lunes, 11 de julio de 2011

I. EL ESTADO, ÓRGANO COMUNITARIO (8)

por Jaime María de Mahieu

8. El Estado

Si damos al término de comunidad el sentido, que es el suyo, según creemos, de colectividad social autónoma, sería más exacto decir que, en el caso que acabamos de citar, la comunidad feudal sustituyó a la comunidad imperial por el hecho mismo de que el mando había pasado del plano imperial al plano feudal. Lo que hace la comunidad no es, por tanto, la vida colectiva, el intercambio de servicios, la, división del trabajo ni el interés común – meras consecuencias –, sino la autarquía.
Sean lo que fueren los factores que favorecen por otra parte su formación y existencia, la Comunidad se define por la extensión más o menos amplia del poder central. La familia patriarcal es comunidad, no por bastarse a sí misma, sino por desconocer cualquier autoridad que no sea la del padre. El Imperio romano era comunidad porque los pueblos que abarcaba estaban sometidos a un poder supremo común.
En la familia patriarcal, sin embargo, la autoridad comunitaria no es diferenciada, puesto que el padre manda en todos los campos en razón de su naturaleza y función biológicas. Pero tan pronto como consideramos una comunidad compleja, el poder supremo adquiere un carácter peculiar. Se superpone e impone al poder bruto e inmediato de los jefes de familia, cuyo campo de aplicación limita. Se especializa y responde a una función social perfectamente determinada, de cuyo desempeño depende la vida común de los grupos subordinados. Se hace entonces propiamente político, y el elemento social, – no podemos aún definirlo de modo más preciso – que lo ejerce toma el nombre de Estado.
Aquí estamos, pues, frente al objeto de nuestro estudio, y ya podemos considerar los datos básicos del problema, puesto que todo lo que hemos dicho del mando en general se aplica al mando en particular cuya expresión es el Estado.
Desde ya sabemos por nuestros análisis anteriores que el Estado en sí no es el resultado de un pacto entre seres libres e iguales, ni siquiera entre los grupos naturales que federa, o entre sus jefes. Por el contrario, nace de la exigencia de mando central de la comunidad a la cual es inherente. Y cuando decimos que nace, no queremos decir en absoluto que surge en el seno de una comunidad preexistente, puesto que no hay comunidad sin mando, luego sin Estado, sino sencillamente que se afirma al mismo tiempo que la comunidad a la que corresponde, sea que proceda, de la ampliación del Estado de una comunidad anterior más pequeña, sea que se cree junto con la nueva comunidad.
Tal vez se nos objete que la, historia nos presenta más de un ejemplo de Estado constituido por un contrato formal entre comunidades que deciden asociarse y someterse a un poder federativo, y se nos citará sin duda el caso de Suiza, cuyo origen se encuentra en la unión voluntaria de los cantones primitivos, y el de los cuarenta y un jefes de familia desembarcados del Mayflower, que decidieron solemnemente darse una organización común. Hay que notar, sin embargo, volens nolens, que tales pactos políticos (y no sociales, puesto que sólo están aquí sobre el tapete las modalidades de la vida colectiva), además de que expresan una necesidad histórica y no una voluntad arbitraria, fundan, por una decisión única, a la vez el Estado y la Comunidad, con razón considerados como un todo.
Aun tales ejemplos, extremos y escasos, de federación voluntaria, por lo demás impuesta por las condiciones de existencia social en determinado momento, nos muestran, por tanto, que el esquema liberal de una comunidad anárquica que decide darse un Estado no responde a realidad alguna.
No hay Comunidad política sin Estado, puesto que el Estado constituye el imprescindible vínculo autoritario entre los grupos federados. Recíprocamente, el Estado es comunitario por definición puesto que siempre existe por necesidad de un mando sin el cual la federación se disociaría o no se constituiría.

9. El Estado, órgano comunitario

El análisis que acabamos de hacer podría dar la impresión de que Estado y Comunidad son dos realidades, asociadas e interdependientes sin duda, pero distintas. Semejante impresión sería equivocada.
El mando no puede ser, en efecto, exterior al conjunto social del que es factor inmanente de unificación y para el cual constituye así una necesidad vital. Es función comunitaria y, por el solo hecho de desempeñarla, el Estado forma parte de la Comunidad. Mejor aún: es la Comunidad considerada en uno de sus aspectos esenciales y en uno de sus procesos fundamentales. La Comunidad no es de naturaleza jerárquica en cuanto incluye un Estado: incluye un Estado en cuanto es de naturaleza jerárquica y el Estado constituye su jerarquía.
Luego, no se incorpora un elemento que le sea útil y le dé un carácter nuevo que la perfeccione: se especializa en un instrumento funcional diferenciado. El Estado ni siquiera es creación de la Comunidad, puesto que ésta no le es anterior, sino un simple órgano merced al cual la Comunidad cumple una condición de su ser.
Un órgano: ya hemos soltado la palabra. No es nuestro propósito discutir aquí las teorías sociológicas organicistas. Limitémonos a precisar que al definir el Estado como acabamos de hacerlo no pretendemos asimilar la Comunidad a un organismo biológico, sino que comprobamos sencillamente la analogía que existe entre cuerpo individual y cuerpo social. Dicha analogía es llamativa en lo que atañe al tema de nuestro estudio. La comunidad familiar no tiene más Estado que el animal unicelular cerebro. Pero tan pronto como la multiplicidad exige una coordinación unitaria, el ser, individual o social, diferencia en su seno el órgano especializado en el desempeño de la función primordial del mando.
Se nos opondrán los ejemplos históricos de Estados que nacieron de la conquista, tales como la monarquía normanda en Inglaterra, o también del llamado de una dinastía extranjera, caso éste de numerosas naciones europeas. ¿Debemos admitir, pues, que el Estado, por indispensable que sea, se distingue de la Comunidad, y no en, ella como pensábamos haberlo demostrado? No, en absoluto. El elemento exterior, en efecto, no se agrega a la Comunidad: se incorpora en ella. No crea el Estado: se introduce en su marco preexistente o, en rigor, reemplaza el órgano degenerado.
Se trata, por tanto, del equivalente social de un injerto quirúrgico, que no agrega nada a la estructura del organismo, sino que permite artificialmente a este último satisfacer una necesidad vital. En el caso extremo de que el Estado conquistador no se asimilara y, aunque desempeñando las funciones del Estado comunitario, permaneciera extraño al cuerpo social, la situación sería análoga a la de un organismo individual mantenido con vida mediante alguno de esos órganos mecánicos que la medicina empieza a emplear: situación anormal que no prejuzga en nada la naturaleza del órgano provisionalmente sustituido.
Las consecuencias de nuestro análisis son excepcionalmente importantes. Simple órgano, el Estado no goza, en efecto, de ninguna autonomía ni, con mayor razón, de ninguna supremacía con respecto a la Comunidad. No es sino el funcionario de la colectividad de la que forma parte y a la cual está sometido. Está a su servicio. La función que ejerce no le pertenece en propiedad, aunque él es su único titular calificado, sino por delegación de poder.
Eso no quiere decir, antes al contrario, que sea el instrumento de los grupos federados, ni que dependa de su voluntad mayoritaria o hasta unánime. Pues la Comunidad no se reduce a la suma de sus grupos constitutivos, con mayor razón si se excluye al que desempeña, por su especialización, un papel primordial. Pero es éste un problema que supone datos que no hemos encontrado aun. Lo examinaremos en nuestro próximo capítulo. Limitémonos aquí a poner de relieve la naturaleza orgánica del Estado.

10. El Estado, órgano de mando

En el cuerpo social, como en el cuerpo individual, la diferenciación orgánica no es sino la consecuencia de la división del trabajo, nacida de la complejidad constitutiva del conjunto considerado. Pero tal división, ligada a la evolución de la vida colectiva, hacia formas que permitan un mayor poderío en todos los campos, conduce a una compartimentación funcional, en si disociadora, que el organismo debe compensar. Lo hace mediante un órgano de naturaleza particular cuya función, aunque especializada, participa de la unidad organísmica que impone a las partes federadas.
El Estado, digámoslo así, está especializado en comunidad. Es la clave de bóveda que mantiene en relaciones armoniosas los elementos constitutivos del edificio, permitiéndoles por eso mismo desempeñar un papel que no tendría razón de ser ni, por tanto, sentido alguno fuera del conjunto.
Por cierto que tal comparación estática resulta muy insuficiente, pues las partes de la Comunidad están dotadas cada una de un dinamismo propio, y sólo una fuerza, cuyas modalidades de acción estudiaremos en el capítulo IV, puede lograr su unificación. Pero desde ahora podemos precisar el papel comunitario del Estado. Ya sabemos que nace de la exigencia social de mando. Nos basta unir los dos términos de órgano y de mando para definir no sólo su función primordial sino también la naturaleza de su poder.
Puesto que el Estado, en efecto, no es nada sino en función de la Comunidad, de la cual no hace sino expresar una tendencia esencial, su autoridad no le puede pertenecer en propiedad ni surgir de su propia naturaleza. El poder que ejerce es por tanto, sencillamente, el poder comunitario.
Su existencia, su estructura y su dinamismo proceden de la función organísmica de mando por la cual la colectividad se impone a las tendencias divergentes de los grupos que la componen y cuya coherencia mantiene afirmándose con respecto a las Comunidades autónomas que le están yuxtapuestas. El Estado, pues, no manda a la Comunidad, como a veces se dice, sino en nombre de la Comunidad.
Su situación, no hay que negarlo, resulta en apariencia, por el hecho mismo, un tanto paradójica. Por una parte, tiene por naturaleza autoridad sobre el conjunto de los grupos que constituyen el cuerpo social. Puesto que es uno de dichos grupos, escapa a todo constreñimiento exterior y no depende sino de sí mismo. Sólo está dominado por una entidad incorpórea y mítica, tanto menos capaz de darle órdenes cuanto que no adquiere realidad ni manda sino por él. Pero, por otra parte, es el funcionario de la Comunidad a la cual está sometido por definición y sin la cual su poder se esfumaría, puesto que todo poder supone una fuerza (y veremos en el capitulo V que el Estado en alguna medida, la posee por sí mismo), pero también un punto de aplicación.
No hay mando sin alguien que mandar, y el Estado sólo manda a los grupos federados en su carácter de órgano comunitario. Pero semejante situación ¿no es común a todos los organismos, sean individuales o sociales? El cerebro ¿no es, también él, un órgano de mando organísmico, sometido sin embargo al organismo? Se nos contestará que el cerebro es dirigido en su acción por una finalidad inmanente, que es la del organismo mismo. Veremos, en el siguiente capítulo, si el Estado es orientado de un modo semejante, como desde ya podemos suponerlo, puesto que no hay función sin finalidad.
Nos basta, por el momento, notar que el Estado tiene por papel el de dirigir los distintos grupos sociales que le están subordinados, pero también el de guiar a la Comunidad misma en el camino de su realización. Pues no resulta suficiente unificar los elementos constitutivos del cuerpo social, vale decir, crear las condiciones internas de la vida organísmica. También es preciso que el organismo social asegure sus condiciones exteriores de existencia, o sea, que se afirme en su medio adaptándose a él en la medida, y sólo en la medida, en que no puede adaptárselo.

11. El Estado, órgano de conciencia

Pero, para dirigir la Comunidad y, en primer lugar, asegurar su existencia, la autoridad no basta. El Estado es un órgano-jefe, y un jefe sólo manda eficazmente cuando elabora sus órdenes en función de una meta que alcanzar, luego, de necesidades que llenar. La autoridad no es sino el indispensable factor de aplicación de un conocimiento previo. Reducido a sí mismo, el mando sólo tiene sentido si se le suministran, ya hechas, las directivas que se limita entonces a transmitir y a imponer, como ocurre con un miembro subalterno de una jerarquía cualquiera. Pero el Estado no recibe instrucciones de nadie, por la sencilla razón de que está ubicado en el ápice de la pirámide social. Necesita, pues, para poder cumplir su función de mando, ser en primer lugar – y en efecto lo es – órgano de conciencia de la Comunidad.
Lo mismo que el cerebro del organismo individual, el Estado centraliza las informaciones que le llegan de los varios elementos constitutivos del cuerpo social. Conoce la existencia, la naturaleza, las necesidades y las relaciones de los grupos básicos y de las federaciones intermedias. Pero, más aún, aprehende el todo comunitario en su ser y en su historia. Un conjunto de conocimientos fragmentarios no le permitiría, en efecto, desempeñar el papel de unificador, puesto que se le escaparía la vida misma del organismo, vida que no es suma de actividades parciales sino proyección en el tiempo de una realidad unitaria.
El Estado se interesa por la esencia dinámica de cada grupo en la medida en que representa un factor celular u orgánico de la vida comunitaria. Toma así conciencia de las condiciones internas de existencia del organismo social o, más exactamente, por él el organismo social toma conciencia de su ser a la vez en sus modalidades y en su unidad.
Pero no es este conocimiento del todo satisfactorio. La Comunidad vive en un doble medio interior y exterior. Está condicionada en su desarrollo por la geografía, mas también por la presión o la resistencia de las colectividades que la rodean. Le resultaría imposible adaptarse a dichas realidades y adaptárselas si las desconociera. El Estado, por tanto, capta funcionalmente el conjunto de los datos de la evolución comunitaria. Y eso no basta todavía. Una información sólo es útil cuando se extraen sus consecuencias, cuando se la explota, como dice el lenguaje militar. Entre la conciencia de los hechos y el mando se sitúa la fase fundamental de la elaboración de órdenes que nada tienen de resultantes automáticas, sino que implican, por el contrario, una visión del porvenir.
El sociólogo de gabinete puede edificar una ciencia política indiferente inducida de la experiencia histórica. El organismo social no puede limitarse a ella, porque tiene que dirigirse en el sentido de su afirmación, o sea, intervenir en el proceso de los acontecimientos por una elección entre el progreso y la decadencia, entre la vida y la muerte. Un problema matemático sólo permite una solución exacta, aun cuando varios caminos lleven a ella. Un problema político abre, por el contrario, un abanico de posibilidades tan lógicas unas como otras, pero desigualmente favorables. A la conciencia de los datos presentes el Estado debe, por tanto, agregar la de la voluntad de vivir de la Comunidad, vale decir, pensar en función del futuro, y de un futuro necesariamente positivo.
Entre el conocimiento y el mando se inserta, pues, una intención que el Estado aprehende, pero no se limita a aprehender: una intención que realiza, luego que posee. Su conciencia del ser comunitario y de sus condiciones de existencia no es neutral. Vemos que, a pesar de nuestro esfuerzo para no salir del campo fisiológico, tropezamos sin cesar con la naturaleza biológica del Estado, objeto del próximo capítulo. Nada más normal, por lo demás: un órgano viviente no se puede estudiar en su función, esto es, en su finalidad particular, sin que intervenga la finalidad general del organismo. Con mayor razón cuando se trata del órgano central en el cual y por el cual dicho organismo afirma su unidad.

12. EL Estado, factor del orden político

En este punto de nuestro análisis, conviene y resulta posible resolver un importante problema de vocabulario.
La palabra Estado tiene, en efecto, dos sentidos bien distintos, Por una parte, significa Comunidad políticamente organizada. Es ésta la acepción que le dan, por lo general, los juristas, y también muchos sociólogos más o menos influidos por el hegelianismo, aun cuando no acepten sus tesis en la materia. Por otra parte, se llama Estado, como lo hemos hecho, al órgano de conciencia y de mando de la Comunidad, vale decir, al Príncipe de la antigua terminología, más precisa que la nuestra, pero demasiado limitada para que sea posible volver a adoptarla.
El peligro no reside tanto en la pobreza, por deplorable que sea, del vocabulario moderno, como en la, confusión que demasiado a menudo introduce en las ideas. Aun en teóricos de mente vigorosa se produce a veces un deslizamiento involuntario de un concepto al otro, y se llega a no distinguir ya muy bien el Estado-Comunidad del Estado-órgano comunitario.
Para elegir un ejemplo cercano, la mayor parte de las críticas formuladas contra la doctrina totalitaria proceden de la interpretación equivocada de proposiciones ambiguas. Decir, en efecto, que el individuo, en cuanto ser natural, está sometido sin limitaciones al Estado no tiene, por cierto, el mismo significado si el término expresa la Comunidad que si se aplica al Príncipe. Ahora bien: los teóricos del fascismo italiano lo emplean siempre en su primer sentido mientras que sus adversarios le dan, por lo general, el segundo. Difícil es, por lo tanto, que se entiendan.
La dificultad, sin embargo, tiene solución sencilla. La palabra Estado, en su acepción de Comunidad políticamente organizada, supone redundancia, puesto que toda Comunidad, por definición, posee un orden político. Por el contrario, no tenemos otro término que Estado para designar un órgano bien diferenciado en su ser y bien definido en su función. Resulta lógico, pues, y además indispensable, reservar la denominación de Estado sólo al órgano de conciencia y de mando del cuerpo social.
¿Los idealistas nos objetarán que nuestro análisis nos ha llevado a conclusiones abusivas y que el Estado no es sino la organización política de la Comunidad, de la cual, por tanto, es ilegitimo aislarlo, aun por un mero proceso de abstracción? Si entendemos con ellos por organización política el conjunto de las relaciones que existen entre los grupos básicos y entre las federaciones secundarias, estableciendo la unidad organísmica, la objeción no cabe. Por inherente que sea al ente social, la organización política, en efecto, no es espontánea. Es en su principio la consecuencia y en sus modalidades la creación del mando, y el mando supone un órgano especializado, cuya naturaleza comunitaria y distinción funcional hemos reconocido, y del cual veremos, en el capítulo III, que puede ser delimitado anatómicamente. En el estado de caos social (lo hemos establecido con nuestros ejemplos de la alta Edad Media y de la Frontera norteamericana) el orden nace del mando y no el mando del orden. Y en la Comunidad organizada el Estado modifica sin cesar las relaciones políticas según las necesidades que surgen de circunstancias cambiantes, Si damos al término de marras el sentido, igualmente legitimo según el diccionario, de conjunto de los elementos que constituyen la estructura jerárquica del cuerpo social, afirmamos por eso mismo, con otro nombre menos preciso, la existencia del Estado-órgano. En ambos casos, el Estado nos aparece como el factor del orden político de la Comunidad.

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