martes, 30 de abril de 2013

EL SIGLO XIX Y EL RETROCESO DEL “SER NACIONAL”


por J.J.Hernandez Arregui

“Son los Estados Unidos quienes por
ignorancia o por malicia infundieron a
la obra de Bolívar y San Martín el virus
de los nacionalismos, ahogando el espíritu del
nacionalismo único, y al mismo tiempo
 dejando latente el germen de futuras
 disputas fronterizas con las cuales
 se aseguraba la debilidad de las Américas.”

BERENGUER


Con la caída del Imperio Español, América Ibérica entra en el vertiginoso proceso de su disención política y su retroceso cultural. La profecía del conde de Aranda sobre el crecimiento de Estados Unidos se cumple. Al producirse la emancipación, con el desarrollo manufacturero de Estados Unidos que no era más que el alargamiento de la revolución industrial en Inglaterra de los siglos xvii y xviii, se inicia la expansión del norte sobre el sur.
La unificación de Estados Unidos está lograda. Su potencia nacional frente a Europa —Inglaterra, Francia y Rusia— abre un nuevo frente en la América del Sur emancipada, en estado de guerras intestinas, de fracturación geográfica y de dispersión cultural. Esta dislocación del Imperio Español en América era beneficioso a Inglaterra y Estados Unidos, y ambas naciones avivan, de común acuerdo, la división, tanto para impedir la restauración del poder español, política ésta no desechada por la Santa Alianza, como por las tendencias expansionistas de Francia y Rusia que ya se insinuaban. Al margen de idealizaciones democráticas posteriores, difundidas por el propio imperialismo norteamericano, la política anticolonialista de Adams, en 1823, representa el creciente poderío mundial de Estados Unidos. El remate de la política de Adams, como una invariable de los fines norteamericanos, fue la Doctrina de Monroe.
Adams había señalado la conveniencia, para Estados Unidos, de que las diversas regiones latinoamericanas se organizasen mediante sistemas “tan diferentes y separados entre sí como sea posible” El proyecto no sería abandonado. Y se prolonga en nuestros días como una cuestión de espacio vital para Estados Unidos. En época de Adams, esa política coincidía también -y por eso fue viable— con la de Inglaterra en Europa, en particular frente a Francia. Suplantar a España en el orden mercantil era para Inglaterra una cuestión tan decisiva como para Estados Unidos, que en sus albores expansionistas ya maduraba la anexión de México y Cuba. Esta política de reparto, planeada por Inglaterra y Estados Unidos, implicó para la América latina un impedimento insuperable, y a tal coalición sucumbió.
Las tratativas de Adams y Canning, en 1820, documentan este acuerdo. Por su parte, la política reaccionaria de la Santa Alianza, favorable a una restauración de España, respondía tanto a intereses dinásticos como al temor del avance de las ideas republicanas y a la certidumbre de que el poder inexistente de España permitiría a las potencias interesadas, en especial a Francia, heredar las antiguas posesiones. América latina nace en una situación histórica enredada. En este paralelogramo de fuerzas quedó sellado, durante más de ciento cincuenta años, el destino del continente. Cualquier anexión territorial de parte de una potencia europea, de entrada fue contrarrestada por Inglaterra y Estados Unidos. Adams lo había declarado expresamente: “Todos los asuntos políticos a ellos referidos (los países hispanoamericanos) tienen relación directa con los derechos e intereses de Estados Unidos y no pueden ser dejados al arbitrio de las potencias europeas orientadas y dirigidas exclusivamente por los principios e intereses europeos”. En 1825, Henry Clay, había postulado tal política con relación a México, cuando exigía igualdad de trato comercial con Europa, y la extendía a Cuba y Colombia. Ya hablaba, en forma velada, de la anexión de Cuba con el pretexto del despotismo español: “En poder de España sus puertos están abiertos, sus cañones silenciosos e inofensivos, y su posesión garantizada por los mutuos celos e intereses de las potencias marítimas de Europa”. La hegemonía de Estados Unidos sobre la América latina mostraba sus fauces. En 1822, en acuerdo tácito con Inglaterra, el presidente Monroe reconoció la independencia de los nuevos países, y Canning le diría a Mr. Rush, embajador norteamericano: “¿No ha llegado el momento de que nuestros gobiernos puedan entenderse mutuamente en cuanto a las colonias hispanoamericanas?” La sugestión de Cannrng mereció el apoyo de Jefferson, al ser consultado por el presidente Monroe, en 1824: América Hispánica para los anglosajones. Tal fue el corolario de estas tratativas. En 1827, Gran Bretaña fomentó ocultamente el levantamiento de Cuba contra España a fin de convertir a la isla en zona protegida. Y por los mismos motivos que Estados Unidos se oponía a toda intervención europea colonizadora. La desunión territorial de los nuevos países aseguraba, por otra parte, la pacífica explotación de los mismos, bajo la bandera farisaica de la libertad contra el despotismo. Se ha dicho que esta política fue inspirada por Canning. Y más de un siglo después, el presidente Roosevelt, lo confirmaría: “Ya hace 117 años que nuestro gobierno proclamó la Doctrina de Monroe como medida de defensa frente a la amenaza que se cernía sobre América por una alianza entre ciertas naciones de la Europa continental. Desde aquella fecha hemos montado guardia en el Atlántico con nuestros vecinos los ingleses”.
No se trataba de una lucha por la libertad. Bolívar lo había presentido. Razones geopolíticas alimentarían hasta su pleno enseñoramiento en el siglo xx, esta voluntad imperial norteamericana. Y puede asegurarse que la soberanía de Estados Unidos ayer —y hoy más que nunca— descansó y descansa sobre la anulación nacional de la América latina.[1]

La Doctrina Monroe

La llave de este dominio fue la doctrina de Monroe. América latina, en su conjunto, fue interdicta del mundo como parte de la política aislacionista de Estados Unidos. Esta política del imperialismo, legalizada por la violencia, dio formas jurídicas a los hechos consumados, como lo probarían las agresiones a Panamá, Cuba, Haití; Nicaragua, etc. Con distintos títulos, la Doctrina Monroe funcionó como “política del garrote”, “diplomacia del dólar”, “política del buen vecino” o “alianza para el progreso”. Desde 1823, es el centro regulador que orienta, con variaciones ortográficas, una misma política real. Charles Evans Hughes la definió como “una política que sirve de pretexto para expandirse sobre las repúblicas del sur”. En 1844, se justificó con sus principios, la anexión de Texas. En otros casos, se ha acomodado a tácticas más flexibles, pero no menos absorbentes. La Doctrina Monroe ha sido el camouflage jurídico de la escuadra norteamericana. Sus fundamentos fueron expuestos en el Senado de la Unión: “Cuando un puerto u otro lugar cualquiera del continente americano está de tal manera situado que su ocupación, por tanto, amenaza la seguridad de Estados Unidos, este gobierno no podría ver, sin grave preocupación, la ocupación de tal puerto por una corporación no americana que pudiera dar al gobierno de tal corporación completo dominio. La segunda poderosa razón en favor de esta doctrina es que las grandes combinaciones capitalistas de este país, que buscan campos de explotación en los países pequeños del Caribe, requiere paz y orden y una consideración favorable para poder ejercer sus negocios en estas tierras”. Así fue incorporada por la extorsión o la violencia, la América latina a la defensa militar de Estados Unidos como garantía de su estabilidad económica y social y a costa del atraso de veinte repúblicas. Knox lo resumió sin tapujos: “La Doctrina Monroe no es un compromiso internacional, es una política de Estados Unidos que este país aplica cuando la juzga conveniente sin pedir permiso a nadie”.
Tiene carácter simbólico que la agresión a Panamá se ejecutase en la tierra elegida por Bolívar para debatir la idea de una gran federación de las repúblicas hermanas separadas de España. Y se entiende que Inglaterra, terminada la emancipación, viese en la Doctrina Monroe su propia línea defensiva comercial en América, pues todavía Estados Unidos no podía oponerse a este valimiento de Inglaterra, con el cual, por otra parte, coincidía ante los acechos colonialistas de otras potencias europeas. Inglaterra, a través de Estados Unidos, sin mostrar la cara, establecía un cordón de seguridad frente a sus competidores continentales. El Tratado de Clayton-Bulwer dio vigencia legal al entendimiento anglo-yanqui sobre Latinoamérica. De ahí el error de Bolívar cuando, para neutralizar a Estados Unidos, acarició la idea de poner a América bajo la protección inglesa. Pensaba que América le serviría como de un “opulento dominio de comercio” y “los ingleses se considerarían iguales a los ciudadanos de América”. Pero Inglaterra estaba tan interesada en la fragmentación de América Española como Estados Unidos. Bolívar no comprendió que la derrota de España era la de América, y la ruina de ambas, en tanto que para Inglaterra, España y América eran una misma nación, desde el punto de vista inglés y continental. El monroísmo fue la política doble, pactada en la base, del poder angloamericano, una máscara bifronte con sus dos caras diplomáticas bien articuladas, del mismo modo que el pluralismo hispanoamericano fue el árbol con su hojas dispersadas por el descalabro final de España y el vendaval de la independencia.

Continuidad de la Doctrina Monroe

A medida que avanza el siglo xx, la intervención yanqui, cada vez mas desembozada, culmina en la “dollar diplomacy”, inaugurada a principios de la centuria por Knox, con el sacrificio de Panamá y Nicaragua. En 1909 controlaba Estados Unidos el 75 % del comercio exterior de México. Ya hablan sido anexadas, en 1845, Nueva México, Texas y California. El presidente Hayes expresó el interés de su país sobre el Canal de Panamá con las siguientes palabras: “La política de Estados Unidos exigía un canal bajo la inspección americana y tal inspección no podrá ser cedida por los estados centroamericanos a la inspección de una potencia europea, ni a una reunión de potencias europeas”. América Central asiste entonces, bajo la diplomacia yanqui, a las corrientes separatistas de sus minúsculas repúblicas, pero la tendencia a la unión no se desvaneció nunca. Esta idea viva desde la separación de España, se concretó durante una década, entre 1824 y 1837. Frustrada, se reactualiza en 1876 En 1917, los países centroamericanos vuelven sobre ella y la revoca el poderoso vecino del norte con el chantaje, la extorsión diplomática y el soborno de las mezquinas oligarquías agrarias que neutralizan la voluntad de los pueblos centroamericanos expuesta por hombres como Martínez Rojas, quien proponía la necesidad de “una federación internacional como único medio de escapar a la dominación extranjera”. O como Hostos, que pensaba la idea más chica, pues en su época la unidad de la América latina parecía definitivamente irrealizable, de una federación antillana. Y hablaba de esas tierras como “fragmentos de Patria”.
No sólo Centroamérica entró en la órbita de Estados Unidos. El presidente Jefferson había establecido hasta dónde llegaba el espíritu de la Doctrina Monroe: “Confieso con candor —dice con cínica insolencia—, que siempre he mirado a Cuba corno una adición muy interesante que podría hacerse a nuestro sistema de estados. El dominio que con la punta de la Florida, nos daría aquella isla sobre el golfo de México y los países e itsmos de sus riberas, así como todas las aguas que se derraman sobre él, colmaría la medida de nuestro bienestar político”. El presidente Roosevelt erigió la doctrina en “la política nacional de Estados Unidos”, como la llamara Robert Lasing, con la intervención directa en los asuntos internos de las repúblicas latinoamericanas. Ya no se guardan los modales, y se da realidad a las palabras sin trastiendas mentales de Onley, secretario de Estado, con motivo del diferendo sobre la Guayana en 1896, entre Venezuela e Inglaterra: “Los Estados de la América del Sur, como asimismo los del norte son, por afinidad geográfica, simpatía natural y semejanza de las instituciones, los amigos y los aliados comerciales de Estados Unidos. Hoy día, Estados Unidos es de hecho más poderoso que aquéllos en el continente y sus decisiones tienen fuerza de ley en aquellas materias a las cuales consagran su intervención. Existe, por tanto, una doctrina de derecho público y americano bien fundada en sus principios y plenamente sancionada por sus precedentes que otorga a Estados Unidos el derecho de considerar como una injuria todo acto por el cual una potencia europea asuma un control político sobre un Estado americano”. Así, junto con el retroceso de Inglaterra en América bajo el envión del rudo gigante apoyado en sí mismo, caía hecho trizas uno de los supuestos del Congreso de Panamá de 1826, inspirado por Bolívar: “mantener defensiva y ofensivamente, si era necesario, la soberanía, la independencia y la integridad territorial de todas y cada una de las Repúblicas contra todo intento de dominación extranjera”.

La ética del capitalismo

La política de Estados Unidos en la América latina se torna más rotunda a fines del siglo pasado y a lo largo del presente. En 1888 el general Grant, cuando pone en marcha la penetración económica en la cuenca amazónica, al exigir la libre navegación, decreta con el lenguaje desafiante de la fuerza, la voluntad política del imperialismo yanqui: “y sea como sea, hemos de tener café, azúcar y caucho”. El azúcar determinó el eclipse del último reducto español en América: Cuba. La enmienda Platt, que habría de contribuir, con el tiempo, a la creciente conciencia antinorteamericana de estos países, es la prueba extremosa del desprecio hacia la América latina, la más descarada confirmación de la política imperialista: El gobierno de Cuba consiente que Estados Unidos pueda ejercitar el derecho de intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un gobierno adecuado para la protección de vidas, libertad y propiedad individual, y para cumplir las obligaciones que, con respecto a Cuba, han sido impuestas a Estados Unidos por el Tratado de París, y que deben ser ahora asumidas y cumplidas por el gobierno de Cuba”. El artículo 4 exige la validez de los actos del gobierno de Estados Unidos realizados durante la ocupación militar y por el 7º impone la obligación a Cuba de vender las tierras necesarias para bases militares y navales. Además, Estados Unidos exigía la inclusión de estas cláusulas en la Constitución Nacional de Cuba. América latina fue colonizada, con el desplazamiento, ya en el siglo xix, del predominio británico que conservó la Argentina y Uruguay, e intereses menores en otras regiones, como Venezuela. Pero también en estas zonas australes del hemisferio, el imperialismo yanqui hizo substanciales progresos. Este avance de pólipo, esparcido tentacularmente por el globo terráqueo, y que designa el periodo culminante de la curva de crecimiento del capitalismo como sistema histórico mundial de poder, no sólo fue un hecho económico. El predominio material de Estados Unidos se acompañó de la autonomía nacional. Los préstamos de Europa, a diferencia de lo que aconteció con la América latina, cuya dependencia material aparejó la penumbra histórica, allá se reencarnan con luz cultural propia.
Un fuerte individualismo, unido a una religiosidad puritana que enmascara en su silencio ascético una violenta voluntad de poderío, educa a las generaciones norteamericanas. Emerson es su arquetipo. La toma de conciencia frente a Europa, la confianza en el destino nacional, signa la independencia cultural de Estados Unidos y nimba con un resplandor frío y vasto su dominio material. Es una filosofía optimista, afirmada en la tierra, en el “confía en ti” del mismo Emerson. Un sistema de ética, donde el tiempo —el oro— se convierte en supremo valor de utilidad. Es la moral del capitalismo que continúa, en otra etapa del desarrollo de la ciencia y en otro paisaje histórico, a Benjamín Franklin. La ética contante y sonante del interés bancario disfrazada de idealismo práctico, que en el punto de partida corrompe a Kant, se afirma en la gran tradición del empirismo inglés y en el evolucionismo darwiniano, y se hiela, por último, en el utilitarismo de Benthan y Adam Smith. Una ética que se pulsa a sí misma en la acción, sancionada y deseada por Dios, que derrama sus dones sobre el mundo opulento y gratifica el éxito en los negocios como una meta final de la Creación. “Felizmente para nosotros —dirá Emerson—, desde que la navegación a vapor convirtió el Atlántico en un lago y el vigoroso Oeste abrió sus brazos a otras razas europeas, ha surgido otro elemento que contribuye a perfeccionar el tipo y el genio nacional. La mente americana no necesita por más tiempo de tutores. Sonó la hora de las sentimentalidades del pasado. Ni Grecia, ni Roma, ni las tres unidades de Aristóteles, ni la Universidad de la Sorbona tienen por qué imponernos la ley en el futuro”. Es la respuesta espiritual a la realidad monetaria proliferante en que tal filosofía crece como contratapa mental de una nación en ruta hacia el dominio mundial. Esta filosofía ufana y contable, alcanzará su matiz más infantil, pero que refleja también el empinamiento del pueblo norteamericano, en Samuel Smiles, que no sólo es un pensador mediocre, sino el símbolo mismo de la mediocre y titánica grandeza del capitalismo. Una ética que rige desde entonces la existencia de Estados Unidos y que autoriza, en nombre del destino nacional, todas las acciones.
El esclavista Rubén Davis, resumía la esencia brutal y contundente de esta filosofía de la acción: “Para los industriales todos los medios son buenos a fin de consolidar sus intereses, y todas las combinaciones políticas tendientes a la protección legislativa quedan santificadas en nombre de la grandeza del país... ¡El hipócrita furor contra la esclavitud es un mal disimulado subterfugio!”[2] Y Lincoln aceptaba, sin inmutarse, la crítica de Davis: “Mi fin primordial es salvar a la Unión y no el de servir u hostilizar la esclavitud. Si puedo salvar a la Unión sin libertar a un solo esclavo, así lo haré, y si debo salvar a la Unión libertando a unos y dejando a otros en servidumbre, lo haré igualmente”. Lo que estaba en juego era la ampliación del mercado interno y el desalojo de los últimos restos competitivos de las manufacturas extranjeras, particularmente las telas inglesas, cuyas materias primas proveían los Estados esclavistas algodoneros del sur. Lograda la unión nacional, Gran Bretaña buscaría otras zonas del planeta para sus hilanderías. Y de las más importantes fue la Argentina.
Todo el pensamiento norteamericano es una ancha filosofía de la actividad y su raíz histórica es auténtica. Jamás las tendencias filosóficas contrarias se impusieron. El evolucionismo de los comienzos alimenta los sistemas de pensamiento específicamente norteamericanos, del pragmatismo, el instrumentalismo, etc., con poderosos pensadores como Sanders Pierce, William James, Ward, John Dewey, etc Toda nación independiente crea su filosofía independiente. Y en la práctica, no en las bibliotecas polvorientas, bebió la filosofía norteamericana de la vida su moral efectiva, que puede resumirse, despojada tal filosofía de su lenguaje helado, en el epitafio ordenado por André Carnegie para su tumba: “Aquí yace el hombre que tuvo el talento de hacerse rodear por hombres más inteligentes que él”.
Se ha dicho ya que esta filosofía utilitaria —en realidad un materialismo inconsecuente que no osa decir su nombre— no permitió el predominio de las tendencias contrarias del espiritualismo filosófico. Y no por falta de aptitudes para la filosofía, ya que Estados Unidos ha dado grandes filósofos que han influido en el pensamiento europeo, sino porque la filosofía es también un hecho histórico condicionado, no una actividad libre del espíritu. Whitman, el cantor polifónico de este alto momento de la plétora nacional norteamericana, sintetizará la concepción individualista del mundo que le fue coetánea:
Yo oigo y veo a Dios en todas las cosas, pero no lo comprendo
como no comprendo que haya nada en el mundo más admirable que yo.
No es esta la mera salida de un poeta de genio. Es el espíritu norteamericano de la época de Whitman, que hoy, en su decadencia, repite lo mismo, aunque en la forma prosaica conque A. G. Keller ha expuesto la personalidad básica del norteamericano: “Los convencionalismos sociales en Estados Unidos no permiten decir a un ciudadano: ‘Yo soy el mejor individuo del mundo’, pero admiten la siguiente afirmación: ‘La nación norteamericana es la mejor nación del mundo, y yo soy norteamericano’”. Es, como se ve, el espíritu iluminado de Whitman, transmitido a la opacidad de las pequeñas criaturas. Es en su declive final el “american way of life” de hoy, que otro buen observador, Arthur Compton, pone en boca de un yanqui tipo: “Ayer se casó mi hijo con una mujer, un auto y una radio: ¿qué mas necesita un hombre?»

América latina y su retroceso

Hispanoamérica tiene una sola edad y sus grandes acontecimientos históricos son sincrónicos. El arribo al primer plano mundial de Estados Unidos, con su cono geopolítico de reclinamiento en las repúblicas del sur, es al mismo tiempo el descenso a la vida histórica macilenta, que se da en todas ellas en forma parecida. Entre 1814, fecha de la primera constitución mejicana y la segunda mitad del siglo XIX, se dictan en la América latina las constituciones más liberales del mundo. Ningún período fue más inestable. Todas esas constituciones, copiadas del modelo norteamericano, fracasaron por carecer de bases reales en la economía de estos países, que pasaron a ser las despensas de Estados Unidos y Europa. Visto el período constitucional como un proceso, no es más que el descuajamiento de todo un continente de sus antiguas formas de existencia. Los velos jurídicos de las constituciones encuadraron el mando social de las oligarquías pro imperialistas sobre las masas. A pesar de esas constituciones, la esclavitud subsistió hasta las últimas décadas del siglo xix, en Brasil, Puerto Rico, Cuba y, en forma disimulada, en casi todo el resto de la América latina.
Es México, el país azteca de mayor relieve iberoamericano y el más lesionado por la cercanía de Estados Unidos, el que inicia, a principios de este siglo, la resistencia a la Doctrina Monroe. Pero estas tentativas épicas no lograron realizarse, aunque para siempre quedarán, como antecedentes de la gloriosa revolución iberoamericana.
La dependencia de la América latina acarreó el deslustre cultural. Las generaciones pensantes, posteriores a 1810, pertenecen a las clases altas, y el fenómeno se da en toda la América emancipada. América Hispánica, desde la conquista, hasta el siglo xviii, es americana bajo moldes españoles. Su literatura es homogénea, acorde con la estabilidad de la vida colonial, y parte diversa de un todo que es la literatura española. Ya en los comienzos, las creaciones literarias de los españoles aparecen tocadas por la vara mágica del enceguecimiento cultural que América les produce. Hernán Cortés queda fascinado y cohibido por el impacto de la civilización azteca. Bernal Díaz del Castillo, contemporáneo de Cortés, recogerá la impresión: “Todos nos quedamos asombrados y dijimos que estas torres, templos, lagos, se parecían a los encantamientos de que habla Amadís”. Este pasmo ante un universo magnífico en, hombres renacentistas europeos, es el alba que impone América a quien la enfrenta por primera vez, y no cesará de actuar, ni aún en los períodos marchitos del acatamiento a Europa como un faro inapagable. Todo el siglo xvi evidencia esta unidad temática, en el teatro que es colectivo y religioso, y en el estilo global, donde medioevo y renacimiento se enraízan en un monograma barroco, a veces rudo y tal vez confuso, como la Catedral de Córdoba, pero de pleno contenido americano.
A fines del siglo XVIII, con la decadencia de España, se inicia la artística. La influencia francesa irrumpe en las capas letradas. El neoclasicismo suplanta al potente ultra barroco hispano-indígena. Es la época en que Jorge Juan y Antonio de Ulloa hacen la crítica de un orden social agarrotado en el estatismo de las clases dominantes, en la teología, en el monopolio de la metrópoli y en la explotación de los indios. Ningún escritor surge en esta pausa agonizante del poder español en América. Es España la que está moribunda. Se acerca la emancipación y se anuncia el romanticismo que, bajo el auge del liberalismo, pronto ha de entumir a la literatura hispanoamericana en su totalidad.

El liberalismo romántico

Contemporáneas de las guerras de la independencia, las expresiones literarias, como se percibe en los escritos de Bolívar, no están separadas del pasado que es todavía presente cultural. Pero al afirmarse las oligarquías criollas, los ímpetus de libertad pasarán a las masas, en tanto América libre se convierte en un tanda de países esclavos de esa libertad que ha venido de afuera. Rutila, empero, el sentir hispanoamericano en hombres como Andrés Bello, monárquico, liberal —igual que Bolívar—, conservador social, pero que pide un arte independiente de Europa y la unidad de la América Hispánica que lo lleva a combatir el afrancesamiento de los escritores de su tiempo. La emancipación —contra lo que se ha sostenido— no trajo una renovación literaria. Las hormas siguieron españolas, pero es una poesía intercalada entre el neoclasicismo y el romanticismo famélico. Poesía culta, sin méritos, en ella relumbra a veces lo americano, la perennidad muda del abismo indígena, como en Fermín Todo:

Cada signo es un misterio
un problema cada ruina.

Afrancesados sin talento, imitan a escritores pasatistas, ni siquiera geniales, Cousin, Nisard, Villemain, Quinnet. Las oligarquías de la tierra, por su misma futesa, aceptan este romanticismo. Ningún período más inauténtico que éste, más deportado de la patria americana. Ni aún en México el romanticismo se dio con naturalidad. Los pocos poetas, en la Argentina, que quedan de la etapa final, son los que de algun modo rozan el tema popular, como Ascasubi o Del Campo. Y con tamaño propio José Hernández, que no pertenece a ninguna escuela europea, sino a la tradición de los payadores del pueblo. El brote romántico de la primera época es una erupción de subjetividad errante, fuera del medio, una manida adaptación de las formas sin su frenesí interior. En Europa, el romanticismo es una floresta tupida y umbrosa. De tendencia conservadora en tanto reacción a la Revolución Francesa —particularmente en Alemania, pues en Francia se liga a las tradiciones de 1789—, fue revolucionario en la consideración de la historia, en el sondeo del pasado y las tradiciones colectivas del pueblo y el arte nacional. En América, nada más que ocre lirismo, pasatiempo bajo los candelabros de los salones literarios. Pero la tierra es más obstinada que las generaciones literarias. Ya en los confines, América vuelve vagamente, en la sensación culposa de un alejamiento de las fuentes, y se expresa, en tanto exigencia del espíritu americano desviado por Europa, como desencanto y esperanza, como barrunto de una estafa a la que se asocia todavía una fe nubosa en el porvenir. No es por azar que este período de transición apareje una recreación de la lengua española, con Juan Montalvo, Sanín Cano, etc. La América desatendida reaparece en el descubrimiento del paisaje y el apego a las civilizaciones precolombinas. El peruano Ricardo Palma es, quizá, el único escritor que vira al pasado con sentido verdaderamente romántico de la historia y reverencia por las tradiciones nacionales. En Palma afloran los vahos indígenas de la civilización peruana, las costumbres españolas, la delimitación de un ámbito autónomo, la conciencia del espíritu creador de lo colectivo, todo ello bajo la etiqueta filosófica, como añadida, de un escepticismo liberal, expuesto, no obstante, en un castellano americanizado que incorpora al acervo lingüístico las voces creadas por el pueblo. América no está yerma en Ricardo Palma. La misma originalidad de Eugenio Hostos, portorriqueño, que atrajo la atención de España, es también hispanoamericana, aposentada en el territorio nocturno y lunar del universo originario. De Sarmiento ya se ha hablado.[3]
Rivas Argüello, en las primeras décadas del siglo xix, había denunciado el carácter imitativo del romanticismo en América: “De suerte que los románticos peruanos se hicieron reflejos de reflejos, ecos de ecos, y ha de confesarse que su predilección por los poetas españoles, por lo demás muy natural y explicable, los perjudicó, porque los distrajo de beber en fuentes más frescas y puras”. En efecto, cuando las capas letradas españolas se afrancesaban, luego de la invasión napoleónica, aquí, ese estado de ánimo refluía con toga española, como una deshumanización de España. En América, el romanticismo no fue una pasión, sino tendencia razonante y marmórea, con rezagos políticos del enciclopedismo francés. Los prosistas mejores de América y los únicos que quedan, son de estilo hispanizante, no afrancesado. El hecho no requiere explicación. Montalvo, Sarmiento, Palma, Martí, Darío, pese al afrancesamiento mental del que los acusara con justicia Juan Valera, son americanos, en tanto no han cortado las amarras estéticas con el acervo español más antiguo donde vive el idioma.

Oligarquía y positivismo

En la segunda mitad del siglo xix, batidas las resistencias populares de los caudillos, la oligarquías criollas organizan su poder. Dependientes de Europa en el orden de las exportaciones importan productos manufacturados y mentales. El positivismo, que arriba como filosofía de ultramar, a diferencia de Europa en donde había nacido, fue un anexo sin raíces culturales en el medio. En Europa, en cambio, el positivismo fue la repulsa contra el bacanal especulativo del romanticismo y el idealismo filosóficos. Una filosofía de los hechos, con su fecunda tendencia a las ciencias naturales que asisten a un desarrollo, único hasta entonces en la historia humana, asociado a la fe ciega en el progreso de la técnica y en las probabilidades del capitalismo. Europa, en esta filosofía, contempla su retrato. Comte, Spencer, Stuart Mill, Littré exponen sistematizada la confianza de la burguesía en su propio impulso transformador de la naturaleza, y lo epilogan con aquella idea cosmopolita de la ciencia, revés ideal de la internacionalización real del poderío financiero de esa burguesía europea, ya en el portal del pillaje sobre las colonias, con su aditamento, la creencia en el progreso rectilíneo de la humanidad, que es, a su vez, el casco incoloro de la arremetida capitalista frontal sobre el mundo. El positivismo —forma degradada del racionalismo y a la vez un materialismo avergonzado—, a pesar de su escasez, mana de una genuina tradición europea. Incluso, guarda todavía los aires revolucionarios, ya otoñales, de una clase encopetada en sí misma, cuya árida inteligencia capitalista está remodelando el planeta en medio de portentosos avances tecnológicos. En Estados Unidos, donde esta filosofía ingresa con las modificaciones señaladas, significó un espoleo. Las ideas de evolución, ciencia, progreso, educación técnica, culto de los hechos y desdén hacia la metafísica, se compaginan con ese juvenil aplomo de una nación, que a sí misma se concibe, “sub specie aeternitatis”, conclusión espléndida de un mundo enancado sobre la libre iniciativa, la propiedad privada y la competencia monopólica.
En este siglo xix de tan hondas y sorprendentes transformaciones, el positivismo reflejó la pueril euforia del capitalismo. La fe en la ciencia era la de la burguesía en su propia pujanza material: “Pero así como no se juzga a un individuo por la idea que tiene de sí mismo, tampoco puede juzgarse a una época de trastorno por la conciencia que tenga de sí misma” (MARX). Es en la filosofía donde se refleja esa conciencia deformada de las épocas históricas. Esa fe positivista, pronto experimentaría los sacudimientos sísmicos de las luchas sociales del proletariado con la bandera roja flameando en las barricadas de París. El positivismo es la última filosofía europea que acoge el optimismo histórico de la burguesía como clase directora pronto controvertido en pesimismo cultural.
Después de 1850, como siempre en mora, el positivismo entra en la América latina. El positivismo en América fue una ilusión y un anacronismo. Mal podía en estas tierras, mercados de materias primas, fructificar el saber especializado, que es consecuencia del desarrollo técnico y de la transformación real de la naturaleza, y no del atraso material, por ende cultural, que hace de séquito a toda economía colonial. El positivismo, aquí, dio una mentalidad generalizadora, ajena a las particularidades de América, algo enteramente trivial, en suma, fraseología cientifista sin relación con una economía aletargada. En otro sentido, el positivismo, en tanto espejismo de pertenecer a Europa, fue una despersonalización espiritual, un atenuamiento de lo autóctono que siguió alentando con un jadeo profundo en las capas populares impasibles a la penetración extranjera.
Las oligarquías favorecieron la introducción del positivismo que sentó sus reales en las ciudades y en la mentalidad de las capas medias y letradas, a través, sobre todo, de la Universidad. El resultado fue un neoescolasticismo con nomenclaturas científicas modernas en lugar de las secas clasificaciones aristotélicas, un repertorio de nociones generales, un repaso y sermoneo mecánico de conocimientos abstractos, en un medio, donde la ciencia no podía fructificar independiente de la estructura social del coloniaje. Las ideas políticas de esa generación positivista se cuajaron en formas constitucionales sin conexión con la historia de América hispánica. Fue una tramoya donde el matonismo electoral de las oligarquías se dio del brazo con declamaciones universalistas sobre la ciencia y el porvenir de estos países jóvenes.
Un porvenir clausurado de antemano por la organización tecnológica y social del atraso. En este entreacto, puede seguirse, paso a paso, el retroceso de la cultura hispanoamericana y el reinado petulante de la cultura europea en las clases altas y medias. Tal hecho cultural debe interpretarse como el efecto de la distorsión geográfica y política de la América latina, ya inserta, a fines del siglo xix, en el círculo de hierro de la dominación imperialista.
En las constituciones liberales que las oligarquías adunadas a Europa dictan, prevalecen las cláusulas de increíbles favoritismos a los capitales extranjeros y sus nacionales, en tanto se remacha la opresión de las masas nativas. Aquí la inmigración fue sagrada, a diferencia de Estados Unidos, un país también de inmigración, pero que reguló resueltamente por la ley a los inmigrantes doblegándolos a la cultura nacional. A las Universidades tocóles trasmitir ese ideal de vida de la oligarquía positivista a las clases medias con acceso a la cultura, particularmente a los hijos de los inmigrantes. Este positivismo, sin embargo, cumplió una doble función. De un costado, desmoronó las columnas aún en pie de la antigua cultura eclesiástica y, en tal sentido, fue un soplo renovador, más por el otro, en nada contribuyó al progreso que pregonaba, dado el cada vez más estrecho enfeudamiento de las oligarquías de la tierra. El positivismo fue la despintada escenografía filosófica de América dentro del dominio europeo y norteamericano, asentado durante el siglo xix en el entrampamiento material y espiritual de las colonias. Una imitación de la vida del espíritu.
Pronto los intelectuales de esa generación liberal y positivista —que son términos canjeables entre si— abrazaron las corrientes contrarias, también europeas, del espiritualismo filosófico, que tampoco logró explicitación rigurosa, quedando esta reacción antipositivista en el terreno intermedio de la literatura y la metafísica, en el que débilmente asoma, a veces, el requisito de una vuelta a la realidad hispanoamericana.
Todo ordenamiento cultural es el congelamiento pedagógico de los valores y privilegios de la clase educadora dominante, y este liberalismo colonial puede resumirse, como límite ideal del progresismo de las oligarquías latinoamericanas, en el pensamiento de Bartolomé Mitre: “Pido solamente, al terminar mis tareas, dejar al país con doce millones de rentas, con treinta mil inmigrantes, con quinientas millas de ferrocarril, gozando de paz y prosperidad, y quedaré satisfecho como ahora lo estoy, al brindar por el fecundo consorcio del capital inglés y del comercio británico”.

Oligarquía y desarraigo

Estas palabras de Mitre compendian la filosofía del positivismo liberal en su estilo colonial. Todo es traspasado a capitales extranjeros. La cultura no eludió las causas históricas determinantes. Es un siglo de imitación, en arquitectura, en literatura, en filosofía, en música, teatro. Una especie de turbación ante la tierra prohíbe toda expresión vernácula que recuerde el pasado cercano. Las clases agrarias se incrustan como una anomalía en la cultura europea. Esta aristocracia de la tierra, descuajada de las antiguas tradiciones, plasma su soledad cultural en la arquitectura de sus mansiones sobrecargadas y grises, donde bajo el peso aéreo de los ornamentos franceses del estilo se aglomeran antigüedades de ultramar, tapices orientales, gobelinos dorados, cuadros famosos, escalinatas de mármol italiano recamadas en bronce y que en conjunto, con detalles rococó, dan forma adulterina a ese barroco monstruoso, opalino, sin vida, de las clases advenedizas de la cultura. Un observador insospechable, Sir David Kelly, ex embajador inglés en la Argentina, relata en sus memorias la impresión que en las primeras décadas de este siglo le causó la oligarquía argentina, “al encontrarse de pronto en esta rica sociedad que prácticamente no poseía interés por el arte y la literatura, y que se inspiraba, en parte, en la tradición española, y en parte, en la plutocrática sociedad del barrio Etoile, de Paris, fue una experiencia que me dejó perplejo. Nunca pude acostumbrarme a su brillo artificial y a su falta de realidad”. Es el mismo embajador, que en su condición de tal, refiere que “en varias oportunidades facilitó textos para los editoriales de La Nación y La Prensa”. A fines del siglo xix este ideal de vida comienza a agrietarse. Es en las capas intelectuales donde se insinúan los síntomas. Un desencanto inubicado invade los espíritus. Vacila la fe en el progreso y su prosperidad de factoría. La crisis de 1890 es una campanada en la paz virgiliana de la oligarquía. Las primeras voces, apocadas todavía, dudan de América como tierra prometida. Y es que los escritores son partes de la clase gobernante: “Constituyen los pensadores de la misma, sus ideólogos activos, creadores, que obtienen su principal medio de existencia de la fabricación de ilusiones de la clase sobre sí misma, mientras que los otros (la clase directora que paga sus servicios: J. J. H. A.) se comportan de una manera mas activa y receptiva respecto de esas ideas y estas ilusiones, porque son en realidad los miembros activos de la clase y tienen menos tiempo que consagrar a la elaboración de ilusiones e ideas sobre sí mismos. En el seno de esta clase esta división puede llegar a desembocar en ciertas oposiciones, en cierta hostilidad entre ambos grupos que, sin embargo, desaparecen por si mismas, en todas las colisiones prácticas en que la clase se ve en peligro y en que se desvanece hasta la apariencia el hecho de que las ideas dominantes son distintas de las ideas de la clase dominante y que tienen un poder distinto del poder de esa clase. La existencia de las ideas revolucionarias de una época determinada, supone siempre la existencia de una clase revolucionaria” (MARX) Esta profunda observación de Marx explica las ambiguas corrientes intelectuales del periodo y la reacción antipositivista, que a pesar del desasosiego que la colma no fue rompimiento con la cultura de la oligarquía, sino un inconformismo preliminar, en lo esencial, conciliatorio en el sentido señalado por Marx, de parte de los intelectuales encallados de algún modo en el poder económico de la clase terrateniente.

La reacción antipositivista

Mientras la oligarquía colonial mediocre, filistea, vive en sus palacios y viaja a Francia, mientras las plazas de Buenos Aires se cubren de bronces de Rodin, en este páramo espiritual lleno de estatuas, los pocos artistas de mérito añoran ser aplaudidos en Europa. El desarraigo de la oligarquía implicó el destierro de los intelectuales. Ventura de la Vega, José María de Heredia, Jules Laforgue, Jules Supervielle serán conocidos como parnasianos y simbolistas franceses, no americanos. Hasta uno de ellos se hará nombrar Conde de Lautremont. Y, sin embargo, junto a este descasamiento, lo popular indica a Europa la pulsación de la América Hispánica. Este arte popular, sólo después de su aprobación en Europa, es recobrado por las oligarquías —la habanera, las canciones mexicanas y brasileñas, el mismo tango— nos darán mas nombradía que los escritores radicados en París. En todos los países de la América latina la generación intelectual de las últimas décadas del siglo xix visita Francia, se impregna de las ideas estéticas de moda, plagia su poesía, cree todavía en la ciencia, viste trajes cortados a la inglesa y se acicala en el dandysmo acartonado, exótico por su misma perfección, de Lucio y. Mansilla o José Asunción Silva, arropado todo en una melancolía leopardiana que pasea de incógnito bajo los tilos de Roma, más que por devoción a la antigüedad por la celebridad de Giuseppe Verdi. Pero este espectáculo mendicante, visto a la distancia, es ya un malogramiento y traerá pronto el revalúo de la tierra denegada.
En los comienzos del siglo xx el dominio imperialista anglo-yanqui es completo. Las quimeras liberales —que no siempre fueron simuladas— son desmentidas por un continente conquistado. En esta atmósfera nace una literatura divagadora y profética. Y la espina clavada en el corazón de volver a la interioridad de América. No es fácil descubrir este estado de ánimo en los balbuceos filosóficos del período. A diferencia, como se verá, de la poesía. Este hecho —la ausencia de una filosofía americana— es explicable. La expresión clarividente de una cultura que toma conciencia de sí misma se labra en sus grandes filósofos. Cuando Gotthold-Epraim Lessing desaprobaba el espíritu imitativo de la burguesía alemana de su tiempo, su servilismo cultural hacia Francia, anunciaba la cultura germánica de Goethe. La filosofía es el más elaborado producto histórico del espíritu, pues otea y abarca con su mirada generalizadora el pasado y el presente de un pueblo que ha alcanzado conciencia nacional de sí frente al mundo. Aun los pensadores más cosmopolitas, un Kant, por ejemplo, anticipan la grandeza nacional de Alemania que ha de adquirir postulación teutona y europea, en Hegel o Fichte, en Nietzsche o en Marx. América Hispánica no ha dado filósofos, pues durante el siglo XIX las capas pensantes deambulan paralelas con la política antinacional de las oligarquías. En este légamo no podían germinar pensadores, sino, cuando más, prosperar inteligencias eclécticas convidadas de piedra de la fantasmagoría cultural de las clases superiores. Los rudimentos hispanoamericanos de una filosofía independiente se insinúan imparticulados en países de obsecada ascendencia indígena. Será México, la patria americana, la que se arrimará a un pensamiento original, ya en pleno siglo xx, con José Vasconcelos. Y en el peruano José Carlos Mariátegui. También el dominicano Pedro Henríquez Ureña recopila los datos para la elaboración de una filosofía propia. Ninguno de ellos es filósofo. Asoma en sus escritos la silueta esfumada de un organismo natural y espiritual que se presiente y dormita en la placenta materna de la América Hispánica, pero no alcanzan la vertebración del sistema.
Este desmembramiento mental, en parte, es consecuencia de la fracturación nacional del continente, del distanciamiento de sus países ficticios, interceptados entre si por esa misma incomunicación de las inteligencias iberoamericanas mejor dotadas. Son, sin embargo, pupilas que parpadean en las tinieblas. Y no pueden subestimarse. Estos escritores, aparte de tales rémoras y sin adecuada formación filosófica, catedráticos casi todos ellos en las universidades de las oligarquías, alivian el peso de su retorno a América —y el sentido esotérico de su reacción antipositivista— en meditaciones estéticas, las menos riesgosas en el orden político, como Vasconcelos, que llamará a su sistema, rico en recodos, pero carente de claridad y unidad interna “monismo estético”. Pero México está presente en estas elucubraciones. El universo indígena reverbera en su obra. Estos precursores de un pensamiento hispanoamericano son larvas fecundas que despuntan a la vida filosófica diferenciada de Europa, como en el mismo Vasconcelos, en quien a través de la antítesis de un irracionalismo de fundamento positivista, amanece el broncíneo pasado indígena colonial de base religiosa como opuesto al mundo anglosajón.
La reacción antipositivista, teñida de espiritualismo, fue un alegato esquinado contra las oligarquías. En estos proyectos filosóficos hay a veces atisbos antiimperialistas que esquivan los controles de la cultura oficial. Un caso típico de esta situación histórica es José Ingenieros. En este escritor argentino es comprobable la contradicción entre la filosofía de la ciencia reinante en Europa y una realidad americana que la niega por su atraso. El resultado tenía que ser un fracaso individual, ya que el talento, por sí mismo, no puede partir la armadura histórica de los obstáculos reales que lo circundan. De ahí ese duplicado de vocación filosófica y charlismo que rige la vida y la obra de esta inteligencia excepcionalmente dotada para la filosofía, aunque aquí no quedase más que como un improvisador poco serio. De la acrimonia del viejo Alberdi, cuya linea Ingenieros en parte continúa, hasta su fumismo —que se repite en la “ironía socrática” porteña de otro pensador malogrado, Coroliano Alberini —ronda una misma causa promotora del desmedro intelectual de una generación, hispanoamericana relegada al ostracismo o al amoldamiento pegadizo del molusco al orden de la oligarquía liberal. Esta generación, sin confesarlo —tal vez sin comprenderlo claramente—, en su tránsito del positivismo al espiritualismo relata el paso histórico de la fe en el país a la frustración nacional. Es un hecho negativo, no revolucionario. Pero también un síntoma. Visto Ingenieros en su medio histórico, fue una vocación científica impedida de realizarse por la colonización del país. Pero si en Ingenieros es un drama, cuya hondura quizá no se conocerá nunca, en otros hombres de su generación, que también son síntomas de esa realidad colonial, el trauma se da como un nuevo enjuague con la política de la oligarquía enseñoreada de la cultura. Tal el caso de Alejandro Korn, a quien toda una pléyade de herederos ha levantado un altar con la lámpara votiva de los homenajes anuales. Es Korn quien propone la vuelta a la metafísica luego de su adhesión al positivismo. Pero es la metafísica que necesita la clase gobernante. Un espiritualismo cuyo nombre es la “libertad creadora” en medio del fraude que ultraja a la nación. Korn es, al mismo tiempo, abogado de la historia de Mitre, colaborador vitalicio de los diarios de la oligarquía, laureado en esa prensa como pensador original, por el mérito de haber introducido y amalgamado mal, sin rigor, sin sistema, posiciones inconciliables que van de Kant a Bergson, y en la práctica, en la desnuda práctica, con el “socialismo de cátedra”, vácuo, europeo, antinacional, meticulosamente expurgado de marxismo. La conversión de Korn en un mito, no es ajena a esas arteras y oscuras metamorfosis del pensamiento comprometido que como las serpientes muda de piel según las estaciones, y que con distintas epidermis sigue emparchado al coloniaje. “Entre nosotros —escribirá Korn—, como en Europa, el positivismo está agotado. Allí se inician nuevas direcciones; como vivimos del pensamiento europeo, y en Europa no ha logrado todavía imponerse la dirección que ha de reemplazar al positivismo, estamos esperando lo que se ha de hacer allá. Aún no somos capaces de producir un movimiento propio, de encarar estas cuestiones con espíritu nacional.” Es el colonato mental que hablara Alberdi, la sumisión de la Universidad.
Un discípulo —depositario del legado—, Francisco Romero, hablará en el mismo sentido, de la necesidad de “una mayor autonomía del pensamiento hispanoamericano”, pero se apresurará a enmendar: “Sin un abandono prematuro de los guías insignes”. Es decir, de filósofos europeos que surgen de una realidad ajena a la nuestra y, por tanto, incomunicable en su soplo vital como experiencia histórica del espíritu. Todos estos “filósofos” son parte de la colonia. Al repatriar filosofías que han crecido en otros suelos, el país colonizado las rebaja al pensamiento de la clase dominante que exige formas extranjeras de vida y la negación cultural del país. Esta clase no necesita filósofos que miren al porvenir, sino profesores del pensamiento para atrás. No son filósofos, sino copistas diligentes, almas muertas del pensamiento muerto de una clase gobernante contrapuesta a la liberación nacional. Divulgadores, en fin, de la filosofía, amonedados a la Universidad de la oligarquía liberal a la que sirven con su mediocridad enfática, no pueden pensar como argentinos, pues su dependencia intelectual es parte de la dependencia del país mismo. Agentes intelectuales de las oligarquías, afamados en las letras de molde, panegiristas del pasado histórico de los vencedores, honrados por la clase terrateniente en tanto guardianes de la superioridad europea, al final del paseo se los arrumba en sillones académicos. Hablan de la libertad del espíritu y no son libres. Ni en la cátedra. Esta es la causa principal de la falta de filósofos y explica la naturaleza de sus escritos tanto como el tipo de libertad que defienden: “Gris sobre gris, he ahí el color único, el color autorizado por la libertad. La menor gota de rocío en la que su refleja el sol, cintila en un inagotable juego de colores, pero el sol del espíritu cualesquiera sea el número de individuos y la naturaleza de los objetos en que se quiebre, no podrá ser más que un solo color: el color oficial.” (MARX)

América en su arte

Este estado de los intelectuales durante el siglo xix y comienzos del presente, es común en todos los países de la América latina, en Chile, Colombia, Venezuela, Argentina etcétera: afrancesamiento, bohemia aristocratizante, escepticismo. El máximo anhelo de esta generación, cuya expresión típica es la de los escritores del 900, es consagrarse en Europa. Algunos se restituirán a las tradiciones americanas, simultáneamente con la conciencia de la penetración imperialista, América Hispánica no se agostó en los mejores de estos escritores, que en conjunto pasaron por la fiebre europeísta, como Ingenieros, Lugones, Vasconcelos, Darío, Manuel Ugarte, Santos Chocano, Rodó, Manuel Gálvez. etc. Cuando hablaron de América se encontraron solos. En sus propios países el tema no interesaba. Así vegetaron en la literatura pura o en la soledad. Manuel Gálvez describirá la situación: “Mi drama no es individual. Es el de los argentinos de más rica sensibilidad. La causa del mal no está en nosotros, sino en el país, en esta especie de factoría en que hemos nacido y vivido y a la que, a pesar de todo, queremos tanto. El mal está en que el espíritu no es un valor entre nosotros, y en que aquellos que vivimos por el espíritu, somos desterrados en nuestra propia patria. Desterrados y con destierro perpetuo, por el crimen de ser superiores en sensibilidad, de tener nobles preocupaciones y de ser europeos trasplantados.”
Los que pudieron partir lo hicieron; los más aclimatados a la clase gobernante transaron por un cargo diplomático o pequeñas sinecuras burocráticas. Incorporar a los escritores a la función pública remunerada y a los grandes diarios no sólo es el arte de amaestrados, sino de abolirlos. Leopoldo Lugones, mimado en vida como poeta y periodista, cuando fue más allá de lo tolerable fue aislado. En su entierro ni un discurso lo despidió y el gobierno no envió representante oficial. Cuando se piensa que Rubén Darío —designado por Mitre— fue corresponsal de La Nación de Buenos Aires y que ésta era de sus entradas más seguras; que Lugones dependía del mismo diario de la oligarquía, o que José Ingenieros fue también corresponsal extranjero de esa prensa antinacional, no es difícil entender las concesiones que estos hombres de mérito debieron hacer, limando o reservando su pensamiento.[4] Esta situación la sintetizó Rubén Darío: “Me pagan por lo que no sé hacer, o lo que hago a regañadientes, pero por mis versos, que son buenos, en cambio, no me dan un centavo.” Los escritores no son libres. Y menos en los países coloniales.
Esta coyuntura espiritual dolorosa explica, en parte, la literatura de este periodo, hecha de imprecisiones y cautelosas profecías, enguantada en un estilo glutinoso y orbicular. Un continente virgen por su frescura originaria, por sus repliegues inexplorados, dio un pensamiento anciano en la medida que era un calco. Pero esta realidad americana nunca desapareció por completo de los buenos escritores. Y vive en ellos como metáfora más que como pensamiento sistemático. Además, la generación del 900, aunque afrancesada, repartía sus intereses literarios entre París y Madrid. No se trata de una oscilación geográfica, sino de una vinculación arterial con España: “Si a menudo hablábamos del ‘perfume’ de París —escribió Manuel Ugarte— siempre dijimos del ‘sabor’ de Madrid, poniendo en el matiz la hondura que revela una concepción. Porque si la primera ciudad ofrecía la ‘exquisitez’ y el ‘ritmo suave’ que captara Rubén, la segunda brindaba la sangre del idioma y la savia especial de los orígenes.” Es el mismo Ugarte, que pronto entregará su vida a la América latina, y a quien Unamuno, más que “desorientado” calificó de “inorientado”, o mejor, accidentado. Y agregaba: Más lo que sobre todo llama la atención en este nuevo peregrino de la literatura, en este mozo que viene por un ‘jornal de gloria’, es la inventiva para la frase; es su característica.” Y ampliaba Unamuno, en 1901, su crítica, extendiéndola a toda aquella generación; “El lenguaje de Ugarte hasta cuando es correcto parece traducido del francés.”
El modernismo fue una dádiva de la influencia francesa, pero en tanto poesía, en Hispanoamérica se dio con potencialidad anunciadora. La penetración yanqui, los levantamientos de 1910 en México, el embate del imperialismo anglosajón perturban a los mejores escritores latinoamericanos. Surge así, eréctil, la idea de la reamericanización del continente. José Martí tuvo esta intuición cuando vio cómo la civilización de Estados Unidos empezaba a despersonalizar al país azteca. Esto es todavía emocional. Pero alude a otras cosas. Todo está teñido aún de romanticismo en mala mixtura con el positivismo. Como en Martí: “Tengo fe en el mejoramiento humano, en la vida futura, en la utilidad de la virtud.” Esta ética, sin embargo, debe verse como preludio de una ruptura con el imperialismo. Es un idealismo que aún cree en las enseñanzas europeas. Martí lo dirá así: “Nuestra América de hoy, heroica y trabajadora, a la vez franca y vigilante, con Bolívar de un brazo y Herbert Spencer del otro.” Pero ya están dadas las condiciones para la comprensión del problema. La influencia del modernismo, que pasa de América a España, es el retoño de una afinidad idiomática connatural. Lo verdaderamente creador del modernismo en América no es su prevalecía poética, enriscada con el parnasismo y el simbolismo europeos, sino el sentido y estructura de la metáfora, la imagen del mundo en ella atesorada, que al mismo tiempo es una modernización de la lengua española enlazada al paisaje centroamericano protoplasma de las antiguas culturas aborígenes.
Este redescubrimiento de América a través de la metáfora poética es el umbral de la conciencia antiimperialista, su primer desafío abroquelado en la poesía, como despliegue y descarga de una cultura ensombrecida por influencias intrusas. Ya no es aquel acatamiento a Europa, que con razón llevó a Ramiro de Maeztu a decirle a Manuel Ugarte: “¿Por qué nos habla usted de Paris y no de América? ¿No tienen ustedes nada que contar? ¿No hay nada que observar en la tierra que han nacido?” Se trata de una antinomia espiritual naciente frente a Europa y Estados Unidos. Es la opresión que sufre América latina, la que por el ramal del arte empieza a sublevarse contra las fuerzas deformantes, amartelada todavía como evasión, con camafeos poéticos y aristocratismos del espíritu. Pero bajo la malla, este arte se inspira en el ensimismamiento nostálgico con su propio mundo cultural, y tal esteticismo, que comenzó como europeo, al sumergirse en su espesura, se revierte húmedo sobre España y Europa, hecho que sin duda reverdeció en poetas como Rubén Darío, la intuición de América adormecida en los principios de su estro poético, marcado desde entonces por una latitud espiritual, geográfica y expresiva en la que debía de ahondar con genial pasión americana. En este turbión de la vida social de las masas explotadas de la época de Darío está el tubérculo de su poesía, de su viraje a España y de su enfrentamiento con la cultura anglosajona. Es una poesía en la que no sólo interesan las innovaciones formales y rítmicas —y el ritmo lo da la palabra—, sino el mundo en que clarece sobre una dislocación histórica experimentada como exigencia de liberación, no sólo poética sino social. Si Rubén Darío hizo escuela en la América Hispánica, fue porque las condiciones históricas estaban maduras para una poesía genuina. A esta escuela perteneció Lugones, peregrino también del exotismo, y después, poeta nacional, con la recuperación de lo castizo, del paisaje y del hombre americano y el hallazgo de una cultura entrevista como totalidad nacional. También Rodó. Europeo por formación, positivista a la usanza de su tiempo, admirador de un clasicismo helénico embalsamado en yertos moldes académicos y en el escepticismo a medias de Renán, su espiritualismo enmarañado, en la línea fronteriza de su reencuentro con América es sentir antinorteamericano y recalcamiento de la América latina, es verdad que a través de un maniqueísmo ornado de metafísica, de un enfrentamiento shakesperiano entre Ariel y Calibán, entre la Materia y el Espíritu, pero que bajo la porcelana espiritual, es ya cavilación antiimperialista que opugna la América latina como destino y como historia a la civilización anglosajona del dinero.
La América Hispánica apartada un siglo de su rumbo extravió el concepto histórico de sí misma, y a él podía regresar, no sobre una geografía segmentada —que segmentó, asimismo, el pensamiento histórico—, sino sobre el recuerdo de la unidad olvidada, sobre la reconstrucción de un pasado histórico y como el sentimiento de una interrupción. Todo gran recuerdo es certidumbre. Y América Hispánica experimentada como pretérito, sólo en nuestros días vuelve a ser pensada como actualidad, o mejor, repensada, sobre aquel sentimiento cultural mas terco que la inteligencia política europea, nunca recluso por entero, y que ha perdurado, sobre todo, en el arte. Si esa cultura hispanoamericana se ha exteriorizado como arte y no como filosofía, como emoción más que como idea, tal hecho no se debe a una cualidad primogénita del alma hispanoamericana, sino a que primero, la realidad colonial es vivida como opresión, y después, pensada como liberación. Esta etapa esteticista del pensamiento hispanoamericano es el embrión de la conciencia histórica que se asocia a cierto utopismo moral, a una manera de concebir a América como ungida para redimir al mundo por el Espíritu. El despertar de la conciencia antiimperialista se da como mesianismo poético o como moralismo aséptico. De poco sirve todavía. Pero es un antecedente. Y un avance. Al encontrarse con la cultura hispanoamericana, los escritores de principios del siglo, en los linderos de la revolución que latía en las masas, desviaron la mirada de Europa a América, a través de una poesía que empieza a andar sin muletas junto a las luchas revolucionarias de los pueblos, y por ello, cada vez más clarividente, mas nacional, más simbólica.

Los Estados Unidos son potentes y grandes
Cuando ellos se estremecen hay un hondo temblor
que pasa por las vértebras enormes de los Andes.
Si clamáis, se oye como el rugir del león.
Ya Hugo a Grant le dijo: Las estrellas son vuestras.
(Apenas brilla, alzándose, el argentino sol
y la estrella chilena se levanta...) Sois ricos,
Juntáis al culto de Hércules el culto de Mammón;
y alumbrando el camino de la fácil conquista,
la libertad levanta su antorcha en Nueva York.
RUBÉN DARIO

A este siglo xx le ha correspondido asistir a la inestabilidad crónica de la América latina y a luchas inconexas que tienden por ley del desarrollo histórico a unificarse en una sola. Ganivet, en su época, lo comprendió con respecto a Iberoamérica: “Las luchas pequeñas que en las unas perturban la vida política de las otras, no son signos de degeneración; son signos de vitalidad excesiva y mal encauzada.” La mayoría de estas perturbaciones internas fueron instigadas durante el siglo XIX por Inglaterra, y en el presente por Estados Unidos, y luego endosadas a los países desvalidos, bajo la tesis de su incapacidad para la vida política organizada. Falsos nacionalismos han reemplazado al nacionalismo truncado de la patria grande. Sobre la desunión nacionalista se levantó la dominación unificada del imperialismo. Hasta 1914, tal desavenencia de América latina se mantuvo como una realidad infausta. Pero la crisis del imperialismo ha vuelto a reactualizar el pensamiento de la unidad de Iberoamérica. Este ideal camina en la inteligencia americana. Otro escritor, posterior a la generación de Darío, Rómulo Gallegos, ha escrito: “…la armonía de naciones que, apenas separadas por fronteras geográficas, parten de un mismo origen, son una sola raza y están llamadas a cumplir un solo destino.” Y este destino no es otro que la unidad nacional de la América Ibérica:

Este es el pueblo hirsuto
de cobre, multifacético, donde la vida repta
con el lodo seco cuarteado en la piel.
Este es el presidio
donde cada hombre tiene atados los pies.
Esta es la grotesca sede de companies y trusts,
aquí están el lago de asfalto, las minas de hierro,
las plantaciones de café,
los ports docks, los ferry bocas, los ten cents
Este es el pueblo de all rigth, donde todo se encuentra muy mal:
este es el pueblo del very well, donde nadie está bien.
Nicolás Guillén
Sí. Esto es ya Hispanoamérica frente al mundo angloyanqui, al que se enjuicia, tras el lenguaje oracular del arte, como lo que es, una expropiación extranjera de lo nuestro.

Tecnología y complejo cultural

En ninguna parte, como en la Argentina, se dio el hecho de una oligarquía nativa que se creyó europea. Para explicar este desarraigo, particularmente en los países coloniales del siglo xx, es útil la teoría sociológica de los “complejos culturales” que dilucida las relaciones entre las formas de la conciencia social y la tecnología.
Se entiende por “complejo cultural” de un pueblo o de una clase social, el conjunto de valores, hábitos psicológicos e ilusiones mentales colectivos estrechamente dependientes de un núcleo causal que rige y organiza el pensamiento y las formas de vida del grupo o clase en cuestión. Este centro organizador es habitualmente un producto natural ligado a un sistema tecnológico, y alrededor del mismo se polariza la concepción del mundo que constituye el “complejo cultural”. Así, por ejemplo, el llamado “complejo cultural del arroz”, en ciertos países asiáticos en los que este vegetal reaparece en forma alegórica en su religión, en su arte e inclusive determina, en el orden del psiquismo colectivo, las creencias y comportamientos sociales de la comunidad regulada por este tipo de economía. Jean Paul Sartre —sin mencionarla— ha manejado la teoría sociológica de los complejos culturales, hace poco, al explicar la función cultural negativa cumplida por la tecnología de la explotación del azúcar en Cuba, antes de la revolución. El cultivo de este producto generó en la población campesina un sentimiento agobiante de fatalidad, de abyecta indolencia colectiva, que postergó durante un siglo la reforma agraria en la isla.
Nicolás Guillén, mulato de genio y poeta nacional de Cuba, había descripto en 1914 esta opresión anublándola en una atmósfera poética de presagio.

Cuba, palmar vendido,
sueño descuartizado,
duro mapa de azúcar y de olvido.
Cuba, tu caña miro
gemir, crecer ansiosa,
larga, larga, como un largo suspiro.

Esta como absorta, inmodificable fatalidad externa que recluía a Cuba en sí misma no era, empero, metafísica, sino la monstruosa deformación psíquica, por ignorancia de las causas inasibles con que se fijó en la Conciencia inmóvil del campesinado, a través de un determinado tipo de explotación de la tierra, el peso anónimo e inexorable del imperialismo doblegado sobre los cañaverales.
Y es también Guillén el que descarna el secreto de su patria:

Afuera esta el vecino.
Tiene el teléfono y el submarino.
Tiene una flota bárbara, una flota bárbara...
Tiene una montaña de oro y un mirador y un coro
de águilas y una nube de soldados ciegos, sordos,
armados por el miedo y el odio. Sus banderas
empastadas en sangre, un fisiológico hedor esparcen
que demora el vuelo de las moscas.
Afuera está el vecino, rodeado de fieras
nocturnas, enviando embajadores,
carne de buey en latas, pugilistas,
convoyes, balas, tuercas, armadores,
efebos onanistas,
ruedas para centrales, chimeneas
con humo ya, zapatos de piel dura,
chicle, tabaco rubio, gasolina,
ciclones, cambios de temperatura,
ítem, más, desde luego, tropas de infantería de marina,
porque es útil (a veces) hacer fuego...

Aquí el imperialismo está descortezado en su esencia veraz. Y esta requisitoria no es ya el estado colectivo de desánimo, que también el mundo antiguo conoció y sublimó en moral de los esclavos —Epícteto—, al trasbordar la idea insalubre de la muerte al ultramundo religioso, como una proyección invertida, sufriente y rarefacta de una vida muerta. Es la revolución que se avecina.

Oligarquía y monocultivo

El pensar de las clases terratenientes está condicionado por el sistema tecnológico. Un caso particular es el de la clase ganadera argentina, genéricamente equiparable al de todas las oligarquías latinoamericanas. El patrimonio cultural de la oligarquía argentina —liberalismo colonial prestado, hostilidad hacia la cultura hispánica originaria— en tanto un compuesto de estrictas valoraciones sociales, congela el mundo psíquico inalterable de la clase conservadora, ligada al tipo material de su existencia y poderío: la estancia. Y la estancia es una organización tecnológica. Su tradicional admiración pro británica vela el nudo de su complejo cultural, o sea, su subordinación al mercado inglés consumidor de carnes. Esta misma dependencia de la ganadería, que durante más de un siglo mantuvo a la Argentina en un determinado estadio tecnológico, la hace antiindustrialista, indiferente a la capacidad del país y de los argentinos, insensible al porvenir y a la transformación de la nacionalidad, pues el comercio de carnes está unido, en la relación irrompible del intercambio, a la importación de abalorios extranjeros. Y como de la ganadería pende su poder material, a través de los controles de que dispone —escuela, Universidad, prensa—, inocula con sus propios mitos de clase ociosa, emanados de la estructura sociológica de la estancia, la espiritualidad de los grupos pensantes escalonados detrás de de ella que, a su vez, transmiten tal imagen del país agropecuario al resto de la nación.
De este modo, para la oligarquía, el “ser nacional”, esclerosado en el prestigio de una concepción histórica inmutable, no es otra cosa, tras el forro abstracto con que toda clase privilegiada enfunda sus intereses, que la hipóstasis mitológica de la ganadería, su barniz trascendente. Así, por degradación mística de la historia, enseñará que el desierto se transfiguró en “progreso” gracias a los ferrocarriles de capital británico; que la población criolla es inferior a la extranjera. Pero no dirá —y hasta no lo comprende en la auto enajenación de su complejo cultural —que aquél fue un progreso tullido, parte del Imperio Británico, y que tal invalidez sólo podrá recuperarse desde adentro, no de afuera, con la industrialización del país. Que es, a su vez, un proceso tecnológico.

Intelligentzia y oligarquía

Nuestro “ser nacional” participa de Hispanoamérica. Sin embargo, esta prioridad corpórea no aparece en la obra de la “intelligentzia” argentina consagrada, En los ensayistas y escritores pertenecientes a esta “intelligentzia”, América Hispánica es desconocida o denigrada. El hecho se vincula a la cuestión, ya señalada, del contenido de clase de toda imagen de lo nacional, es decir, con la historia mistificada de la oligarquía, en especial por Mitre, tanto como a la actitud, también de clase, que en un país colonizado adopta la “intelligentzia”, adherida como capa social sin existencia propia, a los tejidos económicos de sostén de la clase superior. Toda imagen cultural está constreñida por la posición social de cada individuo, por la educación impartida, especialmente por la Universidad, por las tareas profesionales o burocráticas que desempeñan las capas intelectuales en la sociedad de clases y por la división del trabajo. Estas falsas imágenes de lo nacional, que en el intelectual comprometido con las valoraciones de las clases altas se revierten en un autoextrañamiento de sí mismo, deben ser severamente denunciadas como negaciones del país, como desdoblamientos del “ser nacional”. Es decir, como contradicciones de la conciencia nacional. Hay que desbaratar el mito de la “intelligentzia” y su función cultural pura. Los intelectuales son los seres más comprometidos y los menos verídicos: “Los intelectuales —ha escrito con sorna Georges Sorel— no son como se dice a menudo los seres que piensan, sino las gentes que tienen por profesión pensar, y reciben salario aristocrático por la nobleza de la profesión.”
Por la educación recibida, aunque no por la cuna —pues generalmente viene de la clase media—, el intelectual colonial acostumbra identificar la cultura con la cultura europea. Y no ve, a causa de esta conmutación óptica, las semillas del espíritu nacional inhumado por la oligarquía victoriosa, pero que, paradojalmente, alborea sobre la cultura con su luz remota e inabarcable.
Las capas intelectuales de la clase media, por su posición dependiente del aparato cultural, son el coro griego de la alienación cultural de las clases altas colonizadas. Estos grupos tienen por misión crear la ideología que la oligarquía difunde como creación espiritual libre[5]: “La ideología es un proceso que se opera inconscientemente por el llamado pensador, en efecto, pero con una conciencia falsa. Las verdaderas fuerzas que lo mueven permanecen ignoradas por él; de otro modo no sería posible el proceso ideológico. Se imagina, pues, fuerzas falsas o aparentes” (Engels). La conciencia intelectual falsa es comprobable de un modo directo en los países coloniales. Estas capas intelectuales muestran sensible inclinación a dar explicaciones psicológicas a la realidad nacional. Pero este subjetivismo se expresa bajo la presión de la realidad objetiva que lo cerca. Es, pues, la estructura económica de la Argentina, la que crea estas formas de alienación cultural, vale decir, la desfiguración del país por desconocimiento de las causas materiales que lo oprimen dentro del ordenamiento colonial del imperialismo. Al ignorar las causas, el intelectual convierte sus efectos en generalizaciones indebidas le otorga carácter atávico al atraso social del pueblo, hace metafísica oscura de los oscuros motivos materiales, que al ser conocidos, explicarían los accidentes que toma por sustancia. Y así, el accidente mismo de la dependencia del intelectual colonial, que es un hecho económico, se ontologiza y se concibe como el destino clausurado de la nación misma. Al trasladar los contenidos de la conciencia al plano literario o filosófico, convierte su confusa conciencia subjetiva en fantasma aumentado del propio yo. No es que estos contenidos de conciencia sean completamente ilusorios —toda conciencia de la realidad, aun la falsa o alienada, deriva de la realidad y por eso puede ser interpretada—, lo que pasa es que no alcanza, la conciencia individual, a comprender sus propios estados íntimos, creados por esa realidad mal conformada del país dependiente. Al no llegar a la razón crítica, quedan engolfados en la crítica irracionalista, en el propio sentimiento, desvinculado en la falsa conciencia, del conjunto de las relaciones históricas y sociales que explican ese estado interior perturbado, tanto como a su producto, la mala conciencia intelectual del país. En lugar de derivar —dicho de otro modo— sus ideas de las condiciones generales en desarrollo de la nación, derivan al país desnudo de sus condiciones reales, de sus ideas solitarias, y en rigor, lo único que construyen es la ideología alienada del coloniaje. La imagen del país que proponen, entonces no es otra cosa en la mente que el contexto más o menos lógico de los falsos enlaces que establecen entre las causas sociales desconocidas y sus estados de ánimo condicionados por esas causas que conforman el colonialismo. Niegan por esta vía al país y, al mismo tiempo, en esta negación se afirman como intelectuales colonizados. Al no arribar a la autoconciencia de los nexos del mundo exterior con la propia mente y a la necesidad de transformar el país para autotranformarse a sí mismos, todo queda en el plano de la falsa poesía, de la falsa filosofía, de la falsa realidad nacional y, en suma, de la personalidad falsa que es, a su vez, la convergencia de las relaciones económicas, sociales y culturales falsas, que los remesan a la mera pasividad del runruneo literario o moralista, y a la ilusión de una falsa también, superioridad personal con lo que justifican su separación del pueblo y de la tierra. De esto se trata, de la tierra.

Elites y pensamiento nacional

Un escritor admirado por nuestras “élites”, André Gide, lo ha expresado así: “Siempre es por la base, por el suelo, como una literatura recobra fuerza y se renueva. Es comparable a Anteo, que según nos cuenta la fábula griega de tan honda enseñanza, pierde sus fuerzas y virtud cuando sus pies no descansan sobre el suelo.” Por eso André Gide es un escritor francés. Y los nuestros, afrancesados. Sólo las élites subalternas hablan de la cultura cosmopolita, sin matices nacionales, como de un elevado ideal. Y el hecho de que en la Argentina de hoy crezca una vigorosa tendencia reivindicatoria de lo autóctono, en oposición a las valorizaciones europeístas, es el pronóstico de un cambio más ancho y profundo en el pensar de la sociedad, que junto a la restitución de la cultura nacional anuncia un viraje político preparatorio de la liberación histórica. Ese día terminará la literatura de imitación, los ensayos equívocos y los cráneos uniformados de la “intelligentzia”, sus escritos filiformes, esa falsa aristocracia de los suplementos dominicales, expresiones delicuescentes de una espiritualidad a dieta, impedida de verse a sí misma y de confesarse ante el país, que la ignora, y que entre una literatura hecha con puntillas de abanico y ensayos de tijera, en lugar de auscultar a la Argentina real, muestra lo irregular, anecdótico y atípico de lo nacional es decir, el enclaustramiento de ellos mismos como “intelligentzia” portuaria que cumple una función preestablecida por la voluntad cultural de la oligarquía. A ellos les corresponde la reflexión de Giordano Bruno: “Vivieron muertos sus propios años.” Sin duda, tales escritores no se reconocerán en estas palabras. Y creerán que, como en sus obras, “el ser nacional” es una nube. Pero también las ranas creen que el mundo es fresco.
Todo pensamiento nacional, con la complicidad de estas élites, será cegado en sus fuentes. Las oligarquías dominantes se escudan ante los escritores nacionales y, al mismo tiempo, les decretan el exilio, no de una manera directa sino oblicua, por intermedio de las capas organizadas de los intelectuales pagos, reputados menos por el valor de sus obras que por antinacionales, aunque estas capas intelectuales domesticadas no tengan siempre conciencia de la función social que cumplen. Escritores que auscultaron la realidad argentina y vertieron esa vocación como fidelidad al pueblo —tal el caso de Raúl Scalabrini Ortíz—, que desafiaron el poder innominado de Inglaterra al que Borges eleva odas sepulcrales, fueron momias en la vida, sin prensa, sin radio, embalsamados en el silencio frígido de la antipatria. Y el hielo que rodea a los patriotas es la censura más deletérea, la técnica más siniestra tramada contra la inteligencia nacional, porque impide, o mejor dicho retarda, el entronque del pensamiento de los intelectuales con la conciencia política de las masas.
La cuestión de una “intelligentzia”, en los países coloniales, sin conciencia nacional, está relacionada con la interrogación acerca de si hay una o más culturas nacionales, y con la respuesta, ya dada, sobre las diversas visiones culturales de las clases sociales según sus articulaciones visibles o invisibles con los centros exteriores del poder mundial. En los países coloniales, por causas que hemos analizado detenidamente en otro trabajo[6], esta situación promueve una torsión, no siempre consciente, que se exterioriza como un estilo caligráfico o forma monocroma de ver y sentir la vida, de parte de la “intelligentzia” al servicio de la cultura del imperialismo y la oligarquía, y el sesgo más notorio de esta luxación espiritual es el atontamiento ante todo lo europeo y la miopía ante lo propio americano. Así esta “intelligentzia” multisapiente y fatigada, hipertrofia la rama más reciente de nuestra cultura en su parcial entronque con Europa —la cultura liberal del siglo xix que coincide con nuestra dependencia de Inglaterra— y permanece ciega e impotente frente a la más recalcitrante, la hispano americana. Esta “intelligentzia” es tanto instrumento de la oligarquía como beneficiaria y no hace más que remedar culturalmente a la clase alta. Vuelta a Europa —ahora en gran medida hacia Estados Unidos—, está desconectada de la cultura colectiva. Cultura colectiva que al revés de lo que pasa aquí, es en Europa, materia y espíritu de la vida de una nación, puesto que previamente se ha universalizado a sí misma como cultura nacional, y puede, por tanto, darse el lujo de ser cosmopolita. Esta “intelligentzia” —una exigua pero activa capa social— por la doble gravitación de la oligarquía y el imperialismo, no cree en lo nacional. Cuando lo busca, encuentra su propia conciencia empañada, y de este modo el país le parece una irrealidad desgraciada y problemática. Tal el estado de ánimo común a la ‘intelligentzia” colonial en la era del imperialismo. Una “intelligentzia” divorciada del pueblo cumplirá siempre una función antinacional al contribuir con su anemia cultural a la falta de fe en el país y al confundir, en una lícita alteración de los términos, a la patria con su anonadamiento y cobardía. Cuando la “intelligentzia” de un país recibe su lumbre espiritual no del “humus” colectivo, sino de los focos externos con su luz extenuada por la distancia cultural, cuando los intelectuales se alejan del pueblo, se opera al mismo tiempo la deformación de la historia, y el pueblo es negado o desechado. Pero esta acción de las masas populares es el eje de toda historia nacional. Una clase directora extranjerizante, cuya existencia es un residuo del mercado exterior, correlacionará su poderío económico con la abolición política y cultural de aquellas fuerzas sociales que en el desarrollo de la nacionalidad resistieron con sus tacuaras la absorción de Buenos Aires.
La oligarquía portuaria, tras la máscara helada de su conciencia histórica, verá en las provincias interiores, en las que se mantiene empedernido el sentimiento nacional, no sólo el tropel roto de las montoneras con relación al pasado, sino el peligro de una arremetida histórica del país argentino en el presente. La “intelligentzia”, por su subordinación económica a la clase terrateniente, es regida, ella también, por el complejo cultural agropecuario. Muchos de sus miembros buscan a su manera el “ser nacional” entre reminiscencias cutáneas de Keyserling o Spengler. Pero de Spengler olvidan que este pensador reaccionario vislumbró con su aguda mirada como filósofo de la cultura, la embebida grandeza de las civilizaciones indígenas americanas, y no como vestigios secundarios del espíritu de la humanidad, sino como recintos pétreos de un destino indescifrable e infinitamente rico en cuanto objetivaciones de la Historia Universal misma. Entre las más grandes creaciones del espíritu humano, varias están en la América Hispánica. La catedral de México, entre otras. Pero esa personificación de la cultura universal no pudo haber existido sin la arquitectura ciclópea de los aztecas. Con relación al presente es un hecho el contenido formal y revolucionario de ese arte mexicano que ha impresionado a Europa. Pero la “intelligenizia” dependiente nada ve, nada entiende, nada crea. Adscripta a los órganos culturales de la oligarquía, sus ensayistas sondean el “ser nacional” en la vacuidad de la pampa y lo convierten en el “pathos” mortecino de la propiedad territorial. Pero las “radiografías de la pampa” que nos dan, es la placa velada de ellos mismos, de su erradicación argentina, y así transforman su propio desarraigo en un absurdo lógico, en literatura malhumorada y melancólica. El hecho de que, a pesar de esta negación, América Hispánica se introduzca, aun como carencia, en sus sofisticaciones literarias, les debería probar que la América Hispánica, unidad hipnotizante, no es un exilio metafísico del espíritu sino una gestación histórica sin misterio.
Es imposible comprender el complejo cultural de la oligarquía y la “intelligentzia” —el fenómeno se da en forma parecida en toda la América latina—, si no se lo vincula con su tipo de economía. La resultante ideológica del monocultivo es el pesimismo cultural, que usando una descarnada metáfora, es el rostro pestífero del colonialismo. La economía del monocultivo, al restringir la perspectiva del intelectual, cuyo prestigio ha sido sancionado por la clase alta, es devuelta en sus escritos como la figura desvirtuada de un espéculo cóncavo. Quien debe callar para poder vivir —tal el caso de la mayoría de los miembros de la “intelligentzia”— vivirá desnaturalizando idealmente la realidad. Y así, el intelectual colonizado construirá una Argentina espectral, pues él mismo es el fetiche deshumanizado de la colonización pedagógica que lo desposee. Son escritores nebulosos —dicho de otro modo—, no porque el “ser nacional” sea oscuro, sino por el espacio colonial invisible que los rodea y apenumbra como satélites, es decir, como asalariados abstractos que arrastran su luz muerta en el orden coordinado del imperialismo y la oligarquía. El asunto, sin embargo, es más complejo. A una economía unilateral, como es la de los países exportadores de materias primas debería corresponderle una literatura simple. No es así. El monocultivo crea intelectuales enclenques, entes dudosos, una literatura anormal. Pero no simple. Por eso desalientan las creaciones literarias de los representantes de la “intelligentzia”. Su pensamiento es como el de las esfinges, esos seres de doble sentido, enigmáticos para consigo mismos.
La economía de la carne, del café, del azúcar, origina en las minorías cultas acopladas a las oligarquías, una producción literaria pseudo metafísica. Pero un análisis de esta producción nos muestra el complejo cultural, que en el principio de todo, tras el enmascaramiento ideológico de las formas literarias, gobierna la falta de libertad de tales escritores para servir al país. Aunque lo deseen no pueden afirmarse como conciencia nacional. Por eso el “ser nacional” que nos ofrecen tiene la originalidad de no ser nada. Tal el caso de Martínez Estrada, que durante décadas ha influido —y aún influye —en los epígonos, tanto como en las cofradías doctas, no del país, sino de Buenos Aires. Y este escritor mitómano, cuyos desvaríos sobre el ser nacional neófitos cadaverinos descifran en la Universidad como manuscritos sacerdotales, ha terminado abjurando de su nacionalidad. O sea que toda una generación argentina ha escanciado los sumos del “ser nacional”, en la obra de un “filósofo” ciudadano del mundo, negador de su único mundo, la Argentina.[7]

Universidad y coloniaje

A esta situación general del pensamiento de un país, condicionado por su particularidad histórica, no escapa —ni podía escapar— la Universidad. La Universidad es la institucionalización de la cultura y refleja el grado de atraso o adelanto social, técnico, científico, filosófico, alcanzado por un pueblo. En América latina las Universidades han sido configuradas durante el apogeo de las oligarquías del siglo xix. Entre los mitos que persisten, con relación a esas Universidades, el mis arraigado es el de la autonomía universitaria, que se asocia, al de la independencia y jerarquía de un saber, mas allá de los avatares de la agitada existencia política de estos pueblos. Tal autonomía universitaria no existe. La Universidad es un órgano del Estado, la burocratización en gran escala de una determinada concepción del país, que es a su vez, en tanto suceso histórico, la cristalización de la idea de la cultura de una época y tal cual la concibió la clase educadora. La Universidad está inserta en el tronco del coloniaje. Y este hecho se reitera, en todos aquellos países que carecen de independencia económica, y por tanto, de libertad nacional para pensar, aunque el pabellón patrio flamee en la Universidad. Sólo una nación soberana puede tener una Universidad nacional en el sentido estricto del término, a la inversa, un país colonizado, tendrá una Universidad antinacional. La Universidad es un instrumento del poder político vigente enturbiada por las luchas sociales que transtornan a los pueblos coloniales, y no una comunidad libre del saber. El universitario, por más que se crea resguardado, a través de una de las tretas más falaces del liberalismo colonial, en el derecho formal de la “libertad de cátedra” y en el fuero ético de la libertad de la persona, no es más que una pieza de la maquinaria del Estado, y no puede traspasar, aunque lo desee, los niveles asignados al pensamiento institucionalizado, vale decir, está condicionado por el sistema social y político que le dispensa el privilegio de enseñar —y con relación a los estudiantes de aprender—, pero al mismo tiempo le exige un tácito acuerdo de reciprocidad, o sea, de impartir los conocimientos que la clase gobernante considera convenientes. Más allá de las diferencias ideológicas individuales, de las corrientes internas superficiales, que dividen a los profesores tanto como a los alumnos, la enseñanza universitaria reproduce la filosofía históricamente colonizada de la clase dirigente. Es así por que en estos países la Universidad no es un vivero de la conciencia nacional, sino una incubadora de profesionales educados en el patrón cultural agropecuario de las oligarquías nativas.
La Universidad, en lugar de servir al desarrollo nacional, se acoraza en el ideal ecuménico de la cultura, que es el modo abstracto e impersonal de mirar al país con el prisma agrisado de las ideas extranjeras. Tal idea cosmopolita de la cultura universitaria es la forma institucionalizada de la alienación cultural del coloniaje, y en su almendra, la Universidad misma del imperialismo, empeñoso en romper todo proyecto de nacionalización cultural en los países dependientes. Así se aparta a las generaciones estudiantiles —que también son oriundas en alta proporción de las clases medias— de la realidad nacional que se transforma, no por la acción de la Universidad, sino por las fuerzas sociales que las luchas nacionales de los pueblos engendran en su seno.
Ahora bien, en los períodos que vaticinan saltos históricos cualitativos de la realidad nacional, la Universidad, parte indivisa de la vida institucional, cae en crisis, su aparente solidez se fisura, la masa estudiantil entra en actitud crítica a participar de la vida universitaria, y la necesidad de una reforma de la enseñanza se plantea como una imposición histórica, bajo el signo de la revolución anticolonialista que, entre su objetivos, tiene el de hacer cumplir a la Universidad la tarea nacional que las oligarquías constitucionalistas del siglo XIX le han vedado. La Universidad también es historia, como lo corrobora el hecho, con relación justamente a la enseñanza de la historia, de la exclusión o subestimación de la América Hispánica como unidad inconclusa, suplantada por la historia de Europa y las falsas historias nacionales de estos países. La atomización política trae la del pensamiento latinoamericano, y a las Universidades les está destinada, en un porvenir próximo, la labor de corregir esta visión histórica que será paralela al avance de las revoluciones nacionales en la América latina. En este orden, Brasil, ha comprendido la cuestión, y hoy la Universidad brasileña sirve a la nación, al compás de las transformaciones de la estructura económica y política de este país junto a la supervivencia del pensamiento colonialista.[8]

América hispánica: una cultura

América Hispánica existe. Una serie de atributos congenitales tipifican la comunidad cultural ibero-americana. En primer lugar, vecindad de sus nacionalidades en el espacio. Sobre esta esparcida planicie multiforme y ganglionar del continente americano, floreció, y aún predomina con fuerza obsesiva en singulares aspectos ornamentales y formales de la cultura continental, el universo hermético como un arcano vital no revelado del todo, de las grandes civilizaciones indígenas. Subsuelo sobre el que se afincó, con energía creadora, la cultura española. De esta gran catástrofe inicial, devino un recíproco y enrevesado proceso de rechazos y asimilaciones étnicas, de fusiones y contactos finalmente concluidos en la maciza uniformidad de las áreas culturales de América, remodelados por la mezcla final, estable y vigorosa, más recia que aquellas repulsas iniciales, de las dos culturas madres. El resultado fue un arte único, indohispano-céntrico, plasmado sobre todo en el arte religioso. Pero en su totalidad, el factor aglutinante de esa cultura fue y es el idioma español, que trituró, aisló y desplazó a las antiguas lenguas aborígenes. Toda cultura superior surge de una comunidad lingüística y está burilada por el espíritu de esa lengua: “El lenguaje —ha escrito Sapir—, representa, probablemente, entre todos los fenómenos sociales, el más autosuficiente, el más compactamente resistente. Es más fácil matarlo que desintegrar sus formas individuales”.
Brasil no es una excepción. Y tanto la lengua como la cultura portuguesas, partes de la civilización hispánica, nos son accesibles sin esfuerzo:

Uma gente fortissima d’Espanha

llamó Camoens a los portugueses. Y Menéndez Pidal, a su vez, laureó a Camoens “príncipe de los poetas españoles”.
Las variaciones idiomáticas de una región a otra de la América Hispánica son menudas, y hasta menores, que las existentes entre los particularismos españoles. A su vez, las subculturas indígenas, sobreviven en las comunidades agrarias, y son estímulos permanentes y respuestas vitales a la imprevista y preponderante cultura superior de origen europeo. A este contraste cultural, históricamente serenado por el tiempo, pero duradero como maridaje espiritual, se deben no pocas características del arte hispanoamericano. México y Brasil marchan a la vanguardia de las creaciones artísticas —arquitectónicas, plásticas, musicales— del continente. Si lo clásico de España es el barroco, aquí se indigenizó, y volvió renovado a la península. El substractum común, por encima de matices diferenciales —a veces importantes— hace que los hispanoamericanos pertenezcamos a un área de cultura circunflexa en si misma como voluntad de forma. Las grandes superficies culturales precolombinas —en realidad tres centros irradiantes—, aunque diversas, muestran afinidad morfogenética. La influencia aborigen es comprobable en todas las regiones iberoamericanas, incluso en la Argentina, la zona menos calada por aquella culturas primordiales, a través de los quechuas y guaraníes, como lo prueba, entre otros testimonios, la toponimia de lugares geográficos, de la fauna y la flora.
Con la conquista vino la cultura europea, sus sistemas de comercio, su religión, las técnicas de su arte, que aquí se amalgamaron, hasta predominar, pero sin anegarlos, a los productos ya consolidados en el gran espacio indígena, mediante un proceso subterráneo, prolífico y ramificante de permutas culturales mutuas. Este fenómeno de interfecundación de dos culturas, es verificable en los sistemas del pensar colectivo y en las creaciones artísticas, en toda la América Hispánica. Además, en las tradiciones colectivas sobrenadan efluvios indígenas, tanto en los ritos y ceremonias religiosas estereotipados que regulan las costumbres periódicamente repetidas de los grupos, como en las leyendas, danzas, canciones, artesanías, técnicas de cultivo, tipos de alimentación, etcétera. Este hecho, en su innegable significación cultural, ha sido puntualizado por Gilberto Freyre con relación al Brasil: “He procurado señalar más de una vez, la importancia antropológica y sociológica de la sangre y la cultura amerindias como fondo común de esta raza y de una cultura auténtica y telúricamente americanas, lo que no implicaría encerramos en ninguna mística indigenista, sino sólo resistimos, en lo posible, a toda europeización de nuestro continente, que aquí valga al exterminio absoluto de la armonización de los hombres americanos con la naturaleza americana, a través de la experiencia amerindia pura o combinada con valores hispánicos y africanos”.
América Hispánica se yergue como una Cultura original por encima de sus repúblicas ausentes. Toda cultura es visualizable. A pesar de sus diferencias, las culturas nacionales se engastan en un complejo mayor, aún cuando esas áreas regionales desconozcan el ligamen con la Cultura madre. Este hecho no es fácil de interpretar, pues es imposible abarcar la totalidad de una Cultura y, tal vez ni siquiera, la del propio pueblo cultural. Más allá de estas diferencias, las grandes culturas, con sus paisajes particulares, se dan como panorama total, como un equilibrio orgánico de la multiplicidad de las partes en la unidad superior que las embalsa y perfila en el espacio. Ese es el rasgo objetivo y definitorio —visualizable, repetimos— de las Culturas. Sobre esta explanada, la Cultura hispanoamericana se endereza como un estilo trapezoidal, como una flora monumental, que impone a sus pueblos una determinada forma de sentir la existencia colectiva en las áreas emparentadas entre sí, afinidad que responde, en última instancia, a aquella unidad configuradora. Toda Cultura se petrifica en las formas simbólicas de la arquitectura, el arte colectivo por antonomasia. América Hispánica, en su primera confrontación óptica con el espíritu, aparece como una yuxtaposición de arte indígena y barroco español. Y esta representación primaria es indeleble, a diferencia del efecto de sus urbes modernas, pues retiene la imagen del tiempo, abierto como un ojo nocturno, en la piedra de los siglos y las ruinas ciclópeas.
América Hispánica descansa sobre un sistema homogéneo de símbolos artísticos, idiomáticos, religiosos, míticos étnicos, que le dan coherencia cultural. La geografía misma se uniforma en el folklore como un parecido estilo de enfrentamiento del hombre con la naturaleza. Esta vigencia de la tierra, este peso del medio físico, es consecuencia, al margen de su grandiosidad estética, del régimen agrario, y si el “paisaje delirante” da resaltancia a su arte, tal ingrediente no es el más importante de la cultura hispanoamericana, que no es únicamente geografía, sino “también” geografía y, sobre codo, voluntad de transformarla. América Hispánica es un depósito de Arte. Otro rasgo definitorio de las culturas. El arte hispanoamericano es un arte mestizado —y en ello reside su genialidad cromática y expresiva—, y aunque la técnica predominante de ese arte sea europea, su enigmática simetría ornamental, su secreto nudo, es indocéntrico. El arte incásico y azteca supervive en las más lejanas regiones de la América Hispánica La mayoría de los mitos hispanoamericanos son, según Redfield, simultáneamente españoles y aborígenes. En sus danzas —y el baile resume el sentido colectivo de la vida— esta asociación es un parentesco real. La universalidad folklórica es en América Hispánica más neta que en ninguna otra parte del mundo. Mitos indígenas distantes entre sí, pero entrelazados, prueban la preexistencia de civilizaciones anteriores. Un similar Folklore es índice seguro de culturas madres envolventes. Las semejanzas mentales de estos pueblos son irrecusables. Todo individuo transpira la atmósfera de la comunidad cultural. Aún los inmigrantes son absorbidos y modificados por ella. El arte hispanoamericano es uno, desde Córdoba a México. Y el arte es la eternización de una cultura. Tal arte, como índole psíquica de América, es homólogo en todo el continente. Y entre los creadores de este arte americano, no pocos fueron híbridos raciales: Garcilaso, Darío, Guillén, Gonçalvez Díaz, una de las glorias de la poesía brasileña era hijo de una mulata.
Es también la América Hispánica la que avizora en los escritores y artistas del tipo de Leopoldo Lugones, Santos Chocano, José Vasconcelos, González Prada, José Enrique Rodó, Ricardo Palma, Machado de Assis, Jorge de Lima. Pero no debe olvidarse que la literatura culta se baña en las aguas bautismales de la poesía popular. La poesía oral americana, tanto como sus estilos plásticos y decorativos, reverberan sobre un lecho abismal indoamericano. La poesía oral, trasmitida de generación en generación y amancebada en el depósito geopsíquico de lo inconsciente colectivo, riela sobre fonemas y estructuras lingüísticas genuinos, nacidos en el suelo y no contaminados. También en la plástica, lo colectivo hispanoamericano avanza con opulencia vegetal en Rivera, Orozco, Portinari, Tamayo, Guayasamín. Y en la Argentina, en el gran muralista Carpani, Di Bianco. J. M. Sánchez, Mollari. etc. En la música con el genial brasileño Villa-lobos —que ha desdoblado los elementos indígenas y europeos de la música brasileña——, y en el mejicano Carlos Chaves. En los novelistas y poetas actuales esta presencia espinal domina en Azuela, Gallegos, Icaza, Neruda, Pales Malos, Ramón Guirao, Pereda Valdés, Ballagas y tantos otros. Tal comunidad supraindividual de cultura tiene una considerable relación política con el itinerario histórico de la América latina, pues el arte, contra lo que se supone, no maneja quimeras, sino contenidos simbólicos de la realidad. Y aunque la técnica es la destinada al doblegamiento final de la naturalaza aún indómita de América, puede decirse con Hegel, que primero “la impotencia de la Naturaleza es vencida por el Arte”.


Capítulo III de ¿QUE ES EL SER NACIONAL?

NOTAS

1. Estados Unidos asiste en nuestros días a una verdadera crisis de su poder sobre la América latina. Los ingleses lo han señalado recientemente: “Dos importantes periódicos británicos, el Times y el Guardian, muestran hoy serias dudas sobre las posibilidades que tienen los Estados Unidos para resolver solos los problemas políticos y económicos del continente latinoamericano: “La evolución cultural y política de los latinoamericanos, sus intereses Comerciales y, en general, sus concepciones del mundo, no concuerdan con la democracia jeffersoniana ni con la tradición esencialmente protestante de los Estados Unidos”, escribe Times. Y añade: “Ha llegado la hora en la que Washington puede pedir justamente a Europa, que comparta sus obligaciones en la vasta región que el presidente Kennedy en persona definió como la ‘zona mundial más crítica de hoy día’. Europa —prosigue el periódico— puede constituir una especie de puente entre las dos Américas, pero existe el peligro de que, en este caso, como ya ocurrió en Bruselas, el presidente de Gaulle, apoyándose en la fraternidad latina, intente competir con los anglosajones en lugar de asociarse en su obra”, (A.F.P. 11/3/63). Esta cita interesa. Cámbiese al general de Gaulle por Napoleón Bonaparte, y se comprenderá que lo que propone el influyente diario inglés. es renovar el acuerdo entre Cánning y Adams, sobre el reparto de la América latina. No hay duda que la historia —como se ha dicho— se da dos veces. Una vez como tragedia y una segunda como comedia.
2. Compárese esta concepción de la vida de un terrateniente esclavista norteamericano, con el retrato que hiciera Marx, y que figura en páginas anteriores, de la nobleza feudal y su reacción frente a la burguesía industrial.
3. Esta realidad de América está siempre presente, más allá de la voluntad de los autores. Sin seguir un orden cronológico, se comprueba en González Prada, defensor del indio y precedente de la literatura social del siglo xx; en el colombiano Tomás Carrasquillo, de rico fondo folklórico y tradicionalista; en el uruguayo Juan Zorrilla de San Martín, Herrera y Reissig; en el peruano Santos Chocano, exhorbitante, rebelde, precursor social; el colombiano Guillermo Valencia, con su entorno poético y conciencia social anárquica y vislumbres de las tradiciones patrias; el costarricense Aquileo Echeverría, sumido en el bosque folklórico e idiomático de la tierra; López Abujar, peruano, precursor de la novela del indio. Estas tradiciones americanas pueden ocultarse, pero vuelven siempre, de un modo u otro, condicionadas por la vida silenciosa del subsuelo, incluso en escritores intermedios entre el europeísmo y la realidad americana como Alfonso Reyes, Ventura García Calderón, Rufino Blanco Fombona, etc. En nuestro siglo, la conciencia de una diferenciación cultural se agudiza en José Carlos Mariátegui; en Andrés Eloy Blanco, poeta de la tierra venezolana; en la poesía antillana, fenómeno único del arte, pues las formas técnicas europeas han sido molidas y recompuestas en la masa de un ritmo y un color sensoriales sin ejemplo; en Ciro Alegría y Jorge Icaza; en el guatemalteco Miguel Angel Asturias, escritor fuerte de América; en el mejicano López Fuentes. En Mariano Azuela, con sus torbellinos sociales y el México arcaico; en Genaro Estrada; en el gran novelista Eutasio Rivera; en Carmen Lira y en Manuel Othon. En el poeta, tal vez genial, César Vallejo. La lista sería interminable. Estos escritores hispanoamericanos continúan la tradición estética de Ercilla, en quien ya lo europeo se transfigura en americano, justo en la época que Nebrija considera que la lengua española ha llegado a un máximo esplendor. Es la misma tradición de Garcilaso, cuya forma española no puede anestesiar el espíritu incaico; de Juan Ruiz Alarcón, gloria de las letras españolas, pero que nunca dejó de sentir como mejicano, aunque no habla de México. Es este siglo xx el que gira hacia esa tradición de la América Hispánica abandonada durante el siglo xix. Y es un hecho cultural que se acompaña con reflexiones políticas sobre el destino de la América latina, Un caso típico es Rómulo Gallegos. Muy influido, como ensayista, por el mal Alberdi de Las Bases, positivista tardo, se refuta a sí mismo en sus libros. Tiene una profunda conciencia artística de América. Sus obras más auténticas abrevan en el folklore venezolano. El Florentino de Canta Claro, es un Martín Fierro del siglo XX, y no en vano, Gallegos, ha considerado a ésta su novela preferida. El pensamiento de Gallegos, además, está en el presente: “Vivimos en un aislamiento injustificable del resto del continente americano; nada o muy poco sabemos de nosotros mismos, en tanto que conocemos los más mínimos detalles de los extraños. Nuestra intelectualidad se nutre de la sabia europea, como nuestro comercio de sus productos y generalmente llegamos a interesarnos mas por tos problemas políticos y sociales que allá se resuelven, que por las propias necesidades que aquí piden urgente solución”. Comprende que nuestro porvenir es el de la América latina... “y que entenderlo así es colocar la primera piedra que soñó Bolívar”. Este Sentimiento de nuestro desconocimiento mutuo ha sido señalado por muchos escritores, pero no se ha ahondado lo suficiente, en su causa profunda, vale decir, que tal aislamiento de los escritores americanos entre si, no es nada más que la consecuencia de la destrucción de la unidad latinoamericana por el imperialismo. Lo mismo puede decirse, como derivado de ese hecho, sobre la escasa difusión de los libros hispanoamericanos que, generalmente, no pasan las fronteras de origen, cuando en realidad la América latina es un mercado editorial de incalculables posibilidades, políticas y económicas.
4. Es conocida la carta dejada al suicidarse, por Lugones, publicada por su hijo Leopoldo Lugones: ‘No puedo concluir la Historia de Roca. Basta. Pido que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún nombre que me recuerde. Prohíbo que sé de mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie. El único responsable soy yo de todos mis actos.”
5. Con referencia a este tipo “intelectuales puros” santificados por la prensa imperialista, puede citarse a Jorge Luís Borges, mezcla de poeta y erudito petrificado. Este escritor sirve a la política cuando la clase oligárquica así lo exige. En el New York Times se ha referido a Perón, un gobernante nacional, de este modo: ‘Nos puso todos tos obstáculos a los escritores, pero en realidad, lo que más le Interesó fue levantar al pueblo contra Estados Unidos y enviar gente a la cárcel.” Donde la poesía pura se convierte en lacayismo sin librea. En un reciente viaje al extranjero, rodeado de toda la bambolla común a estos casos, Jorge Luís Borges, cuyo estilo es una fusión de la lengua española con las técnicas inglesas de la composición poética, ha reconocido que sus lecturas en inglés son mucho más abundante que las castellanas, y ha confirmado esta admiración con odas patrióticas al Imperio Británico. Pero su caso no es una curiosidad poética. Es una cuestión política. De modo muy distinto pensaba Manuel Ugarte, este excelente escritor argentino, muy poco conocido por las generaciones de hoy, que empezó siendo el típico literato afrancesado —entonces conocido— para terminar en la lucha por la liberación de América latina y morir en el anonimato y la pobreza: “Porque en realidad —escribía Manuel Ugarte poco antes de su muerte— y en esencia, hasta el advenimiento de Perón, Iberoamérica sólo tuvo a partir del período que evocamos las situaciones que Inglaterra y Estados Unidos hicieron viable.” Esta es también la opinión de Sir David Kelly, desde el punto de vista del patriotismo ingles: “Un año después de mi partida, mediante una operación de trueque, esa gran realización de la habilidad y el capital ingleses que representaron los ferrocarriles argentinos fue cambiada por abastecimientos de carne por un periodo de 18 meses.” En ese viaje, Jorge Luís Borges pasó de la política a la poesía y viceversa. Aseguró que la traducción inglesa de sus cuentos supera al original español, caso único, de ser cierto, en el mundo de las letras universales y planetarias, pues ni siquiera la tan mentada traducción hecho por Baudelaire de Poe logró el milagro, aunque quizá iguale al original. Los ingleses, como se ve, han superado a Baudelaire, al convertir a Borges en un cuentista británico y argentino servible. Es un nuevo galardón del coloniaje. Y tan falso como la ilusión de Borges de ser poeta inglés a la manera de Yeats.
6. Imperialismo y cultura, ediciones Amerindia 1957 (2ª edición 1964)
7. El prestigio de este ensayista, ya fallecido, que durante más de tres décadas ocupó las páginas de los diarios, revistas, editoriales, etc., después de la caída de Perón, y luego de una impresionante propaganda, ha caído en un repentino y total silencio, que demuestra el cambio sorprendente del gusto literario en la Argentina paralelo a la lucha por la liberación nacional. (Nota a la 2ª Edición.)
8. Como se previene en el Prólogo de este libio, durante el gobierno de Joao Goulart se produjo en Brasil un intenso movimiento de nacionalización cultural. Bajo la dependencia del Ministerio de Educación y Cultura con la presidencia del ministro Cloris Salgado, funcionó el instituto Superior de Estudios Brasileños (ISED) cuyo objeto era consolidar las bases auténticas de la cultura brasileña. El régimen reaccionario de Garrastazú Médice, ha interrumpido transitoriamente esta valiosa iniciativa. (Nota aclaratoria para la 2ª Edición.)

No hay comentarios: