lunes, 22 de noviembre de 2010

EL DESTINO DE UN CONTINENTE (6)


por Manuel Ugarte

CAPÍTULO V

LA NUEVA ROMA

LA POLÍTICA DE LOS PUEBLOS DÉBILES. - EL "ANTIIMPERIALISMO" EN NUEVA YORK. - ARDIDES DEL CONQUISTADOR. EL GESTO DE ROOSEVELT Y EL SILENCIO DE LA AMÉRICA LATINA. - LOS MÉTODOS DEL AVANCE. - |SI HUBIÉRAMOS SABIDO!


— ¿Por qué no va usted a exponer esas ideas en Nueva York? —me dijo cierto día alguien, creyendo dar forma sarcástica a una idea imposible.
La objeción nacía de un desconocimiento de lo que son los Estados Unidos, cuya acción exterior en los pueblos limítrofes resulta abusiva y tiránica, más por culpa de los dominados que de los dominadores; pero cuya vida interior, por la fuerza fiscalizadora de la opinión pública, abre margen a todas las controversias. El imperialismo podía expulsarme de Nicaragua por intermedio de hombres sometidos y obsequiosos, que cargaban con las culpas de un atentado al pensamiento, pero no se atrevería a impedir mi entrada a Nueva York, asumiendo directamente la responsabilidad del delito. Acaso acaben por ser los Estados Unidos, con el correr del tiempo, el único país donde no sea permitido hablar con plena libertad contra la política que ellos mismos desarrollan en la América Latina. No hubo, pues, en mi viaje a Nueva York, la menor temeridad, porque en ninguna parte es menos peligroso el ogro que en su propio terreno de cultura.
¡Y cuan fácil es hacer viajes a los Estados Unidos desde las costas del Caribe y el golfo de México! Parece que todos los caminos materiales y morales conducen a la nueva Roma. Una carretera resbalosa, un declive suave, atrae hacia la metrópoli a los que buscan la ciencia, a los que anhelan el placer, a los que persiguen la fortuna, y, lo que es más grave, a los que ambicionan el Gobierno. Porque así como a los Estados Unidos se va a buscar el título universitario, la vida alegre, el traje a la moda, el negocio proficuo, se va también, a veces, a buscar el bastón presidencial. Muchas popularidades, candidaturas y elecciones se hacen, antes que en los pueblos interesados, en la Casa Blanca. Ser ministro plenipotenciario en Washington, es tener noventa y nueve probabilidades contra cien de llegar a la Presidencia. Allí se crean lazos que empiezan pareciendo políticos, se hacen después sociales y acaban resultando económicos; allí se distancian de la propia nacionalidad y se empapan de la ajena los que después suelen llegar a su región como comisarios, delegados o procónsules...
Y hay que confesar que en cierto modo se explica el renunciamiento y la defección de los que salen de pronto de las pequeñas ciudades de corte colonial y caen bruscamente en la portentosa Babel, en la inaudita superciudad, que no tiene comparación en los siglos. Llegar a Nueva York es vivir en el porvenir del mundo, habitar en los planetas que la imaginación construye en el ensueño. Por hirsuto que sea el patriotismo, hay un momento en que se sobrepone a él un empuje humano de admiración ante el progreso y un sentimiento egoísta de comodidad.
Desde el puerto gigantesco e inverosímil, hasta el hotel enorme y fastuoso, pasando por las avenidas cortadas en todas direcciones por tranvías y ferrocarriles; desde los almacenes deslumbrantes hasta los anuncios y los periódicos; desde las fabulosas empresas que hacen danzar cifras nunca oídas, hasta los océanos de muchedumbre que vuelcan sobre la calle los rascacielos; desde los espectáculos hasta las catástrofes, todo nos habla al llegar a los Estados Unidos de algo enorme, cielo o infierno, de algo paradojal y desconcertante que inmoviliza y hace enmudecer. Quien esto escribe ha vivido largos años en Europa, y llegaba con la visión fresca de París, de Londres y de Berlín, pero aquella era la capital de las capitales en el apogeo de la más formidable de las civilizaciones. Yo mismo sentía, como hombre, el orgullo de que la especie humana hubiese podido escalar tan altas cimas, y aplaudía la victoria con todos los entusiasmos de mi alma; pero como patriota hispanoamericano experimentaba una sensación hondísima de inquietud y de dolor ante el contraste entre aquella fortaleza avasalladora y el doloroso desamparo de nuestras debilidades.
Mi hostilidad a la política imperialista —o, mejor dicho, el deseo natural y patriótico de que la América latina se oponga a ella— ha sido tergiversado a menudo y desvirtuado a sabiendas, hasta convertirlo en odio o desaprecio a los Estados Unidos. En innumerables artículos y discursos he tratado de destruir esa interpretación, pero insisto ahora y acaso no será esta la última vez, porque los errores voluntarios tienen una vitalidad sorprendente.
No he reprochado nunca a César que dividiese a los francos para apoderarse de las Galias. La maniobra de César constituía una superioridad; pero es legítimo lamentar que los francos no tuviesen suficiente astucia para contrarrestarla. Sería insensato hacer un crimen a Hernán Cortés de su política en México. No queda rastro en los tiempos de una proeza mayor que la realizada por él. Pero es razonable pensar que si los veinte millones de indígenas que constituían el poderoso imperio azteca, no hubiesen naufragado en la discordia, la sujeción no habría podido realizarse. Fulminar la conquista es tarea vana dentro del determinismo y la invulnerabilidad de los hechos humanos, cuya moral formula el triunfador, al punto de que se puede decir que raza definitivamente vencida, es raza definitivamente deshonrada, porque la victoria anula valores militares y morales, barriendo hasta los prestigios y las superioridades más legítimas. Mi propósito ha sido llamar la atención de los aztecas y de los francos de mi tiempo y de mi grupo sobre la posibilidad de evitar querellas suicidas para desarrollar un esfuerzo vigoroso, sanear el conjunto y coordinarlo en vista de lo que es el supremo anhelo de todas las especies: desarrollarse y perdurar.
Los Estados Unidos han hecho y seguirán haciendo lo que todos los pueblos fuertes en la historia, y nada es más ineficaz que los argumentos que contra esa política se emplean en la América latina. En asuntos internacionales, invocar la ética es casi siempre confesar una derrota. Las lamentaciones, a menos de que sean recogidas por otro poderoso que aspira a usufructuarlas, no han pesado nunca en el gobierno del mundo. No hay que decir: "eso está mal hecho", hay que colocarse en la situación de que "eso no se pueda hacer"; y para conseguirlo, es tan inútil invocar el derecho, la moral y el razonamiento, como recurrir al apostrofe, la imprecación o las lágrimas. Pueblos que esperan, su vida o su porvenir de una abstracción legal o de la voluntad de los otros, son de antemano pueblos sacrificados. Es de la propia entraña de donde hay que sacar los elementos de vida; de la previsión para ver los peligros, de la fortaleza para encarar las dificultades, del estoicismo para conjurar los fracasos, de todo lo que surge de la vigilancia vivificadora del propio organismo, ocupado, antes que nada, en respirar. Cuando cesa la autodefensa de los hombres y de los pueblos, cesa la palpitación misma que los mantiene dentro de la naturaleza o de la historia.
Odiar a los Estados Unidos, es un sentimiento inferior que a nada conduce. Despreciarlos, es una insensatez aldeana. Lo que debemos cultivar es el amor a nosotros mismos, la inquietud de nuestra propia existencia. Si buscando una reacción de la voluntad colectiva, denunciamos el peligro exterior y evocamos el recuerdo de desastres anteriores, que no sea para calificar la actitud de los otros, sino para orientar la nuestra; porque lo que urge considerar no es lo que el adversario hizo para perjudicarnos, sino lo que nosotros no hicimos para contrarrestar su agresión y lo que tendremos que realizar mañana si no queremos ser aniquilados.
Seis días bastaron para que, sin dificultades ni tropiezos, pudiese yo conversar en Nueva York con hombres importantes, despertar en favor de mi causa el interés de la opinión pública (en lo que cabe dentro de tan enorme conjunto), dar en la Universidad de Columbia el 9 de julio de 1912, fiesta nacional argentina, una conferencia sobre el peligro imperialista [1], hacerla traducir al inglés, imprimirla en folleto [2] y repartirla a los centros e instituciones. Los diarios discutieron el problema sin apasionamientos, juzgando natural la controversia. La Tribune [3], en un editorial titulado Not "Sbocking", se levantó contra los que simpatizaban con mi campaña y trató de probar que el empréstito de Nicaragua era una negociación lícita. El Daily People [4] dijo: "Mr. Ugarte has been surnamed the Apostol of Latin American Union and the hostility which was shown him by some governments has enormously contributed to increase his popularity." El New York Herald publicó una larga crónica bajo el rubro de: "Poet voices cry of Latin America against injustice" [5]. El Sun [6], con el título a seis columnas, de Stop biting South America says Ugarte, ofreció una información de una página sobre la conferencia y sobre el autor. No faltó, naturalmente, un diario que utilizara el asunto para fines políticos [7]. Pero, por excepción desde los comienzos de la gira, no tuve que ver nada con la policía ni con los personajes del Gobierno. Sólo hablé con periodistas, obreros, estudiantes y profesores de la Universidad, como cuadra a quien ofrece una tesis a la reflexión y a la controversia.
Y todos asintieron o discreparon dentro de las formas elevadas de un debate ideológico. Después he venido a saber, conversando en Madrid, en 1921, con un profesor norteamericano, que la Universidad de Columbia fue requerida en esa ocasión por el Gobierno de Washington para que dejara sin efecto la invitación, argumentando que convenía evitar cuanto diese autoridad a mi prédica. Un secretario de la Legación de los Estados Unidos en Chile, en viaje ocasional, hizo valer, según parece, en la Casa Blanca la resonancia que tendría el acto en las repúblicas del Sur. Pero la Universidad de Columbia contestó que le sorprendía la indicación, dado que nunca había recibido inspiraciones del Gobierno. Y esta actitud, que no hubieran asumido quizá nuestras Universidades en caso parecido, es una prueba más de la aparente contradicción entre el ambiente de libertad que reina en los Estados Unidos y la influencia opresora que el imperialismo difunde en los pueblos del Sur.
Digo contradicción aparente, porque ha sido en todo tiempo y lugar lo propio de los imperialismos esa disyunción o gradación en los procedimientos y en, la moral. Se adopta una ética para el consumo propio, y se utiliza otra para los pueblos que se desea someter, invocando, para justificar la dualidad, unas veces la diferencia de estado social, otras las imposiciones políticas.
Así la libertad de la prensa, que es derecho intangible y sagrado en los Estados Unidos, se convierte, en muchas de las repúblicas latinoamericanas, en algo paradojal e inexistente, no sólo por la voluntad de los tiranuelos locales, sino a consecuencia de las reclamaciones de los representantes norteamericanos que ante la menor veleidad de independencia para juzgar asuntos internacionales formulan airadas reclamaciones o recurren a todos los expedientes de intimidación. El aumento del precio del papel y el retiro de los anuncios de las casas norteamericanas, sirven para presionar cuando los Gobiernos no tienen acción sobre el diario disidente. El ofrecimiento desinteresado de capitales o de máquinas, ayuda en otros casos a ganar un apoyo. Si algún insensato, resiste, se organiza en torno de él un boicot o se le desprestigia en cualquier forma. Los diarios de los Estados Unidos pueden hablar cuanto les conviene, hasta de lo que más lastima el corazón de nuestras repúblicas; los latinoamericanos no pueden defender a veces los intereses de su propia patria. Por eso cabe decir que la luz de la libertad de Nueva York se refleja en descrédito y en sombra sobre las inteligencias del Sur.
Algo análogo ocurre con la política. Las instituciones adelantadas, el derecho del pueblo a gobernarse, la sujeción a las imposiciones de la opinión, son axiomas esenciales en la gran república del Norte; pero en los países atados de una manera más o menos clara a su influencia, esa misma gran república contribuye a corromper el sufragio, a fomentar la anarquía, a mantener a, los déspotas en el Gobierno cuando éstos favorecen la expansión del imperialismo, y a aconsejar los peores atentados contra las Constituciones locales.
Claro está que el error fundamental no deriva de los que aprovechan las malas disposiciones de nuestro ambiente, sino de la avidez o la precipitación de los que para encumbrarse aceptan o fingen ignorar apoyos, ingerencias o fiscalizaciones que disminuyen la respetabilidad de sus patrias. Los imperialismos han invocado siempre el fin superior de preparar a los pueblos para la civilización, sin abrigar jamás la intención de cumplir ese propósito, sino en la parte que les puede ser útil, convirtiendo al grupo mediatizado en servidor o en auxiliar de su riqueza o su poderío. Creer en el deseo paternal que puede tener un estado de servir desinteresadamente a otro, es negar la filosofía de la historia. Los gobernantes que caen en esa ingenuidad, engañan a los demás o se engañan a sí mismos, y en ambos casos comprometen el porvenir del país que dirigen. El proceso es conocido. Se empieza por un loan (hasta las deudas las hacemos en idioma extranjero) y se acaba en la capitulación dolorosa de una soberanía. Al jugar con los que sólo ven su ambición a su agravio y se dejan utilizar para los fines de una política que no comprenden, el imperialismo no salva el límite de lo que hicieron todos los pueblos poderosos del mundo. Los responsables son los que se prestaron al engaño, o los que asisten a él sin formular una protesta.
A ello contribuye poderosamente la sugestión especial que la gran república del Norte ejerce sobre el Sur. Aun en esferas independientes y en centros extraños a la rotación de los Gobiernos, hay una ansiedad sostenida que lo hace depender todo del Norte. Hasta los más irreductibles siguen la política interior de los Estados Unidos, esperando de ella un cambio de perspectivas internacionales. Cada lucha presidencial en la gran democracia despierta en las repúblicas latinas nueva ansiedad. Se aguarda la salvación de una lotería. Se cree ingenuamente que el triunfo de uno u otro de los candidatos determinará una modificación en lo que es una aspiración nacional y una imposición de la historia. Y esta creencia pueril se prestaría a la ironía, si no entrañase el peligro de identificarnos en cierto modo con la vida del pueblo dominador y si no confirmase el sometimiento inconfesado de conjuntos que esperan del extranjero todos los bienes, hasta su propia libertad.
Claro está que esto se aplica de una manera desigual a las diferentes regiones de nuestra América. Algunas de ellas han dejado tan lejos los primeros errores, que ya nadie los rememora en medio de una era equilibrada y normal. Pero en las situaciones a que aludo, exageradas y generalizadas sin tino, hay que ver, sin embargo, el origen de la desatención del mundo ante las presiones y las vejaciones de que son víctimas ciertas repúblicas.
No es porque esos Estados sean débiles. Débiles son también, dentro de las relatividades del mundo, Holanda, Suiza, Bélgica, que han podido hacerse invulnerables por su perspicacia y su respetabilidad. El desamparo nace, más que de la pequeñez misma, del desprestigio que rodea a esos núcleos. Ateniéndose a los fenómenos más visibles, el mundo los juzga severamente, hace extensivo a vastos territorios el mal de algunas ciudades, y admite que todos los atentados son resultado y sanción de faltas imperdonables.
Es contra este estado de espíritu que tiene que reaccionar la juventud para bien de todos, difundiendo en la opinión general la verdad sobre la América Latina, e influyendo en nuestros países para modificar las direcciones equivocadas. Todos hemos cometido errores, de norte a sur. Las repúblicas que han cultivado la anarquía, al ignorar que en cada guerra civil se filtra un interés extranjero. Las que han salvado la etapa difícil, al perpetuar egoísmos engañosos, retardando la iniciación de la política global, sin la cual ninguna, sea grande o minúscula, podrá tener voz en los debates del mundo.
En el reverdecimiento de grandes nacionalismos sofocados, que ha sido una de las consecuencias de la última guerra, en estas horas en que irlanda, China, Egipto, reivindican su personalidad, la América latina tendría también una palabra que decir, ante los Estados Unidos y ante el mundo; pero para que esa palabra no caiga en el vacío, es necesario que nazca de un organismo autorizado y coherente. La América enferma debe superiorizarse, tomando como punto de mira a las regiones que han normalizado su desenvolvimiento; y estas últimas han de alcanzar la visión de su destino, abarcando el vasto panorama para dar nacimiento a una política de solidaridad. Sólo así se remediarán los males de que hemos hablado; sólo así queda alguna probabilidad de mantener la integridad material y moral en el presente y en el futuro; sólo así dejaremos de estar confinados en una situación sin nombre en la política internacional; sólo así podremos hacernos oír en los grandes debates. Porque para que la América latina obtenga voz en las asambleas, hay que empezar por restablecer, ante todo, su autoridad moral, mostrando que tiene un pensamiento político.
La ausencia de ese pensamiento político saltaba precisamente a los ojos al llegar a Panamá.
Si los Estados Unidos no nos han respetado un poco más, ha sido quizá a causa de la obsequiosidad con que nos hemos inclinado siempre ante ellos, y a .causa también del egoísmo con que hemos pospuesto el bien de nuestro conjunto a los intereses inmediatos de un hombre, de una oligarquía o de una región. La fuerza es un factor decisivo. Pero hay que contar también con la moral Toda injusticia necesita, por lo menos, un pretexto que la dore y una complicidad que la olvide, y en no proporcionar ese pretexto, en no otorgar esa sanción, ha debido consistir la habilidad nuestra.
En el asunto de Panamá, el pretexto lo dimos con la imprevisión de Colombia. La falta de comunicaciones, el deplorable estado sanitario, el abandono lamentable en que se encontraba el istmo, explican el descontento de la región, aprovechado después por los que urdieron el simulacro de separatismo para determinar, con la apertura de la nueva vía de comunicación, la mayor victoria que haya alcanzado un pueblo en la lucha por la dominación mundial.
También ofrecimos nosotros la sanción, abandonando a Colombia en su protesta y apresurándonos a reconocer, bajo las sugestiones de Washington, al nuevo estado que acababa de surgir artificialmente. No hay ejemplo de una rapidez mayor para cubrir y hacer irremediable una sorpresa. Y esa precipitación no tuvo siquiera la excusa de una imposición de las circunstancias. Nada nos obligaba. Sí nos inclinamos de un extremo a otro del Continente, fue por ingenua humildad, sin sacar de ello beneficio, sin temor a represalia, atraídos ciegamente del magnetizador.
Claro está que en algunos lugares las abdicaciones se envolvieron en el manto raído del "progreso" y de la "civilización". La tendencia imperialista parece tener a _ veces tantos adeptos en los países a los cuales perjudica, como en la misma nación que la esgrime. He oído hablar más contra ella en los Estados _ Unidos que en determinados círculos de algunas repúblicas hispanas, donde los hombres de gobierno se limitan a sacar de las Aduanas o de los empréstitos el dinero necesario para mantenerse en el poder. Esta epidemia de genuflexiones, ha _ tenido la virtud de hacer simpatizar a la juventud con los viejos tíranos de América como Porfirio Díaz, Cipriano Castro o Santos Zelaya, que, en medio de numerosos desaciertos y salvajes violencias, defendieron siempre k autonomía. La saña con que el imperialismo los combatió hasta "derribarlos, prueba que si representaban a la América primitiva, inculta acaso, tenían en medio de su barbarie hirsuta la soberbia de su bandera y de su autoridad.
Al desembarcar en Colón, recordaba yo las palabras pronunciadas por el presidente Roosevelt al inaugurar la Exposición de San Luis: "Hemos empezado a tomar posesión del Continente." En las repúblicas de la América española no hay todavía una noción clara de lo que significa, no hay una idea general de lo que augura la portentosa fortaleza entre dos océanos, levantada por la grandeza de un pueblo y la decisión de un político. Porque si para nosotros, el gesto de Roosevelt ha sido nefasto, para los Estados Unidos ha sido providencial. En un momento en que los diplomáticos de aquel país vacilaban ante la oportunidad, él tuvo la energía necesaria para afrontar la situación y resolverla, sin consultar fórmulas ni tratados, de acuerdo exclusivamente con los intereses de su patria. Roosevelt debió decirse: '"En un Continente donde se han creado tantas repúblicas artificiales, que no emanan de una imposición histórica, ni riman con nada, bien puedo improvisar yo una que sea por lo menos de utilidad para nosotros." Su manera arbitraria .y dictatorial hizo dar a la política de los Estados Unidos un salto prodigioso, mediante el cual han quedado rodeados México y la América Central, dominado el Pacífico, asegurada la absorción de las Antillas, afianzado el dominio sobre las costas del Caribe. La Nueva Roma ha redondeado así su Mediterráneo en pleno corazón del Nuevo Mundo, y ha avanzado sus focos de irradiación hasta la mitad del camino del Sur.
Un escritor norteamericano me manifestaba cierta vez el asombro que experimentó en un Congreso panamericano de historia, donde no fue posible estudiar nada de la historia de nuestra América, inmovilizados como se hallaban todos los delegados por las diversas interpretaciones locales y las querellas de primacía. Era inconcebible, a su juicio, que en ciudades donde se aquilatan hasta los más lejanos acontecimientos europeos, resultase inusitado abrir un debate sereno sobre los propios antecedentes y peligroso trazar las líneas de una concepción general. Su sorpresa sería mayor al comprobar que un suceso de la trascendencia del de Panamá, que un acontecimiento que afecta a toda la América latina en sus raíces vitales, no ha dado lugar entre nosotros, aparte de la protesta póstuma del país lesionado, más que a notas informativas y a comentarios de espectador, menos extensos que los que se conceden habitualmente a un incendio en Londres o a un cambio de gobierno en Bulgaria. Los Estados Unidos han estudiado el asunto en todas sus fases, y basta hojear un catálogo de librería o la colección de un periódico para encontrar el pensamiento norteamericano en todos sus matices, abonado por las firmas de mayor autoridad. ¿Cuáles son los hombres de Estado latinoamericano que han tenido la audacia de rozar el tema? Y, sin embargo, no hay asunto de mayor importancia para nosotros. El silencio de la América latina en el momento más grave de su vida después de la independencia, es uno de los resultados de la falta de ideal superior y de política definida. No es posible creer que los hombres que en aquel momento orientaban los asuntos públicos en las diferentes repúblicas, se hallaran desprovistos de experiencia humana y de perspicacia elemental hasta el punto de desconocer la trascendencia de lo que acababa de ocurrir. Todos sintieron probablemente la sacudida que debía rebotar hasta el futuro. Pero el cuidado de sus situaciones personales, dentro del partido que los había llevado al poder, los intereses de ese partido dentro de las contingencias de la política interior, las pequeñas rivalidades de frontera, la pugna inútil entre los fragmentos del mismo conjunto, anuló toda palabra y toda acción. Los menos comprometidos, los más audaces, resolvieron callar también. ¿Cómo arriesgar una actitud en medio de la deslealtad y la defección posible de las repúblicas limítrofes? La abstención misma tenía un significado, porque el imperialismo no pedía silencio; exigía que todos refrendasen sin demora lo que él había resuelto. Y los países que en otras oportunidades habían retardado el reconocimiento de nuevos gobiernos durante un tiempo prudencial, tuvieron que admitir ipso facto la existencia de un estado ilusorio, cerrando los oídos y los ojos ante las protestas de Colombia y ante la verdad. Nunca mostraron nuestras cancillerías tanta diligencia. Los que tienen por costumbre hacer dormir en las oficinas largos años las cuestiones más inocuas, se sintieron penetrados de una actividad febril, y en pocos días, con excepción de tres países, todas nuestras repúblicas habían iniciado sus relaciones con la nueva entidad nacida del expansionismo.
El señor Taft, que fue ministro de la Guerra del señor Roosevelt, y después presidente de la república, explicó en la revista Mac Clure's, de Nueva York, las razones técnicas que hicieron elegir el sistema de esclusas para la construcción del Canal, y las razones políticas que aconsejaron crear una república ad hoc. "No era posible —dice— que después de tanto esfuerzo diplomático, científico, material y financiero, colocásemos el paradero para las transferencias marítimas mundiales bajo la jurisdicción de degenerados y utilizásemos conductores que especularían con las papeletas y destruirían el material de la empresa." Después de lo cual añade, al finalizar el artículo: "Quizá no esté lejano el día en que tres banderas de estrellas y barras señalen en tres sitios equidistantes la extensión del territorio nuestro; una, en el polo Norte; otra, en el Canal de Panamá, y la tercera, en el polo Meridional; nuestro todo el hemisferio de facto como en virtud de la superioridad racial lo es ya de jure[8]. Todo esto fue ignorado por la mayoría de nuestros presidentes, que no leen a menudo más que el diario local que los ensalza.
La circunstancia explicaría también que el señor Elihú Root, abogado de varios trusts y especialmente del Standard Oil Company, fuese recibido por nuestros países como mensajero idealista de la concordia continental, mientras los norteamericanos no imperialistas, como el ex ministro Sherril, apenas alcanzaban a ser tolerados. Lo que más nos perjudica es la falta de conocimiento global de la política del Continente y la obsesión enfermiza de lo inmediato. El señor Sherril, dijo en su discurso de Middy Club: "Estoy plenamente convencido de que no corresponde a los Estados Unidos dirigir la política de la América latina, y de que cuanto más pronto se difunda esta idea, no sólo entre nuestros vecinos, sino también entre los norteamericanos, tanto más aumentará nuestra reputación internacional." ¿Porque desdeñamos las palabras que nos favorecen? ¿Por qué no nos apoyamos en los elementos que se coordinan con nuestro interés? Bien sé, y ya lo he dicho en páginas anteriores, que no son precisamente estos hombres los que más se hacen oír en los Estados Unidos, y ha quedado establecido que la política del conjunto obedece a leyes de crecimiento y de plétora que son extrañas a la voluntad individual. ¿Pero hemos de dejar caer los argumentos que los mismos norteamericanos nos dan para nuestra defensa? ¿Hemos de hacer el silencio en los diarios y en las almas para las palabras que ofrecen un punto de apoyo a nuestras reivindicaciones? El señor Wilson, antes de ser presidente, se expresó en estos términos: "Roma fue primera y única en la historia; se imponía al mundo por la gloria de sus guerreros, legisladores, filósofos, escritores y artistas; enseñó a leer y a pensar a la humanidad; dominó en tiempos paganos intelectual y materialmente desde el Capitolio, y en la Era Cristiana ha regido las conciencias desde el Vaticano, primero con el águila y luego con la paloma del Espíritu Santo, mientras que nosotros no tenemos otro título al respeto y al cariño de los hombres que nuestras instituciones libres y el haber ofrecido un asilo a los oprimidos de la tierra. Si ahora vamos a convertirnos en míseras caricaturas de Césares, traicionaremos los ideales de los padres de la patria y labraremos nuestra propia ruina."
Tampoco es posible olvidar que el señor Wilson debía dejar de lado más tarde tan sanas inclinaciones para desembarcar tropas en Santo Domingo y proseguir la política tradicional. No debemos, pues, poner nuestra esperanza ni en los hombres, ni en los partidos. Unos y otros son parte de la hora y del medio que los conduce. Pero nos incumbe la tarea de aprovechar circunstancias, invocar declaraciones, maniobrar en el campo, poner en marcha, en fin, nuestro navío, para evitar que las olas y los vientos lo envuelvan irremediablemente. Frente al imperialismo, hemos representado la inmovilidad, y la inmovilidad, en política internacional como en la guerra, equivale a la derrota.
En Panamá tuve una prueba más de la limitación de perspectivas que pone a nuestra América en la imposibilidad de concebir una acción general. No fueron pocos los que me motejaron de agente secreto de Colombia.
—-¿Quiere usted de nuevo para el istmo —me decían— la pobreza, el atraso y la fiebre amarilla?
El error no podía sorprenderme, puesto que la prédica fue interpretada en Cuba como un anhelo de que la isla volviese a la dominación de España, en México como una maniobra política interior para favorecer la caída del gobierno, en Guatemala como una intriga de San Salvador y en San Salvador como una intriga de Guatemala. Con la misma lógica debía pasar más tarde en el Perú como adicto del Ecuador, en Chile como ferviente del Perú y en la Argentina por despegado de mi propia nacionalidad y enemigo de su espléndido aislamiento. Deslumbrado cada núcleo por sus preocupaciones inmediatas, atribuía a móviles locales la aspiración superior que debía favorecer a todos.
Cuando un diario me preguntó si era cierto que en Nueva York había juzgado con dureza a Panamá, contesté que siempre condené el movimiento separatista. Pero establecí que no debían contarme entre los que desdeñan y agravian a Panamá por su actitud. Todos cometieron errores en ese asunto. El Gobierno de Colombia, al descuidar la administración y el bienestar de la provincia. La provincia, al dejarse enredar en una aventura, sin calcular las prolongaciones. Y la América latina entera, al esquivar responsabilidades, abandonando a esa región a su suerte, como si fuese algo que no tiene lazo de continuidad con ella. Ni Panamá debe desligar su evolución de la del resto del Continente latino, ni la América nuestra podrá desinteresarse nunca de la suerte de Panamá; en el istmo está el eje de la rotación de un porvenir.
El ferrocarril que nos conduce de Colón a la capital, bordeando las estupendas construcciones que abren la comunicación entre los dos mares, es, desde luego, completamente norteamericano, como es norteamericana la zona del Canal, como son norteamericanos los hoteles y son norteamericanas las tropas y las banderas que dominan. Para el viajero que pasa, la República de Panamá es algo inexistente. También es verdad que el nuevo estado, además de ser minúsculo, se halla dividido en cuatro zonas sin comunicación entre ellas: la franja de tierra que linda con Colombia, la que es limítrofe con Costa Rica (separadas entre sí por la zona norteamericana, que va de océano a océano) y las ciudades de Panamá y Colón. Nadie concibe al ir del barco al hotel y del hotel al ferrocarril, sin oír más que el martilleo de la pronunciación inglesa, que se halla en un estado de origen español, en una república que tiene Parlamento, presidente y vida autónoma. Si nos detenemos para observar vemos que no hay ni puede haber en realidad más que un simulacro de gobierno, puesto que todo se halla en manos de la nación poderosa, puesto que todo tiene que respirar por ella y para ella. De aquí el asombro que se pinta en los semblantes así que se habla de oponerse al imperialismo. Los intereses se han subordinado de tal suerte, que la pequeña vida local, las supervivencias de la antigua provincia colombiana, lo que aún queda de lo que aspiró a ser república panameña, se extinguiría en un momento si los Estados Unidos se alejaran, porque todo emana de los dueños del Canal o converge hacia sus designios. Y, sin embargo, estas zonas empezaron a fructificar bajo el genio latino. En un cuartel, en una altura desde donde se domina el mar, hay una estatua del ingeniero francés Lucien Bonaparte Wise, promotor de las obras del Canal, que parece estar gritando al mundo el doloroso fracaso de lo que pudo cambiar la historia de América.
Los señores Obaldia, Amador y Huertas, al iniciar el separatismo, creyeron quizá sinceramente que del sometimiento a los Estados Unidos sacaría la región grandes ventajas. Imaginaron que la nueva entidad usufructuaría los beneficios del intercambio enorme a que daría lugar la nueva vía de comunicación. Pero con excepción del saneamiento de las poblaciones, la antigua provincia de Panamá no ha realizado sus esperanzas.
La prosperidad ha sido canalizada por el pueblo protector, sin dar margen a un florecimiento que beneficie realmente a los aborígenes. El señor Guillermo Andreve, ministro por entonces de Instrucción Pública, a quien hice la pregunta, no pudo contestar afirmativamente. En la escuela que me llevó a visitar, para mostrarme un exponente de los progresos locales, hallé en el aula una enorme bandera norteamericana. Allí estaba el símbolo de la situación. Los elementos asimilables de la juventud eran atraídos por la fuerza captadora, confirmando el carácter transitorio de la entidad política, destinada a fundir mañana sus componentes de raza blanca dentro de la masa dominadora, confinando a los demás en la situación subalterna del indio o del jamaicano. Porque la mayor habilidad del imperialismo en estas y otras regiones ha consistido en disgregar el núcleo primitivo, haciendo entrever a algunos la posibilidad de confundirse en el porvenir con el invasor.
El mantenimiento de un gobierno aparentemente autónomo es así un expediente paca graduar la era de transición, simplificando la administración de zonas sometidas, durante el tiempo que éstas tardan en clasificarse o subdividirse según los métodos del imperialismo. La existencia de un presidente, unas Cámaras y una bandera, no tienen dentro de la concepción práctica de los modernos conquistadores más que el alcance de una concesión oportuna y una fórmula para evitar responsabilidades. SÍ las finanzas, las relaciones exteriores y la suprema orientación en los asuntos de orden interno, están subordinadas a la voluntad del pueblo imperante, la esencia del colonialismo se realiza sin esfuerzo y sin desgaste en toda su virtud, dentro de un aparente respeto a las posibles susceptibilidades del lugar y a la opinión pública del mundo.
La flexibilidad de la acción exterior del imperialismo norteamericano y la diversidad de formas que adopta según las circunstancias, la composición étnica y el estado social de los pueblos sobre los cuales ejerce acción, es, desde el punto de vista puramente ideológico, uno de los fenómenos más significativos de este siglo. Nunca se ha desarrollado en la historia un empuje tan incontrarrestable y tan maravillosamente orquestado como el que vienen desarrollando los Estados Unidos sobre los pueblos que geográfica o políticamente están a su alcance en el sur del Continente o en el confín del mar. Roma aplicó sistemas uniformes. España se obstinó en jactancias y oropeles. Hasta en nuestros propios días, Inglaterra y Francia se esfuerzan por dominar más que por absorber. Sólo los Estados Unidos han sabido modificar el andamiaje de la expansión, de acuerdo con las indicaciones de la época, empleando tácticas diferentes para cada caso y desembarazándose de cuanto pueda ser impedimento o peso inútil para el logro de sus aspiraciones. Me refiero igualmente a los escrúpulos de ética, que en ciertos casos prohiben el empleo de determinados procedimientos, y a las consideraciones de orgullo, que suelen empujar en otros a las naciones más allá de sus conveniencias. El imperialismo norteamericano ha sabido dominar siempre sus repugnancias y sus nervios. Hasta el respeto a la bandera ha sido considerado por él, más que como una cuestión de amor propio, como un agente eficaz en la dominación. Unas veces' imperioso, otras suave, en ciertos casos aparentemente desinteresado, en otros implacable de avidez, con reflexión de ajedrecista que prevee todos los movimientos posibles, con visión vasta que abarca muchos siglos, mejor informado y más resuelto que nadie, sin arrebatos, sin olvidos, sin sensibilidades, sin miedos, desarrollando una acción mundial donde todo está previsto, el imperialismo norteamericano es el útil más perfecto de dominación que se ha conocido en las épocas.
Añadiendo a lo que llamaremos el legado científico de los imperialismos pasados, las iniciativas nacidas de su inspiración y del medio, la gran nación ha subvertido todos los principios en el orden político como ya los había metamorfoseado dentro del adelanto material Las mismas potencias europeas resultan ante la diplomacia norteamericana un espadín frente a una browning. En el orden de ideas que nos ocupa, Washington ha modificado todas las perspectivas. Los primeros conquistadores, de mentalidad primaria, se anexaban los habitantes en calidad de esclavos. Los que vinieron después se anexaron los territorios sin los habitantes. Los Estados Unidos, como ya lo hemos insinuado en precedentes capítulos, han inaugurado el sistema de anexarse las riquezas sin los habitantes y sin los territorios, desdeñando las apariencias para llegar al hueso de la dominación sin el peso muerto de extensiones que administrar y muchedumbres que dirigir. Poco les importa el juego interno de la vida de una colectividad, y menos aún la forma externa en que la dominación ha de ejercerse, siempre que el resultado ofrezca el máximum de influencia, beneficios y autoridad, y el mínimum de riesgos, compromisos o preocupaciones.
Así ha surgido una variedad infinita de formas y de matices en las zonas de influencia. Lejos de aplicar un cliché o de universalizar una receta, el imperialismo nuevo ha fundamentado un diagnóstico especial para cada caso, teniendo en cuenta la extensión de la zona, su ubicación geográfica, densidad de la población, origen, clasificación étnica dominante, grado de civilización, costumbres, vecindades, cuanto puede favorecer u obstaculizar la resistencia, cuanto debe aconsejar la asimilación o el alejamiento por afinidades o disidencias de raza, cuanto cabe inducir para las contingencias futuras. Las razones superiores de fuerza y de salud activa que encauzan la energía expansionista, velan, ante todo, por la pureza racial del núcleo y rechazan todo aporte que no coincida con él. Anexar pueblos es modificar la composición de la propia sangre, y el invasor, que no aspira a diluirse, sino a perpetuarse, evita cuanto pueda alterar o adormecer la superioridad que se atribuye.
El imperialismo hubiera podido, sin esfuerzo, duplicar o triplicar en los últimos años la extensión oficial de sus territorios, pero ha comprendido el peligro de añadir a su conjunto grandes masas de otro origen. La ocupación integral de pequeños territorios habitados por población blanca poco densa no ofrece dificultades; pero la conquista de vastas zonas de carácter refractario entraña peligros que no escapan a la perspicacia más elemental. De aquí la solución oportunista de reinar sin corona, bajo la sombra de otras banderas que el determinismo de las realidades acaba de hacer ilusorias.
La acción que se hace sentir en forma de presiones financieras, tutela internacional y fiscalización política, concede todas las ventajas sin riesgo alguno. Es en el desarrollo de esta táctica donde ha evidenciado el imperialismo la incomparable destreza que sus mismas víctimas admiran. En el orden financiero tiende a acaparar los mercados con exclusión de toda competencia, a erigirse en regulador de una producción, a la cual pone precio, y a inducir a las pequeñas naciones a contraer deudas que crean después conflictos, dan lugar a reclamaciones y preparan ingerencias propicias a la extensión de la soberanía virtual. En el orden exterior se erige en defensor de esos pueblos, obligando al mundo a adoptar su intervención para tratar con ellos y arrastrándolos en forma de satélites dentro de la curva de su rotación. En el orden interno propicia la difusión de cuanto acrece su prestigio, ayuda las ambiciones de los hombres que favorecen su influencia y obstaculizan toda irradiación divergente, cerrando el paso de una manera perentoria a cuantos, más avisados o más patriotas, tratan de mantener incólume la nacionalidad.
Es en esta última zona de acción donde mejor podemos observar la maestría del imperialismo. La sutil intrusión en los asuntos privativos de cada pueblo ha invocado siempre, como es clásico, la paz, el progreso, la civilización y la cultura; pero sus móviles, procedimientos y resultados han sido a menudo la completa negación de esas premisas.
Claro está que el punto de partida y la base para apoyar la palanca está en la interminable efervescencia política de nuestros pueblos. Pero el partido que se ha sacado de esta circunstancia es tan prodigioso, que parece inverosímil. Por la virtud del choque de los bandos, por el peso de la ambición de los hombres, aprovechando la inestabilidad de los gobiernos, en democracias levantiscas e impresionables, se ha creado dentro de cada país un poder superior, unas veces oculto, otras ostensible, que baraja, enreda, combina, teje y desteje los acontecimientos, propiciando las soluciones favorables para sus intereses. Aquí fomenta las tiranías, allá apoya las intentonas revolucionarías, erigiéndose siempre en conciliador o en arbitro, y empujando infatigablemente los acontecimientos hacía los dos fines que se propone: el primero, de orden moral, acrecentar la anarquía para fomentar el desprestigio del país, justificando intervenciones, y el segundo, de origen político, desembarazarse de los mandatarios reacios a la influencia dominadora, hasta encontrar el hombre débil, o de pocas luces, que por inexperiencia o apresuramiento será el auxiliar de la dominación.
Los ambiciosos saben que el ideal del imperialismo consiste en gobernar por manos ajenas, dentro de una prescindencia panorámica, y más de uno ha burlado esos cálculos haciéndose pequeño en la oposición para llegar con apoyo hasta el poder. Pero aun con la táctica de Sixto V, consintiendo primero para resistir más tarde, se contribuye al resultado doloroso, porque se abre la puerta a un escalonamiento de acciones análogas, que si no dan directamente al imperialismo lo que apetece, prolongan las efervescencia y el desorden, agotando las fuerzas nacionales y creando por su misma multiplicación endémica el ambiente propicio para que sea al fin irremediable la sumisión.
El mayor triunfo del sistema ha consistido en erigirse en factor de éxito dentro de nuestra propia vida. Fuente de recursos dentro de la pugna ciudadana, dispensador de reconocimientos dentro de la existencia oficial, ha empujado, no sólo a los impacientes, sino a los más incorruptibles y a los más íntegros, hasta los límites extremos de lo que se puede consentir sin abdicar. De esta suerte se ha ido creando subconscientemente, en los países "trabajados", un estado de espirita especial, que admite, dentro de las luchas ciudadanas, la colaboración de fuerzas que no nacen del propio medio y hace entrar en todo acto o propósito nacional una partícula de la vida y del interés extraño.
De aquí el fenómeno de que en un Continente sobre el cual pesa una presión extranjera sin precedentes en la historia, sean tan raros los hombres que se pronuncian abiertamente contra ella. Unos, porque aspiran ante todo al éxito; otros, porque imaginan ser hábiles disimulando su sentir; todos parecen tolerar o ignorar la fuerza secreta que se hace presente a todas horas. Nadie habla, salvo contadísimas excepciones, de inclinarse. Pero en la dosificación de las complacencias, hay un teclado para la maestría del invasor que apoya naturalmente sobre las notas más gratas a su oído, desplazando insensiblemente las octavas hacia el campo de su predilección. No digo que se abra así una especie de subasta para entregar el poder a quien más concede. La altivez de nuestros pueblos no lo consentiría. Pero no se ha presentado aun en nuestras repúblicas el caso de que un hombre sindicado como adversario del imperialismo llegue a la presidencia. Los mismos que se han elevado con el beneplácito de Washington, ruedan así que asoma una veleidad de resistir. El eje de la política no está ya, pues, entre los que atacan y los que se inclinan, sino en el grado de la inclinación y en la intensidad del acatamiento. Así se ha improvisado más de una vez la popularidad y el auge de figuras secundarias que no parecían hechas para gobernar pueblos. Y así han sido sacrificados buenos políticos, que constituían un peligro por su perspicacia y su capacidad. La divisa de Metternich en uno de los grandes momentos de Austria ("hay que ayudar en Francia las ambiciones de X, porque X es muy torpe y con él estamos tranquilos"), ha tenido aplicación más de una vez en la política americana. La malicia nativa, que suple a veces el talento, se ha encargado de hacer fracasar algunos de esos cálculos atrevidos. Pero la consigna general ha sido empujar a los menos capaces, más que por las concesiones que de ellos se pueden arrancar, por los errores que ellos solos cometen, sin incitación de nadie.
Los que se oponen a esa política, desde el gobierno, aunque sea en la forma más comedida y diplomática, ven surgir, según los casos, en la frontera o en las cercanías de las capitales, la nube hostil que en poco tiempo los barrerá de las alturas. Aunque la insurrección sólo cuente al principio con escasos partidarios, se inflará rápidamente, porque recibirá todos los elementos útiles, y aunque el gobierno disponga de fuerza y popularidad para dominar el desorden, nunca podrá conseguirlo, porque en último caso, argumentando la necesidad de defender propiedades o de impedir matanzas, intervendrán ministros y desembarcarán tropas extranjeras.
A pesar de los intereses divergentes de Francia, España e Inglaterra, el cuerpo diplomático en nuestros países es una serie de vagones de lujo encabezados por una locomotora que lleva bandera norteamericana. Por otra parte, el mundo sólo sabrá de las cosas de América lo que quieran decir los Estados Unidos, porque ellos son los que imponen a la opinión universal el dominio de sus cables. Abandonado por sus mismos partidarios, el mandatario que se obstine en resistir será bloqueado en sus abastecimientos, movimientos y palabras. Así se explica la rapidez de ciertas caídas, en países donde antes duraban las guerras civiles largos años, y así se comprende, aunque no se justifique, lo que podríamos llamar el terror oficial.
Más fulminante aún es el proceso cuando la resistencia nace de los particulares, sean éstos comerciantes, militares o escritores. Al soplo de un viento nuevo, las amistades se disgregan, las oportunidades se desvanecen, la atmósfera se rarifica. Nada asoma a la superficie, pero parece que un anatema cae sobre las cabezas. El comerciante ve limitado su crédito, el militar comprometida su carrera, el escritor disminuido su prestigio. Poco importa que antes de haber tomado posición en el asunto, el comerciante fuera solicitado por los Bancos, el militar ensalzado por su ciencia, el escritor respetado por sus obras. La simple enunciación de una idea divergente, cierra el paso al porvenir. Y menos mal cuando esta acción subterránea se limita a detener el crecimiento de una fuerza. Suele ocurrir que, por causas ocasionales, que nada tienen que ver aparentemente con la opinión vertida, el comerciante se arruina y va a la cárcel, el militar pierde su carrera y se expatría, el escritor es acusado de las peores bajezas. De aquí el revuelo oportunista de los que, arrebatados por la corriente, tratan de conciliar su patriotismo con Monroe.
La caída de Porfirio Díaz, Cipriano Castro y Santos Zelaya, el sacrificio de los Alfaro en el Ecuador, la muerte de Araujo en San Salvador, el ocaso de Miguel Gómez en Cuba, la inmolación del doctor Madríz en Nicaragua, las de Madero y Carranza en México, el fin trágico de Zeledón y Perdomo Herrera, hacen suponer a los timoratos que una extraña fatalidad persigue a cuantos ensayan, aunque sea en un solo momento de su actuación, una actitud de resistencia. El destino es, en cambio, propicio para los que como el señor Chamorro, en Nicaragua, cantan loas al panamericanismo. Acaso se ignora en Washington el grado de virulencia que alcanza esta obra en ciertas comarcas. Los intereses de algunas compañías financieras, que salen del marco en que se mueven los intereses de la nación o la iniciativa de agentes que van más allá de sus instrucciones, pueden exagerar los abusos. Pero en conjunto, todo obedece a una política deliberada. Las cosas se hallan dispuestas de tal suerte, que para los latinoamericanos la acción se hace difícil y el éxito imposible, siempre que no concurra a contemporizar con la influencia que apoya su mano de hierro sobre los intereses y sobre las consciencias, desarmando toda hostilidad. Y aquí nos encontramos ante la eterna pregunta: La responsabilidad final de la situación, ¿recae exclusivamente sobre el imperialismo, que en nuestro tiempo, como en todos los tiempos, extenderá sus ambiciones hasta donde les cierre el paso la resistencia de la atmósfera? ¿No alcanza la mayor culpa a los dirigentes nuestros, que ilustrados por catástrofes anteriores, aleccionados por situaciones análogas en otros países y otros siglos, puestos en guardia por voces que vienen de todas partes, no atinan a elevarse por encima de sus limitaciones para abarcar panoramas más vastos y alcanzar visiones más amplias?
Las faltas del imperialismo las conocemos todos, y nada ganaremos con repetirlas en tono airado. Lo que conviene poner en evidencia, son nuestros propios errores. No para crear discordia con ellos una vez más, sino para acabar con la discordia, reconstruyendo serenamente lo que han destruido las impetuosidades.
Mi visita al presidente de Panamá, don Belisario Porras, me permitió comprender el estado de espíritu de ciertos mandatarios. Yo no he creído nunca en la infidencia de nuestros hombres. Si han maniobrado en falso, ha sido, la mayor parte de las veces, por no saber reaccionar contra un empuje formidable. Los débiles destacamentos, aislados en la noche, capitularon más o menos abiertamente por falta de coordinación superior o por imposibilidad material de resistir. Pero esto, que puede salvar el honor del militar, no enaltece la previsión de los jefes, que no han sabido prever la gradual acción envolvente. En un siglo de operaciones, en una batalla que dura desde la independencia, se encuentran todavía nuestros conductores tan desamparados, y dan prueba de una incapacidad volitiva tan absoluta, que podría decirse que, lo que aún se halla a flote de la América latina, ha sido defendido hasta ahora, más que por los hombres, por la geografía, por la distancia» por el clima, por la acción irresponsable de la Naturaleza.
Con sincera llaneza, el señor Porras me explicó su punto de vista:
—La situación de Panamá es cada vez más difícil —me dijo—; mi gobierno no puede adquirir verdadera autoridad. Carezco de medios para hacer cumplir las decisiones. Encuentro dificultades hasta para armar convenientemente la Policía, víctima a menudo de atropellos incomprensibles. Gentes que vienen de la zona del Canal, golpean a mis agentes y regresan impunes al territorio norteamericano, después de cometer transgresiones a las leyes y a las ordenanzas municipales. Si mañana estallara en tierra panameña una insurrección política, yo no podría sofocarla sin que me autorizaran los Estados Unidos a equipar tropas y a trasladarlas de una zona a otra de nuestro país. . .
Mientras hablaba, el señor Porras se ajustaba los anteojos con cierta nerviosidad mal contenida. Cuando se refirió a lo que la América tropical esperaba de las naciones que, como Argentina, Chile y Brasil, encienden en el Sur un resplandor de esperanza, sus ojos sufrieron transiciones de optimismo:
—Si ustedes quisieran. . .
Yo tuve que excusar ante el hispanoamericano la sordidez de nuestra política, ocupada aún —le dije— en solidificar sus bases. No le escondí, sin embargo, que también en el Sur estábamos cometiendo el mayor de los errores: despreocuparnos de la suerte de los pueblos afines. Porque si la América de que hemos hablado hasta ahora lamenta ya sus faltas, la América incólume tendrá que expiar mañana las que está acumulando con su imprevisión y su localismo.
Hablando del separatismo de Panamá, el señor Porras tuvo una exclamación reveladora:
— ¡Sí nosotros hubiéramos sabido!
En ella asomaba la filosofía de toda la política centroamericana en los últimos años, la síntesis de la obra de tres generaciones de gobernantes. Después de tan repetidos errores, parecía una ironía la blanda exclamación: ¡Si nosotros hubiéramos sabido!
Era un secreto a voces que todos se repetían en el mundo, y sólo los presidentes y los ministros lo siguieron ignorando hasta que la enfermedad se convirtió en flagelo. Fue en la insuficiencia de los políticos y en su terca hostilidad hacia los que les advertían; fue en el ensimismamiento y la jactancia; fue en la avidez y en el desorden donde encontró el invasor sus auxiliares, y, sin embargo, ninguno entre tantos tuvo la noción de lo que estaba haciendo. En un siglo de locura imperialista se presentaron en América todos los síntomas del espíritu conquistador, todos los fenómenos precursores del naufragio, y los que llevaban el timón, los que eran responsables de la barca, no vieron la tempestad. Acaso por esas culpas tenga que decir mañana la historia: Hubo una vez una raza que poseía los territorios más hermosos de que haya sido dueña jamás raza alguna, con las tierras más fértiles, los ríos más caudalosos, los bosques más poblados, las minas más fabulosas, todas la zonas, todos los productos, en manos de hombres combativos e inteligentes que prolongan gloriosas civilizaciones, y por la desidia de los que mandaban, por el politiquerismo enfermizo, por las bajas pasiones, todo el tesoro incalculable, todas las esperanzas, todos los recuerdos fueron barridos y anulados por otra raza, hoy no queda de todo ello más que el recuerdo de un desastre irreparable, que no puede siquiera ser recordado por un momento, porque la leyenda tendría que ser escrita en lengua extranjera.
Cuando consideramos en conjunto la obra del imperialismo en América, no es posible defenderse de cierta admiración ante la amplitud del esfuerzo y la perspicacia de las concepciones. Nunca se vio en la historia tanta sutileza y tanto espíritu de prosecución. Claro está —repito— que desde el punto de vista hispanoamericano se trata de una política que todos debemos contribuir a contrarrestar. No somos pocos los que desde hace largos años escribimos y hablamos sin reposo en ese sentido. Pero para oponerse al avance, lo que más urge es alcanzar el conocimiento pleno de la verdad y abandonar las vanas declamaciones. Cada pueblo fuerte extiende su ambición hasta donde le alcanzan los brazos, y cada pueblo débil dura lo que dura su energía para defenderse. Al sacrificar las doctrinas para facilitar su grandeza presente y futura, la Nueva Roma cree cumplir con un deber, puesto que así prepara la dominación global para la cual se considera elegida. Al desarrollar su volumen y ponerse a cubierto de esos riesgos, la América latina preservaría su personalidad. La historia no tiene en cuenta las lamentaciones, sino los resultados. Y es en los resultados —no en las palabras, ni en las teorías— donde debemos tratar de estar a la altura de los acontecimientos.


Notas

[1] Al presentar al conferencista, el Prof. Fitz Gerald, en nombre de la Universidad de Columbia, pronunció un significativo discurso, del cual reproducimos este párrafo: "Columbia esteems herself peculiarly fortune in being able to offer her hospitality to the distinguished gentleman who is her guest this afternoon. A poet, prose-writer, orator, and publicist who is known and respected throughout South America and Europe, he has many claims upon our attention and upon our interest. Despite a spread opinion to the contrary, we of he United States have an special affection and admiration for an idealist, and on this ground more even than on those already mentioned, our guest compels our affectionate regard, for, at an age when many other young men are wasting their substance and their time, he is giving his substance and himself to the promulgation of an idea and the maintenance of an ideal."
[2] Este folleto se distribuyó a la entrada del local en que se dio la conferencia, y fue impreso en los talleres de Las Novedades, 26, City Hall Place, New York, en 1912, con el título de The Future of the Latin America.
[3] 22 de julio de 1912. 59 8 de julio de 1912.
[5] 10 de julio de 1912.
[6] 18 de agosto de 1912.
[7] El Argus de Albany decía en su número del 19 de julio: "A journey I nave just made through all Latin America countries "says señor Ugarte, convinces me that the blind restlesness and disquieture that besets our people is organizing and cristalizing into and alert and vigorous movement against the imperialism of the United States". True Democracy is not in sympathy with imperialism. There are hundreds of thousands of independents Republicans who do not sanction imperialism, and the only safe thing for them to do next november is to vote for the Democratic national ticket."
[8] La Estrella de Panamá, 24 agosto 1912.

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