examinar este derecho no se puede hacerlo sino con relación a los individuos que detentan los capitales o son poseedores de la capacidad del trabajo. Se trata de un problema jurídico que sólo puede tener existencia con relación a las personas. El hecho reside en saber qué parte corresponde a esos sujetos de derecho ante la norma jurídica de una determinada sociedad.
“Los derechos —dice von Yhering— son intereses jurídicamente protegidos”. Definición que en el fondo coincide con las exposiciones desde Jellinek hasta Michoud y que es la doctrina aceptada, en ésta o la otra forma, por la legislación universal. Pero, ¿quiénes pueden obtener derechos, o en términos jurídicos, quiénes pueden ser sujetos de derecho? Los sujetos de derecho sólo pueden ser los sujetos de voluntad. Una relación jurídica no se desarrolla sino entre los que puedan ser sujetos de derecho, o lo que es igual, los derechos sólo pueden ser establecidos para el hombre.
Luego, si lo que se pretende, como ya lo hemos visto, es comprobar la posición jurídica que le corresponde al trabajo y al capital, y esa posición jurídica sólo puede predicarse respecto de los hombres, hay que estudiarla únicamente con relación a ellos. El problema tendrá que concretarse, en cuanto al capital y el trabajo, a las personas que tienen la capacidad de trabajar o que detentan los frutos de ese mismo trabajo. ¿A qué entonces hacer intervenir aquí el factor naturaleza? ¿Es que ella por sí misma podría vindicar a los trabajadores o a los capitalistas? ¿Desde cuándo hubo el capitalismo la idea de que la naturaleza, que entra en la producción del capital, pueda mirarse como algo que le pertenece con exclusión de los demás hombres? Con mayores títulos podría invocarla para el aumento de sus derechos, el trabajo. ¿No se caería entonces en un círculo vicioso, pues que precisamente se sostiene que esa naturaleza sólo debe dar ciertos derechos por el trabajo aplicado a ella? Y además, ¿es que ella por sí misma podría ser sujeto de derechos? No: es precisamente por los frutos que produce por lo que es deseada; y si son los frutos los que discuten ¿no volveríamos al punto de partida? Lo esencial está en averiguar los esfuerzos del trabajo y del capital ante la naturaleza, no olvidando que esos capitales representan el esfuerzo de un trabajo anterior.
Responderemos, en síntesis, que en la definición dada de capital como trabajo cristalizado no es que se olvide el factor naturaleza, sino que ella no vindica por sí misma ninguna propiedad individual, y que para el derecho de los individuos en relación con sus productos es inútil y fuera de lugar considerarla, pues no puede ser sujeto de derecho, y lo que produce es precisamente por el trabajo.
El segundo factor que se menciona en la formación de los capitales es el ahorro. El capital, se dice, no sólo es fruto del trabajo; también entra allí el ahorro. Sin el ahorro es imposible que existan capitales. Economistas como Senior han pretendido reemplazar el capital como uno de los elementos de producción para colocar en su .lugar la abstinencia o ahorro, porque dizque el capital nace de aquel y por tanto éste es un elemento derivado.
En su Economía Política dice Leroy-Beaulieu, el tratadista de nuestras Facultades: “Provisiones e instrumentos, hé aquí las dos formas elementales del capital. Ellas exigen la abstinencia o ahorro, y, por otra parte, el trabajo. Todo capital es hijo del trabajo y del ahorro”. Y más adelante: “Si se miran las cosas como pasan o deben pasar, se ve que la persona que ahorra, crea en verdad (subrayamos nosotros) a menudo sin darse cuenta, provisiones e instrumentos de trabajo para facilitar un nuevo vuelo de la humanidad”.
Courcelle-Seneuil va más allá, diciendo que el ahorro es una “forma del trabajo”.
De lo anterior, que es la doctrina universalmente predicada como axioma, se desprende que los capitalistas que detentan el capital tienen todo el derecho y nada se les puede reclamar, puesto que ellos con el ahorro han creado sus capitales, y además, propiamente los han trabajado, puesto que el ahorro es trabajo.
Pero ¿será verdad que una cualidad negativa como es el ahorro o abstinencia pueda crear capitales? No, porque trabajar es obrar y el ahorro es precisamente lo contrario. No se concibe, cómo el no destruir una cosa es crearla. Si yo puedo conservar una cosa, es precisamente porque ha ya sido creada. Y cómo puede ser trabajo el ahorro, cuando éste es el antípoda de la acción, y el trabajo, lo repetimos, consiste en obrar? Con perspicacia anota Gide que “por más que diga Montaigne que no conoce ocupación más activa que el no hacer nada, quizá sea esto verdad desde el punto de vista moral, pero no explica que ese no hacer nada pueda crear un solo alfiler”.
Si guardo, por ejemplo, un carruaje que antes dedicaba para el alquiler ¿no estoy absteniéndome, no estoy ahorrando ese objeto de una mejor manera que cuando lo dedicaba al uso público? Sin embargo, cuando no lo ahorraba me producía, y ahora que lo ahorro no me produce nada, hasta el día en que vuelva a darlo a un individuo que quiera trabajar con él. ¿No se advierte que hay un elemento distinto del ahorro, que es lo que en realidad produce?
Imaginad que una sociedad se dedica a la abstinencia, que ahorra todo lo que se va produciendo. ¿No es claro que pasado cierto tiempo se habría perdido mucha o toda la riqueza? ¿Cómo se explica entonces que aquello que crea capitales sirva para destruirlos? ¿No llegaríamos, aceptando esta teoría, al absurdo de que crear es destruir? Sin embargo, no se podría negar que una sociedad tal sería aquella que hubiera logrado perfeccionar hasta lo indecible ese “elemento de producción” de que hablan los economistas. En todo esto se ve que el ahorro no es un factor de la producción, ni crea capitales, sino que es un simple instrumento del trabajo, producido, como todas las riquezas sociales, por el trabajo.
Tomad una cantidad cualquiera de dinero y guardadla en el fondo, de la tierra; os estáis absteniendo, la estáis ahorrando de una manera perfecta. Volved al año. ¿Habrá producido algo el ahorro? Nada. Pero entregaría a quien la quiera trabajar y entonces produce. ¿De dónde viene ese dinero? Del trabajo. ¿Cómo produce? Por el trabajo.
Todos estos absurdos reposan en el origen que se le ha pretendido dar al capital y a su manera de formación.
En Leroy-Beaulieu —el tratadista de nuestras Facultades y consultor de nuestros estadistas —encontramos sintetizada toda la doctrina al respecto. “La formación del capital —dice---- supone siempre que el hombre o ciertos hombres escogidos, prefieren a las ventajas presentes, ventajas futuras inciertas, es verdad, pero según todas las probabilidades más considerables: es un sacrificio de los goces y de los consumos actuales a goces y consumos aplazados”. “Ensayemos reconstruir por el pensamiento —agrega-— la génesis del capital en una tribu de pueblos pescadores. Uno de aquellos salvajes, más observador que los demás, ha comprobado que un tronco de árbol flota en el agua y puede hasta soportar un cuerpo sin sumergirse. Se pone a cortar un árbol, a tallarlo, a disponerlo de modo que pueda sentarse en él y dirigirlo. Para este trabajo le hace falta tiempo; se ha visto obligado a hacer provisiones para vivir mientras se entrega a esta tarea; debe economizar sus subsistencias, restringir su apetito presente a fin de poder llegar hasta el fin de su obra”. De manera parecida, cuando no exacta, se explica el génesis de todas las capitalizaciones en los pueblos cazadores y en los agricultores. Y, por último, para referirse a la sociedad actual afirma: “Se ha visto cómo se forman los capitales en las sociedades primitivas; su constitución no es otra en realidad en las sociedades perfeccionadas; sólo que se presentan a primera vista, a causa de la complicación de los fenómenos, caracteres menos claros”.
En primer lugar, esas características de previsión atribuidas al salvaje, son imposibles desde el punto de vista psicológico. Su mentabilidad embrionaria era incapaz de esa tendencia idealista que representa el anhelo de una vida mejor para lo futuro. En el hombre primitivo sus raciocinios no iban nunca, no podían ir, más allá de sus simples necesidades corporales. Era perfectamente incapaz para todo concepto, y no pudiendo llegar a concepciones trascendentales, sólo era apto para tener de las cosas y de los hechos una idea actual sin proyecciones hacia el futuro. Mentalmente, ya lo ha afirmado y probado Clodd, entre el hombre primitivo y el mono sólo existía una pequeña diferencia. El hombre primitivo, encerrado en condiciones duras de existencia, tenía que ser poco soñador, lo que no le permitía proyectarse hacia el más allá. Una razón exactamente sicológica, es la de su incapacidad absoluta para alcanzar un grado, ni siquiera medio, de abstracción y de generalización. Y el porvenir, el deseo de su perfección es un concepto, o lo que es lo mismo, una abstracción de las condiciones individuales para trocarlas por la actividad lógico-mental en nociones generales.
Lo reducido de los productos que el trabajo del hombre primitivo lograba, le impedían esa abstinencia de que se nos habla; apenas sí cubrían las exigencias de su vida rudimentaria. Su vida funcional le impediría la abstención de lo indispensable a su subsistencia, y no ganando sino para ella, estaba imposibilitado para ahorrar. Luego, tanto por razones sicológicas como por hechos biológicos inmanentes, el ahorro en el hombre primitivo es un absurdo suponerlo.
Pero otras hipótesis más factibles pueden llevarnos a conclusiones más ciertas. Si es verdad que la vida general del hombre primitivo se desarrolla dentro de la consecución de lo estrictamente necesario a su subsistencia, es claro que habría días excepcionales en sus faenas. Para el pescador, por ejemplo, llegarían días, en que el fruto de la pesca era más abundante que en lo corriente. Entonces le quedaría un sobrante. Algo que le permitiría no tener que trabajar todo el día en la misma pesca. Tendría entonces un excedente de provisiones y por lo tanto un excedente de tiempo para dedicarlo a otras labores. Entonces sí poseería medios para consagrarse a la construcción de la red y demás instrumentos, que a su turno le irían paulatinamente permitiendo mayores provechos, y por ende, mayores facilidades, para la perfección y aumento de los medios de producción, de los capitales. Igual proceso para el cazador que un día tuvo una caza más afortunada que las anteriores. Y esto resulta también razonable si imaginarnos el paso de los pueblos cazadores al período agrícola. No es posible concebir que los primeros ahorraran ganado durante todo un año hasta que viniesen los frutos de la siembra. Sencillamente se limitaban a cuidar ganado que les permitiría dedicarse a los cultivos de la tierra. ¿Y desde cuándo el ganado sería una modalidad del ahorro, de la abstinencia de que se nos habla, cuando precisamente ese ganado antes que imponer privaciones permitía a sus poseedores gozar de los beneficios de la leche, la carne, las pieles, etc.?
En todo esto se ve claramente que no aparece como origen de los capitales la tal abstinencia, el ahorro, aquella previsión que dizque en el hombre primitivo daba por resultado el sacrificio de placeres presentes a cambio de goces futuros. Su origen reside en lo contrario: en la abundancia respecto de los frutos del trabajo. Llenaba sus necesidades con el fruto de su trabajo, pero como esas necesidades eran estrictamente limitadas, los productos a veces las sobrepasaban, quedándole un sobrante. Y en esto no hay tal abstinencia. Los capitales aparecen, también en su forma primitiva como lo que siempre han sido y serán: fruto únicamente del trabajo, “trabajo cristalizado”.
Al progreso en los medios de producción no llega el hombre por una idea previsora, por ese sentimiento del mañana que sólo puede nacer del análisis cerebral que valora la desperfección actual y comprenden la necesidad de medios más apropiados. El progreso nunca se ha hecho, y muy menos entonces, por elección crítica, o por libre voluntad, o por autonomía motora de la potencia razonante. El progreso es determinado por la necesidad, por la ocasión externa. Entre la perfección del medio y del hombre hay una concatenación en que ambos a un tiempo mismo son causa y efecto.
La necesidad, intuitivamente, hizo creador al hombre de mejores medios de producción, como que tenían por fuerza que resolverse en una perfección social. Y esta perfección de medio creada por el hombre, a su turno cambia, sutilizándola, las facultades humanas, que vuelven a refluir sobre el medio perfeccionándolo. Y así diuturnamente el mismo ciclo de la humana natura. La historia es el análisis de los elementos económicos, casi siempre ocultos, pero siempre evidentes, que orientaron en este o el otro sentido y de manera determinada la dinámica social en todas sus manifestaciones.
Hay que analizar el origen y desenvolvimiento del capital sin dejarnos engañar con la afirmación de que así como se formó ese capital rudimentario, así mismo su “constitución no es otra en las sociedades perfeccionadas”.
Debemos, pues, investigar las formas económicas que en las diversas etapas sociales se han presentado, hasta llegar al hecho capitalista actual.
La característica del hombre primitivo es la simplicidad en la explicación de los fenómenos naturales. Por haber sido pocas sus impresiones, repite la misma idea y el mismo pensamiento. Su punto de partida y de reparo, es el mismo. Y por esta característica que es congénita al individuo, y que nos lleva a considerarnos como el punto céntrico de todas las actividades fenoménicas que nos rodean, el hombre primitivo trata instintivamente de armonizar las manifestaciones de la naturaleza con el proceso que rige el desenvolvimiento de sus propios actos. A todo fenómeno él quiere atribuirle una finalidad de volición al igual de1 que su conciencia le advierte de sus propios actos. Es lo que se llama el antropomorfismo.
El salvaje veía con temor desatarse la tempestad, cruzar el rayo, desbordarse de madre los ríos. El peligro tenía que desarrollar en él el instinto de conservación. Los conocimientos de las causas de los fenómenos en el hombre primitivo, eran perfectamente nulos. Para él no había sino un punto de reparo: su propia individualidad. Menester era que existiese un ser semejante a él, pero muy más poderoso, causa de tales efectos. Tenía que concebirlo animado de la misma actividad y de los mismos instintos que él observaba en su persona. En un grado más avanzado, capaz ya de medio espigar en el análisis, esos fenómenos, viento, lluvia, etc., fueron atribuidos a diversos dioses. Del monoteísmo primitivo, debido a la incapacidad analítica del hombre, se llegó al politeísmo por una humanidad de tipo más avanzado, hasta volver al concepto monoteísta, no ya por incapacidad analítica como al principio, sino todo lo contrario, por una síntesis de análisis proveniente de la evolución mental y del consecuente conocimiento que los adelantos científicos han dado sobre aquellos fenómenos que antes eran atribuidos a distintas divinidades.
Estas formas primitivas de las creencias religiosas han nacido de la tendencia del hombre primitivo a considerar todo como animado, a atribuir deseos, pasiones, etc., a todo lo que obra, a representarse la naturaleza según su individual naturaleza. Este antropocentrismo es el resultado directo de ese impulso primario en el desenvolvimiento de la mentalidad: la analogía, origen primero de los mitos, del lenguaje, de las artes y hasta de las ciencias. Pero las analogías que para nosotros son imágenes, para el hombre primitivo eran realidades. Notemos, sin embargo, que esta operación primitiva que crea los dioses, es una proyección hacia afuera de la actividad, más bien que de la inteligencia. Brota, como lo observa Ribot, más del hombre motor que del hombre pensador.
Por lo tanto el hombre primitivo necesitaba, llevado por el instinto de conservación, de buscar los medios para calmar lo que él imaginaba manifestaciones de la cólera de un ser muy poderoso, de la Divinidad. Era menester desagraviarlo, buscar los modos de contener su ira que daba por resultado esos terribles fenómenos que destruían su tranquilidad. Era necesario establecer un culto.
El cuidado de estos desagravios sería una misión especial, reservada tan sólo a muy contadas personas. El hombre más fuerte de la tribu, aquel que en la caza hubiera demostrado mayor destreza, el que por ésta o las otras razones hubiera logrado imponer su fuerza, sería el favorito, sería el sacerdote, el llamado a desempeñar las funciones del culto. Por eso observamos en todos los pueblos primitivos que las funciones religiosas y la autoridad civil estaban concentradas en unas mismas manos. No había, ni podía haber, otro criterio que el de la fuerza. Allí el origen de todas las jerarquías, de la nobleza en todas sus manifestaciones.
Estos hombres ya no pueden consagrarse al trabajo productivo, a las faenas diarias; ellos tienen determinada categoría que les otorga fructuosos privilegios. Los demás hombres trabajan para ellos. Del fruto de su trabajo los hombres dejan una parte para aquellos que están consagrados a desagraviar a la divinidad. Es el fuerte, que ha subyugado al débil y que logra, sin trabajar, adquirir una mejor posición.
Pero sigamos la evolución de este pequeño germen de concentración del capital a través de su perfeccionamiento. Hay que ascender hasta las guerras de unas tribus a otras. Los vencedores toman a los vencidos como sus esclavos y les hacen trabajar para sí. Los vencedores holgan tranquilamente, mientras los vencidos trabajan sin descanso, sin conservar nada para ellos, sino lo que buenamente permiten los amos. Ya no es la fuerza de los individuos de una misma tribu; es la fuerza de una tribu contra otra. El radio se amplía. Esta forma de usurpación, de despojo, de concentración de capitales —que son fruto del trabajo— en las manos de quienes no los trabajan, se amplía y crece. Y luego no es simplemente en la tribu auténticamente bárbara, ella pasa y se afianza en pueblos de cultura relativa. Así también pasa en Egipto, igual sucede en Persia, lo mismo se observa en Grecia, no otro es el sistema de Roma.
De Roma hasta los bárbaros, de los bárbaros al Renacimiento, del Renacimiento hacia el feudalismo, del feudalismo hasta la Revolución Francesa. Y es aquí donde propiamente aparece lo que Marx apellidó el sistema de producción capitalista.
Hemos recorrido cuatro etapas que sintetizaremos antes de analizar la última: la. Cuando todavía no existían formas que pudiéramos llamar propiamente sociales, la producción de las cosas era hecha por el trabajo directo del individuo y la apropiación era también directamente individual. 2a. Cuando aparece la forma social, aun cuando rudimentaria, empiezan a concentrarse los frutos del trabajo en determinados individuos que no los producen. 3a. Bajo el desenvolvimiento de las tribus, de los pueblos, y a virtud de las guerras, nace ya el capital individual plenamente concentrado, con sus influencias en lo político, en lo moral, etc. 4a. Con la Revolución Francesa que trajo el imperio de la libertad económica y de la libre concurrencia, aparece el sistema actual de producción capitalista. En una palabra, primero simple capital individual; segundo, iniciación de la concentración del capital; tercero, capital individual concentrado, y por último, producción capitalista.
La producción hasta el establecimiento de la libertad económica, de la libre concurrencia, había sido individual. Era la pequeña producción que exigía del productor la propiedad de los medios de producción. A través de los tiempos anteriores a la libertad económica la mayoría de los hombres producían por sí mismos; producción y cambio eran individuales, quedando comprendidas en estas individualidades las corporaciones. Es cierto, y ya lo hemos visto, que el capital individualista se desarrollaba por los esclavos que trabajaban para quienes no lo hacían, pero los esclavos no eran la mayoría, ni tal método de producción era entonces el sistema de producción general. Era una excepción importantísima y en la cual hallaba su primera base la forma capitalista posterior. Pero la regla general era la de la producción individual.
La minoría capitalista, cuyo origen ya hemos visto, tomaba naturalmente alientos, ensanchaba sus poderes, acentuaba constantemente sus dominios. Cada nueva concentración del capital iba capacitando a los hombres monopolizadores para mejor conquistar posiciones. Ya no es sólo la lucha de los amos contra los esclavos; era la lucha de los amos contra los amos.
El orden económico antiguo era impropio a las ambiciones de la burguesía. Ella lo cambia. Establece la libertad económica. Hasta entonces los esfuerzos de un individuo, de una familia, de una corporación, eran suficientes para producir lo necesario a las exigencias de carácter social e individual. Bajo el régimen de la concentración se hacían impotentes, ineficaces. Concentrados esos medios de producción, ellos se hacían más poderosos, necesitaban, por lo mismo, someter a un centro controlador la masa de las fuerzas productoras individuales. Cambió la naturaleza de la forma de producción. Antes esa producción era individual; ahora se trocaba en producción social. Es el fenómeno de la fabricación que para producir siquiera un zapato necesita cientos de manos cuando antes un hombre bastaba para el efecto. Son ya necesarios los ejércitos de trabajadores para producir aquello mismo que antes podían realizar una o dos manos. La producción, por el perfeccionamiento de las maquinarias, etc., queda convertida en una serie de actos sociales, cuando antes era simplemente una serie de actos individuales.
Pero esta revolución que transformó los medios de producción no cambió las antiguas formas del reparto, de la apropiación. Antiguamente la producción era individual y la apropiación también individual. Era una distribución que confería al productor los frutos de su producción porque suyos eran los medios de realizarla.
Viene la revolución económica impuesta por la burguesía. La producción se torna en social. ¿Pero qué pasa en el reparto, en la apropiación? ¿Trocándose en social la producción también se troca en socia] la apropiación? No; se cambia uno de los factores, el de la producción, pero en el reparto se conserva el mismo sistema que antes era individual.
Los medios de producción y los productos que de individuales se habían transformado en sociales siguen siendo tratados como si aún fueran producidos individualmente, y acaparados no socialmente, sino por el capitalista.
¿No se advierte aquí toda la base del problema, toda la actual pugna social? La producción es social, pero la apropiación sigue siendo individual.
Los medios de producción son detentados por el capitalista y a los productores sólo les queda su fuerza- trabajo. El antagonismo entre producción social y apropiación individual, se personaliza entre capitalistas y proletarios. Tal sistema da nacimiento a ese moderno tipo que se llama el asalariado. Ya veíamos atrás que el progreso debería contribuir por sus adelantos en cuanto a los medios de producción en beneficio social. Pero como esos medios son monopolizados, en vez de buenos resultados finaliza en las tragedias presentes.
Esta la causa de que la mayoría de los hombres queden convertidos en asalariados, en esclavos de lo mismo que producen. Y cuanto más crece la riqueza en manos del capitalista, la miseria del mayor número de los hombres aumenta. Así comprendemos de sobra la afirmación de Fourier: “En la civilización la pobreza proviene de la misma superabundancia”.
“La ley que equilibra siempre el progreso —dice Marx— y la acumulación del capital y el exceso relativo d poh1nión sujeta más sólidamente el trabajo al capital que las cadenas de Vulcano retenían en su roca a Prometeo. Esta ley establece una correlación fatal entre acumulación del capital y la de la miseria, de tal modo que la acumulación de riquezas en un polo, implica la acumulación de pobreza, de sufrimientos, de ignorancia, de embrutecimiento, de degradación moral, de esclavitud en el polo opuesto y en la clase que produce su propio producto en forma de capital” (El Capital).
Restablézcase por tanto él equilibrio. Si la producción hoy es social, como nadie puede desconocerlo, hágase que la apropiación y el cambio sean igualmente sociales. Es necesario, como única solución posible, igualar los medios de producción, de cambio y de reparto, reconociendo el hecho claro de la naturaleza social de los actuales medios productivos.
Decía Federico Engels: “Este conflicto entre las fuerzas productoras y el sistema de producción no es un conflicto engendrado en el cerebro del hombre, como el pecado original y el de la justicia Divina; se halla en los hechos, objetivo, independiente de la voluntad y de los mismos seres que lo provocaran. El socialismo no es otra cosa que el reflejo, en el pensamiento, de este conflicto, en los hechos existentes. Con facilidad se comprende que este reflejo ideal se produce desde luego en la imaginación de las clases que directamente lo sufren, de la clase obrera”. (Socialismo Utópico y Socialismo Científico).
Es ocultando a los hombres estas verdades como se ha maleado el criterio y ahuyentado toda norma de bondad. Y así como de la superposición de las capas geológicas, nace en el tiempo el cuajarse de los minerales, asimismo de las capas inmemoriales de los preconceptos y prejuicios se han formado mil iniquidades, llegando hasta pensar, quizá honradamente, que hoy y mañana la organización capitalista es la única realidad posible en una sociedad auténticamente “cristiana” y “eminentemente progresista”.
No hemos querido agregar que en este desequilibrio económico tienen su base los actuales poderes políticos de casta, con todas sus ramificaciones, pues ya estaba enunciado al marcar la supremacía económica de una clase. Todas las fuerzas de superioridad social desde los tiempos primitivos hasta hoy han sido derivaciones de la superioridad económica que es el punto céntrico de la mecánica social.
Vamos a seguir analizando los argumentos que al principio veíamos se oponen a las ideas socialistas en Colombia y los remedios que se ofrecen para solventar la aguda crisis que experimenta la clase proletaria. Esto se refiere a la afirmación de que sólo en el incremento de los grandes capitales hallarán esas clases desvalidas un alivio a sus miserias; pues es claro, agregan, que aumentando las grandes empresas habrá mayor demanda de trabajadores y por consiguiente subirá el precio de los salarios. Este argumento reposa sobre la teoría del fondo de los salarios, a saber: que el capital es un dividendo y los salarios el divisor. Por consiguiente, si el dividendo aumenta, mayor será el cuociente. O en otros términos, que los salarios salen del capital y no del trabajo. Es la doctrina que hallamos sintetizada en el Tratado de Economía Política de Fawcett, cuando pregunta: “Olvidamos que pasan muchos meses entre la siembra y la época en que el producto de la semilla se ha de convertir en pan? Por lo tanto es evidente que los trabajadores no pueden vivir de lo que su trabajo ayuda a producir, sino de la riqueza producida previamente por su trabajo o el trabajo de otros, cuya riqueza es el capital”.
Está probado ya que ese avance del progreso y de las grandes empresas, mientras se realice en la forma capitalista, en vez de mejorar la situación de las clases trabajadoras la empeora de una manera ascendente. Esto es lo esencial. El socialismo no se propone que el salario aumente en esta o la otra cantidad, según en real deseo le venga a la clase capitalista. El socialismo pretende es abolir el mismo régimen del salario porque él no admite que el producto del trabajo de unos hombres sirva a otros para eslabonar cadenas que los opriman; no hay derecho para que unos hombres puedan explotar a otros.
Pero ni aun siquiera es evidente el hecho afirmado, y casi podríamos decir que universalmente aceptado, de que los salarios salgan del capital, de que sea el capitalista quien hace anticipaciones al obrero. De esta teoría, naturalmente, nace la preeminencia que en la sociedad se otorga a aquel y el puesto secundario y depresivo en que es colocado éste. No es el capitalista el que hace anticipaciones al obrero, sino es el obrero quien hace anticipaciones al capitalista. No es el capital quien emplea el trabajo, sino el trabajo quien emplea el capital.
Lo primero que se observa en el fondo de las nociones enunciadas es un espejismo nacido de la falsa apreciación del papel económico de la moneda. Se piensa que sólo ella constituye capital. Pero la moneda es un signo representativo en muchos casos fiduciario. El capital no sólo lo constituye la moneda; hay que recordar de nuevo que capital es todo lo qué se dedica al cambio, sea cual fuere su forma. El fondo de la riqueza no es sólo la moneda, es una parte, pero no toda, ni la más importante.
Si queremos no incurrir en errores debemos recordar con Adam Smith, quien en las aplicaciones lo olvidó, que “el producto del trabajo constituye la recompensa natural o salario del trabajo”. Claro es que en la forma actual ese salario no es la recompensa natural del trabajo. Examinando los fenómenos en su forma rudimentaria veremos al pescador que con su trabajo logra una buena pesca, al leñador que después del trabajo diario logra la madera, al cazador que conquista la presa. ¿Todos estos productos qué son? “La recompensa natural del trabajo”. No podemos decir exactamente, como le cree entre otros George, que esto sea un salario, porque el salario sólo nació desde que hombres apellidados libres trabajaban por cuenta de otros, como consecuencia del régimen individualista. Indudablemente hay una equivalencia entre lo que el hombre primitivo recoge como fruto de su trabajo y lo que el actual obrero logra como salario. Hay una equivalencia en cuanto a la producción, en cuanto esos frutos y esos salarios son producidos directamente por el hombre y no como se afirma para el último caso, que sean dados por el capitalista. Sólo así es como aceptamos la definición de Smith. De que exista esta equivalencia —y ella sólo es evidente para la producción—, pues para la apropiación cambia, ya que en el primer caso todos los frutos son para quien los trabaja, pero no en el segundo —no se desprende que sean iguales. Tanto valdría esto como decir que un aeroplano y un ferrocarril son iguales porque ambos sirven para trasladarse de un sitio a otro. Hay una equivalencia, pero no una igualdad.
En estos casos del pescador, etc., lo vemos produciendo lo que le es necesario. Las relaciones sociales se complican, llega la forma capitalista, entra en juego el papel de la moneda. ¿Habrá cambiado por esto la naturaleza del fenómeno? Si en el estado primario de la sociedad veíamos que al trabajador nadie le hacía anticipaciones, y sin embargo producía, ¿será verdad que en la forma moderna se le hacen esas anticipaciones?
Cuando el trabajador no trabaja por cuenta propia, sino por cuenta del amo, el fenómeno en cuanto al origen del salario es el mismo. Imaginad una fábrica cualquiera. El trabajador durante toda la semana produce, hace zapatos, por ejemplo; al fin de la semana se le paga su salario. Lo que él ha producido es riqueza, es capital. Cuando se le paga ya él ha producido esta riqueza que el patrón podrá vender o no, pero que existe. ¿Quién ha adelantado aquí riqueza, el trabajo o el capital? Claro está que el trabajo ¿no son esos salarios una parte del producto directo del trabajo del obrero? Y decimos apenas una parte porque el capitalista no entrega todo lo que ha sido fruto del trabajo, sino que deja para sí la mayor y al obrero tan sólo le concede la más exigua. El trabajador entrega productos, entrega riqueza y recibe moneda; hay un simple cambio en el que el capitalista gana. La riqueza del capitalista no ha adelantado nada al trabajador. Para que se pudiera afirmar que había adelantado algo sería necesario probar que su riqueza había disminuido Pero sucede todo lo contrario; ¿cuándo ese capitalista va a dar las monedas del salario, no es evidente que ha aumentado su riqueza, pues existen productos que valen más que las monedas de que se desprende?
Pensad que no se le pagara en moneda, sino en productos, como sucede a menudo. ¿Dónde estarían las anticipaciones? Y el asunto no varía cuando se hace en signos de cambio, porque esos zapatos, esa madera, que él ha producido, pueden ser transformados en esa misma moneda. ¿No es, pues, equivalente esa moneda que el obrero recibe a los peces, a la caza, en las formas rudimentarias de producción?.
Ya decíamos que el error tenía su nacimiento en el hecho de considerar como riqueza, como capital, sólo la moneda. Los salarios se pagan de lo que ya ha producido el trabajo, y no salen del capitalista. Es de la producción nacida del trabajo de donde salen los salarios. Es el salario una devolución que el capitalista hace al trabajador de parte de su trabajo.
Hay otros casos en que el trabajador no completa la obra en una sola jornada, sino que ella va perfeccionándose lentamente. Así en los ferrocarriles, las minas, los edificios. ¿Será evidente que aquí el capital sí adelanta los salarios, que sin el capital sería imposible la realización? Tampoco, respondemos.
Lo que sucede entonces es que no se crea la cosa en una sola jornada de trabajo, pero diaria y progresivamente se crean valores efectivos. O en otros términos, la realización completa de la obra dura más tiempo, pero el resultado fraccionario de la labor diaria produce valores. En una mina donde los trabajadores realizan las llamadas obras de preparación, en un ferrocarril que se comienza, en un edificio cuyos cimientos se colocan, el capitalista en verdad no está adelantando nada al trabajador en relación con sus salarios. Cuando el trabajador va por la tarde a recogerlo, apenas efectúa un cambio en que él pierde y el capitalista gana. El trabajador al recibir aquel salario ya ha producido con anterioridad una riqueza. El capitalista podría cambiar por moneda esos trabajos ya realizados, aun cuando la obra en realidad no estuviese terminada.
Dondequiera que existe la división del trabajo, los productos se efectúan por etapas sucesivas, pero esa división no implica la negación del valor de cada uno de los elementos considerados separadamente. Cuando se construye un ferrocarril, tan riqueza es la que produce el obrero que hace los clavos para afianzar los rieles, como el que desmonta el terreno para tenderlos. Y hasta podría pagarse al obrero en los productos directos de su trabajo, en acciones sobre la mina o el ferrocarril. Como dice George, “la creación del valor no depende de la conclusión del trabajo, sino que tiene lugar en todo el período del procedimiento productivo como consecuencia inmediata de la aplicación del trabajo”.
De lo dicho se desprende: no es evidente que la redención de la clase trabajadora resida en el incremento de los capitales, mientras ellos se desarrollen en la forma capitalista actual, porque esto se funda en la teoría del fondo de los salarios, según la cual el valor de los salarios crece o baja según crezca o baje el capital acumulado en manos del capitalista.
Esto es una deducción lógica —también el absurdo tiene su lógica— de lo que ya mostramos como erróneo, a saber, que el capitalista hace anticipaciones al trabajador y que hay por lo mismo un tiempo en dentro del cual el trabajo no produce; que los salarios salen del capital. Por el contrario, el hombre que trabaja y que emplea su esfuerzo en cualquiera actividad está produciendo una riqueza. El entrega esta riqueza a un capitalista y éste le devuelve una mínima parte salida también de trabajo anterior y elaborada bajo el mismo régimen de explotación. Luego el mal reside no en lo bajo de los capitales existentes, sino en el sistema capitalista que habiendo instaurado el régimen del salario implanta la dictadura del capitalista sobre la riqueza producida por el trabajador, comprándola a un mínimo precio.

V
Funciones del Capital

Si el capital no es el que produce por sí mismo, pues sólo es un producto, si su ausencia no redundaría en la cesación de la producción, si él no adelanta los salarios, ni de él sale el sustento del obrero, ¿entonces cuál es la función del capital?, ¿cuál su misión?
La función del capital reside en facilitar la aptitud del trabajo para producir riquezas. La función del capital mira hacia el incremento de la producción, hacia su forma, hacia su ensanche y desarrollo, pero no a la producción misma de la riqueza.
El carpintero que en vez de los rústicos elementos emplea los modernos estará en capacidad de producir mejor y en mayor cantidad. Muy más abundantes serán los rendimientos del laboreo de la tierra realizado por las modernas máquinas, que por los primitivos instrumentos. Además, el capital facilita las fuerzas del cambio, hacíéndolas más seguras y cómodas. Y en últimas, acrecienta la división del trabajo que a su turno trae la mejora y rapidez de los productos.
No sería del todo evidente el afirmar que sin el capitalismo no se podría producir, porque ello sería tanto como pensar que sin las modernas maquinarias sería imposible sembrar trigo, o fabricar sillas sin los tornos eléctricos.
Podría argumentarse a la vista de muchos hombres que aspirando a trabajar no pueden hacerlo, que estando técnicamente preparados no pueden aplicar sus conocimientos como los jóvenes ingenieros mecánicos que en reciente fecha tuvieron que dirigirse, naturalmente sin resultado, en demanda de apoyo a las autoridades— que ello prueba cómo la única manera de resolver estas crisis sería con el aumento de los capitales en manos de los capitalistas, pues así podrían establecerse empresas que darían ocupación a esos brazos; en una palabra, que el adelanto del capitalismo sería la única meta posible de redención, y, que, además, esa miseria, esa imposibilidad de producir depende de la falta de capitalistas. Luego, sería la conclusión, el trabajo no puede producir por sí mismo y no es la única fuente de producción según lo hemos afirmado.
Pero si bien se examinan las cosas encontraremos aquí una nueva razón para la necesidad de las ideas socialistas al demostrar que tal miseria y tal imposibilidad nacen del sistema de producción capitalista, del régimen de apropiación individual.
Claro está, y no se niega, que esos hombres sin capital hoy no pueden producir ventajosamente; ¿pero esa imposibilidad nace de un hecho fundamental, o por el contrario, ella tiene su causa en un sistema de organización social de una específica forma jurídica que si es reformable, y que de ser la causa de tantos males, debe ser repudiada?
En realidad, esos hombres, aún en su condición actual de desheredados, podrían producir; podrían cazar, pescar, en fin, ejercer todos aquellos trabajos rudimentarios que no necesitan el amparo de un capitalista. ¿Pero qué sucedería entonces? Hay actualmente unidades humanas que se han apropiado de los elementos privilegiados o sociales de la producción; han concentrado fuerzas poderosas, y bajo el régimen jurídico de la libre concurrencia, que ellos crearon para sostener su privilegio, dominarían a ese exiguo productor cuyos artículos serían más caros e imperfectos. Necesitarían el ferrocarril para transportarlos, pero ese ferrocarril está monopolizado por la clase capitalista o por su actual representante, el Estado. Así podría seguirse el análisis en todas sus formas. Esos hombres sin capital pueden producir con su simple trabajo, porque sólo el trabajo es productivo, y si actualmente no lo hacen se debe no a la falta de capital, sino a su injusta y arbitraria repartición.
Imaginan, por el contrario, que en Colombia sea abolida la propiedad de los medios de producción — ¡quién duda que este noble anhelo de hoy será fuerte realidad bienhechora del mañana!— que así como la producción es social, social sea también la apropiación. Entonces no podría presentarse el caso de los hombres con hambre y con capacidad para trabajar, porque en vez de verse privados del desarrollo de sus energías, tendrán como obligación el trabajar. El monopolio capitalista no existiría, y entonces toda la riqueza que la minoría hoy emplea en la especulación entraría en el torrente de la industria sirviendo a quienes trabajan y duplicándose en beneficio del progreso nacional, del adelanto de todos y para todos. Las grandes cantidades dedicadas a la especulación, a la usura; los elevados arriendos pagados a los propietarios; las riquezas empleadas en las múltiples manifestaciones del agio, todas improductivas si se las mira con relación a la riqueza social, pues que en todos estos casos, ya lo hemos hecho notar, lo que unos ganan es lo mismo que los otros pierden; las sumas ingentes empleadas en favorecer a ciertas castas, en pagar ciertos servicios políticos, iría a manos de los hombres que las centuplicarían con el esfuerzo realmente productivo. Se intensificaría la industria, habría trabajo sobrado, pues el fin sería producir riqueza con las mejores ventajas para todos, y no acumular, según es la tendencia actual. Todos los hombres encontrarían elementos para el trabajo y crecería la producción. Creciendo la producción, viniendo la perfección de los elementos, ellos abreviarían las horas de trabajo y habría para todos un promedio de comodidad.
Hay miseria y falta de trabajo, pero ella no depende de la falta de capitales, sino de la injusta apropiación de ellos por una clase determinada.
El socialismo no es enemigo del capital, pero sí quiere que no se le atribuya en la escala de los factores sociales un puesto que no le corresponde. En el juego económico quien representa el papel primordial es el trabajo, porque sólo él es auténticamente productor. El capital sirve para darle incremento a la producción, pero ese incremento que es obra de todos, debe beneficiar a todos los asociados no concentrándose en unas solas manos, no llegando a la forma de explotación capitalista.

VI
Consideraciones Generales

Bueno es meditar un poco cuando se habla de carencia de capitales en Colombia, que habida consideración de nuestro medio ellos son lo suficientemente capaces para el desarrollo de nuestras actividades y que su carencia se hace grave y se experimenta en la vida diaria, debido a la injusta repartición y a una estructura social que permite y fomenta su filtración dolosa.
Las negociaciones escandalosas de algunos personajes y de ciertos gobiernos, el pago indebido de servicios electorales, lOS contratos proditorios, las grandes prebendas destinadas y concedidas con unilateral criterio, las sumas crecidas entregadas anualmente a poderes extraños a la vida económica del país, a más de lo que fraudulenta o voluntariamente se sustrae a los particulares para regalo en el extranjero de compañías e individuos que no conocen siquiera la tierra que tan pingües e inmerecidas sumas les depara. Las leyes opresivas que privan al trabajador del fruto de su trabajo para destinarlo a la rapacidad de quienes no producen, y mil otros casos de igual o parecida naturaleza, podrían hacernos comprender con claridad que quizá no sean propiamente capitales los que faltan en nuestro país, sino una justiciera organización social que haga fecundos esos capitales en manos de quienes son aptos para multiplicarlos e impida el fraude y la especulación por los privilegiados.
Sea grande o pequeño el capital en un país el sistema es siempre el mismo y por consecuencia reclama igual remedio para sus fatales consecuencias. Y si la riqueza en un país escasea, hay todavía mayores razones para buscar su equitativa repartición, precisamente por esa escasez, para evitar así la más penosa miseria de la mayoría.
Bien está que se progrese y que avance el capital. Pero, ¿cuál ha de ser el fin de todo progreso? La felicidad humana; y si no la felicidad, a lo menos la comodidad; y si no la comodidad, a lo menos la menor desgracia y miseria de los hombres.
Pero ese justo deseo del aumento del capital y consiguiente progreso, no ha de ser para concentrarse en el menor número y con perjuicio de la mayoría. La mayor suma de felicidad con el menor esfuerzo posible ha de ser el ideal constante para todos los hombres.
¿Qué se observa bajo el sistema capitalista actual? ¿No es precisamente lo contrario? ¿A medida que crecen los elementos, que se hace más fácil la producción, no aumentan las dolencias de las clases humildes? ¿Y no es verdad que la desproporción entre lo que gana el propietario y lo que recoge el obrero es cada día más aguda?
Hemos visto en la génesis del sistema capitalista la contraposición absurda en que se ha cristalizado: la producción es social y la apropiación es individual. ¿Los proletarios qué ganan con el adelanto económico bajo el sistema actual? Nada. Su condición es peor. El capitalista tratará cada día de hacerle trabajar más, ya intensiva ya extensivamente, para gozar de mayores rendimientos. ¿Hay otro interés que lo guíe distinto de su egoísmo? Nó. Puede que el salario del trabajador aumente en unos centavos, y sin embargo, será menor que antes: su trabajo habrá producido todos los adelantos, todas las comodidades, habrá creado mil progresos que serán para él nuevas y apremiantes necesidades; esos centavos de aumento no serán parte a satísfacer ese crecimiento de necesidades que más y más se complica. El progreso por él producido es superior al mísero aumento que el amo le concede.
Y hay una razón más sustancial y profunda para rechazar un estado tal de cosas: hemos venido demostrando el papel del trabajo ante la producción; es él quien anticipa, es el trabajo el único factor auténticamente productor, es él quien labora el capital, el progreso; su entraña fecunda da cuanto en la vida social tiene existencia; es el amo en el momento de la producción. ¿Por qué entonces en la organización jurídica, en el desenvolvimiento social, en la escala de los derechos, aparece el trabajo como siervo? ¿De dónde la superioridad del propietario y por qué se considera a éste como un señor absoluto? ¿Por qué aparece el trabajador como beneficiado, y por qué se consideran como largueza y altruismo las concesiones misérrimas que hace el capitalista? ¿Por qué esa actitud agresivamente protectora y tartufescamente piadosa que en todas partes caracteriza a las clases detentado- ras de los medios de producción? Está cristalizada esa actitud incomprensible en los reparos que Buek, como representante de los capitalistas alemanes, hacía el decreto de Guillermo II sobre los derechos de los obreros a la igualdad. “El obrero —decía Buek— es igual al patrono ante la ley, pero no lo es ni lo será nunca en la vida social y económica”. Bien lo sabemos aquí y lo han sabido las masas trabajadoras en todas partes: hablarle al pueblo de libertad y negar el problema social; hablarle de libertad y no reconocer la igualdad económica, es engañarlo cobardemente. Lo único indispensable es la lucha por la reivindicación económica. Los demás cantos libertarios, y demás prédicas democráticas, no pasan de disfraces para la hora de la feria, con cuyas lentejuelas de laca se logra deslumbrar la incauta pupila de las masas irredentas.
Alfredo Krupp decía a los obreros de sus fábricas en una alocución: “Yo exijo que me tengáis confianza; no estoy dispuesto a acceder a cualquier exigencia injustificada, y atenderé, como hasta ahora, cualquier observación razonable, y el que no esté conforme, que dimita, cuanto más pronto mejor, antes de que yo le haga despedir y echarle legalmente de mi casa, en la que quiero ser dueño y señor”. ¿No es este, acaso, el lenguaje de todos los patrones del mundo, aquí como en Afganistán? ¿No vemos en cualquier conflicto de nuestras empresas que en realidad se considera al propietario como el “dueño y señor” que benévolamente hace concesiones a los proletarios?
Llegada es la hora de que cese esta adulteración de los valores sociales; que las masas trabajadoras hagan comprender a la intemperancia del capitalismo que no tan así es dueño absoluto de los que sólo ellas han producido; que el metálico pedestal que se formó amonedando en blancas rodajas las lágrimas de mil seres desolados y en rubios discos el esfuerzo de los hombres de trabajo es pedestal que no vindica, pues tan sólo constituye el símbolo de la injusticia que se agazapa en el corazón de los humanos.
La situación del obrero moderno hasta cierto punto es muy más cruel que la del esclavo antiguo. El amo en los tiempos de la esclavitud personal se había creado el derecho a que el esclavo le trabajase, pero era de su conveniencia económica vestirlo, alimentarlo, atenderlo en la enfermedad, no forzarlo demasiado en el trabajo, para que le pudiera servir más y con mejor provecho. Hoy el nuevo amo paga un salario misérrimo y nunca ha de importarle ni la desnudez, ni el hambre, ni la salud, ni la vida del trabajador, porque según la competencia de brazos, nacida del avance de los medios de producción, con menos trabajadores se producirá más y mejor; habrá hombres sin trabajo que se venderán, acosados por la necesidad, a un más bajo precio.
Y téngase bien en cuenta que esto no autoriza las críticas contra el maquinismo donde se ha querido hallar la causa de los males sociales. El problema es más medular. Sus raíces arrancan del sistema capitalista como sistema y no como cantidad. Esa cantidad y esa calidad en la perfección de los medios de producción, antes podría ser benéfica que aniquilante, según se la dotara de una dirección de cooperación social. El maquinismo y su perfección constante dejaría de ser la desgracia presente para trocarse en elemento benefactor, porque permitiendo el ensanche irrestricto de la producción, y no siendo su fin enriquecer a una minoría haríanse posibles los menores esfuerzos con los mayores provechos.
No es argumento que valga para impugnar las ideas socialistas en Colombia el decir que nuestro país no es industrial; porque en primer caso, sí hay una industria proporcionada a nuestro desarrollo, y en segundo, la falta de ese gran industrialismo es lo que puede hacer más dura la condición del proletariado en una nación. Si se ha demostrado que el actual desequilibrio nace de un especial sistema económico, esa injusticia y desequilibrio ha de pesar sobre todos los hombres que no encuentran en la repartición de la riqueza el equivalente de sus esfuerzos; y no hemos de explicarnos que la condición indispensable para ser víctimas de una organización y merecer la debida defensa, dependa de un hecho accidental como es el de trabajar en una fábrica y no sobre la tierra, o en la mina o en el pequeño taller, o aun en la lujosa oficina en calidad de asalariado.
“Por regla general —ha dicho al comenzar su obra Enrique Herkner—, se considera al proletariado como un producto de la gran industria. Esto no es absolutamente cierto, por cuanto históricamente ésta tan sólo podría arraigar donde ya existiera una oferta de obreros, esto es, donde se encontraran trabajadores que no estando en situación de hacerse por su propio esfuerzo independientes económicamente, se vieran obligados a atender a su subsistencia por medio de un salario”. Es lógico que concluyamos sobre la tan exacta observación de Herkner, que antes de existir el industrialismo existe el problema social; aún más, que es precisamente la existencia anómala de esos trabajadores, “que no estando en situación de hacerse por su propio esfuerzo independientes económicamente”, lo que permite al industrialismo agravar un problema existente mucho antes que el industrialismo naciera.
¿Es que los demás obreros, comprendido aquí a los de la tierra, no merecen la misma protección, y la manera de explotar su trabajo por los propietarios no es la misma que la de los obreros industriales? Como decía un economista, el fondo del asunto reside en “saber si cada uno retira de la masa un valor equivalente al que ha depositado en ella”. De la comprobación a todas luces evidente de que no es así como se sucede en la organización social presente, nace el problema y la necesidad de las ideas socialistas, lejos de la cantidad y más lejos todavía de la consagración a ésta o a la otra forma de la actividad económica.
Mirando las cosas desde ese ángulo de raquitismo con que en Colombia se han querido resolver tan magnos problemas —los únicos de verdad— nunca podrán ser comprendidos. Hay que no ser el don Perfecto Nadie, de Díaz Rodríguez, que de las puertas del espíritu sólo tenía abierta una, para sorber por sólo ella toda la amplitud de los multiplicados horizontes.
Precisamente ese escaso desarrollo hace más dura la condición de nuestras clases proletarias. Y esto porque los capitalistas no hallan contra su expansión la fuerte resistencia que en otras partes los obreros les oponen por medio de los sindicatos y demás organizaciones. En aquellos países, con el obrero que es una fuerza poderosa y respetada —y óigase bien que no por un instinto de justicia, sino por la fuerza— no se puede abusar impunemente; aquí sí. Allí no contrata el capitalista con la unidad obrero, sino con el sindicato, y todos se solidarizan en el momento de la defensa. Bajo el impulso de esas asociaciones el obrero se ilustra, adquiere conciencia de sus derechos y lucha fecundamente por su redención. Allí no pide favores, sino que obliga al Estado a prestarle su apoyo en forma de leyes. Entre nosotros por el contrario: el obrero no tiene fuerza ni cohesión ninguna para resistir los embates de los propietarios; se halla perfectamente abandonado por el Estado; y lo más duro de su condición consiste en que imposibilitado para instruirse no tiene ni siquiera una mediana noción de sus derechos. Lo peor no es carecer de derechos; el verdadero y afrentoso mal reside en no tener la conciencia de que se debe y se puede aspirar a ellos.
La falta de organización y defensa de los proletarios en Colombia tiene su razón perfectamente explicable. En los países de gran movimiento industrial y natural concentración capitalista las crisis industriales se suceden con una periodicidad casi matemática. Estas crisis tienen su origen en la superproducción nacida del sistema económico capitalista, de la famosa libertad económica, de la libre concurrencia. Son los síntomas externos de una enfermedad interna. Ellas tienen la virtud de descubrir a las masas trabajadoras, con la evidencia extremosa de los hechos, una injusticia profunda de la sociedad. Esa conciencia del peligro, por un natural instinto de conservación, se traduce en el espíritu de fraternidad que las hace fuertes. Pero las crisis económicas, recordémoslo, no son causa de sí mismas, sino que son efectos de otras causas. Es así como las multitudes proletarias de los países industriales adquieren conciencia, aunque tardía, de un mal que hacía tiempo les venía minando e invadiendo.
¿En Colombia qué sucede? Esas grandes crisis no tienen lugar, pero en el fondo el mal es el mismo y son los proletarios también quienes lo sufren en silencio, unidad por unidad. Falta esa extremación de las formidables crisis que por lo menos tienen el buen resultado de hacer adquirir conciencia a los obreros de una situación que los devoraba sin que se diesen cuenta, y de guiarlos saludablemente hacia la cooperación.
¿En Colombia cómo se interpreta este fenómeno de la ausencia de las grandes crisis que en otras partes lanzan a deambular a diez mil y más obreros sin trabajo? Diciendo que esa es prueba de que no existe el problema social. Pero lo que en realidad no existe es el buen resultado que para las reivindicaciones proletarias traen esas extremaciones del ácido fruto capitalista. Porque esos diez mil obreros no salen en masa a la calle reclamando pan, porque su acción enérgica no se registra, entre nosotros, se estima que no existe el problema.
Hemos visto que las crisis no son causa, sino efecto de la libertad económica. Por lo tanto el mal es anterior a ellas y para que ellas existan es necesario que anteriormente haya existido el capitalismo. Entre nosotros el mal existe, pero nuestro obrero, por la ignorancia a que se le tiene sometido, no descubre las verdaderas causas, y va siendo batido en retirada silenciosamente, dispersamente, seguramente. ¿Cuál resistencia podrá oponer? Ninguna. También existen los hombres sin trabajo, pero ellos no podrán lograr, como lo han logrado en Inglaterra, que el Estado los sostenga, mientras esté comprobado que quieren trabajar.
¡Es curioso! De esta carencia de medios de defensa, de esa inconsciencia de los males que trae el capitalismo en los pequeños países, de ese fraccionamiento de la clase trabajadora, se deduce que no hay problema social; es decir, que del hecho de que la clase proletaria en Colombia se halle sin defensa, es lógico concluir que su condición ni pide ni es posible remediarla.
Entre nosotros no existen las grandes crisis, pero navega en un mar de bonanzas la fiera injusticia. En asuntos sociales, como en medicina, no es la peor de las enfermedades aquella que tiene sus síntomas, externos y visibles y que permite una reacción oportuna. La enfermedad cruel, el enemigo peligroso, el adversario temible, es esa nave submarina que invade y destruye, tras un mar de superficie serena, que orienta sus baterías al abrigo de la sombra, que ambiguamente labora en la niebla, imposibilitando para toda defensa y que sólo ha de revelarse entonando fieros gritos victoriosos sobre los vencidos en las batallas de la deslealtad.
¿Dónde están nuestras leyes sociales? Tan necias y pueriles son las existentes que no valen la pena de tomarse en cuenta. ¡Y si por lo menos se cumplieran! Ellas por el formulismo que las envuelve son materialmente impracticables. Cuando en Colombia se ha intentado una huelga, siempre son los obreros los perdidosos a su final, y como gracia complaciente se miran las tímidas exigencias que a veces les son concedidas. A más de que, como sucedió en años pasados en el Ferrocarril de la Sabana, los obreros que la habían iniciado fueron lanzados a la calle. ¿Sucede esto en los grandes países? No. Es del momento el caso de la Liga de Inquilinos de Barranquilla. Liga justa, legal y posible en todos los países. ¿Qué sucede aquí con ella? Se la disuelve por la fuerza, se encarcela y luego se destierra a su director el señor Gutarra. En días pasados la prensa publicó el hecho revelador de un magnífico empleado del Ferrocarril de Girardot; fue suficiente que éste encabezara un memorial en que se reclamaba un médico de los obreros, para que fuera arrojado de su empleo aun a despecho de la opinión contraria del Ministro respectivo. El mismo Ministro negó el posterior reclamo que los ferrocarrileros le hicieran para que se les concediese la prima de Navidad, que en todas partes es concedida en casos semejantes. El Ministro contestó que el Gobierno perdía dinero. Cuando una vez los obreros de esta ciudad intentaron reclamar algo que era conveniente a sus intereses en forma que los trabajadores de otras partes hubieran calificado de tímida, se les abaleó en las calles de la ciudad. En el Cauca los cultivadores de la tierra son arrojados de las tierras que su trabajo ha laborado, y las autoridades, en los respectivos reclamos fallan, como es natural, a favor de los capitalistas. A diario, también la prensa, y tenemos a la mano multiplicados hechos, da cuenta de la manera ignominiosa como son tratados en todo el país los cultivadores para favorecer los intereses de la clase pudiente. En Guataquí, población cercana a Girardot, basta que unos desgraciados trabajadores intenten reclamar de su amo una extorsión menos gravosa, para que éste haga incendiar las destartaladas habitaciones de los reclamantes, y ellos tengan que emigrar con sus esposas e hijos de una tierra que sólo por ellos había producido. Dos de aquellos infelices murieron a causa del incendio en el Hospital de Girardot.
¿Dónde las leyes que castiguen estas atrocidades y den protección a los proletarios? No existen. ¿Dónde la organización defensiva de que en otros países gozan? No existe. Pero hay más: el problema en Colombia es más agudo. En Colombia los trabajadores no sólo carecen de lo que en otros países son elementales derechos, sino que en su contra existe aquello que ya ha sido abolido del derecho universal. En Colombia todavía existe la esclavitud. Los colombianos de la Goajira, el Putumayo, etc., son cambiados por artículos como lo saben cuántos han viajado; y públicamente, sin que la conciencia nacional —que parece tener alientos de cáncer— se estremezca, son regalados los hombres. Toda la prensa de la ciudad publicó en diciembre de 1923 este textual telegrama de Riohacha: “con gran solemnidad y en presencia de las autoridades de Barranquilla le fue regalado al Cardenal Benllock un joven goajiro, que su Eminencia ofreció llevarlo en su comitiva, educarlo y presentarlo personalmente a los Reyes de España”. Este no es un caso aislado, es algo que a diario se repite.
Nosotros quisiéramos ver en manos de todos y cada uno de los colombianos el importante libro, recientemente dado a la publicación, del doctor Jorge Alvarez Lleras, titulado “El Chocó”. Una racha de convulsiones dolorosas atraviesa el espíritu a la lectura de aquellas páginas que revelan la vida de esclavitud en que se arrastran los mineros y demás habitantes indígenas de aquella región. “Contra la idea preconcebida respecto de las cualidades negativas de la raza negra —dice el doctor Alvarez— el viajero en el Chocó se admira grandemente de la ignorancia manifiesta tenida en el interior del país a propósito de los negros chocoanos, quienes son para él, guías desinteresados, compañeros de trabajo, bogas expertos y honradísimos, humildes servidores y generosos y hospitalarios amigos”. Y sin embargo toda esa generosa raza de compatriotas “vegeta en el vicio y se envenena con el alcohol” que “el Estado paternal les propina para enriquecer a unos pocos”. “Malísimamente alimentados —agrega el doctor Alvarez— los negros del campo no conocen las medicinas e ignoran los más elementales remedios, pues para procurarse un poco de sulfato de soda o una dosis de quinina, por ejemplo, necesitan enviar desde su rancho- a buscar tales elementos a sitios distantes tres o cuatro días de horroroso camino”. La vida de los indios de aquellas regiones es igualmente dolorosa, y andan “enteramente desnudos”. Exactamente lastimosa es la situación de los numerosos indígenas del resto del país. Acaban de llegar a la ciudad unos comisionados de aquellas tribus a reclamar del Presidente de la República protección para sus intereses. Claro es que nada se les concederá. Seguirán sufriendo la misma extorsión, sus míseros terrenos les seguirán siendo arrebatados, se les continuará obligando a trabajar para sus crueles dominadores, mientras se ven sometidos a la enfermedad, el hambre y la desnudez. Toda esta vida de injusticia social intolerable, continuará y, sin embargo, como en la comedia “aquí no ha pasado nada”. Acabamos de leer el último informe del Comisario especial del Caquetá (diciembre 23 de 1923) y allí se habla de “orden público”, de “rentas”, de “elecciones”, pero ni una palabra le merece al Comisario la vida social de aquellas regiones, como si ella fuera la mejor. Esto no impide que el Estado gaste en la colonización de aquellas gentes cantidades crecidas de dinero; ese dinero se da a religiosos extranjeros para pagarles la dura opresión y el exterminio que ejercen sobre la fuerte raza de nuestros aborígenes. Dinero se gasta, pero no para favorecer a las clases oprimidas, sino para complacer a los afortunados.
La situación de nuestras clases trabajadoras no sólo se resiente de la injusticia fundamental que en todas partes sufre, sino que hay una injusticia específica que difícilmente en otro lugar se observa; la falta absoluta de legislación protectiva y el no cumplimiento de la temblorosa y badea que se ha expedido. Oíd, por otro lado, este caso que la prensa publicaba hace pocos días: “Fusagasugá, febrero 1º—1924. En el río Cuja, que corre a poca distancia de esta ciudad, fueron ahogadas en días pasados, por su propia madre, dos niñas llamadas, Susana y Ester Gómez... La madre había sido sirvienta por varios años en Fusagasugá, pero luego el inconveniente de las dos niñas le impidió conseguir trabajo, a pesar de haberlo solicitado repetidas veces. Pocos días antes de diciembre del año pasado enfermó la menor de las niñas, y en vista de esto su madre decidió llevarla a un tegua de la población de Arbeláez para que la recetara. Como no lo hubiera encontrado y agobiada por la miseria y el hambre, pues no tenía dinero para mantenerse, concibió la idea de deshacerse de las pequeñuelas, arrojándolas al río...” (El Espectador, número 4.415). Delitos como éste, si delitos se pueden llamar, son apenas síntomas de una situación que para las clases humildes es general.
Nada tenemos que comentar a esto cuando tenemos a la vista lo que para combatir la política del laissez faire escribió el autor de “Los Héroes”, Tomas Carlyle, en caso semejante. Oídle en algunos apartes: “Por el Tribunal de Stockport un padre y una madre han sido declarados culpables de haber envenenado a tres hijos suyos para cobrar un socorro de tres libras esterlinas y ocho chelines para el entierro de cada uno de ellos. Además se dice que este caso no es probablemente único, que mejor sería no empezar sumarios de esta especie. Estos ejemplos son la cumbre visible de toda una serie de desigualdades desconocidas. Dos esposos humanos se habían dicho: ¿qué vamos a hacer para escapar al hambre que nos acosa? Estamos en un oscuro rincón, muy lejos de todo auxilio... el matrimonio de Stockport se dice: “Con nuestro pobre Tom, que llora todo el día por falta de alimento y no verá en el mundo más que maldad, lo mejor que puede hacerse es arrancarle de una vez de la miseria. Su muerte nos daría quizá a nosotros la vida”. Tan pronto pensado como hecho. Y al pequeño Tom sigue el no menos hambriento Yack y a éste el no menos desgraciado Bili. ¡Qué procesión de caminos y medios “Los mismos animales —agrega adelante— tienen asegurado lo indispensable para vivir. ¿No sería mejor acabar de una vez con este mundo que da de comer a los caballos y deja hambrientos a los hombres, y entregarlo a los monstruos y gigantes?”.
Los hechos citados apenas son recogidos al azar. Podría formarse con ellos un grueso volumen. Pensad, además, que en Colombia las clases humildes no gozan de derechos políticos en el hecho, pues ni se les administra justicia, ni ellos tienen conciencia de sus votos, ni se les permite ejercerla cuando la tienen; que en Colombia, para traer un caso, funciones como la del servicio militar sólo pesan sobre la espalda de las clases desheredadas; que sigue siendo una verdad la tan repetida expresión del doctor Murillo Toro de que “el Código Penal es un perro que no muerde sino a los de ruana”; pensad que entre nosotros se da el delito numeroso de contratar a un trabajador dándole cinco pesos adelantados, en calidad de préstamo, a fin de que pague los intereses con su trabajo y poder mantenerlo en una perpetua y verdadera esclavitud; pensad que, precisamente en los momentos en que los obreros se dirigen al Presidente de la República para que ponga freno a la especulación de los acapadores de víveres, fundando un almacén oficial que los venda equitativamente, se les contesta que eso no es del resorte gubernamental.
Pensad en que a nuestros labriegos se les obliga al trabajo personal subsidiario o sea a construir gratuitamente aquellas obras que sólo los ricos a menudo usufructúan; pensad en todas las instituciones de caridad que evidencian el problema y que son la caricatura trágica del altruismo; pensad en esos nuestros hospitales atestados de moribundos, donde los hombres son tratados con inicuo comportamiento; pensad que precisamente aquellas dolientes mansiones las habitan en su mayoría obreros, es decir, aquellos que por haber trabajado y luchado durante toda su infortunada existencia deberían tener mejor derecho a encontrar recursos en la hora de la enfermedad; pensad en la tragedia de esos mil jóvenes cuyo talento se malogra, y cuya humildad de posición les impide conseguir un pueski a donde sólo pueden ir los hijos de la casta privilegiada. Baldwin, Jefe del conservatismo inglés, decía en su discurso de 25 de octubre de 1923, ante el Parlamento: “Un hombre sin empleo es un hombre sin esperanza y sin fe, y sin fe y sin esperanza será un hombre sin amor, sin amor a los hombres, sin amor al hogar y a la patria. El amor es el único poder que impulsa al hombre hacia la perfección”. (“Daily Chronicle”).
Y si todos estos hechos nacidos de lo que Marie llamaría “experiencia clínica social”, no son parte a convenceros de una dolencia que difícilmente confronta otro país, volved los ojos a los sucesos habidos recientemente en la muy gentil y dadivosa ciudad de Cali: en los carnavales el pueblo se revela ante el fausto de las clases- pudientes. Destroza los mobiliarios, apedrea, y al grito de ¡viva el pueblo! ¡abajo la aristocracia! saca a flote el sumo verde de su desgracia tanto tiempo saboreado en el silencio. El sufre y lucha todo el año, y en el día del placer general sólo se le ofrecen risibles halagos. En el fondo existía una conciencia borrosa de su derecho. Tuvo una expresión brutal e inútil, pero explicable ¿con qué derecho se le exige educación y refinamiento a un pueblo a quien no se le ha permitido educarse porque sus amos lo reclaman desde el momento en que tiene conciencia hasta que la tierra lo recoge en su seno?
Si en Cali hubiera existido una organización socialista, si el pueblo hubiese sido educado conforme al ideal de sus convicciones, entonces no se hubieran presentado los lamentables desmanes, porque hubiera comprendido su inutilidad; la actividad la emplearían en labores que fueran realmente fecundas a sus intereses. La causa, en resumen, era justa, su manifestación explicable y todo contribuye a demostrar la necesidad de la lucha por la salud del proletariado.
Es indispensable no olvidar cómo progresa a diario la criminalidad por causas puramente económicas; que la niñez se encuentra en el mayor de los desamparos, siendo los niños abandonados de hoy candidatos seguros del burdel o de la cárcel. Y esta niñez abandonada deriva todos sus dolores de un estado social injusto. Comparad la vida de nuestros mineros y los de otros países. Observad, siquiera una vez, la que llevan los buzos del socavón en Zipaquirá, en Muzo, en Nemocón, en todas las carboneras, aún en los cerros mismos de Bogotá, y decidnos si hay una reglamentación que los favorezca en cuanto a salarios, horas de trabajo, higiene, vivienda; y así para todos los trabajadores de Colombia. Estudiad las leyes de Inglaterra, Estados Unidos, México, Uruguay, y decidnos si los proletarios de otras partes no llevan una vida de potentados ante la miseria llagosa, el dolor, la ignorancia, la despiadada ignominia en que están sumidas nuestras clases bajas.
Luego no sólo existe el mismo sistema económico que en otras partes justifica las ideas socialistas, pero ni siquiera hay leyes que protejan al obrero, y cuando las hay no se cumplen, y los obreros por su parte no tienen los medios defensivos de que gozan en otros lugares. Nos acordamos siempre de las grandes empresas, del progreso, pero nunca de las fecundas y desgarradas abejas que laboran ese progreso. Y es que —como decía Kessler— “mientras que para el patrimonio y renta de los empresarios no se reconoce límite alguno, se insiste en la concepción de que el obrero tiene bastante con lo necesario para vivir, y que, por lo tanto, no tiene derecho a molestar a la sociedad con sus exigencias”. (“Tendencias Sociales”).

CAPITULO II de Las ideas socialistas en Colombia

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