viernes, 21 de octubre de 2011

EL ESTADO, PRODUCTO Y FACTOR DE LA HISTORIA

por Jaime María de Mahieu

13. La duración comunitaria

La Comunidad política no está constituida por grupos siempre idénticos a sí mismos y fijados de una vez unos con respecto a otros en posiciones invariables, como lo están las casas de una ciudad. Cada grupo está hecho de materia viviente – los individuos – y se transforma sin cesar en el curso de su evolución, resultante de las evoluciones biopsíquicas de sus componentes, aun cuando las relaciones fundamentales que existen entre estos últimos permanecen sin cambio.
La familia, verbigracia, supone esencialmente la relación sexual entre el varón y la mujer. Pero sus modalidades varían con la personalidad de sus miembros y con las circunstancias que la condicionan. Sabemos hasta qué punto la ha modificado la industrialización. Y nadie puede dejar de comprobar que, entre la formación de la pareja y su disociación, la estructura familiar pasa por fases diversas aunque encadenadas. Sin embargo, la familia es un grupo natural que posee un sustrato biosocial invariable. No así en lo que atañe a las asociaciones, nacidas por contratos sin fundamentos necesarios, que podrían no existir o tomar formas del todo distintas de lo que son.
Naturales o contractuales, todos los grupos sociales deben, por otra parte, para subsistir, adaptarse a sus condiciones interiores y exteriores de realización, y por tanto se modifican constantemente. Puesto que sus elementos constitutivos básicos cambian en su ser o en sus modalidades, y siendo accidentales sus demás células, la Comunidad ya es cambiante en su sustancia. Las relaciones que establece entre los grupos que federa tiene evidentemente que variar con esos mismos grupos, Pero el complejo que constituye no es un simple conglomerado, ya lo hemos dicho, y todo intento de reducirlo a sus componentes tropieza con la realidad profunda de la esencia misma del todo unitario.
Es un hecho de observación que la Comunidad posee una duración propia – estudiaremos su proceso en el capítulo IV –, naciendo, desarrollándose y muriendo como un individuo. La historia nos trae mil pruebas de semejante fenómeno. Imperios que durante siglos dominaron el mundo conocido cayeron en el caos. Naciones otrora poderosas y temidas vegetan hoy día en la mediocridad y ya no cuentan para nada en la vida política del universo, mientras que Comunidades surgen, dominadoras, donde no había ayer sino un polvo de tribus o pueblos anárquicos o sometidos. En el seno de las naciones, los regímenes se suceden, transformándose a la vista la estructura social. Si bien existen leyes estáticas del orden colectivo, vale decir, constantes que expresan la esencia estructural de la Comunidad – tal, por ejemplo, la que comprueba la necesidad de un órgano de conciencia y de mando – no hay ninguna que pueda ser aislada de la evolución histórica.
La Comunidad vive, y toda vida corre en el tiempo, no como en un marco impuesto, sino en una unidad de naturaleza. La duración social es cambio, modificación constante del complejo orgánico de las relaciones en función de la continuidad unitaria. La historia es una creación ininterrumpida del presente con ayuda del pasado. Cada período o forma que se aísla por una operación legítima pero arbitraria de la inteligencia tiene su razón de ser, y de ser lo que es, en los precedentes que lo imponen, y condiciona los siguientes que nacen de él. Cada uno trae elementos nuevos e influye sobre el ritmo de la evolución que le da existencia y valor.
La Comunidad crea su historia afirmándose en el presente por adaptación de sus datos a las nuevas condiciones, y se proyecta en el futuro con una masa de potencialidades que le corresponderá a ella actualizar o rechazar en el olvido. Su ser es indisociable de su duración, como su organización es indisociable de su ser.

14. El Estado, producto de le historia

Resulta natural pues que el Estado órgano coexistente con el cuerpo social y factor de su orden evolucione y se transforme también él, sin cesar. Si bien posee en cuanto grupo, como lo veremos en el capitulo IV, una duración propia, ésta no entra en la duración comunitaria como simple componente.
El Estado, en efecto, no es un grupo como los demás. La familia o la empresa sufre la influencia del conjunto: no por eso deja de progresar según la ley particular de un orden que está determinado por una función limitada, por lo menos en su desempeño, al mismo grupo. La Comunidad de que forma parte puede desaparecer en un momento dado; el grupo básico seguirá viviendo, a pesar de ello, sin modificaciones esenciales.
No así el Estado, cuya función es comunitaria en todos sus aspectos y que no tiene razón de ser sino en la Comunidad al nivel de la cual se sitúa. Si el cuerpo social, cuyo instrumento de unificación constituye se modifica, el Estado debe modificarse junto con él para responder a sus nuevas condiciones de funcionamiento Se entiende sin dificultad que el Estado, para desempeñar su papel que permanece sin cambio, no pueda quedar invariable cuando la Comunidad que dirige ve, por ejemplo, formarse en su seno fuerzas nuevas, o cuando padece ataques de enemigos exteriores peligrosos. En su forma y en sus variaciones el Estado es, por tanto, el producto de la historia comunitaria, de la cual surgen sus condiciones de existencia y acción. Pero no ocurre lo mismo en lo que atañe a su ser y ya hemos visto en el capítulo precedente que nace junto con el cuerpo social cuyo indispensable órgano político constituye. Su origen, por tanto, no es distinto del de la Comunidad a que pertenece. No por eso deja de ser un problema.
Si el Estado existe por necesidad comunitaria, queda en efecto por explicar por qué la Comunidad, con el Estado que su naturaleza implica, nace, en determinado momento, del caos social, vale decir, por qué los grupos preexistentes se encuentran federados en una determinada Comunidad mientras otras soluciones aparecen, en la teoría, igualmente posibles, y de hecho pertenecen a la realidad de otras épocas. Sólo lo podemos entender teniendo presente que la historia de la Comunidad no es sino una fase de la historia más amplia de las sociedades humanas.
Una Comunidad determinada responde a una exigencia que no existía antes o que las circunstancias no permitían satisfacer. Sin las necesidades de la defensa, los antiguos cantones suizos no se hubieran unido. Sin la intención política de Clodoveo, Francia no hubiera surgido de la desintegración del bajo imperio. El Estado nació, en el primer caso, de la voluntad comunitaria de colectividades hasta entonces autónomas, y en el segundo, de la voluntad del conquistador de convertirse en jefe de una Comunidad posible. Según elijan apoyarse en uno u otro de estos ejemplos, algunos sociólogos sostienen que el Estado encuentra su origen en un contrato político, y otros, que procede de la fuerza lisa y llana. Ambas explicaciones son erróneas. La realidad de la historia no se pliega fácilmente a las teorías. El agente del cuerpo social varía según las circunstancias, pero el resultado de su acción es siempre idéntico y unitario.
Quieran hombres y grupos la unión, o busquen el poder, es la Comunidad provista de su Estado, la que surge, por lo menos cuando las condiciones ambientales lo permiten. Las intenciones serán comunitarias o estatistas: las consecuencias siempre son políticas, en el sentido propio de la palabra. Ni el Estado crea la Comunidad ni la Comunidad crea el Estado, ya lo sabemos. Es la historia la que produce el cuerpo social unitario condensando el flujo de las duraciones interactivas que la constituyen en un todo que se desarrolla en una vida autónoma hasta que las fuerzas de disgregación, que tienden a destruirlo, terminen por ser más eficaces que su poderío interno de solidaridad.

15. EL Estado, intérprete de la historia

No vayamos, por supuesto, a tomar la historia por una hipóstasis que impusiera sus actividades respectivas a los individuos y los grupos. La historia no es sino la misma duración social en cuanto la consideramos en su encadenamiento causal, y dicha duración, lejos de ser prefabricada por una fuerza exterior o inmanente, consiste, por el contrario, en la simple proyección en el presente y en el futuro de la realidad social tal como la ha construido el pasado. Dicho con otras palabras, la historia se limita a plantear datos que, precisamente por ser el hecho del pasado, no pueden valederamente ser negados ni rehusados.
Pero son los individuos y los grupos formados de individuos los que se encuentran frente a dichos datos, que tienen que aprehender e interpretar, para crear la duración social presente. Actúan, por tanto, bajo el imperio de condiciones históricas que hacen necesaria tal o cual actitud para que la colectividad considerada se afirme en el máximo de su poderío. Pero la necesidad de la historia no tiene el rigor que la lógica atribuye al término. Es distinta de la necesidad que reina en los encadenamientos de fenómenos físicos en cuanto no es determinante. Resulta necesario, en una situación histórica dada, que la Comunidad tome tal forma o tal dirección porque, si no lo hace, no resolverá de modo plenamente satisfactorio el problema vital de su progresión en el tiempo y no realizará. en su mayor grado todas las posibilidades realizables. Pero la solución no surge automáticamente del flujo de la duración social. Es preciso que los individuos a la vez tomen conciencia de las condiciones históricas y descubran la respuesta a darles, lo que hacen en la medida de su capacidad, de su ilustración y de su sentido social, luego con un margen de libertad personal.
La intelección política, es, por eso mismo, inseparable de la conducción de la Comunidad, puesto que constituye su condición previa. De ahí que el Estado, órgano de conciencia y de mando nacido de la historia, permanezca en la historia, y casi podríamos decir que es la historia que interpreta en función de la Comunidad. Los individuos y los grupos que forman esta última son en efecto, en alguna medida, conscientes de su propia duración. Pero no captan de la duración histórica del todo de que forman parte sino aspectos parciales y deformados, por incapacidad en primer lugar, por falta de información luego, por egoísmo en fin. Su visión política se limita al marco de su actividad e interés inmediatos.
Para que la Comunidad pueda evolucionar como conjunto unitario necesita una visión en su escala. El Estado es su instrumento indicado. No toma conciencia solamente de los datos estáticos del orden social, vale decir, de las relaciones que permanecen constantes, a través de la historia, entre los grupos e individuos, ni de las relaciones cambiantes tales como existen en el instante presente, sino también de la evolución de estas últimas, que aprehende en su dinamismo vital. No le basta al Estado contemporáneo, por ejemplo, conocer la existencia del proletariado en su estructura interna y en sus relaciones con la burguesía. También tiene que captar la línea de fuerza proletaria para saber si la presente situación tiende a la ruptura o a la integración. No le basta estar informado acerca del poderío militar de una nación vecina. También debe saber si dicho poderío procede de intenciones agresivas o de preocupaciones de defensa.
Desde este punto de vista, el Estado funciona, pues, como una especie de receptor central de las corrientes históricas que aprehende en su interacción cambiante. Lo podemos comparar, en alguna medida, con el dispatcher de una gran estación, que conoce, en cada momento, la posición y el movimiento de los varios convoyes de la red. Pero mientras que estos últimos datos se inscriben mecánicamente en un cuadro ad hoc, el Estado debe, por el contrario, captar por un esfuerzo sin cansancio los elementos constitutivos de la duración histórica y la línea general de su evolución.

16. El Estado, creador de la historia

Si se limitara a semejante trabajo de centralización administrativa, el Estado no seria sino una oficina comunitaria de informaciones. Comprendería la evolución histórica, pero quedaría fuera de ella. Sería un buen observador de la realidad política, pero la conciencia que tomaría de los acontecimientos y las fuerzas no serviría para nada.
Ahora bien; ya sabemos que la conciencia sólo es para el Estado una condición del mando, y que no posee para él, por tanto, ningún valor en sí. El dispatcher, asimismo, no recibe los datos del tráfico para redactar algún informe ni dibujar algún gráfico, sino para orientar hacia su destino los convoyes a su cuidado. La comparación, sin embargo, se detiene aquí. Pues la duración de la red, esto es, su transformación según las posibilidades y exigencias del transporte, escapa precisamente al dispatcher, que se limita a regular movimientos previstos en un lapso fijo.
El Estado, por lo contrario, encarna, lo que podríamos llamar la cuarta dimensión de la Comunidad. Se sitúa, en el presente de la historia, vale decir, en el límite fluente del pasado y del futuro, de un pasado que acrecienta sin cesar y de un futuro que sólo es parcialmente previsible en función de dicho pasado. No está inmóvil con respecto a los movimientos que dirige: está como empujado por ellos. No regula tiempos como si estuviera en la eternidad: vive el tiempo comunitario. Está en la delantera de la historia que concluye en él y que él afirma, en una conquista continua sobre el futuro, vale decir, que realiza. Si se nos perdona la comparación, la Comunidad progresa en el tiempo como una lombriz en el espacio. El conjunto de sus fuerzas vitales conjugadas la proyecta hacia adelante, pero es el Estado – la cabeza del animal – el que traza el camino. Es el Estado el que elige sin tregua entre las diversas posibilidades que la historia ofrece en cada momento de la evolución, la que le parece responder mejor a la exigencia interna de la Comunidad en su confrontación con el medio exterior al cual tiene que adaptarse.
Su decisión es condicionada, pero libre. Dicho de otro modo, su elección está limitada por los datos históricos, mas depende de su capacidad y su voluntad de órgano comunitario director. Ante el ultimátum de un vecino, el Estado no puede mantener el statu quo. No le es posible modificar en el instante la relación de las fuerzas militares, tal como el pasado la ha establecido. Pero sí puede elegir doblegarse o defenderse, y es perfectamente libre de preferir, por error de apreciación, por cobardía o, al contrario, por temeridad, la solución que se demostrará menos ventajosa.
El Estado no es un piloto electrónico. Está hecho de seres humanos que la función social que desempeñan en cuanto grupo constriñe a una decisión, mas no a tal decisión determinada. Un hecho histórico nunca está preestablecido. Se lo puede considerar probable, porque la salud y hasta la vida del cuerpo social dependen de él: no se puede estar seguro de que el Estado lo realizará, pues ni el suicidio le está prohibido.
Tienen, pues, algunas razones muy buenas para juzgar, como lo hacen estos historiadores tradicionales que a veces se critica hoy día, para los cuales la historia de una nación se resume en los actos del Estado y sus consecuencias. Pues dichos actos, prescindiendo de su autor, hubieran podido no ser, o ser distintos de lo que fueron, y son ellos los que constituyen las fases encadenadas del devenir social.
El Estado no es, por tanto, como se ha dicho a menudo, el comadrón de la historia, pues ésta nunca está preñada sino de posibilidades múltiples, sin dinamismo propio, entre las cuales hay que elegir: es su creador. No es el ministro de la duración comunitaria, pues ésta es una resultante y no una entelequia: es su agente.

17. El Estado, intención directriz encarnada de la Comunidad

La duración histórica, por tanto, como no es una hipóstasis, tampoco es una abstracción de la inteligencia, sino la existencia misma de la Comunidad, que sólo se afirma en el flujo cambiante de las fuerzas que la componen. El papel del Estado consiste, pues, a la vez en mantener relaciones de unidad, sin las cuales el conjunto se disociaría, o que lo obliga a modificarlas sin cesar según las necesidades de la adaptación vital, y en dirigir la progresión de la corriente unitaria.
No son éstas dos operaciones sucesivas, puesto que el ser y el devenir de la, duración social se confunden, sino un único esfuerzo permanente. Vale decir que la orientación del movimiento histórico no es el efecto de una acción exterior que se agregara al ser presente de la Comunidad tal como resulta de su evolución pasada, sino la modalidad de esa misma evolución que se prolonga según la intención directriz que le da su sentido. Pues la historia tiene un sentido que no sólo puede ser despejado a posteriori por una especie de esquematización racional de la duración, sino también aprehendido en el mismo seno del ímpetu comunitario; un sentido que dimana de la naturaleza del ser social considerado, cuya tendencia a la afirmación vital expresa.
La intención histórica no es, por tanto, sino la ley del dinamismo social, o sea, el principio de orden de la duración organísmica. Es coexistente con la Comunidad y manifiesta su voluntad permanente a través de todas las variaciones, de existencia unitaria, la voluntad de dar una respuesta positiva a los problemas que se le plantean, la voluntad de crear su ser presente y de preparar su ser futuro.
¿Se trata, pues, de una intención directriz idéntica a la del organismo individual? No: en este punto esencial, precisamente, lo social se distingue de lo biológico. La intención de la materia viva es una inteligencia organizadora de naturaleza peculiar, una energía sui generis que, potencial en la célula-huevo, actualiza en el curso de la evolución organísmica las formas específicas y sus variaciones individuales. En vano buscaríamos su equivalente en el cuerpo social. El instinto que lleva a los seres humanos a agruparse es de los individuos o, si se prefiere, de la especie de la cual los individuos no son sino los momentos, y no de la Comunidad. Dicho con otras palabras, la duración histórica no es el producto de la intención directriz: es creada según dicha intención, con cierto margen de libertad, por los individuos.
Esto no significa. que la duración comunitaria sea una suma, ni siquiera una síntesis de decisiones individuales. La famosa voluntad de vivir juntos por la cual Renan define a la nación es un carácter adquirido, vale decir, una consecuencia del hecho histórico y no su causa, Los miembros de la Comunidad son por otra parte, de todas maneras, incapaces de tomar plena conciencia de las condiciones inmediatas de su vida colectiva ni, con mayor razón, de abarcar en una visión única el pasado, el presente y el futuro de un conjunto que existía antes de ellos y existirá después de ellos, por lo menos si no lo destruyen. La intención histórica es, en ellos, imprecisa, irrazonada, veleidosa, encubierta por los intereses particulares y hasta a menudo, inexistente. Para que el cuerpo social dure es indispensable pues, que un hombre o grupo de hombres capte su evolución en su línea de fuerza vital, haciéndose el guía de su proceso de desarrollo esto es, que encarne su intención histórica. Tal hombre o grupo existe: es el Estado, intérprete y creador de la historia por función; el Estado, que tiene prohibido por naturaleza, fuera de los casos patológicos que estudiaremos en el capítulo IV, dar una orientación arbitraria a la duración social, puesto que es un órgano de la Comunidad, vale decir, la Comunidad misma en cuanto se dedica a su propia dirección.
Así el organismo social suple su inferioridad con respecto al organismo biológico dándole una inteligencia directriz especial, una o varias inteligencias individuales en la función de captar el sentido de su historia y orientar el flujo de su duración con vistas a su mayor afirmación.

18. El Estado, finalidad comunitaria encarnada

Queda por saber si la mayor afirmación de la Comunidad exige cierta relación necesaria de las fuerzas interiores y exteriores cuyo esquema teórico sea conocido o cognoscible: dicho de otro modo, si la intención directriz de la historia implica, si no un plan rígido como aquel que el dispatcher de nuestra comparación anterior aplica, por lo menos una meta prefijada. Si fuera así, el Estado sólo tendría libertad de elección en lo atinente a las formas intermedias posibles. Se encontraría en la situación del automovilista que debe llegar a una ciudad determinada pero elige, en función de las posibilidades de su máquina y de las circunstancias exteriores (estado accidental de las carreteras, condiciones atmosféricas, etc.), el camino que, en su parecer, resulta más apto para conducirlo al feliz término de su viaje. A lo más sería libre de rehusar, al precio de la decadencia y la desaparición de la Comunidad, la meta necesaria. Pero traicionaría entonces su misión y, además, se destruiría a sí mismo.
Semejante finalismo supone la existencia de una especie de polo magnético – sociedad sin clases o Libertad, verbigracia – que atraiga al conjunto social imponiéndole su dirección. De ahí un determinismo mecánico o ideal que no tiene en cuenta de ninguna manera los tres factores de la evolución social: sus datos internos – grupos e individuos – sobre los cuales sin duda el Estado influye pero que no dejan de tener por eso su ser y duración autónomos; sus datos exteriores – Comunidades extranjeras –, que no dependen de ella sino en la reducida medida en que le es posible adaptárselos; el carácter humano del Estado director, que hace entrar en el juego no sólo su capacidad funcional teórica, sino también la inteligencia, y las pasiones de los individuos que lo componen.
Es precisamente por la indeterminación histórica de tales factores que podemos hablar de una creación de la duración social. Pues si la Comunidad se dirigiera necesariamente hacia cierta forma de organización, el Estado no haría sino actualizar una línea general potencial. Sin embargo, la intención comunitaria – como cualquier intención – no es concebible sin finalidad. Si fuese de otro modo, la duración histórica sería el producto del puro azar, y semejante producto tiene nombre: el caos, que precisamente corresponde al Estado impedir. Una finalidad comunitaria es, por tanto, inherente a la intención directriz que el Estado encarna. Pero el fin de la evolución histórica no es una relación fija entre sus elementos constitutivos, ni menos aún el triunfo de un principio ideológico, sino sencillamente la mayor afirmación de la Comunidad, vale decir, el continuo establecimiento de las relaciones sociales más favorables en las circunstancias cambiantes de su movimiento.
La duración social no es comparable con la corriente de un canal rígidamente orientada por su lecho, sino con el río que un terremoto hiciera surgir del suelo y que trazara penosamente su camino adaptándose a la naturaleza del terreno en la medida que no le fuera posible imponerse a ella. Está permitido hablar de determinismo de la evolución comunitaria, pero con tal de precisar bien que se trata de un autodeterminismo.
Lo que no significa que toda decisión sea impuesta al Estado por los datos históricos internos de la Comunidad, sino que el cuerpo social entero, incluido el Estado, progresa según lo que es: según su estructura y su dinamismo pero también según su materia prima humana. La contingencia de las decisiones individuales, y en particular de aquellas de los jefes políticos que constituyen el Estado, paradójicamente se halla, pues, entre los factores del autodeterminismo comunitario. Pero la paradoja sólo es aparente, puesto que dichas decisiones a su vez están determinadas por la personalidad de sus autores, miembros del ser social considerado. No son contingentes sino con respecto a una duración histórica abstracta, deshumanizada, que no existe en la realidad.

19. El Estado, factor de la continuidad comunitaria

No olvidemos, por otra parte, que las decisiones individuales que influyen sobre la evolución histórica por lo general no son individualistas, puesto que emanan de seres sociales por naturaleza e integrados de hecho en la organización piramidal de los grupos que constituyen la Comunidad.
Sin duda existen anarquistas que luchan en contra de cualquier forma de poder, luego en contra de cualquier especie de orden. Sin duda existen egoístas puros que se desinteresan de la vida colectiva en todos sus aspectos. Pero los antisociales y los asociales nunca representan sino una minoría, habitualmente ínfima. Pues, si fuera de otro modo, la sociedad se hundiría en el caos. Pero sí es exacto que los hombres, tironeados en sí mismos por su tendencia a la afirmación individual y por su tendencia a la vida social, dan la preferencia a una u otra en función de su integración más o menos satisfactoria en el cuerpo social.
Ahora bien: tal integración no es simple, ya lo sabemos, y el individuo es mucho más sensible a la realidad inmediata de los grupos básicos y las federaciones locales que a aquella, más lejana, de la Comunidad. El hombre siente en su carne la duración de su familia. Percibe como una necesidad vital la existencia del taller o del municipio. Por eso actúa generalmente sin esfuerzo en el sentido exigido por una evolución social cuyos datos dinámicos capta en su todo. Tiene en cuenta un futuro que es el suyo y el de sus hijos. Por el contrario, la Comunidad se le escapa en su duración. Acepta más o menos su existencia, pero es incapaz de abarcar una evolución demasiado larga y compleja para él. Los acontecimientos le aparecen como hechos aislados de los cuales no ve, en el mejor de los casos, sino algunas causas y algunas consecuencias inmediatas. Y de ellos sólo aprehende los más notables, los que son producidos por los grandes movimientos de opinión en que participa. Por eso, su acción en escala comunitaria, acción desordenada, excesiva e ilógica, se desarrolla por sacudidas. No puede ser, por tanto, el elemento constitutivo básico de la evolución histórica, cuyo carácter fundamental es la continuidad.
Los movimientos emocionales de la opinión se incorporan, sin duda, en el flujo de la duración social. Pero provocan en él, por su intrusión violenta y sus variaciones inesperadas, turbaciones peligrosas que se deben superar. Dicho con otras palabras, las fuerzas afuncionales que desprenden hay que plegarlas a la intención comunitaria. Y esta intención, ya lo hemos visto, es el Estado quien la encarna. A él, pues, le toca mantener o restablecer la continuidad del proceso evolutivo. Digamos mejor y de modo general que el Estado es el factor natural de dicha continuidad por el hecho mismo de que es el creador de la duración histórica. Solamente él, en efecto, actúa en función del conjunto, que aprehende y acepta, no sólo en su unidad estática, sino también y sobre todo en su dinamismo vital. Solamente él actúa con plena conciencia del encadenamiento causal de que nace el presente y de que depende el futuro. Solamente él, por estar confundido funcionalmente con la Comunidad entera, actúa según dicho pasado con vistas a dicho futuro.
En tanto que para el individuo de la masa y para el grupo básico el presente comunitario tiene la realidad de un estado de cosas, no es para el Estado sino un límite matemático entre lo que ya no es y lo que todavía no es. Por eso el acto político no es un hecho, sino un movimiento de progresión que no tendría más sentido valedero fuera del proceso continuo de la historia que la nota aislada del contexto de la melodía en la cual se inserta.
El Estado es tradicionalista por naturaleza. Lo que no significa que permanezca cuajado en posiciones que responden a condiciones de existencia, desaparecidas, ni que trate de recrear lo que la historia ha hecho caducar: daría pruebas de incapacidad funcional. Pero no puede dirigir la Comunidad sin tener en cuenta líneas de fuerzas que proceden del pasado. El cuerpo social se transforma y se renueva, pero permanece siempre el mismo a través de sus variaciones. Se perpetúa en el tiempo, lo que supone a la vez conservación y adaptación; vale decir, precisamente la continuidad cuyo agente es el Estado.

20. El Estado, factor del ritmo comunitario

La continuidad de la evolución social no implica, por supuesto, su homogeneidad temporal. Acabamos de ver que los movimientos de opinión perturban el curso de la duración comunitaria. Introducen en ella, en efecto, un elemento si no del todo extraño por lo menos imprevisto que provoca a la vez una aceleración del proceso histórico y un relajamiento del ímpetu intencional, vale decir, una especie de remolino anárquico. Por lo contrario, la intervención del Estado tiene por objeto someter las fuerzas disociadoras a la intención comunitaria, lo que no es posible sino en una tensión mayor del flujo de fuerzas aumentado por los nuevos aportes.
De modo más general, ya hemos comprobado en cada ser humano la existencia de un ritmo personal hecho del predominio alternado de su tendencia social y de su tendencia egoísta. Más aún: una multiplicidad de ritmos que corresponden a los varios grupos de que el individuo forma parte directa o indirectamente. Cada uno de dichos grupos, además, evoluciona según un ritmo resultante de la sucesión de sus movimientos hacia la unidad perfecta teórica y hacia la disociación nunca alcanzada, salvo en el momento de su desaparición. Lo mismo pasa con las federaciones intermedias, que duran en función de sus afirmaciones sucesivas más o menos efectivas.
Es normal, pues, que la Comunidad, cuya evolución es la resultante (una resultante de tipo particular cuyo proceso de formación estudiaremos en el capítulo IV) de las duraciones individuales y colectivas que se desarrollan en su seno, siga también ella un ritmo cuyas fases corresponden a la realización más o menos acabada de su intención histórica, vale decir, aquí, de su unidad en el tiempo.
La Comunidad se concentra en la afirmación de su ser, y luego se relaja en una crisis que superará mediante un nuevo esfuerzo. Pero este doble movimiento no es ni automático ni siquiera simplemente espontáneo. La tensión unitaria e intencional es el producto de un constreñimiento impuesto a los elementos constitutivos del cuerpo social, en la medida, por lo menos, en que tienden a disociarse. Es por naturaleza el Estado, órgano de unidad estática y temporal, el Estado, intención directriz encarnada, el que la crea. En cuanto al relajamiento, no es sino el resultado de una insuficiencia de tensión, vale decir, de una deficiencia orgánica o accidental del Estado con respecto a los elementos dinámicos que tiene por misión dominar. El ritmo de la evolución comunitaria procede, por tanto de la relación, alternativamente positiva y negativa, entre el poderío funcional del Estado y las fuerzas disociadoras por egoísmo (trátese de los individuos o de los grupos) o simplemente por anarquismo. Dicho con otras palabras, el Estado elabora la duración social a partir de elementos interactivos que se modifican sin cesar, y él mismo, lejos de estar planteado de una vez por todas con posibilidades constantes como una especie de dique regulador, cambia, según el ritmo de su propia duración, en función de sus potencialidades propias, pero también de las fuerzas a las que tiene que imponerse.
El flujo comunitario, por tanto no progresa en el tiempo sino según su tiempo interior, que es suyo porque lo crea. En consecuencia, aplicar a la evolución social la medida del tiempo cósmico es sobreponerle artificialmente un ritmo que le es extraño y se muestra, por eso mismo, impotente para expresarla. Los años solares son cómodos para el historiador como sistema de referencia, pero la historia, los ignora por desarrollarse según su propia ley. Y el Estado, que está en la historia y hace la historia, el Estado, que acelera, estrechando su imperio sobre las fuerzas que unifica, el ritmo de la evolución social, que no existiría sin él, y que lo frena al relajar su esfuerzo, crea el tiempo comunitario al crear la duración de la cual no es sino un aspecto.

21. El Estado, agente de le voluntad, de ser de la Comunidad

El ritmo que el Estado impone al haz de fuerzas que une puede expresarse en el papel en forma de una curva sinusoidal. Pero es excepcional que tensión y relajamiento se compensen y que dicha curva permanezca horizontal. Generalmente sube o baja y se dice entonces que la Comunidad está en progreso o decadencia.
Esto significa en absoluto que el sentido de la evolución histórica dependa exclusivamente del Estado. Resulta claro, en efecto, que si la materia prima humana de la sociedad degenera por una razón no política, o si los grupos básicos se debilitan por desintegración de origen interno, el Estado podrá actuar con toda su energía pero no logrará nunca unir sino fuerzas insuficientes, sin que sea suya la culpa de la decadencia que indicará la curva descendente.
Notemos, por lo demás, que lo contrario no es cierto. Cuanto más vigorosa es la raza y poderosos los grupos constitutivos, más el Estado tropieza con resistencia a su acción. Individuos y grupos afirman su autonomía con un vigor que exige de parte del órgano federador un esfuerzo proporcional. Pero el resultado también es proporcional, mientras que las Comunidades de composición mediocre, que pueden contentarse con un Estado débil, evidentemente no alcanzan jamás un nivel muy alto.
Estudiaremos en el capítulo IV este problema de las relaciones de fuerza del Estado con los elementos integrantes de la Comunidad. Limitémonos, por el momento, a considerar, como lo hemos hecho hasta ahora, un conjunto social que suponemos invariable salvo en lo que concierne al Estado, para aprehender el papel de este último en toda su pureza.
Ya hemos visto que si desaparece el órgano unificador la Comunidad se desintegra. Si se debilita demasiado para poder desempeñar correctamente su función, el relajamiento priva sobre la tensión y la Comunidad degenera. Pero, por el contrario, si el Estado logra, afirmar la unidad frente a las complejidades y diversidades de los individuos y los grupos, su victoria se manifiesta por un reforzamiento de la actividad funcional del cuerpo social, vale decir, de su vitalidad: la curva de su ritmo es positiva. Es en tal sentido que podemos concebir el Estado como el agente de la voluntad de ser de la Comunidad. Por cierto, semejante término resulta un tanto ambiguo, pues evoca la mítica Voluntad General de Rousseau, y también la Voluntad del Pueblo de los partidarios del sufragio universal. No se trata, evidentemente, ni de la expresión de una supuesta alma colectiva, ni de una suma de voluntades individuales, sino de la simple afirmación organísmica del conjunto social en su totalidad.
No hace falta iluminación ni cálculo, sino respeto, por la Comunidad, de sus condiciones internas de existencia. Pues no lo olvidemos: las fuerzas de que hemos hablado a lo largo del presente capítulo no constituyen sino el aspecto dinámico de los individuos y los grupos, que sabemos que se deben ordenar según relaciones funcionales. Seria erróneo, por tanto, considerar el esfuerzo del Estado como meramente destinado a concentrar las fuerzas sociales sin tener en cuenta su valor orgánico. La unificación comunitaria no es indiferenciada. No consiste tanto en agrupar corrientes sociales como en apretar las relaciones que el cuerpo social exige entre ellas.
La voluntad de ser no es otra cosa que la afirmación interior del orden vital de la Comunidad; no de algún orden estático que carecería de sentido, sino del orden dinámico de individuos y grupos que viven, y por tanto actúan, en sí mismos. Pero semejante afirmación lisa y llana supone la estabilidad de las interacciones de fuerzas, vale decir, una curva evolutiva horizontal. Sólo es posible en períodos de armonía completa o de estancamiento, cuando los problemas que se presentan son siempre idénticos a si mismos, surgiendo su solución por simple rutina, o cuando permanecen y pueden permanecer medio resueltos. Fuera de tales períodos, excepcionales, ya lo hemos dicho, la afirmación comunitaria supone la realización de potencialidades hasta entonces latentes pero cuya actualización exigen nuevas condiciones internas de existencia.
En el primer caso, el Estado mantiene el orden que ha establecido anteriormente. En el segundo, lucha por imponer un orden parcialmente nuevo. Pero el resultado es siempre el mismo: la adaptación de la Comunidad a

22. El Estado, agente de la voluntad de poderío de la Comunidad

Es concebible que una Comunidad que viva en completo aislamiento y haya logrado un equilibrio estable entre su territorio y su población pueda limitarse a una afirmación puramente interior y, podríamos decir por analogía con el individuo, contemplativa. Pero es éste, históricamente, un caso poco común, si es que se ha presentado alguna vez. Pues una Comunidad concentrada en un esfuerzo positivo de realización de sí misma busca y consigue un acrecentamiento de su poderío.
Si bien es falso pretender que sólo pueda afirmarse por oposición, no deja de ser verdad que el desarrollo de su energía provoca una expansión de fuerzas que se extralimitan y, por eso mismo, tropiezan con las posiciones ocupadas por las Comunidades vecinas. El poderío, por lo demás, no es sino un conjunto de posibilidades, y uno de los medios, el más fácil, de realizar su ser ejerciendo su poder consiste en buscar la confrontación con todo lo que se opone a su energía conquistadora. El combate por el poderío no es sino la lucha por la vida despojada del utilitarismo estrecho al que pretendían reducirla los discípulos de Darwin.
El imperialismo, que se manifiesta en la forma violenta de la colonización y la guerra es la expresión normal de la duración social ascendente en su inevitable confrontación con el mundo exterior. Notemos que no se trata aquí de ninguna manera de un fenómeno espontáneo que proceda, del exceso de población o del vigor biopsíquico de la raza. La conquista del Oeste norteamericano y de Siberia ensanchó finalmente los Estados Unidos y Rusia, pero no fue, sin embargo, sino el resultado de la iniciativa privada de grupos que se separaban voluntariamente de la Comunidad, o, por lo menos, actuaban al margen de ella. El imperialismo en que estamos pensando es la prolongación de la voluntad de ser del cuerpo social que ya no encuentra, en sus fronteras las condiciones de existencia que corresponden a sus necesidades materiales o psíquicas.
Podemos, por cierto, descubrir mediante el análisis motivos inmediatos, aislados o, más generalmente, combinados, de la expansión comunitaria: falta de espacio vital, exigencias económicas, deseo de dominación, gusto por la violencia y la guerra o espíritu de proselitismo. Pero su carácter común consiste en suscitar una proyección del ser social fuera de sus límites biogeográficos. No sólo, pues, la voluntad de poderío supone una Comunidad fuertemente unificada, luego un Estado que desempeñe perfectamente su papel, sino también que su realización sólo es posible por la solución de nuevos problemas que exigen de parte de dicho Estado un esfuerzo especial.
La guerra implica una extrema concentración de todas las fuerzas internas vale decir, una reducción del margen de autonomía de los individuos y los grupos, una modificación de su actividad y la creación de grupos nuevos y provisionales. La duración social es llevada a su punto máximo de tensión. Una vez lograda la victoria, es aún al Estado al que corresponde coordinar jerárquicamente o fundir la duración de la Comunidad conquistadora y la de la vencida. La adaptación conservadora del cuerpo social a su propio ser provoca la formación de un nuevo ser: el imperio, cuyo núcleo lo constituye la comunidad primitiva y en cuyo órgano federador se convierte el Estado primitivo.
Así, la solidaridad de los grupos que componen el cuerpo social se transforma en poderío, el poderío se expresa en conquista y la conquista da nacimiento a un conjunto cuyo único actor, al principio, es la fuerza pero en cuyo seno se establecen y desarrollan poco a poco relaciones funcionales, creadoras de solidaridad. Fases sucesivas diversas del proceso de la duración histórica en su ímpetu dominador, pero un agente único: el Estado.

23. La legitimidad del Estado

Cualquiera sea, pues, el aspecto en que consideremos la duración comunitaria, El Estado aparece como su indispensable factor. Sin él, las fuerzas movedizas, diversamente organizadas por intenciones directrices diferentes, que concurren, cada una en su lugar y según su finalidad propia, a la armonía dinámica del conjunto, se disocian. Sin él, las potencias exteriores en expansión no encuentran resistencia eficaz. Por él, al contrario, el cuerpo social concentra todas sus fuerzas en un ímpetu unitario de afirmación, se adapta a sus condiciones interiores y exteriores de vida, realiza su voluntad de ser y, por eso mismo, siempre que tenga capacidad suficiente, de conquistar.
El Estado resulta, pues, indispensable a la Comunidad. Pero no se trata de una pieza fija del edificio social, de una pieza que esté o no en su lugar. El Estado es un órgano, formado de seres humanos, que desempeñan un papel y lo desempeña más o menos bien; y sólo fue para facilitar nuestros primeros análisis que lo hemos considerado hasta aquí, salvo breves observaciones, en el cumplimiento perfecto de su trabajo. Entre la eficacia absoluta y la carencia, total, hay de hecho toda una escala de posibilidades cualitativas, y la historia nos enseña que, lejos de permanecer siempre idéntico a sí mismo en su relación con el todo de que forma parte, el Estado varía, por el contrario, según un ritmo propio de valor funcional, que estudiaremos más adelante. También veremos que se renueva no solamente por sucesión biológica normal de los individuos que lo componen, sino también, de vez en cuando, por un cambio más o menos brutal de equipo, régimen y normas de funcionamiento.
Tales comprobaciones, que ya tenemos derecho a hacer puesto que la variabilidad funcional del Estado dimana de su naturaleza histórica, tal como acabamos de establecerla, nos permiten resolver uno de los problemas más importantes de la ciencia política: el de la legitimidad del órgano director del cuerpo social tal como se presenta en un momento dado de la evolución comunitaria. Pues si nadie, fuera de los anarquistas, cuyas tesis hemos rechazado por contrarias a las exigencias del orden social, pone en duda la existencia necesaria del Estado en si, el derecho al poder de tal o cual equipo, por el contrario, constantemente está juicio.
Ahora bien: las teorías tradicionales de la legitimidad son tan poco satisfactorias como sea posible y tienen por carácter común apoyarse en datos anteriores a los fenómenos que pretenden juzgar. Unas son de origen teológico y desvirtúan los principios en que descansan. Otras son de naturaleza jurídica y descuidan el hecho de que la legalidad, considerada por ellas como el principio de la legitimidad, no es el factor del Estado sino su producto. Basta, por lo demás, remontarse más o menos lejos en la historia de una Comunidad para encontrar un punto de partida ilegal en la filiación de los regímenes, sin que se logre entender cómo el tiempo puede borrarlo, según sostienen ciertos autores. Otras más se refieren a una seudometafísica, haciendo arbitrariamente de alguna idea platónica, la Libertad verbigracia, el criterio de la legitimidad. Queda, por fin, la teoría multiforme del consenso popular, que analizaremos en detalle en el capitu1o V y que, ora parte de la iluminación de unos pocos elegidos por una hipóstasis comunitaria más o menos confesada entrando entonces en la categoría anterior, ora hace depender la legitimidad de una suma mayoritaria de decisiones individuales presentes, lo que significa negar a la vez la realidad propia la duración del cuerpo social.
Si, por el contrario, consideramos a la Comunidad en su devenir histórico y al Estado en el desempeño de sus funciones, se nos hace posible establecer una relación de eficacia entre el conjunto y su órgano, relación que nos permite definir la legitimidad en términos histórico- funcionales, vale decir, sin recurrir a ningún otro dato que aquellos de la realidad social.
El Estado es legítimo cualesquiera sean su origen y su doctrina cuando cumple su función orgánica, o, dicho con otras palabras, cuando afirma la intención histórica que encarna, llevando a la Comunidad al punto máximo de su ser su poderío. O más exactamente, su legitimidad es proporcional a su grado de eficacia política.
Producto y factor de la historia, es solo en función de la historia que el Estado toma su sentido; es sólo en función de la historia que es válido juzgarlo.

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