jueves, 28 de abril de 2011
EL DESTINO DE UN CONTINENTE (7)
por Manuel Ugarte
CAPÍTULO VI
LA TUMBA DEL LIBERTADOR
BOLÍVAR Y SAN MARTÍN. - LA SITUACIÓN DE VENEZUELA. – ERRORES POLÍTICOS Y ECONÓMICOS. - NECESIDAD DE UNA INFORMACIÓN DIRECTA, - EL PATRIOTISMO COLOMBIANO. - EDUCACIÓN RACIONAL. – PROBLEMAS ÉTNICOS. - LA TÁCTICA DISOLVENTE.
Hay hombres que son para su raza como los ríos, que sirven de venas a la tierra, y animan el paisaje inmóvil: la vitalidad, la iniciativa, la fuerza que traen fecunda vastas extensiones, acorta distancias y valoriza la palpitación de un pueblo.
Bolívar fue uno de esos hombres. En el movimiento de la emancipación americana, cuando todos los factores de la inmovilidad se oponían a la necesaria metamorfosis, su audacia triunfal puso en movimiento las energías latentes. Le debemos todos tanto, que casi no hay palabras para expresar la gratitud. Sin embargo, al evocar su acción, encontramos que mayores que sus proezas fueron sus desengaños, y que más que los beneficios que él derramó sobre América, pesan, en la balanza de las liquidaciones finales, las ingratitudes que América acumuló sobre él.
Al retirarse, vencido y abandonado por sus amigos, Bolívar dice en una proclama: "Mis últimos votos son por la felicidad de la patria; si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, bajaré tranquilo al sepulcro." Y en estas sencillas palabras está acaso la filosofía final y la síntesis de lo que fueron de Norte a Sur las saturnales del desorden, desde el primer grito de independencia hasta la caída de los grandes caudillos. El contenido moral de esa frase abarca todas las perspectivas de la evolución atormentada que disgregó las fuerzas de las antiguas colonias hasta llegar, sacrificando los ideales de los iniciadores del movimiento, a la organización fragmentaria de las repúblicas actuales.
Los primeros apóstoles del separatismo en México, en Nueva Granada, en el Río de la Plata, habían pecado acaso dos veces por exceso de lirismo. Al dejarse fascinar por los sistemas políticos, relegando a segundo término la situación económica y las perspectivas reales de esos virreinatos desde el punto de vista de la capacidad financiera o la posibilidad de bastarse a sí mismo. Y al ignorar, o al no medir en toda su importancia, el alcance de los apoyos extranjeros que favorecieron la insurrección. Pero análogas imprevisiones se hallan en el origen de todos los movimientos y en la hora en que se produjo la revolución no revestían la importancia que han venido a cobrar después. Teniendo en cuenta la riqueza de la América latina, la situación, por entonces, de los Estados Unidos y el estado de la política mundial, la concepción inicial era perfectamente razonable y factible en todas las zonas. Lo que vino a perturbar las legítimas esperanzas y las primeras inducciones fue el carácter reacio y levantisco de la masa que se trataba de exaltar. Si establecemos un paralelo entre la acción revolucionaria de las colonias inglesas y la acción revolucionaria de las colonias españolas, encontramos, de un lado, la solidaridad y la disciplina; del otro, la anarquía y la desunión; de un lado, la concepción racial; del otro, la preocupación local; allá, la previsora inquietud del porvenir; aquí, la aturdida avidez del presente. Mientras las colonias inglesas afianzan su vida y su aprestan a ejercer una acción mundial, las colonias españolas se agotan en luchas estériles y olvidan todo anhelo superior. Pero esto, que es fruto de la idiosincrasia particular a que hemos hecho referencia en otro capítulo, realza la grandeza de Los caudillos que fueron a la vez los anunciadores y las víctimas. Pocos héroes presentan tantas garantías de desinterés como Bolívar. Su fortuna personal y la consideración de que goza dentro de la colonia, lo ponen a cubierto de toda sospecha. Se lanza a la fabulosa aventura guiado por un lirismo que emana a la vez de la revolución francesa, de la emancipación norteamericana y de su cultura griega y latina, exaltada por una reciente visita a la Acrópolis. En su corazón hay algo del puritanismo filosófico del siglo XVIII y un dejo de la grandeza napoleónica. Quiere fundar un gran estado moderno, sueña ser el Washington del Sur. Sabe que su aspiración no es aventurada, porque tiene la conciencia de su mérito y la visión de las posibilidades históricas. Trae fe en su estrella y en el porvenir del Continente, Al servicio de su sueño pone tesoros de habilidad y de energía. Sin embargo, hay algo que falla. No es el obrero. No es el útil. Es la materia sobre la cual opera. No porque sea ésta inadecuada o inferior, que en parecida zona y momento pocos pueblos ofrecieron mejores disposiciones en la élite y en la masa. No por incomprensiva tampoco. No por hostil, puesto que, a pesar de ciertas resistencias momentáneas, el libertador coincidía con la aspiración fervorosa del conjunto. Pero, en el ambiente anárquico, la coincidencia no suponía adhesión, la comprensión no significaba apoyo, la gratitud no importaba respeto. Algo hirsuto e indócil se oponía a toda dirección o programa, algo obscuro y atávico impedía concurrir ordenadamente a una acción.
A nuestra América le ha faltado siempre la sagrada facultad de admirar qué hace la superioridad de los hombres y de los pueblos. Paradojalmente igualitaria, en vez de nivelar en las cimas, ha querido nivelar en el llano, derribando toda superioridad individual y haciendo al mismo tiempo imposible toda superioridad colectiva. Lejos de la vivificante emulación con los otros pueblos, ha asomado desde los orígenes la sorda pugna interior entre los propios componentes, empeñados, no ya en superarse, sino en abolir toda jerarquía, sin cuidarse de que al dar rienda libre a sus instintos decretaban la disminución del conjunto.
Cuando Bolívar escribía en 1830: "Nunca he visto con buenos ojos las insurrecciones y últimamente he deplorado la que hemos hecho contra los españoles", sintetizaba quizá en una frase su calvario. Pocos hombres han sido azotados por el odio, la intriga y la calumnia como él. Desde la traición y la befa hasta las insinuaciones más infames, tuvo que soportarlo todo, con los ojos fijos en la obra que había emprendido. Y su mayor dolor fue ver que el resultado no correspondía al esfuerzo. "No espero salud para la patria, decía en otra carta; este sentimiento, o más bien esta convicción íntima, ahoga mis deseos y me arrastra a la más cruel desesperación. Yo creo todo perdido para siempre, y la patria y mis amigos sumergidos en un piélago de calamidades. Sí no hubiera más que un sacrificio que hacer, y que éste fuera el de mi vida, o el de mi felicidad, o el de mi honor, créame usted, no titubearía. Pero estoy convencido de que este sacrificio sería inútil, porque nada puede un hombre contra un mundo entero, y porque soy incapaz de hacer la felicidad de mi país me niego a mandarlo. Hay más aún: los tiranos de mi país me lo han quitado y yo estoy proscrito; así yo no tengo patria a quien hacer el sacrificio(1).
En sociedades indisciplinadas y bravías tiene siempre ventaja el mal sobre las virtudes, no porque la índole nacional se halle inclinada a favorecer la injusticia, sino porque el instinto descontentadizo y opositor adopta y corea de buena fe cuanto puede perjudicar a un tercero. Desprovistas de la serenidad y el discernimiento necesarios para desenredar intrigas, burlar confabulaciones y reducir la envidia o la venganza a su radio pequeño y especial, nuestras democracias cayeron desde los comienzos en el delirio demoledor. Las acusaciones de traición, dictadura y prevaricación, sin contar los ataques directos al hombre, hallaron siempre una masa ávida de secundar y repetir. Así se creó el ambiente que hizo posible, con el revolucionarismo enfermizo, el triunfo de los menos aptos, y así se ahogaron las esperanzas de los que determinaron la insurrección.
Nuestra América tenía que ser transitoriamente una América secundaria, dominada como acabó por estar por hombres secundarios que combatían y desalojaban a los héroes. Nadie más entusiasta por España que yo; pero acaso había en todo ella la continuidad de una dirección histórica y América tenía que sacrificar a sus grandes hombres, como España había sacrificado a Colón y a Cervantes dentro de la lógica del mismo temperamento suicida. Para medir la magnitud de la divergencia de orientación entre la América anglosajona y la ibera, basta recordar la actitud de la masa ante los jefes. Mientras los fundadores de los Estados Unidos se extinguen entre la admiración y la apoteosis, los fundadores de nuestras patrias mueren invariablemente en el ostracismo o en la expatriación. Y la tendencia es tan áspera, que aun a cien años de distancia buscamos en el recuerdo de esos mismos apóstoles de la unión nuevos motivos de desavenencia, y enconamos el debate alrededor de las figuras de Bolívar y de San Martín, prolongando lo que podríamos llamar una inútil guerra civil entre los muertos.
Como argentino, no he encontrado nunca una razón para atenuar mi admiración por Bolívar. Creo que el caudillo de Nueva Granada y el del Río de la Plata se completan si abarcamos el conjunto de la vasta acción que consiguieron desarrollar. No hay choque entre ellos, ni en los ideales, ni en la realización. Pudieron hacerse la guerra y, sin embargo, sobrepusieron a su amor propio el bien general. Cuando se encuentran en Guayaquil, no es para discutir primacías, sino para considerar el porvenir de América. Al tratar de que uno resulte superior al otro, algunos comentaristas los han disminuido a los dos, porque en el espíritu de nuestra historia concurren a una sola obra y son brazos del mismo ideal. Ambos tuvieron que luchar contra la tendencia anárquica de nuestras tierras, y esa coincidencia bastaría para hacerlos solidarios en el curso de nuestra historia, si no los uniera también en la ingratitud el recuerdo de la isla de Santa Marta y la visión de la humilde vivienda de Boulogne sur Mer. ¡Cuán grande hubiera podido ser la América latina, si en vez de levantar suntuosas estatuas a sus mejores hijos después de haberlos desterrado, fusilado o sacrificado en todas las formas, les hubiera permitido hacer buenamente en vida lo que proyectaban para la victoria general!
Alguien me preguntó cierta vez quiénes eran, en el momento en que nos hallábamos los grandes hombres de América, y en la dificultad para dar una respuesta exacta, hube de confesar que en nuestros países sólo hemos tenido grandes hombres muertos. Sólo han comprendido los argentinos a Alberdi en sus exactas proporciones y en la magnitud de su sacrificio, midiendo su figura y su obra a medio siglo de distancia.
Y el mal del pasado es el mal del presente. Si el Gobierno de Nicaragua, que gastó sumas enormes en el entierro de Rubén Darío, hubiera dado en vida una pensión al poeta, no hubiera vivido éste torturado por las zozobras que le obligaron a buscar en la Prensa remuneraciones siempre exiguas. Su sino fue el de José Enrique Rodó y el de Florencio Sánchez, que salieron también de su patria en medio del silencio, y que hubieran podido vivir largos años en plena producción con el precio del carbón consumido por los barcos de guerra que llevaron después a las playas nativas sus cadáveres. Pero acaso conviene que las cosas ocurran así; porque las figuras se destacan sobre un fondo sombrío, en la desorientación de un conjunto que sólo percibe el resplandor de la gloria en los cementerios.
Las reflexiones que podía hacer el viajero sobre el pasado y sobre el presente al desembarcar en la Guayra, no coincidían, de más está decirlo, con las preocupaciones del lugar. Era entonces presidente de la república de Venezuela —y lo es aún— el señor Juan V. Gómez, cuya ascensión al poder dio lugar a tantos comentarios. Se recordará que este político acompañó como vicepresidente, en su larga dominación, a Cipriano Castro. Cuando el dictador, enfermo, se embarcó para Europa, un rápido golpe de Estado destituyó al ausente y entregó el poder al señor Gómez. Unos han explicado el caso argumentando la opresora política de aquel caudillo, otros recordando la resistencia de Castro a ciertas intimaciones internacionales. ¿Reacción interior o sanción diplomática? Quien escribe este libro no se cree autorizado para tomar partido en las divergencias civiles o en los conflictos especiales de cada república, y deja, naturalmente, a los venezolanos mismos el cuidado de dilucidar estas cuestiones; pero no puede dejar de registrar que lo que halló en Venezuela fue un ambiente visible de tiranía.
Las dificultades que opuso el Gobierno de Caracas a la realización de mis conferencias, evitando concederme los teatros que solicité (2), y el silencio con que recibió el presidente mi pedido de audiencia, pudieran parecer pesar sobre mis juicios. En realidad, la órbita moral en que evolucionaba el Gobierno de Venezuela en lo que se refiere al problema continental, me pareció la misma de la mayoría de las repúblicas que había visitado. Una menguada preocupación local y partidista evitaba todo gesto que pudiera disgustar a la poderosa nación del Norte, tratando de mantener ante todo las situaciones adquiridas, sin extender la mirada en la geografía, hasta el conjunto de América, y, en el tiempo, hasta el porvenir.
El espíritu popular era otro, como tuve ocasión de comprobarlo ante las manifestaciones de la juventud, que organizó conferencias, me acompañó a depositar coronas sobre la tumba de Bolívar, y desfiló en silencio, sombrero en mano, ante la estatua del héroe, en una de las ceremonias más emocionantes que me ha sido dado presenciar .
Es Venezuela una tierra de enterezas y rebeldías que, si han dado lugar a dictaduras dolorosas, conservan vivo en la masa el ímpetu de otros tiempos. La juventud no ignoraba los riesgos que corría al contrariar las direcciones oficiales bajo un régimen poco propicio a la divergencia. Pero el recuerdo de Miranda y la presencia moral de Bolívar mantuvieron la decisión y desviaron las represalias. Debo confesar que no cometió el gobierno, por lo menos durante mi permanencia en Caracas, ningún acto directo de coerción, y que los telegramas en los cuales se me invitaba a continuar mi propaganda en las capitales de provincia, llegaron a mis manos sin tropiezo (3). En los estados, donde se hace sentir siempre menos la sugestión oficial, la adhesión de ciertos grupos era desde luego más visible, y es seguro que la prédica hubiera encontrado eco cada vez más simpático. Pero respondiendo a una invitación, se aceptaban todas y el viaje no podía prolongarse indefinidamente. Por otra parte, el fin era recordar una idea y observar un ambiente para lo cual bastaba visitar las capitales.
Caracas exhibe, dentro del tipo genérico de las ciudades hispanoamericanas, un encanto diáfano que emana de su ligera elevación sobre el nivel del mar y de la pintoresca vegetación que la rodea. Desde los balcones del hotel Klindt veía la plaza Bolívar y las calles claras, que se alineaban bordeadas por casas limpias de dos o tres pisos, sobre las cuales se elevaba a veces un edificio de mayores proporciones. La floreciente vida intelectual estaba representada por diarios, revistas y renombrados Centros de cultura. Tuve ocasión de conocer y tratar a hombres de valimiento en varias instituciones, especialmente en la Academia de Historia, porque Venezuela, después de haber hecho la historia de buena parte de América, se ha dedicado a estudiarla con especial fortuna.
El gobierno mismo parecía querer oír la voz de la intelectualidad, llamando a los ministerios a algunos literatos reputados. Pero este resplandor de un pequeño centro y un reducido núcleo, ¿era suficiente para iluminar a la república? La cultura y el europeísmo de una élite que vivía con el pensamiento fijo en las capitales célebres, ¿tenía fuerza para marcar direcciones durables al conjunto y crear un ambiente nacional?
Desarticulando los resortes, venía a encontrar en Venezuela lo que ya había visto en los países visitados anteriormente. En primer lugar: una clase gobernante, compuesta de generales y pequeños caudillos profesionales de la política, adictos todos al régimen, a los cuales rodea una corte de aspirantes a prebendas y situaciones menores; en segundo lugar, una clase intelectual, de ilustración y mentalidad europea, distanciada del ambiente por su propia superioridad y utilizada ocasionalmente por el primer grupo como auxiliar transitorio; en tercer lugar, una clase comerciante, compuesta en su inmensa mayoría de extranjeros, cuyos intereses independientes de los del país, y a veces antagónicos, se tramitan por intermedio de Sociedades o Bancos internacionales, determinando el auge de un comercio alemán, de un comercio inglés, de un comercio norteamericano, sin que surja la realidad de un comercio nacional, en el sentido amplio y durable de la palabra; y en cuarto lugar, una plebe desorientada y descontenta que entrega por ínfima retribución sus músculos al empresario extranjero, o regala, en cambio de una ilusión, su sangre al ambicioso político, sin que en la doble inmolación encuentre nunca una oportunidad de redimirse. A través de esta disyunción de grupos, es difícil ver, como cuerpo sólido y orgánico, la imagen de una patria, en el sentido vigoroso del concepto. Falta la trabazón y el enlace de los diversos elementos alrededor de una aspiración superior que exalte y coordine las energías en vista de propósitos colectivos. Detenidos en medio de su elaboración interna, los componentes de la sociedad no se han refundido en un molde. No ha nacido del conjunto la diversificación de actividades convergentes que es la distintiva de los pueblos completos. Todo ello a causa del estado de zozobra que han mantenido las guerras civiles y las suplantaciones políticas, haciendo endémicas las conmociones que debieron ser ocasionales. Gobernar y combatir fue la misma cosa. El valor y los éxitos militares parecieron bastar a menudo como caudal de ilustración para regir la suerte de los conjuntos, y el sistema que tan malos resultados tenía que dar desde el punto de vista político, ha dado resultados aún peores desde el punto de vista económico.
Prolongando en la paz las situaciones marciales, los gobiernos han seguido viendo en las Aduanas sólo una fuente de recursos, y como en tiempo de la colonia, los países han continuado cambiando las materias primas por productos manufacturados, ajenos a toda reflexión y todo precepto de economía política moderna. ¿Cómo explicar satisfactoriamente el contrasentido de que naciones exportadoras de oro hagan empréstitos en el extranjero, y de que las riquezas de América se nos escapen, por así decirlo, de las manos, sin dejar, en algunos casos, en nuestras arcas ni el surco misérrimo de un impuesto a su exportación? Haciendo coincidir con esta impericia la inclinación a enajenarlo todo, desde los frutos hasta las minas, desde los campos hasta las obras de utilidad pública, se aclara el enigma de las dificultades financieras.
Si los países más ricos del mundo tiene hoy que pedir dinero prestado hasta para pagar los intereses de sus deudas —nos referimos en general a toda la América latina—, arrebatados por el engranaje de un eterno déficit, es porque no han sabido levantar el andamiaje de la verdadera nacionalidad. Cuando dentro de nuestro propio territorio nos servimos de un ferrocarril, subimos a un tranvía, edificamos una casa o compramos un par de zapatos, pagamos indirectamente un impuesto al extranjero, puesto que esas empresas, construcciones o manufacturas tienen su asiento o envían sus beneficios fuera del país. No hablaré de los Bancos, ni de las Compañías de Seguros, que extraen anualmente sumas fabulosas. Nuestros economistas sostienen que necesitamos capitales. Como si la riqueza no fuera capital. La teoría ha sido, por lo menos, mal aplicada, y lo que pudo ser expediente en los comienzos se ha transformado en sistema. En la mayor parte de los casos no hemos contraído deudas para poner en circulación nuestros tesoros, lo cual es una operación lógica de comercio, lo mismo en el orden nacional que en el orden individual. Esos tesoros han sido enajenados y su explotación incumbe a otros países. Minas, grandes plantaciones, vastas empresas de transformación industrial, cables, transportes terrestres y marítimos, etc., fructifican tan lejos de nuestro radio, que a veces somos impotentes hasta para imponer a las Compañías el acatamiento de las leyes nacionales. Los empréstitos contratados por los gobiernos no se han aplicado sino muy rara vez a valorizar o financiar por cuenta propia las que debieron ser las fuentes de prosperidad nacional: yacimientos auríferos, petrolíferos, etc. En la mayor parte de los casos se han hecho para cubrir los simples gastos de la administración pública, o para llenar los baches abiertos por las conmociones, cuando el rendimiento de los impuestos y las Aduanas no eran suficientes. Y difícilmente se alcanza la solución a la cual se puede llegar con este sistema, dado que si el dinero prestado no produce mayor interés que el que paga, la operación tiene que resultar fatalmente ruinosa. Así han nacido los "países hipotecados, ricos para los demás y pobres para sí mismos", de que habla el escritor mejicano don Carlos Pereyra.
Al salir de Venezuela recibí, por carta traída por un viajero, la noticia de la expedición patriótica de los nicaragüenses residentes en Costa Rica. En un puerto de aquella república se habían embarcado Julián Yrias, Rodolfo Espinosa, Alejandro Bermúdez y el general Zeledón, dispuestos a reivindicar los derechos de su país. La misiva era eco a la vez de las esperanzas y de los desengaños. El levantamiento nacional, provocado con ayuda del general Mena, hubiera derribado con toda facilidad el régimen imperante, sin la intervención de las tropas de desembarco norteamericanas. Éstas tomaron la defensa del desamparado gobierno de los señores Estrada, Díaz y Chamorro, bombardearon la ciudad de Masaya y acabaron con el generoso intento. La muerte de Zeledón(4) puso fin al último estertor de la soberanía, y desde entonces hasta hoy se prolonga el protectorado, de hecho ya que no de nombre, que se confirma con la presencia de guarniciones en diversas ciudades del país.
Tres cosas saltan, ante todo, a los ojos de quien considere estos acontecimientos. Primero, la extraña concepción política que puede llevar a una minoría a solicitar el apoyo armado del extranjero contra sus propios connacionales, subordinando a los odios de partido la existencia misma de la nación. Segundo, la indiferencia y la quietud de la América latina ante sucesos cuyo significado y alcance nadie puede desconocer. La protesta iniciada por el presidente de San Salvador, doctor Araujo(5), no alcanzó siquiera a reunir una platónica adhesión, y así, como habían callado ante un tratado que ponía a Nicaragua bajo una dominación económica, las repúblicas hermanas enmudecieron ante los hechos que la colocaban bajo una dominación militar extranjera. La tercera circunstancia que nos sorprende es la ignorancia en que permaneció y permanece la opinión continental sobre estos acontecimientos. Fuera de algunos intelectuales a quienes interesa el asunto, nadie se enteró del atentado. También es cierto que las agencias telegráficas, tan pródigas de detalles en otros casos, callaron sistemáticamente.
La importancia del cable como fuerza de sugestión y como instrumento de contralor es tan decisiva, que no necesita ser subrayada. No hablemos ya de los casos en que se oculta la noticia. La simple facultad de presentar los hechos, aunque sea sin comentarios, entraña un poder para orientar las simpatías, influir sobre las voluntades y gobernar las conciencias. Esto en tesis general. En el caso de la América latina es más grave la situación. Un conjunto débil que aquilata la ebullición del mundo y respira intelectualmente a través del criterio del núcleo imperialista, es, de antemano, aunque en el caso no medien otras circunstancias, un conjunto en peligro. Peor aún cuando se trata de nuestra propia vida latinoamericana, de la cual sólo sabemos lo que quieren referirnos. Así se explica el ambiente de desdén que se ha creado en la Argentina, Chile y el Brasil, en lo que atañe a las otras repúblicas de habla española, y así cobran significación muchos de los conflictos que nos debilitan. La docilidad con que nuestra prensa del sur proclama "grave situación en México", cada vez que por medio de sus agencias telegráficas el imperialismo traduce la necesidad de hacerse dar nuevos poderes morales para su acción, es una de las cosas que más sorprenden. Hacer política interamericana inspirándose en esas fuentes, es una ingenuidad. El primer paso hacia el acercamiento de nuestros países debió ser la creación de fuentes de información propia sobre la realidad de nuestra vida y sobre la vida norteamericana también, puesto que las agencias de los Estados Unidos no transmiten nunca a nuestras repúblicas más que una verdad dosificada. Sin embargo, nos encontramos ante la paradoja de que un conjunto de ochenta millones de hombres, que tiene grandes ciudades y diarios poderosos; carece de información autónoma para poder regular, de acuerdo con los propios intereses, las vibraciones de la opinión pública.
Un telegrama del presidente de Colombia recibido en la Guayra(6) me confirmó el ambiente propicio que reinaba en aquella república, mutilada por el genio realizador de Roosevelt. Hasta en las esferas oficiales, atentas siempre a contemporizar, se evidenciaba por aquel tiempo sin ambages el resentimiento y el dolor que había causado el atentado. El general Pedro Nell Ospina, entonces ministro de Colombia en Washington, acababa de dirigir al señor Huntington Wilson, subsecretario de Estado de los Estados Unidos, a propósito de la proyectada visita del señor Knox a Colombia, una nota en la cual decía: "Hay quizá motivos para creer que la visita de su excelencia el secretario de Estado puede ser considerada inoportuna en la actualidad por la circunstancia de que Colombia se encuentra todavía colocada por los Estados Unidos en una posición excepcional, como el único miembro de la numerosa familia de las naciones independientes diseminadas sobre la superficie de la tierra con quien, a pesar de sus constantes pedimientos, los Estados Unidos se niegan a someter a arbitraje cuestiones que se refieren a la interpretación de tratados públicos y al cumplimiento de obligaciones impuestas por los principios universalmente reconocidos de Derecho Internacional. " El señor Don J. A. Gómez Recuero, gobernador de Cartagena, había dicho, por su parte, en una reciente proclama: "Rompamos las antiguas tablas de los fanatismos políticos, y escribamos el evangelio de nuestros derechos en el sagrado bronce que traduce nuestra gratitud a los fundadores de la nacionalidad colombiana, mostrándonos al mundo civilizado como un pueblo que aprecia y ama su libertad y la merece por hacer un uso racional de ella, y sacrifiquemos todo antes que amenguarla en nuestros hermanos o perderla con los extraños." El sentimiento de protesta, que tomaba en las alturas forma velada, se derramaba carrentosamente en la Prensa y en los discursos de la juventud, sin más valla que la cultura y el buen gusto de ese pueblo particularmente equilibrado.
También es verdad que la herida no pudo ser más honda. Según el tratado de 1846, "los Estados Unidos garantizan positiva y eficazmente la perfecta neutralidad del istmo con el fin de que el libre tránsito de uno a otro mar no pueda interrumpirse ni sufrir tropiezos en ninguna época venidera, y en consecuencia, los Estados Unidos garantizan también de la misma manera los derechos de soberanía y propiedad que Colombia tiene y ejerce sobre el dicho territorio". La algarada separatista, fraguada por elementos adictos al presidente Roosevelt, pudo sorprender momentáneamente la buena fe de algunos ingenuos políticos del istmo, pero hoy nadie pone en duda la confabulación, ni en Panamá, ni en Colombia, ni en los Estados Unidos. Los escritores norteamericanos señores Alexander S. Bacon y Leander T. Chamberlain, en publicaciones tan autorizadas como la North-American Review, han dicho cuanto era menester sobre lo que llaman valientemente "una página de la deshonra nacional", y han puntualizado las grandes responsabilidades que incumben al Gobierno de Washington. ¿Cuándo concretaremos nosotros las que, dentro del mismo asunto, pesan sobre hombres e instituciones de Panamá, de Colombia y de todo el Continente? Fuera de lo que dijeron sobre el suceso el diplomático mejicano Isidro Fabela, el general Jorge Martínez y algún escritor más, sólo conocemos comentarios desordenados que nada aportan para el conocimiento de la verdad. Y ya es tiempo de que América sepa, con fechas y nombres, el proceso de lo que plagiando al publicista yanqui llamaremos también "una página de la deshonra nuestra". Porque renunciando a las imprecaciones, hay que reconocer que hubo culpables en ambos bandos, con la única diferencia de que los del bando enemigo delinquieron para servir a su bandera y los del bando nuestro para humillar a la suya.
La recepción que me dispensó Colombia fue tan entusiasta, que las imágenes perduran frescas en el espíritu. En todos los puertos del trayecto vibraba el alma de la patria herida que saludaba en el viajero sus ideales. Antes de llegar al país, los telegramas, de los cuales cito algunos como dato ilustrativo (7), me revelaron el ambiente nacional. Después de visitar en la costa la floreciente ciudad de Barranquilla y la histórica Cartagena, centros de prosperidad y de cultura, que son las puertas de Colombia sobre el Caribe, me dirigí hacia Bogotá por el camino pintoresco del Magdalena.
Pocos viajes ofrecen tanto atractivo. Los turistas ansiosos, que sólo atienden a recorrer el mayor número de kilómetros en el menor tiempo posible, censuran a veces la lentitud con que se llega a la capital, sin tener en cuenta el feérico atractivo de la naturaleza que deslumbra en la orgía de sus matices, en el escalonamiento de floras y de faunas, desde la zona tórrida hasta los fríos picachos, sin darse cuenta cabal de las exigencias del clima, que se equilibra con la altura; y sin recordar el criterio con que fueron construidas las ciudades de la colonia en tiempos en que ante todo se buscaba, obedeciendo a un principio de seguridad, los lugares de difícil acceso. Bogotá, como Quito y como La Paz, se halla a tan gran altura sobre el nivel del mar, que el viajero siente a veces la opresión de las cimas, como en el Oberland suizo. Lo que más asombra es que pueda existir un foco de civilización y de vida moderna a tanta distancia del mar y en tan inaudita elevación. Desde Barranquilla, pasando por Puerto Viejo, Calamar, Bodega Central, Puerto Nacional, Puerto Berrio, hasta la Dorada y Honda, es una sucesión de paisajes, una superposición de perspectivas que hacen olvidar al transeúnte las incomodidades inherentes a tan larga travesía. De Honda por Guayabal, San Lorenzo, Lérida y la Unión hasta el alto Magdalena, seguimos las gradaciones de una naturaleza que se hace cada vez más solemne, más hosca, y acaso, por eso mismo, más impresionante. Coronada la altiplanicie en Girardot, un cómodo ferrocarril nos lleva en curvas graves por la ladera de las montañas, atravesando puentes y túneles hasta la capital de Colombia.
Las manifestaciones de Barranquilla y de Cartagena habían revelado el entusiasmo que despertaba el viaje, pero no pude prever lo que ocurrió al llegar a Bogotá (8). La pluma se detiene como si encontrase un obstáculo al rozar el asunto; pero faltaría a mi propósito de reflejar un estado moral y un ambiente, si silenciara ciertos hechos que son el mejor dato para juzgar una situación. Las ovaciones no iban dirigidas al hombre, sino a la idea, y es por eso que puedo decir, haciendo abstracción de mí mismo, que nunca he presenciado entusiasmo mayor. La protesta del encargado de Negocios de los Estados Unidos se refirió exclusivamente a la actitud de los grupos que se dirigieron al anochecer a la Legación de ese país; pero es seguro que la movilización de una república, alrededor de un principio de resistencia, impresionó más al diplomático que el desahogo inofensivo de algunos exaltados. Lo que sorprendía era la unanimidad del empuje y, al mismo tiempo, la serena firmeza de aquella patria que se erguía sobre sus montañas.
La conferencia se realizó auspiciada por todos (9).
El fondo de nuestros pueblos —hablamos de toda la América latina—, es tan fuerte y tan sano, que lo que maravilla es el poco partido que se ha sacado de esa base inmejorable. Pero si examinamos, aunque sea superficialmente, la vida americana, comprendemos que el origen del mal arranca de las concepciones y los métodos de nuestra educación.
No nos referimos sólo a la instrucción en sus formas directas y aplicadas, sino a los puntos de vista superiores que inspiran, dentro de un conjunto, la acción general, creando corrientes colectivas y orientando hasta a aquellos que no han pasado por la escuela. Un plan educacional es un programa de acción en vista de un desarrollo en el porvenir. Y el mayor error de la América latina fue transplantar la fachada de métodos anticuados. Un continente virgen, con fabulosas riquezas por explotar, nacido de circunstancias nuevas y de factores sociales divergentes, al calor de concepciones democráticas, en un siglo de batallas económicas, necesitaba encarar la vida con un criterio experimental y práctico para crear ciudadanos a la altura del esfuerzo impuesto por las circunstancias. Lo que se difundió, en cambio, fue la rutina de los pueblos qua ya habían realizado su destino. El latín, las bellas letras, la erudición, son valiosas contribuciones y exponentes preciosos de una cultura superior; pero poca o ninguna influencia podían ejercer en el desarrollo de sociedades en construcción que, en lucha con la barbarie de la naturaleza, debían atender ante todo a defenderse, a situarse, a hacerse dueñas por la virtud de su perspicacia y de sus músculos, de su propio patrimonio. De esta antinomia entre las necesidades reales y la enseñanza empírica, nacieron todas las dificultades, empezando por la pugna entre la población urbana, pretenciosamente letrada, y la población rural, que a pesar de su analfabetismo realizaba la labor más útil, y acabando por la estagnación y la dependencia financiera.
Tiene la vida imposiciones que no se resuelven con citas de Horacio, y nuestras colectividades, preparadas para todo menos para el papel que les asignaba el destino, dejaron dormir sus riquezas o las enajenaron. Y téngase presente que por riquezas no entendemos solamente los tesoros explotables del suelo y subsuelo —minas, bosques, yacimientos petrolíferos, etc.—, sino las mismas funciones a que da margen la colectividad y que constituyen fuente de beneficios -—transportes, construcciones, trabajos públicos, saneamiento, vestuario, alimentación, etcétera—. Se puede decir que en los diversos órdenes rara vez llegó el nativo a enfrentarse con la necesidad que urgía satisfacer. No por pereza, como se ha dicho. La perezca ha nacido después del desencanto y de la desorientación. La causa fue la jactancia letrada, que alejaba a unos de toda actividad práctica, y la falta de preparación técnica, que colocaba a otros en la imposibilidad de desarrollar una acción fecunda.
Aun los que se dedicaron en los comienzos a la agricultura, a la ganadería o a otras actividades inherentes a la primera ebullición de un pueblo, lo hicieron sin nociones preparatorias, sin conocimiento de los adelantos alcanzados en el mundo, prolongando métodos de las regiones más atrasadas de España, guiándose por las costumbres del indio. En la mayor parte de los casos, tuvieron que proceder como si la humanidad empezara su carrera, como si no hubiera existido un bloque anterior de conocimientos universales sobre el asunto, orientándose con ayuda de tanteos sucesivos hasta alcanzar frutos nacidos de la propia experiencia que debían transmitirse después por tradición oral.
La enseñanza, que no tenía en cuenta ni remotamente el momento, el lugar, el estado social y las necesidades colectivas, tendió exclusivamente, en su forma elemental, a difundir viejos cánones o procedimientos auxiliares como la lectura, y la escritura, y en su expresión superior, a cultivar vanidosos tradicionalismos entre un grupo parasitario. Así se preparó la situación que debía obligarnos a recurrir al extranjero para buscar los capitales, los técnicos y la mano de obra, cada vez que se trató de trazar un camino, tender una línea férrea o lanzar un puente.
Cultivando una educación de juegos florales, los hispanoamericanos entregaron el usufructo de sus tierras y crearon naciones tributarias. Las riquezas fueron sistemáticamente extraídas, valorizadas, transportadas, explotadas, manufacturadas y vendidas por empresas, capitales, especialistas y hombres de negocios que traían la actividad y el espíritu de colectividades distantes. Las necesidades personales —trajes, útiles para la casa, víveres, etc.— las de cada núcleo social —tranvías, teléfonos, pavimentación de las calles, etc.— y las de I la nación entera —líneas férreas, telégrafos, armamentos, etc. —fueron llenadas por otras naciones. Cada pueblo tiene necesidad de los otros pueblos, y el intercambio es base de vitalidad universal. Pero no resulta riqueza durable la que se circunscribe a la fertilidad casual del suelo y a las facultades de consumo de la población. Sólo se nacionaliza un comercio cuando los naturales lo toman en sus manos. Sólo es próspera una nación, cuando compensa lo que le falta con lo que produce abundantemente, dentro de la posesión real de sus recursos.
Direcciones educacionales impropias para suscitar empresas, iniciativas, industrias, floración de vida, nos llevaron así a pagar un impuesto al extranjero en todos los movimientos de la vida diaria: cuando subimos a un tranvía., cuando entramos a un cinematógrafo, cuando descolgamos un teléfono, cuando contraemos un seguro, cuando subimos en un automóvil, cuando hojeamos un libro, cuando encendemos una luz, cuando nos elevamos en un ascensor, cuando operamos en un Banco, cuando compramos una bicicleta, cuando pisamos una alfombra, cuando utilizamos anteojos, cuando consultamos un reloj, porque todos esos objetos, comodidades o resortes, vienen de fuera del país o están fiscalizados por sindicatos extraños y porque desde el papel del periódico que leemos todos los días, basta la pluma con la cual escribimos nuestras cartas, desde la tela con que se hacen nuestras banderas, hasta el sombrero que llevamos puesto, todo ha sido fabricado o financiado fuera de nuestros límites, y lo que es peor aún, utilizando a menudo las materias primas o los elementos esenciales que salieron, sin dejar beneficio, de nuestro propio país.
Lo que compra la América latina en la mayor parte de los casos, no son los productos, sino la superioridad científica, la habilidad manufacturera, la capacidad comercial que resulta de una educación que ella misma puede implantar y difundir, sin más esfuerzo que concebir un plan y tener la energía de realizarlo. Tan acostumbrados estamos en algunas zonas a la subordinación, que hasta sorprende la hipótesis de emanciparse de ella. Pero la situación actual no es algo petrificado y ajeno a la voluntad de los hombres. La idea de que podremos alguna vez construir nuestros barcos, fabricar nuestras armas, dirigir las líneas férreas que atraviesan nuestros territorios, fundir el oro de nuestras minas, explotar nuestros frigoríficos, etc., empieza a germinar en la mente de una juventud deseosa de desarrollar iniciativa económica y actividad aplicable a un Continente que está pidiendo, ante todo, iniciativa y labor.
Un prejuicio nacido de esa misma engañosa educación parece eximirnos de todo esfuerzo material, otorgándonos, en cambio, una superioridad decisiva en el reino de las cosas espirituales. Los anglosajones son maestros de vida práctica — repiten algunos—, pero nosotros tenemos una mayor capacidad artística. El despropósito es tan evidente, que huelga subrayarlo. Aun admitiendo esa distribución de aptitudes, nada sería menos sensato que desdeñar las actividades directas y esenciales que gradúan la influencia real de los pueblos. Pero ¿es incontrovertible la superioridad de que nos jactamos en las cosas del espíritu? Nuestra intelectualidad, ¿ejerce alguna influencia superior en el arte, en la filosofía o en la ciencia? ¿Podemos citar las obras, los resultados, las invenciones que abonan esa afirmación? Los Estados Unidos, "metalizados y numéricos", como reza la versión vulgar, han hecho universalmente famosos los nombres de Poe, Walt Witman, Whistler, William James, Edison, cien más que han llevado una contribución propia a la belleza, al pensamiento, al progreso del mundo. Desgraciadamente no podemos decir lo mismo. Y lo peor de todo es que existen los elementos esenciales para realizar ese esfuerzo. Pocas veces surgido en la historia un conjunto tan maravillosamente dotado de inteligencia, capacidad de asimilación y fantasía. Pero la eterna falta de amplias visiones en la dirección de los espíritus, la indisciplina moral, el memorismo, la ausencia de ideales superiores, la rutina, se han opuesto a que esos valores latentes se transformen en valores tangibles. Por un lado la emulación mal entendida, que hace que en vez de aspirar a superar se malogre el tiempo en impedir la labor de los otros; por otro la poca importancia y consideración que las mayorías conceden a cuanto no traiga representación o jerarquía política, han anemiado, dispersado, deprimido las tentativas, los esfuerzos o las obras, condenándonos a una producción improvisada y fragmentaria que no ha podido cuajar hasta ahora en realizaciones de alcance mundial. Sólo ha quedado realmente en pie la imaginación arrogante y pletórica, y es con ayuda de la imaginación y dentro de ella que ha prosperado y se ha expandido la paradoja, dando por hecho lo que pudo hacerse si la atracción de las discordias y la hostilidad de las colectividades contra todo lo que surge no hubieran contrariado los mejores desenvolvimientos. Pero aun en el caso de que venciendo el ambiente lográsemos traducir en hechos esas aspiraciones, aun consiguiendo dominar un día en los terrenos cerebrales y sensitivos, hemos de tener en cuenta que el pensamiento es la coronación de una patria, pero no su base, y que nada es más vano que desdeñar los muros sobre los cuales debe elevarse y sostenerse la cúpula de una civilización.
Cuando los japoneses se vieron obligados a abrir sus islas al comercio del mundo y se encontraron ante la formidable superioridad de la civilización occidental, no pensaron un solo instante en desinteresarse de los resortes esenciales de su vida para seguir adorando las leyendas. Bajaron a disputar a sus rivales en el mismo terreno de la primacía, se asimilaron cuanto tenía de utilizable para ellos el adelanto de los demás, y comprendiendo que la independencia política depende de la independencia comercia], se aplicaron a dominar todas las actividades. Si se sustituye la educación actual por un sistema adecuado a las necesidades de la época, la América latina puede iniciar gradualmente un esfuerzo análogo. Pero al hablar de nuevos métodos, no habrá que tener en vista solamente la enseñanza técnica aplicable a cada una de las actividades, sino el hálito superior, sin el cual todos los conocimientos son un cuerpo sin alma. Es en las direcciones supremas que orientan a los espíritus hacia la iniciativa, el libre examen y la energía creadora, donde habrá que buscar el principio animador. Porque lo que hay que abandonar, ante todo, es la concepción primaria que hace residir la educación en la difusión de un conjunto de conocimientos. La educación es algo más importante y más alto, que sólo adquiere fuerza benéfica y creadora desde el punto de vista nacional cuando se esgrime en vista de propósitos colectivos definidos, sirviendo un ideal de engrandecimiento, dentro del cual coloca cada componente su propio bien personal.
Cuando exista en toda la América latina una preparación técnica y moral apropiada al momento, se extinguirán las revoluciones, prosperarán las fuerzas sacrificadas y desaparecerá el desgraciado engaño que nos lleva a suponer que basta que la riqueza se produzca en nuestro territorio para que sea nuestra. En muchos órdenes somos hoy virtualmente colonias de Europa o de los Estados Unidos, y esta subordinación no cesará hasta que nuevas concepciones nos marquen un itinerario en los siglos y nos den los útiles para realizarlo.
Otro problema que nuestra América tiene que afrontar es el de la convivencia de las razas, sea que lo encaremos desde el punto de vista anglosajón, sea que, consecuentes con los orígenes, nos pronunciemos en favor de la alianza. Para adoptar la primera solución surgen obstáculos de todo orden: hechos sancionados por la costumbre, masas compactas que sería difícil aislar, antecedentes históricos, etc. Los Estados Unidos resolvieron la dificultad desde los comienzos en una forma áspera, pero lógica, dadas las características de la colonización inglesa y la hora en que se adoptó el procedimiento. Pero la América de origen hispano, nacida en cierto modo de una conjunción legitimada por los siglos, no puede volver sobre su propia historia para rectificarla en sus efectos.
El indio tiene, en realidad, dobles derechos. Por ser el primer ocupante de la tierra, presionado por los españoles y pospuesto después por los criollos, pero dueño de su título imprescriptible; y porque el nuevo estado de cosas, la autonomía de nuestras repúblicas, es en gran parte obra suya. En buena ley, cuando los españoles suplantaban al indio, cumplían en su tiempo con una ley de la guerra; eran los vencedores. Pero nosotros, que lo admitimos en los ejércitos como igual, cuando se trató de llevar a cabo la independencia, no podemos arrojarlo del conjunto después de habernos servido de él. San Martín y Bolívar no preguntaban a sus soldados si tenían zapatos, ni de qué raza provenían. Les bastaba con que trajeran un corazón. Y el indio formó parte integrante de los ejércitos que recorrieron de Norte a Sur la América latina, contribuyó poderosamente a la emancipación de las antiguas colonias, regó con su sangre los vastos territorios, y si su carácter fuese menos encogido, si su ilustración estuviese más desarrollada, podría levantar la cabeza para decirnos: Os he entregado la tierra, os he dado la libertad, y, en cambio, sólo habéis hecho de mí un esclavo.
Todo indica que, reaccionando contra la tendencia a imitar actitudes, sin advertir si ellas coinciden con nuestras necesidades, acabaremos por afirmarnos en la realidad, para sacar de ella en todos los órdenes un punto de vista propio. El africano sólo constituye un accidente, puesto que apenas existen núcleos considerables en algunas regiones de las Antillas. Pero la indiscutible superioridad numérica del indio en buena parte de nuestras repúblicas, impone un problema improrrogable que sólo se resolverá por nivelación cultural y fraternidad igualitaria. Cuanto implique distanciamiento entre los elementos constitutivos de la nacionalidad, equivale a incapacitarla para su adelanto o su defensa. Y como se trata de fuerzas nobles y resistentes, cuyas falta derivan de la situación en que se han visto confinadas, más que de la propia esencia, puede adelantarse que de la elevación del indio dependerá en gran parte la elevación de cada república.
Los mejores triunfos del imperialismo han consistido en subdividir la colectividad en numerosas entidades, orientando la atención de esas entidades hacia las controversias políticas, espirituales o sociales, y hacía teorías que distraen el esfuerzo exigido por la consolidación nacional. En el apasionamiento de las luchas no resulta tarea fácil invocar orientaciones ajenas al odio de los partidos, a la ambición de los bandos, a los enceguecedores apasionamientos locales. El ambiente de Colombia me pareció, sin embargo, propicio como pocos para estas elevaciones. Es acaso el país de nuestra América donde existen núcleos intelectuales más homogéneos y cultivados y donde perdura desde tiempos en la colonia una tradición más firme de pensamiento y humanidades. A ello hay que añadir el recuerdo latente de las grandes épocas, que la inclina, así como a Venezuela y al Ecuador, hacia las amplias concepciones continentales. La Gran Colombia ha conservado, a pesar de las guerras, las disidencias políticas y las dictaduras, la vibración superior de sus antecedentes, y era ese rebote de los propósitos iniciales, magnificado por el tiempo y los adelantos, lo que ya había visto florecer en los entusiasmos patrióticos de Bogotá.
No quiere esto decir que faltasen los contratiempos y las hostilidades que caracterizan la jira desde los comienzos. A medida que se acentuaba la adhesión al ideal, crecía la intriga contra el viajero. A la táctica antigua de despertar las susceptibilidades regionales haciendo circular apreciaciones falsas según las cuales se posponía a unas repúblicas en beneficio de otras, se añadió una prédica de desconsideración para el hombre. De haber sido el ataque directo, escrito, palpable, hubiera podido aniquilarlo. Pero el rumor anónimo no admite castigo ni refutaciones. Juzgo inútil hacer alusión a los diversos incidentes con agentes norteamericanos que fiscalizaban mis movimientos. Y más aún resultaría la referencia a la incomunicación en que se me mantuvo, de Norte a Sur, y al silencio calculado de las agencias telegráficas, atentas a ocultar la amplitud y el significado de manifestaciones que no tuvieron ningún eco en los demás países. Lo que me obliga a convertirme a ratos en mi propio historiógrafo, es la ignorancia en que se ha querido dejar a la América latina sobre lo que hizo, o pretendió hacer, un hombre solo, en lucha con influencias formidables, privado de todo apoyo, sin más fuerza que un ideal. Acaso se ha presentado pocas veces una situación más difícil. Emisarios hábiles y ocultos me hacían aparecer en unos lugares como ateo, en otros como anarquista, en otros como enviado secreto de las oposiciones en el destierro, y al insinuar que estaba al servicio de nebulosos intereses, me presentaban como un aventurero de las letras. La actitud hostil de casi todos los cónsules y ministros de la Argentina, corroboraba en apariencia esta versión. La espontaneidad del viaje parecía inexplicable en ciertos círculos, para los cuales resultaba inverosímil que sin perseguir beneficio alguno se impusiera un hombre tantos gastos y tantas contrariedades. El hecho mismo de que fueran gratuitas las conferencias y de que se declinase el ofrecimiento de las autoridades que querían satisfacer los gastos de alojamiento o transporte, era utilizado contra mí. Claro está que de haber hecho lo contrario, surgía la acusación de venalidad y mercantilismo. No me toca subrayar la energía, el valor moral que fue necesario para continuar en estas condiciones una jira a la cual sólo me obligaban mis entusiasmos. La táctica disolvente utilizó todo pretexto o coyuntura para disminuir al hombre y desprestigiar, por encima de él, su aspiración y su prédica. Y hay que confesar que los resultados correspondieron al fin a las esperanzas, como verá quien siga leyendo este libro. La valentía nacional de Venezuela y de Colombia, bastaba, desde luego, para neutralizar tantas dificultades. Pero mientras el barco, que volvía a Panamá, atravesaba el Canal con rumbo al Sur, en medio de la actividad y el vértigo de la zona norteamericana, llegué a preguntarme si no era yo también un iluso, dentro del destino de nuestra América, triplemente romántica: romántica en las noches de retreta de las plazas estivales, romántica en el heroísmo de las independencias ilusorias y romántica en la credulidad de los panamericanismos suicidas.
NOTAS
(1) El primer centenario de Bolívar, sección nacional.
(2) Caracas, octubre 4 de 1912. Apreciado señor: Me es grato avisar a usted el recibo de su solicitud, fechada el 26 de septiembre próximo pasado, la que no había contestado antes por motivo que expresaré en seguida. Ocurre que en estos días el teatro Municipal, como el Nacional, están reparándose, y estos trabajos —-que yo creí de corta duración para poder utilizar uno de dichos coliseos al fin que usted desea— requieren larga espera. De manera, pues, que siento no complacerlo por lo insuperable de aquellos inconvenientes. — Su atento s. s., V. Márquez Bustillo, gobernador del Distrito Federal.
(3) Maracaibo, 28 de septiembre 1912. Enviárnosle salutaciones de bienvenida a su arribo a nuestro caro país. Todos desean oír su prédica de confraternidad latina. Sírvase anunciarnos venida para preparar homenaje amigos. — Jorge Schmidke. Maracaibo, 4 de octubre de 1912. Lo espera el Zulia. Prensa proclama su venida. Intelectualidad entusiasmada. — Udón, Pérez, Eduardo López, Guillermo Trujillo, Jorge Scbmidke, Yepes Trujillo, Medina Chirinos, Evelio Oliceros, Butrón Olivares, Jambrina. En el mismo sentido llegaron comunicaciones de Valencia, San Cristóbal, Tocuyo, Coro, Maracay, etc.
(4) La batalla se inició por un nutrido fuego de artillería (norteamericana), que los marinos mantuvieron sobre las fortificaciones que protegían la ciudad de Masaya, durante veinticuatro horas, fortificaciones ligeras e improvisadas. En seguida hicieron el asalto a las mismas. Fue débil la resistencia por escasez de municiones, especialmente de artillería. Siguió el combate en la plaza con el concurso de las fuerzas del presidente Díaz, y después de algunas horas Zeledón la abandonó porque estaban agotadas sus municiones, no habiendo podido recibir éstas ni los refuerzos que esperaba de Granada, por la rendición de Mena. Zeledón fue perseguido, alcanzado y muerto. ¿Cómo? Los patriotas sostienen que fue capturado y asesinado. Los contrarios dicen que murió por causa de sus heridas. La historia, que se apodera del nombre de la víctima para honrarlo como merece, aclarará este punto, pues nosotros, aun con documentos a la vista, no queremos hacer el cargo, por temor que nos ciegue la admiración por el héroe y la indignación contra los que fueron en todo caso sus verdugos, al serlo de la patria." (Doctrina Wilson. por Policarpo Bonilla, ex presidente de la república de Honduras.)
(5) El telegrama a los presidentes de Centroamérica, decía: "Hay que evitar intervención Norteamérica para honra Centroamérica y para evitar nuestra tremenda responsabilidad histórica." MANUEL E. ARAUJO.
(6) Bogotá, 14 septiembre 1912. Oficial. Correspondo al saludo del ilustre americanista, y celebro su propósito de visitar a Colombia, donde serán justamente apreciados sus esfuerzos por los intereses del Continente y de la raza. — C. E. Restrepo.
(7) Bogotá, 3 noviembre 1912. Apresúrome a saludarlo. La capital de la nación, que ha sido principal víctima voracidad imperialista, espera ansiosa la llegada insigne propagandista fraternidad latinoamericana. —-Laureano Gómez, director Unidad. Cartagena, 5 noviembre 1912. Junta Directiva Club Cartagena, anticipa saludo bienvenida a ilustre propagandista unión países América Latina, y hónrase invitándolo a fiestas tendrán lugar en este Centro social con motivo aniversario Independencia esta ciudad. — Simón J. Vélez. Cartagena, 5 noviembre 1912. Nombre Segunda División Ejército saludo en usted el alma de la raza y patria americanas. — Luis María Terán, Comandante Superior. Cartagena, 6 noviembre 1912. Prensa cartagenesa envíale cordial bienvenida, y permítese invitarle visitar esta ciudad que desea conocerle y oír la brillante palabra del ilustre americanista. — El Porvenir, La Época, Rojo y Negro, El Autonomista, El Caribe, El Penitente. Informaciones, La Patria, Menfis, Alma Latina. El Mundo Nuevo, La Prensa. Medellín, 7 noviembre 1912. Saludo al valiente e infatigable defensor de nuestra raza. Su labor heroica vencerá algún día los atropellos. Venga usted a Medellín. — Francisco Suárez. Nemucón, 8 noviembre 1912. La existencia de las repúblicas suramericanas como nacionalidades independientes está fincada en su unión perfecta. Sea bienvenido a nuestra patria como apóstol de esa idea salvadora. Saludamos con entusiasmo. — José V. Ácevedo, Alejandro González Torres, Abel García, Luis M. León, Polidoro Uribe, Julio C. Lezmez, Alberto Latorre, V. Samuel Bravo, Braulio M. Gaitán, ]. Alberto Martínez, Nicolás Barrera, Marco Emilio Fonseca, Lorenzo Herrera, M.. Pontom, Juan N. Silva, Francisco Latorre, Luis Rodríguez.
(8) "Al tenerse noticia por telégrafo de que había tomado el tren en Girardot, empezaron a fijarse, en lugares públicos, carteles murales en que se invitaba a ciarle la bienvenida en la estación de la Sabana. Entre esos carteles vimos los de los periódicos La Unión, El Liberal, La Nación, El Artista, Sur-América. Gil Blas, Comentarios, Gaceta Republicana, El Tiempo, El Diario, El Republicano, El Nuevo Tiempo y otros. También invitaron. La Sociedad de Autores, el gremio de tipógrafos y varias Asociaciones de industriales y obreros." — (El Nuevo Tiempo, 26 de noviembre de 1912.) "La muchedumbre fue enorme y el entusiasmo nunca visto. Personas de todas clases sociales, de todas edades y posiciones, aclamaban con frenesí al insigne luchador que con fácil palabra y elegante frase evocaba los recuerdos de las pasadas glorias de la patria y de sus recientes dolores, para enardecer el patriotismo, levantar el alma nacional, y reavivar la indignación contra la felonía." — (Sur-América, 26 noviembre 1912.) "En hombros de la multitud salió el insigne latino hasta el coche presidencial que galantemente le fue enviado por el doctor Restrepo. Allí, en nombre del pueblo colombiano, saludó a Ugarte el general Uribe."—(El Republicano, 27 de noviembre 1912.) 'De seguro Ugarte, así cuando se vio arrebatado por la muchedumbre al abandonar el tren, como cuando miraba levantado casi el carruaje en que iba por el torrente humano que avanzaba entre vítores atronadores, debió sentir las palpitaciones del alma de Colombia, debió palpar el vigor que aún anida en este pueblo indómito." — (El Diario, 27 de noviembre 1912.)
(9) "Enorme fue el concurso que llenaba gran extensión del parque de la Independencia en las vecindades del teatro del Bosque. Proyectada primeramente la conferencia para el interior del teatro, hubo necesidad de hacerla al aire libre, pues la capacidad del local, que no es poca, resultó insuficiente. Allí se hallaban representadas, en esa multitud de por lo menos diez mil personas, todas las clases sociales." (Gaceta Republicana, 2 de diciembre 1912.) "La conferencia del señor Ugarte no soporta la ingenuidad de un elogio; es algo anormal y único, hecho para templar almas y forjar héroes; son palabras altísimas que van derechas al sentimiento."— (Él Tiempo, 3 de diciembre 1912.) "Ugarte descendió de la tribuna en medio de estruendosas aclamaciones. Ojalá que la benéfica simiente arrojada por él arraigue y fructifique en el fondo del alma colombiana." — (El Nuevo Tiempo, 2 de diciembre 1912.) "Una enorme multitud entusiasta y conmovida escuchó al orador con religiosa atención, en medio de un silencio respetuoso, interrumpido apenas cuando el entusiasmo, que llenaba todos los pechos, desbordaba imponentemente en un sonoro clamor de gloria." — (El Diario, 3 de diciembre.)
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